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Washington D.C.

Michael Rose presidía la mesa de la sala de conferencias en las oficinas del Consejo de Investigación de El Corazón de la Familia, chasqueando la punta del bolígrafo. A su lado, contemplando a través de la ventana el museo Nacional de Arte Norteamericano, que se encontraba al otro lado de la calle, temblaba el arzobispo Lacey. El prelado católico acababa de referirle el nuevo fracaso de los caballeros en Carpenter’s Hall. Había sido un completo desastre. Rose chasqueó el bolígrafo. Y ahora Michael se veía obligado a llamar a la caballería. Chasqueaba el bolígrafo sin cesar y se arrancó una tira de piel muerta de la oreja.

—¿A qué hora dijo Linkletter que vendría? —le preguntó el arzobispo.

Michael consultó el Rolex. El vicepresidente llegaba tarde. Como siempre.

—En cualquier momento, excelencia. —De algún modo había encontrado la medida exacta de ironía para condensarla en ese apelativo. Era como si en realidad estuviera diciendo: «Estúpido incompetente. Anacronismo papista».

Lo cierto era que el vicepresidente los había invitado a su despacho del ala oeste, pero Michael había rehusado cortésmente. Últimamente, la Casa Blanca era el sitio menos idóneo para reunirse, debido al descrédito de la guerra en Iraq y los diversos escándalos del partido: el despido de los fiscales, el ascenso en el banco Mundial, Mark Foley, Tom DeLay y Larry Craig. La lista era interminable. Ahora que se avecinaban las primarias, lo último que necesitaban los republicanos era perder el voto de la derecha cristiana, pensaba Michael, aunque de hecho lo estaban consiguiendo.

Michael se había reunido varias veces con Robert Linkletter. Habían ido de cacería en el sur de Texas y habían jugado juntos al póquer en Nevada. Aquella noche en Nevada… Michael sonrió. Antes de que Linkletter fuera nombrado vicepresidente.

Le gustaba la postura pragmática del vicepresidente a la hora de hacer las cosas. Linkletter era un auténtico hombre de acción, aunque le faltara tacto y no fuera mucho a la iglesia. En el fondo, no era creyente. Pero el vicepresidente sí, y eso era lo único que importaba.

En ese preciso instante se abrió la puerta de la sala de conferencias y entró el vicepresidente Linkletter. Era un hombre robusto, con rasgos afilados. Llevaba un oscuro traje de oficina de raya diplomática, gafas de montura de oro y una brillante corbata escarlata con aves de caza de seda bordadas, observó Michael. El vicepresidente se volvió hacia su acompañante y le dijo que lo esperase en el pasillo. Luego cerró la puerta y se dirigió directamente a la cabecera de la mesa.

—Pastor Rose —comenzó con tono sonoro. Michael se puso en pie para saludarlo y se estrecharon la mano—. ¿Cómo está tu padre? —le preguntó el vicepresidente—. Esperaba verlo…

—Sigue en el retiro —lo interrumpió Michael—. Un viaje espiritual.

Linkletter se volvió hacia el arzobispo.

—Excelencia. —Asintió, pero no estrechó la mano del prelado. Por el contrario, se dirigió a una mesita y se sirvió un gran vaso de agua. Exprimió un limón antes de darse la vuelta y decir—: Bien, ¿qué puedo hacer por ti, Michael? —Se dejó caer en una silla.

Michael no tardó mucho en ponerlo al día. El vicepresidente Linkletter ya conocía buena parte de la historia. Cuando acabó, el vicepresidente se encaró con el arzobispo Lacey.

—¿Y los de Filadelfia eran empleados suyos?

—Venían muy recomendados, señor vicepresidente.

—¿Por quién?

—Por el senador Fernández. De Florida.

—Santiago Fernández es un imbécil. Nos viene bien para embolsarnos el voto cubano el día de las elecciones, pero es imbécil.

—Le suplico que… —empezó Lacey.

—Suplique todo lo que quiera —repuso con tono gélido el vicepresidente, que se volvió hacia Rose, haciendo caso omiso del arzobispo.

Linkletter se estaba mostrando especialmente grosero aquella mañana, observó Michael. Era evidente que el vicepresidente no había olvidado la tibia postura que había adoptado la Iglesia católica durante las últimas elecciones presidenciales. Les habían instado a que excomulgasen al contendiente demócrata por su postura sobre el aborto, pero después de que la prensa les hubiera apretado las tuercas se habían achantado de repente.

—¿Qué es lo que quieres que haga, Michael? ¿Arrestarlos? ¿Por qué? No han hecho nada.

—Son una amenaza para la seguridad nacional, Bob.

—¿Cómo es eso?

—Piensa en lo que sucederá si encuentran lo que están buscando y se publica ese evangelio. Si se pone en tela de juicio la Biblia, ¿qué será de la Iglesia? Ya conoces las encuestas. El ochenta y tres por ciento de los evangelistas cree en la Biblia al pie de la letra. Y el sesenta por ciento de todos los cristianos cree que los hechos que se refieren en el libro del Apocalipsis acabarán sucediendo. Puede que dentro de poco. En el caso de los cristianos renacidos, los fundamentalistas y los evangelistas, el porcentaje asciende al setenta y siete por ciento. El setenta y uno por ciento de todos los evangelistas cree que el mundo acabará con la batalla del Armagedón y entre el cuarenta y dos y el cuarenta y seis por ciento de todos los americanos afirma, al igual que el presidente Alder, que ha «renacido». No podemos permitirnos el caos que provocaría en Occidente el descubrimiento de un evangelio de Judas históricamente preciso. Sería como si nos quitaran la alfombra moral de debajo de los pies. Ya hay muchos ateos y perdidos en manos de las últimas religiones mundiales.

—Gracias a la guerra en Iraq, Abu Ghraib y Haditha —intervino el arzobispo—, Estados Unidos han perdido autoridad moral a los ojos de la mayoría de las naciones. Y ahora, con todos esos escándalos éticos en Washington…

Linkletter se dio la vuelta en la silla y miró fijamente a Lacey con ojos de lagarto, como una salamandra a punto de saltar.

—Y lo dice un hombre cuya organización se identifica con los abusos infantiles. No me dé sermones sobre autoridad moral, excelencia. Mírese la viga en el ojo.

Michael sonrió. Uno de los escándalos que estaban causando mayores estragos en Washington estaba relacionado con los miles de millones de dólares que habían desaparecido durante la reconstrucción de Iraq y que, en buena parte, había administrado la empresa que Linkletter había presidido antes de llegar a Washington. No le extrañaba que se mostrara susceptible.

—Caballeros, no discutamos —dijo—. Está en juego la existencia del cristianismo. Estamos hablando del desmoronamiento de la Iglesia de Cristo. Y con este, del ascenso proporcional del islam. Del fundamentalismo islámico. Del yijadismo. Pues ¿qué otra cosa llenará el vacío espiritual? O algo mucho peor, una nueva Babilonia Misteriosa basada en la masonería gnóstica. Piensen que nuestros adversarios islamistas se envalentonarán cuando vean que implosiona el corazón de nuestra religión. ¿Eso es lo que quieren? ¿Eso es lo que quiere el presidente? —Y ahora, el golpe de gracia, pensó Michael—. Por no hablar del efecto que tendrá en los mercados mundiales y los precios del petróleo.

Linkletter hizo un mohín.

—Acuérdate de lo de Ohio, Bob. ¿Qué habría pasado si mi padre y yo no hubiéramos cumplido? Alder jamás habría ocupado la Casa Blanca. Tú lo sabes y yo también. Y dentro de poco se celebrarán nuevas elecciones. —Rose hizo una pausa para que sus palabras surtieran el efecto deseado—. Se avecina el fin de los tiempos, Bob. Las profecías. El Apocalipsis. Olvida por un momento lo que significaría una victoria demócrata para el legado del presidente. Olvida el daño que sufrirá la reputación internacional de nuestra nación si volvemos a casa arrastrándonos, lamiéndonos las heridas, a la espera de la siguiente carnicería terrorista. Deja a un lado todo eso. Te digo que Iraq es el escenario de algo mucho más grande. Algo mucho más importante, Bob.

—El presidente está al corriente de lo que dices —repuso el vicepresidente—, y aunque no puede hacerlo públicamente, te apoya. Y cree en las… profecías. —Se humedeció los labios.

Eso era lo que él decía, comprendió Michael. Lo había visto antes, en la mesa de póquer.

—Él también cree que estamos al borde del fin de los tiempos —añadió el vicepresidente.

Aunque tú no, pensó Michael. Estúpido arrogante.

—Y quiere asegurarse de que nada desestabilice a la comunidad cristiana antes de las próximas elecciones presidenciales. La guerra en Iraq significa mucho más que lo que el público sospecha.

—Exacto —asintió Michael, con una sonrisa.

—Pero ¿qué es lo que quieres que haga, Michael? Puedo hacer que los detenga el FBI, pero Sajan es una ejecutiva famosa. La prensa se volverá loca. Por no hablar del efecto que tendría en nuestras relaciones con la India. Aunque con lo que está pasando últimamente en Pakistán, seguramente podríamos emitirlo hasta en las noticias de las seis. Después de todo, es una mujer de color. Un tribunal del FISA[15] podría retenerlos durante un tiempo. Si fuera necesario, podríamos obtener un fallo extraordinario.

Michael se inclinó hacia delante, descansando las puntas de los codos sobre la mesa.

—En este momento nos vendría bien un poco de apoyo en la vigilancia —dijo—. Nada más. Creo que deberíamos ver adónde nos llevan. Ya que, ¿para qué vamos a cavar si pueden hacerlo ellos? Luego, cuando hayan encontrado lo que andan buscando, simplemente se lo quitaremos. Su excelencia me ha asegurado que su gente no volverá a fracasar. Por supuesto, si lo hacen…