32

Filadelfia

Koster sentía que el mundo se estaba cerrando sobre él. Vio que uno de los hombres se abalanzaba contra Sajan. Ella se quedó quieta un momento, como si lo estuviera esperando, y entonces, en el último segundo, se dio la vuelta, le aferró la mano y se la retorció, y el atacante se elevó en el aire para dar una voltereta más allá de la cadera de Sajan y se estrelló contra el imponente seto de acebo, llevado por el ímpetu de la embestida. Antes de que hubiera tenido ocasión de levantarse, Sajan se puso encima de él y le dio un pisotón en la rodilla mientras trataba de incorporarse. Se escuchó un desagradable chasquido quebradizo, seguido de un grito.

Koster tironeó de la cuerda que le rodeaba el cuello, tratando de zafarse de ella, pero el peso de la monja en su espalda lo mantenía clavado sobre las rodillas. Sus dedos forcejeaban con la cuerda y con un objeto que estaba adherido a esta. Era una especie de crucifijo. ¡Lo estaba estrangulando con las cuentas de un rosario!

La monja echó mano al crucifijo, lo cogió entre los dedos y el cuerpo de Cristo cayó al suelo, revelando la corta hoja plateada que había debajo. Se la puso delante de la cara. Koster la veía, aunque se le estaba nublando la vista. Entonces soltó la cuerda y le agarró la mano. La visión de la hoja a escasos centímetros de su ojo lo había llenado de un terror insondable. La adrenalina le bombeaba en las venas.

Koster observó impotente mientras el segundo hombre arremetía contra Sajan. Describieron círculos el uno alrededor de la otra. El atacante tenía un cuchillo en la mano y una sonrisa en la cara. Era joven, de veintitantos años, tenía los ojos castaños y un fino bigotito. De pronto se arrojó contra ella. Sajan se apartó de nuevo hacia un lado y la hoja hendió el aire. El atacante bajó la mano, apuntándole al rostro con la punta, pero ella la interceptó fácilmente entre los antebrazos. A continuación, le aferró la muñeca con la diestra, se la retorció hacia abajo y el joven dio una vuelta, maldiciendo y tratando de estirar el codo. El cuchillo salió despedido de sus dedos. Desequilibrado, trató de darle un puñetazo en la cara. Lo siguiente sucedió demasiado deprisa para verlo claramente. Sajan abrió la palma de la mano izquierda y le asestó un golpe en la cara. La cabeza del atacante se echó bruscamente hacia atrás y le brotó sangre de la nariz. Después ella se volvió sobre la cadera, puso la mano en forma de punta y lo golpeó con gran velocidad y precisión en el seno de la yugular. El hombre se derrumbó ante ella, aferrándose la garganta. Sajan le rodeó los tobillos con el pie derecho y lo empujó con fuerza contra el suelo. Mientras el asaltante se desplomaba, Sajan descargó la punta del codo directamente sobre su nuca. Luego se giró y miró a Koster.

Este seguía teniendo la hoja de la monja delante del ojo. Por mucho que lo intentaba, aunque hiciese acopio de todas sus fuerzas, no lograba apartarla. No dejaba de acercarse. Sentía que sus brazos se debilitaban, que le pesaban. No podía respirar. De repente todo se oscureció, como si una nube hubiera cubierto el sol. Se acabó, comprendió Koster, preguntándose qué sentiría cuando el cuchillo le atravesara el ojo. ¿Tendría terminaciones nerviosas? ¿Sentiría el frío acero mientras este seccionaba la membrana? Sin previo aviso, la hoja plateada se desvaneció y desapareció la presión en el cuello. Se esfumó de súbito. Koster escupió, tosió y se derrumbó hacia delante, resollando. A continuación alzó la vista.

La monja se estaba acercando a Sajan. Esta se mantenía firme, esperando, adoptando una especie de postura de combate, adelantando el pie izquierdo y echando el derecho hacia atrás. Entonces la monja se detuvo bruscamente y miró por encima del hombro. Al principio Koster pensó que lo estaba mirando. Luego se dio cuenta de que estaba mirando algo que estaba detrás de él.

Koster se puso en pie trabajosamente. Había una docena de figuras ataviadas con disfraces de milicianos caminando por la acera, al otro lado de la cerca de piedra. Más soldados de fin de semana para la batalla de Germantown. Koster hizo aspavientos y trató de gritar, pero no brotó ningún sonido.

—Eh —dijo con voz ronca—. Aquí. —Fue apenas un susurro.

Los hombres se dieron la vuelta para mirarlo y le devolvieron el saludo.

Koster miró por encima del hombro. La monja y los dos perseguidores se estaban alejando. Uno de ellos cojeaba visiblemente. El otro llevaba la bolsa del ordenador de Koster. Sajan estaba apartada, observando al trío que se retiraba.

—Eh —exclamó alguien—. ¿Se encuentran bien?

Era uno de los milicianos. Llevaba una larga casaca de color azul oscuro con forro escarlata, chaleco blanco, pantalones y tricornio.

Koster asintió.

—Bien —consiguió articular. Y entonces, como si hubieran accionado un interruptor, sintió dolor. Un dolor terrible, como si le hubieran rodeado el cuello con un collar de fuego.

—Estamos bien —asintió Sajan, que de pronto se hallaba a su lado—. Lo estás, ¿no? —Le tomó la mano.

Los milicianos se alejaron, sonrientes.

—La bolsa del ordenador… —dijo Koster con voz ronca.

—Sí, lo sé. Se lo han llevado todo. Junto con el primer fragmento del mapa.

Koster metió la mano en la chaqueta.

—Todo no. —Sacó la cámara digital. Luego tosió de repente, se dobló por la cintura y escupió—. Y he dejado el diario de Franklin en el hotel.

—Entonces todavía estamos en el juego.

Koster alzó la vista. Sajan le había puesto una mano en el hombro y le estaba sonriendo.

—¿Crees que esto es un juego? —protestó, enjugándose la boca—. ¿Y quiénes eran esos tíos?

Sajan miró a través del prado en dirección a Carpenter’s Hall. La monja y los dos hombres se habían desvanecido.

—No lo sé. Supongo que eran ladrones.

—¡Ladrones! ¿Me estás tomando el pelo? ¿Desde cuándo la gente se disfraza de monja para robar un ordenador portátil? —Se frotó el cuello—. Esto ya me había pasado antes, ¿sabes?

—¿El qué? ¿Que te robara una monja?

—Que me estrangularan —replicó Koster—. En Amiens, en Francia. —De pronto estalló en carcajadas. Quizá se debiera a tanta excitación. Quizá fuera simplemente la adrenalina que fluía frenéticamente por sus venas. Pero, a pesar del ardiente dolor del cuello, Koster no podía dejar de reírse—. ¿Has visto el salto que ha dado para pegarme una patada? ¡Joder! Si ni siquiera puedes fiarte de una monja en este mundo… Gracias a Dios que no fui a un colegio católico o ahora tendría un verdadero trauma. ¡Y tú! ¿Qué ha sido todo eso? —Agitó las manos en el aire—. Ese rollo de Jackie Chan.

—Fui a clases de artes marciales durante años cuando era niña. Mi padre creía que las mujeres tenían que saber defenderse.

Koster meneó la cabeza, haciendo una mueca.

—Pues me has salvado el culo. ¿Has visto el puto cuchillo que había en el crucifijo? ¿Qué clase de chiflada esconde un cuchillo en un crucifijo? No, no me lo digas… Los editores de la competencia. —Se rió. Entonces la euforia lo abandonó y se quedó donde estaba, frotándose el cuello.

Al cabo de un momento, después de que el silencio se hiciera insoportable, Sajan suspiró.

—Los caballeros de Malta. Los mismos que antaño andaban detrás del mapa de Franklin. Detrás del evangelio de Judas, Joseph. Igual que nosotros.

Koster contempló el jardín colonial, los lirios floridos y los árboles frutales.

—Yo no —contestó—. Yo estaba haciéndole un favor a Nick. Igual que tú, ¿no? Pero ahora que ha pasado esto… No pensarás continuar, ¿verdad?

—¿Continuar?

—Buscando el evangelio de Judas.

—¿Por qué seguiste buscando el evangelio de Tomás después de que te atacaran en Amiens?

Koster se disponía a contestarle, pero se interrumpió y meneó la cabeza.

—No lo sé —admitió—. Para resolver el acertijo, supongo. Para desentrañar el laberinto. Pero eso era otra cosa. Yo no sabía a qué me estaba enfrentando. No realmente. —Hizo una pausa, tratando de encontrar un motivo—. Además, me ayudaba un policía. Nigel Lyman.

—Entonces deberías llamarlo —dijo Sajan—. Cuando aterricemos en Inglaterra. Tenemos que encontrar el segundo fragmento del mapa, Joseph.

—Estás como una cabra —exclamó Koster—. Déjame decirte una cosa. La última vez que me pasó algo parecido no acabó bien. Vi a la mujer que amaba con un agujero en la cabeza.

—¿Qué estás diciendo, Joseph?

—Ya sabes lo que quiero decir.

—Sí, ya sé lo que quieres decir. Y me halaga que te preocupes por mí. Pero ya soy mayorcita. Sé cuidarme sola. Acabas de verlo.

—¿Por qué haces esto?

Sajan guardó silencio, contemplando los jardines.

—Contéstame, Savita. ¿Y si realmente encontramos el evangelio? ¿Qué pasará entonces? ¿Y si realmente debilita a la Biblia y a la Iglesia? ¿Y si debilita el cristianismo? A mí no me importa demasiado, no te creas, pero sé que a ti sí.

—Si el evangelio de Judas revela las auténticas palabras de Cristo, aunque sean gnósticas, es necesario que salgan a la superficie. Es necesario que se escuchen. Y… —Flaqueó y al cabo de un momento añadió—: Mira, si quieres venir, ven. Si no… dame la cámara. —Alargó la mano.

Koster se quedó donde estaba.

—La cámara, Joseph.

Al cabo de un instante Koster se metió la mano en el bolsillo y se la dio.

—Gracias —dijo ella suavemente.

—Eso es lo que dices ahora. Pero más adelante —refunfuñó—, cuando te haya cortado la garganta una monja católica chiflada, a lo mejor ves las cosas de otra forma.

Sajan enfiló el sendero que llevaba a la puerta que daba a la calle Chestnut.

—No pienso acompañarte —exclamó Koster—. Estás sola, ¿me oyes? Si quieres suicidarte es asunto tuyo.

Sajan siguió caminando.

—Estoy de vacaciones —vociferó Koster—. No me pidas que vaya a rescatarte. No pienso ir a Inglaterra. Ya basta. He tenido suficiente. Se acabó. —Suspiró. Se frotó el cuello—. No pienso ir a Inglaterra —repitió, mientras la seguía.

Sajan ni siquiera se dio la vuelta.