1761
Londres, Inglaterra
El caballero aferró a Franklin, poniéndole el cuchillo en la garganta. Franklin, aunque era más corpulento, estaba indefenso en manos del hombre oscuro. El bastón se le resbaló de la mano.
—El evangelio de Judas —dijo el caballero—. ¿Dónde está?
Forcejearon unos instantes. Franklin trataba de desasirse, pero cada vez que hacía un movimiento el caballero aplicaba más presión con la hoja, hundiéndosela en la piel. Empezó a sangrar por el cuello.
—En un lugar seguro —contestó Franklin. Y se rió.
—Yo no le veo ninguna gracia al aprieto en el que se encuentra —repuso el caballero.
—Claro que no —asintió Franklin—. El problema de confiarse en el plano físico es que este tiene límites muy estrechos. Los músculos fallan. Los tendones se tensan. Los huesos se vuelven frágiles con los años. Pero la mente… —Sus palabras se apagaron—. La mente no conoce límites.
—¿De qué demonios está hablando?
—¿Quién te ha enviado? —quiso saber Franklin—. ¿Han sido los Penn?
El caballero se rió.
—Me manda el papa Clemente en persona. ¿Acaso cree que no sabemos lo que dice Voltaire? En una carta dirigida a Helvétius que acabamos de interceptar escribe: «Cuando hayamos destruido a los jesuitas lo tendremos fácil con los infâmes». Ahora yo diría que no será tan sencillo. —El caballero lo pinchó en el cuello—. ¿Dónde está el evangelio?
—Soy un embajador en la Corte de San Jacobo. Tengo amigos poderosos.
—Cada día menos, señor Franklin. Se han hartado de usted. Y de sus intromisiones. Ya no es bienvenido en Inglaterra. Hasta lord Le Despencer ha dejado de protegerlo.
Franklin sintió que la hoja le cortaba la garganta.
—¡No, espera! —exclamó—. He dejado instrucciones específicas. Si me matan, mis editores publicarán el evangelio de Judas y revelarán las logoi al mundo entero. Suéltame. Deja que me marche. ¡Deja que me marche! —ordenó.
El tono de Franklin era tan estridente que el caballero se echó atrás y bajó la hoja. Volvió a blandirla al momento.
Franklin se colocó la peluca.
—Esto me provocará un ataque de gota, ya lo verás. —Se agachó para recoger el bastón—. Díselo a tus amos —añadió—. Es mi última propuesta. Si vuestros agentes vuelven a atacarme a mí o a cualquiera de mi familia, si muero en circunstancias misteriosas, si caigo en un accidente, ante la daga de un borracho en la coronación del rey o en cualquier otro evento, mis socios publicarán el evangelio de Judas.
»Pero… —continuó, quitándose las gafas, que limpió cuidadosamente con un pañuelo que se sacó de la manga— si dejáis de perseguirme, si me dejáis en paz, os juro que nunca revelaré lo que dice. Mantendré las logoi en secreto. —Se puso de nuevo las lentes bifocales en la nariz. Luego sonrió—. Me las llevaré a la tumba.
—Van Musschenbroek también se mostró confiado hasta el final —replicó el caballero—. Todos hacéis lo mismo.
Franklin titubeó.
—¿Van Musschenbroek? ¿Qué tiene que ver con el evangelio?
—Lo incluiste en tus planes cuando le mandaste aquella carta. Sabemos lo de la máquina de Dios. Sabemos qué es lo que hace. Pero jamás la construirás.
Franklin miró fijamente al hombre de la barba negra y rala.
—Mi propuesta es justa —repuso—. Comunícasela a tus amos. —Luego se dio la vuelta—. Y no quiero volverte a ver nunca.