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1761

Londres, Inglaterra

Franklin estaba volviendo a casa después de pasar una noche en la ciudad, tras la coronación del rey en la abadía de Westminster. Había esperado durante años, pero al fin se había celebrado, como él sabía que acabaría sucediendo.

Había sido una velada espléndida. El soberano había hecho su entrada en Westminster ante el toque de trompetas, con la túnica roja de Estado, y había tomado asiento en la silla de Estado. El arzobispo de Canterbury, el lord chambelán, el lord canciller y el conde mariscal se habían situado en los cuatro rincones de la abadía. Volviéndose sucesivamente hacia cada uno de estos rincones, el arzobispo había exigido que reconocieran al soberano con las palabras: «Señores, les presento a Jorge III, su rey incuestionable».

El monarca se había arrodillado para que el arzobispo le tomara juramento. Parecía una flamante moneda de oro nueva, recién acuñada, con una casaca de damasco de oro y calzones dorados, medias blancas, zapatos blancos con hebillas doradas y tacones de rojo cereza. La capa de terciopelo azul estaba forrada de armiño blanco con ribetes de oro sobre un jubón forrado y ribeteado asimismo con armiño que se había ceñido con un grueso cinturón de plata del que colgaba una espada.

Lo cierto era que Franklin no se habría percatado de aquellos detalles de costura si no hubiera sido porque estaba sentado al lado de un tal señor Edward B. Ravenscroft, de Ede y Ravenscroft, merceros de la Corona. Había sido el año más atareado de la historia, había confesado el comerciante con una sonrisa de comadreja. La compañía había vestido a nada menos que dieciséis duques y cuarenta y seis condes y, si tenían en cuenta las restantes categorías de la aristocracia, Ede y Ravenscroft habían servido a más de cien nobles. Una cifra asombrosa. Los sastres de Ravenscroft habían pasado horas interminables en los talleres de la calle Holywell, trabajando sin descanso durante toda la noche para asegurarse de que todas aquellas túnicas estuvieran listas a tiempo para aquella ocasión tan importante.

Ravenscroft señaló a diversos asistentes a la ceremonia. Las túnicas de los nobles estaban hechas de terciopelo rojo de cuerpo entero, explicó, con una capa de armiño. Las hileras de manchas de piel de foca en la capa indicaban el rango del noble en cuestión. Pero la categoría de las mujeres, continuó, no se indicaban mediante las manchas de piel de foca, sino mediante la extensión de las colas y la anchura de los ribetes. La cola de las duquesas medía dos metros; la de las marquesas, un metro y medio; la de las condesas, uno y cuarto; la de las vizcondesas, un metro; y la de las baronesas y las señoras, poco menos de un metro…

Franklin, que era un defensor acérrimo de las clases medias, se había escabullido temprano de aquella ceremonia para dar esquinazo al gregario Ravenscroft y se había reunido con su superior, sir Francis Dashwood, canciller de Hacienda, director general de Correos de Gran Bretaña… y fundador de los Frailes del Fuego Infernal.

Los dos hombres habían pasado las siguientes horas en unos apartamentos locales que sir Francis se había procurado especialmente para aquella ocasión. El sitio se hallaba atestado de mujeres de mala reputación, algunas de las cuales Franklin había conocido anteriormente en las cuevas de la hacienda de sir Francis en West Wycombe. Pero, sinceramente, Franklin no se encontraba de humor.

Estaba sentado con una joven prostituta en las rodillas cuando observó con absoluta sorpresa que no experimentaba ninguna reacción. Ninguna en absoluto. Quizá fuera, reflexionó, debido a lo que le había sucedido recientemente a William, su hijo bastardo.

De modo que se despidió y rehusó la oferta de sir Francis cuando este le ofreció un carruaje. Prefería caminar, le aseguró a lord Le Despencer. Necesitaba que le diera un poco el aire.

Y así lo había hecho. Estaba aturdido y rebosante de jerez. Recorrió la carretera de Westminster Bridge hasta el punto en el que cruzaba el Támesis. A lo largo del río florecían diversas empresas relacionadas con la navegación: azúcar refinado, caucho y jabón; productos químicos, pintura y tabaco. Sus emanaciones impregnaban el aire de la primera hora de la noche. Franklin se detuvo un instante en el puente y contempló el Támesis. Solo unas pocas embarcaciones permanecían amarradas en la ribera norte del río. La mayoría de las naves anclaban en el centro de la corriente, de un lado a otro, de modo que se veían obligadas a descargar con barcas. Todos los productos importados se llevaban a la Casa de Aduanas, donde se recaudaban más de la mitad de los impuestos del reino todos los años. Unas cien naves entraban y salían de los muelles todos los días. A Franklin le encantaba mirarlas cuando llegaban con sus barcazas, sus balandros y sus barcas, tratando de superar la corriente entre un diluvio de gritos y maldiciones. Los carboneros y los estibadores sudaban y cantaban mientras desembarcaban a los mineros que un día tras otro llevaban a Londres montañas de carbón procedentes del norte de Inglaterra. Parecía que un amasijo de aparejos festoneaba el cielo. Había naves ancladas en dos hileras hasta donde alcanzaba la vista, y las barcas y los esquifes serpenteaban entre ellas, tratando de dejar su carga en la orilla antes de que se hiciera totalmente de noche. Llevaban azúcar y ron, tabaco, cacao y café de las Américas. Llevaban aceite de palma y marfil de África. Y se iban cargadas con cajas de metales de Birmingham y productos de algodón de Manchester. Como su flamante traje nuevo de terciopelo azul.

Hubo una época, cuando era niño, en la que habría dado cualquier cosa por hacerse marinero y viajar por todo el mundo, libre y sin ataduras. Pero su padre le había sugerido que aprendiese otro oficio. Y la marea lo había dejado atrás.

Franklin exhaló un suspiro. Cruzó el puente y se dirigió al Parlamento. Mientras caminaba contempló Westminster Hall. El edificio se remontaba a la época de Eduardo el Confesor. La estructura, que antaño se había empleado como tribunal de justicia, había albergado diversos juicios notables a lo largo de los años, entre ellos el de sir William Wallace, el de los instigadores de la Conspiración de la Pólvora de 1606 y el del rey Carlos I en 1649.

Franklin apretó el paso en el terraplén. Quizá algún día él también acabara en aquel tribunal. Las cosas no marchaban bien.

Había vuelto a Londres en 1757, cuando tenía cincuenta y un años, casi treinta y cinco después de la primera visita que había realizado como aprendiz de impresor, siendo un adolescente. Al principio pensaba quedarse cinco meses, pero estos se habían convertido en casi cinco años. Había encontrado alojamiento en la calle Craven, entre la calle Strand y el río, cerca de los ministerios de Whitehall. La casera era una viuda prudente llamada Margaret Stevenson, que tenía una disposición agradable y una hija de dieciocho años llamada Mary, conocida como Polly, que se había convertido en una especie de hija adoptiva para Franklin, la homóloga de Sally, su verdadera hija.

Con setecientos cincuenta mil habitantes, Londres era la ciudad más grande de Europa y la segunda del mundo después de Pekín, que tenía novecientos mil. Por el contrario, Filadelfia, la más grande de América, solo tenía veintitrés mil residentes. En Londres Franklin había recibido enseguida el patrocinio de la élite intelectual y literaria. Collinson, el comerciante con el que se había intercambiado cartas sobre cuestiones eléctricas hacía unos cuantos años, lo había presentado ante la Royal Society, de la que recientemente lo habían hecho miembro, el primero norteamericano.

Franklin se pasaba casi todos los días en las cafeterías (en Londres había más de quinientas) en compañía de escritores, periodistas e intelectuales. Sus colegas de la Royal Society solían reunirse en la cafetería griega del Strand, en las inmediaciones de la calle Craven. Lo cierto era que, aunque se relacionara con sir Francis Dashwood, que era conservador, Franklin prefería rodearse de intelectuales sin título y artistas o mercaderes y artesanos. Bueno, generalmente, por lo menos. Franklin se acordó del tedioso Ravenscroft y lo recorrió un escalofrío.

Básicamente, tenía poco que hacer. En el verano de 1757 había intentado colaborar con el destacado terrateniente Thomas Penn y su hermano Richard. Pero por mucho que se comprometiera, Franklin no estaba dispuesto a aceptar que los terratenientes reclamaran la exención de todos los impuestos. Equiparaba la Asamblea de Pensilvania con el Parlamento de Gran Bretaña y afirmaba que la primera había recibido los mismos poderes legislativos a través de la Carta Real testada al gran William Penn, el padre de Thomas. Los terratenientes no estaban de acuerdo, por supuesto. Pero hasta el otoño de 1758 no habían contestado formalmente a sus numerosas quejas. Habían ignorado a Franklin, ordenándole a su abogado que se dirigiera directamente a la Asamblea de Pensilvania y le mandase a Franklin una copia de la carta. En ella afirmaban que las instrucciones de sus gobernadores eran inviolables y que la Carta Real «otorga facultades legislativas a los terratenientes». En otras palabras, que la Asamblea no tenía ninguna autoridad efectiva. Sus miembros podían dar «consejo y aprobación». Nada más.

A modo de protesta, Franklin había escrito un anónimo al Chronicle de Londres, una de sus estratagemas típicas, arremetiendo contra las acciones de los Penn, a los que había tachado de contrarios a los intereses de Gran Bretaña. Pero nadie lo había escuchado.

Lo cierto era que había fracasado como diplomático. Había permitido que las animadversiones personales que profesaba a los terratenientes interfiriesen con su misión. En vano había intentado repetidamente arrebatarles Pensilvania a los Penn para convertirla en una colonia de la Corona, pues el Consejo Privado de Londres, a través de todos sus fallos, jamás había mostrado interés alguno en modificar la carta para despojar de sus poderes a los terratenientes.

Franklin, desafiante, no había vuelto a casa, sino que había empezado a abrigar la idea de trasladar a su familia a Inglaterra. Realizó varios viajes. En Norteamérica al fin estaba terminando la guerra franco-india; Gran Bretaña y las colonias se habían apoderado de Canadá, así como de buena parte de las islas azucareras caribeñas que antaño habían pertenecido a Francia y España. Pero en Europa seguía librándose la guerra de los Siete Años entre Inglaterra y Francia. De modo que había ido a Escocia, donde había conocido al economista Adam Smith y al filósofo David Hume, con quienes había entablado amistad. A continuación se había aventurado hasta Holanda y Flandes.

En realidad, admitió Franklin para sus adentros, no solo había ido al extranjero para sobreponerse a sus fracasos como diplomático, sino también a sus fracasos como padre. William, su hijo bastardo, había seguido sus pasos y había tenido un hijo ilegítimo, William Temple Franklin, conocido simplemente como Temple. La madre del chico, como la del propio William, era una mujer de la calle. Pero en lugar de aceptar la paternidad, como había hecho Franklin, en lugar de casarse cuanto antes y llevarse el muchacho a casa, William lo había mandado en secreto con una familia de adopción para que esta lo criase. Al parecer William había heredado los peores defectos de Franklin y ninguna de sus virtudes.

De modo que Franklin había viajado, tratando de distraerse. Y ahora que volvía de la coronación del monarca estaba afligido por otra mala noticia. Aquella misma mañana había recibido una carta de los Países Bajos. Su amigo Pieter van Musschenbroek, el inventor de las botellas de Leyden, había muerto en misteriosas circunstancias durante un experimento no mencionado. Franklin le había hecho una visita en el continente recientemente, hacía apenas unas semanas, y pese a que tenía casi setenta años, lo había encontrado completamente sano, lúcido y activo. Le había enviado una misiva sobre la investigación de los fluidos eléctricos que estaba llevando a cabo y el matemático holandés le había contestado con una notable claridad. La muerte de Musschenbroek era una pérdida terrible y ciertamente inesperada.

Al dirigirse a la calle Craven se internó en una callejuela cerca de Hungerford Lane, donde se topó con una pareja de señoritas. Franklin se echó hacia atrás para dejarlas pasar. Una de ellas llevaba una mantilla cortesana de damasco escarlata de corte bajo con una elaborada cola. Tenía los ojos castaños, grandes y redondos, y una sonrisa maliciosa. Franklin se inclinó cuando pasaron.

—Buenas noches, señoritas —dijo con una sonrisa.

La chica del vestido rojo soltó una risita y entonces Franklin sintió una mano firme en el hombro.

Alguien le dio la vuelta. Franklin blandió el bastón cuando una figura salió de las sombras.

Y se quedó petrificado.

¡Aquel hombre! Con los ojos oscuros y las cejas oscuras. Con la barba negra y rala, que ahora tenía franjas grises, y la nariz larga. Aquella levita. El hábito de un clérigo.

Habían pasado más de treinta años, pero seguía teniendo el mismo aspecto. Franklin bajó el bastón.

—¿Tú? —dijo en un susurro, mientras la punta de una hoja lo pinchaba en el cuello.