Filadelfia
Koster deambuló por la sala de juntas, estudiando los libros de los estantes.
—Cuando la guerra en las colonias era inminente —le dijo a Sajan—, el rey Luis y su gabinete creyeron que se les presentaba una ocasión extraordinaria para debilitar a sus tradicionales enemigos de Gran Bretaña. Pero el conde de Vergennes, que era el ministro de exteriores, les recomendó que obtuvieran información de primera mano antes de actuar. De modo que el embajador francés en la Corte de San Jacobo, un tipo llamado Guines, sugirió un candidato: Julien-Alexandre Achard de Bonvouloir.
Koster se apartó de las estanterías y miró a Sajan.
—Guines lo describió como un oficial retirado del selecto Regiment du Cap, un caballero que había vuelto recientemente de Norteamérica. Pero lo cierto —dijo Koster— era que Bonvouloir no había sido más que un voluntario en el regimiento. Era la oveja negra de una familia de la baja nobleza. Tenía veintiséis años y poca educación, estaba físicamente discapacitado y se había pasado casi toda la vida despilfarrando la fortuna de la familia. Vergennes le advirtió a Bonvouloir que si lo capturaban y lo descubrían, Francia no acudiría en su ayuda.
—Un agente encubierto —comentó Sajan.
—Exacto. Le ordenaron que no llevara instrucciones escritas ni se presentara como embajador oficial. Considerando las luces y las sombras de su pasado, Bonvouloir accedió. —Koster se dirigió al lado sur de la estancia y miró el campo a través de la ventana.
—¿Cómo fue recibido en América?
—En otoño de 1775 el Segundo Congreso Continental comprendió que la derrota era inevitable a menos que obtuvieran armas y suministros del extranjero. Francia, el rival de Gran Bretaña, parecía la opción más lógica. El Congreso designó a un Comité de Correspondencia Secreta, del que Ben Franklin formaba parte. Más adelante recibió el nombre de Comité de Asuntos Exteriores, y como tal se convirtió en el antecedente del actual Departamento de Estado. —Koster hizo una pausa y meneó la cabeza—. Pero aquella era una época turbulenta. Como ya te había dicho, Franklin estaba aquejado de piedras en el riñón, y aunque lograran hacerse con nuevas armas y municiones parecía inevitable que la guerra fuese larga. Además, Deborah, la mujer de Franklin, había muerto en febrero del año anterior, mientras él estaba en Inglaterra. «En nuestras reuniones nocturnas», escribió Bonvouloir en un informe dirigido a Vergennes, «cada uno de nosotros tomaba una ruta distinta hasta el punto de encuentro señalado». En realidad, el informe de Bonvouloir a Vergennes es la única prueba de aquellas reuniones, ya que, por razones obvias, nadie tomaba notas. No olvidemos que lo que estaban haciendo los colonos era un acto de traición, pura y simplemente. Las colonias se habían sublevado, pero todavía no estaban en guerra. La independencia no se declararía hasta julio del año siguiente. Franklin estaba convencido de que Bonvouloir era un agente de Francia, pero este había recibido instrucciones de no confirmárselo. Que Jay y Franklin supieran, podría haber sido un doble agente.
Koster se puso detrás del amplio escritorio victoriano que había al otro extremo de la sala de juntas, coronado con un florero con brotes de lilas blancas, y se inclinó para olerlas. Eran deliciosamente dulces, aunque ya empezaban a marchitarse.
Franklin era un masón experto en códigos y reuniones clandestinas y estaba adiestrado para guardar secretos, prosiguió Koster, de modo que se trataba de un buen candidato para liderar aquella empresa. A pesar de los grandes riesgos que corrían y de los sufrimientos personales de Franklin, los miembros del Comité de Correspondencia Secreta celebraron tres largas reuniones de madrugada entre el 18 y el 27 de diciembre.
—Aquí mismo. En este piso —afirmó Koster—. Poco después, Bonvouloir regresó a Francia con una entusiasta evaluación. «Allí todos son soldados», afirmó. «Las tropas están bien vestidas, bien pagadas y bien armadas. Tienen más de cincuenta mil soldados regulares y un número aún mayor de voluntarios… La independencia es segura.»
—¿Era cierto?
—En absoluto. —Koster siguió dando vueltas por la habitación—. Pero el informe de Bonvouloir convenció a los franceses. El rey Luis le dio su aprobación a Vergennes para que este fundara una empresa, Rodrique Hortalez et Compagnie, para abastecer a los americanos de municiones o dinero para comprarlas. Les prometieron un millón de livres y dijeron que convencerían a los españoles para que les dieran otro.
—Eso era una fortuna en aquella época. ¿De veras lo hicieron?
—Franklin había sido periodista toda la vida —respondió Koster—. Era un maestro de la propaganda. Gracias a la información que le había facilitado a Bonvouloir, los franceses emprendieron una fabulosa campaña de construcción de barcos y aportaron más de doscientas naves de guerra a la causa. En 1778, cuando Franklin confirmó una alianza formal, los franceses apoyaron abiertamente a las colonias. Algunos historiadores estiman que el noventa por ciento de la pólvora que dispararon las tropas americanas durante la guerra procedía de Francia. ¡El noventa por ciento! Más adelante, en septiembre de 1783, Franklin firmó el tratado de París junto con John Jay y John Adams, que otorgaba la independencia absoluta a las colonias. Por supuesto, las cosas no fueron tan bien para los franceses. El apoyo financiero a la guerra americana mermó el tesoro francés, que ya estaba endeudado. La bancarrota de la nación implosionó en 1789. Luis y María Antonieta fueron decapitados tres años después.
—El genio de la democracia había salido de la botella —observó Sajan.
—En efecto. Ya no había vuelta atrás. Los ideales de la Ilustración, que se reflejaban en la masonería; el ascenso de las clases medias, tanto en Norteamérica como en Francia; lo que empezó aquí, en este piso, durante aquellas tres noches de susurros entre Franklin y Bonvouloir, cambió el mundo.
Koster señaló la habitación.
—Franklin conocía este sitio a la perfección. Cuando no estaba en la imprenta pasaba horas en esta biblioteca. Y conocía bien al arquitecto. Si realmente ocultó el primer fragmento del mapa aquí, podría estar en cualquier parte. Pero tengo la sensación…
—¿De qué?
—De que no lo encontraremos aquí, en la superficie. Han cambiado demasiadas cosas a lo largo de los años. —Se dirigió a las escaleras.
Sajan lo siguió y bajaron los escalones lentamente. Mientras caminaban, Sajan se puso a silbar y Koster tuvo que detenerse y reírse al reconocer la melodía: Secret Agent Man.
—Te han dado un número —cantaba— y te han quitado las piedras del riñón.[14] —Y no tenía mala voz.
Al pie de las escaleras, Koster se dirigió a la puerta que llevaba al sótano. Había un hombre en el puesto instalado al otro lado del salón, pero parecía que no los estaba mirando. Estaba ayudando a una turista española a escoger una postal. Y no se veía a Redding, el guarda, por ninguna parte. Koster abrió la puerta.
—En el siglo XVIII no había herramientas eléctricas —comentó mientras encendía la luz y descendía por las empinadas escaleras de madera—. Usaron picos y palas para excavar el sótano. —Sajan fue tras él.
Aunque el sótano era tan espacioso como el salón de la primera planta, daba la impresión de que estaba atestado debido a la altura del techo. Koster se vio obligado a agacharse ligeramente para entrar. Había una lavadora y una secadora al pie de las escaleras, delante de una puerta que daba a los jardines de la parte de atrás. Asimismo habían construido un cuarto de baño en el flanco sur del sótano. Koster reparó en una especie de espacio enrejado lleno de archivos a la izquierda. Debajo del muro norte, hacia el este, habían construido dos cámaras acorazadas en las que antaño se habían guardado oro y plata, cuando el edificio hacía las veces de banco. La estancia estaba alumbrada por una hilera de bombillas de sesenta vatios suspendidas de las vigas. En un rincón había amontonadas herramientas de trabajo, así como unas cuantas latas de pintura, trapos, una escalera y aparentemente muebles cubiertos con lonas.
Koster señaló al techo.
—Esas dos vigas sustentan la primera planta. Cada una de ellas mide doce metros de largo y está cortada toscamente con una azuela. Parece que en aquella época no había sierras que fueran lo bastante grandes. Están talladas en pino blanco del este, que es difícil de conseguir en nuestros días. Para obtener el máximo apoyo posible, los leños estaban invertidos. —Señaló los extremos del edificio—. ¿Lo ves? La base de esa está en el extremo oeste del sótano y el extremo cortado de la otra está orientado hacia el este. Por eso los carpinteros tuvieron que cortar a medida cada una de las viguetas para que encajaran en los maderos. —Koster recorrió el suelo de ladrillos del sótano—. No te he contado la historia de Bonvouloir como anécdota histórica —añadió— ni porque tenga el síndrome de Asperger.
—No había pensado que…
—Franklin escogió este sitio para celebrar aquellas reuniones por una razón —la interrumpió Koster—. Podrían haberse reunido en cualquier parte. En la casa de un amigo. En la taberna de la Cuba. Pero Franklin escogió Carpenter’s Hall porque se sentía seguro en ella. Por mucho que se acalorasen en las discusiones, nadie los molestaría. Lo sabía. Por experiencia.
—¿A qué te refieres? —quiso saber Sajan.
Koster no contestó. Se dirigió al muro sur y se volvió hacia la izquierda. Mientras caminaba, iba pasando la mano por una de las vigas del techo.
—Observa cómo continúan las crucetas. Todas miden lo mismo. Excepto estas de aquí. Parece que se detienen en el muro.
—A lo mejor las cortaron demasiado —sugirió Sajan.
Koster frunció el ceño y meneó la cabeza.
—Eso no tiene sentido —replicó. Sacó de nuevo el Garmin de la bolsa—. Mira —dijo, señalando—. Según las coordenadas que descubrimos en Washington, lo que estamos buscando debería estar justo al otro lado del muro. —Puso los instrumentos en el suelo al lado de la bolsa. Seguidamente pasó la palma de la mano por la pared—. ¿Ves la forma del arco? Observa con atención. Estos ladrillos son distintos. No solo el color, sino el tacto. Estos fueron añadidos mucho después. Aquí antes había una puerta.
—¿Estás seguro?
—Solo hay una forma de confirmarlo. —Koster fue al rincón, examinó las herramientas de trabajo y cogió un pico y un puñado de trapos.
—¿Qué estás haciendo? No puedes ponerte a cavar aquí. Nos van a oír.
—Tal vez. —Koster envolvió la punta del pico con los trapos. A continuación lo blandió por encima del hombro y lo descargó contra la pared de ladrillos. Estos se estremecieron pero se mantuvieron firmes. Koster volvió a golpearlos. Le pareció que algunos ladrillos se combaban. Se puso a cuatro patas. Se había abierto un pequeño orificio en la base del muro. Koster alargó la mano hacia la abertura. ¡Su brazo la atravesó completamente! Se asomó al interior. Había algo dentro, estaba seguro de ello. Una especie de habitación. Pero estaba oscura y no veía más que unos centímetros. Apartó más ladrillos con la punta del pico, ensanchando la abertura—. Pásame la linterna —le dijo a Sajan—. Y la cámara digital. Están en mi bolsa.
Sajan lo obedeció. Koster introdujo de nuevo la mano en el agujero, encendió la linterna y el haz hendió las tinieblas del otro lado. Comprendió que, en efecto, se trataba de una habitación que se continuaba hasta cierta distancia. Se metió la cámara en el bolsillo y se arrastró a través de la abertura. El haz de la linterna se posó sobre los intrincados azulejos blancos y negros del suelo y luego sobre un estrado situado en el otro extremo.
—¿Qué es? —dijo Sajan, que lo estaba siguiendo.
—Un templo masón. Ya había visto algo parecido. Debajo de la catedral de Chartres —dijo Koster. Recorrió la estancia con la linterna. Se dio cuenta de que el estrado era un altar. Encima había una brújula y una escuadra. Pero ¿dónde estará el texto sagrado?, se preguntó. Por un momento había esperado descubrir el evangelio de Judas sobre la superficie.
—Pero ¿por qué iban a construir un templo aquí? —quiso saber Sajan.
—La gran logia de Pensilvania trasladaba su sede de un edificio a otro. La taberna de la Cuba. Independence Hall. ¿Por qué no este? Está aislado y es privado, pero en el meollo de las cosas. Y estando la biblioteca arriba, seguro que resultaba conveniente.
Koster dio la vuelta al estrado y se detuvo. ¿Qué era aquello? Parecía una grieta en la piedra caliza. La alumbró con la linterna. Parecía que la fisura descendía por un lado, a escasos centímetros del borde del altar. Y luego también en horizontal.
—Toma, sujeta esto un momento. —Le entregó la linterna—. Apunta aquí.
Koster pasó las uñas a lo largo de la línea. Era una grieta. ¡Y se movía! Koster empujó y la superficie cedió silenciosamente, apartándose hacia un lado. Había abierto una especie de gabinete oculto en la misma piedra.
—¿Un relicario? —exclamó Sajan, acercándose.
—Puede que antaño guardara objetos sagrados, como la brújula y la escuadra. Y también documentos.
—Como el evangelio de Judas.
—Es posible. Pero está vacío. —Entonces reparó en algo que se encontraba al fondo—. Espera un momento —dijo—. Alumbra dentro.
Koster metió la mano en la abertura y buscó a tientas. El interior del gabinete se hallaba cubierto de mugre y se preguntó cuántos siglos habrían transcurrido desde la última vez que alguien estuviera donde estaban ellos, en ese mismo punto. ¿Habría sido el propio Franklin? Era como meter la mano en el río de la historia. Por un momento Koster creyó que había sentido un movimiento. Se retiró instintivamente, cuando sus dedos tocaron un objeto en el interior. Parecía un pequeño fajo de papel o tela del tamaño de un pañuelo.
—¿Qué es? —dijo Sajan.
Koster lo depositó con cuidado sobre el altar, al lado de la brújula y la escuadra. Sajan se acercó un paso, dirigiendo el haz de la linterna hacia el objeto. Era vitela o piel de oveja. Pero demasiado grueso para tratarse de papel, pensó Koster. Y lo habían doblado varias veces. De modo que asió cuidadosamente los bordes, disponiéndose a separarlos, y lo desplegó poco a poco, un rectángulo tras otro. Se le aceleró el puso al darse cuenta de lo que podía tener entre manos. El mapa de Franklin. O al menos el primer fragmento del mismo. Estiró la piel de oveja con la mano.
Se trataba de un mapa, en efecto, pero no se parecía a ninguno que hubiera visto antes. Aunque la superficie estaba cubierta de curiosas ilustraciones y dibujos, no daban la impresión de corresponderse con ninguna masa de tierra conocida. Quizá se debiera a que no estaba completo. Se percató de que tal vez fueran necesarios los dos fragmentos restantes para ver realmente lo que era.
—¿Lo reconoces? —preguntó—. Más bien parece un esquema que un mapa.
—O un fragmento. Mira el borde. —Sajan señaló.
—Está roto.
—Y mira eso, la escritura. Es el mismo código masónico que hemos visto en la carta de Franklin a madame Helvétius.
Koster sacó apresuradamente la cámara digital y tomó algunas fotos del mapa. Durante unos segundos se produjo una explosión de luz en la estancia. Luego extrajo la libreta y empezó a traducir el texto. Poco a poco la frase afloró a la superficie: «Eran veintidós en la época de Dashwood». La leyó en voz alta.
Sajan meneó la cabeza.
—¿Quién es Dashwood? —preguntó.
—El único Dashwood que conozco es sir Francis. Era el director general de Correos de Gran Bretaña y fue canciller de Hacienda durante una temporada. El homólogo de Franklin. Eran amigos cuando Franklin vivía en Gran Bretaña. Sea como fuere, Dashwood fundó una sociedad secreta. Algunos dicen que era básicamente un club de bebedores. Desde luego no fomentaba la moderación, como muchos otros grupos masónicos de aquella época. Se autodenominaban la Hermandad de San Francisco de Wycombe. De West Wycombe, en Buckinghamshire, donde Dashwood tenía una finca. Pero la mayoría de la gente los conoce como los Frailes del Fuego Infernal.
—¿En Inglaterra? —preguntó Sajan—. «Mis tres hogares.» ¿No era eso lo que Franklin escribió en el diario? Ahí es donde encontraremos el siguiente fragmento del mapa, Joseph.
Koster se volvió hacia Sajan y le sacó una foto. Por un momento el destello del flas la sorprendió en medio de una sonrisa. Pero cuando miró la imagen de la cámara Sajan no estaba sonriendo en absoluto. Estaba mirando fijamente a algo que había detrás de Koster.