27

Filadelfia

Koster y Sajan cogieron un avión a Filadelfia a la mañana siguiente y fueron directamente al hotel Cuatro Estaciones. Sajan llamó a la oficina y después se tomó un café en la suite de Koster mientras este verificaba las coordenadas que habían descubierto en Washington. Por algún motivo, aunque las había repasado repetidamente, parecía que no eran exactas. Cuando contrastaba aquellos números con un mapa más preciso en el ordenador comprobaba que las coordenadas distaban algunos metros de Carpenter’s Hall. Pero eso, comprendió Koster, se debía probablemente a que los instrumentos del siglo XVIII eran menos precisos. La noche anterior en D.C. se había documentado durante varias horas acerca de la historia y la construcción del edificio. Estaba listo, le dijo a Sajan, mientras guardaba el diario de Franklin en la caja fuerte del armario. A continuación empaquetaron el equipo (el ordenador de Koster, el Garmin y la cámara, una linterna y una libreta de dibujo) y bajaron las escaleras hasta el vestíbulo.

Las calles estaban atestadas a causa del puente. El portero llamó a un taxi y rodearon la plaza, doblando hacia el este en Vine. Filadelfia se hallaba en medio de un proceso de embellecimiento. Los trabajadores municipales patrullaban todas las vías públicas, festoneando las farolas con banderas y coloridos banderines y pendones. Docenas de «milicianos» ataviados con auténticos trajes de época se congregaban en las esquinas de las calles, preparándose para ensayar una osada representación de la batalla de Germantown. Había policías suplementarios para asegurarse de que los asistentes no se pasaran de la raya. Koster y Sajan doblaron a la derecha en la Octava y a la izquierda en Chestnut. Independence Hall apareció ante sus ojos más adelante, con la imponente aguja puntiaguda. La estructura, que al principio había albergado el Parlamento de Pensilvania, se terminó en 1756, le explicó Koster a Sajan, y había sido la sede del Gobierno de Pensilvania hasta 1799. Allí, en la sala de la Asamblea, el Segundo Congreso Continental había adoptado la Declaración de la Independencia. Allí, la Convención Constitucional Federal había concebido la Constitución. Y allí, concluyó, la gran logia de Pensilvania había usado la sala oeste del segundo piso como templo desde 1800 hasta 1802.

Pasaron ante el Segundo Banco Nacional.

—Está en la siguiente manzana —dijo Koster, y el taxista se detuvo.

Cuando se apearon del taxi, Koster observó una abertura en el muro en el lado sur de la calle, que enmarcaban dos gruesas columnas de ladrillo y una puerta de hierro forjado. La puerta estaba abierta. En la calle nacía un camino de más de cien metros de largo de ladrillo rojo y guijarros que flanqueaban edificios de dos pisos elaborados en ladrillo y un pequeño patio bordeado de árboles. Al otro extremo del callejón se hallaba Carpenter’s Hall. Sajan y Koster recorrieron el camino, pasando ante el Nuevo Museo Militar, instalado en uno de los edificios de ladrillo colindantes.

Carpenter’s Hall era una amplia y baja construcción cruciforme georgiana de ladrillo oscuro, con adornos y postigos blancos y un frontispicio clásico en forma de triángulo. En lo alto de una modesta cúpula de madera había una bola dorada y una veleta. De la fachada sobresalían tres astas encima de la entrada, en las que ondeaban banderas de época.

Atravesaron el pequeño patio y dieron la vuelta al edificio, recorriendo un estrecho sendero de ladrillo que llevaba a la parte trasera de la finca. El edificio tenía diez metros de fondo y los brazos de las alas cruciformes sumaban otros tres metros en cada lado. Koster se detuvo un momento y extrajo el Garmin. Mientras rodeaban la estructura, se interrumpía y daba vueltas constantemente, mirando la pantalla. Era difícil obtener una lectura precisa. Ciertamente, era posible que hubiese errado por algunos metros.

—Te pareces un poco a Spock con un tricodificador. ¿Por qué no entramos? —le preguntó Sajan.

Koster meneó la cabeza.

—Las coordenadas dicen que está aquí mismo. —Señaló el pavimento de ladrillo del sur del edificio. Una cerca de madera delimitaba la finca a escasos metros de distancia. Al otro lado de esta, Koster divisó una franja de hierba que llevaba hasta Dock Creek y unos jardines y casas adosadas de época al final de la manzana.

Koster exhaló un suspiro. Observó el edificio: las tres ventanas palatinas del segundo piso; la cenefa de madera, no de ladrillo, que separaba los dos pisos; y la puerta trasera con el frontispicio con detalles dóricos. Sajan estaba en lo cierto, pensó. Resulta una pérdida de tiempo.

Regresaron a la fachada. Había una pequeña garita de madera a un lado del patio y algunas placas elevadas ante las que se detuvieron.

—La Compañía de Carpinteros lo construyó en 1770 —dijo Koster—. Aquí dice que la Compañía era el gremio de profesionales más antiguo de América. Robert Smith fue uno de los arquitectos más destacados de la época. No solo diseñó Carpenter’s Hall, sino también el campanario de la Iglesia de Cristo y muchos otros edificios de renombre, entre ellos la casa de Ben Franklin en la calle Market. Lo que no dice es que Smith también era masón, como Franklin y Washington. El Hall albergó el Primer Congreso Continental en 1774 y fue la sede de la Compañía de la Biblioteca de Franklin. —Contempló el edificio, protegiéndose los ojos del sol con la mano—. Forma parte del Parque Histórico Nacional de la Independencia. Pero al contrario que muchos monumentos, tanto los dueños como los gestores son privados. Ayer llamé a McKenzie y Voight. Mi bufete tiene contactos en Filadelfia, miembros de la Compañía de Carpinteros. Tenemos permiso para meter las narices donde nos dé la gana. Dentro de lo razonable, claro.

—Bien pensado —celebró Sajan.

Koster señaló las paredes.

—¿Has visto que los ladrillos negros, que se llaman «remates», se giran en los extremos, conectando series de ladrillos que de otra forma podrían separarse en las junturas del mortero? Parece que los cimientos son igualmente robustos, porque consisten en bloques de piedra desiguales adheridos con mortero, lo que se conoce como «cimientos de escombro».

—Fascinante —comentó Sajan—. ¿Podemos entrar ya?

Koster la miró, frunciendo los labios.

—Solo era una sugerencia —añadió ella con tono sumiso.

A ambos lados de la entrada había pilastras blancas y encima un dintel con una claraboya y un frontispicio triangular que recordaba al que se hallaba en lo alto del edificio. Cuando franquearon la puerta, Koster reparó en una escalera a la derecha que conducía al segundo piso, bloqueada mediante una pequeña cancela metálica, y una puerta que llevaba al sótano. A continuación entraron en el salón propiamente dicho. Era enorme, con un reluciente suelo de piedra de baldosas blancas y negras con forma de diamante. Al fondo había un puesto donde se vendían postales y libros.

Las paredes estaban coronadas con una moldura blanca. La luz brillante se derramaba a través de las numerosas ventanas, dando a la espaciosa cámara una sensación luminosa. El plan de Smith era directo y simple: un edificio cuadrado de dos pisos y cinco metros cuadrados con aberturas de tres metros en las esquinas.

En aquella época no había soportes de acero, le explicó Koster a Sajan, de modo que el peso de Carpenter’s Hall se sustentaba sobre todo en las paredes exteriores, que parecían al menos de un metro de grosor. Estudiaron las chimeneas de mármol blanco y negro situadas a ambos lados de la estancia. Encima de cada repisa había una bandera dentro de un marco acristalado adornado con las palabras «Ondeada en 1788», con el emblema de la Compañía de Carpinteros. Era evidente que se habían hecho numerosas ampliaciones en el edificio desde la primera construcción. Hasta el hermoso suelo de baldosas era posterior en casi cien años, observó Koster, después de la guerra civil, obra de la misma empresa británica que abastecía de baldosas al Capitolio. Los únicos artículos de la época eran ocho sillas Windsor verdes que habían usado los miembros del Primer Congreso Continental.

Volvieron a la escalera. Aunque estaba bloqueada por una puerta metálica baja, Koster la saltó fácilmente y empezó a subir por ella.

—Un momento. Usted, ese de ahí.

Un hombrecillo negro corpulento, calvo y con bigote fue corriendo hacia ellos. Llevaba un polo azul lavanda con el distintivo de la Compañía de Carpinteros: tres brújulas y una escuadra.

—¿Adónde se cree que va?

La placa decía: «Redding, Arnold».

—Arriba. A la biblioteca —contestó Koster.

—No se puede subir.

—Alguien de mi despacho llamó ayer. Me han dado permiso. Si comprueba los archivos, estoy seguro de que encontrará mi nombre. Koster. Joseph Koster.

El guardia enarcó una ceja.

—Esto no es ningún club, señor. Y esta noche no hay ninguna lista de invitados.

—Compruebe los archivos. Solo vamos a estar arriba un momento.

—Ya le he dicho que nadie me ha dicho nada de ningún Joseph Koster.

—Mire —insistió Koster, irguiéndose en toda su estatura. Trataba de darse un aire atrevido e imponente y lo miró con expresión imperiosa—. Señor Arnold…

—Me llamo Redding.

—Señor Redding. Alguien llamó ayer.

—Sí, ya me lo ha dicho. Y yo le he dicho que nadie va a ninguna parte sin permiso.

—Me llamo Savita Sajan. —Sajan se interpuso entre los dos hombres—. No queremos causarle ningún problema, señor Redding. Lo que mi amigo está…

—¿Savita Sajan? —El guardia le ofreció la mano—. Vaya, ¿por qué no lo ha dicho antes? Claro. El jefe ha recibido su mensaje. Es un verdadero placer conocerla. He leído todo sobre usted en People.

—Odio esas fotos. Creo que me hacen gorda. ¿No le parece?

El guardia se rió entre dientes y se dio una palmadita en la barriga.

—¿Lo dice en serio? —Sacó un llavero y abrió la puerta al pie de las escaleras—. Dígame si puedo hacer algo más por usted, señorita Sajan. —A continuación le guiñó el ojo a Koster, se dio la vuelta y se alejó contoneándose.

Koster se quedó petrificado, mirándola.

—¿Qué? —dijo Sajan.

—Anoche llamaste a Nick, ¿verdad?

Ella se quedó donde estaba, sonriendo.

—¿Verdad? —insistió Koster.

—Necesitábamos permiso para inspeccionar este sitio. No sabía que ibas llamar a McKenzie y Voight. No es para tanto.

—Antes, cuando te dije que había tomado medidas, no me has dicho nada.

—He aprendido hace mucho tiempo que cuando una forma parte de un equipo es importante que todo el mundo sienta que está… causando un impacto, contribuyendo.

—Sobre todo los hombres.

Sajan se rió.

—Sí. Sobre todo los hombres.

La visión de aquella risa lo desarmó por completo. Se había propuesto contestarle explicándole el valor de la honestidad, pero de pronto se sintió mezquino. ¿Qué más daba que Sajan hubiera llamado a Nick sin decírselo? Después de todo, eran amigos. Koster contó el número de peldaños de las escaleras y lo multiplicó por noventa grados.

—¿Te imaginas a Franklin subiendo estas escaleras con las manos cargadas de libros? —dijo Sajan—. Yo me lo imaginaba gordo y viejo. Enfermo de gota.

—Y de piedras en el riñón —añadió Koster—. De hecho, cuando se celebró el Segundo Congreso Continental, sufría tanto que tuvieron que traerlo en una silla de manos.

En lo alto de las escaleras había estanterías acristaladas que recubrían las paredes. El segundo piso de Carpenter’s Hall estaba dividido en dos habitaciones principales, al este y el oeste, y diversas cámaras más pequeñas al sur, que ocupaba el conserje. En la época de Franklin, la habitación del este albergaba la Compañía de la Biblioteca, y era donde se reunía el Consejo de Administración en las reuniones quincenales. La habitación del oeste, en cambio, había sido antaño un hermoso apartamento, aunque estaba atestado de instrumentos e invenciones de Franklin, tales como telescopios, bombas de aire y aparatos eléctricos. En la actualidad, habían instalado una réplica de la sala de juntas y la biblioteca originales en el ala oeste.

Comparado con el espacioso salón de abajo, la sala de juntas de la biblioteca parecía íntima y acogedora. Allí también hasta el último centímetro cuadrado de las paredes estaba cubierto de estanterías. En el centro de la estancia había una enorme mesa de madera que a todas luces no era de la época.

—Franklin alquiló el segundo piso para la Compañía de la Biblioteca —explicó Koster—. En aquella época los libros eran muy difíciles de conseguir y extremadamente caros. Demasiado para la mayoría de los coleccionistas privados. De modo que fundó la Compañía de la Biblioteca. Allí también era donde se reunía con Bonvouloir, un agente secreto francés. La gente no suele considerar a Franklin una especie de espía.

—Parece más bien un Smiley que un Bond —comentó Sajan con una carcajada—. Ben Franklin… un espía. Quién lo hubiera dicho…