1752
Filadelfia
Franklin alzó la vista, contempló las henchidas nubes negras que se habían formado en el cielo y con un sobresalto se dio cuenta de que, sin saberlo siquiera, estaba rezando para que lloviera. No solía rezar por nada. ¿De qué servía, después de todo? Dios tenía asuntos más apremiantes que escuchar las lamentaciones de los hombres.
Se apretó más firmemente la capa y se caló el sombrero. A pocos metros de distancia estaba William, su hijo bastardo, jugando con una cometa de seda escarlata que sostenía en la mano. Aunque acababa de cumplir veintiún años, el joven correteaba de un lado a otro como si fuera un niño. A lo largo de los años Franklin había tratado de congeniar con él, pero había comprobado con amargura que aparentemente ambos tenían un carácter similar. Tal vez William le recordaba demasiado a los rasgos que menos le gustaban de sí mismo. William era igual que su madre. Se distraía fácilmente. Le gustaban demasiado las comodidades de la vida, estaba obsesionado con las cosas materiales y siempre tenía presente la opinión de los demás. Franklin no lo entendía. El chico no tenía su curiosidad intelectual ni su efervescente determinación de triunfar.
En una ocasión, hacía muchos años, William había encontrado a su padre trabajando hasta tarde en la imprenta y le había preguntado con aire despreocupado:
—¿Lo haces por dinero? Eso es lo que dice todo el mundo.
Franklin, con las manos manchadas de tinta, se quedó mirando al chico, que entonces era un adolescente, y lo abrumó un repentino desagrado, aunque trató de suprimirlo.
—La riqueza no tiene nada de malo, William —había contestado, mirándolo por encima de las gafas—, pero lo que importa es lo que obtienes con ella. Libertad para estudiar y aprender. El tiempo y los medios necesarios para satisfacer las necesidades de tu familia y la comunidad en la que vives. En este mundo, que suele moverse por el prestigio y el rango inmerecidos, la riqueza es lo que nos hace iguales en el campo de juego, William. Eso es todo. Al final lo que importa es lo que haces con tu talento. El mundo pide progreso a gritos. Debes encontrar una necesidad, un problema práctico que requiera tu atención, y resolverlo. Y si te esfuerzas lo suficiente y eres diligente te harás rico. «Acostarse temprano y levantarse temprano hace a un hombre rico…»
—Ay, por el amor de Dios, padre, deja de citarme El almanaque del pobre Richard[12] —el chico puso los ojos en blanco—. He escuchado tus aforismos tantas veces que me ponen la carne de gallina.
Franklin miró a su hijo. Sí, pensó. Eso es exactamente lo que habría dicho tu madre.
Un relámpago hendió el cielo. Le contestó al instante el restallido del trueno. Franklin contempló la distante mancha de la ciudad al otro lado del campo abierto, más allá de la cerca de piedra y los árboles. La tormenta se estaba acercando desde el sur. Sobre los tejados de Filadelfia ya descargaba una gran tromba de agua. Divisó el campanario a medio construir de la Iglesia de Cristo, que estaba envuelto en rayos de luz brillante, como un portento celestial. Después las nubes se cerraron.
Franklin se volvió hacia su hijo.
—Prepárate —le advirtió a William—. Ya viene.
Miró al cielo y le vino a la memoria la tarde, hacía casi una década, en la que había conocido al doctor Archibald Spencer, el artista ambulante escocés, mientras este explicaba las teorías de la luz de Newton y realizaba trucos eléctricos, creando cargas estáticas frotando un tubo de cristal. Franklin había observado la actuación del médico con creciente entusiasmo mientras Spencer arrancaba repetidamente lluvias de chispas del cristal. En ese momento supo que al fin había encontrado lo que había buscado con tanto ahínco, el latido del corazón de la máquina de Dios.
Al cabo de algunos años, en 1747, había recibido el tubo para generar electricidad estática que le había mandado Peter Collinson, el agente de la Compañía de la Biblioteca de Franklin en Londres, y había trabajado durante incontables horas, ideando numerosos experimentos. Finalmente había descubierto que en realidad cuando se frotaba el cristal con un paño la electricidad no se creaba, sino que se acumulaba. Y lo que era aún más extraordinario, que una carga podía pasar de una persona A a otra B y el fluido eléctrico regresaba si estas se tocaban. Hasta entonces, muchos habían sostenido que en la electricidad intervenían dos tipos de fluidos, el vítreo y el resinoso, y que cada uno de ellos operaba de manera independiente. Pero Franklin creía que cuando se generaba una carga positiva siempre se producía una carga negativa equivalente, mediante alguna misteriosa conservación. Aquello lo había llevado a descubrir el notable valor de las puntas. Electrificó una bolita de hierro. Seguidamente, balanceó un corcho al lado y descubrió con sobresalto que la carga de la bola de hierro repelía a la cuerda y el corcho. A continuación, cuando acercó la punta de un atizador a la bola, la carga se disipó. Al parecer, las puntas atraían al fluido eléctrico.
Una noche había invitado a unos amigos a una cena eléctrica en las orillas del Delaware. Habían disfrutado de una comida abundante y muy divertida. Habían despachado a un pavo conectándolo a una serie de botellas de Leyden y valiéndose de una clavija eléctrica lo habían asado ante una hoguera encendida con una botella electrificada mientras que con copas electrificadas brindaban por los científicos eléctricos más famosos del continente. La noche había sido un tremendo éxito, aunque habían tardado más de lo previsto en cocinar el pavo y al caer la noche había estallado una tormenta. Durante el trayecto de regreso a la calle Market, en el carruaje, Franklin había contemplado la lluvia que bañaba la campiña. Entonces, cuando coloreaba el firmamento un relámpago semejante a las raíces de un refulgente árbol blanco, se le había ocurrido la idea del pararrayos. El fluido eléctrico se veía atraído hacia las puntas.
Los devastadores efectos del rayo habían fascinado a los humanos desde hacía milenios. Lo consideraban un fenómeno sobrenatural, una expresión de Dios, o de los dioses (en función de la parte del mundo en la que hubieran nacido). Pero aunque las campanas de las iglesias repicaban en todo el mundo cristiano para ahuyentar a las fuerzas del rayo, surtían poco efecto. El rayo no dejaba de caer en los campanarios de las iglesias, quemando muchas de ellas hasta los cimientos, y cientos de campaneros y rectores perecían en las colonias todos los años.
Era cierto que Newton y otros científicos habían especulado acerca de la aparente conexión que existía entre el rayo y la electricidad, pero hasta Franklin ninguno de ellos había concebido jamás una forma práctica de demostrarlo. Franklin creía que si se apostaba a un hombre en una garita de centinela con una larga barra metálica en lo alto durante una tormenta eléctrica y se conectaba dicha barra a un alambre aislado con cera que el sujeto sostuviera en la mano, era posible arrancarles chispas a las nubes, robar el fuego del cielo, al igual que Prometeo, como Franklin había hecho con el tubo. En 1750 le había explicado aquellas teorías a Collinson, que a su vez había presentado las cartas de Franklin ante la Royal Society de Londres. Dichas cartas fueron publicadas en el Gentleman Magazine de Londres y traducidas al francés. De hecho, habían causado tanta sensación que el rey Luis había ordenado que se realizara una prueba de campo para probar aquella teoría.
Entretanto, Franklin había seguido adelante con sus planes para efectuar un experimento. Había estado esperando a que acabaran de construir el campanario de la Iglesia de Cristo para aprovecharse de aquel punto estratégico, pero luego había decidido probar algo diferente.
Desde la infancia, a Franklin le había encantado volar cometas. De hecho, nunca había considerado que las cometas fueran juguetes. Poseían una elegancia y aerodinámica que lo colmaban de asombro, y el hecho de que él pudiera controlar algo que parecía burlarse de las leyes de la gravedad lo llenaba de júbilo. Hasta había usado una cometa en una ocasión, cuando era joven, mientras nadaba, para impulsarse hasta la otra orilla de un pequeño lago cerca de Boston. Impaciente por probar sus teorías, Franklin había reclutado a su reacio hijo William y se había escabullido hasta el campo en el que ahora se encontraban.
Franklin miró al muchacho. William sostenía una cometa de la que sobresalía un alambre afilado.
—Prepárate —le advirtió a su hijo—. La tormenta se está acercando. La cuerda. —Alargó la mano.
El muchacho le entregó la cuerda, que estaba enrollada en una estaca, como una colmena en la rama de un árbol. Franklin desenrolló varios metros de cuerda, dejando que esta cayera al suelo, y se dio una palmadita en la llave que llevaba en el bolsillo.
—Pues adelante. Echa a correr.
Con el ceño fruncido, William se puso a andar y después a trotar por el campo. Estaba de cara al viento y, mientras corría, el sombrero le salió volando de la cabeza. Titubeó.
—Sigue corriendo —vociferó Franklin—. Suéltala.
William dejó que la cuerda de la cometa resbalara entre sus dedos. La cometa se estremecía y daba vueltas. William la apretó con más fuerza y la cometa surcó el aire. Abrió de nuevo los dedos y la cometa resbaló poco a poco a sus espaldas, elevándose más y más. William se dio la vuelta hacia ella, soltó la cuerda y la cometa salió disparada hacia los cielos.
Franklin la observó mientras ascendía temblorosamente. Al cabo de un instante experimentó una brusca sacudida cuando la cuerda se tensó alrededor de la estaca que tenía en la mano. La cometa seguía subiendo, acercándose cada vez más a las nubes negras cenicientas.
William había recuperado el sombrero y se apartó hacia un lado, sin dejar de aferrar el ala con una mano, con la capa restallando.
Franklin se había acercado al extremo de la cuerda. Sostuvo la estaca con una mano y se metió la otra en el bolsillo, sacando la llave; esta estaba conectada a una pequeña aguja metálica que hundió justo encima de la cuerda hasta que la llave se balanceó a escasos centímetros de distancia. Se mantuvo firme mientras la cometa se elevaba describiendo espirales. Entonces surgió un rayo de la nada. A decir verdad, le dio la impresión de que brotaba del suelo en lugar de descender de los cielos. La cuerda, empapada por la lluvia, pareció tensarse. Franklin alargó la mano libre y tocó la llave con los nudillos. Sintió una pequeña descarga. La llave generó una nueva carga. La chispa azulada se intensificó ante los ojos de Franklin. Parecía que saltaba de la llave a cámara lenta y atravesaba el aire, salvando el espacio hasta la yema de sus dedos. Le recorrió la mano, el brazo y el pecho, hasta el núcleo de su ser. Y se rió.
Qué fácil es, pensó.
Desde hacía más años de los que le gustaba recordar, había languidecido delante de un escritorio hasta altas horas de la noche; se quedaba sentado mirando fijamente aquella ilustración con un lapicero en la mano. Había algo en ella, algo… como si hubiera visto antes ese esquema.
Pero era como cuando intentaba acordarse de la cara de Franky, antaño tan familiar que se había vuelto prácticamente invisible. Por mucho que lo intentara, no podía representársela; las finas líneas de los ojos y la curva de los labios. El esquema era lo mismo. Había desaparecido. Se había desvanecido por las buenas.
Hasta ahora. Franklin apartó la mano de la llave. Ahora estaba claro como el agua. Sí que es fácil.
Cuando todo es un símbolo, todo está igual de lejos… o de cerca. Era como hallarse en un mapa, una carta tan precisa que no había forma de distinguirla del lugar que representaba.
—Padre. Padre, ¿te encuentras bien?
Franklin miró a William, pero ya no estaba allí. Estaba a su lado, tirándole de la chaqueta.
—¿Franky?
William frunció el ceño.
—No, soy yo. William. —Soltó la manga de Franklin—. Tu otro hijo.
La vista de Franklin se aclaró. Sonrió al joven y declaró:
—Ha funcionado.
William retrocedió un paso y se cruzó de brazos.
—Es estupendo, padre. Otro éxito para ti.
—Lo consideraré un éxito cuando hayamos evitado que se quemen unas cuantas iglesias. —Señaló las botellas de Leyden amontonadas en las inmediaciones—. Ahora veamos si podemos almacenar una parte de este fluido eléctrico. Te apuesto lo que quieras a que es la misma carga que creo con el tubo de cristal en casa. —Se disponía a darse la vuelta cuando se interrumpió de repente y se volvió hacia su hijo—. No se lo digas a nadie, William. A nadie. Quiero que lo jures solemnemente.
—Creía que pensabas patentar estas puntas… no como el horno. ¿Cómo vas a venderlas si nadie sabe que existen?
—Júralo, William.
—Pero ¿por qué, padre? Dímelo. No lo entiendo.
—Prefiero que no se enteren ciertas personas. Al menos durante un tiempo.
—No sueles ser tan modesto con tus descubrimientos científicos. Podrían darte una Copley[13] en Inglaterra.
—No lo hago por eso. Aunque salvar del peligro al cuerpo de bomberos sea una empresa honorable. Por última vez, júralo.
—De acuerdo, lo prometo —dijo William. Destelló un relámpago y el cielo pareció abrirse de repente. La lluvia descargó torrencialmente a su alrededor—. Es para él, ¿verdad? —añadió William.
—¿Para quién? —replicó Franklin, aunque ya conocía la respuesta. Fue entonces cuando se acordó de lo que le había sucedido a Prometeo después de robar el secreto del fuego del cielo. Zeus lo había encadenado a la ladera de un precipicio, donde todos los días un águila le arrancaba el hígado, que volvía a crecerle de nuevo cada mañana. ¿Será ese el siniestro precio de la inmortalidad?
William contempló los cielos, con su rostro joven empapado y lúgubre.
—Tu «obsesión». Eso es lo que ella dice cuando no estás delante. Y tus experimentos de medianoche. Esos misteriosos dibujos que estudias en tu despacho por las noches. —Señaló la cometa escarlata, que revoloteaba recortándose contra las nubes negras—. El mundo debería saberlo.
Franklin miró a su hijo y lo asaltó una tremenda pesadumbre. Lo que alimentaba la convicción del joven William no eran la ambición ni la avaricia. Eran los celos. Franky estaba muerto desde hacía más de quince años, pero su espíritu no se había desvanecido y continuaba atormentando a su hermano mayor… igual que a él.
—Ojalá el mundo estuviera preparado —dijo—. La verdad es que no lo he hecho por este mundo. —Franklin se dio la vuelta, arrastrando la cuerda de la cometa detrás de él—. Lo he hecho —añadió— por el otro.