Washington D.C.
La hermana María los había estado siguiendo durante toda la mañana. Había llegado en avión la noche anterior, apenas unas horas después de que ellos aterrizaran. Y aunque se había hospedado en otro hotel, a la mañana siguiente les había seguido el rastro desde el Cuatro Estaciones y lo había mantenido a intervalos durante casi todo el día. Excepto cuando la descubrieron en la plaza Mount Vernon.
Entonces había pedido otro coche con el teléfono móvil Nokia y había recogido un Ford gris en el monumento a Jefferson, justo antes de que sus objetivos doblaran hacia el norte en la avenida de la Constitución y se dirigiesen hacia el monumento a Washington.
La hermana María había continuado a pie desde entonces. Había observado a la pareja mientras entraban en el obelisco y miraban embobados las curiosidades para turistas, tomando notas. Al cabo de unos minutos se habían desvanecido en el ascensor cromado. Entonces compró un ejemplar del Washington Post de aquella mañana.
Los siguió hasta la cumbre de la torre blanca. Y después esperó, aguardando el momento oportuno en el nivel del observatorio, apartando a los turistas. Nadie hacía preguntas a una monja. El hábito largo y la toca le conferían una autoridad natural. Esperó al borde del pasillo, con el periódico bajo el brazo, hasta que todos los turistas, los niños que iban revoloteando de un lado a otro y los ancianos con sombreros militares volvieron al ascensor. Y entonces miró el reloj.
Casi había llegado el momento.
El cubano con el uniforme del Servicio de Parques Nacionales estaría ahora acercándose al obelisco. Lo vio todo mentalmente. Estaba entrando en el vestíbulo. Miró el reloj. Solo unos segundos más. Seis. Cinco. Cuatro. Estaba delante del ascensor.
La hermana María observó las luces del panel. El ascensor estaba subiendo de nuevo, dirigiéndose al nivel del observatorio. Llegó en unos segundos. Vacío. Exactamente como había planeado.
La monja introdujo rápidamente el periódico en la abertura que mediaba entre el hueco y la cabina, bloqueando la puerta, y observó mientras esta empezaba a cerrarse, se topaba con el periódico y se abría de nuevo. Entonces dio un paso hacia atrás, esperó y aguzó el oído.
Pasos. Alguien se estaba acercando. Se quitó las cuentas del rosario.
Lenta y metódicamente, la monja se enrolló las cuentas en los puños. Tensó la cuerda. Y se quedó petrificada al percibir una repentina vibración entre los pliegues del hábito.
El teléfono móvil.
La hermana María titubeó. Se echó hacia atrás y desenrolló las cuentas. A continuación sacó el teléfono. Era un mensaje de texto. Del arzobispo Lacey.
«Detente», decía. «A ver qué es lo que encuentran.» Eso era todo.
La monja se guardó de nuevo el teléfono entre los pliegues del hábito. El ascensor se abrió y volvió a cerrarse ruidosamente. La hermana María inclinó la cabeza hacia un lado. Los pasos se hicieron más audibles. Sajan se encontraba a pocos metros de distancia.
La monja se dio la vuelta. Se planteó meterse de nuevo en el ascensor cuando reparó en otro pasillo al otro lado de las puertas, que se dirigía hacia el lado sur del obelisco. Sin pensarlo, cruzó corriendo delante del ascensor, dobló el recodo y apretó la espalda contra la pared.
—¿Qué es lo que pasa? —vociferó Koster.
—Hay algo atascado en el ascensor. Parece un periódico.
La hermana María oía los pasos de Savita Sajan mientras esta doblaba el recodo y se acercaba a la puerta del ascensor, a pocos metros de distancia.
Se enrolló las cuentas del rosario en los puños.
—¡Savita! —exclamó Koster—. Savita, ¿dónde estás? —Parecía que sus palabras reverberaban en el pasillo.
—Un periódico obstruye las puertas del ascensor. Un momento. Voy a sacarlo.
—Savita.
—Espera un momento —contestó esta—. Me parece que hay alguien más…
La hermana María se adelantó un paso hacia el borde del recodo y levantó las manos, tratando de calibrar la altura correcta, tratando de imaginar el cuello y el pelo, el destello de las cuentas del rosario y la expresión de horror en el rostro de la joven india.
—Savita, vuelve aquí. ¡Ahora mismo!
El mundo se detuvo un instante. La hermana María casi sentía a Sajan al otro lado del recodo y olía el aroma de su perfume. Entonces, sin previo aviso, el ascensor se cerró con estruendo. La monja escuchó atentamente mientras Sajan se alejaba.
—¡Savita! —oyó que exclamaba de nuevo Koster.
La hermana María se desenrolló las cuentas del rosario de los puños. Se lo había apretado tanto que la cuerda le había dejado marcas en la piel. Se frotó distraídamente los dedos mientras el chisporroteo del miedo y de la excitación se disipaba poco a poco. Pero no estaba decepcionada.
Sabía que al final, a pesar de aquella interrupción, ambos caerían ante su rosario. En el dintel de la puerta no había sangre suficiente para mantenerla a raya.[11]