24

Washington D.C.

A la mañana siguiente, Koster y Sajan desayunaron juntos en el comedor principal. Mientras ella se hacía con otro sedán, Koster elaboró una breve lista de artículos esenciales. Al cabo de veinte minutos apareció el chófer, un taciturno ruso llamado Petrov, con la cabeza en forma de bala y una nariz que le habían roto más de una vez.

A bordo del sedán negro fueron a una serie de tiendas de electrónica situadas a escasas manzanas del hotel. Koster escogió una cámara digital Canon ELPH y una radio y localizador personal GPS de Garmin Rino. Además eligió un láser de medición, algunos lapiceros de memoria y más pilas, por si acaso. Encontrar el software geográfico adecuado les llevó más tiempo. Después se pusieron en marcha.

Fueron a Dupont y después a Scott y Logan. En cada círculo, Koster le pedía a Petrov que se detuviera mientras realizaba lecturas exactas con el localizador.

—¿Para qué tantas molestias? —le preguntó Sajan—. Si ya tienes el trazado de la ciudad en el software, ¿para qué tomas tus propias medidas?

—Estoy programando el Garmin para que mida todos los puntos de ruta. Así podremos calcular los grados exactos de los ángulos de todos los triángulos del pentagrama. Luego puedo verificarlos superponiendo la figura en el mapa con el ordenador. —Pero la verdad, pensó Koster, era que simplemente se sentía mejor obteniendo sus propios datos, sin fiarse de los cálculos que había hecho otra persona.

Comprobaron las tres primeras puntas del pentagrama en unos cuarenta minutos. Cuando estaban estacionados en la plaza Mount Vernon, mientras Koster establecía otro punto de ruta, Petrov le tiró de la manga.

—Me parece que tienen compañía —le advirtió el ruso.

—¿Qué quieres decir? —dijo Sajan.

Petrov señaló con la barbilla. Había una furgoneta negra y reluciente aparcada al otro lado de la avenida. En cuanto Koster reparó en ella la furgoneta se incorporó al tráfico.

—¿De qué estás hablando? —preguntó.

—De nada —dijo Petrov.

Después de unos minutos habían cruzado Washington y la Casa Blanca se materializó ante sus ojos. Cuando se bajó del coche, Koster se maravilló ante aquella magnífica estructura y recordó el punto del pentagrama en el que se hallaba. Jamás volvería a pensar en la Casa Blanca simplemente como la sede de la presidencia. La estructura y la posición del edificio habían adoptado un significado completamente novedoso. Mientras tomaba las medidas le preocupaba que hubiera cámaras ocultas. Después volvió corriendo al automóvil y le dijo a Petrov que se dirigiese al Capitolio.

—¿Por qué al Capitolio? —quiso saber Sajan.

Koster levantó la tapa del ordenador.

—Los tres símbolos más sagrados de la masonería son la brújula, la escuadra y la regla. En la época de Franklin las brújulas de los profesionales tenían un círculo encima. Ahora mira el Capitolio. ¿Te das cuenta de que está diseñado en forma de círculo?

—¿Crees que el Capitolio es la parte de arriba de la brújula?

—Tiene que serlo. Y la línea que discurre desde la Casa Blanca hasta el Capitolio es uno de los brazos de la brújula. Ahora mismo estamos conduciendo sobre ella. La avenida de Pensilvania.

Miraron por las ventanillas. La Casa Blanca se empequeñecía a sus espaldas. Más adelante, el Capitolio se acercaba poco a poco, una imponente cúpula que despedía un fulgor blanco a la luz de las primeras horas de la mañana. A lo largo de toda la avenida, las cuadrillas de obreros empezaban a prepararse para los festejos del cuatro de julio, para los que solo quedaban dos días. La ciudad estaría impracticable enseguida.

Sajan se giró de nuevo hacia el ordenador.

—Si Pensilvania es uno de los brazos de la brújula y el Capitolio es la parte de arriba, entonces… —Pasó la mano sobre el mapa—. La avenida de Maryland tiene que ser el otro brazo. Pero no llega hasta el final.

—Es verdad. Pero si la sigues a lo largo de la antigua vía férrea del sur, pasando por la Cuenca Tidal…

—Sí, ya lo veo —lo interrumpió Sajan—. Hasta el monumento a Jefferson. Esa es la punta del otro brazo de la brújula.

—Y si esa es la brújula, la escuadra tiene que cruzarla. En la mayoría de las representaciones pictóricas están la una encima de la otra, señalando en direcciones opuestas, con el ángulo de la escuadra colocado directamente en la línea que corta los brazos de la brújula. —Se valió del paquete de software para trazar líneas sobre las avenidas de Luisiana y Washington, extendiéndolas mucho más allá de la sugerencia de las calles en el mapa. Cuando acabó vieron claramente la forma de la escuadra.

—¿Y la regla? —preguntó Sajan.

—El diario de Franklin sugiere que empieza en el Capitolio. Traza una línea desde este hasta que cruce la línea perpendicular que va de norte a sur desde la Casa Blanca. Ahí está. —Señaló el mapa en la pantalla—. En el monumento a Washington. Incluso puedes alargar la línea desde el Capitolio hacia el oeste hasta el monumento a Lincoln.

—Y si vas hacia el norte, dejando atrás la Casa Blanca —repuso Sajan con entusiasmo—, la línea recorre la calle Dieciséis…

—Directamente hasta el Templo de Trigésimo Tercer Grado del Consejo Supremo —terminó Koster por ella—. Trece manzanas al norte de la Casa Blanca.

—Todo encaja, Joseph. ¿Qué hacemos ahora?

—Tenemos que dirigirnos al este para señalar los brazos de la escuadra y luego doblar hacia los Memoriales de Jefferson y Lincoln. Terminaremos en el monumento a Washington. Así daremos con los puntos de ruta.

Tardaron casi una hora y media en llegar a cada uno de los puntos del mapa. Cuanta más distancia recorrían, más convencido estaba Koster de las cifras. Los símbolos masónicos se correspondían exactamente con el trazado de la ciudad. Sajan estaba en lo cierto. Todo encajaba. No podía ser una simple coincidencia.

Era mediodía cuando llegaron al monumento de Washington. A la derecha, el obelisco reflejaba los rayos del sol cuando doblaron por la avenida de la Constitución y aflojaron el paso hasta detenerse en el aparcamiento. Aunque era un día laborable, el aparcamiento estaba atestado. Pretov se quedó en el coche mientras ellos atravesaban el campo en dirección a la torre. Alrededor del memorial había un círculo de banderas que representaban a los estados de la Unión. Todas restallaban en la brisa, vibrantes y coloridas contra el granito puro del obelisco y el límpido cielo azul. Docenas de turistas se congregaban alrededor del monumento, tomando fotografías y contemplando la cúspide. Koster cogió un panfleto que alguien había tirado en la hierba.

—«La primera piedra se puso en 1848» —leyó. Miró a Sajan—. Mucho después de la muerte de Ben Franklin. Y sin embargo —prosiguió, mirando de nuevo al texto—, aquí dice que aunque el arquitecto había decidido que la torre midiera seiscientos pies de altura, se quedó en quinientos cincuenta y cinco para que se mantuvieran las proporciones egipcias, una altura de diez veces la base. Para construirla emplearon treinta y seis bloques de granito. El número treinta y seis se obtiene de multiplicar tres por doce. La cúspide pesaba exactamente tres mil trescientas libras. Tiene ocho ventanas que en total suman treinta y nueve pies cuadrados; tres por trece. Qué raro —añadió—. Ya sé que la construyeron mucho después de la época de Franklin, pero todos estos números y dimensiones son extremadamente significativos en la numerología masónica. Hasta dice que treinta y cinco de las piedras conmemorativas, a trescientos treinta pies de altura, fueron donadas por logias masónicas de todo el mundo. Eso son siete veces cinco. Llevo todo el día viendo estos números una y otra vez: treinta y nueve, setenta y cinco. —Koster se protegió los ojos con el panfleto mientras contemplaba el obelisco—. Vamos a subir.

Se encaminaron a la entrada del otro lado del obelisco. Había diversos grupos de turistas languideciendo delante de ella. Había alemanes y japoneses, franceses y australianos, pero sobre todo americanos. Por el Cuatro de Julio, sin duda, pensó Koster. Había familias con niños pequeños, un grupo de veteranos que lucían medallas de la segunda guerra mundial, una monja y un tropel de alumnos de la escuela primaria.

Koster tuvo que detenerse para que inspeccionasen la bolsa del ordenador aunque ya había pasado a través del detector de metales. Nadie estaba dispuesto a correr ningún riesgo después del 11 de Septiembre.

Las paredes del vestíbulo estaban recubiertas con gruesos paneles de cristal que protegían las superficies de piedra. En un rincón había una estatua de madera de George Washington que, a causa de los años, brillaba tanto que parecía hecha de caramelo. Sostenía un bastón en una mano y descansaba la otra en la chaqueta, encima de una columna. Sobre las puertas había una gran efigie dorada con la cabeza sobre unas ramas y la enorme y florida firma debajo.

Se dirigieron al ascensor. Un bullicioso grupo de escolares salió en tromba y ellos se apretaron dentro con un puñado de turistas belgas. ¿O acaso eran holandeses? Koster no estaba seguro. Le pareció que tardaban un siglo en llegar al nivel del observatorio. El ascensor daba a una estrecha salita, más bien un pasillo, que discurría alrededor del hueco, circunscribiendo el obelisco.

A aquella altura las paredes parecían tan finas como el papel de fumar, aunque Koster sabía que eran de granito macizo. Además, formaban un arco en lo alto, de modo que Koster y Sajan tuvieron que agacharse para no golpearse la cabeza mientras recorrían el pasillo en fila india. Al cabo de un momento doblaron un recodo y se detuvieron ante una de las ventanas rectangulares.

La Casa Blanca estaba debajo, a gran distancia. Desde aquella altura parecía minúscula, como un juguete. Koster contempló la ciudad que se extendía hacia el norte. Parecía que no acababa nunca. Se volvió hacia Sajan.

—¿Sabes una cosa? Si alargas hacia el este la línea que sale del monumento de Washington hasta el monumento a Lincoln, la regla se convierte en una te invertida. Uno de los brazos señala hacia el Templo del Consejo Supremo y los otros dos hacia el edificio del Capitolio y el monumento a Lincoln.

—¿Eso es importante?

—A lo mejor. En la simbología masónica esto se conoce como la triple tau. Tau es la decimonovena letra del alfabeto griego, que equivale a trescientos en el sistema numérico griego. A veces se emplea la te minúscula como símbolo de la proporción áurea, aunque la mayoría de la gente utiliza la fi. La triple tau es también uno de los principales símbolos de la masonería de Arco Real. Y tiene una equivalencia específica en inglés, aunque no recuerdo la cifra. Espera un momento. —Sacó el ordenador y lo puso encima de la repisa de la ventana—. Voy a averiguarlo.

Había otros turistas intentando ver más allá de la pantalla. Murmuraron, carraspearon y chasquearon la lengua, pero Koster estaba demasiado absorto para echarse atrás. Tras un minuto, la concurrencia empezó a disolverse y enseguida se encontraron solos en el pasillo.

Koster introdujo la expresión. Como siempre, empezó con un simple cifrado de sustitución. Nada. Después se puso a contar las letras y… Se detuvo. Espera un momento, pensó. Estaba usando el inglés. ¿Y si las palabras estaban en hebreo o en griego? Empezó de nuevo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Sajan.

Koster no alzó la vista. Seguramente el hebreo era lo más probable, decidió. Podría tratarse del «atbash».

—¿Qué ha sido qué? —replicó.

—Ese ruido —insistió Sajan—. Esos golpes.

Koster no había oído nada.

—No lo sé… —Entonces lo oyó. Parecían puertas cerrándose.

—Iré a ver —dijo Sajan.

Koster se volvió de nuevo hacia la pantalla. El atbash consistía en una simple sustitución de las letras del alefato hebreo. Funcionaba sustituyendo álef, la primera, por tau, que era la última; beth, la segunda letra, por shin, la penúltima; y así sucesivamente. En suma, invirtiendo el alfabeto.

Entretanto, Sajan se internó en el pasillo, que ahora se hallaba extrañamente desierto, aunque hasta entonces había estado atestado de turistas. Koster alzó la vista mientras Sajan se alejaba cada vez más hasta detenerse al final del pasillo.

—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó.

—Hay algo atascado en el ascensor. Parece un periódico. —La perdió de vista.

Si se usaban las consonantes hebreas, consideró Koster, la triple tau se descodificaba como las palabras: «Soy lo que soy». Esperó y observó, pero Sajan no reapareció al fondo del pasillo.

—¡Savita! —exclamó. Entonces se dio cuenta de que era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila—. Savita, ¿dónde estás?

—Un periódico obstruye las puertas del ascensor —contestó esta—. Un momento. Voy a sacarlo.

La triple tau significaba clavis ad theosaurum, «la llave de un tesoro», o theca ubi res pretiosa deponitur, «el lugar en el que se oculta algo precioso». O acaso representa la proporción áurea, pensó. Y entonces cayó en la cuenta.

—Savita —vociferó de nuevo.

—Espera un momento —dijo esta—. Me parece que hay alguien más…

—Savita, vuelve aquí. ¡Ahora mismo! —De manera fortuita lo asaltó una sensación siniestra y ominosa. Unos dedos fríos le estrujaron el corazón. Apartó el ordenador—. ¡Savita! —Se internó corriendo en el pasillo, haciéndose a un lado para no estrellarse contra las paredes—. ¡Savita! —chilló, y de pronto ella reapareció al otro lado del recodo. Lo miró con una expresión de sorpresa.

—¿Qué te pasa? —dijo—. ¿Qué es lo que ocurre?

—Ven aquí. —Le indicó que se adelantara.

Sajan recorrió el pasillo.

—¿Ya lo has descifrado? —le preguntó.

Koster la miró atentamente y se disponía a cogerla de la mano cuando desistió.

—No estoy seguro —contestó. Se sentía tonto, avergonzado—. Me parece que sí. —¿Qué le había dado? No podía explicarlo. De repente había sentido el poderoso impulso de protegerla. Se dirigió despacio hacia la ventana.

—¿Y bien? —insistió ella.

—A veces se usa la tau como símbolo de la proporción áurea, una figura mística que se encuentra en el diseño de las catedrales francesas de Notre Dame, las que construyeron los masones. —Volvió la pantalla del ordenador hacia ella—. También se encuentra en Monticello, la casa que construyó Jefferson. En fin, cuando contrastamos dicha proporción con los números que hemos estado investigando, los ángulos de los triángulos del pentagrama, así como los símbolos masónicos de la brújula, la escuadra y la regla, obtenemos la misma serie de números: tres veces trece, o treinta y nueve, y setenta y cinco. Pero también se asocian con otros números: cincuenta y seis, cincuenta y dos y noventa y cinco; y luego ocho, cincuenta y seis. No lo entiendo.

—Déjame ver —sugirió Sajan, acercándose a la pantalla. Allí estaban. Los mismos números, una y otra vez: treinta y nueve, cincuenta y seis, cincuenta y dos y noventa y cinco; setenta y cinco, ocho, cincuenta y seis. No cesaban de repetirse. Entonces soltó una carcajada—. Dame el Garmin —le dijo.

—¿Para qué? —repuso Koster, aunque se lo entregó.

Ella empezó a introducir números.

—Una de las ventajas de pertenecer al mundillo de los chips de telecomunicaciones. Te obsesionas con estas cosas. La red invisible que nos rodea. La matriz electrónica. El GPS, Joseph. Prácticamente todos los teléfonos móviles que se fabrican hoy en día están equipados con una especie de sistema de geolocalización, aunque solo sea para casos de emergencia. Los números… son coordenadas, Joseph. Grados, minutos y segundos. Y fracciones de segundo. Observa los números.

Koster miró fijamente la pantalla. Sajan estaba en lo cierto. Se sintió como un idiota. Había recordado el atbash. Había encontrado las formas de los símbolos masónicos en las calles de Washington. Había establecido conexiones entre la tau y la fi. Pero había pasado por alto el más obvio de los símbolos: la interpretación directa de los números. A veces, como decía Freud, un puro no era más que un puro…[10] y un número no era más que una simple coordenada.

—Latitud y longitud —asintió con tono inexpresivo.

Sajan sonrió y miró el Garmin. Al introducir las coordenadas, el sistema había abierto un pequeño mapa en la pantalla.

—La ciudad del amor fraternal —dijo—. Donde todo empezó. Filadelfia, Joseph. En un sitio llamado Carpenter’s Hall.