Washington, D.C.
Al caer la noche, Koster y Sajan llegaron a Washington D.C., donde los recibió el chófer de un sedán con el que recorrieron la ribera del Potomac y cruzaron el río hasta Georgetown. Sajan había hecho una reserva en el hotel Cuatro Estaciones de la avenida de Pensilvania. Se registraron y Koster pidió un mapa de la ciudad, que el conserje le entregó con una sonrisa pletórica. El nombre de Sajan debía de haber accionado algún resorte en la base de datos.
La suite júnior de Koster tenía una impresionante vista de Georgetown, con sus bloques de piedra arenisca y sus casas de ladrillo cuadradas. Aquel tapiz de piedra, salpicado de patios con jardines, le recordaba a Greenwich Village. La espaciosa suite era sin duda más lujosa de lo que estaba acostumbrado, pero como Robinson estaba pagando las facturas, Koster no se había opuesto a ella. Después de la experiencia de aquella mañana en California estaba deseando echarse en la cama.
Cuando acabó de deshacer la maleta oyó que llamaban a la puerta. Era Sajan. Se había puesto unos pantalones negros y un jersey de cuello alto de color gris marengo.
—Cuidado con los indios que traigan… —le advirtió, levantando la botella de vino que llevaba en la mano. Después entró en la habitación—. A lo mejor prefieres enfriarlo un poco —añadió, dejándose caer en el sofá y poniendo los pies encima de la mesita de café—. Es un rioja traicionero.
Koster se dirigió a la barra del rincón.
—¿Qué tal es tu habitación? —le preguntó.
—Es igual que la tuya. Son idénticas. Escucha —dijo—, estoy hecha polvo después de lo de esta mañana y un vuelo tan largo. ¿Por qué no comemos algo ligero en tu suite mientras trabajamos? ¿Una ensalada o algo así?
Koster asintió. Llamó al servicio de habitaciones y pidieron alcachofas frías con salsa de alcaparras y limón y una ensalada césar para dos. Ante el agrado de Koster, Sajan les sugirió que añadieran anchoas.
Koster observó a Sajan mientras esta forcejeaba con una cubitera para el vino. Se había quitado los sencillos zapatos planos negros que llevaba y estaba sentada con las piernas cruzadas debajo del cuerpo. Parecía inquieta y cansada; aunque seguía sonriendo, la sonrisa parecía ficticia y forzada. Una sonrisa de fotografía.
—¿Has dormido algo en el avión? —le preguntó ella—. ¿Cómo tienes el hombro?
Koster fue al dormitorio para coger el diario de Franklin.
—No he podido dormir —contestó a través de la puerta—. Estaba demasiado tenso. Pero ya tengo el hombro mejor, gracias —añadió mientras volvía a la habitación.
—Siento haberme quedado dormida —se disculpó ella—. Siempre me pasa lo mismo. En cuanto el avión despega me quedo tiesa. Debe de ser por el zumbido de los motores.
—Me sorprende que quisieras volar a pesar de todo. —Koster depositó el diario y el mapa de la ciudad encima de la mesita de café.
Sajan meneó la cabeza.
—Tenía que hacerlo —dijo.
—¿Que tenías que hacerlo? ¿Por qué? Habíamos sufrido un accidente de coche.
—Nick cuenta con nosotros.
Koster sonrió.
—Ah, ya veo. —¿Cuánto conocerá a Nick?, se preguntó. Le había asegurado que solo eran buenos amigos, pero ¿hasta qué punto?
—Bueno, ¿has hecho algún progreso? —le preguntó ella, señalando el diario.
Koster escrutó a Sajan un instante y a continuación cogió el diario.
—Como ya te he dicho, L’Enfant era masón. Según Franklin, cuando L’Enfant diseñó el centro del gobierno de Washington D.C., en 1791, no solo trazó calles, carreteras y edificios, sino que además incorporó un patrón de símbolos masónicos ocultos en el trazado de la ciudad, una especie de circuito semieléctrico cargado de propiedades místicas, diseñado —concluyó, mirando el diario— para «influir en las potencias políticas, económicas y militares de la tierra».
—¿Qué clase de símbolos?
—El pentagrama, por ejemplo —dijo Koster. Se inclinó y abrió el mapa, sujetando uno de los bordes con el diario de Franklin y el otro con un montoncito de revistas. El mapa representaba el centro de Washington, con el área comercial en el centro—. Empieza en la esquina superior izquierda de la figura —dijo—. Aquí, en el Círculo Dupont. Baja hasta el Círculo Scott. —Recorrió la avenida de Massachusetts con el dedo—. Luego se dirige hacia Logan. Estos tres círculos forman las puntas superiores del pentagrama. El Círculo Washington forma la punta izquierda. La plaza Mount Vernon señala la punta derecha. Y la quinta y última punta, la base del pentagrama, está aquí mismo… —Hincó el dedo en el mapa—. En la Casa Blanca.
—Sí, ya lo veo. El pentagrama apunta hacia abajo. ¿Eso no es un símbolo satánico?
—Algunos cristianos fundamentalistas creen que los masones realmente adoraban al diablo. A los dioses babilónicos y todas esas cosas. En la doctrina ocultista, las cuatro puntas superiores representan los cuatro elementos: la tierra, el fuego, el agua y el aire.
—Y en la doctrina satánica esta figura se llama cabeza de cabra y la quinta punta de la base del pentagrama representa a Satán —añadió Sajan, inclinándose sobre el mapa—. ¿La posición de la Casa Blanca al pie del pentagrama significa que Satán tiene influencia sobre la Casa Blanca?
—Eso es lo que los enemigos de los masones han afirmado durante años. También señalan otras pruebas. Observa los tres círculos superiores del mapa. Cada uno de ellos tiene seis calles que llegan desde todos los ángulos. Seis, seis, seis. Para ellos el objetivo satánico de la masonería consiste en la creación de un nuevo orden global y una nueva religión mundial, a lo que Franklin se refiere en el diario. Estoy seguro de que a causa de esas ideas se enemistó con la Iglesia. Pero lo cierto es que no es ningún secreto el motivo por el cual el arquitecto masón L’Enfant decidió emplear círculos. El círculo es la más importante de todas las unidades del simbolismo místico y casi siempre que se utiliza representa el espíritu o las fuerzas espirituales. Además es un símbolo del ojo que todo lo ve, como en el dólar. —Koster extrajo la cartera de la chaqueta y sacó un crujiente billete de dólar—. Es el mismo icono del gran sello, diseñado por uno de los comités de Franklin, el ojo suspendido encima la pirámide. —Se lo mostró a Sajan.
—Ya lo había visto. Pero ¿qué significa?
—La historia más antigua que se conoce del ojo que todo lo ve se remonta a Babilonia. Lo adoraban como el ojo del sol, el ojo de Baal. Para los masones, es el ojo omnisciente del gran arquitecto. Los iluminados, una sociedad secreta que influyó considerablemente en la masonería, adoptaron como sello una pirámide inconclusa de trece escalones en la que falta la piedra superior. Encima de ella hay un triángulo del que emanan rayos solares, que parece que va a descender para completar la estructura. Según el diario de Franklin, la pirámide inconclusa de trece escalones representa la obra encargada a los masones. El simbolismo sugiere que a los masones les han encomendado la tarea de construir un novus ordo seclorum, como declara el sello, un «nuevo orden de los siglos» bajo la atenta mirada del priorato de Sión. Por supuesto, la pirámide no es más que un triángulo.
—Espera un momento —dijo Sajan—. Vuelve a mirar los triángulos que forma el pentagrama. Cuatro o cinco de ellos tienen un círculo encima.
—Que representa el ojo que todo lo ve —asintió Koster.
—Pero ¿por qué escogió un cuadrado como punto de anclaje del pentagrama? Ahí, a la derecha. ¿Por qué no un círculo?
—L’Enfant tenía un problema con el triángulo de la derecha. Para solucionarlo puso el Círculo Thomas en una de las aristas, dándole de este modo al triángulo un ojo que todo lo ve. El pentagrama estaba colocado de tal manera que la punta del sur, la punta espiritual, como has observado antes, se hallara precisamente sobre el centro de la Casa Blanca.
Koster sacó un bolígrafo de la chaqueta y trazó dos líneas en el mapa.
—¿Lo ves? La Casa Blanca es el punto exacto en el que confluyen dos líneas: la avenida de Connecticut, que sale del Círculo Dupont, y la avenida de Vermont, que sale del Círculo Logan. Ahora vuelve a mirar el pentagrama. Observarás que el Círculo Scott está situado exactamente en el centro del diagrama. Lo curioso es que cuando continúas hacia el norte por la Dieciséis te encuentras con el Templo de Trigésimo Tercer Grado del Consejo Supremo. Es la sede norteamericana de la masonería, situada exactamente trece manzanas al norte de la Casa Blanca. Cuéntalas tú misma, empezando por la primera manzana al norte de la plaza Lafayette.
—En Isaías, catorce, Satán juraba: «Ascenderé a los cielos; elevaré mi trono sobre las estrellas de Dios y me sentaré en el monte de la asamblea al norte». Espiritualmente —prosiguió Sajan—, eso significaría que la Casa Blanca está controlada por el Templo del Consejo Supremo.
—No es tan descabellado como parece. Ha habido muchos presidentes norteamericanos masones y todos ellos le juraron obediencia al gran maestro. El más famoso es George Washington, pero seguramente el más influyente fue Franklin D. Roosevelt, que sirvió a la causa del gobierno global más que nadie en la historia norteamericana. En total, ha habido dieciséis presidentes masones, entre ellos Ronald Reagan.
—Me parece raro que L’Enfant escogiera como ancla un cuadrado, la plaza Mount Vernon, cuando todos los demás eran círculos. ¿Por qué lo haría?
—No estoy seguro —admitió Koster—. El símbolo del cuadrado se compone de dos líneas verticales y otras dos horizontales. De acuerdo con algunos libros de simbolismo místico, las líneas verticales suelen representar el espíritu. Esta fuerza espiritual puede desplazarse desde el cielo hasta la tierra o viceversa, o incluso desde el cielo hasta el infierno. Las líneas horizontales simbolizan la materia y el movimiento de oeste a este. Además, describen el movimiento en el tiempo. Eso es importante si tenemos en cuenta que algunas personas creen que los masones están decididos a llevar a Estados Unidos hacia un nuevo orden global. Como el cuadrado combina lo vertical y lo horizontal, se convierte en un símbolo del reino material entrecruzado con el espíritu y el tiempo. En ese sentido, Estados Unidos son el reino físico, que se mueve en el tiempo hacia el nuevo orden deseado. Además, la plaza Mount Vernon es la punta este del pentagrama. En términos místicos, el este es la dirección desde la que se reciben consejos y conocimientos espirituales.
De repente llamaron a la puerta. Sajan alzó la vista con aire de preocupación. Al cabo de un instante se relajó visiblemente, sonrió y dijo:
—El servicio de habitaciones. —Y así era.
El camarero solo tardó unos minutos en poner la mesa del comedor, con un mantel de lino almidonado y un jarrón con rosas rojas, flores de cera y estátices. Cuando se fue, Koster descorchó el vino, que estaba deliciosamente frío. Se sentaron y empezaron a comer. Koster observó a Sajan mientras esta retiraba una tras otra las hojas de la alcachofa, mojándolas en la salsa antes de desgarrar la carne con los dientes.
—Mañana tendremos que reunir algunos instrumentos —dijo Koster—. Este mapa no es demasiado preciso y tengo que hacer varias lecturas exactas de la posición de los círculos. El número de grados de los ángulos y esas cosas.
Sajan siguió comiendo.
—Ya he tomado nota de que algunos números aparecen con cierta frecuencia, como el tres, el cinco, el siete y el nueve, entre otros, pero ignoro lo que significan. No estamos más cerca de descubrir el paradero de la primera parte del mapa que cuando empezamos.
Sajan siguió sin contestarle. Había dado cuenta de las hojas de la alcachofa y estaba extrayendo el corazón. Koster la observó mientras lo trinchaba con la punta del cuchillo.
—Según el diario —continuó—, además del pentagrama, L’Enfant introdujo en el trazado de la ciudad una brújula, una escuadra y una regla: los tres símbolos más destacados de la masonería. Y de algún modo, el primer fragmento del mapa de Franklin está relacionado con esas referencias físicas: las puntas del pentagrama, los tres símbolos de la masonería y la relación que se establece entre ellos en distancias y grados. Pero no estoy seguro…
—Joseph —dijo Sajan, alzando la vista—, vamos a dejarlo, ¿de acuerdo? Estoy agotada. Supongo que el accidente de esta mañana me ha afectado más de lo que creía. —Se interrumpió un instante y añadió—: Estás volviendo a hacer eso con la mano. —Señaló el mantel.
Koster estaba tamborileando con los dedos en el borde de la mesa como si fuera el teclado de un piano de concierto. En cuanto se percató de que Sajan lo estaba mirando se detuvo.
—¿Por qué haces eso? —le preguntó.
—Ya te he dicho que es un tic. Un hábito nervioso.
—Parece que estás tocando el piano. ¿Es eso? ¿Estás practicando escalas?
Koster bajó la vista.
—No —dijo.
—Entonces, ¿qué es lo que estás haciendo?
—Contar.
—¿Contar qué?
—Todo. En este caso, las hebras del mantel.
—¿Del mantel?
Koster asintió sin alzar la vista.
—¿Cuántas hay?
—Doscientas veinticinco mil, a razón de setenta y cinco hebras por cada diez centímetros cuadrados, en una tela de tres metros cuadrados. Tengo una forma leve de síndrome de Asperger —dijo—. Es un desorden que pertenece al espectro del autismo.
—¡Ay, lo siento! Y yo que me estaba riendo de ti. Lo siento mucho. ¿Desde cuándo lo tienes?
—Desde que tengo memoria. Aunque me lo han diagnosticado hace poco. Mis padres pensaban que era simplemente… raro.
—¿Cómo son?
—¿Quiénes, mis padres? Mi madre sigue vivita y coleando; ahora vive en Nuevo México. Enseñaba física en el instituto cuando yo era niño. Era lo que se dice estricta. Aunque hubo una época en que le encantó ser la esposa de un concertista de oboe, con todos esos trajes de noche y todas esas veladas en la orquesta sinfónica. Mi padre murió hace unos tres años. Tres años en Navidad. Casi nunca estaba en casa. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Eso depende.
—¿Cómo es que sabes tanto de la Biblia? Creía que habías nacido en Mumbai.
—Así es —contestó ella—. Pero mis padres eran cristianos, no hindúes. Mi padre trabajaba para una gran empresa farmacéutica y nos mudamos a Inglaterra cuando yo solo tenía tres años. Me crié en un pueblecito cerca de Londres. Luego, cuando tenía trece años, lo trasladaron a Estados Unidos y nos establecimos en Nueva Jersey. Así acabé en Princeton.
—¿Así que tu padre también era un científico?
—Químico —dijo Sajan, sirviéndose un platito de ensalada—. ¿Quieres un poco? —Le sirvió otro plato—. Después de la escuela de posgrado me fui una temporada a Europa, donde conocí a mi marido y…
—¡Tu marido! —Koster se disponía a coger la ensalada cuando Sajan dijo aquello y se quedó petrificado en el aire—. No sabía que estabas casada.
—Durante una temporada —repuso ella con un halo enigmático—. ¿Y tú?
—¿Qué significa eso?
—¿Cuántos años tienes?
—Cuarenta y tantos —dijo Koster. ¿Por qué se había puesto él a la defensiva? Ella siempre le hacía lo mismo.
—Eso es bastante impreciso para un matemático.
—Y sí, una vez. Hace bastante. Estoy divorciado.
—¿Hijos?
—Un niño.
—Ay, qué bonito. ¿Cuántos años tiene?
Koster sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Por mucho tiempo que hubiera pasado, la herida le seguía pareciendo reciente.
—Está muerto. Murió cuando era niño. En la cuna. Ahora lo llaman síndrome de muerte súbita infantil. Nadie sabe realmente por qué pasa.
Por un momento Sajan no habló. Se quedó sentada con aquella sonrisa quebradiza en el rostro. Después murmuró:
—Lo siento.
—No tiene importancia.
Ella puso la servilleta de nuevo en la mesa.
—Sí, sí que la tiene. Para ti, por lo menos. ¿Qué te ha pasado, Joseph? ¿Fue tu esposa o la chica francesa? ¿Tu madre, tu hijo?
Koster no supo qué contestar. Miró los platos que había en la mesa. Estudió las hojas arrancadas de la alcachofa. ¿Quién murió en el suelo de ese sótano?
—No sé a qué te refieres —replicó.
Sajan quiso cogerle la mano por encima de la mesa pero Koster la retiró.
—Supongo que se hace tarde —dijo ella con un suspiro, poniéndose en pie—. Y mañana tenemos que madrugar.
Koster siguió a Sajan hasta la puerta. Cuando ella se dio la vuelta para despedirse se inclinó hacia él, diciendo:
—Los dos nos parecemos un poco a Franklin. Los dos tenemos a nuestros Frankys. Quería que lo supieras.
—¿Cómo dices? —Koster sintió la tibieza de su cuerpo junto a él. Observó el movimiento de sus labios. La oyó, pero no supo cómo interpretar sus palabras.
—Yo también tenía un hijo, Joseph. Hace mucho tiempo. Igual que tú. No eres el único.
—¿Qué pasó?
—Ese día le tocaba a mi marido Jean-Claude llevarlo al colegio. Yo estaba en una conferencia en Mónaco. Se llamaba Maurice… nuestro hijo. Tenía cuatro años. Tenía unos ojos azules preciosos y el pelo negro y suavísimo. Aquella mañana estaba lloviendo. Lo recuerdo. Dijeron que el coche debió de patinar. Murieron al instante.
Por un momento Koster se sintió abrumado por el recuerdo del percance de aquella mañana. Volvió a sentir que el coche estaba dando vueltas. Oyó el chasquido de la cerca de alambre de espino. Solo ha sido un accidente de coche, había dicho ella. Miró a Sajan, embargado por una nueva sensación de extrañeza. Ella había insistido en que siguieran adelante hacia el aeropuerto. Sin vacilar.
—Después de eso me trasladé a Estados Unidos —concluyó ella con un encogimiento de hombros—. Para que lo sepas. —Luego se inclinó para darle un beso, uno solo, en la mejilla.
Koster no se lo esperaba y se echó atrás instintivamente.
—Yo… —empezó, pero ella le puso una mano en los labios.
—No lo digas —susurró—. Las cosas son como son. Y estoy segura de que están en un sitio mucho mejor, aunque a ti te parezca una tontería. —Le apretó suavemente la mano y abrió la puerta.
—Me gustaría tener tanta fe como tú —le dijo Koster.
—No, eso no es cierto. La verdad es que no. Si tuvieras fe no podrías adorar a tus demonios.
Aquella noche, Sajan se arrodilló en el suelo de la suite tratando de rezar en la aureola luminosa que despedían las velas. Estaba rodeada de pequeños cuencos de aceite de pino, naranja, lima y junípero.
—Creo en un gran Dios invisible, el padre desconocido, el eón de los eones —susurró—, que con su providencia creó al padre, la madre y el hijo…
Pero, por mucho que lo intentaba, Sajan no lograba abstraerse del recuerdo de los sucesos de aquella mañana, la forma en la que el coche se había salido de la carretera para precipitarse por el terraplén. Pensaba en las facciones de Koster y en aquellos discursos tan peculiares, como si la estuviese mirando desde detrás de su inteligencia. Cuenta, pensó. Ve números en todas las cosas. Y trató de imaginárselo cuando era un niño extraordinariamente precoz, un prodigio matemático al que Katrina, su madre, había seguido a incontables conferencias, alimentándose de su fama. Hasta que había flaqueado.
Sajan se llevó las manos a la cara. ¡Concéntrate!, se reprendió. ¿Qué es lo que estás haciendo?
Rezó y rezó, pero no dejaba de ver su cara, su cabello rubio arenoso y sus ojos pálidos. Seguía llorando a su hijo, igual que ella. Y también a Mariane. Estaba tan herido, tan roto, que deseaba protegerlo, decirle la verdad. Pero no podía. Por su propio bien. ¡No podía!
—Dios todopoderoso —rezó—, cuyo escabel es el altísimo firmamento, gran gobernante del cielo y de todos los poderes que lo habitan, escucha las oraciones de tu sierva que deposita su confianza en ti…
Sajan meneó la cabeza. ¿Qué es lo que me pasa? Tenía que dejar de preocuparse por Joseph Koster. Tenía otras inquietudes más acuciantes. Alargó la mano hacia el relicario que llevaba colgado del cuello. El evangelio de Judas, eso era lo importante. Revelar al mundo las logoi del eón.
—Ave Sofía —declamó—, llena eres de luz, el Cristo es contigo, bendita tú eres entre los eones, y bendito es el liberador de tu luz, Jesús. Santa Sofía, madre de todos los dioses, reza por la luz de tus hijos, ahora y en la hora de nuestra muerte.