Morgan Hill, California
Sam pisó el freno a fondo. La copa salió disparada de la mano de Koster, dando vueltas hacia la partición de plexiglás que separaba al chófer de la sección de los pasajeros, como si fuera a cámara lenta, y se hizo añicos cuando la furgoneta arremetió de nuevo. El coche perdió el control. Samuel dio un volantazo y la limusina patinó. La parte trasera del vehículo se estrelló contra los guardarraíles y el coche salió despedido de nuevo hacia la autopista.
Koster chocó contra Sajan. Los cinturones de ambos se enredaron mientras la limusina rugía. Estaban fuera de control. El coche empezó de nuevo a dar vueltas y la autopista, los campos, las distantes colinas y los demás coches desfilaron vertiginosamente ante ellos. Koster sujetó inconscientemente del pecho a Sajan, tratando de que no saliera despedida hacia delante.
La limusina siguió girando, estrellándose de nuevo contra los guardarraíles. Resonó el terrible sonido del metal al desgarrarse mientras saltaban chispas delante de la ventanilla, seguido de un estallido cuando se inflaron los airbags. Sajan gritó. Koster también. Se quedó sin aliento cuando lo envolvieron los airbags. Los guardarraíles se abrieron y la limusina dio la impresión de quedarse un instante suspendida en el aire antes de precipitarse fuera de la autopista, descendiendo en picado por el terraplén.
Se estrellaron contra el suelo con una escalofriante sacudida. La limusina se precipitó hacia delante, surcando la tierra y los desechos con el morro al abalanzarse colina abajo. Derribaron una cerca de alambre de espino y después otra. El coche siguió adelante.
Koster vislumbró brevemente a Sajan cuando los airbags empezaron a desinflarse. Parecía extrañamente serena, con una especie de media sonrisa en los labios. El coche se topó con un bache en el terreno y botó, abriéndose paso a través de una acequia de aguas residuales, y siguió rápidamente hacia delante. Había un camión que transportaba verduras traqueteando delante de ellos en una carretera secundaria, completamente ajeno a los acontecimientos. Y un monovolumen que se estaba incorporando desde el otro lado.
La limusina frenó y Koster y Sajan se vieron empujados hacia delante, a pesar de la opresión de los airbags. Koster oyó que se le desgarraba algo en el hombro. La limusina rebasó como una exhalación la línea del carril de incorporación, a escasos centímetros del monovolumen, y patinó cuando el camión la rozó con la punta del parachoques. Después se enderezó milagrosamente y disminuyó la velocidad. El camión y el monovolumen se detuvieron en el arcén del carril de incorporación cuando la limusina se detuvo al fin con una sacudida. Los conductores se apearon, vociferando.
Koster miró a Sajan.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ella no contestó. Estaba intentando zafarse del airbag.
En ese preciso momento, Sam abrió la puerta. Tenía una herida ensangrentada en la frente, encima del ojo derecho, pero por lo demás parecía ileso.
—Señorita Sajan —dijo, ayudándola a salir—. ¿Está herida?
Sajan se bajó del coche. El conductor del camión de verduras fue corriendo hacia ellos a través del arcén del carril de incorporación. Parecía aterrorizado, lo que extrañó a Koster. Sentía que el corazón le martilleaba en el pecho. Pero por extraño que pareciera ya no estaba asustado. Al contrario, se sentía completamente sosegado, aunque reconocía que se encontraba aturdido. Debe de ser la adrenalina, pensó. Habían escapado con vida por los pelos, pero se sentía como si acabara de bajarse de una atracción de feria.
El camionero se acercó a ellos, resoplando y jadeando. Era achaparrado y calvo y llevaba un impermeable azul claro y pantalones vaqueros.
—Lo he visto todo —farfulló entrecortadamente—. Salió de Bailey, yo la vi. La furgoneta negra. Subió por la rampa. Cuando estaban cerca del complejo deportivo del condado. Se puso a adelantarlos. Entonces viró de repente. Por las buenas. No lo entiendo. Les ha dado de lleno. ¿Se le habría pinchado una rueda o algo así? Me parece que ni siquiera ha frenado.
—Solo ha sido un accidente de coche —le aseguró Sajan. Su rostro era imperturbable, una roca inexpresiva. Luego sonrió—. Vamos a perder el vuelo. ¿Podría llevarnos al aeropuerto?
—¿Seguro que estás bien? —le preguntó Koster.
Sajan examinó la frente de Sam. La piel no se había desgarrado, aunque parecía quemada a causa de los gases calientes que inflaban los airbags.
—Ese tío debía de estar chiflado —insistió el camionero.
—Si es que era un tío —repuso Samuel.
Sajan retrocedió un paso.
—¿Qué significa eso? —le preguntó.
—Probablemente pensará que estoy loco —contestó él—, pero la persona que estaba al volante de la furgoneta… —Se volvió hacia la autopista—. Habría jurado que parecía una monja.