21

Morgan Hill, California

Koster no podía hacer otra cosa que observar mientras el hombre corpulento se acercaba a Mariane y le arrebataba la pistola de la mano.

—Tonta —masculló al tiempo que la golpeaba. En la mejilla. Con la culata de la pistola. Ella se desplomó al suelo—. Así es como se hacen las cosas —añadió. La alzó tirándole del pelo. Le apresó la cabeza en una especie de abrazo repugnante, le puso el cañón en la sien y el disparo resonó como un trueno.

Por un momento le pareció que Mariane se mantenía en pie. Luego se le deshicieron las cuerdas de las piernas y se vino abajo, desplomándose como una marioneta y revelando un floreciente orificio en la cabeza, con un borde recién tallado de tiernos pétalos rosas de cerebro. Mientras ella rodaba hacia el otro lado Koster le vio la cara, pero sus facciones resultaban borrosas, imprecisas.

Koster se hincó en el suelo de rodillas. Le levantó la cabeza y le apartó frenéticamente el cabello de la cara y al hacerlo se dio cuenta por primera vez… de que no era Mariane. Le limpió la sangre de la piel con los dedos, descubriendo los rasgos que había debajo. La nariz delicada. La curva de los labios. La mirada vacua y nublada de unos ojos almendrados. La mujer que tenía el agujero en la cabeza era Savita Sajan.

Koster despertó.

Estuvo petrificado durante largo rato, aunque trató de moverse. Habían vuelto a asaltarlo los terrores nocturnos. Koster trataba de no resistirse a ellos. De hecho, se aferraba al miedo tal como un náufrago se aferra a la borda de un bote salvavidas. Al final era lo único que le quedaba. La culpa era el único camino que desembocaba en sus recuerdos. Pero en aquella ocasión el sueño había sido distinto. La que estaba sosteniendo entre sus brazos no era Mariane, sino Savita Sajan.

Koster respiraba fuerte y acompasadamente, estremeciéndose. Entonces fue cuando sintió la presencia de otra persona en la habitación. Alzó la vista. Había una figura en la puerta.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Sajan. Llevaba un camisón de satén blanco debajo de una ligera bata dorada y se había recogido el pelo en un moño. Se reclinó contra el marco de la puerta, tirándose distraídamente del cinturón que le rodeaba la cintura.

Koster, aturdido, se incorporó en la cama. Por un momento había olvidado completamente dónde estaba.

—Estoy bien —contestó. Pero no lo estaba. En cuanto aquellas palabras salieron de sus labios, sintió que el recuerdo del sueño empezaba a desvanecerse y sumirse en la nada, como una moneda en un pozo de los deseos.

—He oído gritos —repuso ella—. ¿Ha sido una pesadilla?

—Supongo que sí. —Fue lo único que pudo decir.

Sajan terminó de atarse el cinturón. Tenía tenues círculos debajo de los ojos. Parecía pequeña y un tanto indefensa con aquella bata de color azafrán pálido.

—De todas formas, ya es hora de levantarse —dijo, encogiéndose de hombros—. El vuelo es a las diez. Tienes una hora para prepararte antes de que Sam nos lleve a San Francisco. —Empezaba a marcharse cuando se dio la vuelta y añadió—: Flora está preparando el desayuno, así que te sugiero que al menos finjas que tienes hambre.

Koster se dio una ducha, se afeitó y se puso unos Levi’s negros, una camisa blanca y la americana. A continuación hizo la maleta apresuradamente, dejando para el final el diario de Franklin, que embaló con un envoltorio acolchado y volvió a introducir en la bolsa del ordenador.

Se reunió con Sajan para desayunar en un rincón del comedor contiguo a la cocina. La arrolladora Flora les sirvió huevos fritos con chorizo, así como tortillas caseras, alubias pintas y arroz blanco, asegurándoles que una comida tan abundante era absolutamente necesaria antes de un viaje. Sobre todo si era en avión.

Ay, Dios mío[9] —se lamentó, poniendo los ojos en blanco. Estaba claro que le desagradaba la idea de volar.

Samuel, el chófer, un haitiano negro, alto y desgarbado, metió el equipaje en la limusina y se fueron entre una nube de humo blanco, recorriendo el largo sendero entre los árboles. Al principio, a Koster le costó relajarse. Sajan le relató la historia del valle y él trataba de prestarle atención, aunque sus pensamientos no cesaban de volver a la pesadilla. Había tenido sueños similares desde hacía al menos quince años, pero habían pasado semanas, quizá meses desde el último. Koster contempló los viñedos y los huertos, tratando de sobreponerse a la sensación ominosa que parecía aflorar de alguna parte de sí mismo. Contó las viñas mientras pasaban, tratando de calcular el número de uvas por hectárea cuadrada, en un intento de calmarse.

Mientras se dirigían al norte, Sajan reanudó el interrogatorio acerca del diario. ¿Por qué había buscado Franklin el evangelio de Judas? ¿Por qué era tan importante para él? Sajan siempre había creído que a Franklin no le interesaba la religión organizada; era deísta, pero no frecuentaba la iglesia. Quería saber entonces por qué se había tomado tantas molestias para ocultarlo y trazar un mapa.

Koster hizo lo posible por contestarle.

—No lo sé —admitió—. El diario no aclara ese punto. Y todavía no lo he terminado de traducir. —Reparó en un minibar instalado en el asiento de atrás de la limusina y se sirvió una soda—. ¿Quieres una? —le preguntó.

—No, gracias. Pero sírvete —contestó ella.

Koster se sirvió un ginger-ale en una copa de balón.

—Habla mucho de su hijo Franky —dijo mientras añadía un poco de hielo—. Murió de viruela cuando era niño. Era casi como si Franklin creyera que si encontraba el evangelio lo recuperaría. Parece que por algún motivo se sentía culpable por la muerte del chico. Como si hubiera sido el responsable.

—A lo mejor usaba el evangelio de Judas como instrumento para mantener a raya a sus enemigos religiosos y políticos. Has dicho que menciona al padre de la Iglesia, Andrews.

—Y a Tom Penn. Sí, es cierto. La antipatía que les profesaba a los terratenientes está bien documentada. Fue varias veces a Inglaterra, donde trató activamente de que Pensilvania se convirtiera en una colonia real. Y los Penn se valieron de su considerable influencia para aislarlo políticamente. El Consejo Privado no hizo nada para cambiar la Carta ni para arrebatarles sus posesiones a los terratenientes. Más adelante, cuando los británicos aplicaron la Ley del Timbre, los colonos escogieron a Franklin para que hiciera un alegato ante el Parlamento con el fin de rechazarla. En una sola tarde se convirtió en el portavoz más poderoso de la causa norteamericana. Gracias a ese testimonio derogaron aquella ley, aunque para entonces ya era demasiado tarde. Los colonos recordaban el destino del general Braddock después de que los británicos le encomendaran que los defendiera de los indios y los franceses. Sufrió una derrota aplastante y el joven coronel George Washington perdió dos caballos cuando le atravesaron la ropa con cuatro balas mientras escapaba en el último minuto. —Koster se reclinó en el confortable asiento de piel—. Nuestro mundo sería muy diferente si en lugar de moverse hacia la izquierda se hubiera movido a la derecha. —Bebió otro sorbo de soda.

—Sabes mucho de historia americana —comentó Sajan.

Koster se encogió de hombros.

—He estado estudiando desde que Nick me enseñó el diario. Y Franklin era uno de mis héroes de la infancia. Sus experimentos científicos. La insaciable curiosidad de su mente. Si queremos descifrar el diario de Franklin tendremos que comprender lo que le estaba pasando en el momento de escribirlo.

Sajan sonrió. Iba a decir algo pero comenzó a reír.

—¿Qué pasa? —quiso saber Koster—. ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

—Es que… no sé. Normalmente soy yo la que habla por los codos. —Le tocó el dorso de la mano con la suya—. Es refrescante, eso es todo. En general, todo el mundo cree que la empollona soy yo.

—¿Me estás llamando empollón? ¿Una ingeniera en electricidad graduada en Columbia y Princeton?

—Soy mañosa, eso es todo.

—Pues para ser mañosa has fundado una de las empresas fabricantes de chips más prósperas del mundo.

—Tengo algunos socios que son muy astutos. En fin, lo que me estabas contando. Después de la derrota de Braddock…

—El caso —dijo Koster, tratando de retomar el hilo— es que después de la derrota de Braddock los colonos comprendieron que no podían confiar en que la corona los protegiera. Pero Franklin seguía creyendo que era posible suscribir un compromiso con Gran Bretaña si lograba arrebatarles la colonia a los Penn. Hubo muchos que no fueron tan indulgentes. La Ley del Timbre desencadenó un dramático cambio en el paisaje de la colonia a medida que saltó a la palestra una nueva generación de líderes. El joven Patrick Henry se levantó en el Congreso de los Diputados de Virginia y condenó los impuestos sin representación. Enseguida encontró un aliado en Jefferson. En Boston, los Hijos de la Libertad asaltaron la casa del recaudador de impuestos de Massachusetts; hombres como John Hancock y Sam Adams, que poco después participaron en el motín del Té. Los casacas rojas los arrestaron la noche del 18 de abril de 1775, justificando la famosa cabalgada de Paul Revere a través de las calles. Cuando los casacas rojas llegaron a Lexington había setenta milicianos americanos esperándolos. Hubo ocho muertos en apenas unos minutos. Por supuesto, hubo más de doscientos cincuenta muertos y heridos durante la jornada de retirada hacia Boston.

—No vuelvas a andarte por las ramas, Joseph. ¿Dónde estaba Franklin mientras tanto?

—Con sangre en las calles, era casi inevitable que estallara una revolución —continuó Koster—. Franklin volvió de Europa y se convirtió en miembro del Congreso. Se instaló en una casa en la calle Market, donde Deborah había vivido sola durante una década. Su hija Sally se encargaba de las labores de la casa. Lo nombraron director general de Correos de Norteamérica y presidente del Comité de Defensa de Pensilvania. De hecho, cuando el Congreso ordenó que depusieran a todos los Gobiernos reales de las colonias, Franklin apoyó la moción, pese a que William, su hijo bastardo, era el gobernador de Nueva Jersey y fue arrestado por efecto de aquella resolución. Hasta lo nombraron miembro del comité encargado de elaborar un documento que explicara la decisión de los colonos de independizarse de Gran Bretaña.

—¿La Declaración de Independencia? —dijo Sajan.

Koster asintió.

—Thomas Jefferson era el presidente del comité. Redactó el primer borrador él solo en una habitación del segundo piso de una casita de la calle Market, a una manzana de distancia de la casa del propio Franklin. Pero este sugirió algunas enmiendas bastante reveladoras.

—¿Como cuáles? —quiso saber Sajan.

—En el famoso preámbulo, Jefferson había escrito: «Afirmamos que las siguientes verdades son sagradas e indiscutibles». Franklin lo cambió por: «Afirmamos que las siguientes verdades son evidentes». Aunque Jefferson era partidario de pensadores como John Locke, la mente matemática de Franklin lo llevó al determinismo científico de Newton y su amigo David Hume. Para Hume, el gran filósofo escocés, había una diferencia entre las llamadas verdades sintéticas, que describían cuestiones de hecho, como que tú eres más joven que yo y que esta es la carretera de San José, y las verdades analíticas, que son evidentes para la razón, como que los ángulos de un triángulo suman ciento ochenta grados. El uso de la palabra «sagradas» por parte de Jefferson implicaba que la igualdad de los hombres era una afirmación religiosa, atribuida a alguna deidad…

—Mientras que la expresión de Franklin la convirtió en una cuestión de pensamiento racional —intervino Sajan.

—Exacto. Franklin llevaba el sello de la Ilustración, el concepto de que los hombres no estaban condenados a llevar una vida definida de antemano por su clase o su linaje. Se oponía al sistema feudal europeo. Considerando sus humildes orígenes, no tiene nada de extraño que abrazara los valores de las llamadas clases medias. Las restricciones del pecado original… el sometimiento en función del rango hereditario… todos los representantes de los poderes tradicionales, desde los líderes de la Iglesia hasta los terratenientes, eran anatema para él. Es comprensible que se hiciera masón.

—¿Por qué lo dices?

—Porque la masonería es una meritocracia. Cuando ingresa en ella, cualquiera que se aplique lo suficiente puede ascender en el escalafón. Los miembros proceden de todo el mundo, son de todos los credos y colores. Según la condesa de Rochambaud, lo único que comparten todos los masones es la creencia fundamental en un dios; son deístas, igual que Franklin, pero no les importa demasiado el nombre que este reciba. Los budistas pueden ser masones. Y también los musulmanes. En algunas logias se usa tanto el Corán como la Biblia. Pero muchos masones abrigan simpatías especiales hacia los gnósticos, no solo porque comparten la misma herencia, sino porque tienen puntos de vista afines. Los gnósticos no creían en los sistemas jerárquicos. La experiencia religiosa no necesitaba de la aprobación ni de los diáconos ni los sacerdotes, cardenales o papas. Era una búsqueda interior, del mismo modo que los valores de la Ilustración se basaban en los merecimientos de los individuos, como la suerte, la valentía, la virtud, las habilidades y la inteligencia, y no solo en el linaje familiar.

Era una búsqueda interior, se repitió Koster para sus adentros. Nada estaba predefinido ni determinado. Bebió otro sorbo de soda. A continuación añadió:

—Irónicamente, el diario de Franklin apenas se refiere a los acontecimientos históricos en los que intervino. En los pasajes que he traducido hasta el momento se concentra más bien en sus experimentos científicos, y no deja de referirse una y otra vez al misterioso esquema de El Minya, presumiblemente tomado del evangelio de Judas, y al que dibujó Da Vinci. Hasta habla de uno que creó él mismo. Pero qué fue lo que creó exactamente, y por qué, no…

Entonces, cuando estaba acabando la frase, Koster reparó en la furgoneta negra que se acercaba y viraba hacia ellos. Apenas tuvo tiempo para reaccionar cuando se dio cuenta de que no tenía intención de detenerse. Chocaron y la limusina se estremeció. El contenido de la copa de Koster se le derramó en el pecho. Empezaba a decir algo cuando la furgoneta volvió a embestirlos.