20

Los Ángeles

El arzobispo Damian Lacey estaba en una sala de conferencias, en el centro del complejo del Consejo Mundial de Iglesias de Los Ángeles. Mientas bebía una segunda taza de café malo, estudiaba el retrato de Thaddeus Rose colgado en la pared. El pastor Rose tenía un aire imponente, con una sonrisa amplia y generosa, brillantes ojos azules y una coronilla calva, bien formada y reluciente que el artista había representado con extraordinario aplomo. Estaba sentado en un banco de madera bajo, apoyándose en una pared de un tenue tono dorado, con un pequeño crucifijo de madera colgado a un lado. Llevaba una sencilla camisa blanca y pantalones holgados grises. Lacey bebió otro sorbo de café y suspiró. Rose parecía el entrenador de baloncesto de una universidad de renombre como Notre Dame o Loyola. A juzgar por su expresión, se habría dicho que conocía la respuesta a la pregunta que empezaba a formarse en sus labios. No tenía precio. No le extrañaba que de la nada la voz de El Corazón de la Familia se hubiera convertido en el líder evangelista más poderoso de Norteamérica.

El arzobispo consultó su reloj. Eran casi las tres en punto. La cita con Thaddeus Rose estaba prevista para las dos. Lacey había volado desde Roma haciendo escala en Nueva York y aquel presentador de tertulias protestante ni siquiera se molestaba en recibirlo puntualmente. Pero el viaje era necesario, decidió. No era momento para antiguas rencillas.

Contempló de nuevo el retrato. Lacey había sabido de la existencia de Thaddeus Rose a mediados de los años setenta, cuando aquel predicador de Arizona había dado el salto a las ondas con un programa de radio llamado El corazón de la familia. Se anunciaba como un simple programa de llamadas en el que se impartían consejos caseros de orientación bíblica sobre cuestiones familiares. Los colaboradores contestaban a las cartas y las llamadas telefónicas de los oyentes sobre un amplio abanico de cuestiones, desde maridos infieles hasta jóvenes colocados. Recibía más de diez mil cartas al mes; un comienzo impresionante. Lo más curioso de todo era que Thaddeus solo hablaba de política en contadas ocasiones. Y aquello era precisamente lo que daba peso a sus diatribas políticas. Interrumpía la programación acostumbrada, los programas sobre la angustia o el embarazo en la adolescencia, para hacer comentarios sobre medidas legislativas extraordinarias a las que sencillamente debía referirse, y como aquellos desbarres eran tan infrecuentes, de algún modo resultaban más creíbles. En poco tiempo las cartas sobrepasaron la cifra de los tres millones.

En 1983 había fundado el Consejo de Investigación de El corazón de la Familia, un grupo de presión con sede en Washington que fue dando palos de ciego hasta que seis años después Barry Glazier se unió a la organización y le imprimió un tremendo impulso, poniendo en práctica las mismas habilidades que había perfeccionado a las órdenes de Reagan. Cuando la abandonó para presentarse a las elecciones presidenciales en el año 2000 el presupuesto del Consejo se había inflado hasta los diez millones, ocupando el lugar de la Coalición Cristiana como el grupo de interés especial de la derecha cristiana más destacado de Norteamérica. Y aquello no había sido más que el principio.

En lo referente a los políticos, Thaddeus Rose aplicaba una estrategia de todo o nada. En lugar de apoyar a varios candidatos, como Ralph Reed de la Coalición Cristiana, Rose seleccionaba un blanco como si fuera un misil. Había aprendido la lección de la caída en desgracia de Reed después de haber mostrado su apoyo al moderado Dole. Rose se situó en el extremo opuesto. Anunció que Reed no había sido efectivo en cuestiones tan fundamentales como el aborto y amenazó con abandonar el partido republicano a menos que los candidatos que este designara siguieran la senda evangelista.

Poco después, Rose fundó una serie de organizaciones estatales llamadas Consejos de Política de El Corazón de la Familia, que se afanaban en la elección de los candidatos republicanos, entre los que se contaba el presidente Alder. Finalmente habían ganado Ohio por apenas doscientos mil votos. Votos evangelistas. Habían llevado a Alder a lo más alto. El Consejo de Investigación de El Corazón de la Familia invirtió más de dos millones de dólares en aquellas elecciones, asegurándose de este modo en las urnas la enmienda a la Constitución contra el matrimonio homosexual. Rose llamaba al matrimonio homosexual «el día D».

El Consejo de Política Nacional se celebró en Fénix en 1998 y en D.C. al cabo de unos meses. El grupo designó equipos de defensa de los valores en el seno del congreso con el propósito de impulsar cuestiones fundamentales para los evangelistas. Pero ahora que se avecinaban otras elecciones presidenciales el Consejo estaba fracturado. La mayoría opinaba que los candidatos republicanos más destacados no defendían sus intereses lo suficiente. Algunos proponían que cerrasen filas alrededor de Michael Huckabee, un antiguo gobernador conservador, mientras que otros se preguntaban si realmente tenía posibilidades. Algunos respaldaban a Mitt Romney, aunque era mormón y antaño había sido un liberal social. Si elegían a Rudy Giuliani o a John McCain los evangelistas no ganarían. Era un momento delicado, incierto y caprichoso. En 2006, un veinticinco por ciento del electorado había sido evangelista, pero ahora los demócratas habían conseguido librarse de muchos de ellos. Había sido ese maldito voto de valores contra los republicanos tras los sórdidos casos de corrupción, los escándalos de Mark Foley y Tom DeLay.

Si los republicanos querían instalarse de nuevo en la Casa Blanca necesitaban desesperadamente el voto evangelista. Pero este estaba hecho jirones, desarticulado a causa de las disputas internas. Rose era el único que podía reconciliarlo. Rose, que contaba con una base de datos de millones de oyentes leales, con sus Consejos de Política de El Corazón de la Familia, era el único que podía impedir que se diera un atrevido giro a la izquierda. Lo último que necesitaban ahora era una distracción sísmica, algo que fragmentase aún más a la comunidad cristiana.

La puerta del despacho se abrió bruscamente y un hombre robusto con el cabello rubio y ralo entró en tromba en la sala. Era Michael Rose, el hijo y lugarteniente de Thaddeus, que se dirigió al arzobispo a grandes pasos.

—Excelencia —exclamó—. Es un placer conocerlo al fin. ¿Ha tenido buen viaje?

Se estrecharon la mano.

—Sin incidencias —contestó Lacey—. ¿Su padre está…?

—Mi padre está fuera de la ciudad. En un retiro. Me temo que no volverá hasta dentro de unos días. Pero cuando recibimos su mensaje me autorizó a tomar decisiones mientras estaba ausente. Esta es una ocasión histórica, excelencia. Nuestras dos Iglesias reuniéndose de esta forma. Podría decirse que esto es un pequeño Camp David.

—Así es. No se ofenda, pastor Rose, pero las cosas que tengo que discutir con su padre son de una naturaleza extremadamente delicada.

Michael miró al arzobispo desde arriba, sonrió débilmente y se rascó la cara.

—Qué interesante —dijo al fin, con tono glacial— que esté persiguiendo al mismo hombre que antaño fue decisivo en la caída del arzobispo Grabowski.

Lacey dio un paso atrás.

—¿Cómo dice?

—Trabaja para el banco del Vaticano, ¿verdad? Y ese Joseph Koster fue personalmente responsable de la desgracia política de su antiguo jefe, Grabowski. Algunos lo considerarían un conflicto de intereses o en el mejor de los casos una… distracción personal.

Lacey sonrió. Quizá Michael Rose fuera un maniaco estrafalario, reflexionó el arzobispo, pero no era tonto.

—Mis sentimientos personales son irrelevantes —replicó con tono sereno—. Estoy absolutamente cualificado para representar a mi Iglesia en este asunto.

—Y yo también —contestó Michael con firmeza. Luego sonrió—. Sugiero que no dejemos que nada se interponga en el trazado de una estrategia uniforme por el bien de nuestras dos Iglesias. Cuando recibimos su mensaje sobre el evangelio de Judas supe al instante que era de la mayor importancia, algo de lo que debía encargarme personalmente. Debemos encontrar el evangelio de Judas. Y detener a Koster y a Robinson. La alegación de que Judas fuera asesinado es más que preocupante, pues ¿quiénes serían los principales sospechosos, sino los propios apóstoles? Pero la idea de que Cristo manipulase a Judas para que este lo traicionara es más que incendiaria. Sembraría dudas sobre la legitimidad de los evangelios sinópticos y sobre la propia Biblia.

—Me alegro de que estemos en sintonía —dijo Lacey— en cuanto a la trascendencia del evangelio. Le aseguro, pastor Rose, que si fracasamos las Iglesias católica y protestante, de hecho, el propio cristianismo y todo lo que este representa, sufrirán un daño irreparable. Puede que sean derrotadas por confesiones extranjeras.

—O algo peor —apostilló Michael—. Por algún nuevo híbrido gnóstico, alguna blasfemia. —Sin más, sacó una fotografía de la chaqueta de espiguilla y se la dio a Lacey—. ¿Sabe quién es?

Habían tomado aquella fotografía en una ocasión de gala, pues la mujer que aparecía en ella llevaba un vestido de noche escarlata, brazaletes indios de oro y una larga sarta de relucientes perlas.

—Sí, claro —contestó Lacey—. Savita Sajan.

—La Babilonia Misteriosa. El diecisiete del Apocalipsis lo dice bien claro: «Engalanada con perlas y escarlata, con adornos de oro». Es posible que el descubrimiento y la publicación de este evangelio anuncien una nueva clase de cristianismo, un cristianismo gnóstico, basado en la gnosis, el autoconocimiento. Una nueva religión mundial.

—¿No lo dirá en serio? —exclamó Lacey—. No es más que una fotografía. Podría haberse puesto cualquier cosa para la ocasión.

—En efecto, pero lo no hizo. ¿Acaso le parece una coincidencia que esté trabajando con Koster y Robinson?

El arzobispo aspiró una honda bocanada de aire. Debía ser cauteloso para no comprometerse en discusiones sobre dogmas y diferencias ecuménicas. Había demasiado en juego.

—Aunque estoy completamente de acuerdo en que tenemos que unificar nuestros esfuerzos, pastor Rose, yo no me tomo la Biblia tan al pie de la letra. Hace tiempo la Iglesia católica creía que Lucas, Mateo y el resto de los apóstoles eran los auténticos autores de los evangelios del Nuevo Testamento. Pero en 1964 la Comisión Bíblica Pontificia definió oficialmente tres estadios básicos a través de los cuales hemos recibido las enseñanzas de Jesús. El primero lo representan las obras y las palabras textuales de Cristo. El segundo es el de la Iglesia apostólica, en el que los apóstoles dieron testimonio de la visión de Cristo. Y los evangelistas dejaron constancia del tercero «de una forma adecuada para el objetivo específico que se había marcado cada uno de ellos». Esas son las palabras exactas que empleó la Comisión y que implican que la «verdad evangélica» no reside en una interpretación tan ingenua y literal de la Biblia.

—¡Ingenua! —farfulló Michael.

—Lo que quiero decir —continuó apresuradamente Lacey— es que los evangelios sinópticos fueron escritos «bajo la influencia» de Lucas y Mateo en algún momento de los cien primeros años después de la crucifixión de Cristo. Lo sabemos gracias a pruebas físicas como la datación de carbono y una técnica de análisis denominada «crítica de la forma», que estudia los temas y las formas literarias de los manuscritos primitivos. Uno de esos temas o gattung consiste en el uso de los proverbios. Las logoi gattung, por ejemplo, son extremadamente primitivas y se remontan a las logoi sophon de los judíos. Mucho antes de que nadie escribiera nada, diversos bloques de estos proverbios se transmitieron de generación en generación. Finalmente se pusieron en un marco narrativo, como las Bienaventuranzas en el contexto del sermón de la Montaña y la Llanura. Lo que tenemos en los evangelios sinópticos no es una tradición del primer estadio ni del segundo, sino del tercero: las obras y las palabras de Cristo, sí… pero teñidas por la experiencia pascual de la Iglesia primitiva y preservadas por la gracia del Espíritu Santo después de varias décadas de apostolado.

—Las trompetas están sonando, excelencia, aunque usted no las oiga.

Lacey torció el gesto. Qué desagradable era colaborar con ese sapo evangelista. Michael Rose tenía pinta de yonqui, con aquella forma de rascarse la cara, sus maneras estrafalarias y sus tics nerviosos. Lacey pensó en la hermana María y la chusma que esta había reclutado en Estados Unidos, los mercenarios cubanos que había puesto a su servicio en Florida Santiago Fernández, el primer senador cubano de Estados Unidos, que era un miembro de los caballeros. ¿A qué se veía obligada a recurrir la organización? Los caballeros habían protegido a la Iglesia desde hacía incontables generaciones como tropas de asalto de la reacción católica. Primero en las guerras contra los sarracenos, después contra los herejes protestantes y el imperio del mal de la Unión Soviética. Y ahora de nuevo contra el islam.

—No discutamos —dijo Lacey—. La referencia del diario de Franklin está escrita en hebreo misnaico. Si el evangelio de Judas es tan antiguo como parece, puede que sea el conjunto de logoi más antiguo que jamás se haya descubierto. Piénselo, pastor Rose. Las mismísimas palabras de Cristo. ¡Piense en lo que significaría que hubiera una colección históricamente válida de sus declaraciones! Y luego piense en lo que sucedería si resultara que esas declaraciones son gnósticas. ¿Se imagina los titulares? «¡Se descubre que Cristo era un hereje!» Sería la anarquía, el caos. El Nuevo Testamento ya no se consideraría la palabra de Dios, sino un conjunto de verdades entre muchas. ¿Quién podría hacerle más daño al cristianismo que el propio Jesús? Debemos impedirlo. Fragmentaría la base de su público y sumiría en el caos a la derecha cristiana. Haría que se reagruparan nuestros enemigos de Oriente y se envalentonaran los extremistas islámicos. Nos guste o no, a los dos nos interesa descubrir el evangelio de Judas, aunque solo sea para que no se publique prematuramente, antes de que los expertos puedan… estudiarlo.

—Creo que puedo encargarme del algodón de azúcar. Usted ocúpese de la tarta. Francamente, me sorprende que se haya molestado en pedirnos ayuda —dijo Michael. Y a continuación añadió—: Pero, teniendo en cuenta la mala salud del Papa y sus débiles contactos en Washington, supongo que tiene sentido. En este momento no puede permitirse otro escándalo, ¿verdad? Ahora que su candidato está perdiendo fuelle. Necesita la cobertura aérea que solo podemos ofrecerle nosotros mientras los suyos buscan el evangelio. Nos necesita, arzobispo.

—Nos necesitamos mutuamente, pastor Rose. Cristo nos necesita. —Lacey hizo una pausa. ¿Debía hablarle de Turing y Boole, de los esquemas de El Minya y Da Vinci? ¿Debía decirle lo que estaba en juego realmente? No, decidió. ¿Por qué iba a enseñar sus cartas cuando tal vez no fuera necesario hacerlo?—. Tenemos más afinidades que diferencias —prosiguió el arzobispo. Le puso una mano en el hombro y la retiró de inmediato. Había algo… algo frío y viperino en Michael Rose. No, algo vacuo, vacío. Le recordó a la hermana María. Ambos daban la impresión de emanar la misma sensación de vacío—. Nuestros intereses están inexorablemente entrelazados —continuó a trompicones—. Sugiero que unamos nuestros recursos. No está claro lo que sabe Robinson. Pero ya he tomado medidas para recuperar el evangelio.

—Sus infernales agentes de Malta, supongo.

—Por todos los medios necesarios. —El arzobispo consultó su reloj—. En realidad —continuó—, puede que ya se haya solucionado una parte de nuestro problema.