Morgan Hill, California
Koster sentía la atenta mirada de Sajan. No dejaba de mirarlo de aquella forma tan penetrante, con aquellos ojos insondables. Se dio la vuelta y observó al caballo. Pi, pensó. ¿Por qué le sonaba tanto ese nombre? Y se preguntó si aquellas absurdas preguntas acabarían ocupando el lugar de los recuerdos que no dejaban de atormentarlo. Se volvió hacia Sajan. Ella no había dejado de mirarlo.
—¿Era amiga suya? —dijo.
—Se podría decir que sí. —En alguna parte, en los abismos que se abrían bajo sus pies, unas placas tectónicas rechinaron unas contra otras, frotándose como las ancas de las yeguas.
Al cabo de un instante, Sajan le preguntó:
—¿Y qué es lo que sabe de los gnósticos, señor Koster?
—Llámeme Joseph, por favor.
—Según Nick —continuó ella—, son los autores del evangelio de Tomás, el que estaba buscando en Francia, y de este otro, el que Franklin menciona en el diario… el evangelio de Judas.
—Cuando estaba en Francia —dijo Koster—, conocí a la condesa Irene Chantal de Rochambaud. Era miembro de la grande loge féminine, una logia masónica de mujeres que tiene afinidades especiales con el gnosticismo. Ella me contó algunas cosas sobre ellos. Tiene gracia —añadió—, pero usted me recuerda un poco a ella. Pero solo un poco. La condesa era una anciana de setenta y tantos años y cojeaba, aunque era imponente, desde luego.
—Estoy segura de ello. —Sajan sonrió—. Es usted un don Juan, ¿eh, señor Koster?
—¿Cómo dice?
—No todos los días me dice un hombre que le recuerdo a una vieja coja.
—Yo no quería decir eso —protestó Koster.
—Por favor, señor Koster, continúe. Los gnósticos. Es fascinante.
Koster se disponía a decir algo cuando, de pronto, cayó en la cuenta. A la condesa le habría encantado aquella mujer tan descarada. Eran exactamente iguales. Como dos gotas de agua.
—Según la condesa, los gnósticos no eran un pueblo, sino un movimiento religioso. No creían en los tres niveles de la jerarquía tradicional de la Iglesia: obispos, sacerdotes y diáconos. No eran partidarios del poder centralizado. Por el contrario, nombraban a los sacerdotes entre los propios miembros del grupo, sorteaban quién leía las Escrituras y a los obispos para que ofrecieran el sacramento. Y cada semana se trataba de alguien distinto. Muy democrático. Hasta las mujeres participaban. Pero el auténtico motivo de que los tacharan de herejes fue que creían que poseían gnosis, una especie de autoconocimiento místico secreto, lo que significaba que no les hacía falta la Iglesia, la organización. Cuanta más gnosis tenías, más cerca estabas de tu propia naturaleza humana, más cerca te hallabas de Dios. Por eso la Iglesia centralizada de Roma se sintió tan amenazada. Para ellos, Pedro y los demás apóstoles eran las únicas autoridades reales, no una verdad misteriosa que residía dentro de ellos. Al final casi todos los evangelios gnósticos se perdieron o los destruyeron. Muchos gnósticos fueron asesinados por sus creencias. Las comunidades se disgregaron. La Iglesia estaba decidida a destruirlos.
—¿Cuál es la raíz, el origen de su filosofía? —quiso saber Sajan—. A mí me parece casi oriental.
—Según la condesa —prosiguió Koster—, muchos elementos del sistema de creencias gnóstico eran babilonios o caldeos. Los gnósticos florecieron en una época en la que se estaban abriendo las rutas comerciales entre el mundo grecorromano y el Lejano Oriente. Ella aseguraba que existía una línea de conocimiento que se extendía desde los babilonios hasta los hebreos y más allá de estos. Decía que se trataba de un sistema numérico. En la antigua Babilonia —se explicó—, la astronomía era el ámbito de los magi, los sacerdotes, que creían que los números se derivaban de los planetas y que las estrellas obedecían a un orden divino. Debido a las siete estrellas de las Pléyades, por ejemplo, se consideraba que el número siete traía buena suerte. De la misma forma, el cuarenta, que se correspondía con el número de días de la estación de las lluvias en la que las Pléyades desaparecían, se convirtió en un número que simbolizaba el sufrimiento y la pérdida, las privaciones.
»Ya sabe, como la cuaresma o el número de días que Cristo pasó en el desierto —dijo Koster—. Y cuando combinaron este sistema con las teorías numerológicas de Pitágoras, causaron una impresión duradera en la numerología de Occidente.
A continuación, le aclaró que todos los masones de la Edad Media estaban familiarizados con aquellos sistemas. Los conocían debido al énfasis medieval en Pitágoras y los neoplatónicos y porque los masones tenían un interés particular en los números. En la Edad Media los masones eran itinerantes. Se trasladaban de un proyecto al siguiente. Pero había forajidos en todas partes, de modo que aprendieron a no llevar dinero consigo y confiar en que otros masones les proporcionasen cobijo y comida. Lo que había empezado como una manera de protegerse con el tiempo acabó convirtiéndose en una forma de salvaguardar secretos comerciales de gran importancia. Enseguida nació una hermandad. Los masones solo transmitían sus conocimientos a otros masones. Y cuando los cruzados trajeron nuevos conocimientos numéricos de Levante, los masones los absorbieron y los transmitieron rápidamente.
—La línea de la tradición —concluyó Koster— iba desde la hermandad de magianos de Babilonia, pasando por los gnósticos y los maniqueos, los paulicianos y los cátaros, hasta los templarios y los masones que vemos en nuestros días. Ya sabrá que Nick es masón.
Sajan se mostró sobresaltada. Le dedicó una sonrisa y contestó:
—Sabía que Nick estaba implicado de alguna forma, pero pensaba que se trataba en gran medida de algo social. Ya sabe. Que era bueno para los negocios y esas cosas. Una herramienta de networking.
—Es bastante cauto en ese aspecto, pero sé que se lo toma muy en serio. Francamente, no me sorprendería que sus intereses personales influyeran en la búsqueda del evangelio de Judas. Me da la impresión de que para él no se trata solamente de una oportunidad para hacer negocio, de un golpe de efecto editorial.
—Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Ben Franklin?
—A lo largo de los años, la hermandad de masones se interesó en los aspectos más metafísicos del oficio. Desarrollaron rituales y emblemas. A medida que se involucraban nuevos miembros de la clase media nació una nueva clase de masones, los masones especulativos, en oposición a los masones operativos, los viajeros, que trabajaban con sus manos. Con el tiempo la hermandad atrajo a algunos miembros muy poderosos. George Washington era un masón especulativo. Y Ben Franklin también.
—Ah, ya veo —dijo Sajan—. Me preguntaba qué estaría haciendo con una copia del evangelio de Judas. Sin embargo, yo… ¿Ha tenido suerte con la traducción?
Koster meneó la cabeza.
—Me temo que no. Es impenetrable.
—A lo mejor puedo echarle una mano —repuso ella—. Venga. Sígame.
Sin esperar una respuesta, Sajan se dio la vuelta y se fue. Koster tuvo que apretar el paso para mantenerse a su ritmo. Tenía una energía increíble. Siguieron el sendero en dirección a la casa.
—Lo que no entiendo —dijo Koster— es que la fundadora de una empresa internacional como Cimbian tenga tiempo para entretenerse con este misterio.
—Nick pensó que podría ayudarlo. Y ahora estoy prácticamente jubilada. Solo voy a la oficina cuando me apetece. Cuando me llamó… Bueno, ya sabe cómo es Nick. Es difícil decirle que no. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.
Entraron en la casa por una puerta lateral. Koster observó que los cuadros de las paredes cambiaban y se alteraban a ambos lados mientras recorrían el pasillo.
—Oiga, usted no lleva un alfiler de corbata —comentó burlonamente.
Sajan se dio la vuelta para mirarlo por encima del hombro.
—Me lo quité hace años, poco después de construir esta casa —contestó. A continuación sonrió. Parecía un tanto avergonzada—. ¿Sabe?, tiene gracia. He ganado una fortuna desarrollando tecnologías, específicamente circuitos inalámbricos. Pero cada vez que me ponía ese maldito alfiler me sentía atrapada por la última selección de programa. Una persona es más que un conjunto de preferencias, por decirlo de alguna forma, señor Koster.
—Dios mío, eso espero —contestó él con vehemencia, y ella se rió.
—Pero a mis invitados les divierte.
Tenía la risa fácil.
—Llámeme Joseph —repitió él.
—Quería enseñarle una cosa. Cuando me dijeron que venía —dijo ella— me puse a documentarme un poco sobre Benjamin Franklin. Encontré una referencia en una carta que escribió a madame Helvétius, una noble a la que cortejaba cuando vivía en Passy, en Francia, alrededor de 1779. Describe un diario codificado que madame Helvétius solo había visto en una ocasión, accidentalmente, cuando Franklin se hospedaba en su finca. Puede que se trate del mismo código del diario que le cedió Nick.
Entraron en el salón, que era amplio y luminoso, con grandes ventanas que daban al valle. Un impresionante techo catedralicio se abría camino hacia los cielos, sustentado mediante grandes vigas de madera. Había un par de confortables sofás rellenos, una mecedora cubierta con una manta mexicana a rayas y un escritorio de madera al lado de las ventanas. Koster reparó en una carta manuscrita impresa que había en la superficie. Sajan la cogió.
—Esto es lo que dice Franklin en la carta: «Acerca del diario que visteis y el código en el que está escrito no puedo deciros nada excepto lo que ya sabéis y esto…». —Le entregó la impresión a Koster.
Tras el pasaje había una serie de símbolos, semejantes a cajas con puntos dentro, y uves mayúsculas orientadas en todas las direcciones. Entonces cayó de pronto en la cuenta.
—El cifrado masónico —exclamó.
—¿El qué?
—Utiliza un par de diagramas de tres en raya y dos equis para representar las letras del alfabeto. ¿Tiene una hoja de papel? Se lo enseñaré. En la Edad Media los masones lo usaban para pasarse mensajes en secreto.
Sajan abrió un cajón y sacó una libreta. Koster puso la carta en el escritorio y anotó la secuencia.
—Las letras estaban encriptadas —explicó— basándose en la forma de los puntos y las líneas que se intersecaban. —Rellenó la matriz—. El nombre «Sajan» estaría encriptado de esta forma —continuó.