17

San Francisco

El Citation X se inclinó y tomó tierra rápidamente, antes de que Koster hubiera tenido ocasión de prepararse siquiera. Al cabo de unos instantes estaban recorriendo la pista en taxi hasta detenerse frente a la terminal. Robinson le había dicho que Sajan se reuniría con él en la ciudad. Pero mientras Koster bajaba por las escaleras de la cabina, la asistente de vuelo le tiró de la manga y le advirtió de que había habido un cambio de itinerario. Sajan se había quedado en su rancho de Morgan Hill. Le había mandado un avión Cimbian, pues era un vuelo de veinte minutos hacia el sur, pero por desgracia se había retrasado un poco.

Koster acabó en la terminal de Aviación General, donde trató de instalarse confortablemente en la sala de espera. Tras media hora lo abordó un hombrecillo indio que llevaba un uniforme azul marino con el logo de Cimbian en el bolsillo de la pechera. Se llamaba Ravindra. Le dijo que era el piloto encargado de llevarlo a Mineta, el aeropuerto internacional de San Francisco. Koster salió de la terminal detrás de él y se dirigieron a otro avión privado, un Hawker 400XP, que también ostentaba el logo de Cimbian: azul y oro brillante; la ce era mucho más grande que las demás letras, de tal manera que daba la impresión de que amplificaba el nombre.

—Creía que la señorita Sajan iba a reunirse conmigo en la ciudad —comentó Koster mientras subían los escalones del avión.

—Problemas mecánicos —replicó el piloto—. Por eso he llegado tarde.

El Hawker era un poco más pequeño que el Citation X, pero no menos lujoso. Koster se puso el cinturón en uno de los asientos de cremoso color blanco. Los paneles laterales eran de tela en lugar de nogal, observó. Solo había siete asientos de pasajeros y un poco menos de espacio encima. En cuanto despegaron, el copiloto volvió y le entregó una tableta LCD y un pequeño alfiler de corbata metálico con el logo de Cimbian.

—¿Para qué es esto? —quiso saber Koster.

—Solo tiene que introducir sus preferencias. Cuando haya acabado, los datos se transferirán al alfiler por Bluetooth. La señorita Sajan tiene una casa inteligente.

Koster observó la tableta. Había una retahíla de preguntas sobre sus preferencias de temperatura, colores, música, arte y comida, así como una serie que comparaba las texturas físicas. Lo encontró todo fascinante. Cuando acabó dio un golpecito en la tableta y los datos se transfirieron al alfiler de corbata, que se puso en la americana.

El vuelo acabó en unos minutos. El avión tomó tierra y Koster se instaló en una limusina negra que lo llevó a Morgan Hill, al pie de la montaña El Toro, a veinte kilómetros de San José, en el sur del valle de Santa Clara. Fue un hermoso paseo. Pasaron ante huertos y viñedos y atractivas zonas residenciales en las inmediaciones de Silicon Valley, donde se encontraba la sede de Cimbian. Las montañas de Santa Cruz delimitaban el valle al oeste y la cordillera del Diablo al este. Grandes casas de arquitectura mayoritariamente española salpicaban las laderas de las colinas.

Después de abandonar la autopista, la carretera acometió el ascenso de El Toro, donde Koster se encontró rodeado de granjas de caballos. El conductor tomó un camino de tierra flanqueado por imponentes eucaliptos. Llegaron ante una puerta con una garita y la limusina fue reduciendo su velocidad. Al cabo de un instante entraron en la finca.

El sendero de gravilla medía al menos ochocientos metros y serpenteaba a través de pastos y prados, frente a construcciones anejas y establos, entre largos trechos de cercas que llegaban hasta la propia hacienda. La distribución de la finca parecía en perfecta armonía con el terreno de la colina. La casa principal descansaba en lo alto de una colina; tenía tres pisos y estaba hecha de cedro, tenía un largo porche de madera y una chimenea de piedra que parecía construida con piedra caliza de algún río cercano. Contaba con cabañas para invitados en la ladera de la colina del fondo, delimitadas por sendos olivares verdes. Al otro lado había un establo, un corral de gran tamaño y algo que parecía una especie de capilla.

Flora, el ama de llaves, una simpática mexicana, salió al encuentro de Koster en la puerta del rancho. Le dijo que la señora doña[8] Sajan estaba en los jardines. Mientras ella lo acompañaba a su habitación, Koster descubrió al fin el propósito del alfiler de corbata que se había puesto en la chaqueta. Cuando cruzó la puerta el ventilador zumbó suavemente, las luces se atenuaron un poco y una sonata de Mozart surgió de altavoces invisibles. Dejó la pequeña maleta y la bolsa del ordenador encima de la cama y entonces observó que los cuadros de lejanas montañas azules se oscurecían de repente. Resultaba que no eran cuadros después de todo, sino imágenes de plasma gaseoso. Al instante los reemplazaron paisajes impresionistas, dibujos de Escher y las expresiones abstractas de Rothko.

La estancia estaba elegantemente decorada con sencillos muebles de madera blanqueada, un escritorio de diseño danés contemporáneo, paredes recubiertas con amplios paneles de cedro y ventanas que iban del suelo al techo con vistas a El Toro y que parecían tintarse automáticamente cuando les daba el sol. Koster deshizo la maleta y se instaló. Cuando terminó de asearse en el lavabo de piedra del cuarto de baño salió al pasillo y buscó a Flora, el ama de llaves, pero no la vio por ninguna parte, de modo que se dirigió a la puerta para dar un paseo por los jardines.

Koster deambuló buscando a Sajan durante diez minutos y estaba a punto de desistir cuando reparó nuevamente en la capilla que había al otro lado del granero. Se trataba de un modesto edificio de madera con ventanas ojivales azules. Había una sencilla cruz de madera en el dintel. Atravesó el patio y comprobó la puerta. No estaba cerrada con llave. La abrió cautelosamente. Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad del interior. La capilla era minúscula, con apenas ocho bancos, cuatro a cada lado del pasillo. Había un pequeño rosetón con un diseño abstracto en la pared, encima del altar. Al fondo había una mujer que oraba de rodillas, cerca del pasillo. En cuanto advirtió que la puerta se abría a sus espaldas, alzó la vista.

Savita Sajan era una mujer menuda de treinta y tantos años con grandes ojos almendrados, negro sobre negro. Sus facciones eran delicadas. Tenía labios gruesos de color ciruela y dientes impecables, sorprendentemente blancos en contraste con la brillante tez morena del sur de la India, donde había nacido, y una lustrosa cabellera negra que se derramaba con abandono sobre los hombros estrechos. Koster observó que llevaba pantalones vaqueros azules, una camiseta negra, botas de vaquero y un sencillo amuleto de oro en una cadena alrededor del cuello. Le costaba creer que estuviese mirando a la fundadora de Cimbian, una de las empresas fabricantes de chips Telco más prósperas de Silicon Valley y creadora del chip C4, que estaba presente en casi el cincuenta por ciento de todos los teléfonos móviles del mundo. Pero al final comprendió que lo que llevaba puesto era irrelevante. Sus movimientos tenían algo hipnótico. Daba la impresión de que se deslizaba por el pasillo, de que flotaba delante de él, con la mano extendida y aquella sonrisa…, era luminosa.

—Hola —dijo Koster.

Ella siguió sonriéndole.

—Ah, lo siento —añadió Koster, cogiéndole la mano para estrechársela—. Me llamo Joseph Koster.

—Bienvenido —contestó ella—. Soy Savita Sajan. —Sus palabras tenían un tono cantarín con cierto acento impreciso.

—No pretendía molestarla…

—Pues lo ha hecho. ¿Para qué negarlo? Hemos empezado con mal pie.

—¿Cómo dice?

Sajan arrugó la nariz y lo examinó atentamente. Ante aquella mirada, Koster se sintió repentinamente vulnerable, como una obra en una exposición, un escarabajo o una mariposa clavada en el fondo de una vitrina de cristal. Ella inclinó la cabeza hacia un lado y se rió.

—No se preocupe, señor Koster. Ya había terminado. ¿No viene? —Se dirigió a la entrada.

Cuando salieron, tomaron un sendero que llevaba al establo. El sol era dolorosamente brillante tras la penumbra de la capilla.

—Espero que haya tenido buen viaje —dijo Sajan mientras caminaban—. Lamento no haber llegado a tiempo a San Francisco. Tengo una casa cerca de California y Powell, cerca del club Universitario. Me parece que le gustaría. Está cerca de muchos buenos restaurantes.

—No hay problema —respondió Koster, alegrándose de algún modo ante aquella simpática disculpa—. Esto es precioso.

Y ella sonrió de nuevo. Sajan entró en el establo y fue hacia un magnífico caballo árabe de un color negro intenso que se encontraba en la última cuadra. Le dio palmaditas en las quijadas y le tiró del hocico. El caballo puso los ojos en blanco, relinchó y mordisqueó un poco de heno que tenía delante de los cascos.

—Dígame, señor Koster. ¿Cómo se conocieron usted y Nick?

—Nos conocimos hace muchos años, en el colegio. En Nueva York. En la escuela primaria de Friends, en el Village. A los dos nos interesaban las matemáticas. Claro que él también era un poco rarito: era el mejor orador de la escuela, el campeón de ajedrez, el número uno en remo y el encargado del discurso de la graduación… Ya conoce a Nick. Fuimos a algunas clases juntos en Columbia. Luego yo me fui a Boston para matricularme en el MIT. Pero nos hemos mantenido en contacto a lo largo de los años. Es fácil seguirles la pista a los Robinson, porque siempre están saliendo en los periódicos. Tengo la sensación de que a Nick le gusta rodearse de unos cuantos mortales para que le recuerden cómo son las cosas para el resto del mundo.

Sajan inclinó la cabeza hacia un lado.

—Ese no es el Nick al que yo conozco —repuso—. Él es mucho más que un apellido.

—Estaba bromeando —dijo Koster, tratando de sonreír.

—No. No lo estaba.

Koster exhaló un suspiro.

—¿Y usted? —le preguntó. Sus dedos se pusieron a bailar en las perneras del pantalón—. ¿Cómo conoció a Nick?

Sajan sacó un dulce del bolsillo de los vaqueros y se lo ofreció al semental árabe, que le acarició el pecho con el hocico. Ella lo apartó.

—Estaba terminando mi tesis en Princeton —explicó— cuando me retrasé con otro proyecto, un artículo que estaba escribiendo para una revista científica divulgativa. No creo que siga existiendo. Sea como fuere, Nick lo leyó. Debía de haberse quedado atrapado en la consulta del dentista entre empastes, porque no era tan bueno. Por el motivo que fuera, se puso en contacto conmigo a través del editor de la revista.

—¿De qué trataba?

—A lo mejor le parece un poco raro. Algunos consideran mis pasatiempos… excéntricos. Proponía la teoría de que el arca de la Alianza estaba diseñada como una especie de condensador. Ya sabe que soy ingeniero eléctrico. Pues bien, las especificaciones sobre su construcción están definidas en la Biblia. Creo que la diseñaron para que acumulara y almacenara una carga eléctrica estática mientras los israelitas la llevaban a través del desierto. Por eso circulan leyendas de que el rayo abatía a los enemigos de Israel cuando se acercaban demasiado al arca.

Koster sonrió.

—No es tan descabellado como parece —insistió Sajan—. El diseño del arca, la posición de los querubines a ambos lados, los materiales… Todas esas cosas servían para capturar y preservar la electricidad. La carga se acumulaba en las superficies internas y cuando era lo bastante fuerte salvaba la distancia entre las alas de los querubines y descargaba… una corona, un destello en la punta de las alas. Otros creen que el arca era una especie de dispositivo de comunicaciones mediante el que los israelitas hablaban directamente con Dios. Como dice el Éxodo en el 25: «Me reuniré contigo entre los dos querubines, en el arca del Testimonio, y te transmitiré las órdenes para los hijos de Israel». En fin, a Nick le pareció interesante.

—Sí, es propio de él. Le encantan esas cosas. —Koster alargó la mano, haciendo ademán de acariciarle la quijada izquierda al caballo, pero este se volvió como si fuera a mordérsela y Koster apartó los dedos.

Sajan se rió. Era una risa delicada, no desagradable.

—Tenga cuidado, señor Koster. Pi muerde.

—¿Pi?

—El caballo.

¿Qué le pasaba? Estaba comportándose como un idiota.

—¿Sabe? Eso me recuerda que…

—¿Toca el piano?

—¿Cómo dice? —Koster se echó un paso hacia atrás—. Pues sí. La verdad es que sí. ¿Por qué?

—Sus manos. Parecía que estaba practicando escalas con los dedos.

—Es un hábito nervioso. Una especie de tic, supongo.

—¿Qué sabe sobre el evangelio de Judas y los gnósticos? —lo interrogó Sajan, cambiando abruptamente de tema—. Nick me ha dicho que hace años participó en la búsqueda del evangelio de Tomás. ¿Cómo le fue?

—Estaba trabajando en un libro sobre las catedrales francesas de Notre Dame cuando descubrí la leyenda de que quizá hubiera una versión primitiva del evangelio de Tomás escondida debajo de la catedral de Chartres. Pero yo no fui el único. Puede que recuerde que hace unos cuantos años el director del mayor banco privado de Italia, un tipo llamado Pontevecchio, apareció ahorcado bajo el puente Blackfriars de Londres.

—En los años noventa. Recuerdo los artículos de los periódicos.

—Resulta que se había valido del banco del Vaticano como conducto financiero para realizar inversiones ilegales en el extranjero. Fue un escándalo tremendo. El director del banco del Vaticano en aquella época era primo mío, precisamente; el arzobispo Grabowski. Según parece, antes de que Pontevecchio se colgara, trató de hacerse con una copia del evangelio de Tomás como una especie de moneda de cambio para que la Iglesia pagara sus deudas. Finalmente encontré pistas que me indicaron el paradero del evangelio. Pistas matemáticas, ocultas en los laberintos de las catedrales. Mi primo, el arzobispo Grabowski, con la ayuda de un gánster llamado Scarcella, apareció en la catedral cuando nos disponíamos a desenterrar el evangelio. Me ayudaba un policía inglés llamado Nigel Lyman y un guía turístico local llamado Guy. Este tenía una hermana. Se llamaba Mariane. En fin, en resumidas cuentas, no recuperamos el evangelio. Y Scarcella y Mariane… Ella fue asesinada.