15

Narberth, Pensilvania

Esta vez, cuando Wilson despertó le dolía la cabeza y sentía que la sangre le resbalaba por la nuca. Estaba asombrosamente fría. Nancy estaba a pocos pasos de distancia, al lado de Trevor. La monja se encontraba detrás de ella. La estaba estrangulando con las cuentas del rosario. La estaba asfixiando. Y Nancy intentaba levantar las manos para tirar de los deditos de la monja, de la toca, del hábito. Pero no llegaba. Wilson se debatió con sus ligaduras y tiró de la silla. La monja continuó apretando y apretando hasta que la mujer que conocía desde hacía diecisiete años, que había alumbrado a sus dos hijos y que había dormido en su cama todas las noches de su matrimonio estaba tan inerte e irreconocible como una desconocida en el asiento trasero de un coche accidentado que resbala en la autopista por la noche.

—Nancy —gimió Wilson, pero la palabra parecía haber perdido todo su significado.

La monja se desprendió de su presa y su esposa resbaló al suelo. Se desplomó hacia delante, sin vida, aterrizando a escasos centímetros del pie izquierdo de Trevor.

—¿Dónde está la copia, señor Wilson? —insistió la monja.

Trevor se puso a gritar. La monja le propinó una bofetada. El niño se calló un instante y luego estalló de nuevo. Ella le rodeó el cuello con las cuentas del rosario y apretó hasta que puso fin a sus alaridos.

—Estoy perdiendo la paciencia —le advirtió—. Y enseguida sus hijos estarán fríos. Igual que su madre. La copia, señor Wilson.

Con un temblor desesperado, Wilson señaló el sofá con la barbilla.

—En los muelles. Debajo del cojín de la derecha.

La monja soltó a Trevor. Uno de los enmascarados se dirigió al sofá y retiró los cojines del asiento, donde encontró un bolígrafo, dos monedas, un pequeño dinosaurio de plástico… y una hendidura en la tapicería verde oscuro. Metió la mano y extrajo un pequeño fajo de papeles que estaban prendidos en una esquina mediante un clip.

—Ya lo ve —dijo la monja mientras recogía la vela. El hombre le entregó los papeles y ella los examinó atentamente. Después sonrió—. Podríamos haber evitado todas estas incomodidades, señor Wilson. ¿A que se siente una deliciosa liberación al entregarse a la confesión?

—Ya tiene lo que venía a buscar —repuso Wilson—. Ahora váyase. Deje en paz a mis hijos.

La monja frunció el ceño y meneó la cabeza.

—Ojalá fuera tan sencillo, señor Wilson. Pero le doy mi palabra de que rezaré por usted y su familia. Y nunca olvidaré lo que ha hecho.

La monja se dirigió a la ventana que había detrás de la televisión y levantó la vela hasta que la llama tocó la base de las cortinas, que estallaron en llamas al cabo de unos segundos. El fuego lamió las paredes. Los hombres de los pasamontañas retrocedieron.

—No puede dejarnos así —suplicó Wilson—. ¿Qué clase de monstruo es usted?

Los secuaces ataron a Kathleen de nuevo a la silla. Wilson vio a su hija. Tenía la cara ensangrentada y la blusa desgarrada. Y Trevor seguía gimiendo al lado de ella. Las llamas se hinchieron y rugieron. Las cortinas habían caído al suelo y la alfombra se estaba fundiendo. Entonces prendieron el televisor y la mesa en la que este descansaba. E inmediatamente, la estantería de la pared del fondo. Un detector de humo empezó a aullar. No, no era un detector de humo. Era él.

La monja se detuvo en el pasillo. Los hombres de los pasamontañas se habían ido. Wilson apenas veía a través del humo.

—Considérelo una especie de ensayo, señor Wilson —dijo ella—. Un preludio de la condenación eterna.

Wilson forcejeó pero las ligaduras no cedieron. Tironeó de las cuerdas hasta que le sangraron las muñecas. Se debatió, hinchando el pecho, pero no consiguió soltarse. Trevor fue el primero que sucumbió ante el fuego. Wilson observó mientras las llamas devoraban los pantalones caquis de su hijo, la camiseta de dinosaurio, el cabello y la piel. Después fue el turno de Nancy, que explotó en una gran bola de fuego con un destello. Las llamas bailaron sobre la alfombra, despidiendo un fulgor azul químico. Le lamieron los pies. Le subieron por los pantalones. Wilson percibió el aroma de su propia carne burbujeante. Sintió que se le asaba la piel. Mientras gritaba, las llamas le formaron ampollas en el cielo de la boca. El dolor era inconcebible. Todos los nervios de su cuerpo chisporroteaban. Tironeó de las ligaduras. Se resistió y forcejeó, pero no podía hacer nada… mas que morir.

Aunque camine a través del valle de la sombra de la muerte, no temeré mal alguno, pensó. Pero en el fondo, mientras descendía hacia la oscuridad, sabía que eso también era mentira.