Narberth, Pensilvania
Ian Wilson estaba viendo Los Simpson con su hijo Trevor y su hija Kathleen en su casita de Narberth cuando se fue la luz. Era uno de esos episodios tan violentos en los que aparecían Rasca y Pica y Wilson estaba pensando que quizá debiera de apagar la televisión, o al menos cambiar de canal, cuando la televisión se apagó sola. Como si fuera telequinético.
—Mierda —masculló Kathleen. Era una niña larguirucha de trece años con el cabello castaño recogido con una banda elástica con lunares rosas.
—Mierda bubónica —añadió Trevor—. Me encanta ese episodio. —Trevor había cumplido los diez y había heredado las facciones redondas de su padre. Aunque tenía el pelo rapado se había puesto fijador para hacerse una especie de cresta falsa. Llevaba una camiseta azul de dinosaurios.
—Cuidado con esa lengua —le advirtió Wilson.
Se levantó del sillón y se dirigió a tientas a la cocina. Estaba seguro de que había una linterna en el armario junto al fuego; podía visualizarla. Se disponía a abrir la puerta cuando se encendió una luz delante de sus ojos. Al principio pensó que se trataba de Trevor.
—Apaga eso —dijo ásperamente, protegiéndose del destello con la mano—. Por Dios, que me estás dando en los ojos. —Entonces se percató de que era alguien más corpulento, alguien que llevaba un pasamontañas y una parka. Alguien que llevaba una pistola—. Qué demonios… —tartamudeó.
Entonces le asestaron un golpe.
Cuando Wilson recobró el sentido estaba atado a una de las sillas del comedor. Kathleen y Trevor estaban maniatados a corta distancia, a derecha e izquierda. A su alrededor había media docena de hombres con pasamontañas y pantalones vaqueros empuñando fusiles automáticos M16. Todos ellos llevaban gafas de visión nocturna. Las luces seguían apagadas. Wilson apenas discernía las figuras en la penumbra.
—¿Qué es lo que quieren de nosotros? —les preguntó.
Los hombres no le contestaron y siguieron esperando. Entonces se encendió una luz cálida al pie de las escaleras. Wilson oyó que alguien se acercaba, el repiqueteo de unos zapatos de suela dura. La luz se extendió hasta que se materializó una figura. Al principio Wilson no dio crédito a lo que estaba viendo. Era una monja joven, con la toca y el hábito tradicionales. Llevaba una vela y el fulgor broncíneo de la llama le inflamaba el rostro de labios gruesos y naricilla respingona. Parecía que iba a vísperas, recorriendo el largo pasillo de un convento de Veracruz o Cancún; tenía aspecto de mexicana. Se miraba los pies, apartando recatadamente la mirada. Entonces se dio cuenta de que estaba moviendo los labios, musitando una oración. La monja alzó la vista y Wilson reparó en sus ojos, que eran negros como el espacio exterior, como un túnel infinito, y aparentemente estaban llenos de lágrimas. Comprendió que estaban vacíos. Muertos.
—¿Y su esposa, señor Wilson? —le preguntó ella—. ¿Todavía no ha vuelto a casa?
—Llegará en cualquier momento —se sorprendió contestando—. Ha ido a comprar la cena. —Se había propuesto mentir. Se había propuesto decir algo muy distinto.
La monja sonrió. Tenía una sonrisa agradable y contagiosa, con grandes dientes blancos y perfectos que relucían contra la piel morena. Wilson sintió un estremecimiento.
—En ese caso tendremos que esperarla —repuso ella.
—¿Esperarla para qué? ¿Quiénes son ustedes? —preguntó—. ¿Qué es lo que quieren de nosotros? ¿Dinero? No tengo dinero. —Sus palabras se apagaron. Estaba claro que no buscaban dinero, se dijo. Habían venido en busca de algo bien distinto.
La monja se acercó un paso y Wilson se echó instintivamente hacia atrás. Ella sonrió y miró a Kathleen.
—¿Cuántos años tienes, niña? —le preguntó.
Kathleen, aterrorizada, alzó la vista. Wilson forcejeó con sus ataduras pero estas no cedieron. Los nudos estaban demasiado apretados.
—Trece.
—Como santa Inés —comentó la monja—. ¿Sabías que en el año 300 el prefecto Sempronio le pidió a Inés que se casara con su hijo, pero como ella era cristiana se negó en redondo? Así que Sempronio la condenó a muerte. Según las leyes romanas, estaba prohibido ejecutar a las vírgenes. Impertérrito, Sempronio ordenó que la violaran, aunque dicen que el himen de la muchacha se preservó milagrosamente. A continuación se la llevaron para quemarla en la hoguera, pero el manojo de leña no prendió, de modo que el oficial que estaba al mando de las tropas le cortó la cabeza. —La monja puso una mano en el hombro izquierdo de Kathleen—. Con una espada. —Acarició su cuello joven y esbelto—. A veces —murmuró— hay que hacer sacrificios terribles por el bien de la Iglesia. —Se detuvo un instante, con la mirada perdida en el espacio y después añadió—: Sus huesos se conservan en la basílica de Santa Inés Extramuros, en Roma, y su cráneo en otra basílica de la plaza Navona. Es una visita interesante.
Wilson no podía soportarlo más.
—¿Qué demonios quiere de nosotros? ¿Quiénes son ustedes?
La monja se acercó a Wilson.
—Hace unos días un obrero de la construcción llamado Tom Moody le llevó un diario que había desenterrado en la obra de la calle Market… en Franklin Court.
—No sé de qué está hablando.
La monja asintió bruscamente en dirección a uno de los hombres con pasamontañas. Este se adelantó para situarse detrás de Kathleen y sin previo aviso le puso una mordaza de goma negra en la boca. Luego sacó un rollo de cinta aislante.
—Espere un momento —intervino Wilson—. No meta a mis hijos en esto. Ellos no saben nada.
El hombre envolvió la cabeza de Kathleen con cinta aislante, tapándole los ojos, la nariz y los labios, sujetándole la mordaza en la boca. Solo entonces la desató. Seguidamente, levantó a la niña por el pelo.
—Por favor —insistió Wilson—, se lo suplico. Suéltela. Ella no sabe nada.
Al principio Kathleen se resistió, pero el hombre del pasamontañas le propinó una bofetada en la mejilla y se quedó quieta. El hombre la cogió de la banda elástica con lunares rosas y se la llevó a rastras fuera de su vista. Wilson se debatió para ver lo que pasaba, pero como estaba atado a la silla no podía darse la vuelta.
—Le he dicho que ella no sabe nada —imploró—. Suéltenla o no los ayudaré a encontrar lo que están buscando.
La monja cogió a Wilson por la barbilla.
—Sí que lo hará, señor Wilson —le dijo—. Tengo fe en usted. ¿Dónde está el diario?
—¿Qué diario?
La monja asintió de nuevo y a pesar de la mordaza y la cinta que la enmascaraban, Kathleen profirió un grito.
—Deténgase. Por favor, deténgase —suplicó Wilson.
—El diario de Franklin —repitió la monja.
Wilson oyó el sonido de algo desgarrándose. Kathleen chilló. Era un sonido tenue y siniestro. Kathleen gritó de nuevo.
—Yo no lo tengo —dijo Wilson.
—Está mintiendo.
—Lo mandé a Nueva York.
—¿A quién?
—A Robinson. Nick Robinson.
La monja levantó una mano.
—¿Y la copia que hizo?
—¿Qué copia? No hice copias. No tengo ninguna copia.
—Alguien lo bastante ambicioso para mandarle el diario a Robinson no se habría desprendido del botín. Sí que hizo una copia. Una sola negativa habría sido más creíble.
La monja guardó silencio de repente y ahuecó la palma de la mano alrededor de la oreja, claramente delineada bajo la toca.
—Tenemos compañía —les dijo a sus secuaces.
Los enmascarados se ocultaron. La monja se desvaneció en la cocina, apagando la vela. La estancia se sumió de nuevo en las tinieblas. Al cabo de unos segundos una llave hurgó en la cerradura, se oyó el chasquido de los pestillos y se abrió la puerta de la casa. Una mano buscó a tientas el interruptor de la luz, lo encendió y lo apagó, pero la habitación siguió a oscuras. Una figura se adentró en el pasillo. Era la esposa de Wilson. Llevaba dos abultadas bolsas marrones de supermercado en los brazos.
—¡Corre, Nancy! —exclamó Wilson—. Vete de aquí. ¡Ahora mismo! —Un destello de luz blanca explotó. En su cabeza. Luego lo asaltó el dolor. Y después no sintió nada en absoluto.