1739
Filadelfia
Cuando entraron por la puerta principal de la casa, Deborah fue la primera que reparó en el cofre volcado en el vestíbulo y el reloj de pared derribado. Profirió un grito y Franklin la sostuvo cuando dio un paso hacia atrás.
—¡Nos han robado! —exclamó ella. A continuación, recorrió a toda prisa el pasillo en dirección a la cocina y las escasas piezas de plata que ocultaba en la despensa.
Los Franklin acababan de asistir a un sermón de George Whitefield, el predicador más entusiástico que habían visto desde Sam Hemphill, y Franklin no estaba de humor para desalentarse pensando en hurtos y malas intenciones. El fogoso sermón del joven ministro inglés lo había conmovido sinceramente. Pero lo que lo había enardecido no habían sido los ministerios espirituales de Whitefield ni los consejos prácticos que este les había dado sobre el servicio a los pobres, sino el fabuloso tamaño de la concurrencia.
Durante todo el camino de vuelta Franklin había estado contando mentalmente sus beneficios, sumando a cada paso que daba los porcentajes que le correspondían por la publicación de los sermones del ministro. Estaba pensando en ingresos, no en gastos. Y ahora esto. Un miedo inesperado le oprimió las entrañas y se volvió hacia la puerta del sótano. ¡El evangelio!
Franklin bajó corriendo los escalones que llevaban a la bodega hasta el escondrijo oculto en el suelo y la caja. Se puso de rodillas y escarbó en la tierra con las manos. Allí estaba. Alargó la mano hacia la caja. El evangelio de Judas. Arrancó la tapa. Aún estaba a salvo e intacto. Franklin exhaló un suspiro de alivio.
Franky, pensó. No te preocupes, ya voy.
Acarició el volumen, lo metió de nuevo en la caja y la introdujo en el agujero. Ya no faltaba mucho. Estaba trabajando en ello y estaba haciendo auténticos progresos. Y al cabo de una década, si no aflojaba el paso, habría obtenido los fondos que necesitaba para retirarse y el tiempo para dedicárselo a la investigación.
Pero ¿quién habrá hecho una cosa semejante?, reflexionó. ¿Quién habría irrumpido así en su casa?
Franklin volvió a poner la tierra con las manos desnudas y la estaba aplastando cuando oyó el grito de Deborah.
Se puso en pie de un brinco. Antes de que supiera siquiera cómo había llegado hasta allí, había subido la escalera y se hallaba en el último escalón. Dobló la esquina a toda prisa y corrió hacia la cocina cuando oyó que Deborah gritaba de nuevo. Pero no se la veía por ninguna parte. La cocina y la despensa estaban desiertas.
—¿Dónde estás? —exclamó. Dio una vuelta completa—. ¡Deborah!
—Aquí. En mi habitación.
¡Arriba! Franklin masculló una maldición, atravesó el vestíbulo como una exhalación, subió las escaleras y recorrió el pasillo que llevaba al dormitorio de su esposa. Deborah se hallaba al otro lado de la cama. Estaba blanca como una vela en el mar. Entonces lo señaló directamente.
—Ahí —empezó—. Estaba ahí mismo, donde estás tú ahora. Que Dios me ayude. Hace solo un momento.
Franklin giró en redondo y miró pasillo abajo. Estaba desierto. Entonces, al otro lado del rellano, atisbó una cara, aunque distorsionada y retorcida, más bien nublada, con una nariz larga y afilada, ojos negros como ala de cuervo y cejas negras. En el espejo. El espejo de la gran lente cóncava. El desconocido estaba justo a la derecha. ¡En el estudio!
Franklin se lanzó por el pasillo como un toro. Al detenerse ante la puerta sentía que la sangre le martilleaba en las sienes. ¡El desconocido había desaparecido! El estudio estaba desierto, lo habían registrado pero estaba desierto, sin duda. Solo se movían las cortinas. Entonces reparó en la ventana y los dos travesaños de madera que señalaban la parte de arriba de una escalera.
Franklin fue corriendo a la ventana. El hombre estaba a medio camino del suelo. Se estaba escapando. Era un hombre alto, con el cabello largo recogido con una cinta reluciente y un largo hábito negro.
Cuando llegó al suelo, el desconocido asió los dos lados de la escalera y la retiró. La escalera se balanceó en precario equilibrio, señalando el cielo, y se desplomó sobre el paseo, junto al herbario de Deborah. El desconocido alzó la vista. Estaba sonriendo. Aquellos ojos negros, las cejas negras y la mandíbula larga y afilada. Aquella barba negra desaliñada. Entonces lo saludó con la mano, se dio la vuelta riéndose y había recorrido medio patio de atrás antes de que a Franklin se le hubiera ocurrido siquiera gritar. Pero entonces ya era demasiado tarde. El desconocido se había esfumado tras el antiguo excusado y se había escabullido saltando la cerca del vecino.
Franklin salió del estudio y regresó al dormitorio de Deborah. Su esposa estaba sentada en la cama, con las manos en el regazo. Estaba llorando.
—Hala, hala —canturreó—. Ya se ha ido. —Se sentó junto a ella y le dio palmaditas en la espalda, como solía hacerle a Franky. Hacía mucho tiempo. Cuando su hijo tenía hipo—. No te preocupes.
—¿Quién… era?
—No lo conozco. Pero tengo mis sospechas.
—Seguro que era un lacayo de Bradford. O quizá un ladrón que buscaba objetos de plata.
—Ninguna de las dos cosas, señora Franklin —contestó—. Aunque me sorprendería mucho que Bradford no estuviera involucrado de alguna forma. No duerme bien desde que Spotswood le ordenó al sistema que me llevara los papeles. Al menos ahora que soy el director general ya no tengo que sobornar a sus cocheros.
—La culpa fue suya —repuso Deborah—. Era un contable descuidado. No se merecía ese puesto.
—Es posible, pero que yo se lo quitara… —Franklin se rió—. Qué afrenta. Su mayor rival.
Andrew Bradford era el otro impresor destacado de Filadelfia. Bradford tenía unos antecedentes intachables y el Mercury estaba de parte de la familia Penn y sus insidiosos gobernadores. Pero la Gazette de Pensilvania de Franklin, que decididamente era de clase media, apoyaba a la asamblea electa. Hacía apenas unos años, el diario de Franklin se había mostrado partidario de la reelección de Andrew Hamilton como representante en la asamblea. Franklin había llamado a Hamilton «el amigo de los pobres», mientras que el Mercury de Bradford lo había vituperado. En una ocasión, Hamilton había ayudado a Franklin a arrebatarle a Bradford ciertos contratos de impresión gubernamentales y cuando lo reeligieron nombró a Franklin funcionario de la asamblea. De modo que cuando el coronel Spotswood, el director general de las colonias, descubrió que las cuentas de Bradford no estaban claras le ofreció el puesto a Franklin a instancias de Hamilton. Ahora Franklin estaba considerando fundar la primera revista de las colonias para expandir su imperio editorial y no le cabía ninguna duda de que Bradford reaccionaría con otra oferta. Pero por qué iba a enviar a alguien para que asaltara su casa y le robara… ¿el qué?
Había muchas cosas tiradas, como si el desconocido hubiera estado buscando algo en concreto, pero parecía que no faltaba nada. Al menos a primera vista. ¿Lo habrían espantado antes de que se aventurase en la bodega?
No, pensó Franklin. No había sido Andrew Bradford, sino los amos que sostenían su correa. Había sido la familia Penn; en concreto, Thomas Penn. Y quizá también el otro perro, el padre de la Iglesia presbiteriana, Jedediah Andrews.
Franklin exhaló un suspiro. Pero ¿de qué servía que Deborah se preocupara? Ya tenía que soportar bastantes cosas.
—¿Por qué no te desvistes y te preparas para acostarte? —le sugirió Franklin, al tiempo que se levantaba.
—Debería ayudarte… —empezó a decir Deborah.
—No, descansa. No te preocupes, habrá que hacer muchas cosas mañana por la mañana. —Le puso una mano en el hombro—. A lo mejor vengo a hacerte una visita dentro de un rato. Intenta dormir.
Franklin cerró delicadamente la puerta a sus espaldas y se dirigió al rellano sin esperar una respuesta de su esposa. El hombre al pie de la escalera. Con los ojos oscuros y las cejas oscuras. Con aquella barba negra desordenada y el hábito.
Franklin se asomó al estudio. Todo estaba hecho un desastre. Hasta habían arrancado los cuadros de las paredes, habían desmontado sus inventos y habían abierto los cajones del escritorio y los habían arrojado al suelo. Se abrió paso cuidadosamente entre los escombros de su vida. Un hábito de clérigo, pensó.
Franklin ya se había enemistado con el padre de la Iglesia Andrews al apoyar a Sam Hemphill, el joven predicador irlandés. Ahora además había llegado a un acuerdo con el evangelista inglés Whitefield para la publicación de sus sermones. Pero no apoyaba a Whitefield solamente por cuestiones comerciales. Era porque, al igual que Hamilton, Whitefield era un populista, de modo que Franklin seguía desdeñando a la élite política y religiosa. Había que frustrar sus planes y mantenerlos a raya. Desde la engañosa «compra de la caminata» de Penn, los indios resentidos se habían arrimado a los franceses, que, según la red de agentes postales de Franklin, estaban construyendo fuertes de un extremo a otro del río Ohio, desde Luisiana hasta Canadá. Franklin creía que los colonos debían reafirmar su alianza con los indios antes de que los corsarios españoles y franceses atacaran a los pueblos del Delaware. Desamparados por el Gobierno, para defenderse mutuamente y proteger a sus esposas, sus hijos y sus propiedades, debían formar una alianza con poderes para reclutar a una milicia. Pero los cuáqueros no estaban dispuestos a financiarla debido a sus inclinaciones pacifistas y los Penn se resistían enérgicamente a que les cobraran impuestos por sus tierras.
Frustrado, a Franklin se le había ocurrido recientemente la idea de fundar una lotería para abastecer a cien compañías con cañones y pertrechos, aunque sin duda la idea de que una asociación privada de tenderos asumiera el derecho del Gobierno a formar y administrar un contingente militar resultaría demasiado radical. Los terratenientes no lo permitirían nunca. Movidos por la codicia y el resentimiento hacia la asamblea, vacilarían y retrasarían el debate hasta que hubiera pasado la ocasión de defenderse y Filadelfia hubiese ardido hasta los cimientos.
Franklin empezó a recoger los objetos desperdigados por el suelo del estudio. Apiló los papeles sueltos encima del escritorio. Amontonó los fragmentos de una botella hecha añicos y puso derechos el tintero y las plumas. Quién iba a salvar a los colonos, se preguntó mientras ordenaba sus posesiones, sino la gente corriente, los comerciantes, los tenderos y los granjeros. En aquel momento eran como los filamentos de lino que aún no habían formado una hebra: débiles e inconexos. Pero la unión les daría fuerza. Y suponía que ese era el motivo de que su casa y su estudio estuvieran en ruinas. El poderoso concepto que abrigaba. Si no podían contar con el apoyo de los ricos y poderosos terratenientes ante la amenaza de los franceses o los indios, los colonos debían hacer frente al desafío sin ellos. Sin los Penn. Sin el concurso de los gobernadores británicos. Sin el apoyo de la corona.
La cooperación entre las colonias no era sencilla, pero con el tiempo tendría que producirse. Después de todo, si las seis naciones de los iroqueses habían logrado una unión semejante, también se hallaba al alcance de una docena de colonias inglesas, sobre todo ante una necesidad tan apremiante. Para obtener dicha unión era preciso fundar un congreso nacional compuesto de representantes de cada Estado, en función de la población y la riqueza de cada uno de ellos. El rey podría designar al presidente general. El Gobierno general se encargaría de cuestiones tales como la defensa de la nación y la expansión hacia el oeste, mientras que cada una de las diversas colonias obedecería sus propias leyes y su propia constitución. Ese era el siguiente paso lógico…, pero las asambleas coloniales se resistirían porque aquello les arrebataba demasiadas prerrogativas y Londres trataría de debilitarlo por temor a que las colonias se unieran demasiado. Franklin temía que en definitiva la corona prefería que las colonias estuvieran divididas y se enfrentaran entre ellas, desempeñando su papel como fuente de materias primas, y que Gran Bretaña siguiera manufacturando mercancías y productos para exportarlos de nuevo a las colonias.
Penn sujetaba la correa. Había tratado de destruir o menoscabar a Franklin varias veces, pero siempre lo había hecho mediante agentes, a través de terceras partes, de forma indirecta. Cabía esperar que escogiera de nuevo la misma táctica. Jedediah Andrews estaba detrás del desconocido personaje alto de ojos oscuros y cejas negras. Franklin se encontraba seguro de ello. El hombre del hábito de clérigo.
Recogió el retrato de Franky. El lienzo permanecía intacto, aunque el marco se había astillado en la caída. Volvió a colgarlo en la pared. A continuación retrocedió un paso y miró a su hijo, con aquella sonrisa y aquellos ojitos lastimeros. Pero ¿qué tendrá todo esto que ver con el evangelio de Judas?, se preguntó Franklin. A menos que Penn se hubiera valido del evangelio como cebo. Meneó la cabeza. ¿Quién se arriesgaría a allanar la casa y desvalijarla por un antiguo texto gnóstico como ese?
Siguió limpiando el estudio. Cuando recogió todos los documentos, colgó de nuevo los cuadros en las paredes y montó lo mejor posible los inventos desmantelados; se había hecho tarde. El sol de junio se había puesto hacía mucho tiempo. Franklin encendió una lámpara, franqueó la puerta y se disponía a volverse hacia el dormitorio cuando reparó de nuevo en el espejo en el que había atisbado por primera vez el rostro del desconocido. Se detuvo y alzó la lámpara. Algo iba mal. Parecía que el espejo estaba rayado. Pasó una mano por el cristal. No, no estaba rayado. Tenía una capa de tiza blanca y jabón seco. Con forma de cruz. De cruz maltesa.
Con un estremecimiento, Franklin borró aquella silueta del cristal con la manga. De modo que los rumores que le había confiado el rabino eran ciertos. Andrews y Penn había hecho un pacto con los papistas. De ahora en adelante tendría que inventar un código nuevo y redactar los diarios de modo que nadie pudiera leerlos. Aquel símbolo, aquella cruz, era el símbolo de los caballeros, los hospitalarios de Malta. Andaban detrás de las logoi de Cristo. Hacía mucho tiempo, en una tierra muy lejana, habían extraviado sus palabras junto con el esquema de Judas. Ahora, casi dos mil años después, habían venido a reclamarlo.