Roma
Se decía que si se retiraban todos los adornos de tela, la iglesia Magistral de la Orden Soberana de Malta sería la única iglesia realmente blanca del mundo, decorada enteramente por dentro y por fuera con estuco de yeso blanco, sin mármoles de ninguna clase.
A medida que Lacey se acercaba a la entrada principal, reparó en una serie de embellecimientos sepulcrales de yeso, cráneos y antorchas cabeza abajo, motivos florales y animales. La fachada tomaba prestados elementos de diseño de numerosos estilos anteriores y presentaba el motivo recurrente de la serpiente. Lacey estudió aquellos intrincados grabados. La serpiente representaba tres cosas: los orígenes romanos de aquella zona, puesto que antaño la colina se había conocido como la colina de las Serpientes; la función hospitalaria de la orden, pues la serpiente era el símbolo de la medicina, como ilustraba el sello de Hipócrates; y el símbolo cristiano de la muerte… y la resurrección. Qué apropiado, pensó Lacey, mientras franqueaba la puerta.
La luz pareció intensificarse a su alrededor. Se reflejaba en aquellas paredes blancas como la nieve. La iglesia estaba desierta. Lacey enfiló el pasillo, inspeccionando los bancos mientras pasaba. Al verse delante del altar, se inclinó y oprimió una figura grabada en relieve en la piedra. El altar se deslizó quejumbrosamente hacia un lado, descubriendo una angosta escalera de piedra debajo. Lacey bajó corriendo los escalones mientras el altar se ponía de nuevo en su sitio.
Siguió descendiendo. Una bombilla alumbraba el angosto pasadizo. Al cabo de unos instantes atravesó una puerta al pie de los escalones que daba a una cámara estrecha y alargada que asimismo estaba enlucida con estuco blanco como la nieve. En el centro de la misma se alzaba un gigantesco sarcófago hecho de bianco de Carrara.
Lacey se dirigió al sarcófago de mármol. Este también ostentaba intrincados grabados que representaban escenas del Antiguo Testamento, sobre todo del Génesis. Reconoció a Eva alargando la mano hacia una manzana mientras la serpiente se enroscaba en el árbol. El arzobispo oprimió la manzana con el dedo gordo de la mano derecha y la tapa del cofre de piedra se abrió con un chasquido, emitiendo un sonido sibilante. Lacey la empujó y la cubierta se deslizó hacia un lado. Debajo se encendieron luces que revelaron una serie de cajas de treinta por sesenta centímetros, todas con una bien ajustada tapa de cristal.
Lacey se quedó sin respiración. Había estado allí en incontables ocasiones, pero la visión de aquellos códices no dejaba de sobrecogerle. Algunos tenían casi dos mil años.
Se inclinó hacia delante y escrutó las páginas de un texto iluminado. Se trataba de una versión renacentista de los apócrifos, desde el primer libro de Adán y Eva. «Y Dios le ordenó que habitase en una caverna en una roca, la caverna de los tesoros bajo el jardín», rezaba un pasaje en latín.
La mirada del arzobispo se dirigió al pie del pasaje, como si un movimiento del propio pergamino la hubiese atraído hacia aquella maraña de líneas, aquella extraña y compleja serie de rectángulos, círculos y cuadrados. Pero el pergamino estaba desgarrado y el dibujo partido en dos.
Lacey exhaló un suspiro. Alargó la mano hacia una de las paredes del sarcófago de mármol y extrajo un archivo de un estrecho compartimento. Lo abrió y sacó una fotografía. Se trataba de un primer plano de Savita Sajan. Llevaba pantalones de montar y estaba al lado de un semental negro, contemplando el cielo azul añil.
¿Será ella?, se preguntó Lacey. ¿Será la última de la línea?
Tenían que encontrar el evangelio de Judas. Era la clave de la máquina de Dios. Pero había que hacerlo con mucho cuidado, sin incidentes. Faltaban pocos días para la elección del Papa y no podían permitirse un nuevo escándalo. Lo que significaba que necesitaban la cobertura y el apoyo del Gobierno norteamericano y todos sus dispositivos de seguridad, la policía y la Agencia de Seguridad Nacional. Y aquello no iba a ser fácil.
Lacey suspiró de nuevo y devolvió la fotografía al archivo. La administración actual no tenía en mucha estima a la Iglesia católica debido a cierto asunto durante las últimas elecciones presidenciales, lo que significaba que Lacey tendría que forjar una alianza con el gallito evangelista de Thaddeus Rose, por mucho que aquello le desagradara. No había manera de evitarlo. Era necesario.
El arzobispo consultó su reloj. Es hora de irse, pensó. La hermana María Morena Díaz estaría esperándolo arriba, en los jardines.
El arzobispo Lacey conocía a la hermana María desde hacía tres años y medio. Le había llamado la atención después de que se hubiera visto implicada en un desafortunado robo con asesinato en Tuquerres, Colombia. María, a la que las pandillas habían dejado huérfana siendo niña, había sobrevivido ejerciendo la prostitución durante la adolescencia y más adelante, tras una dramática conversión, se había convertido en hermana franciscana de María Inmaculada. Pero la desgracia le había seguido los pasos, pues una noche, después de vísperas, se había topado con dos ladrones decididos a robar ciertas reliquias que se exhibían en la iglesia contigua al convento.
Al igual que muchas monjas de los peores barrios de la ciudad que los continuaban frecuentando durante sus labores cotidianas, la hermana María llevaba una pistola. Una Taurus. Una imitación brasileña barata del revólver Smith & Wesson. Cuando los ladrones hicieron caso omiso de sus súplicas de que se fueran, desenfundó la pistola y la empuñó. Uno de los ladrones, un hombre corpulento con una barba poblada, se había arrojado contra ella, pensando que aquella monja joven y hermosa no tendría cojones[7] para dispararle, solo para sentir que le volaban limpiamente la oreja izquierda. El otro ladrón se rindió al poco tiempo, pero juró que volvería. Y así fue. A los cuatro meses irrumpió en el convento y violó repetidamente a la joven monja en su celda hasta que, de un modo que esta nunca le había explicado satisfactoriamente a la priora ni al obispo, lo desarmó y le pegó un tiro en la cabeza.
La hermana María cayó en desgracia tras el asesinato, pero la historia llegó a oídos de Lacey de ese modo indirecto en el que a veces se transmiten las cosas, pasando de un informante a otro y de este al siguiente, como el canto de los gallos, y Lacey le había ofrecido a la joven monja colombiana una elección: quedarse con las hermanas franciscanas de María Inmaculada, donde se convertiría en una paria, volver a las calles o unirse a la orden de las damas de Malta, las colaboradoras de los caballeros. Insistió en que tenía habilidades que podía poner al servicio de la orden.
La hermana María echó una ojeada por encima del hombro, como si hubiera presentido la presencia de Lacey, mientras este se dirigía al patio de piedra. Era una mujer hermosa. El tradicional hábito de cuerpo entero azul marino y la túnica gris apenas contenían sus formas femeninas. Aunque mediaba la treintena, sus insondables ojos oscuros, la naricilla respingona, las facciones redondas y la corta estatura (apenas medía un metro y medio) le conferían un aspecto considerablemente más joven. Hasta que uno la miraba a los ojos.
El arzobispo alargó la mano al acercarse a ella y la hermana María se inclinó para besarle el anillo.
—¿Has tenido buen viaje? —le preguntó Lacey en español.
—Como siempre —contestó ella.
El arzobispo exhaló un suspiro. Decir que la hermana María era lacónica era quedarse corto. Era una monja de pocas palabras, pero lo que le importaba a Lacey eran sus actos. Estaba acostumbrado a aquel ritual. Solo había que tirarle de la lengua.
—¿Y cómo estaba nuestro amigo el obispo Muñoz?
—Excelencia, ¿acaso cree que necesito confesarme? —La hermana María se dirigió al borde del patio y bajó la vista. Una tenue sonrisa jugueteó en sus labios, enmarcados por el ribete almidonado de la toca.
—Hija mía, yo siempre estoy disponible para ti.
—De eso estoy segura —repuso la monja. Y entonces el relato afloró poco a poco. La hermana María se había reunido con el obispo brasileño en Sao Paulo, donde el prelado había favorecido la propagación de la teología de la liberación, sobre todo entre los desposeídos de la ciudad. Para el obispo Muñoz, Cristo había sido una figura política que había defendido los derechos de los pobres frente a la élite financiera y política. Muñoz había auspiciado poderosas alianzas con el Gobierno socialista. Era un hombre muy solicitado. Y a pesar de su aparente reluctancia, a pesar de sus falsas protestas, de algún modo la hermana María había conseguido seducirlo una noche en su celda del convento. Tal vez Muñoz fuera un hombre solicitado, pero era un hombre al fin y al cabo. María lo había desnudado poco a poco, le había cogido el miembro con la mano y lo había masajeado hasta que se había puesto erecto. Después lo había tendido sobre la cama y se había postrado de rodillas a sus pies.
—No me hacen falta los detalles escabrosos —objetó Lacey.
—Sí que le hacen falta —replicó ella—. Entonces me lo metí en la boca y me lo trabajé tal como me enseñaron en las calles de Tuquerres. Y cuando al fin se corrió y saboreé la sal de aquella comunión líquida me levanté, le di un abrazo y le apreté la cara contra mis pechos. Y mientras lo besaba le rodeé el cuello con las cuentas negras de mi rosario. Este que llevo puesto. Hasta que el último aliento se escapó de su pecho. Hasta que la lengua que había estado explorando mi boca hacía apenas unos instantes se asomó entre sus labios como una fruta podrida. ¿Era eso lo que quería, excelencia? ¿Era eso lo que quería oír?
Lacey miró a la mujercita que estaba a su lado. Estaba radiante a la luz de aquella cálida tarde romana. Le estaba sonriendo.
—Dominus noster Jesus Christus te absolvat —dijo Lacey—. Et ego auctoritate ipsius te absolvo ab omni vinculo excommunicationis et interdicti in quantum possum et tu indiges. —Hizo la señal de la cruz—. Deinde, ego te absolvo a peccatis tuis in nomine patris, et filii, et spiritus sancti. Amen.
La hermana María se rió.
—Me absuelve de la excomunión y el interdicto, en la medida de sus capacidades. Créame, excelencia, hará falta mucho más que su mano para redimirme. —A continuación contempló la ciudad a sus pies, el circo Massimo y el Foro que había más allá de este—. ¿Por qué me ha hecho venir? No era solo para que le contara lo de Muñoz, por mucho que le gusten mis historias. Estoy segura de que ya se había enterado de su fallecimiento.
Lacey asintió.
—¿Sabes por qué me gusta esta ciudad? —le preguntó mientras seguía su mirada—. ¿Por qué me siento como en casa en ella?
La hermana María no dijo nada.
—No es porque Roma sea el centro del mundo. Me temo que ese glorioso pasado hace mucho que se extinguió. Los carros han dejado de correr —añadió, señalando hacia abajo—. Y tampoco es porque Roma sea el centro de la Iglesia católica. Puede que el Papa viva aquí, pero el equilibrio de poder está cambiando. No —continuó—. Es porque Roma está en el centro del tiempo. Aquí uno puede sentir la verdadera falta de significado de la dimensión temporal. Aquí uno puede entender que cada acción, así como el agente que la realiza, no son más que un eslabón en la larga cadena de la fe.
La monja guardó silencio.
—Han encontrado algo —prosiguió Lacey—. En Filadelfia, la ciudad del amor fraternal. Algo que puede asestar un tremendo golpe a la Iglesia. Tal vez un golpe insuperable en esta época de enfrentamientos con Suleimán. Quiero que lo recuperes. Es una tarea que requiere tus habilidades especiales.
—¿Todas ellas? —quiso saber la monja.
—Las que hagan falta, hija mía. Y que la pasión de nuestro Señor Jesucristo y las virtudes de la santa virgen María y de todos los santos te perdonen los pecados y te concedan la gracia y la recompensa de la vida eterna, sean cuales sean las buenas obras que realices o las maldades que hagas.