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Roma, Italia

El arzobispo Damian Lacey estaba sentado en el despacho de la calle de la Posta, ante la plaza de San Pedro de Roma, repasando la selección definitiva de hojas de cálculo que acabarían en el informe anual del Istituto per le Opere di Religione (IOR), conocido comúnmente como el banco del Vaticano. Se trataba de una cámara espaciosa con un techo de seis metros de altura y paneles con escenas bíblicas en las paredes. El arca de la Alianza. La torre de Babel. La expulsión del jardín del Edén. El arzobispo trataba de mantenerse ocupado. Ya había examinado aquellos documentos varias veces. Lacey era un contable adjunto, el responsable de escrutar el informe definitivo. Pero aquella mañana había recibido noticias sobre el deterioro de la salud del Papa y las informaciones de sus fuentes no eran buenas. Se había puesto en marcha un poderoso movimiento para elegir a un pontífice del tercer mundo con el fin de reflejar la pujanza de la creciente población católica en el sur. El candidato de Lacey, un adusto cardenal alemán de Stuttgart, le iba a la zaga. Y ni siquiera habían recibido aún las votaciones de Latinoamérica.

Lacey apretó el botón de «Enviar» y se puso en pie. Se dirigió a las ventanas que daban a la calle Salita del Giardino. Un haz de sol de junio atravesó los cristales, iluminando su rostro a medida que se acercaba, pero sus rasgos no se aclararon. Era un hombre oscuro, de ascendencia irlandesa; un irlandés moreno. En los cócteles le gustaba decir que el ascenso de Dublín a Roma había sido una especie de vuelta a casa mediterránea. Después de todo, se creía comúnmente que los morenos irlandeses eran descendientes de los náufragos de la Armada Invencible de Felipe II, que el viento había desviado durante la invasión española de Inglaterra en 1588. Arrojados contra las abruptas costas de Irlanda, se habían casado con las mujeres locales, añadiendo aquella veta olivácea al acervo genético, así como la ferviente creencia en el catolicismo. Achaparrado y grueso, con los ojos de color esmeralda y una cabeza que parecía demasiado grande para sus hombros, Lacey contempló la calle. Allí estaba el Mercedes negro. Es hora de irse, pensó. Su trabajo nocturno lo esperaba.

El chófer recorrió a toda prisa la calle de Porta Angelica, atravesando la plaza de San Pedro, que estaba atestada de turistas, y el Borgo Santo Spirito en dirección al río. Había un atasco en la calle de los Penitenzieri. El Mercedes negro serpenteó entre los vehículos, tratando de abrirse paso, hasta que enfiló la Lungotevere como una exhalación. A la izquierda, el río despedía destellos a la luz vespertina como una franja de cobre caliente, y Lacey pensó en Dublín, la ciudad en la que se había criado, su hogar. Hacía años que no iba, pero lo cierto era que no la echaba de menos. Ahora solo estaba en paz en Roma. La Ciudad Eterna. Cuántos milenios, se preguntó, habría discurrido el Tíber a lo largo de aquel camino, a través de aquel valle.

El Mercedes cruzó el río por el puente Palatino y dobló apresuradamente el parque de Sant’Alessio. Entonces apareció ante sus ojos el circo Massimo, un extenso campo detrás de la colina Palatina, la pista de carreras de carros en la que antaño doscientos mil espectadores habían aplaudido a los pilotos. Y más allá de este se hallaba el Foro, el templo de Cástor y Pólux, con aquellas raquíticas columnas blancas.

Dentro de algunas semanas, tal vez días, el Papa polaco habría muerto y habrían designado a un nuevo pontífice para sucederlo. Y mientras el Occidente cristiano hacía frente a los ataques sin precedentes del Oriente islámico, se libraban afanosas disputas entre el norte y el sur, entre las iglesias establecidas y conservadoras de Europa y Norteamérica y las confesiones que habían proliferado en el hemisferio sur, con sus liturgias locales y sus extremistas posturas políticas.

Lacey observó las tres columnas que quedaban en pie de la casa de las Vestales, que antaño había sido la sede de las vírgenes que mantenían encendida la llama sagrada en el contiguo templo de Vesta. Y justo encima del borde, en lo alto de las columnas, se hallaba el arco de Tito, construido en el año 81 después de Cristo en conmemoración de las victorias militares de Tito y Vespasiano contra Jerusalén y la destrucción del templo.

La ciudad saqueada había languidecido en ruinas durante sesenta años, hasta el segundo levantamiento de Bar Kojba, cuando los judíos se dispersaron por los confines de la Tierra. Palestina había caído ante los persas, solo para que los cristianos volvieran a conquistarla en el año 629 y la perdieran de nuevo en el 638. De mano en mano, como un peón en una eterna disputa entre Oriente y Occidente, musulmanes y cristianos. Hasta 1099, cuando los cruzados cristianos liberaron Jerusalén. Y así había florecido durante cien años, bajo la protección de los caballeros guerreros, hasta que Salah ad-Din, sultán de Egipto y Siria, volvió a capturarla y la convirtió nuevamente en un centro sagrado islámico. De mano en mano. De mano en mano. No cambiaba nada.

El Mercedes negro surcó la calle de Santa Sabina, remontando las laderas de la colina Aventina hasta la plaza de los Cavalieri di Malta. Había dos niños jugando al fútbol en la calle. El sedán se detuvo y el arzobispo Lacey se apeó ante las enormes puertas cerradas del priorato. Un gato negro con las zarpas blancas se paseaba en silencio.

Lacey estaba al tanto de que casi todas las guías turísticas recomendaban echar un vistazo a través de la cerradura para atisbar la cúpula de la basílica de San Pedro perfectamente enmarcada, y extrañamente cercana a pesar de la gran distancia, como si la polución de la metrópoli hiciera las veces de lente. Pero Lacey no se molestó en mirarla. Ya la había visto antes. Sabía lo que habitaba dentro de ella. Era la sede de la Orden Militar y Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta, comúnmente conocida como los caballeros hospitalarios. Los caballeros de Malta.

Fundada en Jerusalén en 1080 por san Gerard, la orden nació originalmente para proporcionar atención y alivio a los pobres peregrinos que llegaban a Tierra Santa. Más adelante, tras la conquista de Jerusalén, el grupo se convirtió en una orden militar católica y sus funciones se diversificaron, proporcionando una escolta armada a los peregrinos en ruta. Aquellas escoltas acabaron convirtiéndose en un numeroso contingente y junto con los caballeros templarios, que se habían formado en 1119, la orden maduró, transformándose en uno de los grupos cristianos más poderosos de la región. La túnica negra con la cruz blanca se convirtió enseguida en un símbolo poderoso y temible en la mente de los musulmanes.

A mediados del siglo XII la orden estaba claramente dividida entre hermanos militares y los que trabajaban con los enfermos. Asimismo disfrutaba de asombrosos privilegios. Los caballeros no estaban sometidos a ninguna autoridad excepto la del Papa y no estaban obligados a pagar el diezmo. Con el tiempo, el creciente poderío del islam acabó expulsando a los caballeros de sus baluartes tradicionales. Tras la caída del reino de Jerusalén se establecieron en la isla de Rodas.

En 1312, los caballeros templarios se disolvieron y buena parte de sus propiedades pasaron a manos de los hospitalarios, conocidos en ese momento como los caballeros de Rodas, la orden se vio obligada a convertirse en un contingente más militarizado y enfrentarse con más frecuencia a los temidos piratas bárbaros. En el siglo XV hicieron frente a dos invasiones, una del sultán de Egipto y otra del sultán otomano Mehmed II, tras la caída de Constantinopla. Más adelante, en 1522, cuatrocientas naves a las órdenes del sultán Suleimán transportaron a la isla a doscientos mil hombres, que se enfrentaron a un contingente de apenas siete mil caballeros a las órdenes del gran maestre Phillipe Villiers de L’Isle-Afam. El asedio duró seis meses brutales. Al final, permitieron que los supervivientes se fueran de Rodas y la orden, lo poco que quedaba de ella, se retiró a Sicilia.

Después de siete largos años de trasladarse de un sitio a otro, los caballeros se establecieron definitivamente en la isla de Malta, cuando el santo emperador romano, el rey Carlos I de España, les otorgó Malta, Gozo y Trípoli como feudo permanente a cambio del impuesto anual de un halcón de Malta.

En 1565 Suleimán reunió nuevamente a una numerosa fuerza invasora para expulsarlos. Pero los otomanos fueron derrotados. En el punto álgido, el ejército turco contaba con unos cuarenta mil hombres, de los que apenas quince mil regresaron a Constantinopla, mientras que seiscientos caballeros se quedaron custodiando las murallas.

Tras la victoria cristiana sobre la flota otomana en la decisiva batalla de Lepanto, continuaron atacando a las naves piratas y musulmanas y la base de los caballeros se convirtió en un centro del tráfico de esclavos. Hacían falta un millar de esclavos para tripular las galeras de la orden. Los esclavos perecían en gran número para mayor gloria de Dios.

Los caballeros prosperaron durante doscientos años, pero debido al auge del protestantismo la orden perdió apoyos en Europa y su influencia menguó paulatinamente. En Francia estalló la revolución en 1789 y de la noche a la mañana se agotó una considerable fuente de ingresos. Napoleón capturó el baluarte mediterráneo de Malta durante su expedición a Egipto. La orden continuó existiendo, aunque terriblemente mermada. Algunas naciones les ofrecieron cobijo y el zar de Rusia acogió a un gran número de caballeros en San Petersburgo. Pero a principios de la década de 1800 la orden se había visto gravemente debilitada a causa de la pérdida de sus prioratos. Su suerte no cambió hasta que el Papa León XIII designó a un nuevo gran maestre. Con el tiempo, los caballeros establecieron una nueva sede en Roma, en la cumbre de la colina Aventina.

El arzobispo Lacey se dirigió a las puertas y tironeó de la cadena. En alguna parte, en las profundidades del otro lado, sonó una campana. La Orden Militar Soberana de Malta (o OMSM) era única desde el punto de vista legal, político e histórico. Lacey sabía que al otro lado de aquellas puertas había otro Estado soberano dentro de las fronteras de Italia, al igual que San Marino y la Ciudad del Vaticano. Lo presidían el actual príncipe y gran maestre, fra Andrew Bertini, que desempeñaba las funciones de jefe de Estado, y los diez altos oficiales del Consejo Soberano y la Sección General. La OMSM tenía derecho a regirse según sus propias leyes y a intercambiar embajadores con otras naciones. De hecho, los caballeros mantenían relaciones diplomáticas con casi ochenta países. La orden emitía sus propios pasaportes (Lacey llevaba uno) y tenía un emblema propio, la cruz de Malta. Y era un observador permanente en la Asamblea General de la ONU.

Las puertas se abrieron. Una mujer de mediana edad vestida de negro bloqueaba la entrada. El arzobispo le dijo algunas palabras, le estrechó la mano de una forma especial y ella le indicó que pasara. Con un solo paso, Lacey salió de Italia y se adentró en los elegantes jardines de la Orden Militar Soberana de Malta. Recorrió un pasillo de árboles impecables que dirigían la mirada hacia una vista perfectamente enmarcada de la cúpula de la basílica de San Pedro. A la izquierda se extendían arbustos podados que habían dispuesto con puntilloso cuidado de manera que creasen diseños simétricos en forma de pasarelas entre ellos. Cuando entró en el patio contempló la vista de la ciudad. Sabía que en el pasado el territorio del gran magisterio había sido mucho más extenso. Pero a medida que se habían modificado las funciones de la orden y Roma se había expandido los caballeros habían reducido su presencia y ahora compartían la cumbre de la colina con otras comunidades religiosas.

Hoy, que el mundo supiera, las actividades de la orden eran sobre todo caritativas, como las misiones médicas y de servicios sociales en el este y el oeste de Europa, América del Norte y Latinoamérica, así como en toda África, Oriente Medio y Asia. Regentaban hospitales, clínicas, residencias de ancianos y enfermos terminales, talleres para discapacitados y centros de rehabilitación, reinserción y acogida a refugiados. El grupo había tenido más de diez mil miembros, más de setenta mil voluntarios permanentes, un millón de donantes regulares y nueve mil empleados. En total, la orden ayudaba a más de quince millones de personas en todo el mundo, con contribuciones que se estimaban en setecientos millones de dólares. Ese era el trabajo nocturno del arzobispo. Además del trabajo en el banco del Vaticano, Lacey era el encargado de gestionar las finanzas de la orden. Y, por supuesto, también tenía otros deberes. Deberes como el que estaba a punto de cumplir.