Filadelfia
El padre Patrick O’Toole estaba sentado en un oscuro confesionario de Santa Juana de Arco, en Atlantic y Frankford, en el norte de Filadelfia, a la espera del siguiente confesante, mientras pensaba en Abby Lindsborg, la directora adjunta del Ministerio de Jóvenes Adultos. La asistencia a la iglesia estaba menguando y O’Toole estaba planteándose celebrar un festival de música de bandas juveniles con el fin de atraer a nuevos miembros. A Abby le había encantado la idea.
«Vaya, menuda idea», había comentado inclinando la cabeza hacia un lado, con esa hermosa sonrisa que tenía, el cabello castaño de duendecillo y sus gafitas. Y él había experimentado de nuevo aquella maldita sensación, aquel bienestar, aquella inoportuna turbación que, hiciera lo que hiciera, parecía que nunca acababa de disiparse. «Vaya, menuda idea», había dicho, y después le había sonreído.
Menuda idea, reflexionó el sacerdote.
Si quería recaudar el dinero suficiente tendría que darse prisa. Las cosas iban mal en la parroquia. Parecía que cada dos días cerraba otra iglesia de la diócesis.
Se abrió la pantalla del confesionario. Un joven alto y calvo con la cabeza pequeña apareció en el marco, oculto apenas por la delgada pantalla de nailon. Llevaba un pendiente en la nariz.
—Perdóneme, padre, porque he pecado —empezó—. Han pasado… tres semanas desde mi última confesión.
—Adelante —dijo O’Toole.
—Estos son mis pecados. He sido infiel a mi nueva novia, Miranda. No sé cómo pasó. Estaba en una fiesta. Estaba tranquilamente, a mi bola, cuando vino una vieja amiga y…
Todo había sido un desastre desde 1998, pensaba O’Toole, cuando el National Catholic Reporter reveló que el antiguo cardenal de la diócesis, Anthony Bevilacqua, había destinado cinco millones de dólares a la renovación de su mansión, una villa en la costa y otras propiedades personales. Los parroquianos se indignaron tanto que se echaron a las calles con pancartas que representaban a Bevilacqua como Darth Vader. O’Toole se estremeció al recordar las airadas confrontaciones, las maldiciones y las burlas estridentes. Después habían traído a un nuevo arzobispo, de Los Ángeles, precisamente, y lo habían nombrado cardenal.
—Y supongo que no me di cuenta y me olvidé de tirar el condón, y ella lo vio.
—¿Algo más? —preguntó O’Toole, esforzándose por prestarle atención.
—El otro día encontré una cosa y me parece que la he robado.
—Continúa.
—Un libro viejo en la obra que estoy haciendo en la calle Market. Se lo entregué a Wilson, el jefe de la obra, y dijo que iba a dárselo a Larry Thompson, el conservador. Del parque de la Independencia. Trabaja para el Servicio de Parques Nacionales. Pero lo he visto esta mañana y me ha dicho que Wilson no le ha dado nada. Me parece que piensa venderlo. No me parece justo, padre.
—¿Qué libro es ese? —dijo el sacerdote.
—Es una especie de diario. Pensábamos que a lo mejor era de Ben Franklin. Wilson y yo. Tiene su firma y todo. Le aseguro que parecía auténtico. Y había algo raro escrito dentro, una especie de código…
En realidad, pensó O’Toole, probablemente el cardenal Justin Rinaldi estaba haciendo todo lo posible. Parecía que tenía buen corazón. Al menos lo estaba intentando. ¿Y qué otra cosa podía hacer para contrarrestar las fuerzas sísmicas de los escándalos financieros y sexuales que actualmente salpicaban a la Iglesia católica y romana de Norteamérica?
Hacía poco tiempo, dos antiguos fiscales, que habían colaborado en la investigación judicial de los abusos sexuales del clero, le habían mandado una carta al cardenal Rinaldi acusando a la archidiócesis de Filadelfia de no haber abordado seriamente el problema. Por toda la ciudad se decía «Sodomizado y violado»,[6] en referencia a dos de los sacerdotes acusados, Brugger y Bolesta. Entretanto, las parroquias locales languidecían. Y con ellas, la estancada carrera de O’Toole.
—El evangelio de Judas.
—¿Qué es lo que has dicho?
—El evangelio de Judas.
—¿Qué le pasa?
—Eso era lo que estaba escrito en el diario. Las únicas palabras que leí que tenían sentido. Y al lado estaban las mismas palabras en hebreo y griego. El resto estaba en código.
—¿En hebreo? ¿Estás seguro?
El padre O’Toole se incorporó en el oscuro confesionario y se inclinó un poco más hacia la pantalla.
—Es lo que dijo Wilson. ¿Por qué?
—Podría decirnos cuántos años tiene. ¿Y estás seguro de que se trataba del diario de Ben Franklin?
—Parecía su firma, desde luego. Lo he comprobado en internet. Además, el evangelio de Judas es una especie de texto herético.
—¿Por qué iba a hablar Franklin del evangelio de Judas?
—No lo sé. —El joven se encogió de hombros.
—Franklin era masón. ¿Y en hebreo? Eso significaría que… —El padre Patrick O’Toole sintió que la oscuridad descendía sobre él—. ¿Qué más? —quiso saber.
—Le he mentido a mi amigo Tony. Le dije que iba a salir el jueves, pero cuando al fin llegó el jueves, no me apetecía…
Me siento viejo, pensó O’Toole. Le parecía que habían absorbido el aire del minúsculo confesionario. No podía soportarlo. Se estaba ahogando en las tinieblas.
El joven siguió farfullando acerca de sus insignificantes pecados. Cuando al fin terminó, O’Toole lo absolvió y lo despachó con una docena de avemarías y dos docenas de padrenuestros. Con el pulso acelerado, el sacerdote cerró el panel que ocultaba la pantalla y salió a la nave por la puerta lateral, dirigiéndose a toda prisa al fondo de la iglesia, dejando atrás los bancos del coro. Apenas pasaban de las ocho de la mañana. Si se daba prisa podía llamar por teléfono al obispo antes de que este fuera a la misa de mañana.
O’Toole se detuvo en seco. No, el obispo no, se dijo. Era un asunto para el cardenal en persona. Si estaba en lo cierto, si de alguna forma Franklin se había apoderado de un texto gnóstico, y si el padre Patrick O’Toole era el que lo revelaba, sería imposible que el obispo denegase la propuesta de las bandas juveniles. Este año. Otra vez. Una repentina visión de Abby Lindsborg inundó sus pensamientos. La directora adjunta del Ministerio de Jóvenes Adultos estaba sentada en el borde del escritorio del despacho de la iglesia, delante de él. Llevaba una blusa de seda en tono marfil y se estaba inclinando hacia él, con el botón del cuello desabrochado…
¿En qué estaba pensando? O’Toole se detuvo ante el altar, junto a las velas votivas rojas, y alargó la mano. Las llamas le lamieron la piel. Quemaban. ¡Quemaban! Apartó bruscamente los dedos.
Con la Iglesia dando tumbos de escándalo en escándalo, con crecientes divisiones entre el norte y el sur, con las antaño fieles congregaciones trasladándose a las nuevas iglesias evangelistas, con el Papa cada vez más enfermo, con el aumento de los gastos y la disminución de los diezmos… después de dos mil años, aquella noticia sobre el evangelio de Judas no podía haberse desvelado en peor momento.