8

Los Ángeles

Desde ese ángulo, Michael Rose se encontraba en una posición perfecta para mirarse el pene mientras lo introducía en la prostituta negra que estaba a cuatro patas en la cama delante de él. Michael, un hombre fornido de treinta y tantos años, con el cabello rubio y ralo, gruesos labios rojos y ojos azules transparentes, la montó repetidamente, cuidándose de que no se cayera el espejo que se hallaba en precario equilibrio en la espalda de la muchacha.

—«Andaos con cuidado para que nadie os engañe» —declamó mientras tomaba el billete enrollado que había depositado en el cristal. Un franklin. Un billete de cien—. «Pues muchos acudirán en mi nombre… Os hablarán de guerras y rumores de guerras… Las naciones y los reinos se levantarán los unos contra los otros.» —Se metió el billete enrollado en la nariz. A continuación, con cuidado para que el pene no se resbalara fuera de la chica, esnifó una raya—. «Habrá hambrunas y terremotos en muchos lugares». —Se estremeció, le dio un empellón y eyaculó con un gemido—. «El sol se oscurecerá y la luna no dará luz…» ¡Di amén! —Y le dio un cachete en el culo.

—¡Amén! —obedeció la joven, con el rostro apretado contra las sábanas.

—«Las estrellas caerán del cielo y los cuerpos celestiales temblarán.» ¡Di amén!

—¡Amén!

Michael abandonó el cuerpo de la muchacha y se desplomó sobre la cama. Esnifó los restos de droga que se habían alojado en la aleta de la nariz. Observó a la chica mientras esta alargaba la mano hacia el espejo, lo depositaba delante de ella y esnifaba una raya.

—Y bien —le preguntó Michael—, ¿por qué hemos de estudiar el fin de los tiempos?

La muchacha tenía apenas dieciocho años, probablemente menos, se convenció. Se hacía llamar Blue, tal vez debido al maquillaje que llevaba. Tenía la piel reluciente de sudor y Michael se dio cuenta de que llevaba una tachuela en la nariz. Se había recogido el pelo en trenzas adheridas al cráneo.

—Para conocer a Jesús —respondió ella—. Para prepararnos. Y…

—¿Y qué? —replicó él.

—Porque cuando llegue nos traerá una recompensa.

—Así es, Blue. Estoy muy orgulloso de ti. —Alargó la mano hacia la mesilla de noche que había junto a la cama y cogió una cartera de piel de cocodrilo—. Los apóstoles conocían un gran secreto, un secreto divino. Cuando el rey Jesús vuelva nos traerá una recompensa en función de la vida que hayamos vivido. Así que toma —añadió—, será mejor que cojas esto. —Le entregó otro billete de cien dólares. Después se dio la vuelta para levantarse de la cama. Inclinó la cabeza hacia un lado, estirando el cuello hasta que este emitió un audible chasquido. Se dirigió a la ventana.

Desde aquel elevado punto estratégico en las colinas de Hollywood, más allá de la piscina y las canchas de tenis, más allá de la cabaña y el invernadero, divisaba toda la extensión de la superficie contaminada de Los Ángeles. Parecía que la autopista estaba congestionada. Si no se marchaba enseguida llegaría tarde al sermón. Y eso, reflexionó con un suspiro, no le sentaría bien a papá. Entonces sonrió. En fin. No tenía tiempo para ducharse.

El Palacio de Oraciones había sido antaño el hospital Madre de los Ángeles, que ocupaba unas cuatro hectáreas, situado a unos tres kilómetros al oeste de Los Ángeles y otros tantos de Hollywood. Se trataba de una instalación de más de cien mil metros cuadrados, con más de mil habitaciones en nueve edificios en el campus del Consejo Mundial de Iglesias (CMI). Una media de dos millones y medio de conductores a la semana veían el impresionante edificio de catorce pisos que albergaba el Palacio de las Oraciones.

El padre de Michael, el insigne Thaddeus Rose, había comprado aquella finca hacía tres años. Rose padre había sido el primer pastor de la Iglesia Mundial de Cristo de Fénix, con sede en Arizona, la iglesia que más había crecido en la historia de Estados Unidos. Con una asistencia media de más de quince mil personas a la semana, la megaiglesia de Fénix había celebrado acontecimientos al aire libre ante más de veinticinco mil fieles y desde el domingo de Ramos hasta el domingo de Pascua la congregación ascendía a más de ciento cincuenta mil. Además, Rose había sido el responsable de la creación del programa de radio El corazón de la familia, así como del Consejo de Investigación de El Corazón de la Familia, un lobby con sede en Washington, quizá la organización de la derecha cristiana más poderosa del país. Como recompensa por aquel considerable éxito, la sección del sur de California del CMI le había sugerido que fundara el Palacio de las Oraciones en Los Ángeles. Y al cabo de apenas tres años ya contaba con más de doce mil parroquianos, humillando a aquella monstruosa megaiglesia de Crystal, en el condado de Orange.

Pero todo ese éxito, se dijo Michael mientras entraba en el aparcamiento conduciendo un Infiniti gris perla, toda la gloria del padre, los elogios y las lisonjas, el dinero y la fama, era suyo, lo había obtenido con el sudor de la frente del hijo. Hasta el momento, Thaddeus ni siquiera sabía navegar por internet. Era Michael quien había expandido el programa de radio. Era Michael quien había producido la primera emisión televisiva del CMI, que ahora estaba disponible en más del noventa por ciento de los hogares norteamericanos, así como en más de veintiséis naciones extranjeras; aunque Thaddeus lo presentara. Era Michael quien había abogado por la creación de una página web. Había concebido una exitosa campaña de correos electrónicos, la compra de palabras clave y los sistemas que daban soporte a los más de cuatrocientos ministerios de asistencia. Era Michael quien se había relacionado con el Comité Nacional Republicano mediante los Consejos de Política de El Corazón de la Familia y quien había trabajado con tanto ahínco para el partido republicano durante la última campaña presidencial. Y no obstante, por mucho que lo intentara, hiciera lo que hiciera, Michael siempre era Thaddeus júnior. El hijo.

Michael oprimió el botón de la llave del coche y el Infiniti emitió un pitido.

El seguidor.

Se llevó la llave a la cara y se olió la mano. Sus dedos todavía olían a Blue.