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Point O’Woods

Isla de Fuego, Nueva York

Koster volvió a la habitación de invitados, deshizo la maleta y escogió una camisa de algodón. Se trataba del mismo dormitorio confortable en el que siempre se hospedaba, con una cama con dosel con encaje blanco cosido a mano. Las paredes estaban festoneadas con cuadros de paisajes, entre los que se contaba una onírica representación de Venecia en un rincón. De pronto, Koster cayó en la cuenta de que era un Monet auténtico. Lo había visto muchas veces y lo había admirado, pero jamás se le había ocurrido que se trataba de la obra de un maestro, teniendo en cuenta que lo habían colocado en un rincón como si fuera una ocurrencia de última hora.

Aquello era propio de Nick Robinson. ¿Para qué hablar, excepto en murmullos? Cuando Koster había cumplido trece años, mientras sus padres estaban de gira en el extranjero, había encontrado un ordenador Lisa delante de la puerta, sin una tarjeta siquiera. Nick. El padre de Nick le había ayudado a bordar la entrevista en el MIT. Nick había colaborado para que se hiciese con el puesto en McKenzie & Voight. Le había presentado a Priscilla, aunque aquello no había durado. Y luego a Becky, la consultora de IT. Koster, por otra parte, no había sido un amigo excelente, aunque a su manera lo había intentado. Pero en raras ocasiones tendía puentes o se tomaba la molestia de hacer planes. De modo que Nick Robinson se había encargado de llamarlo periódicamente, cada dos o tres semanas, invitándolo a fiestas, exposiciones o aperturas.

Koster tenía algunos amigos en el trabajo. Pero todos estaban casados y Koster se encontraba incómodo siendo el tercero en discordia en todas las ocasiones. Los arquitectos solteros eran mucho más jóvenes que él. Koster pertenecía a algunos clubes de matemáticas en los que había desarrollado relaciones fuertes. Por desgracia, su mejor amigo vivía en Moscú. Jugaban al ajedrez vía Skype una vez a la semana. Había otro que daba clases en la Universidad de Míchigan en Ann Arbor.

Koster se cepilló los dientes en el cuarto de baño y se aseó mientras se miraba atentamente la cara, tratando de acordarse del hombre del espejo.

Robinson estaba en lo cierto. Necesitaba un descanso. Por mucho que dijera que le encantaba su trabajo, en los últimos tiempos se había estancado. Se habían agotado los destellos de clarividencia que tanto amaba, en los que el plan entero se aclaraba de repente. Presa del pánico, a medida que la pasión se disolvía como una píldora en sus entrañas, se aferraba a los detalles más nimios de los proyectos, hasta el punto de que los ingenieros siempre se quejaban de que hacía todo su trabajo. No podía abstraerse de los diseños. Por si alguien había pasado algo por alto. No hasta que hubiera acabado, hasta el enésimo detalle, toda la instalación eléctrica, todas las especificaciones.

—Sal —lo había instado Nick una noche, mientras compartían una comida rápida en el Village—. Encuentra a una chica y acuéstate con ella. Estás demasiado tenso. —Y Koster lo había intentado. Había salido con varias mujeres a lo largo de la última década, más o menos. Una directora de banco. Una representante de ventas. Y Becky, la consultora de IT. Lo había intentado. En una ocasión, durante nada menos que siete meses. Pero había abordado aquellas aventuras con la misma atención puntillosa que dedicaba a sus proyectos profesionales. Se perdían en los detalles. Se deshacían, como un hermoso lazo, mientras Koster forcejeaba con el nudo.

Koster se puso la camisa y una americana y fue al vestíbulo, donde lo esperaban Nick y Theresa. Su hijo Sean se reuniría con ellos en el club. Robinson llevaba una impecable prenda de cachemira gris marengo sobre una arrugada camisa blanca y Theresa un vestido de colores con los hombros al aire, un muumuu[5] de aire retro de los años cincuenta.

Se dirigieron a la casa club. La mayoría de los invitados se habían congregado en la cubierta, bebiendo champán, sosteniendo cócteles, engullendo tostaditas triangulares de cangrejo y gambas, hamachi y sevruga. Koster no tardó en encontrarse solo en un rincón, observando a la concurrencia.

Una modelo estaba hablando de representantes con una amiga. Las comisiones la estaban matando. Su agente era un monstruo chupasangre. Un empresario de internet estaba discutiendo sobre arte con un comentarista de la radio. El nuevo gobernador de Nueva York charlaba ociosamente con el productor de un reality show televisivo llamado sencillamente Venganza. Y Nick y Theresa revoloteaban como ruiseñores de una persona a la siguiente, dejando una estela de risas a su paso.

Cuando se sentaron a la mesa, Koster estaba muriéndose de hambre. Ya había calculado, con cierto grado de certidumbre, el valor en efectivo de las joyas que ostentaban los invitados: unos 12,3 millones de dólares, unos cuantos cientos de miles arriba o abajo. Había contado todas las hebras, las cadenas y las piedras preciosas y semipreciosas, empleando una variable estándar para el tamaño medio del quilate y un sencillo algoritmo matemático. A continuación había calculado el número de cabellos que tenían en la cabeza los invitados de pelo castaño, aunque no cesaban de aparecer y desaparecer de su vista, de modo que le costaba llevar la cuenta, a pesar del baile de los dedos en el borde de la copa de vino.

El aire nocturno había refrescado cuando la fiesta se trasladó al comedor principal. Koster tomó asiento en una mesa junto a una joven estrella de cine llamada Roberta Hachette, una rubia con un acento indescifrable y un busto misterioso. Al principio parecía que las cosas iban bien. Charlaron cordialmente durante el salmón escalfado con salsa holandesa. Hasta que ella descubrió a qué se dedicaba y se aburrió de repente. Cuando sirvieron el pollo, encontró mucho más fascinante al hombre que se hallaba al otro lado del centro de mesa, que tenía cierto interés en el desarrollo de los medios de comunicación, era una especie de inversor. De modo que Koster alternó con la viuda de Point O’Woods, que estaba a su izquierda, pero esta se lamentaba amargamente de la chusma que se veía en Manhattan en los últimos tiempos.

—Despeinados —repetía sin cesar—. ¿Sabía que su peinado puede determinar su futuro?

Koster asintió y contestó:

—Cinco millones.

—¿Perdone? —Ella miró por encima de las gafas.

—El número aproximado de cabellos que se ven en las cabezas de esta habitación desde donde estamos sentados. Sin contar al servicio.

Esperaron en silencio a que sirvieran el postre. Al cabo de un rato, mientras algunos invitados deambulaban de un lado a otro, estirando las piernas o visitando a amigos en las mesas vecinas, Koster se excusó para dirigirse a las puertas correderas. Ya había algunos invitados fumando en la cubierta. Se oían sus voces amortiguadas. Se dieron la vuelta para mirarlo y después se volvieron de nuevo hacia el mar, charlando, afanosos, mientras el dorso de las olas rompía contra el muelle. Su peinado, reflexionó.

Koster bajó subrepticiamente las escaleras del fondo hasta la playa. El sonido de la música y las risas se desvaneció paulatinamente, abrumado por el pulso de las olas y las pisadas apagadas de sus mocasines al hundirse en la arena. Caminó sin cesar y luego echó a correr, hasta que las luces de la casa club no fueron más que un mortecino fulgor doliente, hasta que el viento le abrió la americana y la camisa y la marea le heló los pies. Se detuvo al borde del malecón. El muelle se proyectaba en las tinieblas desde la playa, adentrándose en el mar insondable. Koster metió la mano en la chaqueta y sacó una pitillera. El porro estaba perfectamente liado. Se lo puso entre los labios. La punta refulgió espasmódicamente dentro de sus manos ahuecadas cuando lo encendió con el mechero. Inhaló el humo, contuvo la respiración y exhaló.

¿Quién murió en ese sótano de Francia? Koster se rió. Le dio otra calada al porro y sintió que algo se le desgarraba en las entrañas. ¿Quién murió? A veces él también se lo preguntaba. Tal vez Nick estuviera en lo cierto.

La lluvia le azotaba la cara. Koster alzó la vista en el momento preciso en el que el firmamento estallaba en luces. Un relámpago resquebrajó los cielos. ¿Quién murió en ese sótano? Había andado sonámbulo por la vida desde hacía más de una década. Desde lo de Francia. Desde la muerte de Mariane. Solo la muerte de su hijo le había dejado estigmas tan profundos.

Koster llegó al final del muelle y contempló el mar. Se avecinaba una tormenta. Grandes cortinas de agua se precipitaban desde los cielos. Los relámpagos hendían la bóveda celeste. Se dijo que sería una locura involucrarse de nuevo en uno de los planes de Nick Robinson. Y no obstante la idea le resultaba extrañamente seductora. Le debía mucho a Nick. Pero no se trataba de lealtad, ni de la idea de desenterrar el evangelio de Judas, un texto antiquísimo de tremenda importancia religiosa. Ni de que antaño le hubiera pertenecido a Benjamin Franklin, aunque eso influía. No, pensó Koster, mientras contemplaba el agua que espejeaba y bullía a sus pies. En lugar de huir, deseaba desesperadamente sumergirse de nuevo en el caos. ¿Acaso estaba simplemente aburrido? ¿O seguía culpándose por el asesinato de Mariane? Koster miró al cielo, dejando que las gotas de lluvia resbalaran sobre su rostro como si fueran lágrimas. ¡Mariane! Arrojó lo que quedaba del porro a las olas.

Despertar. Vivir, durante un instante, como si la vida importase de nuevo. Sentir que realmente le importaba algo.

Koster se metió las manos en los bolsillos. A continuación se dio la vuelta y recorrió de nuevo el muelle en dirección a la playa.