6

Point O’Woods

Isla de Fuego, Nueva York

Robert Macalister condujo a Koster escaleras arriba, a lo largo del pasillo angosto y alargado salpicado de fotografías de regatas que conducía al estudio de Robinson. Antaño había sido un dormitorio de invitados, pero Robinson lo había transformado en despacho y galería. Había cuadros apilados contra la pared del fondo, algunos de artistas codiciados y otros de desconocidos. Koster se preguntó si Robinson habría instalado un buen sistema de seguridad para mantener a raya a los intrusos. Aquella colección valía una pequeña fortuna.

Había tres ventanas salientes que daban a la playa y al Atlántico gris pedernal, que se desplegaba más allá de esta, así como un escritorio de madera de cerezo, fabricado por el bisabuelo del propio Nick Robinson, junto a la ventana del centro con la superficie llena de libros. No se veía al anfitrión por ninguna parte. Koster inspeccionó la habitación, observando a Macalister con suspicacia.

—¿Dónde está Nick? —le preguntó.

—El señor Robinson vendrá enseguida.

Koster se detuvo tras el escritorio de Robinson. Los paneles y los cajones tenían incrustaciones de madreperla. Nick había puesto en la superficie una esterilla de cuero verde con papel secante malva. Había una pluma y un tintero en uno de los extremos, así como un abrecartas de malaquita y un libro encuadernado en piel.

—¿Qué es lo que pasa, Macalister? —dijo Koster. Sentía la atenta mirada del secretario.

—¿A qué se refiere, señor?

—¿Por qué me mira así?

—Estoy esperando al señor Robinson.

—No se fía mucho de mí, ¿verdad?

Macalister sonrió.

—No se trata de eso, señor —empezó a protestar.

Koster no supo qué contestarle. Se volvió de nuevo hacia el escritorio y se fijó en el libro encuadernado en piel curtida. Estaba abierto. El texto estaba escrito en inglés, pero las palabras no tenían ningún sentido. Las líneas estaban amontonadas en largas series de tres. La puerta se cerró violentamente.

Koster alzó la vista. Macalister había desaparecido. Había algo raro, algo siniestro en ese hombre, se dijo. Siempre seguía los pasos de Nick, dondequiera que este fuese.

Koster observó de nuevo el volumen. Pasó el dedo sobre las letras de la página, aunque no entendió nada hasta que llegó al final de la duodécima línea. Entonces leyó las palabras «El evangelio de Judas». Y justo debajo la misma frase en hebreo y griego.

Durante un momento, Koster se encontró de nuevo en el corazón de la catedral de Chartres. Sostenía un cáliz de oro entre las manos y había una mujer tendida sobre el costado a sus pies con un agujero sanguinolento de gran tamaño en la cabeza.

—¡Joseph!

Koster alzó la vista con un respingo.

Era Nick Robinson.

—¿Cómo demonios estás? —lo saludó mientras atravesaba el despacho y lo estrechaba en un abrazo de oso.

Koster forcejeó para desasirse.

—Muy bien, Nick. Supongo. ¿Qué tal tú?

—Estás hecho una mierda.

—Gracias —dijo Koster. Miró a su amigo. Con un metro noventa y cinco de estatura, Robinson resultaba imponente. Koster apenas medía uno sesenta. Y Robinson aún conservaba los hombros que había esculpido en la escuela preparatoria como primer remero del equipo más rápido de la escuela—. Ahora sé por qué me he molestado en venir. Porque siempre sabes qué decir. —Sus dedos empezaron a bailar sobre las perneras de los pantalones, como si estuviera tocando el piano.

—¿Un día largo en MacKenzie y Voight? —preguntó Nick.

—Podría decirse que sí.

—Adelante. Cuéntamelo. ¿Qué ocurre, Joseph? ¿Cuál es el problema?

—¿Por qué siempre piensas que hay un problema?

—Lo sé, sencillamente.

, pensó Koster. Parecía que Robinson siempre presentía cuando algo le preocupaba. Y no solo a él, sino a cualquiera de sus amigos. Era uno de sus dones.

—Ya lo estás haciendo —observó Robinson, señalando. Estaba mirándole los dedos, que bailoteaban nerviosamente.

—¿Haciendo qué?

—Estás contando otra vez. Lo del ábaco. Pensaba que estabas tomando medicinas para eso.

—No hay soluciones farmacológicas que traten directamente los principales síntomas del síndrome de Asperger.

—Está claro que no. ¿Qué es lo que era, los postigos de las ventanas? ¿El número de metros cuadrados de las paredes, dividido por los ángulos de los planos de los murales?

Koster se metió las manos en los bolsillos. No contestó.

—¿Qué ha pasado? —insistió Robinson—. Escúpelo.

Koster le explicó lo que había sucedido en la oficina aquella mañana.

Nick escuchó con paciencia y se encogió de hombros.

—Bueno, la empresa no ha perdido dinero, así que ¿qué más da? De todas formas, ya era hora de que te tomaras unos días libres. ¿Cuántos días de vacaciones has acumulado?

Koster dio la vuelta al escritorio.

—No lo sé. Unas diecisiete semanas.

Robinson se rió.

—¡Diecisiete semanas!

—Me gusta mi trabajo. Me gusta estar ocupado.

—Estás usando el trabajo como si fuera una droga, Joseph. Un remedio para distraerte. Como la hierba. Como contar.

—Y tú te pareces a mi madre.

—Me alegro. Tiene sentido común. —Nick Robinson se puso serio de repente. Cruzó los brazos y anunció—: Tengo que pedirte un favor.

Koster se quedó petrificado.

—¿Un qué?

—Una adivinanza. Un acertijo —dijo Robinson—. Quiero que lo resuelvas. Yo no puedo. Créeme que lo he intentado. Pero tengo fe en que tú podrás hacerlo.

A lo largo de los casi cuarenta años desde que se habían conocido Koster no recordaba que Nick Robinson le hubiera pedido ningún favor. Sencillamente no formaba parte de su carácter. En incontables ocasiones le había dicho: «Tengo un trabajo para ti…», «una misión…», «un regalo…» o «una recomendación». Pero un favor, jamás.

—Y según parece ahora tienes tiempo para solucionarlo —añadió Robinson.

—Gracias por recordármelo. ¿De qué favor se trata?

Robinson alargó la mano sobre el escritorio y le mostró la cubierta del volumen curtido.

Koster observó el libro. Atisbó la firma y adivinó el significado de inmediato.

—¿Be de Ben? —preguntó—. ¿De Benjamin Franklin?

Robinson asintió.

—Es su diario personal. Pero está escrito siguiendo un código. No tengo la menor idea de lo que significa. Así que se me ocurrió que tú podrías averiguarlo.

Koster tomó el libro. Había secuencias de palabras ininteligibles, sin puntuación alguna. Excepto aquella frase en inglés, hebreo y griego.

—¿El evangelio de Judas? —dijo.

—Es un texto cristiano primitivo.

—Ya sé lo que es, Nick. Un códice gnóstico. Como el que buscaba en Francia, debajo de la catedral de Chartres. Como el evangelio de Tomás.

—Pero mucho más incendiario, Joseph. Según este antiguo texto, Jesús le pidió a Judas que lo traicionase. Este libro explica que, a pesar de sus protestas, Judas acabó accediendo para que Cristo cumpliera las profecías. En lugar de ser un archivillano, Judas se presenta como el confidente y compañero más íntimo de Cristo. Un auténtico antihéroe. Y tampoco se ahorcó. El evangelio sugiere que Judas fue asesinado, como represalia por la traición que había cometido. Asesinado por los propios apóstoles. ¿Te lo imaginas? Sin esa traición, no habría habido crucifixión. Y sin la crucifixión no habría habido resurrección. No habría habido cristianismo, Joseph.

—¿Pero no existen ya copias del evangelio de Judas? Seguro que sí, si sabes lo que dice. —Koster le devolvió el libro a Robinson.

—Ediciones mucho más recientes —admitió este—. En los años setenta descubrieron un códice gnóstico en el dialecto copto sahídico, cerca de El Minya, en Egipto. Un coleccionista lo trajo a Estados Unidos, donde languideció en una caja fuerte durante unos dieciséis años, aquí en Long Island, hasta que una tratante de antigüedades llamada Frieda Nussberger-Tchacos lo adquirió en la primavera de 2000. Después de dos intentos infructuosos de revenderlo, se asustó porque se estaba deteriorando rápidamente y cedió el códice a la fundación Mecenas del Arte Antiguo de Basel, para que lo restaurasen y lo tradujeran.

»Eso fue en febrero de 2001. El análisis de carbono sitúa el códice de Tchacos entre el siglo III y el IV después de Cristo. —Robinson puso de nuevo el diario sobre el escritorio. Le dio unas suaves palmaditas—. Pero el descubrimiento —continuó— de una versión del evangelio de Judas en hebreo misnaico, escrito presumiblemente apenas unas décadas después de la crucifixión de Cristo, debilitaría notablemente la interpretación actual de la Biblia. Después de todo, sería mucho más antiguo que el códice de Tchacos, y por lo tanto más preciso desde el punto de vista histórico.

—Más fiel a las enseñanzas de Cristo, quieres decir.

—Así es. Y no obstante los antiguos padres de la Iglesia lo consideraron herético. ¿Qué adversario puede tener la Iglesia cristiana más poderoso que el propio Jesucristo? Si sus enseñanzas eran gnósticas…

—Por eso mismo yo buscaba el evangelio de Tomás —lo interrumpió Koster—. Y mira cómo acabé.

—Eso era distinto. No estaba escondido aquí mismo, en Estados Unidos, como este evangelio de Judas. Y no le pertenecía a Ben Franklin.

—¿Qué tiene que ver Franklin con esto?

—No estoy seguro. En eso consiste el misterio.

Robinson se dirigió a la ventana saliente del centro. Se estaban formando unas nubes oscuras sobre el océano. Los marineros regresaban a puerto.

—Franklin era masón —prosiguió—. Como George Washington y muchos de los padres fundadores. Según la tradición masónica, Franklin logró hacerse de algún modo con una versión especialmente antigua del evangelio de Judas. Y eso no es todo. Según las leyendas, en la versión de Franklin también había una curiosa ilustración. Llamémosla esquema número uno. Los historiadores masónicos han documentado la existencia de otros dos esquemas semejantes, el esquema número dos, supuestamente diseñado por Leonardo da Vinci, y el número tres, obra del propio Franklin. Y todos están relacionados de algún modo.

—¿De qué modo?

—No lo sabemos.

—¿Qué son esas ilustraciones?

—Tampoco lo sabemos. Curiosidades masónicas.

—Parece que no sabes gran cosa.

Robinson se rió entre dientes.

—Tienes razón. Por eso necesito que me ayudes. Es un código, Joseph. Creado por el propio Franklin. ¿No era uno de tus héroes de la infancia?

—¿Te acuerdas de eso?

—Claro que sí.

—Eso fue hace treinta años.

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo, Joseph. Considéralo el destino.

—¿El destino?

—¿De veras crees que se trata de una simple coincidencia? Apareces triste y deprimido porque tienes problemas en el trabajo y te encuentras con un desafío para distraerte de todo eso, aunque solo sea durante un rato. El universo vibra a una frecuencia concreta. Y ahora dispones de mucho tiempo. Descifrar el diario de Franklin puede contribuir a desvelar el evangelio de Judas. ¿Te imaginas la sensación editorial?

—Como si te hiciera falta otro éxito, Nick.

—No estoy hablando de mí. Estoy hablando de ti, Joseph. De lo que tú necesitas. ¿Qué es lo que has hecho durante los últimos quince años? ¿Quién murió en ese sótano de Francia?

—Me he labrado una carrera —espetó Koster a modo de respuesta.

—Pero eres desgraciado. Tienes que sobreponerte a lo sucedido. Mariane se ha ido. Ya es hora de que lo superes. Es hora de subirse de nuevo al caballo.

—Para ti es fácil decirlo. Tú nunca has perdido a alguien a quien amabas.

—Sí que lo he hecho. —Robinson se volvió de nuevo hacia las ventanas—. Perdí a alguien que me importaba muchísimo. Hace mucho tiempo. Cuando era joven y estúpido. Pero lo superé, Joseph. Conocí a Theresa y todo cambió.

—No lo sabía.

—Aún mantengo algunos secretos. Considéralo un aviso.

Koster suspiró.

—¿Qué es lo que quieres que haga, Nick?

Robinson regresó al escritorio y cogió el volumen.

—Llévate el diario y estúdialo. A ver si puedes interpretarlo, descifrar el código. Así que no encontraste el evangelio de Tomás en Francia. ¿Y qué? A lo mejor puedes cambiar eso. A lo mejor a cambio consigues descubrir el evangelio de Judas. Cambia el final esta vez. Descifra el diario de Franklin, Joseph. Eso es lo único que te pido. Ayúdame a averiguar dónde está. Yo me encargaré del resto. Ya te he comprado un billete en el vuelo de mañana por la mañana a la costa.

—¿A la costa?

—A San Francisco. Allí tengo una amiga que puede ayudarte. Se llama Savita Sajan.

—¿De Cimbian, el fabricante de chips?

—Esa misma. Savita ha trabajado en este campo. Y confío en ella.

—No sé, Nick…

—Mira, piénsalo. Podemos seguir hablando mañana, antes de que te vayas al aeropuerto. Ahora los dos tenemos que prepararnos para la cena. —Miró por la ventana—. Parece que va a llover. Espero que aguante hasta después del postre.

—¿Tú crees? —repuso Koster—. Está muy lejos.

Un relámpago estalló en el horizonte lejano.

Koster percibió que Robinson se detenía a su lado.

—Toma —dijo, entregándole el libro tras propinarle un codazo.

Koster contempló el volumen, el delicado lomo de piel.

—De acuerdo, Nick. Lo haré por ti. Me lo pensaré.