5

Point O’Woods

Isla de Fuego, Nueva York

Joseph Koster había sido invitado varias veces a la casa de verano de Nick Robinson en Point O’Woods a lo largo de los años, había asistido a unas cuantas soirées del Soho de Nick, pero a juzgar por los famosos que deambulaban por la cubierta del ferri de las cinco y media de Bay Shore, Long Island, aquella noche iba a ser distinta. Koster reconoció a políticos locales, entre los que se contaba el nuevo gobernador de Nueva York, actores de cine y estrellas de Broadway, celebridades del mundo de la empresa y personalidades de los telediarios. Había modelos y aspirantes a estrellas de rock, pianistas y pintores, y por supuesto escritores, como el autor de la nueva biografía superventas del presidente Alder. Y todos llevaban la misma bolsa de kevlar azul marino con el emblema de Compass Press en uno de los lados. La bolsa formaba parte de la invitación, al igual que las toallas de playa y el protector solar.

La recepción de los Robinson se celebraba todos los años el primer viernes de junio. Aunque hubiera un eclipse de sol, la luna estuviera fraccionada en fases y las estrellas se cayeran del firmamento, año tras año, contra viento y marea, se podía poner el reloj en hora con la fiesta de los Robinson.

Joseph Koster contempló el Sound, la lejana línea que señalaba la costa de la isla de Fuego. Koster era un hombre de aspecto más bien ordinario, de cuarenta y tantos años, con el cabello rubio arenoso, los ojos de color azul pálido y la nariz fina. Llevaba un abrigo largo de cachemira, de color azul medianoche, con una bochornosa quemadura abajo a la derecha, una americana de verano, pantalones grises y mocasines. Se había vuelto hacia estribor, contemplando el faro del extremo oeste del Parque Nacional de Isla de Fuego, al este del Parque Estatal Robert Moses, mientras este parpadeaba y giraba. Parpadeaba y giraba de nuevo, ahuyentando a los marineros. Robert Moses. Robert Moses. ¡Mírame! Las manos de Koster tamborileaban en la barandilla como si se tratara de un piano de concierto. Sus largos dedos bailaban mientras contaba.

El faro era obra del constructor neoyorquino más famoso de mediados del siglo XX, el hombre que había transformado las costas, había construido carreteras en el cielo y había convertido barrios trepidantes en ciudades fantasma con un simple ademán de la mano. Koster había estudiado los principios urbanísticos de Moses en la escuela de arquitectura. Sus decisiones, que favorecían las autopistas frente al transporte público, habían auspiciado la aparición de los modernos barrios residenciales de Long Island, influido en toda una generación de ingenieros y planificadores urbanísticos. Y mientras rediseñaba la ciudad en previsión de la era de las autopistas, Moses había desplazado a cientos de miles de neoyorquinos, contribuyendo de este modo a la ruina de Coney Island, el declive del transporte público, la marcha de los Dodgers de Brooklyn…

Mírame, mírame, parpadeaba el faro.

Koster no estaba de buen humor. Había estado trabajando en un nuevo proyecto, una torre en Newark, y todo había ido como la seda hasta que, de repente y sin venir a cuento, le habían arrebatado sin ceremonias el proyecto. Aquella misma tarde. Un conflicto con el cliente, le había explicado el socio más antiguo. Una divergencia de visión. Koster se rió para sus adentros. Bueno, al menos no habían cerrado el grifo del todo; simplemente habían requerido una supervisión distinta. Koster se inclinó sobre la barandilla y escrutó las aguas que se separaban ante la proa.

—Tómese unas vacaciones —le había aconsejado el socio—. Ha pasado demasiado tiempo, Joseph. —Y entonces le había hecho aquella última advertencia—. Lo toma o lo deja.

Si se caía desde donde estaba, se preguntó Koster, ¿lo engullirían las corrientes y se ahogaría? ¿O acaso su cuerpo se estamparía contra la hélice del ferri, que lo haría trizas? Estaba haciendo algunos cálculos mentales, relacionando la velocidad actual con la dirección, cuando sonó la sirena, arrancándolo de sus ensoñaciones. Ahí estaba. El muelle de la isla de Fuego se presentaba al fin ante sus ojos.

La urbanización en la que veraneaban los Robinson era exclusiva incluso para los estándares de Long Island. Fundada en 1894, Point O’Woods era la playa más antigua de la isla de Fuego y en opinión de algunos también era la más hermosa. Una asamblea chautauqua[4] la había fundado a modo de retiro religioso en el que se celebraban debates sobre cuestiones culturales y políticas, conferencias sobre idiomas, cocina y fotografía y seminarios sobre el desarrollo físico y espiritual. El principio más destacado de todos los que la guiaban era la importancia de la familia. Aunque había otras urbanizaciones que se consideraban «orientadas hacia las familias», Point O’Woods lo había convertido en una norma. Allí no podía vivir nadie a menos que tuviera hijos. Los compradores potenciales debían contar con la recomendación de, como mínimo, dos miembros de la comunidad y someterse a una interminable batería de entrevistas antes de que los presentaran como «invitados» en la urbanización. Solo después de que hubieran alquilado una residencia durante un mínimo de un año se convertían en candidatos a comprarla. Aquel cuidadoso proceso de selección, así como el hincapié en la descendencia, contribuían a explicar que hubiera tantas familias residentes de tercera, cuarta y hasta quinta generación. Nick Robinson era un habitante de Point O’Woods de quinta generación.

El ferri atracó al fin y los pasajeros recogieron las bolsas azul marino con el logotipo de Compass Press y desembarcaron. Enseguida se formó una fila de invitados que recorrió el sendero que discurría junto al modesto centro comercial de la urbanización: una tienda de alimentación, una tienda de caramelos y una oficina de correos. Pero ninguna licorería, observó Koster. A pesar de los constantes ataques de la primera división de Manhattan, Point O’Woods conservaba el encanto del viejo mundo de una pequeña urbanización costera.

Los pasajeros desfilaron sendero arriba, atravesando las sucesivas pasarelas elevadas que franqueaban las dunas. La mayoría de los invitados se hospedaba en la casa club, una espaciosa estructura de tablillas con canchas de tenis y un balneario en una desangelada extensión. Solo unos pocos, como Koster, se alojaban en la casa de los Robinson. Bueno, estrictamente hablando, se dijo Koster, Robinson no era el verdadero dueño de la finca. Las familias disponían de arriendos de noventa y nueve años. Koster subió fatigosamente la colina, sorteó un círculo de pinos y la casa se presentó al fin ante sus ojos.

La «choza» de los Robinson consistía en un enorme bloque de tres pisos y tejas grises con ocho habitaciones, un solario y un amplio mirador en el tejado. La estructura descansaba sobre un promontorio que dominaba el océano, al otro lado de Point O’Woods, apenas a unos cientos de metros del bosque Hundido. El camino que llevaba a la playa se terminaba ante un cobertizo para barcas y desembocaba en un extenso malecón de madera que descollaba sobre la bahía.

Koster subió los escalones. Al igual que el mirador del tejado, el porche rodeaba toda la circunferencia de la casa. Geranios rojo sangre y jacintos del color de la lavanda se balanceaban desde las macetas suspendidas de los detalles grabados a mano de los arcos. La brisa llevaba desde la playa el sonido de las risas de los niños. Koster advirtió que alguien estaba haciendo una barbacoa en alguna parte. Dejó la bolsa de viaje en el porche y suspiró. A pesar de la escena bucólica, la descompresión del trayecto en barco y los embriagadores aromas del verano, sentía una opresión imperturbable en el fondo del corazón. Apenas había extendido los dedos hacia la aldaba, que era una especie de sirena, cuando la puerta de la calle se abrió de par en par. Era Theresa, la esposa de Robinson.

Theresa sonrió y abrió la puerta de pantalla.

—Te he visto subiendo por el camino. Me alegro de que hayas venido, Joseph. Nick se muere de ganas de verte. Venga, déjame ayudarte con eso.

La señora Robinson asió la bolsa de viaje y la metió en el vestíbulo. Era una mujer hermosa, siempre lo había sido, con chispeantes ojos castaños, cabellera castaña y una presencia imponente aunque en absoluto engreída. Llevaba una blusa de algodón blanca, unos pantalones deportivos negros ajustados y mocasines también negros. Sus actitudes humildes contradecían el hecho de que, al igual que Nick, había crecido en una asombrosa opulencia, siendo la única descendiente de Bill y Anne Huntington, de los Huntington de Texas: petróleo y gas. Se había educado en Europa, como Koster, había estudiado Arte e Historia del Arte, y hasta había escrito un libro sobre Da Vinci.

—Tienes buen aspecto, Joseph —comentó, echándose hacia atrás para observarlo—. Has ganado peso. Antes estabas demasiado delgado. ¿Ya no tienes sueños?

—Solo de vez en cuando.

Theresa Robinson sonrió.

—Es un placer descubrir que aún quedan algunas constantes en el universo. Eres un mal mentiroso, Joseph, y siempre lo serás.

Koster se disponía a farfullar una réplica cuando Macalister, el secretario de Nick, apareció en el pasillo al otro extremo del vestíbulo.

—Señor Koster —dijo—. El señor Robinson lo está esperando.

Theresa le dio a Koster una palmadita en el brazo.

—Haré que te lleven la bolsa a la habitación. Vete. A lo mejor te apetece refrescarte antes de reunirte con los invitados en el club.

—¿Los invitados? Entonces, ¿qué es lo que soy yo?

Theresa sonrió.

—Bueno, Joseph. Tú no cuentas. —Se dio la vuelta y se alejó apresuradamente por el pasillo, dejando un rastro de palabras—. Eres prácticamente de la familia.