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1736

Pennsbury Estate

Condado de Bucks, Pensilvania

Thomas Penn estaba paseando por la pradera de la mansión Pennsbury, en la hacienda de su padre en el condado de Bucks. Penn era un hombre corpulento, con cabeza en forma de huevo, ojillos de ratón y manos blancas y delicadas que temblaban como un par de mariposas de la col cuando hablaba. Llevaba una larga peluca blanca como la nieve y una levita de terciopelo azul con un chaleco dorado debajo. Estaba hablando con el padre de la Iglesia presbiteriana Jedediah Andrews cuando, de pronto, se dio la vuelta y señaló dos construcciones anexas al otro lado del jardín.

—Eso es lo que mi padre llamaba el Horno y la Fragua —explicó—. Es donde los cocineros preparan los asados y los pasteles de carne. También hay una lavandería y una destilería al otro lado. Pero como verá necesitan desesperadamente unas reparaciones. Julianna y yo ya no nos aventuramos demasiado en Pennsbury. Y eso —señaló otra colección de dependencias exteriores— es el taller del carpintero, el depósito de hielo, la oficina de la plantación, donde mi mayordomo dirige los trabajos de la mansión, el ahumadero y el cobertizo.

—Muy bonito —contestó el padre Jedediah Andrews—. Muy bonito. —Abarcó con el brazo las numerosas hileras de flores y hierbas, lavanda y bálsamo de limón, hierbabuena y albahaca, dedalera rosa y aguileña de color crema. Andrews era un hombre achaparrado, un tanto cargado de espaldas, con la nariz larga y afilada y gafas de oro. Llevaba un andrajoso tricornio negro sobre una aceitosa peluca gris que daba la impresión de que le habían moldeado alrededor de su cabeza con cera de vela derretida. Su levita era tan larga que se arrastraba por los senderos de gravilla del jardín mientras renqueaba de un lado a otro, ayudándose de un viejo bastón de nogal. Una invitación a la casa del terrateniente, el amo de toda Pensilvania, era algo sumamente codiciado, y Andrews obraba en consecuencia.

—Eso es lo que pensaba mi padre —asintió Penn—. Pero yo me inclino a deshacerme de este sitio. ¿Quién puede soportar un viaje en barca de cinco horas desde la ciudad? Está demasiado lejos, sencillamente. Y los mosquitos, la humedad… —Se detuvo y meneó la cabeza, volviéndose hacia la mansión de dos pisos—. A mi padre le encantaba y el pueblo de Pensilvania lo amaba, pero su generosidad de cuáquero dejó la economía de la casa Penn en un estado de… ¿Cómo se dice? Desarreglo. Dejémoslo en eso. Si a alguno de sus parroquianos le interesa la finca, no dude en decírmelo.

—Sobre la cuestión de Hemphill —dijo Andrews—. Esas iglesias y esos predicadores marginales son peligrosos, señor. Soliviantan a los elementos más viles de entre los nuevos inmigrantes. Ya es bastante malo que estemos rodeados de paganos. Y ahora ese Jonathan Edwards con el congregacionismo evangélico. ¡Vaya un Gran Despertar! Hablar en lenguas desconocidas y…

Penn suspiró.

—¿Qué ha pasado con Hemphill?

Samuel Hemphill era un joven predicador irlandés que se había establecido en Filadelfia en 1734 como adjunto de la Iglesia presbiteriana. En aquella época se había producido un notable resurgimiento religioso, un ferviente evangelismo conocido como el Gran Despertar, que atizaban predicadores como Jonathan Edwards. Hemphill, a quien le interesaba más la moral que las doctrinas calvinistas, también estaba empezando a arrastrar a grandes multitudes. Pero la ausencia de dogma en sus sermones no le hacía del agrado de los padres de la Iglesia, como Andrews. Hemphill había sido llevado ante el sínodo acusado de herejía. Entonces, un campeón inesperado había acudido en su ayuda, defendiendo su libertad para predicar: Benjamin Franklin.

Penn creía que en el fondo había pocas cosas más alejadas de la teología de Franklin que los sermones «terroríficos» de Jonathan Edwards y los demás protestantes tradicionalistas que estaban instigando a sus congregaciones para obtener conversiones convulsas. Mientras que Edwards y los adeptos del Gran Despertar se proponían que los colonos entrasen de nuevo en contacto con la espiritualidad del puritanismo, Franklin afirmaba que quería llevar a América a una era de supuesta ilustración, exaltando el racionalismo y la razón sobre la fe, la determinación y los méritos personales sobre las distinciones de clase y la tolerancia, las buenas obras y los deberes ciudadanos sobre el dogma. Conceptos peligrosos para la monarquía. Y para las Iglesias establecidas. Hemphill era doctrinalmente puro insistiendo en que la salvación solo podía obtenerse mediante la gracia. Pero también estaba profundamente comprometido con obras de caridad. Sin duda era aquella manifestación práctica de su fe lo que le gustaba a Franklin, dedujo Penn. Parecía que aquel odioso impresor estaba detrás de todas las obras caritativas, todos los clubes y desde luego todas las maniobras para recaudar fondos de la ciudad. ¡Y ahora hablaba de inaugurar un hospital para atender gratuitamente a la chusma común!

—Mire lo que escribe —dijo Andrews, sacándose un periódico de la levita—. Se trata de una conversación entre dos presbiterianos locales, el señor S, que es el propio Franklin, y el señor T. Se están lamentando de que los predicadores modernos hablen demasiado de las buenas obras. El señor T pregunta: «¿Acaso la fe, antes que la virtud, no es el camino a la salvación?». Y el señor S contesta: «Un hereje virtuoso se salvará antes que un cristiano malvado». Es intolerable.

—Lo que lo mueve no es una fe de cuño reciente, se lo aseguro. Me han asegurado que ha llegado a un acuerdo con ese predicador. Teniendo en cuenta la popularidad de Hemphill, el permiso para publicar sus sermones le procurará sin duda una bonita suma. Franklin no es tonto.

—Me temo, señor, que Franklin también se está burlando de usted —repuso Andrews—. Por ese asunto con el jefe Lappawinsoe.

—¿Qué está diciendo? —Thomas Penn se detuvo en seco.

—Bueno, eso es lo que me han dicho. Se comenta que el tratado que usted esgrime ante los indios lenape no está… —Se interrumpió, frunciendo los labios—. No está completamente ratificado, por expresarlo de alguna manera y que, sin embargo, el jefe Lappanwinsoe lo está cumpliendo. Honorablemente. Como un hereje virtuoso.

Thomas Penn montó en cólera. Al igual que otros administradores coloniales, afirmaba que se hallaba en posesión de una escritura que se remontaba a la década de los ochenta del siglo XVI, en la que los indios lenape-delaware habían prometido venderle una porción de tierra desde la confluencia de los ríos Lehigh y Delaware hasta «la distancia que un hombre recorre caminando hacia el oeste en un día y medio».

En el mejor de los casos, el documento era un tratado que no estaba firmado ni ratificado; en el peor, se trataba de una franca falsificación. En realidad, los agentes inmobiliarios de Penn ya habían vendido inmensas franjas de terreno en el valle del Lehigh. Tenía que expulsar a los indios de aquellas tierras antes de que se produjera un auténtico asentamiento.

Como Lappawinsoe y otros jefes de los lenape creían que el tratado era auténtico y suponían que ningún hombre podía recorrer más de unos sesenta y cinco kilómetros a través del desierto en un día y medio, habían accedido a cumplirlo.

—Me remito a la escritura —replicó Penn—. Es legal y vinculante. Como decía mi padre: «Antes muerto que dar mi brazo a torcer, pues mi conciencia no le pertenece a ningún hombre mortal». Además —añadió con una sonrisa—, tengo planes para los lenape. El que me preocupa es Franklin. ¿Cómo reaccionó cuando censuraron a Sam Hemphill? Porque lo hicieron, ¿no es cierto?

—Hemphill fue censurado de forma unánime. Y suspendido —repuso Andrews—. Y como protesta Franklin se desvinculó de la iglesia.

—Nunca fue asiduo a la iglesia —se burló Penn—. Dicen que ha tomado votos de masón.

—La Gazette ya no publica sátiras sobre ese insidioso culto. Ni tacha sus rituales y secretos de pantomimas.

—Estoy seguro de que esos ataques contribuyeron en gran medida a que ingresara. De hecho, según me han dicho otros miembros del oficio, está buscando el evangelio de Judas.

—¿El evangelio de Judas? ¡Ese texto gnóstico! Pero ¿por qué?

—Dicen que conoce una versión escrita en la época de los doce. Supongo que comprenderá lo que eso significaría para su iglesia. Si lo encuentra.

—Para todos los cristianos, señor. ¡Una herejía!

—Sus provocaciones se están haciendo insoportables. —Agitó una mano blanca al lado de la cabeza. Se había hecho tarde y los insectos se estaban congregando—. Como los mosquitos de Pennsbury. Vayamos dentro.

Abandonaron los jardines de la cocina y entraron en la casa principal. Penn trataba de hacer caso omiso de la imagen de Edwards, que lo seguía cojeando. Si su padre, el cuáquero, hubiera vivido para verlo codeándose con ese… Thomas Penn frunció el ceño… ese sapo presbiteriano. Pero no podía permitirse tantos remilgos. Tenía que aliarse con todos los que se opusieran a ese odioso impresor. Franklin se estaba volviendo cada vez más peligroso. Publicaba constantemente burlas anónimas contra los terratenientes, afirmando que estaban convirtiendo a los residentes en Pensilvania en «arrendatarios y vasallos».

Pensilvania era una colonia propietaria, siempre lo había sido. En 1681, Carlos II había otorgado una concesión a William Penn, el padre de Thomas, como pago de una deuda, y los terratenientes de la familia Penn, entre quienes Thomas era el señor feudal, no solo ejercían el poder político absoluto sobre la colonia sino que también poseían casi todas las tierras. Pero si bien la mayoría de las colonias habían sido propiedades privadas al principio, en la década de 1730 la mayoría de ellas se habían convertido en colonias reales, sometiéndose directamente al rey y a sus ministros. Solo quedaban Pensilvania, Maryland y Delaware.

A Thomas Penn le horrorizaba que la corona se hiciese de nuevo con la colonia. Apenas estaba empezando a sacar provecho de sus enormes posesiones. Franklin, por otra parte, era un acérrimo defensor de que Pensilvania se convirtiera en una colonia real. Y el robusto impresor hablaba de la creación de una unión de Estados, como la de las tribus de la nación delaware, que tuviera representación en el Parlamento. ¿Qué sería lo próximo? Aquellas ideas iban dirigidas contra el corazón del sistema. Penn temía que, a menos que les pusieran freno, lo que empezara como una confederación de colonias, un pacto inocente, degenerase en la revolución y el caos.

Mientras tanto, la Asamblea estaba en manos de los cuáqueros, que tenían inclinaciones políticas pacifistas y estaban furiosos con Penn porque se había casado con Julianna, que era anglicana, y se había apartado de la fe.

Pensilvania se enfrentaba a dos grandes problemas: establecer buenas relaciones con los indios y proteger la colonia frente a los franceses. Era crucial que contasen con aliados fuertes durante las recurrentes guerras con los franceses.

La política de la colonia era una demostración del equilibrio precario entre la necesidad de ofrecerle protección al pueblo por una parte y los intereses de los poderosos (los terratenientes y la Asamblea) por otra. Mantener a los indios como aliados era costoso, pues hacían falta enormes sumas de dinero en concepto de regalos. Pero así como los cuáqueros se oponían ideológicamente a los gastos militares, los Penn (que intervenían mediante gobernadores lacayos) se oponían a todo lo que les costase dinero o sometiese a impuestos a sus ingentes posesiones. Tenían que encontrar compradores para sus tierras, algo que lograban cediendo derechos a la Asamblea y garantizándoles que los indios carecían de potestad sobre ellas.

—Ya sabe lo que le pasó a ese muchacho de Daniel Rees —añadió Penn—. Un ritual masón. Franklin dijo que había sido una gamberrada. Lo quemaron vivo en un cuenco de coñac ardiente. El periódico de Bradford acusó a Franklin de haber instigado a los confusos torturadores.

—Vi el artículo en el Mercury. Terrible —admitió Andrews. Los dos hombres habían llegado a la puerta trasera de la mansión. Penn la abrió y salieron del porche y entraron en el saloncito del fondo.

El padre de Thomas había construido aquella mansión georgiana obedeciendo a los principios de la elegancia y la comodidad. Edificada con ladrillo rojo local, la mansión había sido más que sobradamente grande para el ilustre William Penn, su esposa y sus hijos, además de media docena de criados. Había un espacioso salón en el centro que hacía las veces de sala de espera entre los aposentos del gobernador y el salón de la familia. En el segundo piso había tres dormitorios y una habitación de juegos.

Penn condujo a Andrews al mejor de los salones, una acogedora estancia con paneles de madera con adornos blancos y una amplia chimenea encendida que enmarcaban unos relucientes azulejos de color mostaza.

—Un destino terrible —prosiguió Penn—. Que le prendieran fuego de esa forma.

—Que Dios lo tenga en su gloria.

—Me pregunto si lo apagaron los bomberos. —Penn emitió una tenue carcajada. Era una broma de mal gusto. Franklin y el club Junto habían fundado el primer cuerpo de bomberos voluntario de las colonias. Y la primera biblioteca de préstamos. Estaba llenando al pueblo de sueños. Sueños peligrosos—. Sería una pena que le pasara algo a Franklin —observó Penn.

Andrews alzó la vista. Se quitó el tricornio y se alisó la grasienta peluca gris.

—Dios no lo quiera.

—Eso, Dios.

—Por otra parte —añadió Andrews—, Filadelfia es una ciudad peligrosa. Ya era bastante mala cuando yo era niño, con apenas dos mil habitantes. ¿Cuántos tendrá ahora? ¿Doce mil? ¿Quince mil? Hoy en día —meneó la cabeza— todo es posible y estoy seguro de que, en efecto, pasa de todo. Con tantos nuevos inmigrantes.

—Sí, si ocurre una desgracia semejante, no conviene que la relacionen con nosotros.

—No, claro que no.

—No —repitió Penn—. Tengo algo haciéndose en el Horno y la Fragua que no puede interrumpirse. —Le indicó a Andrews que tomara asiento al lado del fuego—. ¿Quiere un poco de coñac, padre? ¿O una copita de Madeira?

Andrews apoyó el bastón en la pared, junto a la chimenea, se sentó y estiró las piernas.

—Lo acompañaré encantado.

Penn sonrió y sirvió dos copas de coñac. Las cogió y le ofreció una a Andrews, que olisqueó el borde de la copa.

—No —continuó Penn—. Hemos de incrementar nuestras fuerzas. Y necesitamos algo indirecto. Por eso he decidido pactar con los católicos.

—Creía que estaba intentando librarse de ellos. Sobre todo desde que fundaron esa capilla hace tres años.

—Los cuáqueros de la asamblea pensaban de otra forma. Defienden su derecho a la libertad de culto, de modo que he accedido a desistir de mis objeciones.

Andrews se rió. Bebió un buen sorbo de coñac.

—Por un precio, sin duda.

—Vaya, padre, me sorprende usted. —Sonrió y alzó la copa—. Por el rey.

Andrews se puso en pie dificultosamente. Alzó el coñac.

—El rey.

Apuraron las copas y Thomas Penn se dispuso a rellenarlas.

—Ya sabrá que mi padre, William, era jacobita.

—Era del dominio público.

—Era partidario del rey Jacobo. Aún conservo algunos amigos católicos, y últimamente me han tomado más aprecio, debido a mi nueva postura moderada. Estoy seguro de que los católicos tienen fanáticos más que suficientes que harían lo que fuera para probar su devoción.

—Sus caballeros son famosos —admitió Andrews, mientras volvía a sentarse—. Aunque seguro que también son caros.

Penn se dirigió a la chimenea.

—Ya le he dicho que tengo planes para Lappawinsoe y todos los lenape-delaware. La suerte financiera de la familia Penn cambiará dentro de poco. Nos libraremos de Franklin y sus secuaces realistas expandiendo considerablemente nuestras posesiones. Y mediante esta expansión se debilitará la presencia de estas nuevas sectas religiosas y el flujo de nuevos inmigrantes se alejará de Filadelfia.

—¿Qué clase de planes?

Penn levantó la copa de coñac para calentarla junto a la hoguera.

—El tratado con los lenape establece la distancia que se puede recorrer a través del desierto en un día y medio. ¿Cuánto cree que es?

—Cincuenta kilómetros. Puede que más.

—¿Ha oído hablar de Edward Marshall, Solomon Jennings y James Yeates?

—¿Yeates? Es un vagabundo chiflado.

—Pero también es un excelente caminante. —Penn sonrió—. La ruta ya se ha anunciado. Mañana, en compañía de algunos jóvenes observadores indios, los tres saldrán del castaño que hay en la esquina del campo donde la carretera de Pennsville pasa por Durham.

—¿Cerca de la iglesia de Wrightstown? ¿En la frontera norte de Markham?

—Exacto. Mi buen amigo Logan, el secretario provincial, que en este momento se encuentra en el Horno y la Fragua, les ha prometido cinco libras y doscientas hectáreas a cada uno. Tomarán la vieja carretera de Durham, dejando atrás Red Hill al poco tiempo, y comerán en casa de Wilson, el comerciante, antes de cruzar el Lehigh un kilómetro y medio debajo de Belén. Franquearán las montañas Azules tomando el paso de Smith, a tiempo de dormir en la ladera norte de la montaña. Después, al alba, tomarán el viejo sendero indio que discurre desde los territorios de caza de los susquehanna hasta el río Delaware, en las inmediaciones de Bristol. Es la misma ruta que hacían los indios cuando visitaban a mi padre aquí, en Pennsbury.

—Ya sabe lo que dirán los paganos: que deberían haber remontado el río Delaware, que sus hombres se dieron demasiada prisa, o que fueron corriendo, que no se detuvieron de tanto en tanto para cazar, fumar ni comer…

—Que los indios digan lo que quieran. No tiene importancia. Cuando lo sometan al consejo, la tierra será mía.

—¿Cuánta distancia recorrerán, según sus estimaciones?

—Unos ciento diez kilómetros. Eso es lo que consiguieron la primera vez.

—¿La primera vez?

—Sí, hicieron un recorrido de prueba cuando anunciamos la ruta.

—¡Ciento diez kilómetros!

—Yo diría que más de cuatrocientas mil hectáreas. Puede que quinientas mil. Una superficie del tamaño de Rhode Island.

El padre Andrews se puso de nuevo en pie trabajosamente. Alzó la copa.

—Enhorabuena, señor. Quinientas mil hectáreas —musitó—. Una fortuna.

—Más que suficiente para deshacernos de los que se interpongan en nuestro camino. Incluyendo a ese molesto impresor. —Penn apuró el coñac y se enjugó la boca con un pañuelo que se sacó de la manga. A continuación sonrió y miró a Andrews—. Sobornaremos a Franklin o lo enterraremos.