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1731

Filadelfia

Benjamin Franklin estaba sentado ante una mesa junto a la puerta de la taberna de la Cuba, observando a los paseantes de media tarde y esperando a Henry Price. Situada en el muelle en la esquina de la calle Water y Tun Alley, aquella cervecería de tres pisos había sido construida en 1685 por Samuel Carpenter, de cuya aparente falta de imaginación daba fe el hecho de que no se le hubiera ocurrido un nombre más interesante que «cuba», una palabra antigua que designaba a las barricas y los barriles. Franklin bebió otro sorbo de cerveza aguada y eructó. Carpenter la debería haber llamado la taberna Marrón, por el color de la ropa de los clientes, o sencillamente la taberna del Estiércol.[1] Después de todo, el cercano río despedía efluvios nauseabundos sobre el establecimiento durante aquellos cálidos días de verano. Entonces divisó a Price calle abajo. Lo acompañaban dos caballeros. Franklin se puso en pie, apuró la cerveza y se enjugó los labios con el dorso de la mano. Era el momento, se dijo. Al fin había llegado el gran día.

Henry Price era un hombre delgado que tenía facciones de hurón, refulgentes ojos castaños salpicados de motitas verdes y una negra cabellera lisa. Llevaba una sencilla levita oscura y un tricornio de copa baja desprovisto de adornos que no desvelaba a qué se dedicaba. Nacido en Londres en 1697, Price había ingresado en la Libertad de la Compañía de Sastres Comerciales por Patrimonio el 1 de julio de 1719, aunque poco después, en 1723, había emigrado a la ciudad portuaria de Boston. El año anterior, según había sabido Franklin, Price había abierto un establecimiento propio en la confluencia de Water y State, y las cosas le iban bastante bien. Y lo que era más importante, aunque aún no contaba con el reconocimiento oficial del vizconde Montagu, el gran maestro de la gran logia de los Modernos de Londres, Price desempeñaba las funciones de gran maestro provincial de los masones de las colonias y había accedido, después de cierta insistencia, a revelarle los misterios del oficio a Franklin, que tenía veinticinco años.

Price entró en la taberna. Franklin se irguió para saludarlo y se dio cuenta de que el gran maestro llevaba una caja bajo el brazo izquierdo.

—Hermano Price —exclamó—. ¿Ha tenido buen viaje? —Franklin examinó a los otros dos hombres. Uno de ellos era achaparrado y más bien grueso y llevaba una peluca de mala calidad. El otro era alto y tenía los dientes podridos.

Franklin y Price intercambiaron un breve apretón de manos.

—Ha sido una travesía apacible —contestó Price. A continuación se volvió hacia sus amigos—. Unos compañeros de viaje de Boston —anunció—. Robert Tomlinson. —El gordo realizó una leve reverencia—. Y Thomas Oxnard —añadió Price, con una inclinación de cabeza.

El hombre alto de los dientes podridos asintió casi imperceptiblemente.

—Se está labrando una gran reputación, señor Franklin. Algunos dicen que dentro de poco se convertirá en el director general de correos.

Franklin sintió que se sonrojaba. Apenas había abrigado otras ambiciones durante al menos el último año, aunque jamás había pensado que fueran tan evidentes en el norte, incluso en Boston. Se disponía a contestarle cuando Price lo interrumpió diciendo:

—¿Está lista la habitación?

—Así es —contestó Franklin—. Síganme.

Se abrieron paso entre los clientes hasta el fondo de la taberna de la Cuba. Franklin llamó a una puerta al final de un largo pasillo y un hombrecillo calvo con la nariz torcida la abrió y se asomó a través de la rendija. Asintió en dirección a Franklin y los dejó pasar.

La estancia era pequeña, apenas daba cabida a una mesa de comedor y cuatro sillas. Había una ventana que daba a Tun Alley, pero Franklin observó que la habían tapado con cortinas. Solo el brillo de una vela sobre la mesa desvelaba los rostros de los presentes.

—Este es el propietario de la Cuba, David Carpenter —anunció Franklin.

—Conozco a su padre —dijo Price—. ¿Cómo está Sam?

David Carpenter se mostró radiante.

—Bien, bien —contestó con cierto exceso de celo—. Le manda recuerdos, hermano Price. Y permítame añadir que tiene muy buen aspecto.

Franklin sonrió para sus adentros. Carpenter no era tonto. Sabía que, si las cosas salían bien, dentro de poco se celebrarían más rituales en la Cuba, lo que atraería a nuevos clientes.

—Oxnard y Tomlinson instalarán el templo —dijo Price—. Quédate conmigo, Ben; yo te vestiré.

Carpenter, Oxnard y Tomlinson abandonaron subrepticiamente la habitación a través de una puerta lateral. Cuando se hubieron marchado, Price se dio la vuelta y depositó en la mesa la caja que llevaba. Levantó la tapa y Franklin dio un paso hacia delante. Allí estaba. Franklin apenas podía contenerse. ¡El delantal de masón! Y debajo de este, un libro.

Price alargó la mano hacia la caja y extrajo los dos objetos.

—Practica —le aconsejó, hincando el dedo en la cubierta del libro.

Franklin cogió el volumen, abrió la cubierta y hojeó las páginas.

—Lo he señalado —comentó Price, y apuntó a una cinta alargada que sobresalía del volumen.

Franklin pasó las páginas, observando brevemente las curiosas ilustraciones y diagramas que había en ellas. Casi había llegado a la página en cuestión cuando sus ojos se posaron sobre un símbolo que reconocía. Se trataba de la letra griega fi. Y debajo de esta había una imagen del arca de la Alianza, con haces luminosos semejantes a relámpagos a ambos lados que traspasaban a los enemigos de Israel que se congregaban en los alrededores. Reparó en otro extraño diagrama que había a un lado, inmediatamente debajo de las palabras: «El evangelio de Judas».

—¿Qué es esto? —dijo Franklin, indicando la página.

Price lo examinó, frunció los labios y contestó:

—Más atrás, Ben. Por la cinta.

Franklin siguió contemplando la página. No lograba apartar la mirada de aquel insólito diagrama, los círculos y los cuadrados. El diseño era fascinante. Levantó la vista del volumen con esfuerzo, con una expresión de impotencia pintada en el rostro.

Price sonrió.

—Lo sé. Es el diseño. La máquina de Dios, Ben. Aunque todavía está incompleta.

—¿La qué?

Price meneó la cabeza.

—Más atrás, por la cinta. Apártate de ella, Ben. O echarás a perder toda tu vida por un sueño.

—¿Qué es la máquina de Dios?

—Hablaremos de eso más adelante, si estás dispuesto. Pero primero, ¿has aprendido todas las frases?

Franklin suspiró. Retrocedió hasta la página del volumen que señalaba la cinta. Observó el texto durante un instante, asintió y dijo:

—Estoy preparado, hermano Price. He estado practicando.

—Muy bien. —Price cogió el delantal, lo extendió y la tela descendió sinuosamente hasta la superficie de la mesa como si fuera un mantel. Franklin contempló las intrincadas costuras.

En el delantal había un diseño de cuadros en blanco y negro que representaba la planta del templo de Salomón: el bien y el mal. Estaba delimitado mediante cuatro columnas: al fondo se hallaban las columnas de Boaz; al frente, las dos columnas de Enoch. Cada una de ellas estaba coronada por un globo. Al fondo del diseño de cuadros se elevaba un altar con una brújula y un cuadrado. Y encima de este, las estrellas de seis puntas de las artes liberales, las siete, el ojo omnisciente del gran arquitecto y un arcoíris, el gran arco del cielo. Todo ello estaba bordeado por una cinta roja, blanca y azul.

—Es precioso —murmuró Franklin, y aspiró una bocanada de aire—. Es… —Pero no pudo terminar. Seguía pensando en el diagrama del libro. Le parecía que se le había quedado grabado, como el recuerdo del sol en la retina después de cerrar los ojos.

—Lo hicieron en Oriente. ¿Sabes interpretar estos emblemas? —Price señaló una serie de símbolos bordados en el conjunto.

Franklin titubeó. A continuación, se sacó unas gafas de oro del bolsillo de la pechera.

—Mis ojos —se quejó—. Estoy medio ciego con esta luz. Igual que mi padre. Dentro de poco se me caerá el pelo, ya lo verá. —Se colocó las gafas en el puente de la nariz y bajó la vista—. El borde es sencillo —continuó—. El rojo es el color de la masonería de Arco Real, de la valentía y el fuego. El blanco representa la pureza. Y el azul es el color de la masonería simbólica, la logia azul, la fe y la eternidad.

Price señaló la figura de una caja con dos cuadrados en los bordes superiores.

—El cuadragésimo séptimo problema de Euclides. Aunque en realidad es un teorema, no un problema —apostilló Franklin.

Price suspiró. Le indicó una serie de ilustraciones diversas, una detrás de otra.

—La línea de plomo nos aconseja que caminemos erguidos por la vida…

—Y ante Dios —replicó Price.

—Y ante Dios. La paleta extiende el cemento de la buena voluntad entre los hombres. El pentagrama representa los cinco puntos de la fraternidad, con la letra g en el medio, que se refiere a la geometría…

—Y a Dios.[2]

Franklin siguió con la mirada el dedo de Price, que dio golpecitos en el delantal.

—La colmena es el emblema del trabajo. El cuadrado y la brújula son las grandes luces de la masonería.

—Muy bien —aplaudió Price—. ¿Y la espada en el corazón?

—Quiere decir que la justicia nos alcanza enseguida y que nuestros actos, aunque a veces estén ocultos a nuestros hermanos, nunca son invisibles al ojo que todo lo ve.

El dedo de Price se detuvo. Franklin miró el delantal. El gran maestro estaba señalando un diminuto féretro negro en la base del diseño de cuadros.

—¿Y esto?

—Es la muerte —contestó Franklin, encogiéndose de hombros—. Lo que todos hemos de afrontar.

—Algunos antes que otros —añadió Price. Se puso el brazo derecho sobre el vientre, con la palma hacia abajo. Poco a poco, al tiempo que emitía un tenue sonido desde el fondo de la garganta, se pasó el pulgar sobre el abdomen, como si estuviera cortándose el estómago. A continuación, dejó caer la mano derecha al lado del cuerpo—. Los que no saben guardar secretos.

Franklin asintió. La intención de Price era obvia. Observó al sastre de Boston mientras este recogía el delantal.

—Da un paso hacia delante —ordenó.

Franklin obedeció. El gran maestro le puso el delantal y se lo ató.

—Ha llegado la hora —prosiguió Price, que retrocedió y admiró su obra.

Entraron juntos en la cámara principal, que estaba dispuesta exactamente como la imagen del delantal, con un altar al fondo y el suelo de cuadros blancos y negros. En la superficie del altar, a la luz de las velas, Franklin observó una brújula y un cuadrado, así como una Biblia. Tomlinson se había sentado en una silla a la izquierda, en el rincón del este, y Oxnard y Carpenter, los grandes custodios, al sur y el oeste. Price condujo a Franklin hasta el altar. Entonces Franklin se arrodilló.

—Ahora presento la mano derecha como muestra de amistad y amor fraternal —continuó Price— y te investiré con el apretón de manos y la palabra. Como no has recibido instrucción, el que ha respondido por ti hasta ahora volverá a hacerlo en este momento.

Carpenter dio un paso hacia delante, colocándose junto a Franklin.

—Hermano diácono mayor —dijo Price.

Carpenter se puso firmes bruscamente.

—Excelentísimo maestro.

—Yo soy el que ayuda.

—Y yo el que esconde.

—¿Qué es lo que escondes? —replicó Price.

—Todos los secretos de los masones de la orden a la que se refiere esta muestra. —Carpenter tomó la mano derecha de Price y le apretó el primer nudillo con el dedo gordo.

—¿Qué es esto? —Price apretó el primer nudillo de la mano de Carpenter con el dedo gordo.

—El apretón de manos de un discípulo iniciado.

—¿Tiene nombre?

—Sí.

—¿Vas a decírmelo?

—Yo no lo he recibido de esa forma, ni tampoco pienso decirlo.

—¿Cómo lo harás?

—Lo deletrearé o lo partiré en dos.

—Deletréalo y empieza.

—Empieza tú.

—Empieza tú.

—A.

—Be.

—O.

—Zeta.

Seguidamente, Price se volvió hacia Franklin.

—Boaz, hermano mío —explicó—, es el nombre de este apretón de manos, que siempre debe realizarse de la forma acostumbrada, deletreándolo o partiéndolo en dos. Al deletrearlo siempre se empieza con la «a».

Franklin asintió. Estaba tratando de concentrarse. Estaba intentado acordarse de todos aquellos momentos. Pero solo pensaba en aquella extraña ilustración del libro que le había mostrado Price. La máquina de Dios. Y el evangelio de Judas, se dijo. Y se preguntó a cuántos rituales tendría que someterse antes de volver a ver aquel volumen.