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Filadelfia

Tom Moody estaba trabajando al fondo del sótano, arrodillado sobre una lona de plástico, cuando atisbó una esquina de la caja en la pared. Estaba escondida en una pequeña oquedad, justo al lado de una vigueta. Estaba hecha de madera. Moody aplicó la paleta alrededor de los bordes y la tierra densa y compacta, atrapada desde hacía doscientos años, se resquebrajó hasta desmoronarse. Extrajo la caja del orificio.

Al fulgor de la linterna de trabajo, apenas distinguía una serie de grabados en la parte de arriba, rugosos y cubiertos de tierra: una pirámide y un cuadrado masones, una especie de sello. Había un pasador en uno de los lados. Moody se puso la caja en el regazo, corrió el pasador y levantó la tapa. Dentro había una especie de libro, posiblemente un cuaderno o un diario. Depositó la caja en el suelo y se quitó los guantes de trabajo. Abrió la tapa del cuaderno y le dio un vuelco el corazón cuando reparó en la firma: «B. Franklin».

La cuestión era que Tom Moody ni siquiera debería haber ido a trabajar ese día. La noche anterior se había quedado hasta las tantas en un tugurio tailandés de Bainbridge, en Center City, en una cita a ciegas con una chica a la que había conocido en internet. Después de la última serie de fracasos, Moody no esperaba gran cosa. Pero la cita había salido a pedir de boca. La chica se llamaba Miranda. Tenía una cabellera castaña ondulada y una buena delantera y cuando la vio en el restaurante con aquellos leotardos, inclinándose con la cadera hacia afuera y la mano en la barra, sonriéndole al llamarla por su nombre, supo que había tenido suerte. Y además era católica. Habían cenado pad thai y té verde, habían ido a bailar y todo había encajado inexplicablemente, de aquella manera extraordinaria en la que encajaban las cosas. Por lo menos a veces. Se había despertado junto a ella al amanecer, todavía emocionado. Su teléfono móvil estaba sonando. Era Tony, su colega del sindicato. Resultaba que había una obra independiente en Franklin Court. Por si le interesaba.

Alto y lleno de músculos, con los ojos del color del té, la cabeza afeitada y reluciente y un pendiente en la nariz, Tom Moody encontró un billete de diez dólares en la parada del autobús cuando iba hacia allá. Estaba allí tirado. Se agachó, esperando a medias que saliera volando o que lo retirase un hilo invisible, pero no se movió, de modo que lo cogió y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta de cuero.

Para cuando llegó a Franklin Court ya había comprado dos entradas para el sorteo de lotería de Powerball de aquella noche.

El trabajo era bastante sencillo. El Parque Histórico Nacional de la Independencia había autorizado ciertas obras de ingeniería debajo de Franklin Court, en la antigua casa imprenta de Benjamin Franklin, en la calle Market. Con el transcurso de los siglos los edificios que rodeaban a Franklin Court se habían desplazado. Las recientes excavaciones habían puesto de manifiesto estructuras de apoyo defectuosas al lado del nuevo museo. Tendrían que acceder a través del sótano de la vieja casa, excavar y apuntalar las vigas maestras.

Moody pasó las páginas del diario con la mano y decidió que no era más que un disparate. Las frases estaban agrupadas en tercetos, pero las letras no estaban conectadas entre sí para formar palabras. Parecían desordenadas, un galimatías. Entonces reparó en algunas palabras que reconocía: «El evangelio de Judas». Y al lado del consabido alfabeto inglés, dos lenguas extranjeras. Griego, conjeturó Moody (la había visto antes en restaurantes griegos), y una escritura desconocida.

—He encontrado una cosa —anunció Moody, al tiempo que depositaba la caja sobre el escritorio de Ian Wilson.

Achaparrado y grueso, con el escaso cabello peinado sobre el cráneo a modo de cortinilla, Wilson era el contratista jefe de la obra en el parque y el responsable de las relaciones con los oficiales del servicio del parque de la Independencia. Solía trabajar en Rittenhouse Square, pero había instalado temporalmente su despacho en la confluencia de la Tercera con Chestnut. Era un espacio espartano: un escritorio con una silla, un ordenador personal, un archivador de segunda mano y una cafetera.

Wilson llevaba un impermeable ligero marrón con el nombre del equipo infantil de béisbol al que patrocinaba (Los Truenos) impreso en la pechera y una camisa azul abotonada. Levantó la mirada de sus papeles.

—¿De qué se trata? —Fulminó con la mirada la caja cubierta de tierra que había encima del escritorio.

—Estaba en la pared norte —explicó Moody—. Justo debajo de la vigueta del sótano. Supongo que era una especie de escondite. Adelante. Ábrala.

Wilson frunció el ceño. Alargó la mano, descorrió el pasador y abrió la caja.

—¿Un libro? —Miró a Moody.

—Un diario —señaló este—. O una agenda. Y mire la primera página.

Wilson obedeció. Se quedó sin aliento al ver la firma. La florida hélice doble horizontal bajo la flemática caligrafía era inconfundible. «B. Franklin». Pasó algunas páginas con cuidado.

—Está escrito en algún idioma extranjero —añadió Moody—. No lo reconozco.

—No —repuso Wilson—. No es un idioma. Yo diría que se trata de un código.

—He encontrado una frase —replicó Moody, sintiéndose desalentado de repente. Era como si mediante aquella sencilla observación Wilson se hubiera atribuido sin ceremonias el mérito de aquel extraordinario descubrimiento—. Mire, aquí está —continuó. Le dio la vuelta al escritorio, se inclinó sobre la superficie y empezó a pasar las páginas.

Wilson lo apartó de un empujón.

—Todavía tienes las manos sucias. Enséñamelo.

—Siga pasando. Más —insistió Moody—. Más. Ahí. Ahí está. ¿Lo ve? Abajo a la derecha.

—El evangelio de Judas —musitó Wilson—. En griego y en hebreo. ¡El evangelio de Judas! —Silbó—. Es un texto gnóstico. Los gnósticos eran una primitiva secta cristiana que la Iglesia organizada consideraba herética.

—¿Eso es lo que son esas letras? No se parecen al judío que yo conozco.

—Hebreo.

—Eso —asintió Moody—. A eso me refería. —Aquello no estaba saliendo como lo había visualizado, como lo había proyectado, se dijo. Eso era lo que había dicho Miranda la noche anterior en el restaurante tailandés. Se había inclinado hacia él en la barra, de repente, antes de que se hubieran sentado, se había inclinado con aquella caballera castaña ondulada y le había explicado que las cosas solo pasaban cuando uno las había visualizado antes y estaba en armonía, en sintonía con las leyes de la atracción. O algo por el estilo—. Oiga, señor Wilson. ¿Cree que habrá una recompensa…? Ya sabe, por descubrir la caja —preguntó—. No es que intente aprovecharme. Solo me lo estaba preguntando.

—Lo dudo —contestó Wilson—. Es un Parque Nacional. Pertenece a los federales. Al pueblo, Moody —añadió con una carcajada—. A ti y a mí.

—¿Qué piensa hacer, dárselo a Thompson? —Larry Thompson era el conservador del parque de la Independencia. Moody lo había conocido hacía tres años en otro proyecto.

Wilson cerró el diario, puso la tapa en su sitio y se llevó la caja hacia el pecho.

—Bien mirado, es posible que haya una recompensa —dijo—. Puedo averiguarlo si quieres. No me sorprendería lo más mínimo. Si juegas bien tus cartas este trabajito provisional podría convertirse en algo permanente. Nunca se sabe, Moody. Y tienes razón, claro… Larry Thompson tiene que verlo. Ahora mismo.

Wilson se levantó y se sacó la cartera de los pantalones caqui. Estaba atiborrada de papeles, al extremo de una cadena.

—¿Me haces un favor? —Abrió la cartera y extrajo un tique—. Pásate por el garaje de la Iglesia de Cristo y recoge mi coche. Es un Continental negro. Está en el tercer piso. Tengo que hacer una llamada antes de irme. Luego puedes irte a comer temprano. —Sacó un billete de cien dólares—. Yo invito. —Había un amuleto en la cadena junto a la cartera, un pequeño cuadrado masónico—. Mientras tanto, hasta que sepa lo que opina Thompson, lo mejor es que te olvides de esta caja. De todas formas, lo más probable es que no sea auténtica. Y no querrás echar a perder ahora la ocasión de obtener una recompensa, ¿verdad?

Moody recogió el tique de Wilson y seguidamente el billete de cien dólares. La rueda de la vida acababa de girar. Estaba en armonía, en sintonía. ¿Qué debía visualizar a continuación?