Prólogo

Año 33 después de Cristo

El Minya, Egipto

Antes incluso de que Abraham y el muchacho se cobijasen en una caverna en las inmediaciones de El Minya, el anciano sabía que se estaba muriendo. Una hoja romana le había atravesado el estómago y la hemorragia estaba empeorando. Habían viajado hacia el sur en camello durante tres noches, siguiendo el curso del Nilo y durmiendo durante el día, ocultos bajo los papiros y las frondosas palmeras como los escorpiones. Pero, aunque habían dado esquinazo a sus perseguidores, la muerte acechaba entre las sombras de las cavernas de Kararra. Y estaba harta de esperar.

Los romanos habían sabido exactamente cómo atacarlos y cuándo. Era una triste verdad de aquella época. Al principio Abraham y el muchacho se habían sentido a salvo en el Alto Egipto, alejados de los conflictos de Judea. Pero incluso allí, cuando los grupos cristianos más ortodoxos acusaban la presión de las alas gnósticas, vendían a sus rivales a los romanos. Seius Strabo, el prefecto de Egipto, estaba encantado de ponerle el broche de oro a su carrera adjudicándose las ejecuciones y se vanagloriaba del número de cristianos muertos en sus informes semanales a Roma.

Abraham exhaló un suspiro. Aunque apenas había cumplido cincuenta años, sentía en el pecho todo el peso de la historia de la locura y la avaricia humana. Le costaba respirar. Tironeó del tocado judaico, se desató la capa con capucha y la cabellera gris se derramó sobre sus estrechos hombros. Hacía frío. Siempre hacía frío en aquel país. La estación había sido larga y húmeda, ahíta de lluvia y langostas. Llena de bestias extrañas. Y una noche la luna se había teñido completamente de escarlata. Era tiempo de portentos. El anciano sonrió. Un buen momento para ponerse en marcha.

Era un cristiano cainita de creencias y devociones profundas y no temía al más allá. Se había reconciliado hacía mucho tiempo con la muerte definitiva del cuerpo. Pero tenía una última misión, y solo le quedaba una oportunidad para cumplirla.

El anciano se dio la vuelta, sumergiéndose en una caldera de dolor. Rechinó las mandíbulas y sintió que le brotaba el sudor en la frente. Sopló una brisa nocturna procedente del desierto que apremiaba las tinieblas de la caverna. Suspirando de nuevo, Abraham se incorporó apoyándose en el codo para acercarse a la hoguera.

—¿David? —exclamó con tono áspero—. David, ¿estás ahí? Ven a la luz.

¿Dónde estaba su nieto? Abraham escrutó las sombras que bailaban en la caverna, pero las cataratas le habían tendido un velo sobre los ojos. No veía nada.

Al instante, el espigado David se arrodilló a su lado. El anciano alargó la mano. Para tocarle la cara. Para asegurarse.

O quizá solo fuera para sentirlo. Sus dedos, semejantes a garras, se doblaron sobre la mejilla y el delicado hoyuelo del mentón de su nieto.

—Tengo un secreto, un secreto terrible —susurró—. Lo he guardado desde hace mucho tiempo. Demasiado tiempo, a decir verdad. Perdóname, David, pues ahora estoy cansado. No puedo seguir guardándolo. Pero tú, David, lo puedes conservar escribiéndolo en misnaico y griego, tal como te he enseñado. Las logoi. Las palabras. Antes de que se conviertan en polvo entre las ondulaciones del desierto, en las arenas, junto con el resto del hombre que de mí queda. —Se palpó el estómago y trató de reírse. A continuación se puso serio de repente. Aferró a su nieto, retorciéndole la carne y los músculos del antebrazo—. Las palabras de un hombre al que conocí cuando era niño. Un hombre llamado Judas Iscariote.

»Toma nota de sus palabras —insistió—. Y después ocúltaselas al mundo. Ocúltaselas al sanedrín y a los romanos, a todos, David, excepto a aquellos que crean en la palabra. Y ahora tráeme el códice. Hay una cosa que debo escribir de mi puño y letra, tal y como me la transmitieron a mí.

El muchacho obedeció. El anciano escogió una pluma, la sumergió en una calabaza de tinta negra y trazó un diseño de finas líneas, rectángulos y círculos, en un baile de proporciones exquisitas.

Cuando hubo concluido sintió que el inefable peso de la memoria se filtraba a través de sus articulaciones y sus ligamentos, rezumando desde las yemas de sus dedos. Se tendió bocarriba.

—Judas era un hombre muy devoto y siempre fue bueno conmigo, siempre —le explicó Abraham a su nieto—. Para que nadie lo olvide. Y el compañero más íntimo de su maestro, digan lo que digan. Jesús fue a Judas y le dijo: «Aléjate de los demás y te descubriré los misterios del reino. Es posible que lo alcances, pero tendrás que sufrir mucho».

El anciano se estremeció, rememorando aquella visión… ¿o acaso no había sido más que un sueño? Había visto a Judas al pie de aquel precipicio, mientras descendían los demás discípulos, que lo rodeaban, con aquellas piedras en las manos. Aquellas piedras. Se habían congregado a su alrededor como lobos. ¡Un vil asesinato! Le arrancaron la piel de la cara a tiras.

—«Las próximas generaciones te maldecirán», le advirtió Jesús, «y reinarás sobre ellas… las sobrepasarás a todas. Pues sacrificarás al hombre que viste mi cuerpo para que yo cumpla las profecías».

»Judas le dijo: «Por favor, no me pidas que te traicione, mi señor».

»Y Jesús le contestó: «Levanta la vista y mira esa nube, la luz que brilla dentro de ella y las estrellas que la rodean. La estrella que indica el camino es tu estrella, Judas».

1492

Milán

Da Vinci tuvo una visión en las primeras horas de la mañana. Al otro lado de la ventana todavía era de noche. Tan solo serpenteaban esporádicos carros de bueyes y apenas algunos juerguistas extraviados perturbaban los apacibles ritmos de la ciudad antes del amanecer. Da Vinci se incorporó en el catre, se volvió hacia el escritorio y exhaló un suspiro. No tenía elección. Cuando se le presentaba una visión de aquella forma era inútil que tratara de aventurarse de nuevo en el sueño.

Encendió una lámpara con una cerilla; se puso en pie, se desperezó y se rascó la luenga barba gris. Se sirvió una copa del vino que había sobrado de la cena, que aún estaba amontonada en un plato de estaño en las inmediaciones: media pechuga de faisán, un tanto rancia, una especie de salchicha de cerdo y una rebanada rota de pan de centeno. Bebió otro sorbo de vino y fingió que no se había dado cuenta de que la carne estaba estropeada.

Casi instintivamente, alargó la mano hacia el cuaderno más cercano, que estaba abierto en la imagen de El hombre de Vitrubio, el círculo dentro del cuadrado, encima de los estudios de Cecilia Gallerani, la amante del duque, junto al boceto a carboncillo de Il cavallo, la estatua ecuestre que había diseñado en honor del padre del duque, justo al lado de los dibujos de la calculadora mecánica de engranajes…

¡Il cavallo! En cualquier momento el duque Ludovico Sforza entraría en tromba y querría que le enseñase la obra maestra que le había encargado hacía semanas. Da Vinci torció el gesto y bebió otro sorbo de vino. Semanas o ¿meses? Como si fuera tan sencillo producir estatuas y retratos uno detrás de otro. Como si fuera un fabricante de salchichas, el carnicero oficial del ducado.

Da Vinci abrió el cuaderno sobre el escritorio. En la página en blanco opuesta a El hombre de Vitrubio. No había tiempo que perder. No quería que se le escapara aquel diseño. Y siempre podía arrancar el dibujo del cuaderno más adelante y encontrar un escondite apropiado.

Alargó la mano hacia un zurrón de piel cercano y sacó otra ilustración. Se trataba de una copia de una copia, emborronada y arrugada, pero era lo único que tenía para trabajar. Y había tardado mucho tiempo en encontrarla, casi dieciséis años, por no hablar de la pequeña fortuna que le había pedido el librero de Oriente Medio. Contrariamente a la mitología popular que él mismo había inventado, Leonardo no era el hijo ilegítimo de una campesina de Vinci llamada Caterina, que había abandonado a su esposo y su hijo en la miseria para fugarse con otro hombre de una aldea vecina. Lo cierto era que su madre había sido una esclava de Constantinopla. Y aún tenía contactos en el mundo árabe.

Da Vinci admiró el diseño de finas líneas, los rectángulos y los cuadrados, los círculos que bailaban en proporciones exquisitas.

Pasó la página en blanco opuesta a El hombre de Vitrubio. El pergamino era tan fino que se entreveía el dibujo que había debajo. Entonces añadió una maraña propia de finas líneas, círculos y rectángulos, elaborando y ampliando el diseño.

Era casi mediodía cuando el duque Ludovico Sforza se puso a aporrear la puerta. El sonido era tan alarmante que arrancó a Da Vinci del trance en el que había estado sumido durante toda la mañana. Sintió que este se desprendía como una segunda piel, un capullo gastado, los vestigios de una encarnación distinta que aún colgaban de los omoplatos, las yemas de los dedos y el cabello. Se estremeció y miró a su alrededor, pero por mucho que se esforzara no lograba acordarse de cómo había llegado a esa habitación.

—¡Leonardo! Sé que estás ahí dentro. Te estoy oyendo. ¡Abre la puerta ahora mismo!

Da Vinci fue corriendo a la puerta y la abrió de golpe.

El duque Ludovico Sforza estaba echando chispas en el pasillo. Sus ojos brillantes y negros como el carbón parecían insondables. El cabello oscuro le enmarcaba el rostro. No era de extrañar que lo llamasen Il moro, «el Moro».

—Mientras yo sea tu mecenas, esta es mi casa —farfulló el duque, entrando a grandes zancadas y observando con suspicacia todos los objetos de la estancia. Llevaba una casaca de un púrpura iridiscente muy intenso, como el de las alas de una mariposa, y Leonardo se dijo que debía recordar aquel color—. Todas estas puertas son mías —prosiguió el duque— y puedo abrirlas y cerrarlas a mi antojo. Y pienso hacerlo.

—Desde luego que lo haréis. —Da Vinci se inclinó hacia delante en una suerte de reverencia.

—¿Dónde está la obra maestra de mi padre?

—Me gustaría que dejarais de referiros a ella de esa forma, duque.

Ludovico Sforza, regente y duque de Milán, hijo del gran condotiero Francesco, hizo un ademán con la mano izquierda y declaró:

—Si quieres que el mundo crea en ti, Leonardo, primero has de creer en ti mismo. —Merodeó durante un momento junto al escritorio de Da Vinci.

No, no es una mariposa, pensó este. Más bien una polilla.

Sforza tironeó de los estudios de su amante, Cecilia Gallerani, los sacó y los examinó brevemente uno detrás de otro.

—¿Esto es todo? ¿Esto es lo único que has hecho? Hace semanas que vi estas obras. ¿Qué pasa con la obra maestra de mi padre? Il cavallo, Leonardo. El caballo de bronce de siete metros y medio de altura que, como afirmabas en aquella carta, cubrirá de gloria imperecedera y honores eternos la auspiciosa memoria del príncipe, mi padre, y la ilustre casa de Sforza. —Los ojos del duque se posaron entonces sobre el cuaderno de Da Vinci, el boceto del hombre vitrubiano y el insólito dibujo que había al otro lado—. ¿Qué es esto? ¿Otro estudio? ¿Tal vez otro encargo? ¿Algo de Florencia?

Da Vinci le arrebató el cuaderno de las manos.

—Para otro momento, duque. Otra vida, a decir verdad. —Sonrió y lo guardó a buen recaudo—. No es digno de vuestra atención. Pero habéis tenido suerte.

—No seas condescendiente conmigo, Leonardo. Estoy harto de esperar. Ya basta de estudios, ejercicios, plazos alentadores y retrasos cansinos, demoras y excusas…

—Pues hoy es el día en el que empezaré… —prosiguió Da Vinci. Y sintió que el conocimiento descendía sobre él como un peso imponderable— la obra maestra de vuestro padre.

1738

Filadelfia

El trueno despertó a Benjamin Franklin. Había estado paseando con Franky por un manzanar, el que se hallaba tras la casa del obispo White. Y ambos habían estado dando patadas a las manzanas sobre la tierra húmeda que descendía hasta Dock Creek, la cala del puerto. Franklin le había dado a una de ellas una patada extraordinariamente fuerte y se había vuelto hacia su hijo con una gran sonrisa en la cara, como para decirle: «¿Lo ves? ¿Ves qué lejos?». Pero Franky ya no estaba allí. El restallido del trueno inundó la ciudad como una ola en la playa y Franklin se encontró solo, en camisón, tendido en la cama, empapado en sudor y despidiendo el hedor del miedo.

Alguien estaba llamando a una puerta, aunque no era la suya, sino la de abajo. Franklin lo oía. Se trataba sin duda de la puerta de la calle, que daba a la calle Market. Entonces los golpes se interrumpieron y alguien se detuvo ante la puerta de su dormitorio, en el pasillo, en el mismísimo rellano, gimiendo y merodeando delante de la puerta.

—¿Señor Franklin? —murmuró Peter con tono quejumbroso.

Franklin se levantó de la cama y se puso las gafas. Su ropa estaba dispuesta con puntilloso cuidado obedeciendo a un sistema demostrado que relacionaba los movimientos de las articulaciones con las prendas, de modo que se vistió deprisa y con gran eficiencia. Franklin tenía treinta y dos años. Aún conservaba buena parte del físico musculoso que había obtenido mediante su pasión por la natación cuando era un muchacho impulsado por una energía nerviosa y dinámica, aunque el vegetarianismo no había superado la prueba del tiempo y se le estaba ablandando el abdomen.

Desde que el año anterior lo nombrasen director general de correos, Franklin comía en contadas ocasiones en la casa que alquilaba en la calle Market. Amaba a Deborah (a su manera, desde luego), pero sus frugales estofados, que elaboraba con escasos ingredientes y con los que sin duda confiaba en impresionarlo, eran extraordinariamente inexpresivos, insípidos. En una palabra: aburridos.

Por mucho que aquello lo mortificase, aunque era propenso a la moderación, Franklin no podía evitarlo, sencillamente. Le encantaba la buena mesa. Aunque su hijo bastardo William debería haber sido un recordatorio constante del precio de sus desenfrenadas pasiones, Franklin intentaba hacer caso omiso de la certidumbre de que algún día aquellos prodigiosos apetitos regresarían para atormentarlo, sin duda cuando fuese muy viejo.

De resultas de ello había adoptado la costumbre de cenar en la ciudad casi todas las noches, en casas de amigos, socios o conocidos, recibiendo las atenciones de los comerciantes, realizando visitas oficiales a provincias extranjeras como dignatario o haciendo negocios como director general de correos.

Se estaba quedando calvo, lo que no le preocupaba demasiado, hasta se vanagloriaba de aquella calvicie y con frecuencia se negaba a ponerse peluca en las ocasiones señaladas. ¡Pero perder también la figura!

Todo se está yendo al infierno, pensó, todo se viene abajo. Desde lo de Franky.

—¿Señor Franklin? —repitió Peter.

—Sí, ya voy —gruñó Franklin—. ¿Quién ha venido a una hora tan intempestiva?

—El viejo judío —contestó Peter.

¿En mitad de la noche y con un tiempo tan desapacible? Era demasiado tarde para jugar a las cartas y demasiado temprano para entablar discusiones filosóficas. A menos que… Franklin abrió la puerta.

—¿Está solo?

—No, señor Franklin —dijo Peter. El maduro esclavo atisbaba nerviosamente el pasillo, como si estuviera buscando una respuesta—. Lo acompaña un caballero —añadió, sin dejar de apartar la mirada—. Un extranjero.

Franklin asió los hombros de Peter y le dio la vuelta, como si se dispusiera a atacarlo. A continuación soltó una carcajada, lo esquivó y bajó corriendo las escaleras.

Simon Nathan, el rabino mayor de Filadelfia, se encontraba en el pórtico que daba a la calle Market. Franklin observó que junto a él había un desconocido, un hombre oscuro con una capa oscura con capucha. Ambos estaban acurrucados bajo la lluvia como un par de perros de caza.

—Pasad, pasad —exclamó.

—Perdona que te molestemos a estas horas, Benjamin —se disculpó el rabino mientras franqueaba la puerta—, pero desde que tú… —Sacudió el sombrero—. Desde que nosotros… —Observó la lluvia que iba inundando el suelo.

—¿Lo habéis encontrado? —quiso saber Franklin.

El rabino sonrió. Era un anciano con ojos castaño oscuro con los ribetes de años de esforzados servicios.

—Sí, lo hemos encontrado.

—¿Dónde?

—En El Cairo.

Como si hiciera un truco de magia, el desconocido metió la mano bajo la capa y extrajo un códice encuadernado en piel, una gruesa carpeta de papel de canela.

—Este es mi amigo Haym Solomon —anunció el rabino—. Ha llegado de España en barco esta misma noche. Salió de El Cairo en camello y atravesó el Sáhara a pie.

Franklin miró en derredor del vestíbulo.

—Peter —exclamó—. Calienta un poco de coñac para nuestros invitados. ¿Peter? Están calados hasta los huesos. ¡Peter! ¿Dónde se habrá metido? Estaba pisándome los talones.

—No, no queremos coñac, gracias, Benjamin —repuso el rabino—. No podemos quedarnos. Pero quería entregarte esto en persona en cuanto llegase a mí. —El rabino tomó el códice de manos de Solomon para dárselo a Franklin—. La verdad es que no quería guardarlo en el templo.

Franklin contempló el libro que tenía entre las manos. No podía creerlo. Después de tanto tiempo. Ahuecó las manos alrededor del lomo de piel. Sentía que la antigüedad del códice se filtraba a través de las yemas de sus dedos.

—¿Estás seguro de que este es el evangelio que queríamos?

El rabino se manoseó los tirabuzones.

—Es el que estabas buscando —contestó con un suspiro—. Pero me temo que no es lo que querías, Benjamin. Escúchame. Te lo digo como amigo. Hay una razón para que haya estado escondido del mundo durante mil setecientos años. No te traerá nada bueno. Provocará las iras de tus enemigos. Se alzarán para atacarte.

El rabino se puso el sombrero.

—Olvídalo, Bennie. Franky está muerto. —Sin decir otra palabra, asió el brazo de su acompañante y juntos atravesaron la puerta y se internaron calle abajo hasta desvanecerse en la lluvia torrencial.

Franklin estrechó el códice entre sus brazos y cerró la puerta con llave. Luego cogió la lámpara que Peter había dejado en el vestíbulo y subió de nuevo las escaleras. Deborah continuaba durmiendo en sus aposentos. La casa estaba sumida en un silencio absoluto.

El estudio de Franklin se encontraba al fondo de la casa. Se trataba de una estancia pequeña, cubierta de libros y salpicada de inventos medio construidos. Había mapas y retratos colgados en las paredes, pero aquella noche no les prestó atención. Abrió el códice con un suspiro. Se componía de cientos de quebradizas páginas de papiro polvoriento; la mayoría de los márgenes se habían resquebrajado como si fueran de pizarra.

Y allí estaba. En la primera página. Allí mismo. ¡En el mismísimo frontispicio! El diseño de líneas, rectángulos y círculos, rectángulos y cuadrados, en un baile de exquisitas proporciones.

¡Después de tanto tiempo, las leyendas eran ciertas!

Franklin se reclinó en la silla y se rió. Alargó la mano hacia la botellita de ron medicinal que guardaba en el escritorio. Se sirvió un traguito en una sencilla copa de hojalata. Luego se levantó para dirigirse a la pared que había al otro lado del escritorio. Hacia el cuadro. Hacia Franky.

Su hijo seguía sonriendo. Lleno de alegría. Aunque la viruela lo hubiese matado hacía dos años, cuando contaba cuatro.

—Tendrías que haber visto la patada que le di a aquella manzana, Franky. Fue hasta Dock Creek —dijo Franklin—. Cuando llegue el momento tendremos que hacer algo al respecto, desde luego. Una puntada a tiempo… Los criados perezosos de todo el barrio tiran la fruta de nuestras despensas en Dock Creek. Por no hablar de las tenerías de Harmony Lane. Algún día estallará un brote de cólera. Ya lo verás.

Un relámpago iluminó brevemente la habitación. Al rato, el estruendo del trueno.

Franklin alzó la copa.

—Ya falta poco, Franky. —Brindó hacia el cuadro—. Como te había prometido. Estaré allí, a tu lado, y volveré a mecerte en mis brazos hasta que te quedes dormido.