Capítulo cuarto

En el trecho alto del río vimos sus ciudades, tan delicadas como tejidas de la misma niebla de la mañana entre la que surgieron. Nos daba la impresión de que desaparecían por un instante, que se agitaban con el viento que acariciaba la superficie del agua. Había allí palacetes, blancos como flores de nenúfar. Había torres que parecían entrelazadas de hiedra, había puentes tan ligeros como sauces llorones. Y había otras cosas para las que no supimos encontrar nombres. Y eso que teníamos ya nombres para todo lo que en este mundo nuevo y resucitado habían visto nuestros ojos. De pronto, allá en los lejanos rincones de nuestra memoria, encontramos nombres para dragones y grifos, para sirenas y ninfas, para sílfides y dríadas. Para los blancos unicornios que bebían en el río al atardecer, inclinando hacia el agua su esbelta cabeza. A todo le dimos nombre. Y todo se volvió cercano, conocido, nuestro.

Excepto ellos. Ellos, aunque tan parecidos a nosotros, nos eran ajenos, tan ajenos, que durante mucho tiempo no supimos encontrar nombre para esta diferencia.

Hen Gedymdeith, Los elfos y los humanos

Elfo bueno, elfo muerto

Mariscal Milan Raupenneck

La desgracia sobrevino acorde con la eterna costumbre de desgracias y halcones: se cernió sobre ellos un tiempo pero esperó a atacar hasta el momento preciso. Hasta el momento en que se alejaron de las escasas aldeas situadas junto al Gwenllech y el Buina de Arriba, evitaron Ard Carraigh y se introdujeron en el corazón del monte, en el despoblado cubierto de matojos. Como un halcón que ataca, la desgracia no erró su objetivo. Cayó sin equivocarse sobre su víctima, y su víctima fue Triss.

Al principio tenía un aspecto horrible, pero no demasiado amenazador, parecía un simple desarreglo de vientre. Geralt y Ciri intentaron discretamente no prestar atención a las paradas obligadas por los padecimientos de la hechicera. Triss, pálida como la muerte, perlada de sudor y con una mueca de dolor, intentó incluso continuar el viaje durante algunas horas, pero alrededor de mediodía, después de pasar un tiempo anormalmente largo en un soto al lado del camino, ya no pudo subirse al caballo. Ciri quiso ayudarla, pero ello dio escasos resultados: la hechicera no fue capaz de agarrarse a las crines, resbaló por el costado del caballo y cayó al suelo.

La levantaron, la pusieron sobre la capa. Geralt, sin una palabra, tomó las enjalmas, buscó la arquilla con los elixires mágicos, la abrió y maldijo. Todos los frasquitos eran idénticos y las misteriosas señales en los sellos no le decían nada.

—¿Cuál, Triss?

—Ninguno —jadeó, se sujetaba la tripa con las dos manos—. Yo no puedo… No puedo tomarlos.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Tengo alergia…

—¿Tú? ¿Una hechicera?

—¡Tengo alergia! —Rompió en sollozos causados por su rabia impotente y desesperada—. ¡Siempre la tuve! ¡No tolero los elixires! ¡Con ellos curo a otros, a mí misma sólo me puedo curar con amuletos!

—¿Y dónde tienes el amuleto?

—No sé. —Apretó los dientes—. Debo de habérmelo dejado en Kaer Morhen. O haberlo perdido…

—Mierda. ¿Qué hacemos? ¿Y no puedes echarte un sortilegio a ti misma?

—Lo he intentado. Precisamente éste es el resultado. No puedo concentrarme con estos espasmos…

—No llores.

—¡Te es fácil decirlo!

El brujo se levantó, tomó sus propias enjalmas del lomo de Sardinilla y comenzó a revolver en ellas. Triss se hizo un ovillo, un paroxismo de dolor le deformó el rostro, apretó los labios.

—Ciri…

—¿Qué, Triss?

—¿Te sientes bien? ¿Ninguna… sensación?

La muchacha movió la cabeza negando.

—¿Y si fuera una intoxicación? ¿Qué es lo que comí? Pero si todos comimos lo mismo… ¡Geralt! Lavaos las manos. Vigila que Ciri se lave las manos…

—Tiéndete tranquila. Bebe esto.

—¿Qué es?

—Simples hierbas calmantes. En ellas no hay magia ni para un diente, no te perjudicará. Y suavizará las convulsiones.

—Geralt, las convulsiones… no son nada. Pero si me da fiebre… Puede que sea… disentería. O paratifus.

—¿No estás inmunizada?

Triss no respondió, volvió la cabeza, se mordió los labios, se ovilló aún más. El brujo no continuó las indagaciones.

Después de dejarla descansar un poco, subieron a la hechicera a la silla de Sardinilla. Geralt se sentó detrás de ella, la sujetó con las dos manos y Ciri, cabalgando a un lado, llevaba las riendas, sujetando al mismo tiempo las del castrado de Triss. No anduvieron ni siquiera un milla. La hechicera se escapaba de las manos, no era capaz de mantenerse sobre el arzón. De pronto comenzó a temblar en espasmos convulsivos, al momento siguiente ardía de fiebre. La gastritis se agravó. Geralt se engañaba a sí mismo con la esperanza de que fuera el resultado de una reacción alérgica a los restos de magia en su elixir de brujo. Se engañaba. Pero no lo creía.

—Ay, señor —dijo el centurión—. No habéis caído en buen momento. Me da que en peor no podíais haber caído.

El centurión tenía razón, Geralt no podía ni negarlo ni discutirlo.

La caseta de guardia encargada del puente, en la que por lo general había tres soldados, un caballerizo, un peajero y todo lo más algunos viandantes, esta vez rebosaba de gente. El brujo contó por lo menos treinta de infantería ligera con los colores de Kaedwen y más de medio centenar de escuderos que acampaban dentro de una baja empalizada. La mayor parte de ellos holgazaneaba junto a las hogueras, de acuerdo con la vieja ley de la soldadesca que decía que uno duerme cuando puede, y se levanta cuando le despiertan. Al otro lado de unas puertas abiertas de par en par se veía bureo: el interior del puesto de guardia también estaba lleno de gente y caballos. En lo alto de una torcida atalaya hacían guardia dos soldados con ballestas prestas para disparar. En el antepuente, disperso y pateado por cascos, había seis carros de campesinos y dos furgones de mercaderes, mientras que en el cercado, bajando la testa tristemente sobre el barro lleno de estiércol, estaban metidos unos cuantos bueyes carreteros.

—Un ataque hubo. Al puesto. Ayer por la noche —el centurión se adelantó a la pregunta—. Apenas alcanzamos a llegar con refuerzos, si no, acá no hubiera ya más que tierra quemada.

—¿Quién fue el agresor? ¿Bandoleros? ¿Desertores?

El soldado negó con la cabeza, escupió, miró a Ciri y a Triss, que estaba encogida sobre el arzón.

—Entrar en la cerca —dijo—, o a poco la hechicera se cae de la silla. Ya tenemos por aquí un par de magullados, uno más no hace diferencia.

En el patio, en un sombrajo abierto, yacían algunas personas con vendajes ensangrentados. Algo más lejos, entre la pared de la empalizada y un pozo de madera con una garrucha, Geralt entrevió seis cuerpos inmóviles cubiertos con tela de arpillera, bajo la cual sólo sobresalían unos pies con botas sucias y destrozadas.

—Acomodar a la hechicera allá, pegada a los heridos —el soldado señaló al sombrajo—. Ja, señor brujo, una mala pata es que esté mala. A alguno de los nuestros les arrearon en la lucha, no sería de despreciar la ayuda mágica. A uno, como que cuando le sacamos la saeta, se le quedó en las entrañas la punta, se nos va a ir el mozo gota a gota hasta la mañana, como nada se nos va… Y la hechicera que podría salvarlo se cuece ella misma en fiebre, como que parece que más de nosotros necesita ayuda que otra cosa. En mal momento, como ya se dijo, en mal momento…

Se detuvo al ver que el brujo no apartaba el ojo de los cuerpos cubiertos de arpillera.

—Dos de la guardia de acá, dos nuestros y dos… de ellos —dijo, retirando el borde de la rígida tela—. Mirar, si queréis.

—Ciri, vete.

—¡También quiero verlo! —La muchacha se asomó desde detrás de él, miró a los cuerpos con la boca abierta.

—Vete, por favor. Ocúpate de Triss.

Ciri rezongó con desgana, pero le hizo caso. Geralt se acercó.

—Elfos —afirmó, sin ocultar su asombro.

—Elfos —confirmó el soldado—. Scoia’tael.

—¿Qué?

—Scoia’tael —repitió el soldado—. Bandidos del bosque.

—Extraño nombre. Significa, si no me equivoco, "Ardillas".

—Sí, señor. Justamente, Ardillas. Ellos a sí mismos se nombran, en la lengua de los elfos. Unos dicen que porque a veces llevan la cola de la ardilla en los gorros y los bonetes. Otros, en cambio, que es porque en el monte viven y comen nueces. Cada vez más molestias tenemos con ellos, ya sus digo.

Geralt agitó la cabeza. El soldado cubrió los cadáveres con la arpillera, se limpió las manos al caftán.

—Venir —dijo—. No hay por qué estar acá, sus llevaré al comandante. De la enferma se ocupará nuestro decurión, si es que es capaz. Sabe quemar y remendar heridas, componer huesos, y puede que hasta sepa revolver jarabes, quién lo sabe, es un mozo listo, de la sierra. Venid, señor brujo.

En la barraca del peajero, oscura y llena de humo, se estaba llevando a cabo una viva y ruidosa discusión. Un caballero de pelo corto con una cota de malla y una túnica amarilla les gritaba a dos mercaderes y un adalid, lo que observaba el peajero de cabeza vendada adoptando un siniestro gesto de indiferencia.

—¡Dije que no! —El caballero golpeó con el puño en la desvencijada mesa y se enderezó, colocándose el escapulario sobre el pecho—. ¡Mientras no vuelva la partida, no os moveréis de aquí! ¡No me vais a andar vagando por los caminos!

—¡Pos si tenemos que estar en dos días en Daevon! —infló los morros el adalid, removiendo ante los ojos del caballero un corto bastón grabado y con una señal al fuego—. ¡Conduzco una caravana! ¡Si nos atrasamos, el alguacil me cortará la testa! ¡Me quejaré al voievoda!

—Quéjate, quéjate —se burló el caballero—. Y te aconsejo que en primero te metas paja en los pantalones, pues el voievoda asesta buenas coces. Pero por el momento yo doy acá las órdenes, porque el voievoda está lejos, y tu alguacil me toca los cojones. ¡Oh, Unist! ¿A quién nos traes, centurión? ¿Un mercader más?

—No —respondió el centurión, vacilante—. Es un brujo, señor. Le nombran Geralt de Rivia.

Para sorpresa de Geralt, el caballero adoptó una amplia sonrisa, se le acercó y alargó la mano para saludarle.

—Geralt de Rivia —repitió, aún sonriente—. He oído hablar de vos, y no de labios cualquiera. ¿Qué os trae por aquí?

Geralt le aclaró lo que le traía por allí. El caballero dejó de sonreír.

—No habéis venido en buen momento. Ni a lugar bueno. Tenemos guerra, señor brujo. Andurrean por los bosques una banda de Scoia’tael, no más lejos que ayer nos las vimos con ellos. Estamos esperando aquí a los bastimentos y después comenzaremos la batida.

—¿Lucháis contra los elfos?

—No sólo contra los elfos. ¿Qué os pasa a vos, señor brujo, no habéis oído hablar de los Ardillas?

—No, no he oído.

—¿Entonces dónde anduvisteis los dos años últimos? ¿Al otro lado del mar? Porque aquí, en Kaedwen, los Scoia’tael han cuidado para que se oiga hablar de ellos, sí, no lo han hecho mal. Las primeras bandas aparecieron apenas estalló la guerra con Nilfgaard. Se aprovecharon, malditos inhumanos, de nuestros apuros. Nosotros peleábamos en el sur, y ellos comenzaron una guerra de guerrillas por la espalda. Contaban con que Nilfgaard nos iba a machacar, comenzaron a gritar que si el fin del dominio de los humanos, que si la vuelta a los antiguos órdenes. ¡Humanos al mar! ¡Ésas son sus consignas, por eso asesinan, queman y roban!

—Vuestra es la culpa y vuestras las congojas actuales —se entrometió lúgubre el adalid, golpeándose en el muslo con el bastón labrado, símbolo de su función—. Vuestra, nobles y caballeros. Vosotros tiranizasteis a estas nogentes, no les dejasteis vivir en paz, y así tenéis ahora. Y nosotros en cambio por todos lados las caravanas dirigíamos y nadie nos estorbaba. El ejército no nos era necesario.

—Lo que es verdad es verdad —dijo uno de los mercaderes, sentado en un banco, que había estado callado hasta entonces—. No son más peligrosos los Ardillas que los bandoleros que correteaban por estos caminos. ¿Y con quién se liaron los elfos de primero? Pues precisamente con los bandoleros.

—¿Y a mí qué diferencia me hace el que quien me asaeta desde las matas sea un bandolero o un elfo? —dijo de pronto el peajero de la cabeza vendada—. Si en medio de la noche se me quema el bálago del tejado por cima de la testa, el techo igual se abrasa, ¿qué diferencia habrá en la mano que agarraba la tea? ¿Decís, señor mercader, que no son peores los Scoia’tael que los bandoleros? Mentira. A los bandoleros lo que les mueve es el botín, a los elfos la sangre de las gentes. No todo el mundo tiene ducados, pero sangre en las venas todos. ¿Decís que es congoja de los poderosos, señor adalid? Aún más grande mentira. ¿Y en qué les eran deudores a los inhumanos los leñadores muertos por los despoblados, los pegueros despedazados en los Hayedos, los campesinos de las aldeas quemadas? Vivían, trabajaban juntos, como vecinos, y de una vez, un flechazo en los pechos… ¿Y yo? En la vida he hecho mal a ningún inhumano, y mirad mi testa rajada por la hoja de un enano. Y si no hubiera sido por los guerreros a los que esperáis, estaría ya bajo tierra…

—¡Justamente! —El caballero de la túnica amarilla golpeó de nuevo con el puño sobre la mesa—. Protegemos vuestro asqueroso pellejo, maese adalid, ante aquéllos, como decís, elfos enfurecidos a los que, como afirmasteis, no les permitíamos vivir. Y yo os diré otra cosa: los hemos envalentonado demasiado. Los toleramos, los tratamos como a humanos, como a iguales, y ellos ahora nos meten el puñal por la espalda. Nilfgaard los paga por esto, apuesto mi cabeza, y los elfos libres de las montañas los pertrechan. Pero verdadero apoyo encuentran en los que de continuo viven entre nosotros: en elfos, medioelfos, enanos, gnomos y medianos. Ellos les ocultan, alimentan, les proveen de voluntarios…

—No todos —habló el segundo de los mercaderes, delgado, con un rostro delicado de rasgos nobles y apenas de mercader—. La mayor parte de los inhumanos condena a los Ardillas, señor caballero, y no quiere tener nada que ver con ellos. La mayoría es leal, y paga no pocas veces un alto precio por esta lealtad. Recordad al burgrave de Ban Ard. Era medio elfo y clamaba por la paz y la colaboración. Murió de una alevosa saeta.

—Disparada sin duda por un vecino, mediano o enano, que también hacía como que era leal —se burló el caballero—. ¡En mi opinión, ninguno de ellos es leal! Cada uno de ellos… ¡Hey! ¿Y tú quién eres?

Geralt miró alrededor. Justo a sus espaldas estaba Ciri, obsequiando a todos con una mirada de brillo esmeralda de sus enormes ojos. Si se trataba de la capacidad de moverse sin causar ruido, ciertamente la muchacha había hecho progresos significativos.

—Ella va conmigo —explicó.

—Hummm… —El caballero midió a Ciri con los ojos, después de lo cual se volvió de nuevo en dirección al mercader del rostro noble, hallando en él, evidentemente, un compañero de disputas de mayor porte—. Sí, señor, no me habléis de inhumanos leales. Todos son nuestros enemigos, en lo que algunos afectan mejor y otros peor el no serlo. Medianos, enanos y gnomos vivían entre nosotros desde hacía siglos, parecía que en mayor o menor concierto. Y bastó que los elfos alzaran la cabeza y estos otros también pusieron mano a las armas y se echaron al monte. Os digo, un error fue el que toleráramos a los elfos libres y a las dríadas, sus montes y sus enclaves en las sierras. Poco les era aquello, ahora gritan: "Éste es nuestro mundo, largo de aquí, extranjeros". Por los dioses, les vamos a enseñar quién se tiene que largar, no van a quedar de ellos ni las huellas. Les sacamos la piel a los nilfgaardianos y ahora nos liaremos con las bandas éstas.

—No es fácil atrapar a un elfo en el bosque —habló el brujo—. Tampoco perseguiría a un gnomo ni a un enano hasta las montañas. ¿Cuántos miembros tienen estos destacamentos?

—Bandas —le corrigió el caballero—. Bandas, señor brujo. Cuentan con hasta veinte cabezas, a veces más. Ellos llaman a estas partidas "comandos". Es una palabra de la lengua de los gnomos. Y en lo que respecta a si atraparlos es fácil o no, tenéis razón, se ve que sois especialista. Dar tumbos por bosques y selvas no tiene sentido. La única forma es cortarlos la retaguardia, aislarlos, matarlos de hambre. A aquéllos de las ciudades y villas, de las aldeas, de las labranzas…

—El problema en esto —dijo el mercader de los rasgos nobles— es que nunca se sabe quién de entre los inhumanos ayuda y quién no.

—¡Entonces hay que agarrarles por el pescuezo a todos!

—Ajá. —El mercader sonrió—. Entiendo. Ya he oído esto antes. Por el pescuezo a todos y a las minas, a campos de concentración, a las graveras. Todos. Los inocentes también. Mujeres, niños. ¿No es eso?

El caballero alzó la cabeza, apretó la mano contra la empuñadura de la espada.

—¡Exactamente así y no de otro modo! —dijo en voz alta—. Os apenan los niños, y vos mismo sois como niño en este mundo, señor mío. La tregua con Nilfgaard es cosa quebradiza como cáscara de huevo, si no hoy, mañana puede comenzar de nuevo la guerra, y en la guerra puede suceder de todo. Si nos vencieran, ¿qué pensáis que nos puede pasar? Yo os lo diré: saldrán de los bosques entonces los comandos de los elfos, saldrán en número y fuerza, y estos leales se les unirán al punto. Esos vuestros leales enanos, vuestros medianos amigables, ¿hablarán, pensáis, de paz, de reconciliación? No, señor. Ellos habrán de sacarnos las tripas, mano a mano con Nilfgaard, nos ajustarán las cuentas. Y nos ahogarán en el mar, como prometen. ¡No hay una tercera vía!

Las puertas de la barraca chirriaron, apareció un soldado con un delantal sanguinolento.

—Perdonar que os moleste. —Carraspeó—. ¿Cuál de vuesas mercedes trajo acá la hembra enferma?

—Yo —dijo el brujo—. ¿Qué ha pasado?

—Venir, por favor.

Salieron al aire libre.

—Mal, señor, le va —dijo el soldado apuntando a Triss—. Dile orujo con pimienta y salitre, pero no ayudó. No mucho…

Geralt no comentó porque no había qué comentar. La hechicera, doblada y encogida, atestiguaba palpablemente que el orujo con pimienta y salitre no era lo que su estómago podía soportar.

—Puede ser algún contagio. —El soldado frunció el ceño—. O, cómo se dice… sentería. Si eso se les pegara a las gentes…

—Es un hechicera —protestó el brujo—. Las hechiceras no enferman…

—Pues mejor todavía —introdujo con cinismo el caballero, que se les había acercado—. La vuestra, por lo que veo, está que rebosa de salud. Don Geralt, escuchadme. A la mujer le es necesaria ayuda y nosotros no podemos prestársela. Tampoco puedo, habréis de comprender, arriesgarme a una epidemia entre mis soldados.

—Entiendo. Parto de inmediato. No tengo elección, tengo que volver en dirección a Daevon o Ard Carraigh.

—No iréis muy lejos. Las partidas tienen órdenes de detener a todos. Aparte de ello es peligroso. Los Scoia’tael huyeron precisamente en aquesta dirección.

—Me las apañaré.

—Por lo que he oído acerca de vos —el caballero frunció la boca— no dudo que os las apañaríais. Pero prestar atención, no estáis sólo. Lleváis al cuello a una enferma y a esa mocosa…

Ciri, que estaba intentando en ese preciso instante limpiar en un peldaño de la escalera la bota embadurnada de estiércol, levantó la cabeza. El caballero carraspeó y bajó la vista. Geralt sonrió levemente. Durante los últimos dos años Ciri casi había olvidado su origen y casi se había deshecho por completo de las maneras y afectaciones propias de una princesa, pero su mirada, cuando quería, recordaba mucho a la mirada de su abuela. Tanto, que la reina Calanthe seguramente hubiera estado orgullosa de su nieta.

—Sííí, de qué estaba yo… —tartamudeó el caballero, mientras se agarraba el cinturón a causa de su azoramiento—. Don Geralt, sé lo que debéis hacer. Cabalgar al otro lado del río, hacia el sur. Alcanzar podéis la caravana que sigue la ruta alante. Una noche de marcha, la caravana a buen seguro se detiene a pastar, la alcanzaréis antes del alba.

—¿Qué es esa caravana?

—No sé. —El caballero encogió los hombros—. Pero no son mercaderes ni reata común y corriente. Demasiado ordenadito todo, los carros todos iguales, tapados… Tampoco, creo, alguaciles reales. Les permití pasar por el puente, porque siguen el camino del sur, seguro que hasta los esguazos del Lixela.

—Humm —reflexionó el brujo, mirando a Triss—. Ésta es mi dirección. Pero, ¿encontraré allí ayuda?

—Puede que sí —dijo con frialdad el caballero—. Y puede que no. Pero aquí no la vais a encontrar con toda seguridad.

No lo escucharon ni lo percibieron cuando se acercó cabalgando, sumidos en la conversación, sentados junto al fuego, el cual iluminaba con una luz amarillenta y cadavérica las lonas de los carros puestos en círculo. Geralt hizo encabritarse ligeramente a la yegua y la obligó a relinchar sonoramente. Quería advertir al vivac de la caravana, quería moderar la sorpresa y adelantarse a movimientos nerviosos. Por propia experiencia sabía que al mecanismo de las ballestas no le gustaban los movimientos nerviosos.

Los acampados se incorporaron, pese a la advertencia realizaron numerosos movimientos nerviosos. La mayoría, observó instantáneamente, eran enanos. Esto le intranquilizó un tanto: los enanos, aunque irascibles sin medida, tenían por costumbre en tales situaciones preguntar primero y sólo después disparar las ballestas.

—¿Quién? —gritó con voz ronca uno de los enanos, sopesando con un rápido y enérgico movimiento el hacha que había sacado de un tocón que yacía junto al fuego—. ¿Quién va?

—Un amigo. —El brujo bajó del caballo.

—Ya veremos de quién —aulló el enano—. Acércate. Ten las manos de forma que podamos verlas.

Geralt se acercó, manteniendo las manos de forma que las pudiera ver perfectamente incluso alguien afectado de conjuntivitis o de hemeralopía.

—Más cerca.

Obedeció. El enano bajó el hacha, inclinó ligeramente la cabeza.

—O me engaña la vista —dijo— o este es el brujo llamado Geralt de Rivia. O alguien que se parece un huevo a Geralt.

El fuego disparó de pronto chispas, crepitó con claridad dorada, extrajo de las sombras rostros y figuras.

—Yarpen Zigrin —afirmó Geralt, sorprendido—. ¡No otro que el propio y barbado Yarpen Zigrin!

—¡Ja! —El enano arrojó el hacha como si fuera una varita de mimbre. La hoja silbó en el aire y se clavó en el tocón con un sordo golpe—. ¡Falsa alarma! ¡Es cierto que es un amigo!

El resto se relajó visiblemente, a Geralt le pareció que se escuchaba un profundo suspiro de completo alivio. El enano se acercó, le tendió la mano. Su apretón podía competir sin esfuerzo contra unas tenazas de hierro.

—Hola, so agrio —le dijo—. Bienvenido, de donde quiera que vengas y a donde quiera que vayas. ¡Muchachos! ¡Venid todos! ¿Recuerdas a mis muchachos, brujo? Éste es Yannick Brass, éste es Xavier Moran, y estos son Paulie Dahlberg y su hermano Regan.

Geralt no recordaba a ninguno: todos, al fin y al cabo, tenían el mismo aspecto, barbados, recios, casi cuadrados en sus gruesos jubones calados.

—Erais seis. —Apretó una tras otra las diestras nudosas y duras que se le tendían—. Si no recuerdo mal.

—Tienes buena memoria —se rio Yarpen Zigrin—. Éramos seis, claro que sí. Pero Lucas Corto se casó, se asentó en Mahakam y se salió de la compañía, el muy patán. Como que no encontramos a nadie suficientemente bueno para su puesto, hasta ahora. Y una pena, porque seis es la cifra justa, ni pocos, ni muchos. Si toca comerse un ternero como si toca trasegar un barrilillo, no hay nada como ser seis…

—Por lo que veo —Geralt, con un movimiento de la cabeza, señaló al resto del grupo que estaba de pie indeciso junto a los carros—, hay aquí suficientes como para dar cuenta de tres terneros, por no hablar de cosas más pequeñas. ¿Qué es esta compaña que comandas, Yarpen?

—No soy yo el que la comanda. Permíteme que te presente. Perdonad, señor Wenck, que no lo hiciera enseguida, pero yo y mis muchachos conocemos a Geralt de Rivia desde hace algún tiempo, tenemos unos cuantos recuerdos comunes. Geralt, éste es el señor comisario Vilfrid Wenck, al servicio del rey Henselt de Ard Carraigh, piadoso gobernante y señor de Kaedwen.

Vilfrid Wenck era alto, más alto que Geralt, y dos veces más que el enano. Estaba vestido con un sencillo traje, común para los adalides, alguaciles y enlaces montados, pero en sus movimientos había una severidad, rigidez y seguridad que el brujo conocía y sabía reconocer sin error, incluso de noche, incluso a la escasa luz de las hogueras. Así se movían personas acostumbradas a la loriga y al peso del talabarte con las armas. Wenck era un soldado profesional, Geralt estaba dispuesto a apostar lo que fuera. Apretó la mano que se le ofrecía, se inclinó ligeramente.

—Sentémonos. —Yarpen Zigrin indicó el tronco en el que seguía clavada su potente hacha—. Di, ¿qué es lo que te trae por estos andurriales, Geralt?

—Busco ayuda. Viajo por cuenta propia, con una hembra y una mozalla. La hembra va mala. De gravedad. Os alcancé para pediros ayuda.

—Maldita sea, médico no llevamos. —El enano escupió a un leño ardiente—. ¿Dónde las dejaste?

—A media legua de aquí, junto al camino.

—Muéstranos el camino. ¡Eh, vosotros! ¡Tres a los caballos, ensillad los de refresco! Geralt, ¿tu hembra se tiene en la silla?

—No mucho. Precisamente por esto tuve que dejarla.

—¡Tomad una capellina, un lienzo y dos pértigas de carro! ¡Vivo!

Vilfrid Wenck cruzó las manos sobre el pecho, carraspeó con fuerza.

—Estamos en el camino —dijo en voz alta Yarpen Zigrin sin mirarle—. En el camino no se le niega ayuda a nadie.

—Joder. —Yarpen retiró la mano de la cabeza de Triss—. Quema como un horno. No me gusta esto. ¿Y si fuera el tifus o la disentería?

—Esto no puede ser ni el tifus ni la disentería —mintió Geralt con convicción, cubriendo a la enferma con una frazada—. Los hechiceros son inmunes a estas enfermedades. Esto es una intoxicación alimenticia, nada contagioso.

—Humm… Bueno, está bien. Voy a jarbar en los petates. No sé dónde tenía un buen medicamento contra la cagalera, puede que me quedara algo.

—Ciri —murmuró el brujo, dándole a la muchacha la zamarra—. Vete a dormir, estás que te caes. No, no en el carro. En el carro vamos a poner a Triss. Tú acuéstate junto al fuego.

—No —protestó en voz baja, mirando al enano que se alejaba—. Me tumbaré junto a ella. Si ven que me separas de ella no te creerán. Pensarán que es contagioso y nos echarán como esos guardias.

—¿Geralt? —gimió de pronto la hechicera—. ¿Dónde… estamos?

—Entre amigos.

—Estoy aquí —dijo Ciri, acariciándole los cabellos castaños—. Estoy junto a ti. No tengas miedo. ¿No notas qué calorcito hay aquí? El fuego arde, y el enano te traerá ahora un medicamento para… la tripa.

—Geralt —sollozó Triss, intentando liberarse de las mantas—. Ningún… ningún elixir mágico, recuerda…

—Recuerdo. Tiéndete tranquila.

—Tengo que… Ooooh…

El brujo se agachó sin decir palabra, alzó a la hechicera junto con el capullo de gualdrapas que la cubrían y marchó hacia el bosque, hacia las tinieblas. Ciri suspiró.

Se volvió al escuchar unos pesados pasos. De por detrás del carro apareció el enano, apretando bajo las axilas un envuelto bastante grande. El fuego de la hoguera relucía en la hoja del hacha que llevaba en el cinturón, brillaban también los clavos de su pesado jubón de cuero.

—¿Dónde está la enferma? —gruñó—. ¿Se escapó en su escoba?

Ciri señaló a las tinieblas.

—Claro —asintió—. Conozco tal dolor y tamaña indisposición. Cuando era más joven me zampaba todo lo que era capaz de encontrar o de dejar inerme, así que más de una y más de dos veces me envenené. ¿Quién es, la hechicera ésta?

—Triss Merigold.

—No la conozco. Aunque bien es verdad que pocas veces tengo que ver con la Hermandad. Bueno, pero es hora de presentarse. A mí me llaman Yarpen Zigrin. ¿Y a ti cómo te llaman, canija?

—De otra forma —ladró Ciri, y los ojos le brillaron. El enano se rio a carcajadas, mostró los dientes.

—Ah. —Se inclinó exageradamente—. Perdón os pido. En lo oscuro no os conocí. No es una canija, sino una noble señorita. Me tiro a sus pies. ¿Y cómo se llama la señorita, si no es un secreto?

—No es un secreto. Me llamo Ciri.

—Ciri. Ajá. ¿Y qué es vuesa merced?

—Ah, esto —Ciri levantó la nariz con orgullo—, esto sí es un secreto.

Yarpen se rio de nuevo.

—La lengua de la señorita es afilada como víbora, como víbora. Pido a vuesa merced que me perdone. Traje el medicamento y algo de comer. ¿Lo va a aceptar o va a echar de nuevo a este viejo palurdo de Yarpen Zigrin?

—Perdón… —Ciri reflexionó, bajó la cabeza—. De verdad que a Triss le hace falta ayuda, señor… Zigrin. Está muy enferma. Gracias por la medicina.

—No hay de qué. —El enano enseñó de nuevo los dientes, la palmeó amigablemente en hombro—. Ven, Ciri, me ayudarás. Hay que preparar el medicamento. Vamos a hacer las bolas según la receta de mi abuela. A estas bolas no se les resiste ninguna enfermedad de las tripas.

Desenrolló el atado, extrajo algo con la forma de un bloque de turba y una pequeña olla de barro. Ciri se acercó con curiosidad.

—Has de saber, noble Ciri —dijo Yarpen— que mi abuela sabía de remedios como nadie. Por desgracia, pensaba que la fuente de la mayor parte de enfermedades era la pereza, y que la mejor forma de curar la pereza era el palo. En tocante a mí y mis hermanos hacía un uso sobre todo preventivo de dicha medicina. Nos daba leña en cualquier ocasión y también sin ocasión. Era una arpía sin parangón. Y cuando una vez, sin cómo ni por qué, me dio un cacho pan con manteca y azúcar, tanto me sorprendió que de la impresión dejé caer el cacho al suelo, con la manteca hacia abajo. Y la abuela me zurró, la vieja puta asquerosa. Y luego me dio otro cacho de pan, sólo que esta vez sin azúcar.

—Mi abuela —Ciri movió la cabeza con comprensión— también me pegó una vez. Con una varilla.

—¿Con una varilla? —El enano sonrió—. La mía me apaleó una vez con el mango de un zapapico. Va, pero basta de recuerdos, hay que enrollar las bolas. Aquí tienes, toma un pedazo y amásalo en forma de bola.

—¿Qué es esto? Se pega y mancha… Eueeeee… ¡Y cómo huele!

—Esto es un pan de trigo mohoso. Una medicina maravillosa. Amasa bolas. Más chicas, más chicas, son para una hechicera, no para una cabra. Dame una. Vale. Ahora arremojamos la bolitas en el medicamento.

—¡Eueeeueee!

—¿Apesta? —El enano acercó su chata nariz a la olla de barro—. Imposible. El ajo picado con rodaballo amargo no tiene derecho a apestar, aunque estuviera cien años en adobo.

—Vaya una guarrería, eueueee. ¡Triss no se come eso!

—Utilizaremos el método de mi abuela. Tú le aprietas la nariz y yo le empujo para adentro las bolas.

—Yarpen —susurró Geralt, surgiendo de pronto de la oscuridad con la hechicera en los brazos—. Ten cuidado de que no sea yo el que te empuje a ti algo.

—¡Esto es una medicina! —se enfadó el enano—. ¡Ayuda! Moho, ajo…

—Sí —gimió Triss débilmente desde lo profundo de su capullo—. Es cierto… Geralt, es verdad que podría ayudar…

—¿Ves? —Yarpen le asestó un codazo a Ciri, mientras se mesaba orgullosamente la barba y señalaba a Triss con una goteante bolita y adoptaba un gesto de mártir—. Sabia hechicera. Sabe lo que es bueno.

—¿Qué dices, Triss? —El brujo se agachó—. Ajá, entiendo. Yarpen, ¿tienes por casualidad angélica? ¿O azafrán?

—Buscaré, preguntaré. Os traje agua y un poco de comida…

—Gracias. Pero ellas necesitan sobre todo descanso. Ciri, acuéstate.

—Le haré todavía una compresa a Triss…

—Yo la haré. Yarpen, quisiera hablar contigo.

—Vamos a la lumbre. Abrimos un barrilete…

—Quiero hablar contigo. No necesito de más público. Antes al contrario.

—Por supuesto. Dime.

—¿Qué es este convoy?

El enano le dirigió sus pequeños y penetrantes ojos.

—Servicio del rey —dijo lenta y claramente.

—Hasta ahí llego. —El brujo le aguantó la mirada—. Yarpen, no pregunto por curiosidad malsana.

—Lo sé. También sé lo que quieres. Pero este es un transporte… humm… especial.

—¿Y qué es lo que transportáis?

—Pescado en salazón —dijo sin vacilación Yarpen, después de lo cual siguió mintiendo sin que le temblaran siquiera los párpados—. Piensos, herramientas, atelajes, variadas gilipolleces de éstas para el ejército. Wenck es intendente del ejército real.

—Éste es intendente como yo druida —sonrió Geralt—. Pero eso es asunto vuestro, no tengo por costumbre meter la nariz en secretos ajenos. Has visto sin embargo en qué estado está Triss. Permítenos que nos unamos a vosotros, Yarpen, permítenos que la tendamos en uno de los carros. Unos cuantos días. No os pregunto a dónde vais porque al fin y al cabo este camino conduce recto como una flecha hacia el sur, se divide sólo al otro lado del Lixela, y hasta el Lixela hay diez días de camino. Durante este tiempo la fiebre bajará y Triss será capaz de montar a caballo, e incluso si no es así, me detendré en alguna villa al otro lado del río. Entiende, diez días en el carro, bien tapada, comida caliente… Por favor.

—No soy yo el que manda aquí, sino Wenck.

—No creo que no tengas ninguna influencia. No en un convoy formado principalmente por enanos. Por supuesto que tiene que contar contigo.

—¿Qué significa Triss para ti?

—¿Y qué más da esto? ¿En esta situación?

—En esta situación, nada. Preguntaba movido por una curiosidad malsana, para poder después soltar habladurías por las tabernas. Pero hay que ver qué gran apego tienes por las hechiceras, Geralt.

El brujo sonrió triste.

—¿Y la niña? —Yarpen señaló con la cabeza a Ciri, que se removía bajo la zamarra—. ¿Tuya?

—Mía —contestó sin pensar—. Mía, Zigrin.

El amanecer era gris, húmedo, con olor a lluvia nocturna y niebla de la mañana. Ciri tenía la impresión de que había dormido sólo un ratito, que cuando la despertaron apenas había tenido tiempo de apoyar la cabeza sobre las bolsas amontonadas en el carro.

Geralt había colocado precisamente junto a ella a Triss, volvían de una nueva visita obligada al bosque. Las mantas en las que la hechicera estaba envuelta estaban cubiertas de rocío. Geralt tenía ojeras. Ciri sabía que no había pegado ojo: Triss había tenido fiebre durante toda la noche, había sufrido mucho.

—¿Te desperté? Perdona. Duerme, Ciri. Aún es pronto.

—¿Qué tal está Triss? ¿Cómo se siente?

—Mejor —jadeó la hechicera—. Mejor, pero… Geralt, escucha… Quería…

—¿Sí? —El brujo se agachó pero Triss ya dormía. Se irguió, se desperezó.

—Geralt —susurró Ciri—. ¿Nos dejan… ir en el carro?

—Ya veremos. —Se mordió los labios—. Duerme mientras puedas. Descansa.

Saltó del carro. Ciri escuchó sonidos que atestiguaban que se estaba levantando el campamento: pataleos de caballos, tintineo de cacharros, chirrido de timones, crujidos de balancines, conversaciones y maldiciones. Y luego, cerca, la ronca voz de Yarpen Zigrin y del hombre sereno y alto llamado Wenck. Y la fría voz de Geralt. Se incorporó, echó un vistazo precavido desde detrás de la lona.

—En este asunto no tengo órdenes estrictas —afirmó Wenck.

—Estupendo. —El enano se alegró—. Entonces, ¿asunto concluido?

El comisario alzó la mano levemente, señalando que aún no había terminado. Guardó silencio durante algún tiempo. Geralt y Yarpen esperaron con paciencia.

—De todas formas —dijo por fin Wenck—, respondo con mi cabeza por que este transporte alcance su lugar de destino.

Calló de nuevo. Esta vez nadie se había entrometido. No cabía duda de que al hablar con el comisario había que acostumbrarse a largas pausas entre frases.

—Para que llegue seguro —terminó al cabo—. Y dentro del plazo señalado. Pero el cuidado de una enferma puede aminorar la velocidad de marcha.

—Vamos por delante del calendario previsto —le aseguró Yarpen, después de esperar un tanto—. Nos hemos adelantado en lo que respecta al tiempo, señor Wenck, no llegaremos tarde. Y si se trata de seguridad… Me parece que un brujo en la compañía no nos perjudica. La vía atraviesa bosques, hasta el mismo Lixela a izquierda y derecha sólo hay selva virgen. Y por las selvas, según se dice, rondan variadas criaturas malignas.

—Verdaderamente —alegó el comisario. Miró al brujo directamente a los ojos, parecía medir cada palabra—. Ciertas malignas criaturas, azuzadas por otras criaturas malignas, se encuentran últimamente en los bosques de Kaedwen. Ellas podrían amenazar nuestra seguridad. El rey Henselt, sabiendo de esto, me dotó del derecho a alistar voluntarios a la escolta armada. ¿Don Geralt? Esto resolvería nuestro problema.

El brujo guardó silencio largo tiempo, más de lo que durara toda la conversación de Wenck, llena de pausas interfrasales.

—No —dijo por fin—. No, señor Wenck. Pongamos el asunto a las claras. Estoy listo a agradecer la ayuda ofrecida a doña Merigold, pero no de esta forma. Puedo cuidar de los caballos, traer agua y leña, incluso cocinar. Pero no ingresaré en el servicio real en calidad de soldado a sueldo. Por favor, no contéis con mi espada. No tengo intenciones de matar a las tales, como habéis expresado, malignas criaturas a órdenes de otras criaturas a las que no considero mejores en absoluto.

Ciri escuchó cómo Yarpen Zigrin gruñó con fuerza y tosió en el puño cerrado. Wenck miró tranquilo al brujo.

—Entiendo —anunció con sequedad—. Me gustan las situaciones claras. Sea pues. Señor Zigrin, por favor, cuidad de que no baje la velocidad de marcha. En lo que a vos se refiere, don Geralt… Sé que resultaréis de provecho y ayuda en la forma que creáis oportuna. Sería injuriaros a vos y a mí el tratar vuestra ayuda como pago por los cuidados ofrecidos a la dama enferma. ¿Se siente hoy mejor?

El brujo confirmó con un deje de cabeza, que, le parecía a Ciri, era un tanto más profundo y más cortés que los ademanes normales en él. Wenck no cambió la expresión de su rostro.

—Me alegra esto —dijo después de su habitual pausa—. Al transportar a la señora Merigold en el carro de mi convoy acepto la responsabilidad por su salud, comodidad y seguridad. Señor Zigrin, por favor, dé la orden de marcha.

—Señor Wenck.

—Diga, don Geralt.

—Gracias.

El comisario saludó con una inclinación de la cabeza. A Ciri le pareció que un tanto más profunda y cortés de lo que requería la cortesía convencional.

Yarpen Zigrin corrió a lo largo de las columnas, impartiendo roncas órdenes y recomendaciones, después de lo cual se encaramó al pescante, aulló y azuzó a los caballos con las riendas. El carro se arrastró y chirrió por el camino forestal. La sacudida despertó a Triss, pero Ciri la tranquilizó y le cambió la compresa de la frente. Los chirridos la adormecieron. La hechicera se durmió enseguida, Ciri también cayó en un duermevela.

Cuando se despertó, el sol estaba ya muy alto. Miró a través de los barriles y paquetones. El carro en el que viajaba iba a la cabeza del convoy. El siguiente lo conducía un enano con un pañuelo rojo envuelto alrededor del cuello. De las conversaciones que los enanos mantenían entre ellos, Ciri averiguó que se llamaba Paulie Dahlberg. Junto a él estaba sentado su hermano Regan. Veía también a Wenck cabalgando en compañía de dos alguaciles.

Sardinilla, la yegua de Geralt, que iba atada al carro, la saludó con un relincho. No veía por ningún lado su alazán ni el bayo de Triss. Seguramente estaban atrás del todo, junto con los caballos de refresco del convoy.

Geralt estaba sentado en el pescante junto a Yarpen. Hablaban en voz baja, bebiendo de vez en cuando cerveza de un barrilete que estaba entre ellos. Ciri puso la oreja pero en seguida se aburrió: la conversación concernía la política, y especialmente los planes e intenciones del rey Henselt y de algún servicio especial y algunas tareas especiales, que consistían en ayuda secreta para el vecino rey Demawend de Aedirn, que estaba amenazado por una guerra. Geralt mostró su curiosidad ante la forma en que cinco carros de pescado en salazón podrían acrecentar la capacidad defensiva de Aedirn. Yarpen, sin prestar atención a la mofa que destilaban las palabras del brujo, aclaró que algunos tipos de peces son tan valiosos que unos cuantos carros bastan para pagar la soldada anual de todo un pendón de coraceros, y cada pendón de coraceros nuevo ya es una ayuda significativa. Geralt se asombró de que esta ayuda tuviera que ser tan secreta, a lo que el enano replicó que justo en ello radicaba el secreto.

Triss se removió en sueños, perdió la compresa y farfulló confusamente. Exigía de un tal Kevyn que el tal dejara las manos quietas, y poco después explicó que no era posible escapar al destino. Afirmando al fin que todos, absolutamente todos son en alguna medida mutantes, se durmió tranquila.

Ciri también sentía la somnolencia pero la perdió al escuchar las gigantescas carcajadas de Yarpen, que le estaba recordando a Geralt pasadas aventuras. Se trataba de la caza de un dragón dorado, que en vez de dejarse cazar, les partió las costillas a los cazadores y a un zapatero llamado Comecabras simplemente se lo zampó. Ciri comenzó a escuchar con mayor interés.

Geralt le preguntó por la suerte de los Sableros, pero Yarpen esa suerte no la conocía. Yarpen por su parte se interesó por una mujer llamada Yennefer, y Geralt extrañamente dejó de tener ganas de hablar. El enano echó un trago de cerveza y principió a lamentarse de que la tal Yennefer todavía le guardaba rencor aunque desde entonces habían pasado ya unos cuantos años.

—Me la tropecé en la feria de Gors Velen —comentó—. Apenas me vio, resopló como una gata e insultó de un modo horrible a mi difunta madre. Así que puse pies en polvorosa y ella gritó tras de mí que alguna vez me atraparía y se ocuparía de que me creciera yerba en el culo.

Ciri se rio al imaginarse a Yarpen con la hierba. Geralt murmuró algo sobre las mujeres y su carácter impulsivo, el enano en cambio tuvo esto por una definición excesivamente suave de su maldad, ensañamiento y talante vengativo. El brujo no siguió el tema y Ciri de nuevo se adormiló.

Esta vez la despertaron altas voces. En concreto la voz de Yarpen, que casi gritaba.

—¡Ah sí! ¡Si lo hubiera sabido! ¡Así lo decidí!

—Más bajo —dijo el brujo con voz serena—. En el carro está tendida una mujer enferma. Entiéndeme, yo no critico tus decisiones ni tus resoluciones…

—No, por supuesto —le interrumpió con sarcasmo el enano—. Tú tan sólo te sonríes significativamente.

—Yarpen, yo te advierto como amigo. A aquéllos que se sientan a horcajadas sobre la empalizada los odian las dos partes, en el mejor de los casos los tratan con desconfianza.

—Yo no me siento a horcajadas. Yo me declaro claramente por una de las partes.

—Para esta parte serás siempre un enano. Alguien distinto. Un extraño. Y para la parte contraria…

Se detuvo.

—¡Venga! —aulló Yarpen, volviéndose—. ¡Venga!, comienza, ¿a qué esperas? Di que soy un traidor y un perro al que los humanos llevan de la correa, dispuesto a dejarse azuzar por un puñado de plata y una escudilla de bazofia contra los hermanos que se alzaron y luchan por la libertad. Venga, escúpelo. No me gusta cuando no se termina de decir todo.

—No, Yarpen —dijo en voz baja Geralt—. No. No voy a escupir nada.

—Ah, ¿no vas? —El enano espoleó los caballos—. ¿No te da la gana? ¿Prefieres mirar y sonreír? A mí no me dices ni una palabra, ¿verdad? ¡Pero a Wenck le dijiste todo! "Por favor, no cuenten con mi espada." ¡Ah, qué altivo, qué noble y orgulloso! ¡Un culo de perro para tu altivez! ¡Y para tu puto orgullo!

—Quería ser simplemente honrado. No quiero mezclarme en este conflicto. Quiero mantener la neutralidad.

—¡No se puede! —aulló Yarpen—. No se puede mantener, ¿entiendes? No, tú no entiendes nada. Ah, largo de mi carro, súbete a tu caballo. Quítate de mi vista, presuntuoso neutral. Me pones nervioso.

Geralt se dio la vuelta. Ciri contuvo el aliento esperando. Pero el brujo no dijo ni palabra. Se levantó y se bajó del carro, rápido, ligero, ágil. Yarpen esperó hasta que desató la yegua de la estaca, y luego espoleó de nuevo a los caballos, murmurando por lo bajini unas palabras incomprensibles pero que sonaban terribles.

Ciri se levantó, para saltar también y buscar su alazán. El enano se dio la vuelta, la midió con una mirada de disgusto.

—Contigo también sólo estorbos tenemos, señorita —resopló con furia—. Falta nos hacían aquí damas y mozallas, joder, ¡si ni siquiera puedo mear desde el pescante, tengo que detener el tiro y meterme entre las matas!

Ciri apoyó los puños en las caderas, agitó la cenicienta melenilla y respingó la nariz.

—¿Sí? —chilló irritada—. ¡Pues bebed menos cerveza, señor Zigrin, y así tendréis ganas menos veces!

—¡Y una mierda te importa a ti mi cerveza, mocosa!

—¡No gritéis, Triss acaba de dormirse!

—¡Es mi carro! ¡Gritaré si me apetece!

—¡Tronco!

—Te voy a enseñar yo a ti un tronco… ¡Oh, su puta madre! ¡Sooooo!

El enano se inclinó mucho, tiró de las riendas en el último minuto, cuando los dos caballos ya se disponían a chocar con un tronco atravesado en el camino. Yarpen estaba en el pescante, blasfemando en humano y en enano, silbando y relinchando, consiguió detener el tiro. Los enanos y los humanos bajaron de los carros y se acercaron corriendo, ayudaron a llevar los caballos al trecho de camino libre, tirando de los arneses y las bridas.

—Por un pelo, ¿eh, Yarpen? —vociferó, acercándose, Paulie Dahlberg—. Joder, si le hubieras pasado por cima, se hubiera roto el eje, las ruedas se hubieran estrozado de la leche. Qué diablos estabas…

—¡Vete a tomar por culo, Paulie! —exclamó Yarpen Zigrin y con rabia chasqueó las riendas sobre los traseros de los caballos.

—Tuvisteis suerte —dijo dulcemente Ciri, subiéndose al pescante junto al enano—. Como vos mismo veis, es mejor tener en el carro a un brujo que viajar solo. Os advertí en el último segundo. Y si justo entonces hubierais estado meando desde el pescante y hubierais atropellado ese tronco, vaya, vaya. Asusta pensar lo que entonces os hubiera podido pasar…

—¿Te vas a callar?

—Ya no digo nada. Ni una palabrita.

Aguantó menos de un minuto.

—¿Señor Zigrin?

—Yo no soy ningún señor. —El enano le dio un codazo, mostró los dientes—. Soy Yarpen. ¿Está claro? ¿Conducimos juntos un tiro o no?

—Claro. ¿Puedo tomar las riendas?

—Claro. Espera, no así. Ponlas sobre el índice, aprieta con el pulgar, oh, así. La izquierda igual. No tires, no retengas demasiado fuerte.

—¿Así está bien?

—Bien.

—¿Yarpen?

—¿Eh?

—¿Qué significa "mantener la neutralidad"?

—Que te resulte indiferente —murmuró de mala gana—. No dejes que cuelguen las riendas. ¡La izquierda más hacia ti!

—¿Cómo que indiferente? ¿Indiferente hacia qué?

El enano se agachó mucho y escupió bajo el carro.

—Si los Scoia’tael nos atacan, tu Geralt tiene intenciones de ponerse de pie y contemplar tranquilamente cómo nos rajan la garganta. Tú estarás seguramente de pie junto a él, será una lección práctica. Tema de la clase: cómo se comporta un brujo en caso de conflicto de las razas dotadas de razón.

—No entiendo.

—Esto no me asombra ni una pizca.

—¿Y por esto regañaste y te enfadaste con él? ¿Quiénes son de verdad estos Scoia’tael? ¿Esos… Ardillas?

—Ciri. —Yarpen se rascó violentamente la barba—. Estos no son asuntos para la razón de pequeñas muchachas aún adolescentes.

—Oho, ahora te enfadas conmigo. No soy en absoluto una niña. Escuché lo que hablaban de los Ardillas los soldados del puesto de guardia. Vi… Vi los dos elfos muertos. Y el caballero dijo que ellos… también matan. Y que entre ellos no sólo hay elfos. También hay enanos.

—Lo sé —respondió con sequedad Yarpen.

—Y tú eres también un enano.

—Eso no alberga duda.

—Entonces, ¿por qué tienes miedo de los Ardillas? Al parecer luchan sólo contra los humanos.

—Eso no es tan sencillo —se deprimió—. Por desgracia.

Ciri guardó silencio largo rato, mordiéndose el labio inferior y arrugando la nariz.

—Ya sé —dijo de pronto—. Los Ardillas luchan por la libertad. Y tú, aunque enano, eres del servicio especial secreto del rey Henselt a la correa de los humanos.

Yarpen rebufó, se limpió la nariz con la manga y se inclinó en el pescante, comprobando que Wenck no cabalgaba demasiado cerca. Pero el comisario estaba lejos, ocupado en conversar con Geralt.

—Tienes un oído como una marmota, muchacha. —Su sonrisa era amplia—. Eres un poquillo demasiado lista para alguien que está destinada a parir hijos, hacer la comida e hilar. ¿Te parece que lo sabes todo? Eso es porque eres una mocosa. No pongas muecas tontas. Las muecas no te hacen más adulta, pero consiguen que te vuelvas aún más fea de lo normal. Hábilmente, lo concedo, has comprendido a los Scoia’tael, te han gustado sus formulillas. ¿Sabes por qué los entiendes tan bien? Porque los Scoia’tael también son mocosos. Son mierdecillas que no entienden que los han azuzado, que alguien utiliza su estupidez de cachorros, alimentándolos con eslogans sobre la libertad.

—Pero es que ellos de verdad luchan por la libertad. —Ciri levantó la cabeza, miró al enano con los ojos muy abiertos—. Como las dríadas del bosque de Brokilón. Matan gente porque la gente… alguna gente, les causa daño. Porque éste era vuestro país antes, de los enanos y de los elfos y de esos… medianos, gnomos y otros… Y ahora hay aquí humanos, así que los elfos…

—¡Los elfos! —rebufó Yarpen—. Si hay que ser precisos, ellos son tan vagabundos como vosotros, los humanos, aunque vinieran en sus navíos blancos más de mil años antes que vosotros. Ahora a porfía se vienen con eso de la amistad, ahora todos somos hermanos, ahora se sonríen, hablan: "nosotros, los parientes", "nosotros, el Antiguo Pueblo". Y antes, las pu… Ejem, ejem… Antes nos silbaban sus saetas al oído cuando…

—Entonces, ¿los primeros en el mundo fueron los enanos?

—Los gnomos, si hay que ser precisos. Y si hablamos de esta parte del mundo. Porque el mundo es increíblemente grande, Ciri.

—Lo sé. Vi una vez un mapa…

—No lo puedes haber visto. Nadie jamás ha dibujado un mapa como ése y dudo que suceda pronto. Nadie sabe lo que hay allá, tras de las Montañas de Fuego y el Gran Mar. Ni siquiera los elfos, aunque se dan pisto que lo saben todo. Una mierda saben, te digo.

—Humm… Pero ahora… Hay muchos más humanos que… que vosotros.

—Porque os reproducís como conejos. —El enano hizo rechinar los dientes—. Nadie, sólo vosotros, fornicáis sin parar, sin elegir, con quien caiga y donde caiga. Y a vuestras mujeres les basta con sentarse en los pantalones de un hombre para que les crezca la tripa… ¿Por qué coño te pones tan colorada, se diría que una amapola del campo? Querías entender, ¿no es verdad? Pues ahí tienes una verdadera y fiel y sincera historia del mundo, al que gobierna aquél que más hábilmente le parte la testa a los otros y que más deprisa le hincha la tripa a las hembras. Y con vosotros, humanos, es difícil concurrir, tanto en lo de matar como en el fornicio…

—Yarpen —dijo Geralt con frialdad, cabalgando hacia ellos a lomos de Sardinilla—. Modérate algo, si no te importa, en la elección de tus palabras. Y tú, Ciri, deja de hacer el tonto en el pescante, echa un vistazo a Triss, no sea que se haya despertado y necesite algo.

—Hace mucho ya que me he despertado —habló con voz débil la hechicera desde lo profundo del carro—. Pero no quería… interrumpir una conversación tan interesante. No molestes, Geralt. Querría… saber algo más de la influencia del fornicio en el desarrollo de la sociedad.

—¿Puedo calentar un poco de agua? Triss quiere lavarse.

—Caliéntala —accedió Yarpen Zigrin—. Xavier, quita el espetón de la lumbre, el lebrato ya tiene bastante. Dame la caldera, Ciri. ¡La leche, si está llena hasta el borde! ¿Tú sola has traído este peso desde el río?

—Soy muy fuerte.

El mayor de los hermanos Dahlberg resopló con burla.

—No juzgues por las apariencias, Paulie —dijo serio Yarpen, mientras dividía hábilmente la liebre asada en pedazos—. Aquí no hay de qué reírse. Delgaducha, cierto, pero veo que es moza fuerte y con aguante. Ella es como un cinturón de cuero: puede que fino, pero con las manos no lo rompes.

Nadie sonrió. Ciri se acurrucó junto a los enanos tendidos ante el fuego. Esta vez Yarpen Zigrin y cuatro de sus "muchachos" había encendido en el vivac su propio fuego, porque no tenían intenciones de compartir la liebre que había cazado Xavier Moran. En su caso la pitanza no daba más que para un movimiento de mandíbulas, a lo sumo dos.

—Avivar el fuego —dijo Yarpen, chupándose el dedo—. La agua se calentará más pronto.

—Eso de la agua es una tontuna —sentenció Regan Dahlberg y escupió un hueso—. Lo de lavarse sólo puede ser malo para un enfermo. Y para un sano también. ¿Sus acordáis del viejo Schrader? La mujer le mandó lavarse y el Schrader se murió poco después.

—Porque le mordió un perro rabioso.

—Pos si no se hubiera lavado no le hubiera mordido el perro.

—Yo también pienso —dijo Ciri, mientras comprobaba con el dedo la temperatura del agua de la caldera— que es una exageración lavarse todos los días. Pero Triss lo pide, e incluso una vez lloró… Así que Geralt y yo…

—Lo sabemos —agitó la cabeza el mayor de los Dahlberg—. Pero que el brujo… De mi asombro no salgo. Eh, Zigrin, si tú tuvieras hembra, ¿la lavarías y la peinarías? ¿La llevarías en brazos a las matas cuando tuviera que…?

—Calla la boca, Paulie —le interrumpió Yarpen—. Nada digas sobre el brujo porque es persona de bien.

—¿Pos que es lo que digo yo? Sólo me asombro…

—Triss —introdujo Ciri retadora— no es para nada su hembra.

—Por eso más me asombro.

—Por eso más zopenco eres, quieres decir —resumió Yarpen—. Ciri, retira un poco de agua hirviendo, le haremos a la hechicera un poco de azafrán con adormidera. Hoy me parece que estaba ya mejor, ¿no?

—Supongo —murmuró Yannick Brass—. Sólo tuvimos que parar el convoy para ella seis veces. Ya sé, que no es de recibo negarle ayuda en el camino a nadie, mamón quien piense lo contrario. Y el que la negara, archimamón sería y hasta cabrón hideputa. Pero demasiado largo andurreamos ya por estos bosques, demasiado largo, os digo. Tentamos a la suerte, truenos, tentamos a la suerte en demasía, muchachos. El bosque no es seguro. Los Scoia’tael…

—Escupe esa palabra, Yannick.

—Puf, puf, lagarto, lagarto. Yarpen, miedo no me da una escaramuza, y la sangre no es nada nuevo para mí, pero… Si tuviéramos que luchar contra nuestros… ¡Su perra madre! ¿Por qué nos ha tenido que tocar esto a nosotros? ¡Esta puta carga debiera llevarla un puto convoy de caballos y no nosotros! Que el diablo se lleve a esos sabihondos de Ard Carraigh, que los…

—Que cierres la boca, te dije. Mejor acércame la olla de las gachas. El lebrato, me cago en su madre, fue un tentempié, ahora hay que comer algo. Ciri, ¿comes con nosotros?

—Pues claro.

Durante largo rato no se escuchó mas que masticar, sorber y el chasquear de las cucharas de madera golpeando contra la olla.

—Rayos —dijo Pauline Dahlberg y soltó un prolongado regüeldo—. Todavía me comería algo más.

—Yo también —anunció Ciri y también eructó, entusiasmada con los modales poco afectados de los enanos.

—Pero que no sean gachas —dijo Xavier Moran—. Ya me salen por las orejas estas puches. Y la cecina también me da asco ya.

—Pos jálate un poco yerba, ya que tienes un gusto tan fino.

—O puedes roer con los dientes la corteza de los abedules. Así hacen los castores y no se mueren.

—Pos un castor si me comería.

—Y yo pescado —soñó Paulie, mientras mascaba con ruido un pedazo de cecina que había sacado del seno—. Ganilla tengo de pescado, os digo.

—Pos vamos a pescar.

—¿Dónde? —refunfuñó Yannick Brass—. ¿En las matas?

—En el río.

—Vaya un río. Si hasta se puede alcanzar con una meada al otro lado. ¿Qué pescado puede haber ahí?

—Hay peces. —Ciri relamió la cuchara y se la metió en la caña de la bota—. Los vi cuando fui a por agua. Pero están enfermos. Tienen sarpullido. Unas manchas negras y rojas…

—¡Truchas! —gritó Paulie, escupiendo las migas de la cecina—. ¡Va, muchachos, presto al río! ¡Regan! ¡Quítate los pantalones! ¡Vamos a hacer una nasa con tus pantalones!

—¿Por qué con los míos?

—¡Quítatelos, apriesa, o te doy un pescozón, criajo! ¿No te dijo madre que tenías que hacerme caso?

—Daos prisa si queréis pescar, porque anochecerá en un periquete —dijo Yarpen— Ciri, ¿se ha calentado la agua? Deja, deja, te vas a quemar y te vas a tiznar con el cacharro. Sé que eres muy fuerte, pero permite que yo lo lleve.

Geralt ya los estaba esperando, vieron desde lejos sus blancos cabellos entre las extendidas telas del carro. El enano vertió agua en la palangana.

—¿Necesitas ayuda, brujo?

—No, gracias, Yarpen. Ciri me ayudará.

Triss no tenía ya fiebre, pero estaba terriblemente debilitada. Geralt y Ciri ya habían cobrado habilidad en desnudarla y lavarla, habían aprendido también a frenar sus ambiciosas tentativas de autosuficiencia, de momento irrealizables: él sujetaba a la hechicera en los brazos, ella lavaba y secaba. Una sola cosa comenzaba a extrañar y molestar a Ciri: Triss se apretaba contra Geralt demasiado fuerte, en su opinión. Esta vez hasta intentó besarlo.

Geralt, con un movimiento de cabeza, señaló a las bolsas de la hechicera. Ciri lo comprendió al vuelo, porque esto también pertenecía al ritual: Triss siempre exigía que la peinaran. Encontró el peine, se arrodilló al lado. Triss, bajando la cabeza en su dirección, abrazó al brujo. En opinión de Ciri, demasiado fuerte.

—Oh, Geralt —gimió—. Me entristece tanto… Me entristece tanto que lo que hubo entre nosotros…

—Triss, por favor.

—… aquello debiera haber sucedido… ahora. Cuando me recupere… Sería completamente distinto… Podría… Podría incluso…

—Triss.

—Envidio a Yennefer… Le envidio que te tiene…

—Ciri, sal.

—Pero…

—Sal, por favor.

Saltó del carro, cayó directamente junto a Yarpen, que esperaba apoyado en la rueda, masticando pensativo una larga brizna de hierba. El enano le pasó el brazo por el hombro. Para ello no tuvo que agacharse, como Geralt. No era más alto que ella.

—Nunca cometas el mismo error, pequeña bruja —murmuró, señalando con los ojos al carro—. Si alguien te demuestra compasión, simpatía y entrega, si te entusiasma con su rectitud de carácter, valora esto, pero no confundas esto con… algo distinto.

—No está bien cotillear.

—Lo sé. Y es peligroso. Apenas alcancé a saltar cuando tiraste el agua sucia de la palangana. Ven, vamos a ver cuántas truchas han caído en los pantalones de Regan.

—¿Yarpen?

—¿Sí?

—Te aprecio.

—Y yo a ti también, potrilla.

—Pero tú eres un enano. Y yo no.

—¿Y qué tendrá que…? Ah, claro. Los Scoia’tael. Se trata de los Ardillas, ¿verdad? No te deja en paz, ¿eh?

Ciri se liberó del pesado abrazo.

—A ti tampoco —dijo—. Y a otros tampoco. Lo veo.

El enano guardó silencio.

—¿Yarpen?

—Dime.

—¿Quién tiene razón? ¿Los Ardillas o tú? Geralt quiere ser… neutral. Tú sirves al rey Henselt, aunque eres un enano. Y el caballero de la guardia dijo que todos son nuestros enemigos y que a todos habría que… A todos. Incluso a los niños. ¿Por qué, Yarpen? ¿Quién tiene razón?

—No lo sé —dijo el enano con énfasis—. No comprendo las razones de todos. Hago lo que considero lo mejor. Los Ardillas tomaron las armas, se echaron al monte. Los humanos al mar, gritan, sin saber que incluso esa frasecilla propagandística se la han soplado los emisarios de Nilfgaard. No entienden que esta frase no está dirigida a ellos, sino precisamente a los humanos, que ha de despertar el odio de los humanos, no el entusiasmo guerrero de los jóvenes elfos. Yo he entendido esto, por eso considero una idiotez criminal lo que hacen los Scoia’tael. En fin, puede que en unos años me ataquen como traidor y vendepatrias, y a ellos los llamen héroes… Nuestra historia, la historia de nuestro mundo, conoce tales casos.

Se calló, se mesó la barba. Ciri también callaba.

—Elirena… —murmuró de pronto—. Si Elirena fue una heroína, si lo que hizo se llama heroísmo, qué le vamos a hacer, entonces que me llamen traidor y cobarde. Porque yo, Yarpen Zigrin, cobarde, traidor y renegado, afirmo que no debiéramos matarnos los unos a los otros. Afirmo que debemos vivir. Vivir de tal modo que después no tengamos ninguno que pedir perdón. La heroína Elirena… Ella tuvo que hacerlo. Perdonadme, rogaba, perdonadme. ¡Cien diablos! Más vale morir que vivir sabiendo que se ha hecho algo que precisa de perdón.

Calló de nuevo. Ciri no hizo las preguntas que le oprimían los labios. Percibió instintivamente que no debía.

—Tenemos que vivir los unos junto a los otros —continuó Yarpen—. Nosotros y vosotros, humanos. Porque simplemente no tenemos otra salida. Desde hace doscientos años lo sabemos, y desde hace más de cien trabajamos en ello. ¿Quieres saber por qué entré al servicio de Henselt, por qué tomé esta decisión? No puedo permitir que este trabajo haya sido en vano. Más de cien años hemos intentado acomodarnos a los humanos. Medianos, gnomos, nosotros, incluso los elfos, porque no hablo de las rusalkas, las ninfas o las sílfides, éstas fueron siempre independientes, incluso entonces cuando todavía no estabais vosotros. Por los cien diablos, esto ha durado cien años, pero hemos conseguido de algún modo organizar una vida en común, una vida los unos junto a los otros, hemos conseguido en parte convencer a los humanos de que nos diferenciamos de ellos en muy poco…

—Nosotros no nos diferenciamos en nada, Yarpen.

El enano se dio la vuelta violentamente.

—En nada nos diferenciamos —repitió Ciri—. Al fin y al cabo piensas y sientes como Geralt. Y como… como yo. Comemos lo mismo, del mismo caldero. Ayudas a Triss y yo también. Tú tuviste abuela y yo tuve abuela… A mi abuela la mataron los nilfgaardianos. En Cintra.

—Y a la mía los humanos —dijo con énfasis el enano—. En Brugge. Durante un pogromo.

—¡Jinetes! —gritó uno de los soldados de Wenck que iban en avanzada—. ¡Jinetes por delante!

El comisario cabalgó hasta el carro de Yarpen, Geralt se acercó por el otro lado.

—Vete atrás, Ciri —dijo en voz alta—. Baja del pescante y métete hacia atrás. Cuida de Triss.

—¡Desde aquí no se ve nada!

—¡No discutas! —ladró Yarpen—. ¡Atrás, pero ya mismo! Y dame el martillo de caballero. Está debajo de la pelliza.

—¿Esto? —Ciri alzó un pesado objeto, de terrible aspecto, que era como un martillo con un gancho afilado y ligeramente curvo al otro lado del peto.

—Esto —confirmó el enano. Metió el mango en la caña de la bota y la cabeza la colgó de las rodillas. Wenck, aparentemente tranquilo, miró al camino, haciendo sombra a los ojos con la mano.

—Caballería ligera de Ban Glean —dijo al cabo—. Los así llamados Coraceros de Castigo, los reconozco por las capas y los caperuzos de castor. Por favor, mantened la calma. La atención también. Las capas y los caperuzos de castor cambian con bastante facilidad de propietario.

Los jinetes se acercaron muy deprisa. Había unos diez, Ciri vio cómo en el carro detrás de ellos Paulie Dahlberg colocaba sobre las rodillas dos ballestas cargadas y Regan las cubría con un albornoz. Con sigilo, Ciri se deslizó por entre la lona, cubriéndose al mismo tiempo con las anchas espaldas de Yarpen. Triss intentó levantarse, maldijo, cayó sobre el lecho.

—¡Quieto! —gritó el primero de los que cabalgaban, seguramente el jefe—. ¿Quién sois? ¿De dónde y a dónde vais?

—¿Y quién pregunta? —Wenck se enderezó sereno en la silla—. ¿Y con qué derecho?

—¡El ejército del rey Henselt, noble curioso! ¡Pregunta el decurión Zyvik, y no tiene por costumbre repetir las preguntas! ¡Responded entonces! ¡Y vivo! ¿Quién sois?

—Servicio de intendencia del ejército real.

—¡Cualquiera puede decir eso! ¡No veo aquí a nadie con los colores reales!

—Acércate, decurión, y mira atentamente este anillo.

—¿Qué leches me relumbráis aquí con anillitos? —El soldado frunció el ceño—. ¿Que tengo que conocer todos los anillos, o qué? Un anillo así cualquiera lo puede tener. ¡Vaya una señal!

Yarpen Zigrin se alzó en el pescante, tomó el hacha y con un rápido movimiento se lo colocó al soldado bajo las narices.

—Y esta señal —bramó—, ¿la conoces?

El decurión tiró de las riendas, volvió el caballo.

—¿Que me vais a asustar a mí? —vociferó—. ¿A mí? ¡Yo estoy al servicio del rey!

—Y nosotros también —dijo despacio Wenck—. Y seguramente desde hace más tiempo que tú. No grites, soldado, te lo aconsejo.

—¡De la guardia me encargo aquí! ¿Cómo tengo que saber quién leches sois vos?

—Has visto el anillo —gruñó el comisario—. Y si no conociste la señal de la joya, me da por pensar quién leches eres tú. En la banderola de los Coraceros de Castigo hay el mismo escudo, así que debieras conocerla.

El soldado mitigó sus humos visiblemente, en lo que con toda seguridad influyeron en la misma medida tanto las serenas palabras de Wenck como las jetas siniestras y dispuestas a todo que se asomaban desde los furgones de la escolta.

—Humm… —dijo, mientras se echaba el caperuzo hacia la oreja izquierda—. Sea. Pero si en verdad sois quienes decís ser, no tendréis, espero, nada en contra si le echo un ojo a lo que lleváis en los carros.

—Lo tenemos. —Wenck frunció el ceño—. E incluso mucho. Nada te importa a ti nuestra carga, decurión. No comprendo tampoco qué es lo que habrías de buscar en ella.

—No comprendéis —agitó la cabeza el soldado y bajó la mano en dirección a la empuñadura de la espada—. Entonces os diré, señores. El comercio de personas está prohibido, mas no faltan granujas que les venden esclavos a los nilfgaardianos. Si hallara gente en cepos dentro de los carros, no me iréis a decir que vais en servicio del rey. Y aunque una docena de anillos me enseñarais.

—Está bien —pronuncio seco Wenck—. Si se trata de esclavos, busca. Te lo permito.

El soldado se acercó al paso al furgón central, se inclinó sobre la silla, alzó la lona.

—¿Qué hay en estos barriles?

—¿Y qué va a haber? ¿Esclavos? —se mofó Yannick Brass, repantigado en el pescante.

—¡He preguntado qué! ¡Contesta!

—Pescado salado.

—¿Y en los cajones aquéllos? —se acercó al siguiente carro, dio una patada en el costado.

—Herraduras —refunfuñó Paulie Dahlberg—. Y allá, atrás, eso son pieles de búfalos.

—Ya veo. —El decurión agitó la mano, espoleó al caballo, fue hacia la cabeza del convoy, echó un vistazo al carro de Yarpen.

—¿Y quién es esta mujer que ahí yace?

Triss Merigold sonrió débilmente, se enderezó sobre los codos, al tiempo que realizaba un corto e intrincado gesto con una mano.

—¿Quién, yo? —preguntó bajito—. Pero si tú no me ves.

El soldado murmuró nervioso, tembló ligeramente.

—Pescado salado —dijo con convicción, dejando caer la lona—. Está bien. ¿Y esta cría?

—Hongos secos —dijo Ciri, al tiempo que le miraba descaradamente. El soldado se calló, se quedó quieto con los labios abiertos.

—¿Que qué? —preguntó al cabo, arrugando la frente—. ¿Qué?

—¿Has terminado la inspección, guerrero? —se interesó Wenck con frialdad, acercándose desde el otro lado del furgón. Con esfuerzo, el soldado separó la vista de los ojos verdes de Ciri.

—Terminé. Idos, que los dioses os guíen. Pero tened cuidado. Hace dos días una partida de Scoia’tael mató a toda una patrulla de caballería junto a la barranca de los Tejones. Era un comando potente y numeroso. Cierto, la barranca de los Tejones está lejos de aquí, pero los elfos corren por el bosque más rápidos que el viento. Nos dieron orden de hacer una batida, pero, ¿atrapas así a un elfo? Eso es como querer atrapar al viento…

—Vale ya, no nos interesa —le interrumpió con aspereza el comisario—. El tiempo vuela, tenemos por delante un largo camino.

—Entonces, adiós. ¡Eh, conmigo!

—¿Has oído, Geralt? —rezongó Yarpen Zigrin, mirando la patrulla que se alejaba por el camino—. Hay de esos cabrones Ardillas por los alrededores. Lo sabía. Todo el tiempo tengo como hormigas en la espalda, como si alguien me estuviera apuntando con el arco en la cruz. No, maldita sea, no podemos seguir yendo como hasta ahora, a ciegas, silbando, dormitando y jodiendo en sueños. Tenemos que saber qué hay ante nosotros. Escucha, tengo una idea.

Ciri hizo encabritarse al alazán, se puso de inmediato al galope, agachándose sobre la silla. Geralt, sumido en una conversación con Wenck, se enderezó de pronto.

—¡No hagas tonterías! —gritó—. ¡Sin locuras, muchacha! ¿Quieres romperte el cuello? Y no te vayas demasiado lejos…

No escuchó más, avanzaba demasiado deprisa. Lo hacía conscientemente, no tenía ganas de escuchar las lecciones de todos los días. ¡No demasiado deprisa, no demasiado brusco, Ciri! Bla-bla. ¡No te alejes! Bla-bla-bla. ¡Ten cuidado! ¡Bla-bla! Exactamente como si fuera una niña, pensó. Y yo tengo casi trece años, un alazán muy rápido y una afilada espada a la espalda. ¡Y no tengo miedo de nada!

¡Y es primavera!

—¡Eh, ten cuidado o te vas a quemar el culo!

Yarpen Zigrin, otro listillo. ¡Bla-bla! ¡Adelante, aún más adelante! El caballo, que había pateado indolente demasiado tiempo detrás del carro, lleva una carrera alegre, rápida, feliz, trota ligero, los músculos se mueven en los muslos, el flequillo húmedo deja caer gotas sobre la cara. El caballo estira el cuello, Ciri le da cuerda. ¡Adelante, caballito, no sientas el bocado ni el freno, adelante, al galope, al galope, deprisa, deprisa! ¡Primavera!

Aminoró el paso, miró alrededor. Bien, por fin sola. Por fin lejos. Nadie ya te acusa, nadie te recuerda, nadie te llama la atención, nadie te amenaza con que se van a acabar estos paseos. Por fin sola, desenvuelta, libre e independiente.

Más despacio. Un ligero trote. Al fin y al cabo no se trata de un paseo sólo para divertirse, también se tienen ciertas obligaciones. Al fin y al cabo se es ahora una patrulla montada, guardia, avanzadilla. Ja, piensa Ciri, mirando a su alrededor, la seguridad de todo el convoy depende de mí. Todos esperan impacientes a que vuelva y anuncie: el camino está libre y transitable, no he visto a nadie, no hay huellas ni de ruedas ni de cascos. Lo contaré y ese delgado señor Wenck de fríos ojos azules asentirá serio, Yarpen Zigrin mostrará sus amarillentos dientes de caballo, Paulie Dahlberg gritará "¡Buena es la moza!" y Geralt se sonreirá levemente. Se sonreirá, aunque en los últimos tiempos sonríe tan poco.

Ciri mira, anota en su memoria. Dos abedules caídos: ningún problema. Un montón de ramas: nada, los carros pasan. Una hendidura lavada por la lluvia: un pequeño estorbo, la rueda del primer carro la deshace, los siguientes irán detrás. Un campo muy amplio: un buen lugar para hacer un alto…

¿Huellas? Qué huellas va a haber aquí. Aquí no hay nadie. Hay bosque. Hay pájaros que chillan entre las frescas hojas verdes. Un zorro rojizo atraviesa el camino sin apresurarse… Y todo huele a primavera.

La ruta se quiebra a mitad de una colina, se pierde en una garganta arenosa, entre pinos retorcidos y aferrados a la pendiente. Ciri abandona el camino, se encarama por el declive con ánimo de contemplar los alrededores desde la altura. Y si es posible, para tocar las hojas húmedas y perfumadas…

Desmontó, ató los ramales a un tronco, caminó lentamente entre los enebros que cubrían la colina. Al otro lado de la elevación se veía un espacio abierto que resaltaba en la espesura del bosque como el agujero de un mordisco: seguramente el resultado de un incendio que estallara allí hacía mucho tiempo, porque en ninguna parte se veían los negros restos de la quema, por todas partes reinaba el verde de los vástagos de abedules y abetos. La ruta, hasta donde alcanzaba la vista, daba la impresión de estar libre y transitable.

Y segura.

De qué es de lo que tienen miedo. ¿Scoia’tael? ¿Y qué hay que temer de ellos? Yo no tengo miedo de los elfos. No les he hecho nada.

Elfos. Ardillas. Scoia’tael.

Antes de que Geralt le ordenara apartarse, a Ciri le había dado tiempo de mirar los cadáveres en el puesto de guardia. Se acordaba sobre todo de uno: con el rostro cubierto por unos cabellos pegados por la sangre que se había vuelto parduzca, con el cuello doblado y arqueado en forma innatural. El labio superior alzado en un gesto endurecido y fantasmal dejaba ver unos dientes muy blancos y muy pequeños, inhumanos. Recordaba la bota de los elfos, destrozadas y gastadas, hasta las rodillas, anudadas en la parte inferior, en la superior abrochadas con hebillas forjadas.

Elfos que matan humanos, que mueren ellos mismos en la lucha. Geralt dice que hay que guardar la neutralidad… Y Yarpen, que hay que actuar de modo que no haya que pedir perdón.

Dio una patada a una topera, escarbó pensativa con el tacón en la arena.

¿Quién y a quién, a quién y qué habría que perdonar?

Los Ardillas matan humanos. Y Nilfgaard los paga por ello. Los utiliza. Los instiga. Nilfgaard.

Ciri no había olvidado aunque quería olvidar a toda costa. Lo que había sucedido en Cintra. Sus vagabundeos, su desesperación, miedo, hambre y dolor. El marasmo y el embotamiento que llegaron más tarde, mucho más tarde, cuando la encontraron y ampararon los druidas de los Tras Ríos. Lo recordaba como entre la niebla aunque querría dejar de recordarlo.

Pero volvía. Volvía en pensamientos, en sueños. Cintra. El trápala de los caballos y los gritos salvajes, los cadáveres, el incendio… Y el caballero negro con el yelmo emplumado… Y luego… La palloza de los Tras Ríos… La chimenea llena de hollín entre los rescoldos… Al lado, junto a un pozo intacto, un gato negro se lame una terrible quemadura en el costado. Un pozo… Un cigoñal… Un cubo…

Un cubo lleno de sangre.

Ciri se limpió el rostro, miró su mano, asombrada. La mano estaba mojada. La muchacha se sorbió la nariz, se enjuagó las lágrimas con la manga.

¿Neutralidad? ¿Indiferencia? Daban ganas de gritar. ¿Un brujo contemplando indiferente? ¡Nunca! Un brujo ha de proteger a la gente. De las silvias, vampiros, lobizones. Y no sólo. Ha de protegerlos de todo mal. Y yo en los Tras Ríos vi lo que era el mal.

Un brujo tiene que proteger y salvar. Proteger al hombre, para que no lo cuelguen por las manos de los árboles, no lo claven en un palo. Proteger a la muchacha rubia para que no la crucifiquen entre estacas clavadas en la tierra. Proteger a los niños para que no los degüellen y los echen a un pozo. Protección se merece incluso el gato con las quemaduras causadas por el incendio del establo. Por eso quiero ser bruja, por eso tengo una espada, para proteger a aquéllos como los de Sodden y Tras Ríos, porque ellos no tienen espada, no conocen los pasos, las medias vueltas, los requiebros y piruetas, nadie les enseñó a luchar, están indefensos y desarmados contra el lobizón y el desertor nilfgaardiano. A mí me enseñan a luchar. Para que pueda defender a los desarmados. Y lo haré. Siempre. No voy a ser nunca neutral. Nunca voy a ser indiferente.

¡Nunca!

No supo qué fue lo que la advirtió, si el súbito silencio que cayó sobre el bosque como una sombra fría, o un movimiento captado con el rabillo del ojo. Pero reaccionó como un relámpago, automáticamente, con un reflejo adquirido y aprendido en los montes de Tras Ríos, entonces, cuando al escapar de Cintra competía con la muerte. Cayó al suelo, se introdujo entre unos matorrales de enebro y quedó inmóvil. Ojalá el caballo no relinche, pensó.

En la pendiente contraria de la garganta algo se movió de nuevo, distinguió una silueta apenas vislumbrada que se disolvía entre la hojarasca. El elfo salió de la maleza con precaución. Se quitó la capucha de la cabeza, miró a su alrededor un momento, escuchó, luego en silencio y con rapidez se movió por el borde de la garganta. Siguiéndole aparecieron otros dos entre los arbustos.

Y luego aparecieron los siguientes. Muchos. Una larga fila, unos detrás de otros. Alrededor de la mitad de ellos iba a caballo: cabalgaban lentos, erguidos en sus sillas, tensos, alerta. Durante un segundo los vio a todos clara y precisamente, mientras avanzaban en absoluto silencio recortados contra el cielo, como clara brecha en la pared de árboles antes de desaparecer disueltos en la centelleante sombra de la espesura. Desaparecieron sin susurros ni chasquidos, como espíritus. No patearon ni bufaron los caballos, no crujieron las ramas bajo pie o herradura alguna. No tintinearon las armas que llevaban colgadas.

Desaparecieron, pero Ciri no se movió. Yació aplastada contra la tierra bajo el enebro, intentando respirar sin ruido. Sabía que un pájaro asustado o alguna otra bestia podía traicionarla, y a un pájaro o un animal podía asustarlos cada susurro y cada movimiento, incluso el más cauteloso. Se levantó solamente cuando el bosque se había tranquilizado completamente y en los árboles por entre los que los elfos habían desaparecido chillaban las urracas.

Se levantó sólo para verse encerrada entre unos fuertes brazos. Un guante de cuero negro le cubrió la boca, ahogó su grito de miedo.

—Silencio.

—¿Geralt?

—Silencio, te he dicho.

—¿Los has visto?

—Los he visto.

—Son ellos… —susurró—. Scoia’tael. ¿No?

—Sí. Rápido, a los caballos. Cuidado con los pies.

Cautelosamente y en silencio bajaron del montículo, pero no volvieron al camino, se mantuvieron en la espesura. Geralt, que miraba a todos lados con extrema atención, no le permitió cabalgar libremente y mantuvo en sus manos las riendas de su alazán, conduciéndolo él mismo.

—Ciri —dijo de pronto—. No digas ni palabra acerca de lo que hemos visto. Ni a Yarpen ni a Wenck. A nadie. ¿Me entiendes?

—No —rebufó, bajando la cabeza—. No entiendo. ¿Por qué voy a tener que callar? Pero si hay que advertirlos. ¿A favor de quién estamos nosotros? ¿Contra quién? ¿Quién es nuestro amigo y quién nuestro enemigo?

—Mañana nos separaremos del convoy —dijo al cabo—. Triss ya está casi recuperada. Nos despediremos y cabalgaremos nuestro propio camino. Tendremos nuestros propios problemas, nuestras preocupaciones y nuestras dificultades. Entonces, espero, dejarás por fin de intentar dividir a los habitantes de nuestro mundo en amigos y enemigos.

—¿Tenemos que ser… neutrales? Indiferentes, ¿no? Y si atacan…

—No atacarán.

—Y si…

—Escúchame. —Se volvió hacia ella—. ¿Por qué piensas que un transporte de tamaña importancia, una carga de oro y plata, la ayuda secreta del rey Henselt a Aedirn, está escoltado por enanos y no por humanos? Yo ya vi ayer a un elfo que nos observaba desde los árboles. Escuché cómo se acercaron por la noche junto al campo. Los Scoaia’tael no atacan a los enanos, Ciri.

—Pero están aquí —murmuró—. Están. Dan vueltas, nos rodean…

—Yo sé por qué están aquí. Te lo enseñaré.

Dio la vuelta violentamente al caballo, le arrojó las bridas a Ciri. Ella azuzó con los talones al alazán, avanzó más deprisa, pero con un gesto él le ordenó quedarse detrás. Cruzaron la senda, penetraron otra vez en la espesura. El brujo la guiaba, Ciri cabalgaba siguiendo sus pasos. Ambos guardaron silencio. Durante mucho tiempo.

—Mira. —Geralt detuvo el caballo—. Mira, Ciri.

—¿Qué es esto? —suspiró.

—Shaerrawedd.

Ante ellos, tan largo como el bosque permitía contemplar, se apilaban bloques de granito y mármol delicadamente labrados, de obtusos bordes redondeados por el viento, con motivos esculpidos casi borrados por la lluvia, quebrados y rotos por las heladas, rajados por las raíces de los árboles. Entre los troncos brillaba el blanco de columnas rotas, arquerías, restos de frisos abrazados por la hiedra, cubiertos de una gruesa capa de musgo verde.

—¿Esto era… un castillo?

—Un palacio. Los elfos no construían castillos. Bájate. Los caballos no son capaces de atravesar las ruinas.

—¿Quién destruyó todo esto? ¿Los humanos?

—No. Ellos. Antes de irse.

—¿Por qué lo hicieron?

—Sabían que ya no volverían más. Fue después de la segunda guerra entre ellos y los humanos, hace más de doscientos años. Antes de ello, al retirarse, dejaban las ciudades intactas. Los humanos edificaron las suyas sobre los cimientos de los elfos. Así surgieron Novigrado, Oxenfurt, Wyzima, Tretogor, Maribor, Cidaris. Y Cintra.

—¿Cintra también?

Confirmó con un movimiento de cabeza, sin apartar la vista de las ruinas.

—Se fueron de aquí —susurró Ciri—, pero ahora vuelven. ¿Por qué?

—Para mirar.

—¿A qué?

Sin palabras le puso la mano en el hombro, la empujó levemente por delante. Bajaron por unos escalones de mármol, más abajo, agarrándose a ligeros avellanos, árboles que surgían de cada grieta, de cada hendidura en las enmohecidas y resquebrajadas placas.

—Aquí estaba el centro del palacio. Su corazón. Una fuente.

—¿Aquí? —se asombró, mirando a la intrincada maraña de alisos y los blancos troncos de los abedules entre las masas y los bloques sin forma—. ¿Aquí? Aquí no hay nada.

—Ven.

El riachuelo que surtía la fuente debía de haber cambiado de cauce a menudo, había lavado paciente e incansable los bloques de mármol y las placas de alabastro que, por su parte, se habían desplazado, produciendo obstáculos que habían dirigido de nuevo la corriente hacia otro lado.

Como resultado, todo el terreno estaba cortado por hoyas planas y sin relieves. Aquí y allá el agua caía en cascadas por encima de los restos de los edificios, bañándolos con hojas, arena y pajas: en estos lugares el mármol, la terracota y los mosaicos aún rebosaban de color y frescura, como si llevaran allí sólo tres días y no dos siglos.

Geralt saltó la corriente, anduvo por entre los restos de unas columnas. Ciri acudió tras él. Salieron de unas escaleras arruinadas, agachando la cabeza pasaron bajo un arco intacto, a medias enterrado en una muralla de tierra. El brujo se detuvo, señaló con la mano. Ciri suspiró en alta voz.

En medio de un montón de ruinas, multicolor a causa de la terracota destrozada, crecía un enorme rosal, espolvoreado con decenas de hermosas flores blancas y violetas. Sobre los pétalos brillaban gotas de rocío, brillantes como plata. El arbusto envolvía con sus vástagos una enorme losa de piedra blanca. Y desde la losa les miraba un rostro triste y hermoso, cuyos delicados y nobles rasgos no habían sido capaces de borrar ni derrubiar los aguaceros ni las nieves. Un rostro que no habían conseguido desfigurar el cincel de los saqueadores que extraían de las estatuas los ornamentos de oro, los mosaicos y las piedras preciosas.

—Aelirenn —dijo Geralt al cabo de un largo rato de silencio.

—Es hermosa —susurró Ciri, agarrándolo de la mano. El brujo parecía no haberse dado cuenta de ello. Miraba a la estatua y estaba lejos, lejos, en otro mundo y en otro tiempo.

—Aelirenn —repitió al cabo—. Los enanos y los humanos la llaman Elirena. Los condujo a la lucha hace doscientos años. Las autoridades de los elfos estaban en contra. Sabían que no tenían posibilidad alguna. Que podía que no pudieran levantarse de nuevo después de la derrota. Querían salvar a su pueblo, querían pervivir. Decidieron destruir la ciudad, esconderse en las montañas salvajes e impenetrables y… esperar. Los elfos gozan de larga vida, Ciri. Según nuestra medida del tiempo, casi de la inmortalidad. Los humanos les parecían algo que pasaría, como la sequía, como un invierno duro, como una plaga de langosta después de la cual viene la lluvia, la primavera, un nuevo comienzo. Querían esperar. Perdurar. Decidieron destruir las ciudades y los palacios. Entre ellos su orgullo: la hermosa Shaerrawedd. Querían perdurar, pero Elirena… Elirena levantó a los jóvenes. Echaron mano a las armas y se fueron tras ella, a la última lucha desesperada. Y los masacraron. Los masacraron sin piedad.

Ciri callaba, sumida en la contemplación de aquella mirada tan hermosa y muerta.

—Cayeron con su nombre en los labios —continuó el brujo en voz baja—. Repitiendo su llamada, su grito, cayeron por Shaerrawedd. Porque Shaerrawedd era un símbolo. Murieron por las piedras y el mármol… y por Aelirenn. Tal y como ella les prometió, murieron dignamente, heroicamente, con honor. Salvaron el honor pero perdieron, condenaron al holocausto, a la propia raza. A su propio pueblo. ¿Recuerdas lo que te dijo Yarpen? ¿Quién gobierna el mundo y quién se extingue? Era una aclaración aproximada, pero verdadera. Los elfos viven largo tiempo, pero sólo los jóvenes son fértiles, sólo los jóvenes pueden tener descendencia. Y casi toda la juventud de los elfos se fue entonces tras de Elirena. Por Aelirenn, por la Rosa Blanca de Shaerrawedd. Estamos entre las ruinas de su palacio, junto a la fuente cuyo canturreo escuchaba por las tardes. Y éstas… éstas eran sus flores.

Ciri callaba. Geralt la acercó hacia sí, la abrazó.

—¿Sabes ahora por qué los Scoia’tael estuvieron aquí, sabes qué es lo que querían ver? ¿Entiendes por qué no se debe permitir que los elfos y los enanos jóvenes de nuevo se dejen masacrar? ¿Entiendes que ni tú ni yo debemos añadir nuestros brazos a esa masacre? Estas rosas florecen durante todo el año. Deberían volverse salvajes y sin embargo son más hermosas que las de los jardines bien cuidados. A Shaerrawedd, Ciri, acuden continuamente los elfos. Distintos tipos de elfos. Aquéllos apasionados y tontos para los que el símbolo es la piedra reventada. Y aquéllos razonables para los que el símbolo son estas flores, inmortales, eternamente nuevas. Elfos que entienden que si se arranca este rosal y se quema la tierra, las rosas de Shaerrawedd ya no crecerán nunca más en ningún lado. ¿Lo entiendes?

Asintió con la cabeza.

—¿Entiendes ahora lo que es la neutralidad que tanto te agita? Ser neutral no significa ser indiferente e insensible. No hay que matar el sentimiento dentro de uno mismo. Basta matar el odio dentro de uno mismo. ¿Lo has entendido?

—Sí —susurró—. Ahora lo entiendo. Geralt, yo… querría coger una… una de estas rosas. Como recuerdo. ¿Puedo?

—Tómala —dijo al cabo de un instante de duda—. Tómala, como recuerdo. Vámonos. Volvamos al convoy.

Ciri clavó la rosa por debajo de las ataduras del jubón. De pronto soltó un gritito, alzó la mano. Un hilillo de sangre le corría desde el dedo hasta el interior de la mano.

—¿Te has pinchado?

—Yarpen… —susurró la muchacha, mirando la sangre que llenaba la línea de la vida—. Wenck… Paulie…

—¿Qué?

—¡Triss! —lanzó un penetrante grito con una voz que no era la suya, temblaba fuertemente, se limpió el rostro con el antebrazo—. ¡Aprisa, Geralt! ¡Tenemos… que ayudar! ¡A los caballos, Geralt!

—¡Ciri! ¿Qué te pasa?

—¡Están muriendo!

Ciri galopaba con la oreja casi rozando el cuello del caballo, azuzaba a su montura con gritos y golpes de los talones. La arena del camino forestal salpicaba bajo los cascos. Escuchó desde lejos el ruido, percibió el humo.

De frente, obstruyendo la senda, se dirigieron hacia ella dos caballos que se bloqueaban mutuamente con los atelajes, las riendas y un timón partido. Ciri no detuvo al alazán, les cruzó al lado a todo galope, pedazos de espuma le acariciaron el rostro. Escuchó por detrás los relinchos de Sardinilla y la maldición de Geralt, que se vio obligado a frenar.

Llegó a una curva del camino, a un claro muy grande.

La caravana estaba ardiendo. Saetas ardientes volaban desde el bosque hacia los carros como pájaros de fuego, hacían agujeros en las lonas y se clavaban en las tablas. Los Scoia’tael, aullando y gritando, se lanzaron al ataque.

Ciri, sin prestar atención al grito de Geralt que le llegaba desde atrás, dirigió el caballo directamente hacia los primeros carros que estaban delante. Uno estaba volcado sobre un costado, junto a él estaba Yarpen Zigrin con un hacha en una mano y una ballesta en la otra. A sus pies, inmóvil e inerte, vestida con un traje azul arremangado hasta la mitad del muslo yacía…

—¡Triiiiiss! —Ciri se incorporó en la silla, azuzó al caballo con los talones. Los Scoia’tael se volvieron en su dirección, silbaron las flechas junto a la oreja de la muchacha. Sacudió la cabeza sin aminorar el galope. Escuchó el grito de Geralt que le ordenaba huir al bosque. No tenía intenciones de obedecer. Se agachó, cabalgó directa hacia los arqueros que apuntaron hacia ella. Sintió de pronto el penetrante olor de la rosa blanca clavada en su jubón.

—¡Triiiiiss!

Los elfos saltaron ante la acometida del desaforado caballo. A uno lo golpeó ligeramente con la espuela. Escuchó un agudo silbido, el corcel se revolvió violentamente, relinchó, se echó hacia un lado. Ciri vio la saeta profundamente clavada por debajo de la grupa, justo pegada a su muslo. Sacó los pies de los estribos, se alzó, giró en la silla, tomó un fuerte impulso y saltó.

Cayó suavemente sobre la caja del furgón volcado, hizo equilibrio con los brazos y saltó de nuevo, aterrizando con los pies doblados junto a Yarpen, que gritaba y agitaba el hacha. Junto a él, en el segundo carro, luchaba Paulie Dahlberg, y Regan, echado hacia atrás, con los pies apoyados sobre la tabla, sujetaba el tiro con considerable esfuerzo. Los caballos relinchaban salvajemente, pataleaban, tiraban del timón aterrados ante las llamas que devoraban la lona.

Ciri se echó sobre Triss que yacía entre cajas y barriles dispersos, la aferró por la ropa y comenzó a tirar de ella en dirección al carro volcado. La hechicera gimió, echándose las manos a la cabeza. Junto a Ciri golpetearon de pronto cascos, bufaron caballos: dos elfos, sacando sus espadas, atacaron a Yarpen, quien se dirigía furioso hacia ella. El enano se revolvió como un demonio, rechazó hábilmente con el hacha los golpes que le caían encima. Ciri escuchó maldiciones, jadeos y el lastimero tintineo del metal.

Del convoy que ardía se separó otro tiro, que corrió en su dirección, dejando detrás de sí humo y llamas, fragmentos de tela ardiente. El conductor colgaba inerte del pescante, junto a él estaba Yannick Brass, que mantenía con problemas el equilibrio. Con una mano sujetaba las riendas, con la otra se defendía de dos elfos que galopaban a ambos lados del furgón. El tercer Scoia’tael, igualándose al galope con el tiro de caballos, les clavaba en los costados flecha tras flecha.

—¡Salta! —gritó Yarpen, más alto que el propio tumulto—. ¡Salta, Yannick!

Ciri vio cómo hacia el carro desbocado se acercaba al galope Geralt, cómo con un corto y seco golpe de la espada derribaba de la silla a un elfo, y Wenck, apareciendo por el lado contrario, acabó con otro, el que disparaba a los caballos. Yannick dejó caer las riendas y saltó justo enfrente del caballo del tercero de los Scoia’tael.

El elfo se incorporó sobre los estribos y le lanzó un tajo. El enano cayó. En ese momento el carro que estaba ardiendo se estrelló contra los luchadores, los atropelló y los dispersó. Ciri consiguió en el último instante sacar a Triss de entre los cascos de los caballos desbocados. El balancín se resquebrajó con un chasquido, el furgón dio un bote, perdió una rueda y se volcó desparramando a su alrededor la carga y las tablas que ardían lentamente.

Ciri arrastró a la hechicera bajo el carro volcado de Yarpen. La ayudó Paulie Dahlberg, que apareció de pronto junto a ella, y a ambos los cubría Geralt, que obligó a Sardinilla a interponerse entre ellos y los Scoia’tael que atacaban. Alrededor del carro se formó un tumulto, Ciri escuchó el sonido de las espadas, gritos, relinchos de caballos, golpeteo de cascos. Yarpen, Wenck y Geralt, rodeados por los elfos por todos lados, luchaban como diablos enloquecidos.

A los que luchaban los dispersó de pronto el tiro de Regan, quien estaba forcejeando en el pescante con un rechoncho mediano vestido con un jubón de piel de lince. El mediano estaba sentado sobre Regan e intentaba atravesarlo con un largo cuchillo.

Yarpen saltó ágilmente sobre el carro, aferró al mediano por el cuello y lo echó abajo de una patada. Regan aulló penetrantemente, tomó las riendas, azotó los caballos. El tiro dio un respingo, el carro se bamboleó, tomó repentina velocidad.

—¡En círculo, Regan! —vociferó Yarpen—. ¡En círculo! ¡Alrededor!

El carro giró y se dirigió de nuevo hacia los elfos, dispersándolos. Uno saltó, agarró la rienda derecha por la parte delantera pero no consiguió retenerla, el impulso lo empujó bajo los cascos y las ruedas. Ciri escuchó un macabro grito.

Otro elfo, galopando a su lado, dio un tajo de revés con la espada. Yarpen se agachó, la hoja resonó contra el aro que sujetaba la lona, el impulso le llevó al elfo hacia delante. El enano se encogió de pronto, movió la mano con rapidez. El Scoia’tael aulló y se tensó sobre la silla, luego cayó a tierra. Entre sus omoplatos había un hachazo.

—¡Venga, venid, hijos de puta! —bramó Yarpen haciendo molinetes con el hacha—. ¿Quién más quiere? ¡Deprisa, en círculo, Regan! ¡En círculo!

Regan, agitando la cabellera ensangrentada, encogido en el pescante entre los silbidos de las saetas, aullaba como un loco y castigaba sin piedad a los caballos. El tiro pasó a toda prisa en una cerrada curva, creando una barrera móvil que vomitaba fuego y humo alrededor del carro volcado junto al que Ciri arrastraba a la magullada y medio inconsciente hechicera.

No lejos de allí bailoteaba el caballo de Wenck, un semental grisáceo. Wenck se encogió, Ciri vio la saeta de blanca pluma que le sobresalía de un costado. Pese a la herida se las vio hábilmente con dos elfos a pie que le atacaban por ambos costados. Ante los ojos de Ciri, una segunda flecha se le clavó en el pecho. El comisario dejó caer su pecho sobre el cuello del caballo, pero se mantuvo en la silla. Paulie Dahlberg le salió en ayuda.

Ciri se quedó sola.

Echó mano a la espada. La hoja, que durante los entrenamientos saltaba de su espalda como un rayo, ahora no se dejaba extraer por nada del mundo, se resistía, se atascaba en la vaina como en alquitrán. Entre el torbellino que giraba alrededor, entre movimientos tan rápidos que hasta desaparecían ante los ojos, su espada parecía innatural y extrañamente lenta, parecía que transcurrieron siglos antes de que saliera del todo. La tierra temblaba y se agitaba. Ciri de pronto se dio cuenta de que no era la tierra. Eran sus propias rodillas.

Paulie Dahlberg, manteniendo en jaque con su hacha al elfo que le atacaba, arrastraba por el suelo a Wenck. Junto al carro pasó Sardinilla, Geralt le cayó encima al elfo. Había perdido su cinta en algún lugar, los cabellos blancos ondeaban al galope. Resonaron las espadas.

Otro Scoia’tael, a pie, salió de detrás del carro. Paulie soltó a Wenck, se enderezó, aferró el hacha. Y se quedó quieto.

Frente a él había un enano con un gorro adornado con una cola de ardilla y con una barba negra enlazada en dos trenzas. Paulie vaciló.

El de la barba negra no vaciló ni un segundo. Le golpeó con el hacha que sujetaba con las dos manos. La hoja del hacha aulló y cayó, atravesando la clavícula con un horrible crujido. Paulie se hundió sin un gemido, al instante, parecía que la fuerza del golpe le hubiera cortado las dos piernas.

Ciri gritó.

Yarpen Zigrin saltó del carro. El enano de la barba negra giró, asestó un golpe. Yarpen evitó el golpe con un hábil requiebro medio girando, lanzó un quejido y golpeó terrible hacia abajo, destrozando la negra barba, la laringe, la mandíbula inferior y el rostro hasta las narices. El Scoia’tael se retorció y cayó de espaldas, escupiendo sangre, aporreando con las manos y clavando los tacones en la tierra.

—¡Geraaaalt! —gritó Ciri al sentir detrás de ella un movimiento. Al sentir detrás de ella la muerte.

Era sólo una forma confusa, captada con el rabillo del ojo, un movimiento y un brillo, pero la muchacha reaccionó rápidamente, con una parada al sesgo y una finta que le habían enseñado en Kaer Morhen. Atrapó el golpe, pero estaba demasiado insegura sobre sus pies, demasiado echada hacia un lado, para cobrar impulso. La fuerza del golpe la empujó contra la caja del carro. La espada se le resbaló de la mano.

Delante de ella había una hermosa elfa de largas piernas y altas botas. La elfa frunció horriblemente el rostro, alzó la espada, agitando los cabellos que sobresalían por bajo la capucha. La espada brillaba cegadora, brillaban los brazaletes en las muñecas de la Ardilla.

Ciri no era capaz de moverse.

Pero la espada no cayó, no la golpeó. Porque la elfa no la miraba a ella, sino a la rosa blanca prendida al jubón.

—¡Aelirenn! —gritó la Ardilla con fuerza, como intentando romper su propia vacilación con el grito. Pero no alcanzó a ello. Geralt, empujando a Ciri, le rasgó el pecho ampliamente con la espada. La sangre salpicó el rostro y la ropa de la muchacha, manchas rojas motearon los blancos pétalos de la rosa.

—Aelirenn… —gimió con fuerza la elfa, cayendo de rodillas. Antes de que su rostro tocara el suelo, aún tuvo tiempo de gritar una vez más. Fuerte, prolongada, desesperadamente.

—¡Shaerraweeeeedd!

La realidad volvió tan repentinamente como repentinamente había desaparecido. A través del sordo y monótono sonido que le llenaba los oídos Ciri comenzó a oír voces. A través de la húmeda y brillante cortina de lágrimas comenzó a ver a los vivos y los muertos.

—Ciri —susurró Geralt, que estaba agachado sobre ella—. Despiértate.

—La lucha… —gimió, sentándose—. Geralt, qué…

—Ya ha pasado todo. Gracias a los soldados de Ban Glean, que acudieron en nuestra ayuda.

—No has sido… —susurró, cerrando los ojos—. No has sido neutral…

—No lo he sido. Pero tú vives. Triss vive.

—¿Qué tal está?

—Se golpeó en la cabeza al caer del carro que Yarpen intentaba salvar. Pero ya está bien. Cura a los heridos.

Ciri miró a su alrededor. Entre el humo de los furgones que se quemaban pasaban figuras armadas. Y alrededor yacían cajas y barriles. Una parte de ellos estaba destrozada, y su contenido esparcido por el suelo. Eran piedras comunes y corrientes, grises, del campo. Ciri las miró con estupefacción.

—La ayuda para Demawend de Aedirn —rechinó los dientes Yarpen Zigrin, que estaba junto a ella—. Ayuda secreta y extraordinariamente importante. ¡Un convoy de especial importancia!

—¿Era una trampa?

El enano se dio la vuelta, la miró a ella, a Geralt. Luego miró de nuevo a las piedras caídas de los barriles, escupió.

—Sí —confirmó—. Una trampa.

—¿Para los Ardillas?

—No.

A los muertos los colocaron en filas iguales. Yacían los unos junto a los otros sin distinción: elfos, humanos y enanos. Entre ellos estaba Yannick Brass. Estaba la elfa morena de las botas altas. Y el enano de la barba negra y enlazada en dos trenzas, brillante de la sangre coagulada. Y junto a ellos…

—¡Paulie! —sollozaba Regan Dahlberg, con la cabeza de su hermano sobre las rodillas—. ¡Paulie! ¿Por qué?

Guardaron silencio. Todos. Incluso aquéllos que sabían por qué. Regan volvió hacia ellos su rostro deforme y húmedo por las lágrimas.

—¿Qué le voy a decir a madre? ¿Qué le voy a decir?

Guardaron silencio.

No muy lejos, rodeado por los soldados en los colores oro y sable de Kaedwen, yacía Wenck. Respiraba pesadamente y cada inspiración le empujaba a los labios una burbuja de sangre. Junto a él murmuraba Triss, de pie había un caballero con una armadura brillante.

—Bien, ¿y qué? —preguntó el caballero—. ¿Señora hechicera? ¿Vivirá?

—He hecho lo que he podido. —Triss se levantó, apretó los labios—. Pero…

—¿Qué?

—Usaron esto. —Le enseñó una flecha con una punta extraña, golpeó con ella en un barril que había al lado. La punta de la flecha se abrió, estallo en cuatro agujas espinosas y en forma de gancho. El caballero maldijo.

—Fredegard… —habló con esfuerzo Wenck—. Fredegard, escucha…

—¡No debes hablar! —le gritó Triss—. ¡Ni moverte! ¡El hechizo apenas aguanta!

—Fredegard —repitió el comisario. La burbuja de sangre de sus labios estalló, en su lugar apareció al instante una segunda—. Nos equivocamos… Todos nos equivocamos. No era Yarpen… Prejuzgamos falsamente… Doy garantías por él. Yarpen no traicionó… No trai…

—¡Calla! —gritó el caballero—. ¡Calla, Vilfrid! ¡Eh, presto, traed las parihuelas! ¡Las parihuelas!

—Ya no hace falta —dijo con voz sorda la hechicera, mirando los labios de Wenck, en los que ya no se formaban burbujas. Ciri se volvió, apretó el rostro contra el costado de Geralt.

Fredegard se irguió. Yarpen Zigrin no le miraba. Miraba a los muertos. A Regan Dahlberg, que seguía arrodillado junto a su hermano.

—Era necesario, don Zigrin —dijo el caballero—. Estamos en guerra. Era una orden. Teníamos que asegurarnos…

Yarpen callaba. El caballero bajó la mirada.

—Perdonad —susurró.

El enano volvió lentamente la cabeza, le miró. A Geralt. A Ciri. A todos. Humanos.

—¿Qué habéis hecho de nosotros? —preguntó con amargura—. ¿Qué habéis hecho de nosotros? ¿Que hicisteis… de nosotros?

Nadie le respondió.

Los ojos de la elfa de largas piernas estaban vidriosos y opacos. En sus labios fruncidos se había congelado un grito.

Geralt abrazó a Ciri. Con un lento movimiento, tomó de su jubón la rosa blanca, moteada de oscuras manchas, la arrojó sin decir palabras sobre el cuerpo de la Ardilla.

—Adiós —susurró Ciri—. Adiós, Rosa de Shaerrawedd. Adiós y…

—Y perdónanos —terminó el brujo.