Elstir me dijo que se llamaba Albertina Simonet, y me dio también los nombres de sus amigas, que le describí yo con exactitud bastante para que no cupiese duda había incurrido yo en un error con respecto a su posición social, pero un error contrario al usual en Balbec. Porque en Balbec tomaba fácilmente por príncipes a los hijos de un tendero que montaban a caballo. Y con las muchachas ocurrió que las coloqué en un medio social falso, cuando en realidad eran hijas de familias burguesas ricas del mundo de la industria y de los negocios. De ese mundo que a primera vista me interesaba menos que ninguno, puesto que no tenía para mí ni el misterio del pueblo ni el de una sociedad como la de los Guermantes. E indudablemente, de no haber sido porque aquella brillante vacuidad de la vida de playa les había conferido ante mis asombrados ojos un prestigio que ya no habrían de perder, acaso no hubiese yo logrado luchar victoriosamente contra la idea de que eran hijas de negociantes ricos. Me quedé admirado al ver cómo la clase media francesa era un maravilloso taller de escultura generosísima y en extremo variada. ¡Qué de tipo imprevistos, cuánta invención en el carácter de los rostros, qué decisión, frescura y sencillez de facciones! Y aquellos burgueses viejos y avaros de los que habían nacido estas Dianas y ninfas me parecían los más geniales escultores del mundo. Y como esos descubrimientos de un error, esas modificaciones de la noción que formamos de una persona tienen la instantaneidad de las reacciones químicas, ocurrió que antes de haber tenido yo tiempo de darme cuenta de la metamorfosis social de estas muchachas, ya se había instalado detrás del rostro de un género tan golfo de aquellas muchachas, a quienes tomara yo por queridas de corredores ciclistas o de boxeadores, la idea de que podían ser muy bien amigas de la familia de cualquier notario conocido nuestro. Yo casi no sabía lo que era Albertina Simonet. Ella ignoraba, claro es, lo que algún día llegaría a ser para mí. Ni siquiera hubiese sabido yo entonces escribir como es debido el nombre de Simonet, porque le habría puesto dos n, sin sospechar la importancia que atribuía la familia a no tener más que una sola n. Porque a medida que se va bajando en la escala social el snobismo se agarra a naderías, que acaso no sean más tontas que las distinciones de la aristocracia, pero que sorprenden en mayor grado por ser más particulares y raras. Quizá había habido Simonet que anduvieran en malos negocios, o en cosa peor. Pero ello es que los Simonet siempre se habían enfadado, como por una calumnia, cuando se duplicaba su n. Y ponían ellos tanto orgullo en ser los único Simonet con una n en vez de dos, como acaso pueden poner los Montmorency en ser los primeros caballeros de Francia. Pregunté a Elstir si esas muchachas vivían en Balbec, y me dijo que algunas de ellas sí. El hotel de una muchacha de esas estaba precisamente situado en un extremo de la playa, donde empiezan los acantilados de Canapville. Como esta muchacha era gran amiga de Albertina Simonet, ya tuve un motivo más para creer que la joven de la bicicleta que me encontré cuando volvía de paseo con mi abuela era efectivamente Albertina. Claro es que había tantas calles perpendiculares a la playa y formando con ella el mismo ángulo, que era muy difícil especificar de cuál se trataba. Hubiese uno querido guardar un recuerdo exacto, pero en aquel preciso momento la visión estaba turbada. Sin embargo, prácticamente podía tenerse la certidumbre de que Albertina y aquella joven que iba a entrar en casa de su amiga eran la misma persona. Pero, a pesar de todo, mientras que las innumerables imágenes que más adelante me ofreció la morena jugadora de golf, por diferentes que fuesen unas de otras, se superponen (porque sé que todas son suyas), y cuando remonto el curso de mis recuerdos me es posible, tras esa cobertura de identidad, pasar y repasar, como por un camino de comunicación interior, por todas esas imágenes sin salir de la misma persona, en cambio, si quiero remontarme hasta la muchacha que vi yendo con mi abuela necesito dejar ese camino y salir al aire libre. Estoy convencido de que es Albertina la que encuentro, la misma que se paraba a menudo, entre todas sus amigas, en aquel paseo en que sus figuras se alzaban sobre la línea del horizonte marino; pero todas esas imágenes siguen separadas de la otra, porque no puedo conferirle retrospectivamente una identidad que no tenía en el momento que me saltó a la vista; y a pesar de todo lo que pueda asegurarme el cálculo de probabilidades, lo cierto es que a esa joven de las mejillas llenas, que me miró atrevidamente al doblar la esquina de la calle y de la playa, y que yo me figuré que podría quererme, no la he vuelto a ver nunca, en el sentido estricto de la frase «volver a ver».

Mi indecisión de sentimiento con respecto a las muchachas de la bandada, las cuales seguían teniendo algo de aquel colectivo encanto que me impresionó al principio, vino a añadirse a los antedichos motivos y me dejó más adelante, y hasta en la época de mi gran amor por Albertina —el segundo amor—, una especie de libertad intermitente y muy breve para no quererla. Mi amor, como había vagabundeado por entre todas sus amigas antes de dirigirse exclusivamente a ella, conservó a ratos entre él y la imagen de Albertina un cierto «resorte» que, como un aparato de proyección mal enfocado, le permitía posarse en las otras muchachas antes de adaptarse a ella; la relación entre la pena que yo sentía en el corazón y el recuerdo de Albertina no me parecía necesaria, y quizá hubiese podido coordinarla con la imagen de otra persona. Con lo cual lograba yo, por un instante fugaz como el relámpago, que se desvaneciera la realidad, y no sólo la realidad exterior, como en mi amor a Gilberta (cuando vi que era únicamente un estado interior del que yo extraía la calidad particular y el carácter especial del ser amado, todo aquello por lo que se hacía indispensable a mi felicidad), sino hasta la misma realidad interior y puramente subjetiva.

«No hay día que no pase alguna de ellas por delante del estudio y entre a hacerme compañía un rato», me dijo Elstir; y me desesperé al pensar que si hubiera ido a verlo en seguida, como mi abuela me había dicho, probablemente y habría sido presentado a Albertina:

La cual había seguido andando y ya no se la veía desde el estudio. Yo me figuré que iba al paseo del dique en busca de sus amigas. Si hubiera sido posible ir allá con Elstir, podía haberme presentado. Inventé mil pretextos para que accediese a dar una vuelta conmigo por la playa. Ya no tenía yo aquella tranquilidad de antes de la aparición de la muchacha al mirar la ventanita, encantadora hasta aquel momento, con su marco de madreselvas, pero tan vacía ahora. Elstir me dio alegría y tortura juntas cuando me dijo que andaría un rato conmigo, pero que antes tenía que acabar el cuadro que tenía empezado. Era un cuadro de flores; pero de ninguna de esas flores cuyo retrato le habría yo encargado con más gusto que el de una persona, con objeto de descubrir por la revelación de su genio aquello que tartas veces había yo buscado inútilmente parado delante de ellas: espinos blancos y rosas, acianos y flor de manzano. Elstir, al mismo tiempo que pintaba me hablaba de botánica, pero yo apenas si le prestaba atención; y él por sí solo no me bastaba ya: ahora era únicamente el intermediario forzoso entre aquellas muchachas y yo; aquel prestigio con que lo veía yo revestido por su talento un instante antes, ahora sólo valía en cuanto que me confería a mí también un poco de prestigio a los ojos de las muchachas a quienes habría de presentarme.

Iba y venía yo por el taller, impaciente, deseando que acabara de trabajar; de vez en cuando cogía algún estudio de color de los que estaban por allí, vueltos hacia la pared, unos encima de otros. Y de ese modo di con una acuarela que debía de ser de una época bastante antigua de Elstir, y que me encantó con esa sensación particular de delicia que causan las obras que además de una ejecución deliciosa tienen un asunto tan singular y seductor que a él atribuimos parte de su gracia, como si el pintor no hubiese tenido otro papel que descubrirla y observarla, realizada ya materialmente en la Naturaleza, y hacer una copia. El hecho de que puedan existir tales objetos, bellos por sí mismos, independientemente de la interpretación del pintor, viene a halagar en nosotros un materialismo innato, con el que lucha la razón, y sirve de contrapeso a las abstracciones de la estética. Aquella acuarela era el retrato de una mujer joven, no precisamente guapa, pero de un tipo curioso, tocada con un sombrero que se parecía bastante a la forma del sombrero hongo, con una cinta de color cereza; en una de las manos, semicubiertas por mitones, tenía un cigarrillo encendido, y con la otra sostenía a la altura de la rodilla un gran sombrero de jardín, sencilla pantalla de paja para guardarse del sol junto a ella, en una mesa, había un florero lleno de rosas. Muchas veces, y así ocurría ahora, la impresión de rareza que causan estas obras proviene de que fueron ejecutadas en condiciones particulares, de las que no nos dimos cuenta clara en el primer momento; por ejemplo, la toilette extraña de un modelo femenino es un disfraz para un baile de trajes, o, al contrario, el rojo manto de un viejo que parece cosa puesta tan sólo por prestarse a un capricho del pintor, resulta que es su toga de catedrático o de magistrado o la muceta de cardenal. El carácter ambiguo del ser cuyo retrato tenía yo delante consistía, sin comprenderlo yo muy bien, en que era una joven actriz de hacía años, a medio disfrazar. Pero el sombrero hongo, que cubría un pelo ahuecado, pero corto; su chaqueta de terciopelo, sin solapas, abierta para mostrar una blanca pechera, me hicieron vacilar con respecto a la fecha de la moda y al sexo del modelo; de modo que no sabía exactamente qué era lo que estaba mirando, es decir, no sabía sino que era una luminosísima pintura. Y el placer que sacaba de su contemplación enturbiábalo únicamente el miedo de que Elstir se entretuviera más y no encontrásemos a las muchachas, porque el sol ya iba sesgando y descendiendo en la ventanita. Ninguna de las cosas representadas en aquella acuarela lo estaba en calidad de dato real, pintado a causa de su utilidad en la escena: el traje, porque la dama tenía que llevar algún traje, y el florero, por las flores. El cristal del florero, amado por sí mismo, parecía como que encerrase el agua donde se hundían los tallos de los claveles en una materia casi tan límpida y tan líquida como ella, el vestido de la mujer la envolvía de una manera que tenía una gracia independiente, fraternal, y, si las obras de la industria pudieran competir en encanto con las maravillas de la Naturaleza, tan delicada, tan sabrosa al mirar, tan fresca y reciente cual la piel de una gata, unos pétalos de clavel y unas plumas de paloma. La blancura de la pechera, como de finísimo granizo, y que formaba en su frívolo plegado unas campanitas como las del lirio de los valles, se iluminaba con los claros reflejos de la habitación, reflejos agudos y tan finamente matizados cual ramitos de flores que recamaran la tela. Y el terciopelo de la chaqueta, brillante y nacarado, tenía de trecho en trecho un algo de picoteado; de velloso y erizado, que sugería la idea de los despeluzados claveles del florero. Pero sobre todo se veía que Elstir, sin importarle nada lo que pudiese tener de inmoral aquel disfraz de una actriz joven que sin duda daba más importancia que al talento de interpretación de su papel al picante atractivo que iba a ofrecer a los sentidos cansados o depravados de algunos espectadores, se había encariñado, por el contrario, con esos rasgos de ambigüedad, considerados como elemento estético que valía la pena de poner de relieve, e hizo todo lo posible por subrayarlos. Siguiendo las líneas del rostro, por momentos parecía que el sexo de la persona retratada iba a decidirse, y que era una muchacha un tanto viril; pero luego esa expresión de sexo se desvanecía, tornaba a asomar, sugiriendo ahora la idea de un joven afeminado, vicioso y soñador, y por último, huía, inasequible. El carácter de soñadora tristeza de la mirada, por el contraste que hacía con los detalles reveladores de un mundo de teatro y juerga, no era lo menos inquietante del retrato. Aunque se le ocurría a uno que esa tristeza era de mentira y que aquel ser juvenil que parecía ofrecerse a la caricia en ese provocativo atavío creyó que debía de ser más gracioso aún si añadía la romántica expresión de un sentimiento secreto, de una pena oculta. Al pie del retrato estaban escritas estas palabras: «Miss Sacripant, octubre 1872». No pude callar mi admiración. «Eso no es nada, un croquis de mi juventud, de un traje para una revista de varietés. Hace ya mucho de todo eso». ¿Y qué ha sido del modelo? El asombro que provocaron mis palabras sirvió de preludio en el rostro de Elstir a un gesto de indiferencia y distracción que adoptó inmediatamente. «Déme usted, déme usted ese lienzo en seguida, porque me parece que viene mi señora, y aunque esta joven del sombrero hongo no ha tenido nada que ver con mi vida, ¡en serio, eh!, sin embargo, mi mujer no tiene por qué ver esa acuarela. La he guardado únicamente como documento curioso sobre el teatro de aquella época». Y antes de ocultar la acuarela detrás de él, Elstir, que quizá no la había visto hacía tiempo, la miró atentamente: «No se puede guardar más que la cabeza —murmuró—; lo demás está muy mal pintado, las manos son de un principiante». A mí me desesperó la llegada de la señora de Elstir, porque eso probablemente nos retrasaría más. El reborde de la ventana era ya de color rosa. Nuestra salida sería inútil. No había probabilidad alguna de ver a las muchachas, de modo que ya me daba lo mismo que la señora de Elstir se marchara en seguida o no. Pero se estuvo muy poco; me pareció una señora muy aburrida; hubiera sido guapa con veinte años menos, con rústica belleza de campesina, que lleva su buey por la campiña de Roma; pero ahora ya empezaba a encanecer; era ordinaria, sin sencillez, porque se imaginaba que la solemnidad de modales y la majestad de la actitud eran requisitos de su belleza escultural, que con la edad había perdido todos su encantos. Iba vestida sencillisimamente. Impresionaba y sorprendía a la par oír a Elstir llamar a su mujer «Mi Gabriela, mi Gabriela guapa» a cada momento y con respetuoso cariño, como si sólo con pronunciar esas palabras sintiera ternura y veneración. Más adelante, cuando conocí la pintura mitológica de Elstir, también para mí fue bella la señora de Elstir. Comprendí que el pintor había atribuído un carácter casi divino, a un determinado tipo ideal resumido en ciertas líneas, en ciertos arabescos que se repetían constantemente en su obra a un determinado canon, y todo el tiempo que tenía, todo el esfuerzo de pensamiento de que se sentía capaz, en una palabra, toda su vida, la consagró a la misión de distinguir mejor esas líneas y reproducirlas con mayor fidelidad. El culto que semejante ideal inspiraba a Elstir era tan grave y exigente que nunca lo dejaba estar contento, era la parte más íntima de sí; de modo que no pudo considerar ese ideal con verdadero desprendimiento y sacar de él emociones hasta el día que se lo encontró realizado exteriormente en el cuerpo de una mujer, en el cuerpo de la que había de ser la señora de Elstir, y ya en ella —como sólo es posible con lo que es distinto de nosotros— le pudo parecer su ideal valioso, enternecedor y divino. ¡Qué descanso tan grande el poder posar los labios en aquella Belleza que hasta entonces había que sacarse de la propia alma con tanto trabajo, y que ahora, misteriosamente encarnada, se le ofrecía para una serie de eficaces comuniones! Elstir en aquella época había salido ya de esa primera juventud en que se espera realizar el ideal sólo por la potencia de nuestro pensamiento. Iba acercándose a la edad en que cuenta uno con las satisfacciones del cuerpo para estimular las fuerzas del espíritu, cuando la fatiga del ánimo nos inclina al materialismo y la disminución de la, actividad a la posibilidad de influencias pasivamente recibidas, y empezamos ya a admitir que puede haber determinados cuerpos, determinados oficios, ritmos privilegiados que realicen con naturalidad tanta nuestro ideal, que aun sin genio, sólo con copiar el movimiento de un hombro, la tensión de un cuello, hagamos una obra maestra; es la edad en que nos complacemos en acariciar la Belleza, con la mirada, fuera de nosotros, junto a nosotros, en un tapiz o en un dibujo del Ticiano que descubrimos en casa de un anticuario, o en una querida tan hermosa como el dibujo del Ticiano. Cuando me di cuenta de esto, ya siempre me gustaba ver a la señora de Elstir; su cuerpo se aligeró porque yo lo llené de una idea, la idea de que era una criatura inmaterial, un retrato de Elstir. Lo era para mí y debía de serlo también para él. Los datos reales de la vida no tienen valor para el artista, son únicamente una ocasión para poner su genio de manifiesto. Cuando se ven juntos diez retratos de distintas personas hechos por Elstir, se aprecia en seguida que son ante todo Elstir. Sólo cuando después de haber subido esta marea del genio, que cubre la vida empieza ya a fatigarse el cerebro, se rompe el equilibrio y la vida recobra su primacía, como el río que sigue su curso tras el empuje de una marea contraria. Mientras que dura el primer período, el artista, poco a poco, ha extraído la ley y la fórmula de su inconsciente don artístico.

Sabe cuáles son las situaciones en el caso de que sea novelista, o cuáles son los paisajes, si se trata de un pintor, que le proporcionarán la materia, indiferente en sí, pero tan indispensable para sus creaciones como un laboratorio o un estudio. Sabe que ha hecho sus obras con efectos de luz tenue, con remordimientos que mortifican la idea del pecado, con mujeres colocadas a la sombra de los árboles o con mujeres bañándose, como estatuas. Llegará un día en que, por el desgaste de su cerebro, ya no tendrá, al verse delante de esos materiales que su genio artístico utilizaba, el empuje necesario para el esfuerzo intelectual que se requiere para producir su obra, y, sin embargo, seguirá buscándolos, sentirá alegrías al verse junto a ellos por el placer espiritual, aliciente al trabajo, que en su ánimo provocan; y rodeándolos con un sentimiento como de superstición, cual si fuesen superiores a todas las demás cosas, cual si en ellos estuviese depositada y ya hecha una buena parte de la obra artística, no hará más que buscar y adorar los modelos. Se estará hablando indefinidamente con criminales arrepentidos, cuyos remordimientos y regeneración le sirvieron de asunto para sus novelas; comprará una casa de campo en región donde la bruma atenúe la fuerza de la luz; se pasará horas enteras viendo cómo se bañan las mujeres, o hará colección de telas antiguas. Y así, la belleza de la vida, palabras en cierto modo sin significación, lugar puesto del lado de acá del arte, y en donde vi que se paraba Swann, era también aquel lugar al que un día habría de ir retrocediendo poco a poco un Elstir, por debilitación de su genio creador, por idolatría de las formas que lo habían favorecido o por deseo del menor esfuerzo.

Por fin dio la última pincelada a las flores; me estuve mirándolas un momento; ahora ya no tenía mérito por perder tiempo en mirarlas, pues sabía que las muchachas ya no iban a estar en la playa; pero aun habiendo creído que seguían allí y que por esos minutos de contemplación no las alcanzara, hubiese mirado el cuadro, pensando que Elstir se interesaba más por sus flores que por mi encuentro con las muchachas. Porque el modo de ser de mi abuela, cabalmente opuesto a mi total egoísmo, se reflejaba sin embargo, en el mío. En cualquier circunstancia en que tina persona indiferente, pero a la que había yo tratado siempre con exterior afecto o respeto, no arriesgase más que una contrariedad mientras que yo me veía en un peligro, mi actitud no podía ser otra que la de compadecerla por su disgusto, como si se tratara de cosa considerable, y mirar mi peligro como una insignificancia; todo porque me parecía que a esa persona las cosas debían de representársele en esas proporciones. Y para decir las cosas como son, añadiré que aún iba más allá no sólo no deploraba el peligro mío, sino que le salía al encuentro, y en cambio con el peligro de los demás hacía por evitárselo, aunque hubiese probabilidades de que por ello viniese a recaer sobre mí. Eso obedece a varias razones que no me hacen mucho favor. Una de ellas es que mientras que no hacía más que raciocinar, se me figuraba tener apeo a la vida; pero cada vez que en el curso de mi existencia me he visto atormentado por preocupaciones morales o por meras inquietudes nerviosas, tan pueriles a veces que no me atrevería a contarlas, si surgía entonces una circunstancia imprevista que implicaba para mí riesgo de muerte, esa nueva preocupación era tan leve, en comparación con las otras, que la acogía con un sentimiento de descanso lindando con la alegría. Y así resultaba que yo, el hombre menos valiente del mundo, conocía esa cosa que tan inconcebible y que tan extraña a mi modo de ser se me representada en momentos de puro raciocinar: la embriaguez del peligro. Y en el momento en que surge un peligro, aunque sea mortal y aunque me halle yo en una etapa de mi vida sumamente tranquila y feliz, si estoy con otra persona no puedo por menos de ponerla al abrigo y coger para mí el lugar de peligro Cuando un número considerable de experiencias de esta índole me Hubo demostrado que yo siempre procedía así y con mucho gusto, descubrí, muy avergonzado, que, al revés de lo que creí y afirmé siempre, era muy sensible a las opiniones ajenas. Sin embargo, esta especie de amor propio no confesado no tiene nada que ver con la vanidad y el orgullo.

Porque aquello con que se satisfacen orgullo o vanidad no me causa placer alguno y nunca me atrajo. Pero nunca pude negarme a mostrar a las mismas personas a las que logré ocultar por completo esos pequeños méritos míos, que acaso les hubieran hecho formar idea menos ruin de mí, que me preocupa más apartar la muerte de su camino que no del mío. Como el móvil de su conducta es entonces el amor propio y no la virtud, me parece muy natural que en cualquier otra circunstancia procedan de distinto modo. Nada más lejos de mi ánimo que censurarlas por eso; acaso lo haría si yo me hubiese visto impulsado por la idea de un deber, que en ese caso me parecería obligatorio para ellas lo mismo que para mí. Al contrario, las reputo por muy cuerdas por eso de guardar su vida, pero no puedo por menos de colocar el valor de la mía en segundo término; cosa particularmente absurda y culpable desde que me ha parecido descubrir que la vida de muchas personas que tapo con mi cuerpo cuando estalla una bomba vale menos que la mía. Por lo demás, el día de esta visita a Elstir aún faltaba mucho tiempo para que yo llegase a darme cuenta de esa diferencia de valor, y no se trataba de ningún peligro, sino sencillamente de una señal precursora del pernicioso amor propio: de aparentar que no concedía a aquel placer tan ardientemente codiciado por mí mayor importancia que a su trabajo de acuarelista, aún sin terminar. Pero por fin acabó el cuadro. Y cuando salirnos, como por entonces los días eran muy largos, me di cuenta de que no era tan tarde como yo creía; fuimos al paseo del dique. Eché mano de mil argucias para retener a Elstir en aquel sitio por donde suponía yo que aún podrían pasar las muchachas. Le enseñaba los acantilados que se alzaban junto a nosotros y le hacía que me hablara de ellos, con objeto de que se le olvidara la hora que era y se estuviese allí. Me parecía que teníamos más probabilidades de copar a la bandada de chiquillas encaminándonos hacia el final de la playa. «Me gustaría que viéramos de cerca estas rocas —dije a Elstir, porque me había fijado que una de las muchachas solía ir por ese lado—. Mientras tanto, cuénteme usted cosas de Carquethuit. ¡Cuánto me gustaría ir a Carquethuit! —añadí, sin pensar que el carácter nuevo, tan potentemente manifestado en el “Puerto de Carquethuit”, acaso provenía de la visión del pintor y no de ningún mérito especial de esa playa—. Desde que he visto el cuadro, las dos cosas que más ganas tengo de conocer son Carquethuit y la Punta de Raz, que desde aquí sería todo un viaje». «Y aun cuando estuviera más cerca yo le aconsejaría a usted preferentemente Carquethuit —me respondió Elstir—. La Punta de Raz es admirable; pero al fin y al cabo es la costa escarpada normanda o bretona, que usted conoce ya, mientras que Carquethuit es muy distinto con esas rocas en la playa baja. No conozco en Francia nada parecido; me recuerda algunos aspectos de la Florida. Es curioso, ¿verdad?; también es un lugar en extremo salvaje. Está entre Clitourps y Nehomme; ya sabe usted cuán desolados son esos lugares, pero la línea de las playas es deliciosa. Aquí esa línea no dice nada; pero si viera lo graciosa y lo suave que es en esos sitios…».

Anochecía y era menester volver; iba yo acompañando a Elstir hacia su hotel, cuando de repente, lo mismo que surge Mefistófeles delante de Fausto, asomaron al fondo de la avenida —como una mera objetivación irreal y diabólica del temperamento opuesto al mío, de aquella vitalidad cruel y casi bárbara que faltaba a mi flaqueza y a mi exceso de sensibilidad dolorosa y de intelectualismo— unos cuantos copos de esa materia imposible de confundir con ninguna otra, unas cuantas esporadas de la bandada zoofítica de muchachas, las cuales aparentaban no verme, pero en realidad debían de estar pronunciando irónicos juicios sobre mi persona. Al ver que el encuentro entre ellas y nosotros era inevitable, y pensando que Elstir me llamaría, me volví de espaldas, como el bañista hace para recibir la ola; me paré en seco y, dejando a mi ilustre compañero que siguiera su camino, me quedé atrás, como impulsado por súbito interés, mirando el escaparate de la tienda de antigüedades que allí había; me agradó esa posibilidad de aparentar que estaba pensando en otra cosa distinta de las tales muchachas; y ya presentía vagamente que cuando Elstir me llamara para presentarme a esas señoritas pondría yo esa mirada interrogadora que revela no la sorpresa, sino el deseo de hacerse el sorprendido (y esto, o porque todos somos muy malos actores o porque el prójimo es siempre muy buen fisonomista); y acaso llegara hasta ponerme un dedo en el pecho, como diciendo: «¿Es a mí a quien llama usted?», para acudir luego con la cabeza dócilmente inclinada, muy obediente y disimulando con frío gesto la molestia que me causaba el verme arrancado de la contemplación de unas porcelanas antiguas para que me presentaran a unas personas que no me interesaba conocer. A todo esto, estaba mirando al escaparate en espera del momento en que mi nombre, lanzado a gritos por Elstir, viniese a herirme como una bala esperada e inofensiva. La certidumbre de ser presentado a las muchachas tuvo por resultado no sólo hacerme fingir indiferencia, sino sentirla realmente. El placer de conocerlas, como ahora era ya inevitable, se comprimió se redujo, me pareció más pequeño que el de hablar con Saint-Loup, cenar con mi abuela y hacer por los alrededores excursiones que seguramente echaría mucho de menos si tenía que abandonarlas por causa de mi trato con unas personas que no debían de interesarse nada por los monumentos artísticos. Además, lo que disminuía el placer que iba yo a tener era no sólo la inminencia, sino también la incoherencia de su realización. Unas leyes tan precisas como las de la hidrostática mantienen la superposición de imágenes que nosotros formamos en un orden fijo, que se trastorna cuando se avecina el acontecimiento. Elstir iba a llamarme. Pero no era de esta manera como yo me figuré muchas veces, en la playa o en mi cuarto, que habría de conocer a las muchachas. Lo que iba a suceder era otro acontecimiento para el que no estaba yo preparado. Ahora no reconocía yo ni mi deseo ni su objeto; casi sentía haber salido con Elstir. Pero, sobre todo, debíase la contracción de aquel placer que yo esperaba a la certidumbre de que no me lo podían quitar. Y volvió a cobrar toda su dimensión, como en virtud de una fuerza elástica, cuando ya no sufrió la presión de esa certidumbre, cuando me decidí a volver la cabeza y vi que Elstir, parado a unos pasos de allí, se estaba despidiendo de las muchachas. La cara de la muchacha que estaba más cerca del pintor, cara gruesa e iluminada por el mirar parecía una torta en la que se había reservado un huequecito a un trozo de cielo. Sus ojos, aunque quietos daban una impresión de movilidad, como ocurre esos días de mucho viento en que no se ve el aire, pero se nota la rapidez con que cruza sobre el fondo azul. Por un instante sus miradas se cruzaron col, las mías, como esos cielos anubarrados y corretones de los días de tormenta que se acercan a una nube menos rápida que ellos, se ponen a su lado, la tocan y siguen su camino. Pero no se conocen y se van en direcciones opuestas. Así, nuestras miradas estuvieron un momento frente a frente, ignorando ambas todas las promesas y amenazas para lo por venir que se encerraban en el continente celeste que tenían delante. Únicamente en el preciso instante en que su mirada pasó exactamente sobre la mía se veló levemente, pero sin aminorar su velocidad. Tal ocurre una noche clara cuando la luna, arrastrada por el viento, pasa tras una nube, vela por un minuto su resplandor y reaparece en seguida. Ya Elstir se había despedido de las muchachas sin llamarme. Se marcharon ellas por una calle transversal, y el pintor se acercó a mí. Todo estaba perdido.

Ya he dicho que Albertina no se me representó ese día con la misma apariencia que los anteriores y que cada vez que la viera había de parecerme distinta. Pero en aquel momento me di cuenta de que algunas modificaciones del aspecto, la importancia y la magnitud de un ser pueden consistir en la variabilidad de determinados estados de espíritu interpuestos entre él y nosotros. Y uno de los que más papel juegan en esto es la creencia en determinada cosa (aquella noche, la creencia de que iba a conocer a Albertina unos segundos más tarde la convirtió a mis ojos en cosa insignificante, y el desvanecerse de semejante creencia le devolvió luego su carácter de cosa preciosa; años más tarde la creencia de que Albertina me era fiel, y luego la desaparición de esa idea, acarrearon análogas mudanzas).

Claro que va en Combray había yo visto achicarse o agrandarse, según las horas, según entrase yo en una o en otra de las dos grandes modalidades que se repartían mi sensibilidad, la pena ele no estar con mi madre, por la tarde tan imperceptible como la luz de la luna mientras brilla el sol; pero que luego, cuando caía la noche, reinaba ella sola en mi alma ansiosa, en el mismo lugar donde estaban los recuerdos borrados y recientes. Pero aquel día, al ver que Elstir se separaba de las muchachas sin haberme llamado aprendí que las variaciones de la importancia que para nosotros tiene un placer o una pena pueden obedecer no salo a aquella alternativa de los dos estados de ánimo, sino también al cambiar de creencias invisibles; gracias a ellas, la muerte, por ejemplo, nos parece cosa indiferente porque ellas la revistieron con una luz de irrealidad, y así nos permiten que atribuyamos gran importancia al hecho de ir a un concierto de sociedad que perdería todo su encanto si de pronto, por el anuncio de que nos van a guillotinar, desapareciese la creencia que impregna la fiesta de esa noche; ese papel que desempeñan las creencias es muy cierto; en mí había algo que lo sabía, la voluntad; pero vano es que ella lo sepa si continúan ignorándolo la inteligencia y la sensibilidad; y estas dos facultades obran de muy buena fe cuando creen que sentimos ganas de abandonar a una querida a la cual sólo la voluntad sabe que tenemos mucho apego. Y es que están obscurecidas por la creencia, de que volveremos a encontrarla al cabo de un momento. Pero que se disipe tal creencia, que se enteren de pronto de que esa mujer se ha marchado para siempre, y entonces inteligencia y sensibilidad se ponen como locas, pierden su equilibrio, y el placer ínfimo se agranda hasta lo infinito.

¡Mudanza de una creencia, vacío del amor también, que siendo cosa preexistente y móvil se posa en una mujer sencillamente porque esa mujer será casi inasequible! Y en seguida piensa uno más que en esa mujer, que difícilmente nos representamos en los medios de conocerla. Desarróllase todo un proceso de angustias, y él basta para sujetar nuestro amor a esa mujer objeto, apenas conocido, de un amor. La pasión llega a ser inmensa, y se nos ocurre pensar cuán poco lugar ocupa dentro de ella la mujer real. Y si de pronto, como en aquel momento en que vi a Elstir pararse con las muchachas, cesa nuestra preocupación, cesa nuestra angustia, como todo nuestro amor era esa angustia, parece que de repente se haya desvanecido la pasión en el instante mismo en que su presa, esa presa en cuyo valor no hemos reflexionado mucho, está a nuestro alcance. ¿Qué es lo que conocía yo de Albertina? Dos o tres siluetas destacadas sobre el mar, de seguro mucho menos bellas que las de las mujeres del Veronés, las cuales hubieran debido ser preferidas en caso de obedecer yo a razones puramente estéticas. ¿Y qué otras razones podía yo tener, si una vez que mi angustia decaía no me encontraba con otra cosa que esas mudas siluetas, no poseía nada más? Desde que había visto a Albertina, todos los días me hacía mil figuraciones con respecto a ella, mantuve con lo que yo llamaba Albertina todo un coloquio interior, en el que yo le inspiraba preguntas y respuestas, pensamientos y acciones, y en la serie indefinida de Albertinas imaginadas que se sucedían en mi ánimo hora a hora, la Albertina de verdad, la que vi en la playa, no era más que la figura que iba a la cabeza, lo mismo que esa actriz famosa creadora de un personaje que no aparece más que en las primeras representaciones de la larga serie de ellas que alcanza una obra. Esta Albertina casi se reducía a una silueta; todo lo superpuesto a ella era de mi cosecha, porque así ocurre en amor: que las aportaciones que proceden de nosotros mismos triunfan —aunque sólo se mire desde el punto de vista de la cantidad— sobre las que nos vienen del ser amado. Y esto es cierto aún en los amores más efectivos. Los hay, hasta entre aquellos que ya tuvieron cumplimiento carnal, que pueden no sólo formarse, sino subsistir alrededor de muy poca cosa. Un profesor de dibujo de mi abuela tuvo una hija con una querida de muy baja clase. La madre murió a poco de nacer la niña, y con su muerte causó tal pena al profesor de dibujo, que no pudo sobrevivir mucho tiempo. En los últimos meses de su vida, mi abuela y algunas otras señoras de Combray, que nunca habían querido hacer alusión delante de su profesor a aquella mujer, con la que jamás vivió oficialmente y con la que no tuvo muchas relaciones, pensaron en asegurar el porvenir de la niña, contribuyendo cada cual con una cantidad para regalarle una renta vitalicia. Mi abuela fue quien lo propuso, y hubo algunas amigas que se hicieron de rogar bastante, alegando si en realidad valdría la pena preocuparse por la niña y que quién sabe si era hija siquiera del que se figuraba ser su padre; porque con mujeres como la madre no se puede tener ninguna seguridad. Por fin se decidieron. La niña fue a casa a dar las gracias. Era fea y tan parecida al viejo maestro de dibujo, que todas las dudas se disiparon; como lo único que tenía bonito era el pelo, una señora dijo a su padre, que iba acompañándola:

«¡Vaya un pelo más bonito que tiene!». Y mi abuela, considerando que ahora la mujer culpable ya estaba muerta y el profesor camino de la sepultura, y, por consiguiente, que una alusión a ese pasado que todos fingían ignorar no tenía ya gravedad, añadió: «¡Quizá sea de familia! ¿Tenía su madre el pelo así?». «No lo sé —respondió ingenuamente el padre—. Nunca la vi más que con el sombrero puesto».

Había que volver con Elstir. Me vi la cara en un espejo del escaparate. A más del desastre de no haber sido presentado, observé que mi corbata estaba torcida y que la melena me asomaba por debajo del sombrero, cosa que me sentaba muy mal; pero, de todos modos, ya era una suerte que aún con esta facha las muchachas me hubieran visto en compañía de Elstir y no pudiesen olvidarme; también fue una suerte que aquella tarde, y por consejo de mi abuela, llevara el chaleco bonito, que estuve a punto de cambiarme por uno muy feo, y mi mejor bastón; porque como los acaecimientos que deseamos no se producen nunca conforme habíamos pensado, a falta de las ventajas con que creíamos contar se presentan otras que no esperábamos, y así todo se compensa; tanto miedo teníamos a lo peor que, después de todo, nos inclinamos a considerar que, bien mirado, la casualidad nos ha sido más favorable que adversa.

«Me hubiera gustado conocerlas», dije a Elstir cuando se acercó. «¿Entonces, por qué se ha quedado usted a una legua?». Estas fueron las palabras que pronunció, no porque expresaron su pensamiento, puesto que, si él hubiera querido satisfacer mi deseo, nada más fácil que llamarme, sino quizá porque había oído semejante frase, muy familiar a las personas vulgares cogidas en falta, y porque hasta los grandes hombres son en ciertas cosas igual que la gente vulgar y buscan sus excusas corrientes en idéntico repertorio, igual que compran el pan cada día en el mismo horno; o quizá sea que tales palabras, que en cierta manera deben ser leídas al revés, puesto que su letra significa lo contrario de la verdad, sean efecto necesario, gráfico negativo de un movimiento reflejo. «Tenían prisa». Yo, sobre todo, me figuré que las muchachas no lo habían dejado llamar a una persona que tan poco simpática les era; porque de no ser así, y después de tanta pregunta cómo le hice con respecto a ellas y del interés que vio que me inspiraban, me hubiese llamado. «Íbamos hablando de Craquethuit —me dijo en la puerta de casa, cuando iba a despedirme—. He hecho un dibujo donde se ve muy bien la línea de la playa. El cuadro no está mal, pero es otra cosa. Si usted lo quiere, en recuerdo de nuestra amistad le regalaré mi dibujo», añadió, porque las personas que le niegan a uno aquello que desean le dan otra cosa.

«Lo que me gustaría mucho, si es que tiene usted alguna, es la fotografía del retratito de miss Sacripant. ¿Pero qué significa ese nombre?». «Es un personaje que representó el modelo del retrato en una zarzuela estúpida». «Ya sabe usted que no la conozco, de veras; parece que usted no lo cree». Elstir no dijo nada. «Porque me parece que no será la señora de Swann cuando estaba soltera», dije yo, por uno de esos bruscos y fortuitos encuentros con la verdad, muy raros, sí, pero que cuando se dan bastan para servir de base a la teoría de los presentimientos con tal de que se echen en olvido todos los errores que la invalidan. Elstir no me contestó. Era, en efecto, un retrato de Odette de Crécy. No quiso ella conservarlo por muchas razones, algunas de suma evidencia. Pero además había otras. El retrato era anterior al momento en que Odette, disciplinando sus facciones, hizo con su cara y con su cuerpo esa creación que a través de los años habían de respetar en sus grandes líneas sus peluqueros y sus modistas, y también la misma Odette en su modo de andar, de hablar, de sonreír, de colocar las manos, de mirar y de pensar. Se necesitaba toda la depravación de un amante harto para que Swann prefiriese a las numerosas fotografías de la Odette ne varietur[50] en que se había convertido su deliciosa mujer aquel retratito que tenía en su cuarto, en el que se veía, tocada con un sombrero de paja adornado de pensamientos, una joven bastante fea, con el pelo ahuecado y las facciones descompuestas.

Además, aunque el retrato hubiese sido, no ya anterior, como la fotografía preferida de Swann, a la sistematización de las facciones de Odette en un tipo nuevo, lleno de majestad y encanto, sino posterior, con la sola visión de Elstir habría bastado para desorganizar ese tipo. El genio artístico obra a la manera de esas temperaturas sumamente elevadas que tienen fuerza para disociar las combinaciones de los átomos y agruparlos otra vez con arreglo a un orden enteramente contrario y que responda a otro tipo. Toda esa falsa armonía que la mujer impone a sus facciones y de cuya persistencia se asegura todos los días antes de salir, ladeándose un poco más el sombrero, alisándose el pelo y poniendo más alegre la mirada para asegurar su continuidad, la destruye la visión del pintor en un segundo y crea en su lugar una nueva agrupación de las facciones de la mujer, de modo que satisfaga un determinado ideal femenino y pictórico que él lleva dentro. Así suele ocurrir que al llegar a una cierta edad los ojos de un gran investigador encuentran por doquiera los elementos necesarios para fijar las únicas relaciones que le interesan. Como esos obreros y jugadores que no tienen escrúpulos y se contentan con lo que se les viene a la mano, podrían decir de cualquier cosa: «Sí, eso me sirve». Y sucedió que una prima de la princesa de Luxemburgo, beldad muy orgullosa, se enamoró, ya hace años, de un arte que era nuevo en esa época, y encargó un retrato suyo al más célebre de los pintores naturalistas. En seguida la mirada del artista encontró lo que buscaba por todas partes. Y en el lienzo se veía un tipo de modistilla y por fondo una decoración ladeada, de color violeta, que recordaba la plaza Pigalle. Pero, sin llegar a eso, el retrato de una mujer por un gran artista no sólo no tenderá en ningún caso a satisfacer algunas de las exigencias de dicha mujer; como esas, por ejemplo, que la mueven, cuando empieza a entrar en años, a retratarse con trajes de jovencita que realzan su buen talle, juvenil aún, y la representan como a hermana de su hija o hija de su hija, (que si es menester figurará a su lado muy mal vestida, como conviene), sino que, por el contrario, querrá poner de relieve los rasgos desfavorables que ella desea ocultar, y que le tientan, como, por ejemplo, un color verdoso, porque tienen más carácter; pero eso basta para desencantar al espectador vulgar y para reducirle a migajas el ideal cuya armadura mantenía tan altivamente esa mujer, y que la colocaba, en su forma única e irreductible, aparte de la Humanidad y por encima de la Humanidad. Ahora ya se ve destronada, colocada fuera de su propio tipo, que era su invulnerable reino; no es más que una de tantas mujeres que no nos inspira ninguna fe en su superioridad. De tal manera identificábamos nosotros con ese tipo no sólo la belleza de una Odette, sino su personalidad y ser mismos, que al ver el retrato que le quita su carácter nos entran ganas de gritar que está mucho más fea de lo que es ella y sobre todo muy poco parecida. No la reconocemos. Sin embargo, nos damos cuenta de que allí hay un ser que hemos visto. Pero no es Odette; conocemos, sí, la cara, el cuerpo, el aspecto de ese ser. Y no nos recuerdan a la mujer que nunca se sentaba así, y cuya postura usual no dibujó nunca el extraño y provocativo arabesco que muestra en el cuadro, sino a otras mujeres, a todas las que pintó Elstir, y que siempre, por muy diferentes que fuesen, plantó así, de frente, con el pie combado asomando por debajo de la falda, y un gran sombrero redondo en la mano, respondiendo simétricamente, al nivel de la rodilla, que oculta, a ese otro disco visto de frente, el rostro. En suma, no sólo disloca un retrato genial el tipo de una mujer tal como lo definieron su coquetería y su concepción egoísta de la belleza, sino que además no se contenta con envejecer el original de la misma manera que la fotografía, esto es, presentándole con galas pasadas de moda. Porque en un retrato de pintor el tiempo lo indica más del modo de vestirse de la mujer, el estilo que por entonces tenía el artista. Este estilo, la primera manera de Elstir, era la partida de nacimiento más terrible para Odette, pues a ella la convertía, como sus fotografías de la misma época, en una principianta de las cocottes conocidas entonces; pero a su retrato lo hacía contemporáneo de uno de los numerosos retratos que Manet o Whistler pintaron con modelos ya desaparece, y que pertenecen al olvido o a la Historia.

A estos pensamientos, silenciosamente rumiados junto a Elstir, mientras que lo iba acompañando, me arrastraba el descubrimiento recién hecho de la identidad de su modelo, cuando ese primer descubrimiento acarreó otro mucho más inquietante para mí, y referente a la identidad del artista. Había hecho el retrato de Odette de Crécy. ¿Sería, pues, posible que este hombre genial, este sabio, este solitario, este filósofo de magnífica conversación y que dominaba todas las cosas, fuera el ridículo y perverso pintor protegido antaño por los Verdurin? Le pregunté si no los había conocido y si no lo llamaban a él por entonces el señor Biche. Elstir me respondió que sí, sin dar muestra de confusión, como si se tratara de una parte ya vieja de su existencia; no sospechaba la decepción extraordinaria que en mi provocó, poco alzó la vista y la leyó en mi cara. En la suya se pintó un gesto de descontento. Como ya estábamos casi en su casa, otro hombre de menos inteligencia y corazón que él quizá se hubiera despedido secamente, sin más, y después hubiera hecho por no encontrarse conmigo. Pero Elstir no hizo eso; como verdadero maestro —quizá su único defecto desde el punto de vista de la creación pura era ser un maestro, en este sentido de la palabra maestro, porque un artista para entrar en la plena verdad de la vida espiritual debe estar solo y no prodigar lo suyo, ni siquiera a sus discípulos—, hacía por extraer de cualquier circunstancia, referente a él o a los demás, y para mejor enseñanza de los jóvenes, la parte de verdad que contenía. Y prefirió a frases que hubiesen podido vengar su: amor propio otras que me instruyeran. «No hay hombre —me dijo—, por sabio que sea, que en alguna época de su juventud no haya llevado una vida o no haya pronunciado unas palabras que no le gusta recordar y que quisiera ver borradas. Pero en realidad no debe sentirlo del todo, porque no se puede estar seguro de haber llegado a la sabiduría, en la medida de lo posible, sin pasar por todas las encarnaciones ridículas u odiosas que la preceden. Ya sé que hay muchachos, hijos y nietos de hombres distinguidos, con preceptores que les enseñan nobleza de alma y elegancia moral desde la escuela. Quizá no tengan nada que tachar de su vida, acaso pudiesen publicar sobre su firma lo que han dicho en su existencia, pero son pobres almas, descendíentes sin fuerza de gente doctrinaria, y de una sabiduría negativa y estéril. La sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo después de un recorrido que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que no nos puede evitar nadie, porque la sabiduría es una manera de ver las cosas. Las vidas que usted admira, esas actitudes que le parecen nobles, no las arreglaron el padre de familia o preceptor: comenzaron de muy distinto modo; sufrieron la influencia de lo que tenían alrededor, bueno o frívolo. Representan un combate y una victoria. Comprendo que ya no reconozcamos la imagen de lo que fuimos en un primer período de la vida y que nos sea desagradable. Pero no hay que renegar de ella, porque es un testimonio de que hemos vivido de verdad con arreglo a las leyes de la vida y piel espíritu y que de los elementos comunes de la vida, de la vida de los estudios de pintor, de los grupos artísticos, de un pintor se trata, hemos sacado alguna cosa superior». Habíamos llegado a la puerta de su casa. Yo estaba muy decaído por no haber sido presentado a las muchachas. Pero ahora ya había alguna —posibilidad de encontrármelas en esta vida; dejaron de ser una visión pasajera por un horizonte en donde pude figurarme que no las vería dibujarse nunca más. Ahora ya no se agitaba en torno a ellas esa especie de remolino que nos separaba, y que no era sino la traducción del deseo en perpetua actividad, móvil, urgente, nutrido de inquietudes, que en mí despertaba su calidad de inasequibles, acaso su posible desaparición para siempre. Este deseo podía ya echarlo a descansar, guardarlo en reserva junto a tantos otros cuya realización, una vez que la sabía posible, iba yo aplazando. Me separé de Elstir y me quedé solo. Y entonces, de pronto, y a pesar de mi decepción, vi toda esa serie de casualidades que yo no había sospechado: que Elstir fuese precisamente amigo de esas muchachas, que las que aquella misma mañana eran para mí figuras de un cuadro con el mar por fondo me hubiesen visto en compañía y amistoso coloquio con un gran pintor, el cual sabía ahora que yo deseaba conocerlas y sin duda secundaría mi deseo. Todo ello me había causado alegría, pero la alegría se estuvo oculta hasta entonces; era como esas visitas que esperan a que los demás se hayan ido y a que estemos solos para pasarnos recado de que están allí. Entonces los vemos, podemos decirles que estamos por completo a su disposición, escucharlos. A veces ocurre que entre el momento en que esas alegrías entraron en nosotros y el momento en que nosotros entramos en ellas han pasado tantas horas y hemos visto a tanta gente, que tenemos miedo de que no nos hayan aguardado. Pero tienen paciencia, no se cansan, y en cuanto los demás se han ido las vemos allí junto. Otras veces somos nosotros los que estamos tan cansados, que se nos figura que no tendremos fuerza bastante en nuestro desfallecido ánimo para retener esos recuerdos e impresiones que tienen por único modo de realización y por único lugar habitable nuestro frágil yo. Y lo sentiríamos mucho, porque la existencia apenas si tiene interés más que en esos días en que el polvo de las realidades está mezclado con un poco de arena mágica, cuando un vulgar incidente de la vida se convierte en episodio novelesco. Todo un promontorio del mundo inaccesible surge entonces de entre las luces del sueño y entra en nuestra vida; y entonces vemos en la vida, lo mismo que el durmiente despierto, a aquellas personas en las que soñamos con tanta fuerza que nos creímos que nunca habríamos de verlas sino en sueños.

La tranquilidad que me trajo la posibilidad de conocer a esas muchachas cuando yo quisiera, me fue ahora mucho más preciosa porque, debido a los preparativos de marcha de Saint-Loup, no podía seguir acechando su paso como antes. Mi abuela tenía ganas de demostrar a mi amigo su agradecimiento por las muchas bondades que tuvo con nosotros. Yo le dije que Roberto era gran admirador de Proudhon y que podía pedir que le mandaran a Balbec buen número de cartas de ese filósofo, que mi abuela había comprado; Saint-Loup vino a verlas al hotel el día que llegaron, que era el de la víspera de su marcha. Las leyó ávidamente, manejando las hojas de papel con mucho respeto y procuró aprenderse frases de memoria; se levantó, excusándose por habernos entretenido tanto, cuando mi abuela le dijo:

—No; lléveselas usted, son para usted; he mandado que me las envíen con ese objeto.

Le entró tal alegría que no pudo dominarla, como no se puede dominar un estado físico que se produce sin intervención de la voluntad; se puso encarnado igual que un niño recién castigado, y a mi abuela le llegaron al alma, mucho más que las frases de gratitud que hubiera podido proferir, todos los esfuerzos inútiles que hizo para contener la alegría que lo agitaba. Pero él temía haber expresado mal su reconocimiento, y al día siguiente, en la estación, asomado a la ventanilla, en aquel tren de una línea secundaria que lo había de llevar a su guarnición, aún se excusaba por su torpeza. La ciudad en donde estaba su regimiento no distaba mucho de Balbec. Pensó en ir en coche, como solía hacer cuando tenía que volver por la noche y no se trataba de una marcha definitiva. Pero tenía que mandar por tren su gran equipaje. Y le pareció más sencillo ir él también en ferrocarril, acomodándose en esto al consejo del director del hotel, que respondió a la consulta de Roberto que tren o coche «vendría a ser equívoco». Con lo cual quería dar a entender que sería equivalente (poco más o menos, lo que Francisca hubiese dicho: «Lo mismo da uno que otro»). Bueno —decidió Saint-Loup—, entonces tomaré el «galápago». Yo también lo habría tomado para acompañar a mi amigo hasta Doncières, pero estaba muy cansado; y durante el rato largo que pasamos en la estación —es decir, el tiempo que dedicó el maquinista a esperar a unos amigos retrasados, sin los que no quería marcharse, y a tomar algún refresco— prometí a Saint-Loup que iría a verlo varias veces por semana. Como Bloch había ido también a la estación —con gran disgusto de Saint-Loup—, este, al ver que mi compañero de estudios lo estaba oyendo invitarme a ir a almorzar, a comer o hasta a vivir a Doncières con él, no tuvo más remedio que decirle, con un tono sumamente frío, que tenía por objeto corregir la amabilidad forzada de la invitación, para que Bloch no la tornara en serio: «Si alguna vez pasa usted por Donciéres una tarde que esté yo libre, puede usted preguntar por mí en el cuartel, aunque casi siempre estoy ocupado». Acaso también decía eso Roberto porque temía que yo solo no fuese, e imaginándose que yo tenía con Bloch más amistad de lo que yo decía, a sí me daba ocasión de tener un compañero de viaje que me animara a ir.

Me daba miedo que esa manera de invitar a una persona, aconsejándole al mismo tiempo que no vaya, hubiese molestado a Bloch, y me parecía que Saint-Loup no debía haberle dicho nada. Pero me equivoqué, porque cuando el tren se marchó nosotros volvimos juntos un rato hasta el cruce de dos calles, una que llevaba hacia el hotel y la otra hacia la villa de Bloch, y este no hizo en todo el camino más que preguntarme qué día iríamos a Donciéres, porque después de «todas las amables invitaciones» que Saint-Loup le había hecho, sería «por su parte una grosería» no aceptar. Me alegré de que no hubiera notado el tono tan poco insistente, apenas cortés, con que se le hizo la invitación, o caso de haberlo notado, de que no se ofendiera y se diese por no enterado. Sin embargo, deseaba yo que Bloch no incurriera en el ridículo de ir pronto a Donciéres. Pero no me atrevía a darle un consejo que lo había de molestar forzosamente, haciéndole ver que Saint-Loup había estado mucho menos apremiante en su invitación que él en aceptarla. Estaba deseando ir porque, a pesar de que todos los defectos que en este respecto tenía estuviesen compensados por cualidades estimables, de que carecían personas más reservadas, ello es que Bloch llevaba su indiscreción a extremos irritantes. Según él, no podía pasar aquella semana sin que fuésemos a Donciéres (decía fuésemos porque yo creo que contaba con que mi presencia atenuaría el mal efecto de la suya). Por todo el camino, delante del gimnasio, oculto entre los árboles, delante de los campos de tenis, de la casa, del puesto de conchas, me fue parando para que fijáramos un día determinado; pero como yo no quise, se marchó enfadado, diciéndome: «Haz lo que te dé la gana, caballerito. Yo de todas maneras tengo que ir, puesto que me ha invitado».

Saint-Loup Unía tanto miedo de no haber dado bien las gracias a mi abuela, que al otro día volvió a encargarme, una vez más, que le expresara su gratitud, en una carta suya escrita en Donciéres, y que parecía, tras aquel sobre donde la administración de Correos puso el nombre de la ciudad, venir corriendo hacia mí para decirme que entre sus murallas, en el cuartel de caballería Luis XVI, mi amigo pensaba en mí. El papel llevaba las armas de los Marsantes, en las que se distinguían un león y encima una corona formada con un birrete de par de Francia.

«Después de un viaje sin novedad —me decía—, dedicado a leer un libro que compré en la estación, escrito por Arvede Barine (un autor ruso creo; pero me ha parecido que para ser de un extranjero está muy bien escrito; dígame usted lo que opina, porque usted debe de conocerlo; usted, pozo de ciencia, que lo ha leído todo), aquí estoy otra vez en medio de esta vida grosera, y me siento muy solo porque no tengo nada de lo que me dejé en Balbec; una vida en la que no encuentro ningún recuerdo de afectos, ningún encanto intelectual; en un ambiente que usted despreciaría, pero que tiene su atractivo. Me parece que desde la última vez que salí de aquí todo ha cambiado, porque en este intervalo ha empezado una de las eras más importantes de mi vida, la de nuestra amistad. Espero que no se acabe nunca. No he hablado de ella más que a una persona, a mi amiga, que me ha dado la sorpresa de venir a pasar una hora conmigo. Le gustaría mucho conocerlo a usted y me parece que se entenderían muy bien, porque ella es muy dada a la literatura. En cambio, para tener espacio de pensar en nuestras conversaciones y revivir esas horas que nunca olvidaré; me aíslo de mis compañeros, muchachos excelentes, pero que no comprenden esas cosas. Este recuerdo de los ratos pasados con usted hubiera yo preferido, por ser el primer día, evocarlo para mí solo, sin escribir. Pero temo que usted, espíritu sutil, corazón ultrasensitivo, entre en cuidado al no recibir carta, si es que se ha dignado usted humillar su pensamiento hasta ese rudo soldado que tanto trabajo le ha de costar pulir y desbastar para que sea un poco más sutil y digno de su amigo».

En el fondo esta carta se parecía mucho, por su tono de cariño, a aquellas que cuando no conocía aún a Saint-Loup me imaginé que habría de escribirme, en esas fantasías de mi imaginación de las que me sacó, su primitiva acogida poniéndome delante de una realidad glacial que no sería definitiva. Después de esta carta, cada vez que traían el correo a la hora del almuerzo yo salía seguida cuando había una carta suya, porque las de Roberto ostentaban siempre esa segunda fisonomía que nos muestra un ser que está ausente y en cuyas facciones (el carácter de letra) no hay motivo alguno para que no distingamos un alma individual; Como se distingue en la forma de la nariz o en las inflexiones de voz.

Ahora solía quedarme sentado a la mesa, acabada la comida, mientras retiraban el servicio, y no me limitaba a mirar hacia el mar, a no ser en los momentos en que podían pasar las muchachas de mi bandada. Porque desde que había visto estas cosas en las acuarelas de Elstir me gustaba encontrar en la realidad, apreciándolo como elemento poético, aquel ademán interrumpido de los cuchillos atravesados en las mesas, la bombeada redondez de una servilleta desdoblada donde el sol intercala un retazo de amarillo terciopelo, la copa medio vacía que así delata mejor la noble amplitud de sus formas, y el fondo de su cristal translúcido, parecido a una condensación del día, un poco de vino obscuro, pero todo chispeante; el cambio de volúmenes y la transmutación de los líquidos por obra de la luz, esa alteración de las ciruelas que pasan del verde al azul y del azul al oro en el frutero casi vacío, el paseo de aquellas sillas, viejecitas que van dos veces al día a instalarse alrededor del mantel puesto en la mesa como en un altar en el que se celebran los ritos de la gula, y en el que hay unas ostras con unas gotas de agua lustral en el fondo como pilillas de agua bendita, y buscaba yo la belleza en donde menos me figuré que pudiese estar, en las cosas más usuales, en la vida profunda de los «bodegones».

Algunos días después de la marcha de Saint-Loup logré que Elstir diera una reunión íntima donde había de encontrar a Albertina; al salir del Gran Hotel hubo quien me dijo que estaba yo muy elegante y con muy buena cara lo cual se debía a un largo reposo y especiales cuidados de mi toilette, y yo sentí no poder reservar mi simpatía y mi elegancia (así como el crédito pie Elstir) para la conquista de una persona de más valía, y tener que consumir todo esa por el simple gusto de conocer a Albertina. Mi inteligencia consideraba ese placer muy poco valioso desde que lo tuvo asegurado. Pero mi voluntad no participó por un instante de esa ilusión, porque la voluntad es la servidora perseverante e inmutable de nuestras personalidades sucesivas; se oculta en la sombra, desdeñada, incansablemente fiel, y trabaja sin cesar y sin preocuparse de las variaciones de nuestro yo, para que no le falte nada de lo que necesita. En el momento de ir a realizar un ansiado viaje, mientras que la inteligencia y la sensibilidad empiezan a preguntarse si realmente vale la pena viajar, la voluntad, sabedora de que esos dos amos ociosos otra vez considerarían tal viaje como cosa maravillosa en caso de que no se llegara a efectuar, las deja divagar delante de la estación y entregarse a múltiples vacilaciones; y ella va tomando los billetes y nos coloca en el vagón para cuando llegue la hora de la marcha. Todo lo que tienen de mudables sensibilidad e inteligencia lo tiene ella de firme; pero como es callada y no expone sus motivos, parece casi que no existe, y las demás partes de nuestra personalidad obedecen las decisiones de la voluntad sin darse cuenta, mientras que en cambio perciben muy bien sus propias incertidumbres. Mi sensibilidad y mi inteligencia armaron, pues, una discusión respecto a la valía del placer que iba a sacar con la presentación a Albertina, mientras que yo miraba en el espejo aquellos vanos y frágiles adornos de mi persona, que ellas dos hubieran querido guardar intactos para otra ocasión. Pero mi voluntad no dejó que se pasara la hora de salida y dio al cochero las señas, de Elstir. Y como ya la suerte estaba echada, mi inteligencia y mi sensibilidad se dieron el lujo de pensar que era lástima. Pero lo que es si mi voluntad hubiera dado otras señas, se habrían quedado con tres palmos de narices.

Cuando al poco rato llegué a casa de Elstir, a lo primero creí que la señorita de Simonet no estaba en el estudio. Había allí, sí, es verdad, una joven sentada, con traje de seda y sin nada a la cabeza; pero para mí eran desconocidos aquel magnífico pelo y el color de la tez, en donde no encontré la misma esencia que había extraído de una muchacha ciclista que iba paseándose con su sombrero de punto, a orillas del mar. Sin embargo, aquella era Albertina. Pero yo ni siquiera me ocupé de ella cuando me di cuenta. Cuando se es joven y se entra en una reunión mundana, muere uno para sí mismo, se convierte en un hombre diferente, porque todo salón es un nuevo universo, en el que, obedeciendo a la ley de otra perspectiva moral, clava uno su atención, como si nos fuesen a importar siempre, en personas, bailes y juegos de cartas que ya se habrán olvidado al otro día. Como para llegar hasta la meta de una conversación con Albertina me era menester tomar un camino que yo no había trazado, que se paraba primero delante de Elstir, luego ante otros grupos de invitados a quienes me iban presentado, después junto al buffet que me ofrecía unos pasteles de fresa que me comí mientras que escuchaba inmóvil la música que empezaba a ejecutar, resultó que atribuí a todos estos episodios la misma importancia que a mi presentación a la señorita de Simonet, presentación que ya no era más que uno de tantos episodios, pues se me olvidó enteramente que unos minutos antes en eso estaba la finalidad de mi venida. Y eso ocurre también en la vida activa con nuestras verdaderas dichas y nuestras grandes desgracias. La mujer que amamos nos, da la respuesta favorable o moral que esperábamos hace un año en el momento en que nos encontramos rodeados de gente. Y hay que seguir hablando, las ideas se superponen unas a otras y desarrollan un plano superficial, en el que de cuando en cuando asoma el recuerdo, mucho más hondo, pero muy limitado, de que sobre nosotros se ha posado la desgracia. Y si es en vez de la desgracia la felicidad, puede ocurrir que pasen unos cuantos años antes de que nos acordemos de que el mayor acontecimiento de nuestra vida sentimental se produjo sin que tuviésemos tiempo de consagrarle mucha atención, ni casi de darnos cuenta, en una reunión mundana, a la que, sin embargo, no concurrimos sino en espera de ese acontecimiento.

Cuando Elstir me llamó para presentarme a Albertina, sentada un poco más allá, yo antes de ir acabé de comerme un pastel de café que tenía empezado y pregunté a un caballero viejo que me habían presentado, y al que creí oportuno ofrecer la rosa que admiraba en mi ojal, algunos detalles referentes a las ferias de Normandía. No quiere eso decir que la presentación a Albertina no me causara placer alguno y que no se me apareciera con cierta gravedad. Pero no me di cuenta de ese placer hasta un rato más tarde, cuando, de vuelta en el hotel y ya solo, volví otra vez a ser yo mismo. Pasa con las alegrías algo semejante a lo que ocurre con las fotografías. La que se hizo en presencia de la amada no es sino un clisé negativo, y se la revela más adelante, en casa, cuando tenemos a nuestra disposición esa cámara obscura interior cuya puerta está condenada mientras hay gente delante.

Pero si la conciencia de la alegría se retrasó para mí unas horas, en cambio la gravedad de esta presentación la sentí en seguida. En el momento de una presentación, en vano nos sentimos de pronto agraciados con un «billete» valedero para futuros placeres y tras el que corríamos semanas y semanas comprendemos muy bien que con su obtención se acaban para nosotros no sólo esas penosas rebuscas —lo cual sería motivo de regocijo—, sino también la existencia de un determinado ser, que nuestra imaginación había desnaturalizado; un ser que adquirió magnas proporciones merced a nuestro ansioso temor de no llegar a conocerlo nunca. En el momento en que nuestro nombre suena en labios del que presenta, sobre todo si este lo rodea, cono hizo Elstir con el mío, de comentarios elogiosos —ese momento sacramental análogo al de la comedia de magia cuando el hada ordena a una persona que se convierta de repente en otra—, aquel ser a quien deseábamos acercarnos se desvanece; y es natural que no pueda seguir siendo la misma persona, puesto que —debido a la atención con que ha de escuchar nuestro nombre y con que ha de favorecernos— en esos ojos, ayer situados en el infinito (y que nosotros nos figuramos que no habrían de encontrarse nunca con los nuestros, errantes sin puntería, desesperados no llegarían nunca a encontrar), como por arte de milagro, en vez de la Mirada consciente y el pensamiento incognoscible que buscábamos, una pequeña figura que parece pintada al fondo de un sonriente espejo, que es la nuestra. Si el vernos encarnados nosotros mismos en aquello que más distante se nos figuraba es lo que modifica más profundamente a la persona que acaban de presentarnos, la forma de esa persona aún se nos ofrece envuelta en vaguedad, y podemos preguntarnos si será un dios, una mesa o una palangana. Pero las primeras palabras que la desconocida nos diga, tan ágiles como esos escultores en cera que hacen un busto en cinco minutos, precisaran esa forma, le imprimirán un carácter definitivo, que excluirá todas las hipótesis a que se entregaban el día antes nuestro deseo y nuestra imaginación. Indudablemente, Albertina, ya antes de ir a esta reunión, no era para mí ese mero fantasma de una mujer que pasó, entrevista apenas y de la que nada sabemos, fantasma que nos acompañará en nuestra vida. Su parentesco con la señora de Bontemps había limitado esas hipótesis maravillosas y cegó una de las salidas por donde podían desparramarse. A medida que me acercaba a la muchacha y la iba conociendo más, tal conocimiento se realizaba por sustracción, pues iba quitando partes de imaginación y deseo para poner en su lugar nociones que valían infinitamente menos; pero a esas nociones iban unidas unas cosas equivalentes, en el dominio de la vida, a las que dan las sociedades financieras cuando se ha reembolsado una acción, a eso que llaman acciones de disfrute. Su apellido, la calidad de sus padres, fueran ya una primera linde puesta a mis suposiciones. La amabilidad de que me dio muestras mientras que observaba yo de cerca el lunar que tenía en la mejilla, debajo de un ojo, fue otra limitación; y me extrañó oírle emplear el adverbio rematadamente en vez de muy, pues al hablar de dos personas decía de la una que era «rematadamente loca, pero muy buena», y de la otra, que se trataba de «un señor rematadamente ordinario y rematadamente aburrido». Y este uso del rematadamente, por poco agradable que resulte, indica un grado de civilización y de cultura al que nunca me figuré yo que llegaría la bacante de la bicicleta, la orgiástica musa del golf. Lo cual no quita para que después de esta metamorfosis aún cambiara Albertina para mí muchas veces. Las buenas y malas cualidades que un ser ofrece en el primer término de su rostro aparecen dispuestas en formación totalmente distinta si la abordamos por otro lado, igual que en una ciudad los monumentos diseminados en orden disperso en una sola línea se escalonan en profundidad mirándolos desde otra parte y cambian sus proporciones relativas. Al principio vi a Albertina más tímida que implacable, y me pareció educada, más bien que otra cosa, a juzgar por las frases de «tiene un tipo muy malo, tiene un tipo raro», que aplicó a todas las muchachas de quienes le hablé; tenía, además, como punto de mira del rostro, una sien abultada y poco agradable de ver, y no encontré tampoco la singular mirada en que hasta entonces había yo pensado. Pero esta no era sino una segunda visión, y había otras por las que tendría yo que ir pasando sucesivamente. De suerte que tan sólo después de haber reconocido, no sin muchos tanteos, los errores de óptica iniciales se puede llegar al conocimiento exacto de un ser, si es que ese conocimiento fuera posible. Pero no lo es; porque mientras que se rectifica la visión que de ese ser tenemos, él, que no es un objetivo inerte, va cambiando; nosotros pensamos darle alcance, pero muda de lugar, y cuando nos figuramos verlo por fin más claramente, resulta que lo que hemos aclarado son las imágenes viejas que del mismo teníamos antes, pero que ya no lo representan. Sin embargo, y no obstante las decepciones que trae consigo, este ir hacia lo que entrevimos, hacia lo que nos dimos el gusto de imaginar, es el único ejercicio sano para los sentidos y que mantenga su apetito despierto. La vida de esas personas que por pereza o timidez van derechas, en coche, a casa de unos amigos a quienes conocieron sin haber soñado antes en ellos, y que no se atreven nunca a pararse en el camino junto a una cosa que desean, está teñida de tristísimo tedio.

Volví al hotel pensando en aquella reunión, representándome el pastel de café que acabé de comerme antes de que Elstir me llevara hacia Albertina, la rosa que regalé al caballero viejo, todos esos detalles seleccionados sin participación nuestra por las circunstancias, y que para nosotros forman, en disposición especial y fortuita, el cuadro de una primera entrevista. Pero meses más adelante tuve la impresión de ver ese cuadro desde otro punto de vista, desde muy lejos de mí mismo, y comprendí que no sólo para mí había existido; porque hablando a Albertina del día que me la presentaron, ella, con gran asombro mío, se acordó del pastel de café, de la flor que regalé, de todo aquello que yo, aun sin considerarlo exclusivamente importante para mí, creí que nadie más que yo había visto, y me lo encontraba ahora transcrito en una versión de insospechada existencia en la mente de Albertina. Desde aquel primer día, cuando volví a casa y vi el recuerdo que traía de la reunión, comprendí que el escamoteo había sido perfectamente ejecutado y que hablé un rato con una persona que gracias a la habilidad del prestidigitador, y sin parecerse en nada a la que seguía yo por la orilla del mar, había puesto en lugar suyo. Bien es verdad que esto se me podía haber ocurrido por anticipado, puesto que la muchacha de la playa la habla fabricado yo. Pero, a pesar de eso, como en mis conversaciones con Elstir la había identificado con Albertina, tenía la obligación moral de mantener a esta muchacha las promesas de amor hechas a la Albertina imaginaria. Se desposa uno por procuración y luego nos creemos obligados a casarnos con la persona interpuesta. Por lo demás, si, provisionalmente al menos, se había desvanecido de mi vida aquella angustia que se calmó con sólo el recuerdo de los correctos modales de Albertina, de su frase «rematadamente ordinario» y de la sien abultada, este recuerdo ya despertó en mí un deseo de nuevo linaje, suave y nada doloroso por el momento, es verdad, pero que a la larga podía ser tan peligroso como la angustia pasada, asaltándome continuamente con la necesidad de besar a esa persona nueva que con sus buenos modos, su timidez y la inesperada facultad de disponer de ella paró el vano correr de mi imaginación, pero en cambio dio vida a un sentimiento de cariñosa gratitud. Y además, como la memoria empieza en seguida a tomar clisés independientes unos de otros, y suprime toda relación y continuidad entre las escenas que representan, en la colección de los que expone, el último no destruye forzosamente los precedentes. Frente a la mediocre y buena Albertina con quien yo hablé veía a la Albertina misteriosa con el mar por fondo. Eran todo recuerdos, es decir, cuadros que me parecían tan poco verdad, unos como otros. Y para acabar ya de hablar de aquella tarde de la presentación, diré que cuando quise ver en imaginación el lunarcillo que Albertina tenía en la mejilla, debajo de un ojo, me acordé de que al salir Albertina de casa de Elstir el lunar lo vi yo en la barbilla. Es decir, que cuando me la representaba veía que tenía un lunar; pero mi errabunda memoria lo paseaba por la cara de Albertina y lo colocaba ora en un lado, ora en otro.

Pero de nada sirvió aquella desilusión mía al encontrarme en la señorita de Simonet con una muchacha muy poco diferente de las que yo conocía; lo mismo que mi decepción ante la iglesia de Balbec no me quitó las ganas de ir a Quimperlé, a Pontaven y a Venecia, me dije ahora que, aunque Albertina no era lo que yo me esperaba, por mediación suya podría al menos conocer a las muchachas de la cuadrilla.

Al principio creí que no lo lograría. Como ella y yo teníamos que estar aún bastante tiempo en Balbec, pensé que lo mejor sería no buscarla mucho y esperar la ocasión de encontrarme con ella. Pero aunque nos encontráramos a diario, era muy de temer que se contentara con responder a mi saludo, y yo no adelantaría nada repitiendo el saludo todos los días, durante el verano entero.

Poco después, una mañana que había llovido y hacía casi frío, en el paseo del dique me abordó una muchacha con gorra y manguito, tan distinta de la que había visto en la reunión de Elstir, que parecía una operación imposible para el ánimo reconocer en ella a la misma persona; sin embargo, yo la reconocí, pero tras un segundo de sorpresa, que, según creo, no se le escapó a Albertina. Además, como en aquel momento me acordaba de los «buenos modos» que tanto me asombraron, ahora me chocó por lo contrario, por su tono rudo y sus modales de muchacha de la cuadrilla. Añádase que la sien ya no era el centro óptico y tranquilizador del rostro, bien porque la mirase yo desde otro lado, bien porque la ocultara la toca, o acaso porque la inflamación no era constante. «¡Vaya un tiempo, eh!». Bien mirado, eso del verano interminable de Balbec es un camelo. ¿Y usted qué hace aquí? No se lo ve en ninguna parte: ni en el golf, ni en los bailes del Casino; ¡no monta usted a caballo! Debe usted de aburrirse mucho. ¿No le parece a usted que se idiotiza unjo con eso de estarse todo el día en la playa? ¿Le gusta a usted tomar el sol como los lagartos? ¡Bueno, hay tiempo para todo! Veo que no es usted como yo, que adoro todos los deportes. ¿No estuvo usted en las carreras de la Sogne? Nosotras fuimos en el tram, y me explico que no le guste a usted tomar un cacharro semejante. Hemos tardado dos horas. En el mismo tiempo hubiera yo ido y venido tres veces con mi máquina. Admiré a Saint-Loup cuando había llamado a su tren, con toda naturalidad, el «galápago», por lo despacio que andaba, y ahora me asusté al oír con qué facilidad decía Albertina traen y «cacharro». Me di cuenta de su maestría en un modo de dominar las cosas en el que yo era positivamente inferior, y tuve miedo de que lo notara y me despreciara. Sin embargo, aún no se me había revelado toda la riqueza de sinónimos que poseía la cuadrilla para designar aquel tranvía extraurbano. Albertina tenía la cabeza quieta al hablar, las narices contraídas, y movía únicamente el borde de los labios. De lo cual resultaba una sonoridad nasal y lenta, en la que entraban probablemente como causas herencias de parla provinciana, juvenil afectación de la flema británica, lecciones de una institutriz extranjera y una hipertrofia congestiva de la mucosa nasal. Este modo de hablar, que desaparecía en seguida cuando iba conociendo a la gente y se volvía más natural y chiquilla, podía parecer desagradable. Pero era muy particular y a mí me encantaba. Cada vez que se me pasaban unos días sin verla, yo me repetía a mí mismo, todo exaltado «No se lo ve a usted nunca en el golf», con el mismo tono nasal en que ella lo dijera, muy tiesa, sin mover la cabeza. Y entonces pensaba yo que no había ser más codiciable.

Aquella mañana formábamos nosotros una de esas parejas que esmaltan el paseo de trecho en trecho con su coincidencia y parada durante el tiempo preciso para cambiar unas cuantas frases antes de separarse y volver a tomar cada cual su divergente camino. Me aproveché de la inmovilidad para mirar bien y averiguar de un modo definitivo en, donde estaba el lunar. Y el lunar, lo mismo que una frase de la sonata de Vinteuil que me había encantado y que mi memoria paseó desde el andante al finale, hasta que un día, con la partitura en la mano, di con ella y la inmovilicé en mi recuerdo en su verdadero lugar, que era el scherza; el lunar, digo, que a veces se me representaba en el carrillo, y a veces en la barbilla, fue a posarse para siempre en la parte de arriba del labio, debajo de la nariz. Cosa semejante ocurre cuando, muy asombrados, nos encontramos con un verso que sabíamos de memoria en una obra a la que nunca sospechamos que pudiera pertenecer.

En aquel momento, como para que pudiera multiplicarse en libertad sobre el fondo del mar, en la variedad de sus formas, todo el rico conjunto decorativo que formaba el desfile magnífico de las vírgenes, a la par doradas y rosas, recocidas por el sol y el aire, las amigas de Albertina, con sus piernas esbeltas y sus talles gráciles, pero todas distintas, dejaron ver su grupo, que fue desarrollándose, avanzando en dirección nuestra, más cerca del mar, y paralelamente a él. Pedí permiso a Albertina para acompañarla un rato. Desgraciadamente, se limitó a decir adiós con la mano a sus compañeras. «Pero se van a quejar sus amigas si las abandona usted», dije yo, en la esperanza de que pudiésemos pasear todos juntos. Un muchacho de facciones correctas, y que llevaba dos raquetas en la mano, se acercó a nosotros. Era el aficionado al baccarat, cuyas locuras traían tan indignada a la esposa del magistrado. Saludó a Albertina con un aire frío e impasible, que debía de considerar como signo de distinción suprema:

—¿Viene usted del golf, Octavio? —le preguntó ella—. ¿Qué tal hoy, estaba usted en forma?

—No, es un asco, estoy tonto.

—¿Y Andrea, estaba?

—Sí, ha hecho setenta y siete.

—¡Ah, es todo un récord!

—Yo había hecho ayer ochenta y dos.

Era el hijo de un fabricante muy rico que había de tener gran participación en la organización de la próxima Exposición Universal. Me extrañó extraordinariamente ver cómo en aquel joven y en los otros pocos amigos masculinos de las muchachas se había desarrollado la ciencia de todo lo relativo a trajes, manera de vestir, cigarros, bebidas inglesas y caballos, ciencia que poseía hasta en sus menores detalles con orgullosa infalibilidad lindante con la silenciosa modestia del sabio; pero se había desarrollado aisladamente, sin ir acompañada de una mínima cultura intelectual. No tenía ninguna vacilación respecto a la oportunidad del smoking o del piyama; pero no sospechaba que hay palabras que unas veces pueden emplearse y otras no, e ignoraba las reglas gramaticales más sencillas. Esta disparidad entre las dos culturas debía de darse exactamente igual en su padre, presidente del Sindicato de Propietarios de Balbec, que decía a los electores, en una «carta abierta» que mandó pegar en las esquinas: «Yo he querido verlo (al alcalde) para hablarle; pero él no ha querido escuchar mis justas griefs». Octavio ganaba en el Casino todos los premios de boston, tango, etc., cosa que le facilitaría, si él quería, una buena boda en esa sociedad de «baños de mar», donde muchas veces la pareja de una muchacha resulta ser su pareja de verdad y para siempre. Encendió un cigarro al mismo tiempo que decía a Albertina: «¡Si usted me permite…!», lo mismo que se pide autorización para acabar, sin dejar de hablar, un trabajo urgente. Porque «él no podía estar sin hacer nada», aunque en realidad nunca hizo nada. Y como la inactividad total acaba por tener los mismos efectos que el exagerado trabajo, así en la esfera de lo moral como en la del cuerpo y los músculos, 7a constante nulidad intelectual que se cobijaba tras la frente soñadora de Octavio le originó, a pesar de su aspecto de tranquilidad, comezones de pensar que le quitaran el sueño exactamente como hubiera podido ocurrirle a un metafísico rendido de ideas.

Yo, pensando que si conocía a sus amigos tendría más ocasiones de ver a las muchachas, estuve a punto de pedir a Albertina que me presentara. Y se lo dije en cuanto que el joven se marchó repitiendo: «Estoy tonto». Al decírselo lo hacía con intención de inculcarle la idea de presentármelo la primera vez que nos viéramos.

—¿Pero qué dice usted? ¡No le voy a presentar un niño tonto! Aquí abundan mucho. Pero es una gente que no podría hablar con usted. Este juega muy bien al golf, es un punto del golf y nada más. Yo sé lo que me digo, no congeniarían ustedes.

—Sus amigas de usted se van a quejar si las abandona —le dije, a ver si me proponía que fuéramos a buscarlas.

—No, no me necesitan para nada.

Nos cruzamos con Bloch, que me dedicó una sonrisa fina e insinuante, un poco azorada, con referencia a Albertina, a la que no conocía, o por lo menos si la conocía era sin conocerla por presentación; al propio tiempo inclinó la cabeza con tiesura y aspereza de movimiento.

—¿Cómo se llama ese ostrogodo? —me preguntó Albertina—. Yo no sé por qué me saluda, porque no me conoce. Por eso no le he devuelto el saludo.

Pero no tuve tiempo de contestar, porque Bloch vino derecho hacia nosotros, y me dijo:

—Perdona que te interrumpa, pero te prevengo que yo voy mañana a Donciéres. Esperar más me parece una descortesía, y no sé lo que pensará de mí Saint-Loup-en-Bray. Tomaré el tren de las dos, ya lo sabes. A tus órdenes.

Pero yo ya no pensaba más que en ver a Albertina y conocer a sus amigas, y Donciéres, como no tenía nada que ver con ellas y me haría volver pasada la hora de ir a la playa, me pareció que estaba en el fin del mundo. Dije a Bloch que me era imposible.

—Bueno, pues iré solo. Diré a Saint-Loup, para halagar su clericalismo, esos dos ridículos alejandrinos del llamado Arouet:

Sabrás que mi deber no depende del tuyo.

Que él haga lo que quiera. Yo con el mío cumplo.

—Reconozco que es un buen mozo —dijo Albertina—; pero me revienta.

A mí nunca se me había ocurrido que Bloch pudiese ser buen mozo; y, en efecto, lo era. Con su cabeza un poco prominente, su nariz repulgada, su aspecto de gran finura y de estar persuadido de ella, tenía una cara simpática. Pero no podía gustar a Albertina. Y quizá se debía eso al lado malo de la muchacha, a la dureza e insensibilidad de la cuadrilla mocil, a su grosería con todo lo que no fuese de su círculo. Más adelante, cuando los presenté, la antipatía de Albertina no bajó de punto. Bloch pertenecía a una clase social en la que se ha llegado a una especie de transacción entre el tono de broma del gran mundo y el respeto conveniente de las buenas maneras que debe tener todo hombre «con las manos limpias», transacción que se diferencia de los modales del gran mundo, pero que no por eso deja de ser una especie sumamente odiosa de mundanismo. Cuando le presentaba, a alguien se inclinaba con exagerado respeto y sonrisa escéptica, y si se trataba de un hombre decía: «¡Mucho gusto, caballero!», con voz que se burlaba de las palabras mismas que estaba pronunciando, pero que delataba la conciencia de que él no era ningún bruto. Tras este primer minuto consagrado a una costumbre que Bloch observaba, pero con cierta burla (como esa otra que tenía de decir el primero de año: «Le deseo a usted mil felicidades»), comenzaba a desplegar unos modales finos y malignos y a «proferir cosas sutiles», que muchas veces eran muy exactas, pero que, según decía Albertina, «le atacaban los nervios». Cuando ese primer día le dije yo que se llamaba Bloch, exclamó Albertina: «¡Claro, habría apostado algo a que era judío!».

Se ve muy claro que es eso, hace las figuras de todos los de su raza. Más adelante, Bloch habría de irritar a Albertina por otra cosa. Como ocurre a muchos intelectuales, le sucedía a Bloch que no podía decir sencillamente las cosas sencillas. Para cada una daba con su calificativo culto, y en seguida generalizaba. Esto molestaba mucho a Albertina, que no era amiga de que nadie se metiera en lo que hacía, porque una vez que se torció un pie y tuvo que estarse en casa, Bloch iba diciendo: «Está echada en la meridiana; pero por ubicuidad no deja de ir a vagos campos de golf y a remotos tenis». Eso era pura «literatura»; pero como Albertina se daba cuenta de que esas palabras podían indisponerla con algunas personas que la habían invitado, y a quienes dijo que no podía moverse, con eso bastó para que tomara ojeriza a la cara y a la voz del muchacho que decía esas cosas. Nos separamos Albertina y yo con promesa de salir un día juntos. Había hablado con ella sin saber en dónde caían mis palabras ni adónde iban a parar, como el que tira piedras a un abismo insondable. Es un hecho constantemente observado en la vida corriente que la persona a quien van dirigidas nuestras palabras las llena de una significación que extrae ella de su propia substancia y que es muy distinta de aquella con que nosotros las pronunciamos. Pero si además resulta que nos encontramos junto a una persona cuya educación, aficiones, lecturas y principios nos son desconocidos (como me ocurría a mí con Albertina), no sabemos si nuestras palabras le harán más efecto que a un bicho a quien tuviera uno que explicar ciertas cosas. De modo que la empresa de intimar con Albertina se me representaba lo mismo que querer entrar en contacto con lo desconocido o lo imposible, al modo de un ejercicio violento como la doma de potros y descansado cual la cría de abejas o el cultivar rosas.

Unas horas antes se me figuraba a mí que Albertina se limitaría a saludarme desde lejos. Y acabábamos de separarnos después de proyectar una excursión juntos. Me hice promesa de ser más atrevido con Albertina la próxima vez que la viera, y formé por anticipado el plan de todo lo que había de decirle y hasta de los favores que le pediría (ahora que ya tenía yo la impresión de que Albertina era un poco ligera). Pero tan susceptible de influencias es el espíritu como una planta, una célula o los elementos químicos, y cuando se mete en un medio nuevo, que son las circunstancias y el ambiente, se modifica como aquellos. Cuando volví a verme delante de Albertina, como por el mero hecho de su presencia ya era yo un ser distinto, le dije cosas muy otras de las que tenía pensadas. Luego, acordándome de la sien inflamada, pensé si Albertina no apreciaría más una frase amable que viese ella que era desinteresada. Y además me sentía un poco azorado ante algunas de sus sonrisas y miradas. Lo mismo podían significar ligereza de cascos que alegría tontona de una muchacha vivaracha, pero honrada en el fondo. Una misma expresión de cara o de lenguaje podía tener acepciones diversas, y yo dudaba como un estudiante duda delante de un ejercicio de versión griega. Esta vez nos encontramos en seguida con la muchacha alta, Andrea, la que había saltado por encima del viejo. Albertina tuvo que presentarme. Su amiga tenía unos ojos clarísimos; recordaban esas puertas abiertas que hay en un cuarto sombrío, y por las que se ve una habitación toda llena de sol y de reflejos verdosos del mar radiante.

Pasaron cinco individuos a los que conocía yo mucho de vista desde que estaba en Balbec; muchas veces me pregunté quiénes podrían ser. «No, es gente muy chic —me dijo Albertina, burlona y con aire de desprecio—. El viejecito del pelo teñido, que lleva guantes amarillos, hay que ver la facha que tiene, ¿eh?, es estupendo: es el dentista de Balbec, un buen hombre; el gordo es el alcalde, y ese otro gordo, más pequeñito, debe usted de haberlo visto, es el profesor de baile, un tío tonto que no nos puede ver porque en el Casino metemos mucho ruido, le estropeamos las sillas y queremos bailar sin alfombra; así, que nunca nos ha dado premio, aunque no hay nadie que sepa bailar más que nosotras. El dentista es buena persona; yo le hubiera dicho adiós para molestar al profesor de baile; pero no podía ser porque va con ellos el señor de Sainte-Croix, el diputado provincial, que es un individuo de muy buena familia, pero que se ha ido con los republicanos por el dinero; no lo saluda ninguna persona decente. Se trata con mi tío por las cosas del gobierno, pero el resto de mi familia le vuelve la espalda. Ese delgado, del impermeable, es el director de orquesta. ¿Pero no lo conoce usted? Dirige divinamente. ¿No ha ido usted a oír Cavalleria rusticana? Es una cosa ideal. Esta noche da un concierto, pero no podemos ir porque es en el Ayuntamiento. Al Casino sí se puede ir; pero en el salón del Ayuntamiento han quitado el Cristo que había, y si fuésemos le daría un ataque a la madre de Andrea. ¿Y usted me dirá que el marido de mi tía es del Gobierno, verdad? ¡Qué se le va a hacer! Mi tía es mi tía. Y no se crea usted por eso que la quiero. Nunca tuvo otro deseo que librarse de mí. La persona que me ha servido de madre realmente, y con doble mérito, porque no es nada mío, es una amiga, y claro, la quiero como a una madre. Ya le enseñaré su retrato». Un momento después se nos acercó el campeón de golf y el jugador de baccarat, Octavio. Se me figuró haber descubierto entre él y yo un lazo común, porque, según deduje de la conversación, era un poco pariente de los Verdurin, que lo estimaban mucho. Pero habló desdeñosamente de los famosos miércoles, añadiendo que Verdurin ignoraba el uso del smoking, por lo cual era verdaderamente molesto encontrárselo en algunos music-halls, donde no tenía uno ganas de oírse llamar a gritos «¡Hola, galopín!», por un señor de americana y corbata negra como notario de pueblo. Se marchó Octavio, y en seguida Andrea, al pasar por delante del chálet donde vivía, se entró en su casa, sin haberme dicho una sola palabra durante todo el paseo. Sentí mucho que se fuera; tanto más, porque mientras hablaba yo a Albertina de la frialdad de su amiga conmigo y cotejaba mentalmente esa dificultad que Albertina mostraba en hacerme amigo de sus amigas con la hostilidad aquella en que tropezó Elstir el primer día para presentarme, pasaron unas muchachas, las de Ambresac, a quienes saludé; Albertina también les dijo adiós.

Yo me creí que con esto iba a ganar a los ojos de Albertina. Eran hijas de una parienta de la marquesa de Villeparisis, conocidas también de la princesa de Luxemburgo. Los señores de Ambresac, gente riquísima; tenían un hotelito en Balbec, vivían con suma sencillez y vestían siempre lo mismo: el marido con su americana, y la señora con un traje obscuro. Ambos hacían a mi abuela saludos muy cumplidos, sin objeto alguno. Las hijas eran muy guapas y vestían con mayor elegancia; pero elegancia de ciudad y no de playa. Con sus faldas hasta el suelo y sus grandes sombreros no parecían de la misma humanidad que Albertina. La cual sabía muy bien quiénes eran aquellas muchachas. «Ah, ¿con que conoce a esas de Ambresac? Se trata usted con gente muy chic. Pues a pesar de eso son muy sencillas —añadió, como si ambas cosas fuesen contradictorias—. Son muy simpáticas, pero están tan perfectamente educadas, que no las dejan ir al Casino, sobre todo por nosotras, porque nosotras somos “muy mal tono”. ¿Le gustan a usted? A mí, según y cómo. Son los patitos blancos. Eso tiene su encanto. Si a usted le gustan los patitos blancos, no tiene usted más que pedir. Y parece que pueden gustar, porque una de ellas tiene ya novio, el marqués de Saint-Loup. Cosa que da mucha pena a la pequeña, que estaba enamorada del muchacho. A mí sólo con esa manera que tienen de hablar con el borde de los labios me ponen nerviosa. Y además visten ridículamente. Van a jugar al golf con traje de seda. A su edad van vestidas con más pretensiones que señoras que saben ya lo que es vestir. Ahí tiene usted la señora de Elstir: esa sí que es elegante». Contesté que a mí me había parecido que la esposa del pintor iba muy sencilla, y Albertina se echó a reír. «Sí, muy sencilla; pero viste deliciosamente, y para llegar a eso que le parece a usted sencillo gasta un disparate». Los trajes de la señora de Elstir, en efecto, no decían nada a una persona que no fuese de gusto muy seguro y sobrio en cosas de vestir. Yo carecía de esa cualidad. En cambio Elstir la poseía en grado sumo, según me dijo Albertina. Yo no lo había sospechado, como no sospeché tampoco que las cosas elegantes, pero sencillas, que adornaban su estudio eran maravillas que el pintor codició largo tiempo, y de cuya historia y cambios de dueño estuvo al tanto, hasta que ganó bastante dinero para comprarlas. Pero en este sector Albertina era tan ignorante como yo y no podía enseñarme nada nuevo. Mientras que en lo del vestir, despabilada por su instinto de coqueta o quizá por el sentimiento de nostalgia de la muchacha pobre que saborea con desinterés y delicadeza en las personas ricas las cosas que ella no puede gastar, me habló muy bien de los refinamientos de Elstir, tan exigente que todas las mujeres le parecían mal vestidas, y que por considerar un mundo todo lo que fuese proporción y matiz tenía que encargar para su mujer sombrillas, sombreros y abrigos que le costaban un dineral, y cuya bellezas enseñó a apreciar a Albertina, aunque para una persona sin gusto eran letra muerta, como me pasó a mí. Además, Albertina, que pintaba un poco, pero sin tener, según confesión propia, ninguna «disposición», sentía gran admiración por Elstir, y gracias a sus conversaciones con el pintor entendía de cuadros, lo cual contrastaba con su entusiasmo por Cavalleria rusticana. Y es que en realidad, y aunque eso no se veía muy bien, Albertina era muy inteligente, y en las cosas que decía las tonterías no eran suyas, sino de su ambiente y edad. Elstir ejerció en Albertina una influencia muy feliz, pero limitada. Todas las formas de inteligencia no habían alcanzado en Albertina igual desarrollo. La afición a la pintura casi se había puesto a la altura de la afición a las cosas de vestir y demás formas de elegancia, pero en la música se quedó muy atrás.

De nada sirvió que Albertina supiera quiénes eran las de Ambresac; pero como el que puede lo mucho no por eso puede también lo poco, después de mi saludo a esas señoritas no encontré a Albertina más animada a presentarme a sus amigas que antes. «Sí que es usted amable en concederles tanta importancia. No les haga usted caso, no valen nada. ¿Qué significan esas chiquillas para un hombre de mérito como usted? Andrea sí que es muy inteligente. Es muy buena muchacha, aunque rematadamente rara; pero las otras son realmente muy tontas». Después de separarme de Albertina me puse a pensar en lo que me dijo respecto al noviazgo de Saint-Loup, y me dolió que Roberto me lo hubiese ocultado y que hiciera una cosa tan mal hecha como casarse antes de romper con su querida. Unos días después me presentaron a Andrea, y como estuvimos hablando un rato, me aproveché para decirle que me gustaría que nos viésemos al día siguiente; pero ella me respondió que era imposible porque había encontrado a su madre bastante mal y no quería dejarla sola. A los dos días fui a ver a Elstir, el cual me habló de lo simpático que yo había sido a Andrea; yo le dije: «A mí sí que me ha resultado ella simpática desde el primer día; le pedí que nos viésemos, pero no podía ser, según me dijo». «Sí, me lo ha contado —respondió Elstir—; lo sintió mucho; pero tenía aceptada una invitación a una comida de campo a diez leguas de Balbec, para ir en coche, y no podía volverse atrás». Aunque semejante embuste, dado que Andrea me conocía muy poco, era cosa insignificante, yo no debí seguir tratándome con una persona capaz de eso. Porque lo que la gente hace una vez lo hace ciento. Y si todos los años fuera uno a ver a ese amigo que la primera vez no pudo acudir a una cita o se acatarró aquel día, lo volveríamos a encontrar con otro catarro, nos faltaría a la cita otra vez, y todo por una misma razón permanente que a él se le antojan razones variadas, ocasionadas por las circunstancias.

Una mañana, después de aquel día en que Andrea me dijo que tenía que estarse con su madre, iba yo paseando un poco con Albertina, a la que me encontré lanzando al aire con un cordón de seda un extraño símbolo que la hacía asemejarse a la «Idolatría» de Giotto; era lo que se llama un dialvolo, y tan en desuso ha caído hoy ese juego, que los comentaristas del porvenir, cuando vean el retrato de una muchacha con, un diavolo en la mano, podrán disertar, como ante una figura alegórica de l’Arena, respecto al significado de ese objeto. Al cabo de un momento aquella amiga suya de aspecto pobre y seco, que el primer día que las vi se burló tan malignamente del pobre viejo cuya testa rozaron los ligeros pies de Andrea, se acercó y dijo a Albertina: «Buenos días, ¿no te molesto?». Se había quitado el sombrero, que le estorbaba, y sus cabellos, como una variedad vegetal desconocida y deliciosa, le descansaban en la frente con toda la minuciosa delicadeza de su foliación; Albertina, quizá molesta por verla sin nada en la cabeza, no contestó, se mantuvo en un silencio glacial; pero, a pesar de todo, la otra se quedó, aunque Albertina la tenía a distancia arreglándoselas de modo que unos momentos andaba sola con ella… otros conmigo; dejando a su amiga atrás. Y para que me presentara no tuve más s remedio que pedírselo delante de la muchacha. Entonces, en el momento que Albertina dijo mi nombre, por la cara, por los ojos azules de aquella chiquilla que tan mala me pareció cuando dijo: «¡Pobre viejo, me da lástima!», vi pasar y resplandecer una sonrisa cordial y amable, y la muchacha me tendió la mano. Tenía el pelo dorado, y no sólo el pelo; porque afinque la cara era de color de rosa y los ojos azules, se parecían al purpúreo cielo matinal, donde asoma y brilla el oro por doquiera.

Yo me entusiasmé en seguida, y me dije que debía de ser una niña tímida cuando sentía cariño, que por mí, por simpatía a mí se quedó con nosotros no obstante los sofiones de Albertina, y que sin duda se había alegrado mucho al poder confesarme por fin, con aquella mirada sonriente y buena, que sería tan cariñosa conmigo como terrible era con los demás. Indudablemente, me había visto en la playa cuando yo aún no la conocía, y desde entonces debió de estar pensando en mí; quizá se había burlado del viejo para que Yo la admirara, y acaso porque no podía llegar a conocerme tuvo los días siguientes aquel aspecto melancólico. Muchas veces, desde el hotel la había visto pasearse por la playa. Probablemente lo hacía con la esperanza de encontrarme. Y ahora, molesta por la presencia de Albertina, como si ella sola hubiese sido toda la cuadrilla, no cabía duda que si se pegaba a nosotros sin hacer caso de la actitud cada vez más fría de su amiga era con la esperanza de quedarse la última, de citarse conmigo tara un rato en que pudiera escapar sin que se enteraran su familia y sus amigas, y darme cita en un sitio seguro antes de misa o después del golf Era muy difícil verla, porque Andrea estaba reñida con ella y la detestaba. «He estado aguantando mucho tiempo —me dijo esta última— su terrible doblez, su bajeza y las innumerables porquerías que me ha hecho, y todo lo aguanté por las demás. Pero su última acción va ha colmado la medida». Y me contó un chisme de esta muchacha que, en efecto, pudo haber perjudicado a Andrea.

Pero las palabras que me prometía la mirada de Giselia para cuando Albertina nos dejara solos no pudieron decirse, porque Albertina, colocada testarudamente entre los dos, contestó cada vez más brevemente a sus preguntas, y por fin acabó por no contestar nada, de modo que la otra tuvo que ceder el campo. Censuré a Albertina su conducta, tan poco agradable. «Así aprenderá a ser más discreta. No es mala muchacha, pero es muy latosa. No tiene por qué ir a meter la nariz en todas partes. ¿Por qué se pega a nosotros sin que nadie se lo pida? Ha faltado el canto de un duro para que la mande a freír espárragos. Además, no me gusta que lleve el pelo así, eso da muy mal tono». Miraba yo las mejillas a Albertina mientras que estaba hablando, y me preguntaba qué perfume y qué sabor tendrían; aquel día no tenía la tez fresca, sino lisa, de color rosa uniforme, violáceo, espeso, como esas rosas que parecen barnizadas de cera. A mí me entusiasmaban como le entusiasma a uno muchas veces una determinada flor. «No me he fijado bien en ella», respondí yo. «Pues la ha mirado bastante: parecía como si quisiera usted hacerle un retrato», me dijo Albertina, sin dejarse ablandar por la circunstancia de que ahora era ella a quien yo miraba fijamente. «Y no creo que le gustara a usted. No es nada flirt, ¿sabe? Y a ustedes se me figura que le gustan las muchachas que flirtean. De todos modos, no tendrá ya muchas ocasiones de ser Pegajosa y de recibir sofiones, porque se marcha pronto a París». «¿Y las otras amigas de usted se van también con ella?». No; ella sola con la miss, porque tiene que repetir su examen; la pobreza necesitar empollar mucho. Lo cual no es muy divertido. Puede suceder que le toque a una un buen tema. ¡Hay casualidades tan grandes!… A una amiga nuestra le tocó este: «Refiera usted un accidente que haya presenciado». «¡Eso es suerte! Pero conozco una muchacha que tuvo que disertar, y en el ejercicio escrito, sobre esta cosa: “¿De quién preferiría usted ser amiga, de Alcestes o de Philinte?”. Lo que hubiera yo sudado con eso. En primer lugar, no es una pregunta para muchachas. Las muchachas tienen amistad con amigas, pero no se debe dar por supuesto que se tratan con hombres. (Esta frase me hizo temblar, porque me indicaba las pocas probabilidades que yo tenía de entrar a formar parte de la cuadrilla mocil). Pero, en fin, aunque la pregunta se haga a muchachos, ¿qué es lo que se le ocurriría a usted decir de eso? Ha habido padres que han escrito al Gaulois quejándose de lo difíciles que son semejantes cuestiones. Y lo más curioso es que en una colección de los mejores ejercicios de alumnos premiados, el tema sale desarrollado dos veces y de dos maneras opuestas. Todo depende del catedrático. Uno quería que se dijese que Philinte era un hombre adulador y bellaco, y en cambio otro reconocía que había que admirara Alcestes, pero censuraba su aspereza y opinaba que era preferible como amigo Philinte. ¿Cómo quiere usted que las infelices estudiantes sepan a qué atenerse, cuando los catedráticos no están de acuerdo? Y eso no es nada, cada año está más difícil. Lo que es Giselia no podrá salir bien como no sea por una buena recomendación». Volví al hotel; mi abuela no estaba; la esperé un buen rato, y cuando llegó le supliqué que me dejara ir a una excursión, en condiciones inesperadas que acaso durase cuarenta y ocho horas; almorcé con ella, pedí un coche y mandé que me llevara a la estación. A Giselia no le extrañaría verme; cuando hubiésemos transbordado en Donciéres en el tren de París había un vagón con pasillo, y allí, aprovechándome del sueño de la miss, podríamos buscar un rincón donde escondernos, y me citaría con Giselia para mi vuelta a París, que procuraría yo se realizase lo antes posible. La acompañaría hasta Caen o Evreux, según lo que ella prefiriera, y luego volvería en el primer tren. ¡Qué hubiera dicho Giselia si hubiese sabido que estuve dudando mucho tiempo entre ella y sus amigas, y que tan pronto quise enamorarme de ella, como de Albertina, de la otra muchacha de los ojos claros, o de Rosamunda! Sentía remordimientos, ahora que un recíproco amor nos iba a unir a Giselia y a mí. En este momento hubiese yo podido asegurar a Giselia con toda veracidad que Albertina ya no me gustaba. La había visto aquella mañana cuando se volvía casi de espaldas a mí para hablar a Giselia. Inclinaba la cabeza con gesto enfurruñado, y el pelo, que llevaba echado atrás, más negro que nunca, y distinto de otras veces, brillaba cual si Albertina acabase de bañarse. Me recordó un pollo que sale del agua, y aquel pelo me hizo encarnar en Albertina otra alma distinta de la que hasta entonces se ocultaba tras la cara de violeta y la misteriosa mirada. Por un instante todo lo que pude ver de Albertina fue ese pelo brillante, y eso era lo único que seguía viendo. Nuestra memoria se parece a esas tiendas que exponen en sus escaparates una fotografía de una persona y al día siguiente otra distinta, pero de la misma persona. Y por lo general la más reciente es la única que recordamos. Mientras que el cochero arreaba al caballo, yo ya escuchaba las frases de gratitud y cariño que me decía Giselia, y que brotaban todas de su sonrisa bondadosa y su mano tendida de antes; y es que en los períodos de mi vida en que yo estaba enamorado y quería estarlo, llevaba en mí no sólo un ideal físico de belleza entrevista, y que reconocía de lejos en toda mujer que pasaba a distancia bastante para que sus facciones confusas no se opusieran a la identificación, sino también el fantasma moral —dispuesto siempre a encarnarse— de la mujer que se iba a enamorar de mí y a decirme las réplicas en aquella comedia amorosa que tenía yo escrita en la cabeza desde niño, comedia que a mi parecer estaba deseando representar toda muchacha amable con tal de que tuviese un mínimum de disposiciones físicas para su papel. En esta obra, y cualquiera que fuese la nueva actriz que yo traía para que estrenara o repitiera ese papel, la escena, las peripecias y el texto conservaban una forma ne varietur.

Unos días después, y a pesar de las pocas ganas que Albertina tenía de presentarnos, ya conocía yo a toda la mocil bandada del primer día, que continuaba en Balbec completa (menos Giselia, a la que no pude ver en la estación, pues, con motivo de una larga parada en el portazgo y de un cambio de horas, llegué cuando ya hacía cinco minutos que había salido el tren, y ahora ya no me acordaba de ella); además, conocí a dos o tres amigas suyas que me presentaron porque yo se lo pedí. De suerte que como la esperanza del placer que había de causarme el trato con una muchacha nueva provenía de otra muchacha que me la había presentado, la más reciente venía a ser como una de esas variedades de rosas que se obtienen gracias a una rosa de otra especie. Y pasando de corola en corola por esta cadena de flores, la alegría de conocer a una más me impulsaba a volverme hacia aquella a quien se la debía, con gratitud tan llena de deseo como mi nueva esperanza. Al poco tiempo me pasaba todo el día con estas muchachas.

Pero ¡ay!, que en la flor más fresca ya se pueden distinguir esos puntos imperceptibles que para un alma despierta dibujan lo que habrá de ser, por la desecación o fructificación de las carnes que hoy están en flor, la forma inmutable y ya predestinada de la simiente. Observa uno con deleite una naricilla parecida a una menuda ola deliciosamente henchida de agua matinal y que al parecer está inmóvil, y se puede dibujar porque el mar se muestra tan tranquilo y no se nota el mover de la marea. Los rostros humanos parece que no cambian cuando se los está mirando, porque la revolución que sufren es harto lenta para que podamos percibirla. Pero bastaba con ver junto a esas muchachas a sus madres o a sus tías para medir las distancias que por atracción interna de un tipo, generalmente horrible, habrían atravesado esas facciones en menos de treinta años, hasta la hora en que el mirar decae y el rostro que traspasó la línea del horizonte ya no recibe luz alguna. Yo sabía que lo mismo que existe, profundo e ineluctable, el patriotismo judío o el atavismo cristiano en aquellos que se consideran más libres del espíritu de raza, así bajo la rosada inflorescencia de Albertina, de Rosamunda, de Andrea, vivían sin que ellas lo supieran, y en reserva para las circunstancias, una nariz basta, una boca saliente y una gordura que extrañaría pero que en realidad se hallaba ya entre bastidores, dispuesta a salir a escena; igual que una vena de dreyfusismo, de clericalismo, repentina, imprevista, fatal; igual que un heroísmo nacionalista y feudal surgido de pronto al conjuro de las circunstancias, de una naturaleza anterior al individuo mismo, y con la cual piensa, vive evoluciona, se fortifica o muere el hombre sin poder distinguirla de los móviles particulares con que la confunde. Hasta mentalmente dependemos de las leyes naturales mucho más de lo que nos figuramos, y nuestra alma posee por anticipado, como una criptógama o gramínea determinada, las particularidades que se nos antojan escogidas por nosotros: Pero no somos capaces de aprehender más que las ideas secundarias, sin llegar a la causa primera (raza judía, familia francesa, etc.) que las produce necesariamente, y que se manifiesta en el momento que se desee: Y puede ser que aunque algunos pensamientos no nos parezcan resultado de una deliberación y ciertas dolencias efecto de una falta de higiene, tanto las ideas de que vivimos como la enfermedad de que morimos nos vengan de familia, como a las plantas amariposadas la forma de su simiente.

Allí en la playa de Balbec, cual plantío donde las flores se dan en épocas diferentes, había yo visto esas secas simientes, esos blandos tubérculos que mis amigas serían algún día. ¿Pero qué importaba eso? Ahora era el momento de las flores. Así que cuando la señora de Villeparisis me invitaba a un paseo, buscaba yo una excusa para no ir. No hice a Elstir más visitas que aquellas en que me acompañaron mis amigas: Ni siquiera pude encontrar una tarde para ir a Donciéres a ver a Saint-Loup, como se lo había prometido. El haber querido sustituir mis paseos con aquellas muchachas por una reunión mundana, una conversación seria o un coloquio de amigos me hubiese hecho el mismo efecto que si a la hora del almuerzo lo llevaran a uno no a comer, sino a ver un álbum. Los hombres jóvenes o viejos, las mujeres maduras o ancianas que a nosotros se nos figuran simpáticos los llevamos en realidad en una superficie plana e inconsistente, porque sólo tenemos conciencia de ellos por medio de la percepción visual reducida a sí misma; pero, en cambio, cuando esta percepción se dirige a una muchacha, va como delegada por los demás sentidos, que de ese moda buscan en una y en otra las cualidades de olor, de tacto y sabor, y las disfrutan sin la ayuda de manos ni labios; y como son capaces, gracias a las artes de transposición y al genio de síntesis, en que tanto sobresale el deseo, de reconstituir tras el color de las mejillas o del pecho la sensación de tacto y sabor, los roces vedados, resulta que dan a esas muchachas la misma consistencia melosa que a las rosas o a las uvas, cuando andan merodeando por una rosaleda o una viña, y se comen las flores o las frutas con los ojos.

Cuando llovía, aunque el mal tiempo no asustaba a Albertina y se la veía frecuentemente corriendo en bicicleta con su impermeable, aguantando los chaparrones, nos metíamos en el Casino que ahora me parecía imprescindible para semejantes días.

Despreciaba profundamente a las señoritas de Ambresac porque no habían entrado allí nunca. Y ayudaba con mucho gusto a mis amigas a hacer malas pasadas al profesor de baile. Por lo general, nos ganábamos algunas amonestaciones del arrendatario o de los empleados, que usurpaban poderes dictatoriales, porque mis amigas, hasta la misma Andrea (que precisamente por lo del salto se me figuró el primer día una criatura tan dionisíaca, y era, por el contrario, frágil, intelectual, y aquel año muy enfermiza, pero que, a pesar de eso, obedecía más que a su estado de salud al genio de la edad, que lo arrastra todo y confunde en la alegría a sanos y enfermos), no podían ir del vestíbulo al salón de fiestas sin tomar carrerilla y saltar por encima de las sillas, y volvían dejándose resbalar, como si patinaran, y guardando el equilibrio con un gracioso movimiento del brazo, al propio tiempo que cantaban, mezclando así todas las artes en esta primera juventud, al modo de los poetas de los tiempos antiguos, para quienes los géneros no están aún separados y unen en un poema épico preceptos agrícolas y enseñanzas teológicas.

Esa Andrea, que el primer día me pareció la más fría de todas, era muchísimo más delicada, afectuosa y fina que Albertina, a la que trataba con cariñosa y acariciadora ternura de hermana mayor. En el Casino iba a sentarse a mi lado y sabía —a diferencia de Albertina— prescindir de un vals o hasta de ir al Casino cuando yo no me encontraba bien, para venir al hotel. Expresaba su amistad a Albertina y a mí con matices que revelaban deliciosísima comprensión de las cosas del afecto, comprensión acaso debida en parte a su estado enfermizo. Siempre sabía poner una sonrisa alegre para disculpar el infantilismo de Albertina, la cual expresaba con ingenua violencia la tentación irresistible que le ofrecían las diversiones, sin saber, como Andrea, renunciar a ellas y estarse mejor hablando conmigo. Cuando se acercaba la hora de una merienda en el golf, si estábamos todos juntos Albertina se preparaba y se acercaba a Andrea.

—Andrea, ¿qué estás esperando ahí? Ya sabes que hoy vamos a merendar al golf.

—No; yo me quedo hablando con él —respondía Andrea, señalándome a mí.

—Pero sabes que la señora de Durieux te ha invitado —exclamaba Albertina, como si la intención de Andrea de quedarse conmigo sólo se explicara por su ignorancia de que estaba invitada.

—Bueno, hija, no seas tonta —respondía Andrea.

Albertina no insistía más, temerosa de que le propusieran quedarse también. Sacudía la cabeza.

—Pues salte con la tuya —respondía, como se le dice a un enfermo que se reata por placer poco a poco—; yo me largo porque me parece que tu reloj va atrasado.

Y salía a escape. «Es deliciosa, pero absurda», decía Andrea, envolviendo a su amiga en una sonrisa que era a la par caricia y juicio. Si Albertina se parecía algo, en esta afición a las diversiones, a la Gilberta de la primera época, es porque hay una cierta semejanza, aunque vaya evolucionando, entre las mujeres que nos enamoran sucesivamente, semejanza que proviene de la fijeza de nuestro temperamento, puesto que él es quien las escoge y elimina a todas aquellas que no sean a la vez opuestas y complementarias, es decir, adecuadas para dar satisfacción a nuestros sentidos y dolor a nuestro corazón. Son estas mujeres un producto de nuestro temperamento, una imagen, una proyección invertida, un «negativo» de nuestra sensibilidad. De modo que un novelista podría muy bien pintar durante el curso de la vida de su héroe casi exactamente iguales sus amores sucesivos, y con eso dar la impresión no de imitarse a sí mismo, sino de crear, puesto que menos fuerza demuestra una innovación artificial que una repetición destinada a sugerir una verdad nueva. Debería anotar además en o carácter del enamorado un índice de variación que se acusa a medida que va llegando a nuevas regiones y a otras latitudes de la vida. Y acaso lograría expresar una verdad más si pintara los caracteres de todos los personajes, pero guardándose de atribuir carácter alguno a la mujer amada. Porque ¿conocemos nosotros el carácter de las personas que nos son indiferentes; pero cómo nos va a ser posible comprender el carácter de un ser que se confunde con nuestra vida, y que ya no llegamos a separar de nosotros y sobre cuyos móviles hacemos constantemente ansiosas hipótesis, perpetuamente retocadas? Nuestra curiosidad por la mujer amada se lanza más allá de la inteligencia; en su carrera deja atrás el carácter de esa mujer, y aunque pudiéramos pararnos en ese punto, ya no nos darían ganas de hacerlo. El objeto de muestra inquietante investigación es más esencial que esas particularidades de carácter, semejantes a esos dibujillos de la epidermis cuyas variadas combinaciones forman la florida originalidad de la carne. Nuestra intuitiva radiación las atraviesa, y las imágenes que nos trae no son imágenes de un rostro determinado, sino que representan la triste y dolorosa universalidad de un esqueleto.

Como Andrea era muy rica y Albertina una pobre huérfana, Andrea, con suma generosidad, hacía que su amiga se aprovechara de su lujo. Los sentimientos que le inspiraba Giselia no eran exactamente los que yo me había figurado. Pronto se tuvieron noticias de la estudiante, y cuando Albertina enseñó la carta en la que Giselia daba noticias de su viaje y llegada a toda la cuadrilla, excusándose por no escribir a las demás, me sorprendió oír decir a Andrea, a la que yo suponía reñida mortalmente con Giselia: «Yo le voy a escribir mañana, porque si espero carta suya ya puedo esperar sentada, con lo perezosa que es». Y añadió, volviéndose hacia mí: «Usted puede que no la haya considerado como una gran cosa; pero es una buena muchacha y yo la tengo en mucha estima». De eso deduje que los enfados de Andrea no solían durar mucho.

Como todos los días, excepto los de lluvia, íbamos en bicicleta a los acantilados o al campo, yo me dedicaba a componerme con una hora de anticipación y me lamentaba cuando Francisca no había preparado bien mis cosas. Y Francisca, aún en París, en cuanto la encontraban en falta, y a pesar de que los años ya la iban encorvando, se ponía muy tiesa, toda llena de orgullo y de rabia, ella, tan modesta, humilde y simpática cuando se veía halagado su amor propio. Como ese amor propio era el resorte capital de su vida, la satisfacción y el buen humor de Francisca estaban en razón directa de la dificultad de las cosas que le mandaban. Y las que tenía que hacer en Balbec eran tan fáciles, que Francisca casi siempre daba muestras de descontento, el cual se centuplicaba y crecía con irónica expresión de orgullo cuando yo me quejaba en el momento de ir en busca de mis amigas de que no me había cepillado el sombrero o de que mis corbatas no estaban ordenadas. Ella, tan capaz de darse un gran trabajo y de decir luego que eso no era nada, al oír que una americana no estaba en su sitio, no sólo se jactaba del mucho cuidado con que «la guardó para que no cogiera polvo», sino que pronunciaba elogio en regla de sus trabajos, diciendo que aquel descanso de Balbec no era descanso y que no había en el mundo dos personas capaces de soportar esa vida. «Yo no sé cómo puede uno dejar todo tirado por aquí y por allá, y luego a ver quién se las entiende con ese revoltijo. Hasta el diablo perdería el seso». O se contentaba con poner cara de reina, lanzándome miradas incendiarias y manteniendo silencio absoluto, que rompía en cuanto salía del cuarto y empezaba a andar por el pasillo; entonces se oían por el corredor frases que debían ser injuriosas, pero indistintas, como las de esos personajes que pronuncian las primeras palabras de su papel detrás de un bastidor, antes de entrar en escena. Y siempre que me preparaba yo a salir con mis amigas, aunque no faltara nada y Francisca estuviese de buen humor, se mostraba insoportable. Porque yo, en mi necesidad de hablar de aquellas muchachas, había dicho a Francisca unas cuantas bromas a ellas referentes, y ahora nuestra criada me las repetía, pero con un tono como de revelarme cosas que no eran ciertas, porque Francisca me había entendido mal, pero que, aún en caso de haberlo sido, las hubiese sabido yo antes que ella. Tenía, como todo el mundo, su carácter peculiar; una persona no se parece nunca a un camino recto, sino que nos asombra con sus imprevistos e inevitables rodeos, que los demás no ven, y por los que nos cuesta mucho trabajo pasar. Cada vez que llegaba yo a lo de: «¡El sombrero no está en su sitio!», o «¡Por vida de Andrea o de Albertina!», Francisca me obligaba a perderme por caminos extraviados y absurdos que me hacían gastar mucho tiempo. Lo mismo sucedía cuando le mandaba preparar bocadillos de queso o ensalada o comprar tartas para comerlas con mis amigas a la hora de la merienda; Francisca decía que ellas debían corresponder y convidarme también si no fuesen tan interesadas, porque entonces la asaltaba un atavismo de rapacidad y vulgaridad provincianas, como si el alma de la difunta Eulalia, a quien tanto envidió, se hubiera ido a encarnar, más graciosamente que en San Eloy, en los deliciosos cuerpos de mis amigas. Oía yo esas acusaciones de rabia de sentir que había llegado a uno de esos sitios en que el camino rústico y familiar que era el carácter de Francisca se ponía impracticable, felizmente no por mucho tiempo. Y cuando la americana había parecido y los bocadillos estaban preparados, me iba en busca de Andrea, Albertina y Rosamunda, y a veces de algunas Otras veces me hubiese gustado que los paseos fueran en días de mal tiempo. Entonces quería yo descubrir en Balbec «la tierra de los Cimerios», y los días buenos eran una cosa que no debía existir allí, una intrusión del vulgar verano de los bañistas en esta vieja región de las brumas. Pero ahora, todo aquello que antes desdeñaba, sin hacerle caso, no sólo los efectos del sol, sino las regatas, las carreras de caballos, habríalo buscado con ansia por la misma razón que antes me impulsaba a desear únicamente mares tempestuosos, y es que tanto una cosa como otra se referían a una idea estética. Y es porque mis amigas y yo habíamos ido algunas tardes a ver a Elstir, y cuando las muchachas estaban allí, a Elstir lo que más le gustaba enseñarnos eran apuntes de lindas yachtwomen[51] o dibujos hechos en un hipódromo de cerca de Balbec. Yo al principio confesé tímidamente a Elstir que no quise ir a las carreras que allí se habían celebrado. «Ha hecho usted mal —me dijo—, es muy curioso y muy bonito. En primer lugar, hay ese ser raro, el jockey[52], en el que se posan tantas miradas, y que está allí delante del paddock[53], serio, gris, con su casaca brillante, formando un todo con el caballo que retiene. ¡Ya ve usted si tendría interés sorprender sus movimientos profesionales, la mancha que ponen él y las cubiertas de los caballos en el campo de carreras, con tantas sombras y reflejos que sólo allí se ven! ¡Y qué bonitas suelen estar allí las mujeres! Sobre todo el primer día de carreras fue delicioso: había mujeres elegantísimas, en medio de una luz húmeda, holandesa, en la que se sentía subir, hasta en los mismos sitios del sol, el frío penetrante del agua. Nunca había visto ese tipo de mujer que llega en coche o la que está mirando con los gemelos, en una luz tan bonita, sin duda debida a la humedad del mar. ¡Cuánto me hubiera gustado pintarla! Volví de las carreras loco, con un deseo enorme de trabajar». Se extasió aún más hablando de las regatas, y comprendí que tanto las carreras como las reuniones de yachting[54], todos los meetings[55] deportivos donde hay mujeres elegantemente vestidas bañándose en la glauca luz de un hipódromo marino, pueden ser para un artista moderno temas tan interesantes como las fiestas aquellas que tanto gustaban de describirnos un Veronés o un Carpaccio. «Su comparación de usted es muy exacta —me dijo Elstir—, porque la ciudad donde ellos pintaban esas fiestas es en parte ciudad náutica. Ahora, que la belleza de las embarcaciones de aquella época consistía, por lo general, en su pesadez, en su complicación. Había torneos marítimos, como aquí, dados, por lo general, en honor de alguna embajada como la que Carpaccio representó en “La leyenda de Santa Ursula”. Los barcos eran macizos, construidos al modo de edificios, y casi parecían anfibios, como Venecias chicas dentro de la Venecia grande, cuando, unidos por puentes volantes y cubiertos de raso carmesí y de tapices persas, llevaban su carga de mujeres con trajes de brocado color cereza o de verde damasco junto a los grandes balcones incrustados de mármoles multicolores en donde estaban asomadas, mirando, otras damas, con sus trajes de negras mangas con vueltas blancas, bordadas de perlas o exornadas con encajes. No se sabía dónde acababa la tierra y dónde empezaba el agua, y ni si se estaba aún en un palacio o se había pasado ya al navío, a la carabela, a la galeaza, al Bucentauro». Albertina escuchaba con ardorosa atención todos esos detalles de trajes e imágenes de lujo que nos describía Elstir. ¡Cuánto me gustaría ver esas blondas que dice usted! ¡Es tan bonito el punto de Venecia!… —exclamó.

«¡De qué buena gana iría a Venecia!». Quizá pueda usted ver pronto —le dijo Elstir— esas telas maravillosas que allí se llevaban. Hasta ahora sólo se veían en los cuadros de los pintores venecianos o en los tesoros de algunas iglesias; alguna salía a la venta de tarde en tarde. Pero dicen que un artista veneciano, Fortuny, ha dado con el secreto de su fabricación y que dentro de algunos años las mujeres podrán lucir en sus paseos, y sobre todo en su casa, brocados tan espléndidos como aquellos que Venecia adornaba con dibujos de Oriente para dedicárselos a sus damas patricias. Pero yo no sé si eso llegaría a gustarme del todo. Si no resultará un poco anacrónico para mujeres de hoy, aún luciéndose en unas regatas; porque, volviendo a nuestros barcos modernos de recreo, son todo lo contrario de los tiempos de Venecia, «reina del Adriático». El encanto supremo de un yate, del modo de amueblar un yate, de las toilettes del yachting, es su sencillez de cosa marina, y ¡cómo a mí me gusta tanto el mar…!

Confieso a ustedes que prefiero las modas de hoy a las modas de la época del Veronés y hasta de Carpaccio. Lo que tienen de bonito nuestros yates —sobre todo los medianos; a mí no me gustan los barcos enormes, grandotes; pasa como con los sombreros: hay que respetar un cierto límite de proporción— es esa cosa lisa, sencilla, clara, gris, que cuando el tiempo está velado toma una suavidad de crema. Es menester que la cámara donde esté uno parezca un café menudito. Y con los trajes femeninos en un yate pasa lo mismo; lo gracioso son esos trajes ligeros blancos, lisos, de hilo, de linón, de seda de China, de cutí, que con el sol y el azul del mar toman una blancura tan deslumbrante como una vela blanca. Claro que hay pocas mujeres que sepan vestir; pero, sin embargo, se ven algunas maravillosas. En las carreras estaba la señorita Lea con un sombrerito blanco y una sombrillita blanca también, que iba deliciosa. ¡Daría cualquier cosa por una sombrillita! A mí me habría gustado saber en qué se distinguía esa sombrilla de las demás, y lo mismo le pasaba a Albertina, aunque por otras razones de coquetería femenina. Pero, lo mismo que decía Francisca refiriéndose a los soufflés, que era cosa de «coger el punto», lo distintivo de esa sombrilla era el arte con que estaba cortada. «Era redondita, muy chica, como un quitasol chino», dijo Elstir. Cité yo las sombrillas de algunas damas conocidas, pero no se parecían, según el pintor; Elstir consideraba todas esas sombrillas muy feas. Hombre de gusto muy exigente y exquisito, se fijaba en una nadería en la que estribaba toda la diferencia entre una cosa que llevaban las tres cuartas partes de las mujeres y a él le horrorizaba, y una cosa bonita; y, al contrario de lo que me pasaba a mí, para quien todo lujo era cosa esterilizadora, a él el lujo le exaltaba el deseo de pintar, «para hacer cosas tan bonitas».

—Ahí tiene usted, esta pequeña ha comprendido cómo eran el sombrero y la sombrilla que digo —me indicó Elstir, señalando a Albertina, en cuyos ojos brillaba la codicia.

—¡Lo que me gustaría ser rica y tener un yate! —dijo ella al pintor—. Usted me daría consejos para amueblar el barco. ¡Y qué bonitos viajes haría! ¡Qué gusto poder ir a las regatas de Cowes! ¿Y un automóvil? ¿No le gustan a usted las modas de mujer para el automóvil?

—No —respondió Elstir—, pero ya vendrá eso. Lo que pasa es que hay pocos modistas buenos… Callot, aunque abusa un poco del encaje; Doucet, Cheruit, y a ratos Paquin. Los demás son horribles.

—¿De modo que entonces hay una diferencia enorme entre un traje de Callot y el de otro modista cualquiera? —pregunté yo a Albertina.

—¡Pues claro, criatura, enorme! ¡Ay, usted dispense! Lo malo es que lo que en otra parte cuesta trescientos francos en su casa vale dos mil. Pero no se parecen nada; sólo resultan parecidos para la gente que no entiende.

—Exactamente —dijo Elstir—, aunque no hasta el punto de que la diferencia sea tan honda como entre una estatua de la catedral de Reims y una de Saint Augustin. Y a propósito de catedrales —añadió, volviéndose hacia mí, porque iba a hacer referencia a una conversación en que no habían intervenido las muchachas y que, además, no les hubiera interesado—: El otro día hablábamos de la iglesia de Balbec como de un enorme acantilado, un brote de piedra del país; ahora es al revés: mire usted —me dijo, enseñándome una acuarela— estos acantilados (es un apunte de muy cerca de aquí, de los Creuniers); ¡cómo recuerdan a una catedral estas rocas recortadas con tanta fuerza y tanta delicadeza!

En efecto, parecían inmensos aros de bóveda de color rosa. Pero como los había pintado un día de calor tórrido, se ofrecían como reducidos a polvo, volatilizados por el calor, que casi se había embebido el mar, el cual figuraba en casi toda la extensión del lienzo en estado gaseoso. Aquel día la luz casi había destruido la realidad, y esta se había concentrado en criaturas sombrías y transparentes que, por contraste, daban una impresión de vida más penetrante y próxima: las sombras. Sedientas de frescura, la mayor parte de ellas huyeron de la inflamada mar y se refugiaron al pie de las rocas, al abrigo del sol; otras nadaban lentamente por las aguas como delfines, pegándose a los flancos de las errantes barcas y alargando los casos de las embarcaciones con su cuerpo brillante y azulado. Quizá esa sed de frescura que comunicaban las sombras era lo que más contribuía a dar la sensación del calor del día, y por eso exclamé que sentía mucho no conocer ese sitio. Albertina y Andrea aseguraron que yo debía de haber ido por allí muchas veces. Y en este caso, sin saberlo ni sospecharlo quizá, algún día esos acantilados podrían darme esa sed de belleza, no natural como la que yo buscara hasta aquí en los de Balbec, sino más bien arquitectónica. Sobre todo, yo, que había ido a Balbec a ver el reino de las tempestades, y que en iris paseos con la señora de Villeparisis nunca encontraba el Océano (que muchas veces no veía más que de lejos, pintado entre los árboles) bastante real, líquido y vivo, dando verdaderamente la impresión de lanzar sus masas de agua yo, que no hubiese querido ver el mar inmóvil sino cuando se cubriera con la invernal mortaja de la bruma, ¿cómo iba a imaginarme que ahora soñaría con un mar que era puro vapor blanquecino, sin consistencia ni color? Y es que Elstir, al modo de aquellas personas que se abandonaban a sus ensueños en las barcas, adormiladas de calor, saboreó el encanto del mar hasta enorme profundidad y supo traer al lienzo y fijar en él el imperceptible reflujo del agua, la pulsación de un momento de felicidad; y de pronto se sentía uno tan enamorado de ese mar, al ver su mágico retrato, que nuestro único pensamiento era correr el mundo para dar con aquel día huido, con toda la gracia instantánea y dormida.

De suerte que si antes de esas visitas a Elstir, antes de haber visto una marina suya donde había una muchacha con traje de linón o de barés, en un yate que arbolaba la bandera americana, y que puso el «duplicado» espiritual de un traje de linón blanco y de una bandera en mi imaginación, inmediatamente impulsada por un deseo insaciable hacia el dominio de los trajes de linón blanco y de las banderas marinas, como si nunca hubiera visto eso; antes, digo, de ese descubrimiento, yo, siempre que estaba delante del mar, me esforzaba por expulsar de mi campo visual los bañistas del primer término y los yates de velas tan blancas como un traje de playa, es decir, todo lo que me estorbaba para convencerme de que estaba contemplando las ondas inmemoriales que desplegaban su misteriosa vida aún antes de la aparición de la especie humana; y hasta los días de radiante luz se me antojaba que daban el aspecto frívolo del verano de todas partes a esa costa de tempestades y de nieblas, y no eran sino un simple tiempo de descanso, lo que en música se llama un compás de espera, mientras que ahora lo que se me representaba como funesto accidente era el mal tiempo, que no tenía lugar adecuado en el mundo de la belleza, y deseaba yo ardientemente ir a buscar en la realidad lo que tanto me exaltaba en el arte, y hasta la esperanza tenía de que el tiempo fuese lo bastante favorable para poder ver desde lo alto del acantilado las mismas sombras azules que había en el cuadro de Elstir.

Cuando iba por la carretera no hacía con las manos una pantalla protectora, como en esos días en que concebía a la Naturaleza cual si estuviese animada de una vida anterior a la aparición del hombre y opuesta a todos esos fastidiosos perfeccionamientos de la industria que hasta entonces me hacían bostezar en las exposiciones universales o en las tiendas de los modistas; esos días en que no quería ver más que la sección de mar en que no hubiera vapores, de modo que se me representara el Océano como inmemorial, contemporáneo aún de las edades en que estuvo separado de la tierra, por lo menos contemporáneo de los primeros siglos de Grecia, porque así podía decirme con toda verosimilitud los versos del «amigo Leconte de Lisle», tan gratos a Bloch:

Partieron ya los reyes de tajantes navíos,

Y ¡ay!, que se llevan por el mar tempestuoso

A los recios varones de la heroica Hélade.

Ahora ya no podía yo despreciar a las sombrereras, puesto que Elstir me había dicho que ese delicado ademán con que hacen la última arruga, la suprema caricia a los lazos o a las plumas de un sombrero acabado, le interesaría tanto dibujarlo como las posturas de los jockeys (cosa que encantó a Albertina). Pero para las sombrereras había que esperar mi regreso a París, y para las carreras y regatas, mi regreso a Balbec al año siguiente, porque en aquella temporada ya no había más. Ni siquiera podía uno encontrar un yate con damas vestidas de blanco linón.

Solíamos cruzarnos con las hermanas de Bloch, y yo no tenía más remedio que saludarlas, desde que había cenado en casa de su padre. Mis amigas no las trataban. «No me dejan jugar con muchachas israelitas», decía Albertina. La manera que tenía de pronunciar la palabra israelita, recalcando la s, ya hubiese bastado, aun sin oír la frase que iba a seguir, para indicar que no eran precisamente de simpatía los sentimientos que con respecto al pueblo elegido animaban a estas jóvenes burguesas, de familias devotas y que debían de creer sin dificultad que los judíos degollaban a los niños cristianos. «Además, tienen un tono repugnante esas amigas de usted», me decía Andrea con una sonrisa que significaba que ella sabía muy bien que no eran amigas mías «Como todo lo que tenga algo que ver con la tribu», añadía Albertina con la entonación sentenciosa de una persona de experiencia. A decir verdad, las hermanas de Blocb, que al par que llevaban demasiados trapos iban medio desnudas, con su aspecto lánguido atrevido, fastuoso y sucio, no cansaban muy buena impresión. Y tina prima de ellas, que no tenía más que quince años, escandalizaba a todo el Casino por su ostentosa admiración a la señorita Lea cuyo talento de actriz admiraba mucho Bloch padre, aunque a él no se le podía censurar como a sil sobrina, porque nadie decía que se inclinara más hacia los hombres.

Algunos días merendábamos en algún ventorrillo de los alrededores de Balbec. Eran establecimientos medio ventas medio granjas, y se llamaban Granja de los Ecorres, de María Teresa, de la Cruz d’Heulan, de Bagatelle, de California y de María Antonieta Esta última fue la que escogió nuestra cuadrilla.

Pero otras veces, en vez de ir a tina granja, subíamos hasta lo alto de los acantilados, y allá arriba, sentados en la hierba, deshacíamos nuestro paquete de sandwiches y pasteles. Mis amigas preferían los sandwiches y se extrañaban de que yo no comiera más que un pastel de chocolate, muy historiado de azúcar al modo gótico, o una tarta de albaricoque. Y es que con los bocadillos de queso o de ensalada, manjares nuevos e ignorantes, yo no tenía nada que hablar. Pero los pasteles eran muy sabios, y muy charlatanas las tartas. Había en los primeros ciertos empalagos de crema y en las segundas unas frescuras frutales que sabían muchas cosas de Combray, de Gilberta; no sólo de la Gilberta de Combray, sino de la de París, en cuyas meriendas los comía yo. Me recordaban esos platitos de postre de Las mil y una noches, que tanto distraían a mi tía Leoncia con sus «argumentos» cuando Francisca le llevaba, ora Aladino o La lámpara maravillosa, ora Alí Babá, El durmiente despierto, o Simbad el marino embarcándose en Basora con todos sus tesoros. Mucho me hubiese yo alegrado de volver a ver esos platos; pero mi abuela no sabía adónde habían ido a parar, y suponía además que eran ordinarios, comprados en la misma región. Pero eso no importaba; porque yo veía incrustarse aquellos platos con sus figuras multicolores en ese Combray champañés y grisáceo del mismo modo que estaban incrustadas en la iglesia las vidrieras de cambiante pedrería, las proyecciones de la linterna mágica en la luz crepuscular de mi cuarto, las orientales flores de botón de oro y las lilas de Persia delante de la estación y el ferrocarril del pueblo, y la colección de porcelana antigua de China de mi tía en su sombría casa de señora provinciana.

Echado en las rocas, no veía delante de mi más que unos prados, y por encima de ellos, no los siete cielos de la física cristiana, sino la superposición de dos únicos, uno más obscuro, el mar, y otro arriba, un poco más pálido. Merendábamos, y si yo había traído algún pequeño recuerdo que fuese del agrado de alguna de las muchachas, para regalárselo, la alegría henchía su traslúcido rostro, vuelto rojo de pronto, con tanta violencia, que la boca no podía contenerla, y para dejarla salir estallaba de risa. Estaban todas a mí alrededor, y entre sus caras, muy poco separadas unas de otras, el aire trazaba veredas azules, como jardinero que quiere abrir algún espacio para poder andar él en medio de un bosquecillo de rosas. Cuando se nos habían agotado los víveres jugábamos a juegos que antes me parecían tontos; juegos tan infantiles a veces como «La torre en guardia» o «Al que se ría primero»; pero ahora no habría yo renunciado a ellos por todo un imperio; la aurora de juventud que arrebolaba aún la cara de aquellas mozas, y que a mí, a mis años, ya no me alcanzaba, lo iluminaba todo delante de ellas y, lo mismo que la fluida pintura de algunos primitivos, hacía destacarse los detalles más insignificantes de su vida sobre un fondo de oro. Casi todos los rostros de las muchachas se confundían con aquel arrebol confuso de la aurora, del que aún no habían surgido las verdaderas facciones. Sólo se veía un color delicioso, tras el cual era imposible discernir lo que habría de ser el perfil unos años más adelante. El de hoy no era definitivo y muy bien podía ocurrir que fuese un parecido momentáneo con algún pariente difunto al que quiso la Naturaleza dedicar esta cortesía conmemorativa. Llega tan presto el instante en que ya no queda nada que esperar, cuando el cuerpo se concreta en una inmovilidad que no promete más sorpresas, cuando se pierde toda esperanza al ver, lo mismo que se ven las hojas muertas en los árboles del estío, cómo se cae el pelo o cómo encanece en cabezas juveniles, y es tan corta esta mañana radiante, que acaba uno por no gustar sino de las muchachitas muy jóvenes, en cuyos cuerpos está laborando aún la carne como preciosa pasta. No son más que una masa de materias dúctiles, trabajada a cada momento por la impresión pasajera que las domina. Parece que cada una de estas muchachas es sucesivamente una estatuilla de la alegría, de la seriedad juvenil, del mimo, del asombro; estatuilla modelada por una expresión franca, completa, pero fugitiva. Esa plasticidad presta suma variedad y encanto a las amables atenciones que con nosotros tiene una muchacha. Verdad es que también son indispensables en las mujeres, y que una mujer a quien no gustamos o que no nos demuestra que le agradamos, en seguida se nos hace fastidiosamente monótona. Pero tales atenciones, cuando ya se tiene cierta edad, no se pintan con blancas fluctuaciones en el rostro, porque este ya está endurecido para siempre por las luchas de la existencia y será eternamente militante o extático. Hay unos que, merced a la fuerza continua de esa obediencia que somete la esposa al esposo, parecen, más que cara de mujer, gesto de soldado; otro, trabajado por los sacrificios diarios que hizo una madre por sus hijos, es rostro de apóstol. Y alguno existe de mujer que, tras muchos años de trabajos y tempestades, se le puso cara de lobo de mar y sólo por los vestidos se conoce su femineidad. Claro que las atenciones de una mujer querida esmaltan de delicias las horas que a su lado pasamos. Pero no es ella para nosotros sucesivas mujeres diferentes. Su alegría es una cosa externa, ajena a un rostro que no muda de expresión. Pero la adolescencia es anterior a la solidificación completa, y de ahí que se sienta junto a las muchachas jóvenes esa frescura que inspira el espectáculo de formas en constante cambio, jugando en una inestable oposición que nos recuerda el perpetuo crear y recrear de los elementos primordiales de la Naturaleza que en el mar contemplamos.

Y no sólo sacrificaba yo una reunión mundana o un paseo con la señora de Villeparisis por el juego del hurón o de las adivinanzas con mis amigas. Saint-Loup me había mandado decir varias veces que, puesto que yo no iba a verlo a Donciéres, tenía pedida una licencia de veinticuatro horas, que pasaría en Balbec conmigo. Y yo siempre le escribía que no viniese, invocando el pretexto de que aquel día precisamente tenía que salir de Balbec para hacer una visita de cumplido con mi abuela. Y sin duda debió de pensar de mí muy mal al saber por su tía qué visita era esa y qué personas eran las que yo tenía que acompañar, en vez de a mi abuela. Y, sin embargo, quizá no hacía yo del todo mal en sacrificar no sólo los placeres de la sociedad, sino los de la amistad, al gusto de pasar todo el día en ese jardín. Los seres que tienen la posibilidad de vivir para sí mismos —claro que esto seres son los artistas, y yo estaba convencido hacía mucho tiempo de que no lo sería nunca— tienen también el deber de vivir para sí mismos; y la amistad es una dispensa de ese deber, una abdicación personal. La conversación, el modo de expresión de la amistad, es una divagación superficial que no nos deja nada que ganar. Podemos estarnos hablando una vida sin hacer otra cosa que repetir indefinidamente la vacuidad de un minuto, mientras que el andar del pensamiento en el trabajo solitario dé la creación artística se cumple en sentido de profundidad, en la dirección única que no nos está cerrada y por la que podemos adelantar, aunque con mucho trabajo, es cierto, para lograr una verdad. Y la amistad no sólo carece de virtualidad, como la conversación, sino que además es funesta. Porque la impresión de aburrimiento, es decir, de quedarse en la superficie de sí mismo, en vez de continuar los viajes de exploración por dentro de las profundidades, que no puede por menos de sentir junto a un amigo cualquiera de nosotros que obedezca a una ley de desarrollo puramente interna, esa impresión de aburrimiento, digo, viene la amistad y nos convence para que la rectifiquemos cuando estamos solos, para que recordemos con emoción las palabras que nos dijo nuestro amigo, considerándolas como preciosos dones; cuando en realidad nosotros no somos al modo de fábrica arquitectónica a la que se pueden añadir piedras desde fuera, sino árboles que sacan de su propia savia cada nuevo nudo de su tallo, cada capa superior de su follaje. Y yo me mentía a mí mismo, interrumpía mi crecimiento en el único sentido en que realmente podía crecer y ser feliz, siempre que me felicitaba de que me quisiera y admirara un ser tan bueno, tan inteligente, tan solicitado como Saint-Loup, siempre que adaptaba mi inteligencia no a mis propias impresiones tenebrosas, que era mi deber aclarar, sino a las palabras de mi amigo, porque repitiéndomelas —haciendo que me las repitiera ese otro yo que vive en nosotros y en el que descargamos con tanto gusto el peso de pensar— me esforzaba por encontrar una belleza muy distinta de la que perseguía yo silenciosamente cuando estaba solo, pero que daría más mérito a Roberto, a mí mismo y a mi vida. En la vida que con tal amigo vivía yo me veía delicadamente resguardado de la soledad, con noble deseo de sacrificarme por él, es decir, incapaz de realizarme a mí mismo. Pero, por el contrario, junto a aquellas muchachas, si bien el placer que yo gozaba era egoísta, por lo menos no se basaba en esa mentira que tiene la pretensión de hacernos creer que no estamos irremediablemente solos, mentira que nos impide reconocer que cuándo estamos hablando con otros no somos nosotros los que hablamos, sino que entonces somos hechura de los extraños y no hechura de nuestro yo, tan diferente de ellos. Las palabras que nos decíamos las muchachas y yo no tenían interés, eran muy escasas, y yo las aislaba por mi parte con grandes silencios. Cosa que no era obstáculo para que tuviera tanto deleite en oírlas como en mirarlas, en descubrir en la voz de cada una un cuadro de vivo color. Escuchaba encantado sus gorjeos. El amor sirve de ayuda para discernir y diferenciar. En un bosque el aficionado a pájaros distingue en seguida la manera de piar característica de cada pájaro, y que el vulgo confunde. Y el aficionado a muchachas sabe que las voces humanas son aún más variadas. Cada una tiene más notas que el más rico instrumento. Y las agrupa en combinaciones tan inagotables como la infinita variedad de las personalidades. Cuando hablaba con alguna de mis amigas veía yo que el cuadro original y único de su individualidad era ingeniosamente dibujado y tiránicamente impuesto, tanto por las inflexiones de la voz como por las del rostro, y que había, pues, dos espectáculos que traducían cada uno en su plano, la misma singular realidad. Indudablemente, las líneas de la voz, como las del rostro, no se habían fijado aún definitivamente; la voz se mudaría, la cara habría de cambiar. Lo mismo que los niños tienen una glándula cuya secreción les sirve de ayuda para digerir la leche de la madre, glándula que desaparece en las personas mayores, así estas chicas tenían en su gorjeo notas que ya no tienen las mujeres. Y tocaban ese variadísimo instrumento con sus labios, muy aplicadas, entusiasmadas, como esos angelitos de Bellini que son también atributo exclusivo de la juventud. Más adelante esas muchachas perderían el acento de entusiasta convicción que tanto encanto prestaba a las más sencillas cosas: Albertina, que con un tono de autoridad soltaba chistes escuchados admirativamente por las pequeñas, hasta que un reír loco se apoderaba de ellas con la violencia irresistible de un estornudo; Andrea, que hablaba de sus trabajos escolares, aún más infantiles que sus juegos, con gravedad esencialmente pueril; y sus palabras denotaban como esas estrofas de los tiempos antiguos, cuando la poesía, poco diferenciada todavía de la música, se declamaba en notas diferentes. A pesar de todo, la voz de estas muchachas acusaba ya claramente la manera que cada cual tenía de ver la vida, tan individual, que sería demasiado generalizar el decir de ellas «esta lo echa todo a broma», «aquella va de afirmación en afirmación», «esa otra se queda en la duda expectativa». Nuestras facciones no son más que gestos convertidos por el hábito en definitivos. La naturaleza, lo mismo que la catástrofe de Pompeya o una metamorfosis de ninfa, nos ha inmovilizado en un ademán habitual. Y así, nuestra entonación de voz contiene nuestra filosofía de la vida, aquello que la persona se dice de las cosas a cada instante. Indudablemente, esos rasgos no eran sólo de esas muchachas, sino de sus padres. El individuo está metido en algo más general que él. Según eso, los padres dan algo más que ese gesto habitual que constituye las facciones y la voz: dan determinadas maneras de hablar, frases consagradas, que, tan inconscientes como una entonación y casi tan profundas, indican asimismo un modo de ver la vida. Claro que con las muchachas ocurre que sus padres no les transmiten algunas de estas expresiones hasta una determinada edad; por lo general, cuando ya son mujeres. Las guardan en reserva. Así, por ejemplo, cuando se hablaba de los cuadros de un amigo de Elstir, Andrea, que llevaba aún trenza, no podía utilizar la misma expresión que su madre y su hermana casada: «Dicen que el hombre es encantador». Pero ya llegaría, cuando llegase el permiso para ir al Palais Royal. Y desde que había hecho la primera comunión, Albertina decía, como una amiga de su tía: «Eso me parecería atroz». Le habían legado también la costumbre de repetir lo que le decían, para que pareciese que se interesaba y que quería formar juicio de las cosas. Si decían de un pintor que sus cuadros eran bonitos o que tenía una linda casa, Albertina exclamaba: «¡Ah! ¿Con que sus cuadros son bonitos? ¿,Con que tiene una linda casa?». Y más general aún que la herencia familiar era la sabrosa materia, impuesta por la provincia original, de la que ellas sacaban sil voz y que mordían a veces con sus entonaciones. Cuando Andrea punteaba secamente una nota grave, no podía evitar que las cuerdas perigordinas de su instrumento vocal dieran un sonido cantarino muy en armonía con la pureza meridional de sus facciones; y en Rosamunda la calidad de su cara y de su voz del Norte respondían continuamente a los jugueteos de su propietaria con el acento peculiar de su provincia. Y yo notaba como un hermoso diálogo entre esa provincia y el temperamento de la muchacha, que dictaba las inflexiones. Diálogo nada discorde. Nadie habría sido capaz de separar a la muchacha de su país natal. Ella sigue siendo él. Además, esa reacción de los materiales locales sobre el genio que los utiliza, y al que presta nueva lozanía, no contribuye a que la obra sea menos individual, y ya se trate de la labor de un arquitecto, de un ebanista o de un músico, sigue reflejando minuciosamente los sutilísimos rasgos de la personalidad del artista, aunque este tenga que trabajar en la piedra molar de Senlis o en la piedra arenisca de Estrasburgo, aunque respete los nudos peculiares del fresno o aunque haya tenido en cuenta, al escribir los límites y recursos, la sonoridad y posibilidades de la flauta y del alto.

Yo sentía todo esto; pero, sin embargo, hablábamos muy poco. Mientras que con la señora de Villeparisis o con Roberto habría yo mostrado en mis palabras más alegría de la realmente sentida, porque cuando me separaba de ellos iba cansado, en cambio aquí, echado en medio de esas muchachas, la plenitud de mi sentimiento superaba con mucho la pobreza y escasez de nuestra palabra y se desbordaba de entre los límites de mi inmovilidad y mi silencio en oleadas de felicidad, que iban a morir acariciadoras al pie de aquellas rosas tempranas.

Para un convaleciente que se está todo el día descansando en un jardín o un huerto, el olor de flores y frutos no impregna tan profundamente las mil pequeñeces que componen su diario ocio como me empapaba a mí el alma aquel color y aquel aroma que mis miradas iban a buscar en esas muchachas, y cuya suavidad acababa por incorporarse a mi ser. De análogo modo van las uvas azucarándose poco a poco al sol. Y aquellos juegos tan sencillos, por virtud de su lenta continuidad, determinaron en mí, como en esas personas que no hacen más que estar echadas a la orilla del mar, respirando la sal marina y tostándose, un gran descanso, una sonrisa de beatitud, un deslumbramiento que me ganó la vista.

De cuando en cuando, una amable atención de alguna chica despertaba en mí amplias vibraciones, que por un instante alejaban de mi ánimo el deseo de las demás muchachas. Un día Albertina dijo: «¿Quién tiene un lápiz?». Andrea dio el lápiz, Rosamunda el papel, y Albertina entonces: «Mirad, niñitas, cuidadito con querer ver lo que voy poniendo aquí». Y después de aplicarse mucho a hacer la letra clara, escribiendo encima de su rodilla, me dio el papel, diciéndome: «Que no lo vean estas». Lo desdoblé; había escrito: «Lo quiero a usted mucho».

«Pero en vez de estar escribiendo tonterías —exclamó de pronto, muy impetuosa y grave, volviéndose hacia Andrea y Rosamunda—, más vale que os enseñe la carta de Giselia que he recibido esta mañana. Estoy tonta; la tenía en el bolsillo, y es para una cosa que nos puede ser muy útil». Giselia creyó conveniente mandar a su amiga, para que ella se lo enseñara a las otras, el ejercicio de composición literaria que había hecho en el examen. Albertina tenía miedo a los temas que solían dar; pero aquellos dos que le tocaron a Giselia para escoger eran aún más difíciles.

El primero decía: «Sófocles escribe desde los Infiernos a Racine para consolarlo del fracaso de Athalie»; y el segundo: «Supóngase que después del estreno de Esther, madama de Sevigné escribe a madama de Lafayette diciéndole cuánto sintió que no estuviese presente». Giselia, por cumplir mejor, cosa que debió de llegar al alma de los profesores, escogió primero el que era más difícil, y tan bien lo desarrollé, que la calificaron con catorce puntos y el tribunal la felicitó. Y hubiese tenido la nota de “muy bien”, a no ser porque en el ejercicio de español estuvo “pez”. Albertina nos leyó inmediatamente la copia del ejercicio que le había dado Giselia, porque, como ella tenía que examinarse también, quería ver lo que opinaba Andrea, que sabía más que ninguna y podía dar buenos consejos. «¡Hay que ver la suerte que ha tenido!» —dijo Albertina—. Es un tema que le había hecho empollarse aquí su profesora de gramática. La carta de Sófocles a Racine redactada por Giselia comenzaba de esta manera:

»Mi querido amigo: Perdóneme que le escriba sin haber tenido el gusto de conocerlo personalmente; pero su nueva tragedia Athalie me dé muestra que ha estudiado usted perfectamente mis modestas obras. No ha puesto usted versos en labios de los protagonistas o personajes principales del drama, pero sí los ha escrito usted, y realmente deliciosos, se lo digo sin ninguna lisonja, para los coros que según dicen hacían muy bien en la tragedia griega, pero que en Francia son una verdadera novedad. Además, su talento de usted, tan suelto y esmerado, tan delicioso, delicado y fino, llega aquí a un brío por el que lo felicito. Athalie y Joad son dos personajes que no hubiese construido mejor su rival Corneille. Los caracteres son viriles; la intriga, sencilla y sólida. Es esta la tragedia que no gira sobre el tema del amor, y por esta novedad le doy mi sincera enhorabuena. Los preceptos más famosos no siempre son los que mayor verdad encierran. Le citaré como ejemplo:

Pintadnos el amor con todas sus pasiones,

Con eso ganaréis todos los corazones.

»Y usted ha demostrado que el sentimiento religioso rebosante en los coros sabe conmover también. El público vulgar acaso esté desconcertado, pero los entendidos le hacen a usted justicia. Quiero, pues, darle mil enhorabuenas y a ellas añadir, mi querido compañero, mi muy sentido afecto.

Mientras estuvo leyendo, los ojos de Albertina echaban chispas. «¡Es cosa de creer que lo ha copiado de alguna parte! Nunca me figuré a Giselia capaz de escribir un ejercicio así. Y esos versos que cita, ¿de dónde los habrá sacado?». La admiración de Albertina cambió de objeto; pero aún creció, muy aplicada y hecha toda ojos, cuando Andrea, consultada por ser la mayor y más «empollada», habló primero del ejercicio de Giselia con cierta ironía y luego con ligereza que apenas si disimulaba su verdadera seriedad, para acabar rehaciendo a su modo la misma carta. «No está mal —dijo a Albertina—; pero yo en tu caso, si me tocara el mismo tema, cosa que puede ocurrir, porque lo dan mucho, no lo haría así. Mira cómo lo tomaría. En primer término, no me dejaría llevar por el entusiasmo, como ha hecho Giselia; escribiría en una cuartilla aparte mi plan. Primero, el planteamiento de la cuestión y la exposición del tema; luego, las ideas generales que han de entrar en su desarrollo; y por fin, la apreciación, el estilo y la conclusión. Así, como se inspira una en un resumen, ya sabe adónde va. Ya en cuanto comienza la exposición del tema, o, si prefieres decirlo así, Titina, puesto que se trata de una carta, en cuanto entra en materia, Giselia empieza a colarse. Al escribir a un hombre del siglo XVII, Sófocles no debía poner»: «Mi querido amigo». «Claro —exclamó Albertina, muy fogosa—; debió de haber puesto: “Mi querido Racine”. Habría estado mucho mejor». «No —respondió Andrea en tono un poco burlón—, lo que debió de poner es: “Señor mío”. Y lo mismo para acabar la carta: debió de buscar una frase por el estilo de esta: “Permitidme, señor (o, a lo sumo, señor mío), que me tenga por muy servidor vuestro”. Además, Giselia dice que los coros en Athalie son una novedad. Y se le olvida Esther y dos tragedias poco conocidas, pero que fueron analizadas este año por el catedrático: de modo que con sólo citarlas, como es su chifladura, la aprueban a una. Son Les juives, de Robert y Garnier, y L’Aman, de Montchrestien». Andrea, al citar esos dos títulos, no logró disimular enteramente una idea de benévola superioridad, que se expresó en una sonrisa, muy graciosa por cierto. Albertina no pudo contenerse. «Andrea, hija mía, eres aplastante. Escríbeme los títulos de esas dos obras. Figúrate tú qué suerte si me tocara eso; aunque fuera en el oral las citaba, y hacía un efecto bestial». Pero luego, siempre que Albertina preguntó a Andrea los nombres de las dos tragedias, para apuntarlos, su sabia amiga decía que se le habían olvidado y nunca se acordaba. «Además —prosiguió Andrea, con tono de imperceptible desdén para aquellas compañeras tan infantiles, pero muy satisfecha por ganarse su admiración, y dando más importancia de lo que aparentaba a la explicación de cómo habría desarrollado el tema—; además, Sófocles en los Infiernos debe de estar bien enterado, y por consiguiente, saber que Athalie no se representó en público, sino ante el Rey Sol y algunos cortesanos privilegiados. Lo que dice Giselia de la estima de los entendidos está bien, pero pudo haberlo completado. A Sófocles, en su calidad de inmortal, se le puede atribuir don profético, y así anunciaría que, a juicio de Voltaire, Athalie no sólo es la obra magistral de Racine, sino de todo el género humano». Albertina se bebía materialmente todas estas palabras. Los ojos le echaban fuego. Rechazó profundamente indignada la proposición que hizo Rosamunda de ponerse a jugar. «Y, por último —dijo Andrea, con el mismo tono indiferente desenvuelto y un poco burlón, pero muy convencida—, si Giselia hubiese apuntado primero las ideas generales que tenía que desarrollar, quizá se le habría ocurrido hacer lo que yo hubiera hecho en su caso: mostrar la diferencia que existe entre la inspiración religiosa de los coros de Sófocles y los de Racime. Y hubiera puesto en boca de Sófocles la observación de que aunque los coros de Racine están empapados de sentimiento religioso, como los de la tragedia griega, sin embargo, no se trata de los mismos dioses. El de Joad nada tiene que ver con el de Sófocles. Y, claro, de ahí viene, naturalmente, después del final del desarrollo, la conclusión. No importa que las creencias sean diferentes. Sófocles tendría reparo en insistir en eso. Temeroso de herir las convicciones de Racine, insinúa a este respecto algunas palabras de sus maestros de Port Royal y sé limita a felicitar a su émulo por lo elevado de su astro poético».

A Albertina, con la admiración y la atención sostenidas le entró tal calor, que estaba sudando a chorros. Andrea seguía con su flemática calma de dandy femenino: «Tampoco estaría mal citar algunos juicios de críticos famosos», añadió antes de que empezáramos a jugar. «Sí, eso me han dicho —respondió Albertina—. En general, los más recomendables son Sainte-Beuve y Merlet, ¿verdad?». «Sí, no estás descaminada —replicó Andrea—. Merlet y Sainte-Beuve no caerían mal. Pero sobre todo hay que citar a Deltour y a Gascq Desfossés». A pesar de las súplicas de Albertina, Andrea se negó a escribirle los nombres de estos dos críticos.

A todo esto estaba pensando en la hojita del block-notes que me había pasado Albertina. «Lo quiero a usted mucho»; y una hora después, mientras bajábamos por los caminos, demasiado a pico para mi gusto, que llevaban a Balbec, me decía que con ella tendría yo mi novela.

El estado caracterizado por el conjunto de signos en que solemos reconocer que estamos enamorados, por ejemplo, las órdenes dadas al criado para que no me despertara en ningún caso, salvo en el de la visita de alguna de aquellas muchachas; las palpitaciones de corazón que me entraban cuando las estaba esperando (cualquiera que fuese la que había de venir) y mi cólera si no había encontrado un barbero que me afeitara y tenía que presentarme así delante de Albertina, Rosamunda y Andrea; ese estado, digo, que iba renaciendo alternativamente por una u otra de las muchachas, difería tanto de lo que llamamos amor como difiere la vida humana de la de los zoófitos, en los que la existencia o la individualidad, si es lícito decirlo, está repartida entre distintos organismos. Pero la Historia Natural nos enseña que semejante estado existe, y nuestra propia vida, por poco entrada que esté ya, también nos afirma en la realidad de los estados que no sospechábamos antes y por los que tenemos que pasar, para dejarlos atrás en seguida. Y así era para mí aquel estado de amor dividido simultáneamente entre varias muchachas. Dividido o, mejor dicho, indiviso, porque por lo general mi mayor delicia, lo que me parecía más distinto del resto del mundo, y se me iba entrando en el corazón hasta el punto de que la esperanza de volverlo a ver al otro día se convirtió en la mayor alegría de mi vida, era el grupo de todas las muchachas, visto en el conjunto de aquellas tardes en los acantilados, mientras transcurría el oreado tiempo, en aquella franja de hierba donde fueron a colocarse las figuras, tan excitantes para mi imaginación, de Albertina, Rosamunda y Andrea; y por eso aquel lugar me era tan precioso sin poder decir por causa de cuál de ellas ni qué muchacha era la que más ganas tenía yo de querer. Al comienzo de unos amores, lo mismo que en su final, no nos sentimos exclusivamente apegados al objeto de ese amor, sino que el deseo de amar, de donde él nace (y más tarde, el recuerdo que deja), vaga voluptuosamente por una zona de delicias intercambiables —muchas veces meras delicias de naturaleza, de golosina, de habitación—, lo bastante armónicas entre sí para que el deseo no se sienta en ninguna de ellas como en tierra extraña. Además, como delante de las muchachas no sentía yo el hastío que determina la costumbre, cada vez que me encontraba en su presencia tenía la facultad de verlas, es decir, de sentir un profundo asombro. Indudablemente, ese asombro se debe en parte a que tal persona nos presenta un nuevo aspecto de sí misma; pero también consiste en que la multiplicidad de aspectos de cada ser es muy grande, así como la riqueza de líneas de su rostro y cuerpo, líneas que difícilmente encontramos cuando ya no estamos al lado de la persona misma; en la sencillez arbitraria de nuestro recuerdo. Como la memoria escoge una determinada particularidad que nos atrajo, la aisla, la exagera convirtiendo a una mujer que nos pareció alta en estudio en que aparece con desmesurada estatura, o a otra que se nos figuró rosada y rubia en una pura «armonía en rosa y oro»; en el momento en que esa mujer vuelve a estar junto a nosotros todas las demás cualidades olvidadas que hacían contrapeso a aquella nos asaltan en toda su complejidad confusa, rebajan la estatura, disuelven el color rosa y reemplazan aquello que vinimos a buscar exclusivamente por otros detalles que ahora recordarnos haber visto la primera vez, y no nos explicamos por qué no esperábamos verlos también ahora. Nuestro recuerdo nos guiaba; íbamos al encuentro de un pavón y dimos con tina peonia. Y ese inevitable asombro no es el único; porque hay otro al lado; que proviene no ya de la diferencia entre la realidad y las estilizaciones del recuerdo, sino de la diferencia entre el ser que vimos la ultima vez y este que se: nos aparece ahora con otra luz mostrándonos un nuevo aspecto El rostro humano es realmente como el de un dios de la teogonía oriental: todo racimo de caras Yuxtapuestas en distintos planos y que no se ven al mismo tiempo. Pero en gran parte nuestro asombro se basa en que el ser nos presenta la misma cara. Nos sería menester un esfuerzo tan grande para volver a crear todo lo que nos fue ofrecido por algo que no somos nosotros —aunque sea el sabor de una fruta— que apenas recibimos la impresión bajamos insensiblemente por la cuesta del recuerdo, y sin darnos cuenta al poco rato estamos ya muy lejos de lo que sentimos. De modo que cada nueva entrevista es una especie de reafirmación que vuelve a llevarnos a lo que habíamos visto bien. Pero ya no nos acordábamos, porque eso que se llama recordar a un ser, en realidad es olvidarlo. Mientras que sepamos ver, en el momento en que se nos aparezca el rasgo olvidado lo reconocemos, tenemos que rectificar la descarriada línea, y de ahí que en la perpetua y fecunda sorpresa, por la que me eran tan saludables y suaves aquellos diarios encuentros con las muchachas —a la orilla del mar, entrasen por partes iguales los descubrimientos y las reminiscencias. Añádase a eso la agitación despertada por la idea de lo que ellas eran para mí, nunca idéntica a lo que me había creído, por lo cual la esperanza de la próxima reunión nunca se parecía a la esperanza precedente, sino al recuerdo, vibrante aún, de la última entrevista, y así se comprenderá cómo cada paseo imponía a iris pensamientos un violento cambio de ruta, y no en aquella dirección que yo me trazara en la soledad de mi cuarto con la cabeza muy descansada. Y esa dirección se quedaba olvidada, suprimida, cuando volvía yo vibrando como una colmena con todas las frases que me habían preocupado y que seguían resonando en mí. Todo ser se destruye cuando dejamos de verlo; su aparición siguiente es tina creación nueva distinta de la inmediata, anterior, y a veces distinta de todas las anteriores. Porque dos es el número mínimo de variedad que reina en esas creaciones. Si nos acordamos de un mirar enérgico y una facha atrevida, inevitablemente la vez próxima nos chocará, es decir, veremos casi exclusivamente un lánguido perfil y una soñadora dulzura, cosas que pasamos por alto en el recuerdo precedente. En la confrontación de nuestro recuerdo con la realidad nueva, esto es lo que habrá de marcar nuestra decepción o sorpresa, y se nos aparece como retoque de la realidad avisándonos de que nos habíamos acordado mal. Y a su vez este aspecto del rostro desdeñado la vez anterior, y cabalmente por ello más seductor ahora, más real y rectificativo, se convertirá en materia de sueños y recuerdos. Y lo que desearemos ver ahora será un perfil suave y lánguido, una expresión de dulce ensueño. Pero a la vez siguiente de nuevo vendrá aquel elemento voluntarioso del mirar penetrante, de la nariz puntiaguda y los apretados labios a corregir la desviación existente entre nuestro deseo y el objeto que creía corresponder. Claro que esa fidelidad a las impresiones primeras, y puramente físicas, que siempre volvía a encontrar junto a mis amigas, no se refería únicamente a sus facciones, puesto que ya se vio cuán sensible era yo a su voz, todavía más inquietante (porque la voz ni siquiera ofrece las superficies singulares y sensuales del rostro, sino que forma parte del inaccesible abismo que da el vértigo de los besos desesperanzados), aquella voz suya semejante al sonar único de un lindo instrumento en el que cada cual ponía toda su alma y que era exclusivamente suyo. A veces me asombraba yo al reconocer, tras pasajero olvido, la línea profunda de alguna de esas voces trazada por determinada inflexión. Tan es así, que las rectificaciones que tenía yo que hacer a cada nuevo encuentro, para volver a lo perfectamente justo, tan propias eran de un afinador o de un maestro de canto como de un dibujante.

La armoniosa cohesión en la que iban a neutralizarse hacía algún tiempo, por la resistencia que cada una oponía a la expansión de las demás; las diversas ondas sentimentales que en mí propagaban aquellas muchachas, se vio rota en favor de Albertina una tarde que estábamos jugando al juego del hurón y el anillo. Era en un bosquecillo situado junto al acantilado. Colocado entre dos muchachas que no eran de mi cuadrilla das habían llevado mis amigas porque aquella tarde teníamos que ser muchos, miraba yo con envidia al muchacho que estaba al lado de Albertina; pensando que si yo estuviera en su puesto podría quizá tocar las manos de mi amiga en aquellos minutos inesperados que acaso no habían de volver nunca y que tan lejos podían llevarme. Ya el solo contacto de las manos de Albertina, sin pensar en las consecuencias que pudiera traer, me parecía cosa deliciosa. Y no es porque no hubiese yo visto nunca manos más bonitas que las suyas. Sin salir del grupo de sus amigas, las manos de Andrea, delgadas y mucho más finas, tenían una especie de vida particular dócil al mandato de la muchacha, pero independiente, y a veces se estiraban aquellas manos delante de Andrea como magníficos lebreles, con actitudes de pereza o de profundos ensueños, con bruscos alargamientos de falange, todo lo cual había movido a Elstir a hacer varios estudios de esas manos. En uno de ellos se veía a Andrea con las manos puestas al calor del fuego, y parecían con aquella luz tan diáfanamente doradas como dos hojas de otoño. Pero las manos de Albertina eran más gruesas, y por un momento cedían a la presión de la mano que las estrechaba, pero luego sabían resistir, dando una sensación muy particular. La presión de la mano de Albertina tenía una suavidad sensual muy en armonía con la coloración rosada, levemente malva, de su tez. Con esa presión parecía que se entraba uno en la muchacha, en la profundidad de sus sentidos, lo mismo que la sonoridad de su risa, indecente como un arrullo de paloma o ciertos gritos. Era una de esas mujeres a las que gusta tanto estrechar la mano que está uno reconocido a la civilización por haber hecho del shake hand[56] un acto corriente entre muchachos y muchachas que se encuentran. Si las arbitrarias costumbres de la cortesía hubieran sustituido esta forma de saludo por otra, habría yo mirado todos los días las manos intangibles de Albertina con curiosidad tan ardiente por conocer su contacto como la que sentía por enterarme de a qué sabían sus mejillas. Pero en el placer de tener sus manos entre las mías un rato si hubiese sido yo su vecino de juego, veía yo algo más que ese placer mismo; ¡qué de confidencias, cuántas declaraciones calladas hasta aquí por timidez no hubiera yo podido confiar a ciertos apretones de mano; qué fácil le hubiese sido a ella contestar del mismo modo mostrándome que aceptaba! ¡Qué complicidad, qué comienzo de voluptuosidades! Mi amor podía hacer más progresos en unos minutos pasados a su lado que en todo el tiempo que la conocía. Y no podía estar de nervioso, porque veía que esos momentos acabarían ya pronto, dejaríamos de jugar al anillo, y entonces ya sería tarde. Me dejé coger el anillo adrede, y en medio del círculo hacía como que no veía pasar la sortija y la iba siguiendo atentamente con la vista, en espera de que llegara a manos del vecino de Albertina, la cual, riéndose a todo trapo, y con la animación y alegría del juego, estaba de color de rosa. «Precisamente nos hallamos en el Bosque bonito», me dijo Andrea señalando a los árboles que nos rodeaban, con una sonrisa del mirar que no era más que para mí y que parecía pasar por encima de los jugadores, como si nosotros dos fuésemos los únicos bastante inteligentes para desdoblarnos y poder decir a propósito del juego una cosa de carácter poético. Y llevó su delicadeza de espíritu hasta el punto de cantar, sin tener ganas, aquello de «Por aquí pasó, damitas, el hurón del Bosque bonito, por aquí pasó el hurón», como esas personas que no pueden ir al Trianón sin dar una fiesta Luis XVI o que se divierten en hacer cantar una canción en el ambiente mismo para el que fue escrita. Y sin duda habríame yo entristecido al no encontrar encanto alguno en esa identificación propuesta por Andrea, caso de haber tenido la cabeza para pensar en eso. Pero mi pensamiento andaba por otras cosas. Todos los jugadores empezaban ya a asombrarse de mi estupidez, al ver que no cogía la sortija. Miré a Albertina, tan guapa, tan indiferente, tan contenta; a Albertina, que sin preverlo iba a ser mi vecina de juego cuando cogiera yo el anillo en las manos que era menester, gracias a una combinación que ella no sospechaba y que la hubiese enfadado mucho. Con la fiebre del juego el peinado de Albertina estaba medio deshecho y le caían por la cara unos mechones rizosos, cine con su obscura sequedad aún hacían resaltar mejor la rosada piel. «Tiene usted las trenzas como Laura Dianti, como Leonor de Guyena y como aquella descendiente suya que tanto quiso Chateaubriand. Debía usted llevar siempre el pelo un poco caído», le dije yo al oído para poder acercarme a ella. De pronto la sortija pasó al vecino de Albertina Me lancé sobre él, le abrí brutalmente las manos y tuvo que ir a ponerse en medio del círculo, mientras que yo ocupé su lugar junto a Albertina. Unos minutos antes envidiaba yo a aquel muchacho al ver que sus manos, corriendo por la cinta, se encontraban a cada momento con las de Albertina. Pero ahora que me había tocado a mí su puesto, yo, harto tímido para buscar ese contacto, harto emocionado para poder saborearlo, no sentí más que el golpeteo rápido y doloroso de mi corazón. Hubo un momento en que Albertina inclinó hacia mí su cara llena y rosada, con expresión de complicidad, haciendo como que tenía la sortija para engañar al hurón y que no mirara hacia el sitio por donde estaba pasando el anillo. Comprendí en seguida que las miradas de inteligencia que Albertina me dirigía eran argucia del juego, pero me emocionó mucho el ver pasar por sus ojos la imagen, puramente simulada por la necesidad del juego, de un secreto, de un acuerdo que no existía entre nosotros, pero que desde entonces me pareció posible y cosa divinamente grata. Cuando me exaltaba yo con esa idea sentí una ligera presión de la mano de Albertina en la mía y vi que me lanzaba una ojeada procurando que nadie lo advirtiera. De repente, todo un tropel de esperanzas, hasta entonces invisibles para mí, se cristalizaron «Se aprovecha del juego para decirme que me quiere mucho», pensé yo, en el colmo de la alegría; pero caí inmediatamente de mi altura al oír que Albertina me decía, rabiosa: «Pero cójala usted; hace una hora que se la estoy dando». La pena me atontó, solté la cinta, y el que hacía de hurón vio la sortija y se lanzó sobre ella; yo tuve que volverme al centro del círculo, desesperado, a mirar cómo seguía el juego en desenfrenada ronda a mi alrededor, blanco de las burlas de todas las muchachas y puesto en el trance, para contestarles, de reírme yo también, cuando tan pocas ganas tenía, mientras que Albertina no paraba de decir «Cuando uno no se fija, no se juega para hacer perder a los demás. Los días que se juegue a esto no se lo invita, Andrea, o no vengo yo». Andrea estaba muy por encima del juego, cantando su canción del «Bosque bonito», que por espíritu de imitación y sin convicción alguna continuaba Rosamunda; y con ánimo de desviar las censuras de Albertina me dijo: «Estamos a dos pasos de esos Creuniers que tantas ganas tiene usted de ver. Lo voy a llevar allá por una sendita preciosa mientras que estas locas hacen las niñas de ocho años». Como Andrea era muy buena conmigo, por el camino le fui diciendo de Albertina todo lo que me parecía más adecuado para que esta me correspondiera. Andrea me contestó que ella también la quería mucho, que era encantadora; pero, sin embargo, mis elogios de su amiga parece que no le hicieron mucha gracia. De pronto, al ir por el caminito, en hondonada, me paré, herido en el corazón por un recuerdo de mi niñez: acababa de reconocer en las hojitas recortadas y brillantes que asomaban por un lado una mata de espino blanco, sin flores ¡ay!, desde la pasada primavera. En torno flotaba una atmósfera de añejos meses de María, de tardes dominicales, de creencias y errores dados al olvido. Quería apoderarme de esa atmósfera. Me paré un segundo, y Andrea, por encantadora adivinación, me dejó hablar un instante con las hojas del arbusto. Yo les pregunté por las flores, por aquellas flores de espino blanco que parecen alegres muchachillas atolondradas, coquetas y piadosas. «Ya hace mucho que se fueron esas señoritas», me decían las hojas. Y quizá pensaban que yo, para ser tan amigo de ellas como aseguraba, no parecía muy bien enterado de sus costumbres. Gran amigo, sí, pero que no las había vuelto a ver hacía años, a pesar de sus promesas. Y sin embargo, así como Gilberta fue mi primer amor de muchacho, ellas fueron mi amor primero por una flor. «Sí, ya sé que se van allá a mediados de junio —respondí—; pero me gusta ver el sitio en donde vivían aquí. Fueron a verme a mi cuarto, en Combray, una vez que estuve yo malo; las guiaba mi madre. Y luego nos veíamos los sábados por la tarde en el mes de María. ¿Y las de aquí, van también?». «Pues claro. Hay mucho interés porque esas señoritas vayan a la iglesia de Saint-Denis du Désert, que es la parroquia más cercana». «¿Entonces, para verlas…?». «Hasta mayo del año que viene, no». «¿Pero puedo estar seguro de que vendrán?». «Todos los años vienen». «Lo que no sé es si sabré dar con este sitio». «Sí, ya lo creo; esas señoritas son tan alegres que no dejan de reír más que para cantar cánticos: de manera que no tiene pérdida, desde la entrada del sendero ya notará usted su olor».

Volví con Andrea y seguí haciéndole elogios de Albertina. Yo estaba seguro de que se los repetiría a la interesada, dada la insistencia que yo ponía en ellos. Y, sin embargo, nunca se lo dijo, que yo sepa. Aunque Andrea era mucho más inteligente que Albertina para las cosas de sentimiento y más refinada en su bondad, tenía siempre alguna la palabra o la acción que más delicadeza: encontrar la mirada, ingeniosamente podían agradar, callarse una observación que pudiese ser penosa, sacrificar (sin que pareciera sacrificio) una hora de juego, o hasta una reunión o una, Garden-panty, por quedarse con un amigo o amiga preocupados; demostrándoles así que prefería su compañía a los placeres frívolos. Pero cuando se la conocía más pensaba uno de ella que era como esos heroicos cobardes que no quieren tener miedo y cuya bravura es de especial mérito; porque parecía que en el fondo de su carácter no había nada de la bondad que manifestaba a cada instante por distinción moral, por sensibilidad, por noble voluntad de ser buena amiga. Al oír las cosas encantadoras que me decía respecto a unas posibles relaciones entre Albertina y yo, cualquiera diría que iba a trabajar con todas sus fuerzas porque fuesen una realidad.

Cuando la verdad es, quizá por casualidad que nunca puso de su parte ni lo más mínimo de lo que ella podía para unirse a Albertina, y no me atrevería yo a jurar que mi esfuerzo para lograr el amor de Albertina no haya tenido por efecto, ya que no el provocar maniobras secretas de Andrea para contrariar mis designios, por lo menos el despertar en ella una cólera muy bien oculta, eso sí, y contra la cual acaso ella luchaba por delicadeza. Albertina hubiese sido incapaz de los mil refinamientos de bondad que tenía Andrea, y, sin embargo, no estaba yo tan seguro de la bondad de la segunda como lo estuve luego de la bondad de Albertina. Se mostraba siempre Andrea cariñosamente indulgente con la exuberante frivolidad de Albertina; tenía para esta palabras y sonrisas muy de amiga, y lo que es más, se portaba con ella como una amiga. Yo la he visto día por día darse más trabajo porque su amiga pobre se aprovechara de su lujo y por hacerla feliz, sin tener el menor interés en ello que el que se da un cortesano para captarse el favor real. Cuando delante de ella compadecían a Albertina por su pobreza, Andrea se ponía encantadoramente cariñosa, se le ocurrían palabras tristes y deliciosas, y por su amiga pobre se tomaba muchas más molestias que por una rica. Pero si alguien sugería que Albertina no era tan pobre como decían, una nube apenas discernible velaba la frente y el mirar de Andrea, que parecía ponerse de mal humor. Y si se llegaba a decir que a pesar de todo no le sería tan difícil encontrar marido, Andrea contradecía tal afirmación calurosamente y repetía, casi con rabia: «No; es imposible que se case. Lo sé muy bien, y bastante pena que me da». En lo que a mí se refería, ella era la única de las muchachas que no viniera a contarme alguna cosa desagradable que hubiesen dicho de mí; y si era yo el que lo contaba, hacía como que no lo creía o daba una explicación de la cosa que le quitaba su carácter ofensivo; el conjunto de estas cualidades es lo que se llama tacto. Y suele ser patrimonio de esas personas que cuando nos batimos nos dan la enhorabuena y añaden que no había motivo rara haber ido al terreno, con objeto de ensalzar más aún el valor de que hemos dado pruebas sin necesidad. Son todo lo contrario de esas gentes que en la misma circunstancia nos dicen:

«Ha debido de molestarle a usted mucho eso de batirse; pero, claro, no iba usted a tragarse el insulto: no había otro remedio».

Pero como todo tiene su pro y su contra, si el placer, o por lo menos la indiferencia de nuestros amigos en contarnos una cosa ofensiva que alguien dijo de nosotros demuestra que no se ponen en nuestro lugar en ese momento y que hunden el alfiler o el cuchillo como en una badana, el arte de ocultarnos siempre lo que puede sernos desagradable de las palabras ajenas o de la opinión que ellos formaron según esas palabras puede indicar en la otra clase de amigos, en los amigos llenos de tacto, una fuerte dosis de disimulo. Pero no hay inconveniente alguno en ello, si, en efecto, no piensan mal y si ese dicho los hiere como nos heriría a nosotros mismos. Yo creí que esto es lo que pasaba con Andrea, aunque sin estar absolutamente seguro.

Habíamos salido del bosquecillo y anduvimos por tina red ele caminitos solitarios que Andrea conocía muy bien. «Ahí tiene usted —me dijo de pronto— esos famosos Creuniers; y tiene usted suerte: precisamente con el tiempo y la luz misma que en el cuadro de Elstir». Pero aún estaba yo harto triste por haber caído durante el juego del anillo de aquella cumbre de esperanzas. Y no tuve todo el placer que yo me esperaba al distinguir de pronto, allí a iris pies, acurrucadas entre las rocas donde iban a resguardarse contra el calor, a aquellas diosas marinas que Elstir supo acechar y sorprender, bajo un barniz sombrío tan bello como el de un Leonardo de Vinci, las Sombras abrigadas y furtivas, ágiles y silenciosas, prontas a meterse debajo de una piedra o en un tronco en cuanto se moviera una oleada de luz y a volver en cuanto pasara la amenaza de aquel rayo junto a la roca o el alga, bajo el sol, que desmigajaba los acantilados, y el descolorido océano, de cuyo dormitar parecían ellas guardianas inmóviles y ligeras que asomaban a flor ele agua su cuerpo pegajoso y el mirar atento de sus ojos obscuros.

Fuimos en busca de las demás muchachas para emprender la vuelta. Yo ya sabía que estaba enamorado de Albertina; pero, desgraciadamente, no me preocupaba el decírselo a ella. Y es que desde mis tiempos de juego en los Campos Elíseos mi concepción del amor había cambiado mucho, aunque los seres a quienes se consagró mi amor sucesivamente eran casi idénticos. Por una parte, la confesión, la declaración de mi cariño a la mujer amada no me parecía ya una de las escenas capitales y necesarias del amor, ni este una realidad exterior, sino tan sólo un placer subjetivo. Y me daba yo cuenta de que Albertina echaría más leña al fuego de ese placer cuanto menos enterada estuviese de su existencia.

Durante la vuelta, la imagen de Albertina, bañada en la luz que emanaba de las otras muchachas, no fue la única que para mí había. Pero al igual de la luna, que de día no es más que una nubecilla blanca de forma más caracterizada y fija que las demás, y que recobra toda su potencia en cuanto la luz diurna se extingue, así cuando volví al hotel la imagen única de Albertina surgió de mi corazón y empezó a brillar. Ahora de pronto mi cuarto me parecía completamente nuevo. Claro que ya hacía mucho tiempo que no era el cuarto enemigo de la primera noche. El hombre va modificando incansablemente la morada que habita, y a medida que la costumbre nos dispensa de sentir suprimimos los elementos nocivos de color, dimensión y olor que objetivaban nuestro malestar. Ya no era aquel cuarto, con bastante imperio aún sobre mi sensibilidad, aunque no para hacerme sufrir, sino para darme alegría, la tina donde iban a bañarse los días claros, haciendo rebrillar aquella especie de piscina hasta la mitad de su altura con un azul empapado de luz, cubierto por momentos por una vela refleja y fugitiva, impalpable y blanca cual emanación del calor; ni el cuarto, puramente estético, de las tardes pictóricas era el cuarto donde había pasado yo tantos días que ahora ya no lo veía. Pero aquella tarde de nuevo volví a fijarme en él, mas desde ese punto de vista egoísta propio del amor. Pensaba yo que el gran espejo y las elegantes librerías harían a Albertina muy buena impresión si alguna vez venía a verme. Y en vez de un lugar de transición, donde pasaba yo un momento antes de escapar a la playa o a Rivebelle, mi cuarto tornaba a ser real y grato y se renovaba porque miraba y apreciaba yo cada uno de sus muebles con los ojos de Albertina.

Unos días después de aquella tarde de juego salimos de paseo y anduvimos más de la cuenta; así, que nos alegramos mucho de encontrar en Maineville dos cochecitos de dos asientos de los llamados tonneaux, gracias a los cuales podríamos estar de vuelta en Balbec a la hora de cenar; yo, impulsado por la gran vivacidad que ya había tomado mi amor a Albertina, propuse que viniera conmigo en un coche a Andrea, primero, y a Rosamunda, después; a Albertina no le dije nada; pero tras de haber invitado preferentemente a Andrea y a Rosamunda convencí a todo el mundo, cual si fuese en contra de mi deseo y por consideraciones secundarias de hora, de camino y de abrigos, de que lo más práctico era que viniese conmigo Albertina, y puse cara de resignado por ir en su compañía. Desgraciadamente, el amor tiende a la asimilación completa de un ser, y como nadie es comestible por la mera conversación, aunque Albertina estuvo sumamente amable durante la vuelta, cuando la dejé en su casa me quedé yo con más hambre aún de ella que al salir y no conté los momentos que habíamos pasado juntos más que como un preludio, sin gran importancia intrínseca, de los que vendrían después Y sin embargo, tenía ese encanto primigenio que no se vuelve a encontrar nunca. Todavía no había pedido nada a Albertina. Podía imaginarse lo que yo deseaba; pero como no está segura supondría que yo no aspiraba sino a relaciones sin ninguna validad precisa, en las que mi amiga vería esa deliciosa ceguedad, tan rica en esperadas sorpresas, que se llama lo novelesco.

A la semana siguiente no busqué apenas a Albertina. Hice como que prefería a Andrea. Empieza el amor, y querría uno seguir siendo para la amada ese ser desconocido del que ella se puede enamorar, pero al mismo tiempo se la necesita, se siente la necesidad de llegar no tanto a su cuerpo como a su atención, a su corazón. Insinúa uno en una carta una pequeña maldad que obligue a la indiferente a pedirnos algún favor, y el amor, con arreglo a una técnica infalible, va apretando para nosotros, con movimiento alterno, ese engranaje que nos coge de tal manera que ya no podemos dejar de amar ni ser amados. Consagraba yo a Andrea las horas en que las otras iban a alguna reunión a la que Andrea renunciaba con gusto por mí, pero a la que habría renunciado también sin ninguna gana por elegancia moral, para que no se creyeran las otras, ni ella misma, que concedía valor a un placer relativamente mundano. Y me arreglé para quedarme todas las tardes con ella, no con ánimo de inspirar celos a Albertina, sino de ganar aún más en opinión suya, q al menos no perder como habría ocurrido si le hubiese dicho que yo la quería a ella y no a Andrea. Tampoco decía la verdad a Andrea por miedo a que se lo contara a su amiga. Cuando hablaba yo a Andrea de Albertina afectaba gran frialdad; pero quizá se dejó ella engañar menos por mi indiferencia fingida que yo por su credulidad aparente. Hacía ella como si se creyera que Albertina me era indiferente y deseara que llegase a haber entre nosotros una perfecta unión. Cuando, por el contrario, lo probable era que ni creía en una cosa ni deseaba la otra. Y mientras que le estaba yo diciendo que su amiga me preocupaba muy poco, tenía mi pensamiento puesto en la manera de entrar en relación con la señora de Bontemps, que estaba pasando una corta temporada cerca de Balbec y se llevaría a Albertina a estar con ella tres olías. Claro que yo no dejé transparentar mi deseo a Andrea, y le hablaba de la familia de Albertina sin dar a la cosa ninguna importancia. Las respuestas explícitas de Andrea parecía que no ponían mi sinceridad en tela de juicio. Pero, sin embargo, un día se le escapó esta frase: «Precisamente hoy he visto a la tía de Albertina». Claro es que no me había dicho: «He estado muy bien por detrás de sus palabras de usted, lanzadas como al azar, que no piensa usted más que en hacer amistad con la tía de Albertina». Pero aquella palabra precisamente parecía responder a la presencia en el ánimo de Andrea de una idea semejante, que consideraba más delicado ocultarme. Pertenecía esa palabra a la misma familia que algunas miradas y ademanes que aunque no tengan tina forma lógica y racional, directamente elaborada para el que escucha, llegan a sus oídos con su verdadera significación, lo mismo que la palabra humana, transformada en electricidad en el teléfono, vuelve a hacerse palabra para que la oigan. Con objeto de borrar del ánimo de Andrea la idea de que me preocupaba la señora dé Bontemps, ahora hablé de ella no sólo con indiferencia, sino malévolamente: dije que esta una ocasión me habían presentado a esa mujer tan loca, pero que tenía la esperanza de no tropezarme más con ella. Y lo que buscaba por todos los medios era todo lo contrario.

Pedí a Elstir, pero rogándole que no se lo dijera a nadie, que le hablara de mí y que hiciera porque nos viésemos. Me prometió presentármela, aunque muy extrañado de mi deseo, porque él la tenía por una mujer despreciable, intrigante y sin más interés que el de ser horriblemente interesada. Se me ocurrió que si veía a la señora de Bontemps, Andrea se enteraría más o menos pronto, y juzgué preferible advertírselo. «Las cosas de que más va uno huyendo son las más difíciles de evitar —dije—. No hay nada que me moleste tanto en este mundo como hablar con la señora de Bontemps y, sin embargo, no podré escapar porque Elstir me ha dicho que va a invitarme el mismo día que a ella». «No me extraña absolutamente nada», dijo Andrea con tono amargo, mientras que su mirar, dilatado y descompuesto por el descontento, se posaba en no sé qué cosa invisible. Estas palabras de Andrea no eran precisamente la expresión más ordenada de un pensamiento que hubiera podido resumirse así: «Sé muy bien que está usted enamorado de Albertina y que revuelve Roma con Santiago por acercarse a su familia». Pero eran los restos informes y reconstituíbles de ese pensamiento que hice estallar yo, contra la voluntad de Andrea. Lo mismo que el precisamente, esas palabras no tenían sentido más que en segundo grado, es decir, eran de esas que nos inspiran (más cine las afirmaciones directas) estima o desconfianza por una persona y nos hacen incomodarnos con ella.

Puesto que Andrea no me había creído cuando le decía yo que la familia de Albertina me era indiferente, es que pensaba que estaba enamorado de Albertina. Y probablemente eso no la hacía muy feliz.

Por lo general, ella solía estar presente en mis entrevistas con su amiga. Pero había días en que veía yo a Albertina sola, días que esperaba yo todo febril, y qué pasaban sin traerme nada decisivo, sin haber sido ese día capital, cuyo papel confiaba yo inmediatamente al siguiente día, que tampoco lo iba a cumplir; y así iban desmoronándose sucesivamente, al modo de las olas, aquellos pináculos, sustituidos inmediatamente por otros iguales.

Hacía poco más o menos un mes de aquella tarde del juego cuando me dijeron que Albertina se iría al otro día por la mañana a pasar cuarenta y ocho horas con su tía; y como tenía que tomar un tren que salía muy temprano, para no dar molestias en casa de las amigas con quienes vivía iba a dormir aquella noche al Gran Hotel. Se lo dije a Andrea: «No lo creo —me respondió con tono de descontento—. Además, eso no le serviría a usted de nada, porque estoy segura de que Albertina no consentirá en verlo a usted si va ella sola al hotel. No sería protocolar —añadió, empleando un adjetivo que le gustaba mucho, desde poco tiempo atrás, en el sentido de “no corriente”—. Le digo eso porque sé cómo piensa Albertina. A mí no se me da nada que usted la vea o no. Me es completamente igual».

En este momento se nos acercó Octavio, que no tuvo ningún inconveniente en contarnos cuántos tantos había hecho en el golf el día antes, y en seguida Albertina, que iba paseándose y jugando al diavolo al mismo tiempo, como esas monjas que andan y rezan su rosario a la par. Gracias a ese juego, Albertina podía estar sola horas enteras sin aburrirse. Yo en seguida me fijé en el gracioso remate de su nariz, rasgo que había omitido estos días pasados cuando pensaba en la muchacha; al amparo de su negro pelo, la verticalidad de sil frente se opuso, y no por vez primera, a la imagen indecisa que yo tenía de ella, mientras que su blancura hacía fuerte presa en mis miradas; Albertina surgía del polvo de los recuerdos e iba reconstruyéndose en mi presencia. El golf acostumbra a los entretenimientos solitarios. Y el del diavolo es seguramente uno de estos. Sin embargo, Albertina, después de haberse incorporado a nosotros, siguió jugando, al mismo tiempo que nos hablaba, como una dama que recibe la visita de tinas amigas y no por eso deja su labor de crochet. «Parece —dijo a Octavio— que la señora de Villeparisis ha dirigido una reclamación a su padre de usted (y yo oí por detrás de esa palabra una de aquellas notas peculiares de Albertina; cada vez que me daba yo cuenta de que las había olvidado, al propio tiempo recordaba que entre esas notas se veía la cara decidida y francesa de Albertina. Aun siendo yo ciego por aquellas notas, hubiese reconocido algunas de las cualidades de viveza, un poco provincianas, tan bien como las revelaba el remate de su nariz. Las dos cosas eran equivalentes y hubieran podido suplirse mutuamente; y su voz, como esa que realizará, según dicen, el fototeléfono del porvenir, recortaba limpiamente en el sonido la imagen visual). No sólo ha escrito a su padre de usted, ha escrito además al alcalde de Balbec para que no deje jugar al diavolo en el paseo, porque le han dado un golpe en la cara». «Sí, he oído algo de esa reclamación. Es ridículo. ¡Con las pocas distracciones que hay aquí!». Andrea no se mezclaba en la conversación; ninguna de las muchachas, ni tampoco Octavio, conocían a la señora de Villeparisis. «Yo no sé por qué ha armado todo ese lío esa señora —dijo por fin Andrea—, porque a la señora de Cambremer la vieja, le dieron también con un diavolo en la cara y no se quejó». «Pues yo les explicaré a ustedes la diferencia —respondió gravemente Octavio, al tiempo que encendía una cerilla—: Eso es porque, según me parece a mí, la de Cambremer es una dama del gran mundo y la otra una arribista». Enseguida preguntó a Albertina si iría al golf aquella tarde, y se marchó; Andrea se fue también. Me quedé solo con Albertina. «¿Ha visto usted que ahora me peino como a usted le gusta? ¿Se ha fijado usted en el mechón de pelo? Todo el mundo se ríe y nadie sabe por qué lo hago. Mi tía también se reirá de mí, pero yo no le digo por qué lo llevo así». Estaba yo viendo de lado las mejillas de Albertina, que a veces parecían pálidas, pero estaban regadas por una sangre clara que las iluminaba y les prestaba ese brillo propio de algunas mañanas invernales, en que las piedras, soleadas parcialmente, parecen granito rosa y están exhalando alegría. La que me inspiraba en este instante las mejillas de Albertina era también muy viva, pero llevaba a otro deseo que no el de pasear, al deseo del beso. Le pregunté si eran ciertos los proyectos que se le atribuían. «Sí —me dijo—, pasaré esta noche en su hotel de usted, y como estoy un poco constipada me acostaré antes de la comida. Puede usted ir a verme cenar sentado junto a la cama, y después jugaremos a lo que usted quiera. Me hubiera gustado que viniera usted a la estación mañana, pero temo que parezca raro, no a Andrea, que es bastante inteligente, pero sí a las otras, que estarán allí; y luego, si se lo contaran a mi tía habría alguna historia; pero podemos pasar un rato juntos esta noche. Y de eso no se va a enterar mi tía. Voy a decir adiós a Andrea. Con que hasta luego. Vaya usted temprano para que tengamos mucho tiempo», añadió sonriendo. Al oír estas palabras me remonté yo aún más allá de los tiempos en que quería a Gilberta, .a aquellos en que el amor me parecía una entidad no sólo exterior, sino realizable. Mientras que la Gilberta que yo veía en los Campos Elíseos era distinta de la que encontraba en mi alma en cuanto estaba solo, ahora, de pronto, en la Albertina real, en la que veía todos los días, en la que yo me figuraba tan llena de prejuicios burgueses y tan franca con su tía, acababa de encarnarse la Albertina imaginaria, aquella que me imaginé yo que me miró furtivamente en el paseo del dique cuando aún no nos habían presentado, aquella que la tarde en que me, la encontré yendo con mi abuela parecía tener muy poca gana de volver a su casa y miraba cómo me iba yo alejando.

Fui a cenar con mi abuela, y tenía la sensación de llevar en mí un secreto que ella no conocía: Y lo mismo le pasaría a Albertina; al otro día sus amigas estarían con ella, tan ignorantes de lo que había de nuevo entre nosotros, y su tía la señora de Bontemps, cuando fuera a besarla, no se enteraría de que yo me encontraba allí, entre las dos, en ese peinado nuevo que tenía como objeto, a todos oculto, agradarme a mí; a mí, que hasta entonces había tenido tanta envidia a la señora de Bontemps porque estaba emparentada con las mismas personas que su sobrina, porque tenía los mismos lutos y las mismas visitas que ella, y ahora resultaba que yo significaba para Albertina más que su propia tía. Mientras estuviese con ella, Albertina pensaría en mí. Lo que iba a pasar dentro de un rato es cosa que no sabía yo muy bien. En todo caso, el Gran Hotel y la noche no estaban ya vacíos: contenían toda mi felicidad. Pedí el ascensor para subir al cuarto que había tomado Albertina, y que daba al valle. Los movimientos más insignificantes, como el sentarme en la banqueta del ascensor, me parecían deliciosos, porque estaban en relación inmediata con mi corazón; y en los cables que hacían ascender el aparato y en los escalones que me quedaban por subir no veía yo otra cosa que la materialización de mi alegría en rodajes y escalera. Me faltaba sólo dar dos o tres pasos por el corredor para llegar a aquella habitación donde se encerraba la substancia preciosa de ese rosado cuerpo, esa habitación que, aun cuando en ella ocurrieran cosas deliciosas, conservaría esa estabilidad, ese aire de ser, para un pasajero ignorante, igual a todas las demás; estabilidad por la cual son las cosas testigos tercamente mudos, confidentes escrupulosos e inviolables depositarios del placer. Di aquellos pasos que había entre el descansillo y la habitación de Albertina, aquellos pasos que ya nadie podría parar, con deleite, con prudencia, cual si anduviese por un elemento nuevo, cual si al ir avanzando desplazase yo capas aéreas de felicidad, y al propio tiempo con un sentimiento nuevo de poder omnímodo, de entrar por fin en posesión de una herencia que siempre fue mía. Luego, de pronto, se me ocurrió que no debía tercer dudas: me había dicho que fuera cuando ya estuviese acostada. Estaba muy claro; pataleé de gozo, di un encontronazo a Francisca, que se me puso delante, y corrí con los ojos echando chispas al cuarto de mi amiga. Estaba en la carea. La blanca camisa le dejaba el cuello más libre y cambiaba las proporciones de su cara, que, congestionada por la postura, por el constipado o por la cena, parecía aún más rosada; me acordé yo de los colores que tuve unas horas antes cerca de mí, en el paseo; por fin ya, iba a averiguar a qué sabían; para gustarme más se había solado las trenzas negras y rizosas, y una de ellas le cruzaba la mejilla de arriba abajo. Me miraba sonriendo. A su lado, en la ventana, estaba el valle, iluminado por la luna. Aquel cuello desnudo de Albertina, aquellas sus rosadas mejillas me causaron tal embriaguez, es decir, pusieron para mí la realidad del mundo no ya en la Naturaleza, sino en el torrente de sensaciones con tanto trabajo contenido, que aquello rompió el equilibrio entre la vida inmensa, indestructible, que circulaba por mi ser y la vida del Universo, tan pobre en comparación. El mar, que se veía por la ventana, junto al valle; los arqueados cabezos de los primeros acantilados de Maineville y el cielo con su luna, no llegada aún al cenit, me parecían cosas más ligeras de llevar que una pluma para los globos de mis pupilas, que, dilatadas entre los párpados, se sentían resistentes y aptas para llevar sobre su delicada superficie enormes pesos, todas las montañas del mundo. Su orbe no se llenaba lo bastante ni siquiera con toda la esfera del horizonte. Y toda la vida que hubiera podido traerme la Naturaleza, todos los soplos del mar, habríanme parecido cosa ligera y breve para la inmensa aspiración que me llenaba el pecho. Me incliné hacia Albertina para besarla. Poco se me habría dado, o mejor dicho, hubiérame parecido imposible que la muerte viniera a herirme en ese momento, porque la vida no estaba fuera de mí, sino dentro, y me habría inspirado una sonrisa de conmiseración el filósofo que hubiese venido a decirme que un día, por lejano que fuera, tenía que morir y que me sobrevivirían las fuerzas eternas de la Naturaleza, las fuerzas de esa Naturaleza bajo cuyos pies divinos estaba yo como un grano de polvo, y que después de mi muerte seguirían existiendo el mar, las redondas rocas, el claro de la luna, el cielo. ¿Cómo iba a ser posible eso, cómo podía el mundo durar más que yo si yo no estaba perdido en él, puesto que él era el encerrado dentro de mi ser, sin lograr llenarlo, ni con mucho; en mi ser, donde sentía yo que había espacio para tantos tesoros, que echaba desdeñosamente a un rincón cielo, mar y rocas? «Deténgase o llamo», exclamó Albertina, viendo que me lanzaba sobre ella para besarla. Pero yo me dije que cuando una muchacha manda a un mozalbete que vaya a su cuarto en secreto y se las arregla para que su tía no se entere, será para algo, y además que la audacia sale bien a los que saben aprovecharse de la ocasión; en el estado de exaltación en que yo estaba, la redonda cara de Albertina, iluminada, como por una lamparilla, por un fuego interno, cobraba para mi tal relieve, que, imitando la rotación de una ardiente esfera, me parecía que daba vueltas como esas figuras de Miguel Angel arrastradas por inmóvil y vertiginoso torbellino Por fin iba a conocer el olor y el sabor de aquel misterioso fruto rosado. Oí un ruido precipitado, chillón y prolongado Albertina había tirado de la campanilla con todas su fuerzas.

Me había yo creído que el amor que sentía por Albertina no se fundaba en el deseo de la posesión física. Sin embargo, cuando me pareció que de la experiencia de aquella noche resultaba que tal posesión era imposible; cuando llegué, después de no haber dudado el primer día que la vi en la playa de la ligereza de Albertina, y tras de pasar por suposiciones intermedias, a la convicción definitiva de que era absolutamente decente; cuando al cabo de ocho días, al regresar de casa de su tía, me dijo fríamente: «Lo perdono a usted, siento haberlo hecho sufrir, pero ¡mucho cuidado con volver a las andadas!», me ocurrió lo contrario de aquello que sentí cuando Bloch me reveló que podía uno poseer a todas las mujeres; y como si Albertina en vez de una muchacha de verdad fuese una muñeca de cera, sucedió que poco a poco se fue apartando de ella aquel deseo mío de penetrar en su vida, de seguirla por las tierras en donde pasó su infancia, de que me iniciara en la vida de sport; y mi curiosidad intelectual sobre lo que opinara Albertina de tal o cual cosa no pudo sobrevivir a la creencia de que podía darle un beso. Mis ensueños la abandonaron en cuanto dejó de atizarlos la esperanza de una posesión con la que yo creí que no tenían nada que ver. Y ya se quedaron en libertad para ir a posarse —según los encantos que les iba descubriendo, y sobre todo, según la posibilidad y probabilidades de ser amado que yo entreveía— en alguna amiga de Albertina, y primeramente en Andrea. Y, sin embargo, si no hubiera sido por Albertina no habría yo sentido tanto placer por las atenciones que conmigo tenía Andrea. Albertina no contó a nadie mi fracaso del hotel. Era una de esas lindas muchachas que desde muy jovencitas, por su belleza, y sobre todo por una gracia y un encanto medio misteriosos, y que acaso manan de las reservas de vitalidad donde van a apagar su sed los menos favorecidos por la Naturaleza, agradan siempre en la familia, entre sus amigas o en sociedad más que otras muchachas de mayor belleza o posición; uno de esos seres a quienes ya antes de que llegue la edad de amar, y sobre todo cuando ese momento llega, se les pide más de lo que ellas solicitan y acaso más de lo que pueden dar. Desde niña Albertina tuvo siempre cuatro o cinco compañeras que la admiraban, entre ellas Andrea, que era muy superior a ella y lo sabía (y acaso esa atracción que Albertina ejercía involuntariamente fue origen y fundamento de la bandada mocil). Esa atracción era sensible Basta en círculos relativamente más brillantes, y si había que bailar una pavana, se echaba mano de Albertina con preferencia a otra muchacha de más linaje. De aquí resultaba que Albertina, aunque no tenía un céntimo de dote y vivía mal y a costa del señor Bontemps (del que contaban que era hombre poco franco y no quería más que quitarse de encima a la muchacha), se veía invitada a comer y a pasar temporadas en casa de una gente que para un Saint-Loup no serían nada elegantes, pero que para la madre de Rosamunda o de Andrea, señoras muy ricas, pero con pocos conocimientos, representaban una gran cosa. Así, Albertina pasaba siempre unos días al año con la familia de un consejero del Banco de Francia, presidente del Consejo de administración de una gran compañía ferroviaria. La mujer de este financiero se trataba con gente gorda, y nunca invitó a su «día» a la madre de Andrea, la cual consideraba por eso a dicha señora muy mal educada; pero, sin embargo, le gustaba mucho enterarse de lo que pasaba en su casa. De modo que animaba todos los años a su hija para que invitara a Albertina a ir con ellas al mar, porque decía que era una obra de caridad ofrecer casa a una muchacha que no tiene medios de viajar y a la que no hace ningún caso su familia; pero, probablemente, a la madre de Andrea la impulsaba únicamente la esperanza de que el consejero del Banco y su esposa, al enterarse de cómo mimaban ella y su hija a Albertina, formaran de ellas una buena opinión; y aún con más motivo esperaba que Albertina, tan lista y tan buena, sabría arreglárselas pala que las invitaran, o al menos para que invitaran a Andrea, a las Barden party del financiero. Y todas las noches, mientras cenaban, con gesto desdeñoso e indiferente, para disimular, se encantaba al oír contar a Albertina lo que había pasado en el castillo mientras ella estuvo allí, y la gente que iba a las reuniones, porque a casi todos los conocía de vista o de oídas. Hasta esa idea de que no las conocía sino de esa manera, es decir, sin conocerlas (aunque ella llamaba a eso conocerlas «desde hacía mucho»), inspiraba a la madre de Andrea un puntillo de melancolía mientras que preguntaba a Albertina cosas de aquella gente con aire altivo y distraído y con la boca chica; lo cual la habría dejado bastante preocupada e indecisa respecto a la importancia de su propia posición, a no ser porque entonces ella misma se tranquilizaba y se ponía en «la realidad de la vida» diciendo al maestresala: «Diga usted al cocinero que estos guisantes están duros». Entonces volvía a serenarse. Y estaba muy decidida a que Andrea no se casara sino con un muchacho de excelente familia, naturalmente, pero también de fortuna, con objeto de que su hija tuviese asimismo cocinero y dos cocheros. Esto era lo positivo, la verdad efectiva de una posición social. Pero, sin embargo, eso de que Albertina hubiese cenado en el castillo del consejero del Banco, con tal o cual señora, que la había invitado para el invierno próximo, para la madre de Andrea revestía a Albertina de una consideración particular que casaba muy bien con la compasión y hasta el desprecio que le inspiraba su desgracia; desprecio acrecido por el hecho de que el señor Bontemps hizo traición a su bandera y se marchó con el Gobierno (hasta decían que era un poco panamista). A pesar de lo cual, la madre de Andrea lanzaba los rayos de su desdén contra las personas que se imaginaban que Albertina era de baja extracción. «¡Cómo, si es una familia excelente, de los Simonet con una n sola!». Claro que, dado el ambiente en que evolucionaba todo aquello, donde el dinero juega tanto papel y donde se logran por la elegancia invitaciones, sí, pero no maridó, no se preveía para Albertina ninguna boda «potable», consecuencia útil de la consideración que disfrutaba, pero que no sería compensación suficiente de su pobreza. Pero esos éxitos, ya por sí solos y sin esperanza de acarrear ninguna consecuencia matrimonial, excitaban la envidia de algunas madres al ver a Albertina recibida como «niña de la casa» por la señora del consejero o por la madre de Andrea, a la que apenas conocían. Y contaban a los amigos de esas dos señoras que estas se indignarían si llegaran a averiguar la, verdad, y es que Albertina iba diciendo en una casa todo lo que por aquella imprudente intimidad que le concedían podía averiguar, y viceversa, mil menudos secretos que a las interesadas no les gustaría nada ver descubiertos. Decían eso las mamás envidiosas, para que se corriera, con objeto de enemistar a Albertina con sus protectoras. Pero esos chismes no tenían éxito alguno, como suele ocurrir. Se veía muy claro la malevolencia que los inspiraba y sólo servían para despreciar un poco más a sus inventoras. La madre de Andrea estaba muy segura de lo que era Albertina para cambiar de opinión fácilmente. La tenía por una «pobre muchacha» de excelente índole y que no sabía qué inventar para hacerse grata.

Si esa especie de moda que logró conquistar Albertina no acarreaba al parecer ningún resultado práctico, sin embargo imprimió a la amiga de Andrea el carácter distintivo de los seres que por ser muy solicitados no tienen necesidad de ofrecerse (carácter que se suele encontrar asimismo, y por análogas razones, en el otro extremo de la sociedad, en mujeres de extraordinaria elegancia), y que consiste en no hacer ostentación de sus éxitos, sino más bien en ocultarlos. Nunca decía a nadie: «Tienen gana de verme»; hablaba de todo el mundo con benevolencia suma, como si fuera ella la que corría en busca de los demás. Si recaía la conversación en un muchacho que unos momentos antes le había dado quejas muy amargas porque no quiso ella darle una cita, Albertina, muy lejos de jactarse de eso o de guardar rencor, elogiaba al joven y decía que era un muchacho muy bueno. Y hasta llegó a molestarla el agradar tanto, porque así tenía que disgustar a mucha gente, cuando ella lo que quería es contentar a todos. Tan es así, que llegó a practicar una mentira especial propia de ciertas personas utilitarias, pie hombres encumbrados. Ese género de insinceridad, que existe en estado embrionario en gran copia de gente, consiste en no saber contentarse en dar gusto por un solo acto a una sola persona. Por ejemplo, si la tía de Albertina quería que su sobrina la acompañara a una reunión aburrida, Albertina, al acceder, podía considerar que ya bastaba con el provecho moral de complacer a su tía. Pero al verse acogida amablemente por los dueños de la casa, prefería decirles que hacía mucho tiempo que deseaba verlos y que escogió esta ocasión, solicitando el permiso de su tía. Y aun con eso no le parecía suficiente; estaba en esa casa una amiga de Albertina que pasaba por una pena muy grande. Albertina le decía:

«No he querido dejarte sola, se me ocurrió que quizá te gustaría tenerme a tu lado. Si quieres que nos vayamos de aquí a donde tú quieras, me tienes a tu disposición; lo que yo quiero es que se te pase la pena». Lo cual era verdad. Y a veces sucedía que el objetivo falso destruía el verdadero objetivo. Una vez Albertina tuvo que ir a ver a una señora para pedirle un favor en nombre de una amiga. Pero llegó a casa de esa señora, que era muy buena y simpática, y la muchacha, obedeciendo sin saberlo al principio de la utilización múltiple de una sola acción, creyó que sería más cariñoso aparentar que había ido exclusivamente por el gusto de ver a esa señora. La cual agradecía entonces infinitamente a Albertina que hubiese hecho tanto camino por pura amistad. Albertina, al ver a la dama tan emocionada de gratitud, la quería aún más. Pero ocurría una cosa: tan de veras sentía ese placer de amistad, que fingió ser el motivo de la visita, que ahora tenía miedo de que la señora dudara de la sinceridad suya, realmente sincera, si le pedía el favor para su amiga. Entonces la dama se figuraría que Albertina había ido sólo a eso, cosa que era cierta, pero deduciría que Albertina no tenía gusto en verla, cosa que era falsa. De modo que Albertina se marchaba sin haber pedido el favor, como esos hombres que después de haberse portado muy bien con una mujer, esperando lograr así sus favores, no se declaran, con objeto de que su bondad siga pareciendo efecto de pura nobleza. Había otros casos en los que no se podía decir que la finalidad verdadera fuese sacrificada a la otra finalidad accesoria e imaginada ulteriormente; pero aquella primera era tan opuesta a la segunda, que si la persona a quien lograba enternecer Albertina con la una se hubiese llegado a enterar de la otra, su placer habríase trocado inmediatamente en dolorosísima pena. Por lo que habrá de seguir él este relato se comprenderá mejor ese género de contradicciones Téngase en cuenta que son muy usuales en situaciones muy diferentes que ofrece la vida. Un hombre casado instala a su querida en la ciudad donde está él de guarnición. Su mujer, que vive en París, se entera a medias de la cosa, se desespera y escribe a su marido cartas muy celosas. Un día, la querida tiene que ir a pasar veinticuatro horas en París; su amigo no puede resistir a sus súplicas, pide una licencia de un día y la acompaña. Pero como es bueno y no quiere causar pena a su mujer, se presenta en su casa y le dice, vertiendo lágrimas muy sinceras, que, loco de dolor por sus cartas, pudo escapar para ir a consolarla y darle un abrazo. De ese modo logra con un solo viaje dar una prueba de amor a su mujer y otra a su querida. Pero si su esposa se entera del motivo que lo ha traído a París, toda su alegría se trotaría en pena, a no ser que la alegría de ver al ingrato no pesara más que el dolor de saber que mentía. Uno de los hombres a quienes he visto practicar con más persistencia el sistema de los fines múltiples es el señor de Norpois. Aceptaba muchas veces el papel de mediador entre los dos amigos reñidos y por eso lo llamaban persona extraordinariamente servicial. Pero no le bastaba con hacer el favor a aquel que había venido a pedírselo, sino que presentaba a los ojos del otro aquel paso que daba como cosa hecha, no a petición del primer amigo, sino por interés del segundo; y lo convencía fácilmente porque su interlocutor ya estaba sugestionado previamente por la idea de que tenía delante al hombre «más servicial del mundo». De esa manera, jugando con los dos tableros, haciendo lo que se llama en términos de escenario «la parte contraria», su influencia no corría nunca ningún riesgo, y los favores que hacía, eran fructificación de una parte de su crédito y nunca alienación del mismo. Y además, cada favor, como parecía doble, acrecía su reputación de hombre servicial y, lo que es más, de hombre servicial con eficacia, que no da palos de ciego, que siempre tiene éxito, cosa que se demostraba con la gratitud de ambos interesados. Esta duplicidad o doblez en los favores era, con las excepciones consiguientes a toda criatura humana, parte muy importante del carácter del señor de Norpois. Y muchas veces en el ministerio supo servirse de mi padre, que era muy simplón, haciéndole creer que lo servía a él.

Como Albertina gustaba más de lo que ella quería y no necesitaba pregonar sus triunfos, no dijo una palabra de la escena que tuvo conmigo junto a la cama, escena que una muchacha fea hubiese dado a los cuatro vientos. Por cierto que no llegaba yo a explicarme su actitud en la dicha escena. Di muchas vueltas a la primera hipótesis, es decir, a la hipótesis de la virtud absoluta de Albertina; a ella atribuí al principio la violencia que opuso mi amiga a dejarse besar y abrazar por mí, violencia que, por lo demás, no era indispensable para mi concepción de la bondad y honradez básicas de Albertina. Dicha hipótesis era precisamente la contraria de la que construí yo el primer día que vi a Albertina. Además, había muchas y variadas acciones, todas amables para mí (una amabilidad acariciadora, preocupada a veces, alarmada y celosa de mi predilección por Andrea), rodeando por todas partes aquel ademán de rudeza con que tiró de la campanilla para escapar a mis designios. Entonces, ¿para qué me había invitado a ir a pasar parte de la noche en su cuarto? ¿Por qué hablaba siempre con palabras de cariño? ¿Y en qué se funda el deseo de ver a un amigo, el temor a que prefiera a otra muchacha, el querer darle gusto, y eso de decirle románticamente que nadie se enterará de que pasaron aquel rato juntos, si luego se le niega un placer tan sencillo y que al parecer no es para ella tal placer? Yo no podía darme por convencido de que la virtud de Albertina llegaba a ese extremo, y me pregunté si su violencia no obedecería a un motivo de coquetería; por ejemplo, un olor desagradable que se figuraba ella tener en aquel momento y que pudiera chocarme, o de pusilanimidad, esto es, si acaso ella se imaginó, dada su ignorancia de las realidades del amor, que mi estado de debilidad nerviosa podía contagiarse por el beso.

Indudablemente, Albertina sintió muchísimo no haber podido complacerme, y me regaló un lapicero de oro, con esa virtuosa perversidad de las personas que, muy sensibles a nuestras atenciones, no nos conceden lo que con ellas pedimos, pero en cambio quieren hacer otra cosa en favor nuestro; así el crítico que con un artículo halagaría tanto al novelista lo invita a cenar y no escribe nada, y la duquesa que no lleva al teatro con ella a su amigo el snob, pero le manda su palco una noche que se queda en casa. Dije a Albertina que con su regalo me daba gran alegría, pero no tan grande como la que me hubiese dado permitiendo que la, besara la, noche del hotel. «¡Si usted viera lo feliz que me hubiera hecho! Además, ¿a usted qué más le daba? No me explico por qué me lo negó usted». «Lo que yo no comprendo es cómo no se lo explica usted —me respondió ella—. No sé con qué muchachas se habrá tratado usted para que eso le extrañe». «Yo siento infinito que usted se haya incomodado; pero la verdad es que aun ahora no puedo decirle a usted que hice mal en aquello. A mi parecer, son cosas sin ninguna importancia, y no comprendo que una muchacha que puede dar un gusto con tan poca cosa no lo haga. Entendámonos —añadí, para dar una semisatisfacción a sus ideas morales, porque me acordé de lo mucho que censuraban ella y sus amigas a la actriz Lea—: No quiero decir que a una muchacha le está permitido todo y que no hay nada inmoral, no. Por ejemplo, esas relaciones de que hablaban ustedes el otro día, entre una muchachita que vive en Balbec y una actriz, me parecen una cosa innoble; tan innoble, que yo creo que son invenciones de los enemigos de la chica, y que no es verdad. Eso es improbable o imposible. Pero dejarse besar, y aunque sea algo más, por un amigo…, puesto que usted dice que yo soy su amigo…». «Sí que lo es usted, pero antes tuve otros, y conocí a muchachos que me tenían tanta amistad como usted. ¡Pues ni uno se hubiera atrevido a semejante cosa! Ya sabían que se llevarían un buen par de galletas. Y ni siquiera pensaban en eso; nos dábamos la mano francamente, amistosamente, como buenos amigos; a nadie se le ocurría hablar de besos, y no por eso nos queríamos menos. No, lo que es usted, si tiene interés en nuestra amistad, ya puede estar contento, porque después de lo que me ha hecho usted, ya hace falta que lo quiera mucho para perdonarlo. Aunque estoy segura de que usted se está r gaseando de mí. Confiese que la que le gusta es Andrea. En el fondo tiene usted razón; es más amable que yo, y deliciosa. ¡Lo que son los hombres!». A pesar de mi reciente decepción, estas palabras tan francas me inspiraron gran estima a Albertina y me causaron gratísima impresión. Y quizá esa impresión tuvo para mí más adelante grandes y enojosas consecuencias; porque con ella comenzó a formarse ese sentimiento casi familiar, ese núcleo moral llamado a subsistir siempre en medio de mi amor a. Albertina. Semejante sentimiento puede acarrear grandísimas penas. Porque para sufrir verdaderamente por una mujer es preciso haber tenido fe completa en ella. Por el momento, ese embrión de estima moral, de amistad, se quedó en medio de mi alma como una adaraja. Él por sí solo no habría, podido mermar mi felicidad si se hubiera quedado así, sin crecer, en aquella inercia en que se mantuvo las primeras semanas de mi estancia en Balbec y el año siguiente. Vivía dentro de mí como uno de esos huéspedes que debía uno expulsar por razón de prudencia, pero al que, sin embargo, se deja estar en su sitio, sin molestarlo, porque por el momento su aislamiento y su endeblez, allí en medio de un alma extraña, lo hacen inofensivo.

Ahora mis sueños quedaron en libertad para posarse en las amigas de Albertina, y primero en Andrea, cuyas atenciones acaso no me habrían conmovido tanto si no supiera yo que llegarían a noticia de Albertina. La preferencia que hacía tiempo venía yo fingiendo por Andrea me procuró —en costumbre de hablar declaraciones y ternezas— algo como la materia de un amor ya todo preparado para ella, y al que no le faltó hasta aquí más que el sentimiento sincero que ahora, con el corazón ya libre, podía venir. Pero Andrea era en extremo intelectual y nerviosa, enfermiza, y demasiado parecida a mí para que pudiese yo enamorarme de ella.

Si Albertina ahora me parecía vacía en cambio Andrea estaba llena de una cosa que me era harto conocida. El primer día que las vi se me figuró Andrea la amiga de un corredor ciclista, loca por los deportes, y ahora me dijo ella que si jugaba a algo era por mandato del médico, para curarse la neurastenia y sus trastornos de nutrición; pero que los mejores ratos que pasaba eran los consagrados a traducir una novela de Jorge Eliot. Mi decepción, consecuencia de un error inicial respecto a lo que era Andrea, no tuvo en realidad influencia alguna sobre mi ánimo. Pero era de esa clase de errores que en caso de excitar el nacimiento de un amor, y no notar la equivocación sino cuando ese amor ya no es modificable, se convierten en causa de sufrimiento. Esos errores —que pueden ser diferentes y aún inversos del que yo cometí con Andrea— estriban muchas veces, y en particular en el caso de esta muchacha, en el hecho de que adopta uno el aspecto y los modales de lo que no se es y se quisiera ser, para hacer efecto a primera vista. A la apariencia exterior vienen a añadirse, por la afectación, el impulso imitativo y el deseo de ser admirado por los buenos o los malos, palabras y ademanes fingidos. Y hay cinismos y crueldades que puestos a prueba no ofrecen mayor resistencia que ciertas bondades y desprendimientos. Lo mismo que muchas veces se nos revela un avaro vanidoso en ese hombre conocido por su caridad, su alarde de vicios nos hace ver una Mesalina donde no hay sino una honrada muchacha henchida de prejuicios. Creí yo encontrar en Andrea una criatura sana y primitiva, cuando era en realidad un ser que iba buscando la salud, cosa que quizá pasaba también a muchas personas en quienes ella creía encontrar lo que le faltaba, sin que en realidad lo tuvieran, como no tiene ciertamente las fuerzas de Hércules ese hombre gordo y artrítico de cara roja y traje de franela blanca. Y hay circunstancias en que no es indiferente para la felicidad que la persona que nos enamoró por lo sana que parecía sea en realidad una de esas enfermas que sólo tienen salud por recibirla de otros, como ocurre con la luz a los planetas o como ciertos cuerpos que se limitan a dejar pasar la electricidad.

Pero con todo eso, Andrea, igual que Rosamunda y Giselia, aún más que ellas, era amiga de Albertina, compartía su vida e imitaba sus modales hasta el punto que el primer día que las vi, primero no pude distinguir unas de otras. Entre aquellas muchachas, cuya gracia principal consistía en ser tallos de rosa que se destacaban sobre el mar, reinaba la misma indivisión que en los tiempos en que no las conocía, cuando la aparición de cualquiera de ellas me causaba honda emoción al anunciarme que no estaba lejos la cuadrilla completa. Y ahora, al ver a una de las muchachas sentía yo una alegría en la que entraba, en proporción inestimable, la idea de ver en seguida a las demás, y aún cuando aquel día no vinieran, podía hablar de ellas y estar seguro de que les contarían que yo había ido a la playa.

Ya no era la simple atracción de los primeros días sino una verdadera veleidad amorosa que vacilaba entre todas las muchachas, por lo exactamente que una de ellas podía reemplazar a otra. Mi mayor tristeza no hubiera sido verme abandonado por la muchacha que yo prefería, sino que inmediatamente habría preferido, por concentrar en ella toda la tristeza y el ensueño que flotaban indistintamente entre todas, a aquella que me abandonaba. Y en el caso de haber perdido todo mi prestigio en opinión de todas las amigas, inconscientemente las hubiese echado de menos a todas en la persona de aquella, después de haberles confesado esa especie de amor colectivo, propio del político o del actor a un público cuyos factores, que gozaron un día no se consuelan nunca de haber perdido. Y aquellas concesiones que no pude lograr de Albertina las esperaba de pronto de tal o cual otra muchacha que se separó de mí una noche con una frase o una mirada ambigua, gracias a la cual se convertía por un día en imán de mi deseo.

El cual vagaba entre ellas con voluptuosidad tanto mayor, cuanto que en aquellos móviles rostros ya se había iniciado una determinación de facciones suficiente para que pudiera distinguirse, a pesar de que luego hubiese de cambiar, su maleable y flotante efigie. Claro es que las diferencias que entre esos rostros existían no correspondían, ni mucho menos, a las diferencias en largo y en ancho de las facciones de aquellas muchachas, facciones que, aunque muy distintas al parecer, se hubieran podido superponer casi. Pero nosotros no conocemos los rostros humanos de un modo matemático. No empezamos por medir sus partes; nuestro conocimiento de una cara arranca de su conjunto, de la expresión. En Andrea, por ejemplo, la finura de los dulces ojos diríase que iba a unirse a la estrecha nariz, tan delgada como una simple curva que tuviese por objeto la prosecución en una sola línea de aquella intención de delicadeza anteriormente dividida en la doble sonrisa de las miradas gemelas. Una línea de pareja finura le corría por el pelo, línea ágil y profunda como esa que guía los surcos que abre el viento en la arena. Y debía ele ser hereditaria, porque el blanco pelo de la madre de Andrea estaba ondulado así, formando ora una depresión, ora una prominencia, al igual de la nieve, que se alza o desciende ceñida a las desigualdades del terreno. Comparada con el fino dibujo de la de Andrea, la nariz de Rosamunda presentaba al parecer grandes superficies, como una alta torre asentada sobre fuerte base. Aunque la expresión baste para hacer creer que existen diferencias enormes entre aquellas cosas separadas únicamente por algo infinitamente pequeño, y aunque lo infinitamente pequeño pueda por sí solo determinar una expresión absolutamente particular, una individualidad, ello es que ni lo infinitamente pequeño de la línea ni la originalidad de expresión era la única causa de que los rostros de mis amigas apareciesen irreductibles unos a otros. Entre ellos la coloración abría una separación mucho más honda; no sólo por la variada belleza de tonos que les daba (tonos tan opuestos que yo al ver a Rosamunda —bañada de un rojo azafranado en el que reaccionaba la luz verdosa de los ojos—, o a Andrea —mejillas blancas sombreadas de austera distinción por el negro cabello— sentía análogo placer que si hubiese mirado un geranio junto al soleado mar o una camelia sumida en la noche), sino especialmente porque las diferencias infinitamente pequeñas de las líneas se agrandaban desmesuradamente, así como se cambiaban del todo las relaciones de proporción entre las superficies, gracias a aquel elemento nuevo del color, que es al propio tiempo que magnánimo dispensador de tonos gran regenerador, o modificador al menos, de las dimensiones. De suerte que los rostros, construidos quizá de modo muy poco diferente, según los alumbrara el fuego de un pelo rojizo o una tez rosada, o bien la luz blanca de una palidez mate, estiraban ose ensanchaban, convertíanse en otra cosa, como esos accesorios de los bailes rusos que vistos a la luz del día no suelen ser más que una rodaja de papel, y que luego, gracias al genio de un Baks, y con arreglo a la iluminación encarnada o lunar que da a la decoración, se incrustan duramente cual una turquesa en la fachada de un palacio o se abren voluptuosamente, rosa de bengala, en medio de un jardín. Y por eso nosotros, al enterarnos de cómo son las caras humanas, las medimos, sí, pero como pintores y no como el agrimensor.

Con Albertina ocurría lo mismo que con sus amigas. Algunos días se presentaba delgada, con cara grisácea y aspecto áspero, y una transparencia violeta descendía oblicuamente allá por el fondo de sus ojos, como suele verse en el mar; Albertina parecía estar dominada por una nostálgica tristeza. Otras veces su tez, lisa y brillante, cazaba los deseos como con liga y allí se quedaban pegados a su superficie, sin poder ir más allá, a no ser que de pronto la viera yo de lado, porque entonces sus mejillas de blanco mate, como de cera, en la superficie, vistas por transparencia eran de color de rosa, y entraban ganas de besarla, de captar ese color diferente que iba a, desaparecer. Otras veces, la felicidad le bañaba las mejillas con claridad tan móvil, que la piel, fluida y vaga, dejaba pasar como una especie de miradas subyacentes, por lo cual parecía de color distinto, sí, pero de la misma materia que los ojos; había ocasiones en que al ver su cara moteada de puntitos obscuros, y en la que flotaban dos manchones azules, se le venía a uno a las mientes la imagen de un huevo de jilguero, una ágata opalina trabajada y pulimentada tan sólo en dos sitios, en los que lucían, destacándose sobre la piedra obscura, como las transparentes alas de una mariposa azul, los ojos; los ojos, donde la carne se ha convertido en espejo y nos da la ilusión de que por allí nos acercamos al alma más que por las restantes partes del cuerpo. Pero por lo general estaba animada y tenía buen color; a ratos, la única nota rosa en la blanca cara era la punta de la nariz, tan fina como la de una gatita lista, con la que entran ganas de jugar; a veces tenía las mejillas tan tersas, que la mirada resbalaba, como por la de una miniatura, por su rosado esmalte, aún más delicado y más íntimo gracias a aquella tapa que le ponían, entreabiertos y superpuestos, sus negros cabellos; también ocurría que su tez llegara al rosa violáceo del ciclamen y en otras ocasiones, cuando estaba congestionada o febril, tomaba el púrpura sombrío de algunas rosas, de un rojo casi negro, sugiriendo entonces la idea de un temperamento enfermizo, que rebajaba mi deseo a cosa más sensual y prestaba a su mirar cierto matiz malsano y perverso; y cada una de estas Albertinas era distinta de la otra; tan distintas como son las apariciones de la bailarina cuyos colores, forma y carácter se transmutan con arreglo a los variados juegos de un proyector luminoso. Quizá por ser tan diversos los seres que entonces contemplaba, me acostumbré más adelante a convertirme yo mismo en distintos personajes, según en cuál de las Albertinas estuviese pensando; un hombre celoso, indiferente, voluptuoso, melancólico, exasperado, que se creaban no sólo merced al capricho del recuerdo que iba renaciendo, sino con arreglo a la fuerza de la creencia interpuesta por un mismo recuerdo, por el modo distinto como yo lo apreciaba. Porque siempre había que volver a eso, a esas creencias que la mayor parte del tiempo nos llenan el alma sin que nosotros lo sepamos, pero que, sin embargo, tienen mayor importancia para la felicidad que los seres que vemos, puesto que los vemos a través de ellas, y ellas son la que asignan su pasajera grandeza a la persona que consideramos. Para ser completamente exacto debía yo dar un nombre distinto a cada una de las personalidades con que pensé en Albertina; y aún con más motivo debía llamar de diferente manera a cada Albertina que se me aparecía, y que nunca era la misma, igual que esos mares sucesivos, a los que yo llamaba, por razón de comodidad, el mar, simplemente, y que servían de fondo a la nueva ninfa, que era Albertina. Pero sobre todo, y a imitación de las relaciones, pero aún con mayor utilidad, cuando nos dicen el tiempo que hacía tal día, debiera yo llamar siempre por su debido nombre a la creencia que reinaba en mi alma cada día que veía a Albertina, creencia que formaba la atmósfera, el aspecto de los seres, lo mismo que depende el de los mares de esas nubes apenas visibles que cambian el color de todo por su concentración, su movilidad, su diseminación o su fuga; una nube de esas desgarró Elstir la tarde que se paró con las muchachas, sin presentarme, de suerte que sus figuras me parecieron más bellas cuando iban alejándose y otra nube de esas volvió a formarse cuando las conocí, velando su resplandor, interponiéndose entre ellas y mis ojos, opaca y suave como la Leucotea de Virgilio.

Indudablemente, para n mi la faz de todas las muchachas cambió mucho de significación desde que sus palabras me dieron en cierto modo la clave liara leerla; y con más facilidad aún, porque esas palabras las provocaba yo a mi gusto con mis preguntas y las hacía variar como un experimentador que por medio de contrapruebas verifica sus suposiciones. Y en fin de cuentas, esto de acercarse a las cosas y personas que desde lejos nos parecieron bellas y misteriosas, lo bastante para darnos cuenta de que no tienen ni misterio ni belleza, es un modo como otro cualquiera de resolver el problema de la vida; es uno de los métodos higiénicos que podemos elegir, no muy recomendable, pero nos da cierta tranquilidad para ir pasando la vida y también para resignarnos a la muerte, porque como nos convence de que ya hemos llegado a lo mejor y de que lo mejor no era una gran cosa, viene a enseñarnos a no echar nada de menos.

Ahora había llegado yo a poner en el cerebro de aquellas muchachas, en lugar del desprecio por la castidad y los amoríos diarios que me figuré al principio, unas ideas muy honradas, que acaso no fuesen inflexibles, pero que hasta lo presente habían guardado de todo extravío a las muchachas que heredaron esos principios de su ambiente burgués. Pues bien: ocurre, cuando se equivoca uno desde el primer momento, aunque sea en cosas menudas, cuando un error de hipótesis o memoria nos hace buscar al autor de un chisme malintencionado, o un objeto perdido, por una pista mala, que fácilmente no se descubre el error sino para poner en su lugar no la verdad, sino un error nuevo. Yo, en lo que se refiere a su manera de vivir y al modo de portarme con ellas, saqué todas las consecuencias posibles de la palabra inocencia, que había leído en sus rostros al charlar familiarmente con ellas. Pero quizá la había leído atolondradamente, por descifrar demasiado de prisa, y no estaba escrita allí, como tampoco estaba el nombre de Jules Ferry en el programa de aquella función de teatro en que vi yo a la Berma por vez primera, a pesar de lo cual sostuve ante el señor de Norpois que Jules Ferry escribía piezas cortas sin ningún género de duda.

Y de cualquiera de mis amigas de la cuadrilla mocil no recordaba yo sino la última cara con que se me apareció; y no puede ser de otra manera, porque de todos nuestros recuerdos relativos a una persona la inteligencia va eliminando todo lo que no concurra a la utilidad inmediata de nuestras diarias relaciones (sobre todo en el caso de que dichas relaciones estén impregnadas con un poco de amor, porque el amor, siempre insatisfecho, vive en el momento por venir). Deja escaparse la cadena de los días pasados; sólo se queda, fuertemente sujeto en la mano, con el último cabo de ella, que a veces suele ser de distinto metal que aquellos otros eslabones perdidos ya en la noche, y no tiene por país real sino aquel en que al presente nos hallamos. Pero todas las primeras impresiones, ya tan remotas, no hallaban en mi memoria recurso alguno contra su diaria deformación; y durante las muchas horas que me pasaba hablando, jugando o de merienda con estas muchachas, ya ni siquiera me acordaba de que eran las mismas vírgenes implacables y sensuales que vi desfilar, con el mar por fondo, como en un fresco.

Geógrafos y arqueólogos nos llevan, sí, a la isla de Calipso y exhuman el palacio de Minos. Pero Calipso ya no es más que una mujer y Minos un simple rey sin nada divino. Hasta las buenas y las malas cualidades que la Historia nos enseñó a considerar como atributo de aquellas personas que tuvieron realidad suelen diferir mucho de las excelencias y defectos que nosotros supusimos a los seres fabulosos portadores de aquellos nombres. Y así, se había, disipado toda la graciosa mitología oceánica que compuse los primeros días. Pero siempre sirve de algo el poder pasar algún tiempo en familiaridad con aquello que deseábamos y que se nos figuraba inaccesible. En el trato de las personas que nos resultaron desagradables en el primer momento persiste siempre, aun en medio del ficticio placer que acaba por sentirse en su compañía, el saborcillo disimulado de los defectos que lograron esconderse. Pero en relaciones como las mías con Albertina y sus amigas, el placer cierto que hubo en su origen deja ese perfume que con ningún artificio puede darse a los frutos forzados, a las uvas que no maduraron al sol. Aquellas criaturas sobrenaturales, que para mí eso fueron las muchachas algún tiempo, infundían aún, sin darme yo cuenta, un no sé qué de maravilloso en los aspectos más vulgares de nuestro trato, o, mejor dicho, guardaban a ese trato de ser nunca vulgar. Mi deseo había buscado ávidamente la significación de los ojos que ahora me conocían y me sonreían, pero que el primer día se cruzaron con mis miradas lanzando rayos de un mundo distinto; había distribuido amplia y minuciosamente color y perfume en las carnosas superficies de aquellas muchachas que, tendidas en la hierba, me ofrecían con toda sencillez un bocadillo o jugaban conmigo a los acertijos; y por eso muchas de aquellas tardes cuando, tendido yo en el suelo, hacía lo que esos pintores que buscan la grandeza de lo clásico en la vida moderna y dan a una mujer que se corta la uña de un pie la misma nobleza que tiene «El niño sacándose una espina», o como Rubens hacen diosas con conocidas suyas para componer un cuadro mitológico, miraba yo todos aquellos lindos cuerpos de morenas y rubias esparcidos por la hierba sin vaciarlos de todo el mediocre contenido con que las llenó la experiencia diaria, y, sin embargo, sin recordar expresamente su celeste origen, chal si, semejante a Hércules o a Telémaco, estuviese yo jugando rodeado de ninfas.

Luego se acabaron los conciertos, vino el mal tiempo; mis amigas se marcharon de Balbec, no todas de un vuelo, como las golondrinas, pero sí la misma semana. Albertina fue la primera en irse, bruscamente y sin que ninguna de sus amigas pudiera comprender ni entonces ni más adelante, la causa de su súbita vuelta a París, donde no la llamaban ni deberes ni distracciones. «No ha dicho ni jota y se ha marchado», gruñía Francisca, cayo deseo hubiera sido que nosotros hiciésemos lo mismo Me parecía que nosotros estábamos cometiendo una indiscreción con los criados ya muy reducidos en número, retenidos allí por los huéspedes que quedaban, y con el director, que perdía dinero. Verdad era que el hotel estaba ya casi vacío y se cerraría muy pronto; pero nunca fue tan agradable la estancia. Claro que el director no era de la misma opinión; se paseaba por los pasillos, a lo largo de los salones helados, que ya no tenían groom[57] a la puerta, con su levita nueva y tan arreglado por el peluquero que su cara parecía consistir en un compuesto en el que entraban tres partes de cosméticos por una de carne y cambiaba sin cesar de corbatas (estos lujos cuestan menos que tener encendida la calefacción y seguir con los mismos criados que antes, y son cosa semejante al rasgo de esa persona que no puede regalar diez mil francos a una empresa de beneficencia, pero aún se las echa de generoso fácilmente dando un duro de propina al chico que le lleva un telegrama). Diríase que iba inspeccionando el vacío, que quería dar, gracias a su personal aseo, un carácter de cosa provisional a la miseria de este hotel, que aquel año no anduvo muy prósperamente; parecía el espectro de un rey que vuelve a visitar esas ruinas que antaño fueron su palacio. Su descontento subió de punto cuando el tren local, que ya no tenía viajeros, dejó de funcionar hasta el año siguiente. «Lo que falta aquí son medios de conmoción», decía el director. A pesar del déficit de aquel año, hacía para el próximo proyectos grandiosos. Y como era capaz de retener exactamente en su memoria expresiones bonitas cuando se aplicaban a la industria hostelera con ánimo de magnificarla, añadía: «No he estado muy bien secundado; en el comedor tenía un buen equipo, pero los botones dejaban mucho que desear; ya verá usted el afeo próximo con qué falange, me hago». Ahora la interrupción del servicio del tren lo obligaba a mandar un cochecillo por la correspondencia, y a veces con viajeros. Yo solía subir en el pescante, junto al cochero, y así me daba paseos, aunque el tiempo fuese malo, como el invierno que pasé en Balbec.

A veces la lluvia era muy fuerte; como el Casino ya estaba cerrado, mi abuela y yo nos quedábamos en unos salones casi vacíos, como en la cala de un vapor cuando hace viento; y todos los días, cual ocurre en un viaje por mar, alguna persona de aquellas que estuvieron viviendo tres meses con nosotros sin que las conociéramos, el presidente de la Audiencia de Rennes, el decano de Caen, una señora norteamericana con sus hijas, se nos acercaban, entraban en conversación e inventaban alguna manera de que las horas no fuesen tan largas; para ello nos revelaban alguna habilidad suya, nos enseñaban juegos, nos invitaban a tomar té o a hacer música, nos citaban a determinada hora, combinando todas esas distracciones que poseen el verdadero secreto de darnos gusto porque no aspiran a ello y se limitan a ayudarnos a pasar el tiempo menos aburrido, y hacían con nosotros, ya al final de la temporada, amistades que se verían interrumpidas al día siguiente con la marcha dé algún amigo reciente. Llegué a conocer hasta al joven ricacho, a uno de sus amigos aristócratas, y a la actriz, que habían vuelto por untas días; pero ahora el grupo no se componía más que de tres personas, porque el otro amigo se había ido a París. Me invitaron a ir a cenar con ellos a su restaurante. Creo que se alegraron de que no aceptara. Pero hicieron la invitación muy amablemente, y aunque en realidad el que invitaba era el joven ricacho, puesto que los otros eran huéspedes suyos, como quiera que el amigo que los acompañaba, el marqués Mauricio de Vaudemont, era de gran nobleza, la actriz, instintivamente, al preguntarme si iría, me dijo, para halagarme:

—Mauricio se alegraría mucho.

Y cuando me encontré a los tres en el hall, el joven rico no dijo nada y fue Vaudemont el que me preguntó:

—¿Qué, no nos da usted el gusto de venir a cenar con nosotros? En resumidas cuentas, me había aprovechado muy poco de Balbec, por lo cual aún tenía más ganas de volver. Me parecía que estuve poco tiempo. No pensaban lo mismo mis amigos, que me escribían preguntándome si me iba a quedar allí toda la vida. Y al ver que seguían poniendo en el sobre el nombre de Balbec y que mi cuarto daba no a calle ni campiña, sino a los campos del mar, cuyo rumor —un rumor al que confiaba yo mi sueño, como una barca oía durante toda la noche, tenía yo la ilusión de que esa promiscuidad con las olas no tenía más remedio que infundirme, sin que yo me diera cuenta, la noción de su encanto, como esas lecciones que se aprenden durmiendo.

El director me ofrecía para el otro año habitaciones mejores, pero yo tenía apego a la mía; ahora entraba en ella sin sentir nunca el olor a petiveria, y mi pensamiento, que con tanta dificultad se elevaba antes por aquellas paredes, llegó a conocer tan exactamente sus dimensiones, que tuve que obligarlo a un tratamiento inverso cuando me acosté en París en mi alcoba de siempre, que era baja de techo.

Porque al fin tuvimos que marcharnos de Balbec; hacía ya demasiado frío y humedad para poder resistir en aquel hotel sin chimeneas ni calefacción. Aquellas últimas semanas las olvidé casi en seguida. Lo que veía invariablemente cuando pensaba en Balbec eran aquellos momentos de la mañana que mi abuela me hacía pasar echado, a obscuras, por orden del médico, porque aquella tarde tenía que salir con Albertina y sus amigas. El director daba órdenes para que en mi piso no hiciesen ruido, y él mismo cuidaba de que fueran obedecidas. Como la luz era muy fuerte, yo dejaba cerrados todo el tiempo posible los cortinones violetas que tanta hostilidad me demostraron la primera noche. Pero a pesar de los alfileres con que Francisca los sujetaba por la noche, y que ella sola sabía quitar, y a pesar de las mantas, del tapete y de otras telas que cogía para cerrar las aberturas, no lo lograba por completo, y resultaba que la obscuridad no era total; parecía que en la alfombra habían estado deshojando anémonas, y yo no podía por menos de ir un instante a bañar mis pies desnudos en aquellos ilusorios pétalos escarlata. En la pared frontera a la ventana, parcialmente iluminada, había un cilindro de oro, sin base alguna, colocado verticalmente y que iba cambiando de sitio despacio, cómo la columna luminosa que precedía a los hebreos por el desierto. Volvía a acostarme y me veía en el trance de saborear, sin moverme, sólo con la imaginación, y todos a la vez, los placeres del juego, del bailo y del paseo que la tarde aconsejaba; el corazón me palpitaba ruidosamente de alegría como máquina en plena acción, pero inmóvil, y que para descargar su velocidad no puede hacer más que dar vueltas sobre sí misiva.

Yo sabía que mis amigas estaban en el paseo; pero no las veía pasar por delante de los desiguales eslabones del mar, el cual tenía al fondo, encaramado en sus azuladas cimas, como un poblado italiano, el pueblecillo de Rivebelle, que en un claro se distinguía perfectamente detallado por el sol. No veía a mis amigas; pero (mientras que llegaban hasta mi mirador los gritos de los vendedores de periódicos —los periodistas como decía Francisca—, las voces de los bañistas y de los niños, que puntuaban cauro piar de pájaros marinos, y el ruido de las olas, que se rompían suavemente) adivinaba su presencia y oía su risa, envuelta, como la de las Nereidas, en el dulce son de las ondas en la arena, que subía hasta mis oídos. «Hemos mirado —me decía Albertina por la tarde— a ver si bajaba usted. Pero las maderas del balcón estaban cerradas hasta la hora del concierto». Ocie en efecto estallaba a las diez al pie de mi cuarto. Entre los intervalos de los instrumentos musicales, cuando la mar estaba muy llena, se oía, continuo y ligado, el resbalar del agua de una ola que envolvía los trazos del violín en sus volutas de cristal y parecía lanzar su espuma por encima de los ecos intermitentes de tina música submarina. Yo me impacientaba porque no me habían traído aún las cosas para empezar a vestirme. Daban las doce, y Francisca aparecía. Y durante varios meses seguidos, en ese Balbec que tanto codicié, porque me lo imaginaba batido por las tempestades y perdido entre brumas, hizo un tiempo tan seguro y tan brillante que cuando venía a descorrer las cortinas nunca me vi defraudado en mi esperanza de encontrar ese mismo lienzo de sol pegado al rincón de la pared de afuera y de un inmutable color, que impresionaba, más aún que por ser signo del estío, por su colorido melancólico, cual el de un esmalte inerte y ficticio. Y mientras que Francisca iba quitando los alfileres de las impostas, arrancaba telas y descorría cortinas, el día de verano que descubría ella parecía tan muerto, tan inmemorial como una momia suntuosa y milenaria que nuestra vieja criada despojaba cuidadosamente de toda su lencería antes de mostrarla embalsamada en su túnica de oro.

FIN