Saint-Loup me habló de la bien pasada juventud de su tío. Todos los días llevaba mujeres a un cuarto de soltero que tenía puesto con otros dos amigos de tan buena figura como él, por lo cual los llamaban las tres Gracias.

—Un día, un hombre que hoy está muy bien mirado en el barrio de Saint-Germain, como diría Balzac, pero que tuvo una primera época bastante molesta por sus extrañas aficiones, pidió a mi tío que lo dejara visitar aquel piso. Pero apenas llegó se declaró, no a ninguna mujer, sino a mi tío Palamedio. Este hizo como que no entendía bien; llamó aparte, con un pretexto cualquiera, a sus dos amigos, y luego entre los tres cogieron al culpable, lo desnudaron, le dieron una buena paliza hasta qué le saltó sangre, y lo echaron afuera a puntapiés, y eso con un frío de diez, bajo cero; lo encontraron en la calle medio muerto; tanto, que la justicia abrió sumario, y al desgraciado le costó muchísimo que no siguiera la cosa adelante. Hoy día mi tío no sería capaz de un castigo tan cruel; al contrario, no te puedes imaginar el número de hombres del pueblo que protege, y se encariña con ellos, él tan orgulloso con los aristócratas, aunque luego le paguen de mala manera. A veces a un criado que lo ha servido en un hotel le da una colocación en París; otras costea el aprendizaje de un oficio a un hombre del campo. Ese es el lado bueno de mi tío, por contraste con el aspecto del hombre de mundo.

Porque Saint-Loup pertenecía a esa clase de muchachos aristócratas colocados en una altitud donde es posible que nazcan esas expresiones: «Es lo que tiene de bueno, ese es su lado bueno», semillas harto preciosas que muy pronto determinan una manera de concebir las cosas sin la cual uno no vale nada y «el pueblo» lo es todo; es decir, todo lo contrario del orgullo plebeyo. Según me contaba Roberto, no es posible figurarse cómo su tío, cuando joven, daba el tono y dictaba la ley a todo el mundo.

—Él, por su parte, hacía siempre lo que le parecía más agradable y cómodo, pero en seguida lo imitaban los snobs. Si se le ocurrió tener sed estando en el teatro y mandó que le trajeran algo que beber al palco, ya se sabía que a la semana siguiente en todos los antepalcos habría refrescos. Un verano muy lluvioso se sintió un poco reumático, y se encargó un gabán de vicuña muy fina, pero de mucho abrigo, que sólo se emplea para mantas de viaje, y respetó el dibujo de la tela a rayas azul y naranja. Los grandes sastres recibieron inmediatamente encargos de abrigos a rayas y con mucho pelo. Si por cualquier motivo quería quitar solemnidad a una comida en una casa de campo donde estaba pasando el día, y para indicar ese matiz no llevaba frac y se sentaba a la mesa de americana, se ponía de moda cenar de americana en las casas de campo. Comía un pastel, y si en vez de cuchara utilizaba un tenedor o un cubierto de su invención, que había encargado a un platero, o lo cogía con los dedos, ya no era, lícito comer pasteles de otra manera. Sintió deseos de volver a oír determinados cuartetos de Beethoven (porque, con todas sus ideas absurdas, no es ningún bruto, ni mucho menos, y tiene talento), y mandó a unos músicos que fueran a su casa un día por semana para tocar esas obras, que oía él con unos cuantos amigos. Y aquel año se consideró como suprema elegancia dar reuniones íntimas donde se ejecutaba música de cámara. ¡Me parece que no debe de haberse aburrido en este mundo! ¡Con su buen tipo, las mujeres no le habrán faltado, no! Ahora, que no se sabe cuáles, porque es discretísimo. Yo sé que ha engañado mucho a mi pobre tía. Pero eso no obstaba para que fuese muy bueno con ella; la adoraba y la ha llorado muchos años. Cuando está en París suele ir al cementerio casi a diario.

Al día siguiente de esta conversación que tuve con Roberto, mientras que él estaba esperando inútilmente a su tío, iba yo por delante del casino hacia el hotel, cuando tuve la sensación de que alguien que no estaba muy lejos de mí me miraba. Volví la cabeza y vi a un hombre de unos cuarenta años, muy alto y grueso, de bigotes muy negros; aquel señor se daba golpecitos en el pantalón, nerviosamente, con un junquillo y clavaba en mí unos ojos dilatados por la atención. Por esos ojos cruzaban de vez en cuando miradas de extremada actividad, propias sólo de los hombres que se ven delante de una persona desconocida, la cual, por cualquier motivo, les inspira ideas que no se le ocurrirían a otro, por ejemplo, locos o espías. Me lanzó una postrera ojeada, atrevida, prudente, rápida y profunda, todo a la vez, como la última estocada antes de emprender la fuga, y después de mirar a su alrededor adoptó una actitud de hombre distraído y altanero, y volviéndose bruscamente se puso a leer un cartel de teatro, absorbiéndose en esta tarea, mientras que tarareaba una canción y se arreglaba la rosa del ojal. Sacó del bolsillo un cuadernito e hizo como que tomaba nota de la función anunciada: miró el reloj dos o tres veces, y luego se echó más hacia la cara su sombrero de paja negra, prolongándose el ala con la mano puesta a modo de visera, cual si quisiese ver si venía el que esperaba; hizo un gesto de disgusto de esos que quieren dar a entender que ya se ha cansado uno de esperar, pero que no se hacen nunca cuando en realidad está uno esperando a alguien, y luego, echándose hacia atrás el sombrero, con lo cual dejó al descubierto un peinado de cepillo, al rape, pero con alitas onduladas a los lados, exhaló el resoplido que exhalan no las personas que tienen mucho calor, sino las que quieren aparentar que tienen mucho calor.

Se me ocurrió que acaso fuera un ladrón de hotel, que habiéndose fijado en la abuela y en mí, preparaba algún golpe contra nosotros, y que ahora se había dado sorprendí en el momento que me espiaba, y quizá para despistarme adoptó aquella nueva actitud, que expresaba distracción e indiferencia, pero con tan agresiva exageración, que su objeto, más que el de disipar las sospechas que pudiera haberme inspirado, parecía el de vengar una humillación y darme a entender, no ya que no me había visto, sino que era yo un objeto de mínima importancia para atraer su atención. Erguía el cuerpo en son de bravata, repulgaba los labios, se retorcía el bigote e infundía a su mirada una nota de indiferencia de dureza casi insultante. Tanto, que aquella expresión tan singular me hizo pensar si sería un ladrón o un loco, Sin embargo, su manera de vestir era muy pulcra y mucho más seria y sencilla que la de todos los bañistas que se veían por Balbec, de modo que casi me justificaba a mí mi americana obscura, tan frecuentemente humillada por la resplandeciente blancura de los frívolos trajes de playa. Pero en esto mi abuela vino a mi encuentro, dimos una vuelta juntos, y luego me quedé esperándola a la puerta del hotel, donde entró un momento; en aquel instante vi que salía la señora de Villeparisis con Roberto de Saint-Loup y el desconocido que me estuvo mirando con tanta fijeza delante del casino. Su mirada me atravesó con la rapidez del relámpago, lo mismo que la primera vez que me tropecé con él, y luego, como si no me hubiera visto, volvió a colocarse aquella mirada delante de los ojos, un poco caída, ya sin filo. Como la mirada neutra que finge no haber visto nada afuera y no es capaz de decir nada adentro, la mirada que se limita a expresar la satisfacción de sentirse envuelta en las pestañas que entreabre, con su beatífica redondez, la mirada devota de ciertos hipócritas, la mirada estúpida de ciertos tontos. Vi que se había mudado de traje. El que llevaba ahora era más obscuro todavía; indudablemente, es que la elegancia verdadera está mucho más cerca de la sencillez que la falsa; pero había otro detalle: mirándolo desde más cerca, se veía, que si el color no asomaba por ningún lado en sus trajes, no es porque el que los llevaba no hiciera caso de colores y los desdeñara, sino porque se los tenía prohibidos por una razón cualquiera. Y la sobriedad de su porte más parecía obediencia a un régimen que falta de apetito. En el dibujo de un pantalón, una rayita de color verde obscuro armonizaba con el dibujo de los calcetines, refinamiento que delataba un buen gusto despierto, pero al que no dejaba alzar la cabeza más que en este detalle, por pura tolerancia; en la corbata, una pinta rosa casi imperceptible, como una libertad que casi no se atreve uno a tornarse.

—Qué, ¿cómo está usted? Le presento a mi sobrino el barón de Guermantes —me dijo la señora de Villeparisis, mientras el desconocido, sin mirarme, murmuró un «¡Encantado!», al que añadió unos gruñidos, para que su amabilidad pareciese cosa forzada; y doblando el dedo meñique, el índice y el pulgar, me tendió los otros dos, sin sortija alguna, que yo estreché, protegidos por su guante de piel de Suecia; luego, sin haber puesto los ojos en mi persona, se volvió hacia la señora de Villeparisis.

—¡Ay, Dios mío dónde tengo yo la cabeza! —dijo la marquesa—; te he llamado barón de Guermantes. Es el barón de Charlus a quien le presento a usted Después de todo, la equivocación no es muy grande —añadió—, porque tú también eres Guermantes.

A esto, había salido mi abuela, y comenzaron a andar todos juntos. El tío de Saint-Loup no me honró con una palabra, ni siquiera con una mirada. Miraba fijamente a algunos desconocidos (durante nuestro corto paseo lanzó dos o tres veces su terrible y profunda mirada, como para sondear a personas insignificantes y de humildísima extracción que con nosotros se cruzaban), pero en cambio no posaba los ojos nunca en los conocidos, lo mismo que un policía encargado de una misión secreta que excluye a sus amigos de su vigilancia profesional. Yo dejé que fueran hablando delante la señora de Villeparisis, mi abuela y él, y me quedé un poco atrás con Roberto.

—Oiga usted: ¿oí bien cuando dijo la marquesa a su tío que era un Guermantes?

—Claro, naturalmente: es Palamedio de Guermantes.

—¿Pero de los mismos Guermantes que tienen un castillo junto a Combray y que se dicen descendientes de Genoveva de Brabante?

—Exactamente; mi tío, que es de lo más heráldico que se puede ver le contestaría a usted que nuestro grito, nuestro grito de guerra, que más tarde fue Passavant, al principio era Combraysis —dijo riéndose, para que no pareciese que se envanecía por aquella prerrogativa del grito, propia sólo de las casas semirreales, de los grandes señores de la mesnada. Es hermano del actual dueño del castillo.

Así vino a emparentarse pronto con los Guermantes aquella señora de Villeparisis que por mucho tiempo estuvo siendo para mí tan sólo una señora que me regaló cuando yo era pequeño una cajita de chocolate con un pato, y tan alejada entonces del lado de Guermantes como si hubiera estado encerrada en el Méséglise, menos considerada y menos brillante a mis ojos que el óptico de Combray; y ahora tenía bruscamente una de esas alzas fantásticas paralelas a las depreciaciones, no menos imprevistas, de algunos objetos que poseemos, alzas y bajas que introducen en nuestra adolescencia y en aquellas partes de nuestra vida en que persista algo de nuestra adolescencia, mudanzas tan numerosas como las metamorfosis de Ovidio.

—¿No están en ese castillo los bustos de todos los antiguos señores de Guermantes?

—Sí, y es un hermoso espectáculo —dijo irónicamente Saint-Loup—. Aquí, para dicho entre nosotros, a mí me parecen esas cosas un tanto ridículas. Pero en Guermantes hay cosas de más interés: un retrato muy impresionante de mi tía, hecho por Carriére. Es tan hermoso como un Whistler o un Velázquez —añadió Saint-Loup, que, con su ardor de neófito, no guardaba muy exactamente la escala de las distancias—. Hay también cuadros muy curiosos de Gustavo Moreau. Mi tía la duquesa es sobrina de la señora de Villeparisis, su amiga de usted, y se educó con ella. Más tarde se unió en matrimonio con su primo, sobrino él también de mi tía Villeparisis, ti actual duque de Guermantes.

—¿Y entonces este tío de usted que está aquí…?

—Ese lleva el título de barón de Charlus. En realidad, a la muerte de mi tío-abuelo, mi tío Palamedio debió haber tomado el título de príncipe de los Laumes, que era el que ostentaba su hermano antes de ser duque de Guermantes, porque en esa familia cambian de título como de camisa. Pero mi tío tiene ideas propias sobre ese particular. Y como le parece que ya se abusa un poco de ducados italianos y grandezas de España, aunque pudo haber escogido entre cuatro o cinco títulos de príncipe, prefirió quedarse con el de barón de Charlus, a modo de protesta y con sencillez aparente, que en el fondo es orgullo, y mucho. «Hoy día —dice él—, todo el mundo es príncipe; así, que necesita uno distinguirse en algo; yo usaré mi título de príncipe cuando tenga que viajar de incógnito». Según él, no hay título más antiguo que el de barón de Charlus; para demostrar que es anterior al de los Montmorency, que se decían los primeros barones de Francia, sin serlo, porque en realidad lo fueron de la Isla de Francia tan sólo, donde radicaba su feudo, mi tío se estará dando explicaciones horas y horas, y muy gustoso porque, aunque es hombre listo y de talento, le parece que ese tema de conversación interesa siempre —dijo Saint-Loup sonriendo—. Pero como a mí no me pasa lo que a él, no me haga usted hablar de genealogía; no conozco nada más latoso ni más muerto que eso, y en esta vida tiene uno muy poco tiempo para poder gastarlo en eso.

Ahora me di cuenta de que ese mirar duro que me había hecho volverme un rato antes, cuando pasaba por delante del Casino, era el mismo que se posó en mí hacía años, allá en Tansonville, cuando la señora de Swann llamó a Gilberta.

—¿No fue la señora de Swann una de esas numerosas queridas que me ha dicho usted que tuvo su tío el barón?

—No, nada de eso. Es muy amigo de Swann y lo ha defendido siempre mucho. Pero nunca se habló de que fuera querido de la señora de Swann. Causaría usted asombro si sostuviera esa opinión en un salón aristocrático.

Yo no me atreví a contestarle que mayor asombro causaría en Combray sosteniendo la opinión contraria.

A mi abuela le agradó mucho el señor de Charlus. Cierto que este concedía suma importancia a las cuestiones de linaje y de posición social; mi abuela lo había notado; pero sin ese rigor en que, por lo general, suele haber mucho de envidia secreta y de irritación, por ver que otro disfruta preeminencias que uno desea sin poderlas poseer. Como mi abuela estaba, por el contrario, muy satisfecha de su suerte, y no echaba de menos absolutamente nada la vida de un medio social más brillante, no utilizaba más que su inteligencia para juzgar los defectos del señor de Charlus y hablaba de él con la generosa benevolencia, sonriente, casi simpática, con que recompensamos al objeto de nuestra observación desinteresada por el placer que nos procura; tanto más, cuanto que esta vez el objeto de observación era un personaje cuyas pretensiones, si no legitimas, por lo menos pintorescas, lo hacía destacarse claramente de las personas con quienes solía tratarse la abuela. Pero mi abuela le había perdonado en seguida su prejuicio aristocrático, especialmente por la viva inteligencia y sensibilidad que, al contrario de tanta gente de la aristocracia, de la que se burlaba Saint-Loup, se transparentaban tiras los modales del señor de Charlus. Pero la manía aristocrática no fue sacrificada por el tío, como lo había sido por el sobrino, a cualidades de orden superior. El señor de Charlus más bien había conciliado las dos cosas. Como descendiente de los duques de Nemours y de los príncipes de Lamballe, poseía archivos, muebles y tapices antiguos, retratos de sus antepasados, pintados por Rafael, por Velázquez o por Boucher; de modo que sólo con recorrer sus recuerdos de familia podía decir que visitaba un museo y una biblioteca de incomparable valor, y colocaba en aquel rango de donde su sobrino la destronó toda la herencia de la aristocracia. Además, como era menos ideólogo que Saint-Loup le pagaba menos de palabras, y observaba a los humanos con mayor realismo; no quería renunciar acaso a un elemento tan esencial de prestigio ante la generalidad de la gente, que, a más de dar a su imaginación desinteresados goces, podía ser ayuda poderosamente eficaz para su actividad utilitaria. Planteada queda la lucha entre los nobles de esta clase y los que, obedeciendo a su ideal interior, renuncian a todas esas ventajas para poder realizarle; parecidos en esto a los pintores y a los músicos que renuncian a su virtuosismo, a los pueblos artistas que se modernizan, a los pueblos guerreros que toman la iniciativa del desarme universal y a los gobiernos absolutos que se hacen democráticos y revocan las leyes severas, muchas veces sin que la realidad recompense su noble esfuerzo; porque aquellos pierden su talento y estos su secular predominio; y el pacifismo multiplica en ocasiones las guerras, y la indulgencia aumenta la criminalidad. Como cosa muy noble debían considerarse los esfuerzos de sinceridad y emancipación de Saint-Loup; pero, a juzgar por el resultado exterior, había motivo para felicitarse de que no participara de esas ideas el señor de Charlus, porque así mandó trasladar a su casa gran parte de las admirables entabladuras del palacio de los Guermantes en vez de cambiarlas, como hizo su sobrino, por un mobiliario de estilo moderno, por Lebourgs y Guillaumin. También es verdad que el ideal del señor de Charlus era bastante falso, si es que este objetivo se puede aplicar a la palabra ideal, ya sea en sentido social o artístico. Había mujeres de gran belleza y refinada cultura, descendientes de aquellas damas que dos siglos antes estuvieron rodeadas de todo el lustre y elegancia del antiguo régimen, que le parecían tan distinguidas al señor de Charlus, que sólo en su compañía se encontraba a gusto; indudablemente, la admiración que por ellas sentía era sincera, pero entraban también por mucho en ese sentimiento numerosas reminiscencias de arte e historia evocadas por sus nombres, lo mismo que los recuerdos de la antigüedad son uno de los motivos del deleite con que lee un hombre culto una oda de Horacio, inferior acaso a algunas poesías de nuestros días que lo dejarían indiferente. Y para el señor de Charlus cada una de estas damas era una señora de la, clase media lo que un cuadro moderno que represente una carretera o una boda esa uno de esos cuadros antiguos, de historial perfectamente conocido, desde el rey o el Papa que lo encargaron, y que fue pasando de personaje en personaje, por donación, compra; robo o herencia, con lo cual nos recuerda acontecimientos o, por lo menos, algún enlace de interés histórico, y, por consiguiente, es adquisición de nuevos conocimientos y viene a cobrar una utilidad nueva aumentando el sentimiento de riqueza de nuestra memoria o de nuestra erudición. Y el señor de Charlus se alegraba mucho de que un prejuicio análogo al suyo apartara a esas damas del trato con mujeres de menor pureza de sangre, porque sí se ofrecían a su culto intactas, con inalterable nobleza, como esas fachadas del siglo XVIII sustentadas en columnas de mármol rosa y en las que no pudo hacer mella la época moderna.

El señor de Charlus celebraba la verdadera nobleza de ánimo y de sentimientos de dichas damas, jugando con la palabra nobleza en esa frase equívoca, con la que se dejaba engañar y en la cual se apreciaba lo falso de ese bastardo concepto, de esa ambigua mezcla de aristocracia, de generosidad y de arte, pero frase seductora y peligrosa también para personas como mi abuela, que hubiese juzgado ridículo el prejuicio más inocente y tosco de un noble que no piensa más que en sus cuarteles sin preocuparse de otra cosa, pero que se veía indefensa en cuanto se le presentaba una cosa con apariencia de superioridad espiritual; hasta el extremo, que consideraba a los príncipes como los seres más envidiables del mundo porque pudieron tener a un La Bruyére o a un Fenelón por preceptores.

Nos separamos delante del Gran Hotel, de los tres Guermantes, que iban a comer a casa de la princesa de Luxemburgo. Mientras que mi abuela se estaba despidiendo de la señora de Villeparisis y recibía el saludo de Roberto, el señor de Charlus, que hasta aquel momento no me había dirigido la palabra, dio unos pasos atrás y, poniéndose a mi lado, me dijo:

—Está tarde tomaré el té, después de comer, en el cuarto de mi tía Villeparisis. Espero que nos haga usted el favor de venir a acompañarnos con su señora abuela.

Y se marchó con la marquesa.

Aunque era domingo, ya no había coches de alquiler delante del hotel. A la señora del notario le parecía que era mucho gasto eso de alquilar un coche todos los domingos para no ir a casa de los Cambremer, y se contentaba con estar en su cuarto.

—¿Está mala su señora? —le preguntaban al notario—. No la hemos visto hoy.

—Le duele un poco la cabeza; debe de ser por el calor o la tormenta. Con cualquier cosa se pone así; pero esta noche la verán ustedes, porque le he aconsejado que baje. Le sentará bien.

Yo me figuré que al invitarnos a tomar el té en el cuarto de su tía, a la que indudablemente habría anunciado nuestra visita, el señor de Charlus quería reparar la descortesía que me mostró durante todo el paseo de por la mañana. Pero cuando entramos en el salón de la señora de Villeparisis su sobrino estaba contando con voz chillona una historia en la que quedaba bastante desairado un pariente suyo, y no pude lograr que me mirara siquiera, a pesar de las vueltas que di a su alrededor; entonces me decidí a saludarlo, y muy fuerte para que se enterara de mi presencia; pero comprendí que ya la había notado, porque en el momento de inclinarme, y antes de pronunciar una palabra, vi que me tendía los dos dedos para que los estrechara, sin volver la mirada ni interrumpir la conversación. Evidentemente, me había visto, sin darse, por enterado; noté que su mirar no estaba nunca fijo en su interlocutor y se paseaba constantemente en todas direcciones, como el de un animal asustado o el de un charlatán de plazuela, que mientras que está echando su discurso y enseñando su ilícita mercancía, escruta, sin volver la cabeza por eso, los diversos puntos del horizonte por donde pudiera llegar la policía. Sin embargo, me extrañó un poco que la señora de Villeparisis, aunque muy contenta de vernos, parecía como que no lo esperaba; y aún me extrañó más lo que dijo a mi abuela el señor de Charlus: «¡Ah!, han hecho ustedes muy bien en venir, es una idea excelente, ¿verdad, tía?». Indudablemente, el señor de Charlus había notado la sorpresa de su tía cuando entramos, y creyó, como hombre acostumbrado a dar el tono, el «la», que bastaba para transformar esta sorpresa en alegría con indicar que él se veía sorprendido también, y que ese era en efecto el sentimiento que lógicamente debía despertar nuestra visita. Y calculó bien, porque su tía, que tenía en mucho a su sobrino y sabía lo difícil que era agradarle, parece como que encontró en mi abuela nuevos encantos y estuvo atentísima con ella. Pero yo no llegaba a comprender que al señor de Charlus se le hubiese olvidado en el transcurso de unas horas la invitación tan breve, pero aparentemente tan intencional, que me había hecho aquella misma mañana, y que llamara «una buena idea» de mi abuela a una idea, que era completamente suya. Y entonces le dije, con un escrúpulo de precisión que me duró hasta la edad en que me di cuenta de que no se entera uno de la verdadera intención que tuvo una persona preguntándoselo a ella, y que más vale correr el riesgo de una mala interpretación, que pasará inadvertida, en vez de insistir cándidamente: «¿Pero se acordará usted de que esta mañana me dijo que viniéramos a pasar un rato con ustedes, no es verdad?». El señor de Charlus no pronunció una palabra ni hizo gesto alguno que indicaran que se había enterado de mi pregunta. Entonces la repetí, como los diplomáticos o los novios reñidos, que con buena voluntad incansable se empeñan inútilmente en solicitar explicaciones que el otro está decidido a no dar. Tampoco me respondió el señor de Charlus. Me pareció ver flotar por sus labios la sonrisa de los que juzgan de los caracteres y educaciones ajenos desde muy alto.

Ya que él se negaba a dar explicación, quise yo encontrar una, por mi parte; pero no logré más que quedarme vacilando entre varias explicaciones, ninguna buena probablemente. Quizá es que ya no se acordaba de lo que dijo, o que yo había entendido mal sus palabras de por la mañana. Más probable sería que, por su mucho orgullo, no quisiera dejar ver que había solicitado la compañía de gente que desdeñaba, y prefiriendo atribuirnos la iniciativa de nuestra visita. Pero entonces, si nos desdeñaba, ¿por qué quiso que fuéramos al cuarto de su tía, mejor dicho, que fuera mi abuela, porque sólo a ella le dirigió la palabra en toda la tarde y a mí no me habló ni una sola vez? Charlaba muy animadamente con ella y con la señora de Villeparisis, y parecía como que se ocultaba detrás de esa conversación como en el fondo de un palco; en cuanto a mi persona, se limitaba de vez en cuando a desviar hacia ella la investigadora mirada de sus penetrantes ojos y a posarla en mi rostro con la misma seriedad y preocupación que si estuviera leyendo un manuscrito difícil de descifrar.

Indudablemente, si no hubiera sido por aquellos ojos, la cara del señor de Charlus se parecería a la de tantos hombres agraciados como andan por el mundo. Y cuando más adelante me dijo Saint-Loup; refiriéndose a los otros Guermantes: «No tienen ese aire de raza de gran señor hasta la punta de los dedos de mi tío Palamedio», sentí que se disipaba una de mis ilusiones, porque esas palabras me confirmaron que el aire de raza y la distinción aristocrática no son cosa misteriosa y nueva sino que consisten en elementos que yo distinguía fácilmente sin que me hicieran gran impresión. Pero de nada servía que el señor de Charlus cerrara herméticamente la expresión de aquel su rostro, que se parecía un poco a una cara de cómico por la leve capa de polvos que lo cubría, porque los ojos eran a modo de rendija o aspillera que no pudo tapar, y por allí salían, hacia uno u otro lado, según la posición que se ocupara, reflejos de algún bélico ingenio interior, de una máquina alarmante hasta para aquel que la llevaba dentro de sí sin dominarla, en estado de equilibrio inestable y siempre a punto de estallar; y la expresión circunspecta y constantemente inquieta de esos ojos, de la que resultaba un gran cansancio, manifestado en las ojeras, muy dilatadas, para todo el rostro, por muy arreglado y compuesto que estuviera, traía a la mente ideas de incógnito, de un hombre poderoso que está en peligro y que se disfraza, o por lo menos de un individuo peligroso y trágico. Me habría gustado averiguar qué secreto era ese que no tenían los demás hombres y ese secreto por el que se me representó con carácter tan enigmático la mirada del señor de Charlus cuando lo vi por la mañana junto al Casino. Pero ahora que sabía ya de qué familia era, ya no podía seguir imaginándome que fuese un ladrón, ni, por lo que le oí hablar, un loco. Si estaba conmigo tan frío y en cambio tan amable con mi abuela, quizá no fuese por mera antipatía personal, porque en general era muy benévolo con las mujeres y hablaba de sus defectos casi siempre con gran indulgencia; pero, en cambio, en lo que se refiere a los hombres, especialmente a los jóvenes, daba muestras de tan violento odio como el de los misóginos a las mujeres. Dijo de dos o tres «polluelos» parientes o amigos de Saint-Loup, a quienes nombró Roberto casualmente: «Son unos canillitas», con tono de ferocidad que contrastaba con su frialdad acostumbrada. Comprendí que lo que más reprochaba a los muchachos de hoy día era su afeminamiento. «Son mujeres de verdad», decía despreciativamente. Pero comparada con aquella vida que él consideraba adecuada para un hombre, y que aún se le antojaba, poco enérgica y viril (en sus caminatas, después de horas y horas de marcha, todo acalorado, se bañaba en ríos helados), cualquier otra vida había de parecer afeminada. Ni siquiera admitía que un hombre llevara una sortija. Pero este prejuicio de la energía viril no era obstáculo a sus cualidades de finísima sensibilidad. La señora de Villeparisis le pidió que describiera a mi abuela un castillo donde estuvo madama de Sevigné, y al paso dijo que ella veía un poco de literatura en esa desesperación, por estar separada de persona tan aburrida como su hija madama de Grignan:

—Pues a mí me parece, por el contrario, muy de verdad —respondió el señor de Charlus—. Además, en aquella época esos sentimientos se comprendían muy bien. El habitante del Monomotapa, de La Fontaine, que va corriendo a casa de su amigo porque en sueños lo vio un poco triste, y el palomo que consideraba como la mayor desgracia la ausencia de su compañero, quizá le parezcan a usted, tía, tan exagerados como madama de Sevigné cuando no puede esperar tranquila el momento de quedarse sola con su hija. Y lo que dice al separarse es muy hermoso: esta separación me duele con tanta fuerza en el alma como si me doliera en el cuerpo. Durante la ausencia no escatima uno horas. Nos adelantamos hacia ese momento que constituye nuestra aspiración.

Mi abuela estaba encantada de oír hablar de las Cartas de la misma manera que hubiese hablado ella. Le pareció ver en el señor de Charlus cualidades de delicadeza y sensibilidad femeninas. Luego, cuando ya estuvimos solos, la abuela y yo hablamos del señor de Charlus, coincidimos en que debía de haber habido alguna mujer que influyera mucho en su ánimo, bien fuese su madre, o quizá su hija, si es que había tenido hijos de su matrimonio. Yo me dije para mis adentros que podía ser una querida, pensando en la influencia que tuvo en Saint-Loup la suya, porque por este ejemplo de mi amigo vine yo a darme cuenta de lo mucho que puede afinar a un hombre la mujer con quien vive.

—Y luego, cuando estuviese con su hija, probablemente no tendría nada que decirle —repuso la señora de Villeparisis.

—Sí que tendría, aunque no fuera más que esas «cosas tan insignificantes que sólo tú y yo sabemos apreciar». Por lo pronto ya estaba a su lado. Y eso, como dice La Bruyére, es lo esencial. «Estar con los seres queridos, hablarles o no, lo mismo da». Tiene razón, esa es la única felicidad —añadió el señor de Charlus con melancólica voz—; y la vida está tan mal arreglada, que esa felicidad la goza uno muy rara vez; madama de Sevigné es menos digna de compasión que los demás: ha pasado gran parte de su vida con el ser amado.

—Pero no era amor: se trataba de su hija.

—Lo importante en esta vida no es aquello en que se pone el amor, sino el sentir amor —respondió él en tono de enterado, terminante y decisivo—. El sentimiento de madama de Sevigné por su hija puede aspirar con mayor motivo a parecerse a la pasión que pintó Racine en Andromaque o en Phèdre, que no las frívolas relaciones del joven Sevigné con sus queridas. Y lo mismo ocurre con el amor de algunos místicos a su Dios. Esas demarcaciones tan estrechas que trazamos alrededor del amor provienen únicamente de nuestra gran ignorancia de la vida.

—¿De modo que te gustan mucho Andromaque y Phèdre? —preguntó Saint-Loup a su tío, con tono levemente desdeñoso.

—Hay mucha más verdad en una tragedia de Racine que en todos los dramas de Víctor Hugo —repuso el señor de Charlus.

—¡La verdad es que la aristocracia es terrible! —me dijo Saint-Loup al oído—. ¡Preferir Racine a Víctor Hugo! ¡Hay que ver, es una cosa enorme!

Las palabras de su tío lo habían contristado realmente; pero, se consoló con el placer de poder decir: «¡Hay que ver!», y sobre todo, «¡enorme!».

En esas reflexiones sobre lo triste que es vivir separado de aquello que amamos (reflexiones que hicieron decir a mi abuela que el sobrino de la señora de Villeparisis entendía algunas obras mucho mejor que su tía, y que estaba en un nivel muy superior al de la mayor parte de los hombres de mundo), el señor de Charlus no sólo dejaba transparentar una finura de sentimiento muy poco usual en los hombres, sino que su voz, muy parecida a algunas voces de contralto en las que no está bastante cultivado el registro medio, y cuyo canto parece un dúo entre un muchacho y una mujer, iba a colocarse en las notas altas, en el momento en que expresaba estos pensamientos tan delicados, y cobraba imprevista dulzura, como si llevara dentro coros de voces de novia y de hermana, henchidos de ternura. Pero aquella nidada de doncellas que parecían escondidas en la voz del señor de Charlus, cosa que de haberla él notado le habría causado gran pesar, por lo mucho que odiaba todo afeminamiento, no se limitaba a interpretar y a modular aquellos pasajes sentimentales. Muchas veces, mientras que estaba hablando el señor de Charlus, se oía una risa aguda y fresca de colegialas o de coquetas burlándose del prójimo con malicias de chiquillas pícaras y deslenguadas.

Contaba que una casa que fue de su familia, con el parque dibujado por Lenótre, y donde había dormido una vez María Antonieta, pertenecía actualmente a los ricos banqueros Israel, que la habían comprado: «Israel», ese es el hombre que llevan esas gentes; me parece más bien término genérico, étnico, que no un nombre propio. Puede que sea que esa clase de gente no tiene nombre y se la designa con el de la colectividad a que pertenece. Pero lo mismo ¡Haber sido propiedad de los Guermantes y pertenecer ahora a los Israel! —exclamó—. Eso me recuerda aquella habitación del castillo de Blois, de la que me decía el guarda que me iba guiando: «Aquí es donde rezaba María Estuardo; ahora yo la utilizo para poner las escobas». Claro es que no quiero oír hablar nunca más de esa casa que se ha deshonrado, como no quiero oír hablar de mi prima Clara, de Chimay, que ha huido de su esposo. Conservo fotografías de la casa cuando aún estaba intacta y de la princesa cuando no tenía ojos más que para mi primo. La fotografía gana un poco de la dignidad que le falta cuando deja de ser reproducción de una realidad y nos enseña cosas que ya no existen. «Yo le daré a usted una, ya que le interesa ese estilo», dijo a mi abuela. En aquel momento se fijó en que sobresalía un poco la orla de color del pañuelo bordado que llevaba en el bolsillo, y se apresuró a meterlo más adentro, con el gesto de susto de una mujer pudibunda, aunque no inocente, cuando, por exceso de escrúpulo, disimula algún atractivo físico que le parece indecente.

—Imagínese usted que esa gente ha empezado por destruir el parque de Lenótre, cosa tan punible como hacer tiras un cuadro de Poussin. Ya por eso tendrían que estar en la cárcel los tales Israel. Claro es —añadió, sonriéndose, tras un momento de silencio— que indudablemente había otros muchos motivos para que estén en la cárcel. En todo caso, figúrese usted el efecto que hace delante de un edificio de ese estilo un parque a la inglesa.

—Pero la casa es del mismo estilo que el Pequeño Trianón —dijo la señora de Villeparisis, y María Antonieta mandó poner allí un jardín a la inglesa.

—Sí, pero que echa a perder la fachada de Gabriel —respondió su sobrino—. Evidentemente, sería una salvajada hoy día mandar deshacer el Hameau. Pero cualesquiera que sean los gustos de hoy, no creo que un capricho de la señora de Israel tenga el mismo prestigio que un recuerdo de la reina.

Mientras tanto, mi abuela me hizo señas para que subiera a acostarme, a pesar de la insistencia de Saint-Loup, que, con gran bochorno mío, aludió delante del señor de Charlus a la tristeza que me asaltaba muchas noches antes de dormirme, tristeza que debió de parecer a su tío cosa muy poco viril. Esperé un momento, y, por fin, me fui; y me quedé muy sorprendido cuando un rato después llamaron a la puerta, y al preguntar quién era oí la voz del señor de Charlus, que decía con tono seco:

—Soy yo, Charlus. ¿Se puede? Caballero —prosiguió en el mismo tono, una vez que estuvo dentro y la puerta cerrada—, mi sobrino contaba hace un instante que se sentía usted un poco desasosegado antes de dormirse, y decía también que admira usted mucho los libros de Bergotte. Y como tengo en el baúl una obra suya, que probablemente no conoce usted, se la he traído para que le ayude a pasar este rato malo que tiene usted.

Di las gracias, muy emocionado, al señor de Charlus, y le dije que, al contrario, aquellas palabras de Saint-Loup sobre mi tristeza al llegar la noche me inspiraron el temor de que me juzgara más tonto aún de lo que yo era.

—No, no —respondió con tono más cariñoso—. Quizá no tenga usted mérito personal, eso muy pocas personas lo tienen. Pero por lo menos tiene usted juventud, y la juventud es una gran seducción. Además, caballero, la mayor de las tonterías es considerar censurables o ridículas las cosas que uno no siente. A mí me gusta mucho la noche, y a usted le da miedo; a mí me agrada oler las rosas, y a un amigo mío ese olor le da fiebre. Y no crea que por eso me figuro que vale menos que yo. Yo hago por comprenderlo todo y me abstengo de condenar ninguna cosa. Pero no se queje usted mucho; no digo que no sean dolorosos esos accesos de tristeza; ya sé yo que hay cosas que los demás no comprenden y que hacen sufrir mucho. Pero por lo menos tiene usted su cariño muy bien empleado en la persona de su abuela. La ve usted mucho, y además es un afecto lícito, es decir, correspondido. Pero hay muchos de los que no se podría decir lo mismo.

A todo esto estaba dándose paseos por la habitación de arriba abajo, mirando los objetos que había en el cuarto y cogiendo alguno para examinarlo. A mí me hacía la impresión de que tenía algo que anunciarme y no hallaba la manera de decírmelo.

—Tengo otro volumen de Bergotte aquí, voy a mandar que se lo traigan a usted —dijo.

Llamó, y al cabo de un momento apareció un groom.

—Vaya usted a buscarme al maestresala. Es el único de esta casa capaz de hacer un recado con cierto sentido común —añadió el señor de Charlus altivamente.

—¿Al señor Amando, caballero? —preguntó el groom.

—No sé cómo se llama; sí, creo que le he oído llamar Amando. Vaya ligero, que tengo prisa.

—Subirá en seguida, señor; acabo de verlo abajo —contestó el groom, que quería echárselas de enterado.

Pasó un rato, y el groom volvió a aparecer.

—Caballero, el señor Amando está ya acostado. Pero yo puedo hacer el encargo.

—No; mándele usted levantarse.

—Es imposible, caballero; no duerme aquí. —Entonces, déjenos en paz.

Yo dije al señor de Charlus cuando se hubo ido el groom:

—Pero es usted amabilísimo, tengo bastante con un libro de Bergotte.

—Sí, eso también es verdad. El señor de Charlus seguía dando paseos por la habitación. Transcurrieron unos minutos de esta manera, y luego, tras un momento de duda, se decidió a ejecutar la acción que había iniciado varias veces: girar sobre sus talones, lanzarme con una voz tan dura como cuando entró un «¡Buenas noches!», y salir de mi cuarto. A la mañana siguiente, el señor de Charlus, que había de marcharse ese día, se acercó a mí en la playa cuando yo iba a bañarme, con objeto de decirme de parte de mi abuela que me esperaba en cuanto saliera del agua; y después de los nobles sentimientos que había expresado la noche antes en mi cuarto, me chocó mucho oírle decir, pellizcándome el cuello, con una familiaridad y una risita muy vulgares:

—¿Qué, toma usted el pelo a su abuela, eh, sinvergüencilla?

—¡Cómo! ¡La quiero muchísimo! Caballero —me dijo, dando un paso atrás y con aire glacial— todavía es usted joven y debe aprovecharlo para aprender dos cosas: la primera, abstenerse de expresar sentimientos que se sobrentienden porque son naturalísimos; la segunda, no lanzarse impetuosamente a responder a una cosa que le han dicho a usted, sin enterarse antes de su significación. Si hubiese usted tomado esta precaución hace un momento se habría usted evitado pasar por el trance de hablar a tontas y a locas como un sordo y de añadir con eso un ridículo más al ridículo de llevar esas anclas bordadas en el traje de baño. Necesito ese libro de Bergotte que le he prestado a usted. Mándemelo antes de una hora con el maestresala de ese nombre risible que tan ancho le viene: es de suponer que a estas horas no estará acostado. Recuerdo que anoche le hablé a usted antes de lo debido de las seducciones de la juventud, y veo que le habría a usted hecho un favor más grande señalándole el atolondramiento, la incomprensión y las inconsecuencias de la juventud. Tengo la esperanza, joven, de que esta pequeña ducha le será tan saludable como el baño. Pero no se quede usted tan parado, puede usted coger frío. ¡Buenos días!

Indudablemente se arrepintió de esas palabras, porque algún tiempo más adelante recibí —con una encuadernación en tafilete que llevaba embutida en la tapa una placa de cuero representando una rama de miosotis en relieve— aquel libro que me prestó, y que yo le devolví en seguida, no por medio de Amando, que tenía «salida» aquel día, sino con el chico del lift.

Ya que se hubo marchado el señor de Charlus, Roberto y yo pudimos ir a cenar a casa de Bloch. Durante ese pequeño banquete me di cuenta de que aquellas historias que Bloch juzgaba tan divertidas sin serlo, y las personas insignificantes que él estimaba «muy curiosas», eran historias y amigos del señor Bloch padre. Hay mucha gente que empezamos a admirar en nuestra infancia: un padre más ingenioso que el resto de la familia, un profesor que se lleva él los méritos de la metafísica que nos revela, o un compañero más adelantado que uno (que fue Bloch en mi caso), que desprecia al Musset de la esperanza en Dios cuando a nosotros aún nos gusta, y que, en cambio, cuando hayamos llegado al buen Leconte o a Claudel seguirá extasiándose con aquello de:

A Saint-Blaise, á la Zuecca Vous étiez,

vous étiez bien aise.[47]

Y añadirá:

Padoue est un fort bel endroit

Oú de tres grands docteurs en droit…

Mais j’aime mieux la polenta…

Passe dans mon domino noir[48]

La Toppatelle.

Y de las Noches tan sólo se quedará con estos versos:

Au Havre devant l’Atlantique.

A Venise, á l’affreux Lido,

Oú vient sur l’herbe d’un tombeau

Mourir le pále Adriatique.[49]

Y ocurre que de estas personas que admira uno con tanta confianza se recogen y se citan cosas muy inferiores a otras que rechazaríamos muy severamente si nos dejáramos guiar por nuestro verdadero gusto, lo mismo que un escritor utiliza en una novela, con el pretexto de que son verdad, «palabras» y personajes que en un conjunto vivo son, por el contrario, peso muerto, parte mediocre. Los retratos de Saint-Simon que escribió sin admirarse él son admirables; pero los rasgos de ingenio de algunas personas que conoció y que cita como cosa deliciosa son hoy día mediocres o incomprensibles. Él no se hubiera dignado inventar las cosas de madama Cornuel o de Luis XIV, que cuenta como muy finas o pintorescas, lo cual se observa en otros muchos escritores y se brinda a varias interpretaciones; por el momento nos basta con suponer que cuando el escritor se halla en el estado de ánimo del que «observa», está en nivel muy inferior al estado de espíritu del que crea.

Había, pues, dentro de mi compañero Bloch un Bloch padre retrasado cuarenta años con respecto al hijo, que contaba anécdotas ridículas, y que desde lo hondo de la persona de mi amigo se reía tanto como el Bloch padre exterior y real, porque a la risa que soltaba este último cuando se acababa la historieta, repitiendo dos o tres veces la frase final para que el público la saboreara bien, se sumaba la risa ruidosa con que el hijo saluda invariablemente en la mesa los cuentos paternales. Y por eso mi compañero Bloch, después de haber dicho cosas muy agudas, manifestaba su herencia de familia contándonos por trigésima vez algunas de esas gracias que el padre sacaba a relucir (juntamente con su levita) tan sólo los días solemnes en que Bloch hijo llevaba a casa a algún amigo digno de que se tomara el trabajo de deslumbrarlo: uno de sus profesores, un «compinche» que se llevaba todos los premios, etc.; aquella noche éramos Saint-Loup y yo. Eran cosas por este estilo: «Figúrense ustedes un crítico militar muy sabio que había deducido con gran golpe de pruebas las infalibles razones para que en la guerra ruso-japonesa los japoneses tuviesen que resultar vencidos y los rusos vencedores». O esta otra: «Es un personaje eminente que pasa por gran financiero en los círculos políticos y por gran político en los círculos financieros». Estas frases alternaban con dos anécdotas referentes al barón de Rothschild la una y a sir Rufus Israel la otra, personajes a quienes presentaba de un modo equívoco con objeto de que pudieran entenderse que Bloch padre había tratado personalmente a los dos millonarios.

Yo también me dejé coger en este lazo, y por la manera que tenía de hablar de Bergotte me creí que era un viejo amigo suyo. Y en realidad, Bloch padre conocía a todas las celebridades «sin conocerlas», por haberlas visto de lejos en el teatro o en la calle. Y llegaba a imaginarse que su propia figura, su nombre y su personalidad no les eran desconocidos a aquellos personajes, y que al verlo tenían que reprimir muchas veces un furtivo deseo de saludarlo. La gente de la aristocracia conoce a los hombres de talento directamente, los lleva a cenar a su casa, pero no por eso los comprende mejor. Y cuando ha vivido uno en ese ambiente, la estupidez de los individuos que lo forman inspira el deseo de verse en círculos sociales más modestos, en donde se conoce a los hombres de mérito «sin conocerlos», círculos sociales que consideramos más inteligentes de lo que son. Ahora iba yo a darme cuenta de eso hablando de Bergotte. El señor Bloch padre no era el único que lograba éxito en su casa. Mi amigo todavía tenía más con sus hermanas; les hablaba constantemente en tono gruñón, metiendo la nariz en el plato, y ellas lloraban de risa. Habían adoptado el idioma de su hermano, que hablaban corrientemente, como si fuera obligatorio y el único propio de seres inteligentes. Cuando llegamos, la mayor dijo a una de las otras:

—Ve a avisar al sabio padre y a la venerable mamá.

—Perras —les dijo Bloch—, os presento al caballero Saint-Loup, el de los dardos ligeros, que ha venido por unos días de Bonciéres, la villa de las casas de piedra fecunda en caballos.

Como tenía Bloch tanta vulgaridad como cultura, sus discursos solían terminarse con alguna broma mucho menos homérica:

—Vamos, cerraos un poco más esos peplos de los bellos broches: ¿qué escándalo es ese? ¡Qué te crees tú eso!

Y las señoritas de Bloch se torcían entre tempestades de risa. Dije yo a su hermano las muchas alegrías que me había proporcionado el recomendarme que leyera a Bergotte, cuyos libros adoraba.

El señor Bloch padre, que no conocía a Bergotte más que de lejos y que no sabía de su vida más que lo que había oído contar al público del anfiteatro, tenía también una manera completamente indirecta de enterarse de sus obras por medio de juicios ajenos de apariencia literaria. Vivís ese señor en el mundo de los poco más o menos, donde se saluda en el vacío y se juzga en falso. Y lo raro es que en estos casos la inexactitud y la incompetencia no quitan seguridad a lo que se dice, antes al contrario. Como muy poca gente puede tener amistades de alcurnia y profunda cultura, resulta que, por milagro benéfico del amor propio, aquellas personas a quienes faltan esas cosas se consideran las más favorecidas porque la óptica de las escalas sociales hace suponer a todos que la mejor posición es la que uno ocupa, y tienen por mucho más desgraciados, por mucho menos afortunados y dignos de compasión a los seres superiores a ellos, y los mientan y los calumnian sin conocerlos, así como los juzgan y desdeñan sin haberlos comprendido. Y aún en los casos en que la multiplicación de los pocos méritos personales que uno tenga por el amor propio no baste para conquistar a cada cual la dosis de felicidad superior a la concedida a los demás, hay una cosa para colmar la diferencia, y es la envidia. Y si la envidia se expresa en frases desdeñosas, hay que traducir un «no quiero tratarlo» por un «no puedo tratarlo». Ese es el sentido intelectual de la frase, pero su sentido pasional es realmente «no quiero tratarlo». Sabe uno que eso no es verdad; pero, sin embargo, no se dice por mero artificio, se dice porque se siente, y ya eso basta para suprimir las distancias, esto es para ser feliz.

Gracias al egocentrismo, cualquier ser humano ve el universo tendido a sus pies, y él, rey. El señor Bloch padre se permitía el lujo de ser monarca implacable cuando por la mañana, mientras tomaba su chocolate, al ver en el periódico un artículo firmado por Bergotte, le concedía desdeñosamente una audiencia breve, pronunciaba su fallo y se daba el gustazo de repetir entre sorbo y sorbo del chocolate caliente: «¡Este Bergotte se ha vuelto ilegible! ¡Qué pelma es este tío bruto! Voy a dejar la suscripción. No cabe nada más embrollado que esta obra de confitería». Y tomaba otra rebanada de pan con manteca.

Esa ilusoria importancia del señor Bloch padre se extendía un poco más allá del círculo de su propia percepción. En primer lugar, sus hijos lo consideraban corrió un hombre superior. Los hijos manifiestan siempre una tendencia a estimar a los padres menos de lo debido o a exaltar sus méritos, y para un buen hijo su padre será siempre el mejor de todos los padres, aparte de todas las razones objetivas que tenga para admirarlo. Y razones de esta índole había en el caso del señor Bloch, que era instruido, fino y cariñoso con los suyos. En el círculo de la familia íntima todo el mundo encontraba muy agradable su trato; porque ocurre que, si bien en la sociedad elegante se juzga a la gente con arreglo a un patrón, absurdo por lo demás, de reglas falsas, pero fijas, y por comparación con la totalidad de las demás personas elegantes en cambio, en la vida tan fragmentada, de la clase media, las comidas y reuniones de familia giran siempre en torno a personas que se declaran agradables o divertidas, y que en el mundo elegante no se sostendrían ni dos noches. Y en ese ambiente burgués en que no existen las falsas grandezas de la aristocracia, se las substituye por distinciones mucho más absurdas aún. Y así ocurría que en la familia Bloch, y hasta un grado de parentesco bastante lejano, todos llamaban al padre de mi amigo «el falso duque de Aumale», porque sostenían que se parecía a dicho personaje en la manera como llevaba el peinado, el bigote y la forma de la nariz. (¿No ocurre también en el círculo de los botones de un casino que ese que, lleva la gorra echada a un lado y la chaqueta muy entallada para echárselas de oficial extranjero, según él cree, es para sus camaradas casi un personaje?).

El parecido ese era muy vago, pero cualquiera hubiese dicho que se trataba de un título. Y se oía decir: «¿Qué Bloch, el duque de Aumale?», lo mismo que se dice: «¿Qué princesa Murat, la reina de Nápoles?». Había aún un cierto número de ínfimos indicios que a los ojos de su parentela lo revestían de una aparente distinción. Aunque no llegaba a tener coche, alquilaba ciertos días una victoria descubierta, de dos caballos, en la Compañía de Coches, y cruzaba por el Bosque de Boulogne muellemente tendido en el carruaje, apoyado el rostro en la mano, que se abría de modo que dos dedos tocaran en la sien y los otros quedaran bajo la barbilla; y aunque la gente que no lo conocía, al verlo en esa actitud lo tomaba por un presuntuoso, la familia estaba muy convencida de que en cuanto a chic el tío Salomón hubiera podido dar lecciones hasta a Gramont-Caderousse. Era una de esas personas que por haber comido muchas veces en un restaurante en la misma mesa que el redactor en jefe del Radical son calificadas, cuando llega el día de su muerte, como figuras muy conocidas en París, por la crónica, de sociedad de dicho periódico. El señor Bloch nos dijo a Saint-Loup y a mí que Bergotte sabía tan perfectamente las razones que tenía él, el señor Bloch, para no saludarlo cuando se encontraban en el teatro o en el círculo, que Bergotte en cuanto lo veía volvía la vista a otro lado. Saint-Loup se puso encarnado porque pensó en que ese círculo no podía ser el jockey, del cual había sido presidente su padre. Aunque ese círculo debía de ser bastante exigente en la admisión, porque el señor Bloch nos dijo que a Bergotte no lo recibirían aunque quisiera entrar. Así, que Saint-Loup, temblando de miedo a no «estimar en lo debido las fuerzas de su adversario», preguntó si ese círculo era el de la calle Royale, considerado como «no de su clase» por la familia de Saint-Loup y en el que se había dejado entrar a algunos israelitas.

—No —respondió el señor Bloch, con tono negligente, altivo y avergonzado—, es un círculo reducido, pero mucho más agradable, el Círculo de los Pelmas. Allí se juzga muy severamente a la galería.

—¿No es el presidente sir Rufus Israel? —preguntó Bloch a su padre, para darle pie a una mentira honrosa, sin que se le ocurriera que ese financiero no tenía para Saint-Loup la misma importancia que para él.

En realidad, sir Rufus Israel no formaba parte del Círculo de los Pelmas; el socio era un empleado de su casa. Pero este empleado, como estaba muy bienquisto con su patrón, disponía de tarjetas del gran financiero y daba una al señor Bloch cuando tenía que viajar por algunas de las líneas de ferrocarril de las que era administrador sir Rufus; de modo que Bloch padre decía: «Voy a pasarme por el Círculo para pedir una recomendación de sir Rufus». Y con aquella tarjeta dejaba deslumbrados a los jefes del tren. Las señoritas de Bloch manifestaron mayor interés por Bergotte, y en vez de seguir hablando de «los Pelmas», encauzaron la conversación hacia el escritor; la mayor preguntó a su hermano, con el tono más serio del mundo, porque se imaginaba que para designar a los hombres de talento no existían otros término que los que empleaba su hermano.

—¿Es un tío en verdad asombroso ese Bergotte? ¿Se lo puede poner a la altura de los tíos de primera, como Villiers o Catulle?

—Lo he visto algunas veces en los estrenos —dijo el señor Nissim Bernard—. Es zurdo, se parece a Schlemihl.

Esa alusión al cuento de Chamisso no era cosa grave ciertamente, pero el epíteto de Schlemihl formaba parte de ese dialecto semialemán, semijudio, cuyo empleo, en la intimidad de la familia, seducía al señor Bloch, pero que delante de extraños le parecía vulgar e inoportuno. Así, que lanzó a su tío una mirada severa.

—Sí, tiene talento —dijo Bloch.

—¡Ah! —dijo muy gravemente su hermana, como dando a entender que en ese caso mi admiración tenía excusa.

—Todos los escritores tienen talento —repuso despectivamente el señor Bloch padre.

—Pues hasta parece que se va a presentar académico —dijo el muchacho, levantando el tenedor y frunciendo los ojos con aire de, diabólica ironía.

—¡Quita allá! —respondió Bloch padre, que, por lo visto, no sentía por la Academia el mismo desprecio que sus hijos—. No tiene peso para académico. Le falta calibre.

—Además, la Academia es un salón aristocrático, y Bergotte no tiene brillo aluno —declaró el señor Nissim Bernard, tío rico y futura herencia de la señora de Bloch.

Era este personaje un ser inofensivo y tranquilo que sólo con su apellido hubiera despertado las dotes de diagnóstico antiisraelita de mi abuelo; pero el señor Bernard no estaba en realidad a la altura de aquel rostro, que parecía arrancado del palacio de Darío y reconstituido por la señora de Dieulafoy y en caso de que algún aficionado a asiriología hubiese querido dar un remate oriental a esta figura de Susa, lo habría salvado el nombre de Nissim, que se extendía sobre su persona como las alas de un toro androcéfalo de Korsabad. Bloch estaba siempre insultando a su tío, ya fuese porque lo irritaba el carácter bonachón e indefenso de su hazmerreír, ya porque como Nissim Bernard era el que pagaba el hotelito de Balbec, quisiera indicar al señor Bloch con sus insultos que él seguía tan independiente como siempre, y, sobre todo, que no aspiraba a ganarse con mimos la futura herencia del acaudalado tío. A este lo que le molestaba era verse tratado tan groseramente delante del maestresala. Murmuró tina frase ininteligible, en la que sólo se distinguieron estas palabras «Cuando los Mescoreos están delante». Con el nombre de Mescoreo se designa en la Biblia al siervo de Dios. Los Bloch utilizaban en familia este término, siempre muy regocijados por la seguridad que tenían de que no los habían de entender ni los cristianos ni los criados, con lo cual se exaltaba en las personas de los señores Nissim Bernard y Bloch su doble particularismo de «amos» y de «judíos». Pero esta última causa de satisfacción convertíase en motivo de enfado cuando había delante gente extraña. Entonces, el señor Bloch, al oír decir a su tío «los Mescoreos» se imaginaba que había descubierto más de lo justo su lado oriental, lo mismo que una cocotte que invita a una reunión a sus compañeras de profesión y a personas muy decentes se disgusta si sus amigas hacen alusión a su oficio de cocottes o sueltan alguna frase malsonante. Así, que la súplica de su tío no sólo no produjo efecto alguno al señor Bloch, sino que lo puso fuera de sí, sin poder contenerse, y ya no perdió ocasión de lanzar invectivas contra el desdichado Nissim. «Lo que es cuando hay alguna perogrullada estúpida que decir, no pierde usted ocasión de soltarla, no. Y usted sería el primero en lamerle los pies a Bergotte si estuviera aquí», gritó el señor Bloch, mientras que su tío, muy contristado, inclinaba hacia su plato aquella ensortijada barba de rey Sargón. Mi compañero de colegio Bloch, desde que se había dejado la barba, se parecía mucho a su tío abuelo, porque la tenía también muy rizada y de tono azulado.

«¡Ah!, ¿con que es usted hijo del marqués de Marsantes? —dijo a Saint-Loup el señor Nissim Bernard—. Lo he conocido mucho». Yo me creí que quería decir «conocido» en el mismo sentido que el padre de Bloch cuando afirmaba que conocía a Bergotte, esto es, de vista. Pero añadió: «Su padre de usted era muy buen amigo mío». A todo esto Bloch se había puesto muy encarnado, a su padre se le avinagró el gesto, y las señoritas de la casa hacían por contener la risa. Y era porque ese deseo de darse tono, contenido en Bloch padre y en sus hijos, en cambio en el caso del señor Nissim Bernard llegó a engendrar el hábito de la mentira perpetua. Por ejemplo, cuando viajaba y estaba parando en un hotel, Nissim Bernard hacía lo mismo que hubiera hecho Bloch padre: mandar que su ayuda de cámara le trajera todos los periódicos al comedor a la hora del almuerzo, cuando estaba lleno de gente, para que todo el mundo viera que viajaba con su ayuda de cámara. Pero a los huéspedes del hotel con quienes hacía amistad les decía el tío una cosa que nunca les hubiera dicho el sobrino: que era senador. Sabía perfectamente que algún día se enterarían de que ese título que se daba era usurpado, pero por el momento no podía resistirse a la necesidad imperiosa de llamarse senador. El señor Bloch padecía mucho con los embustes de su tío y con los disgustos que le ocasionaban.

—No haga usted caso, es muy amigo de bromear —dijo por lo bajo a Saint-Loup, el cual sintió aún mayor interés por el viejo porque le preocupaba mucho la psicología de los embusteros.

—Todavía más embustero que el Itacense Odiseo, al que llamaba Atenas el más embustero de los hombres —añadió mi compañero Bloch.

—¡Vaya, vaya, quién me iba a decir que cenaría con el hijo de mi amigó! En mi casa de París tengo un retrato de su padre y muchas cartas suyas. Tenía la costumbre de llamarme siempre tío, yo no sé por qué. Era un hombre muy simpático, agradabilísimo. Me acuerdo de una noche que cenó en. Niza, en mi casa… Estaban también aquella noche Sardou, Labiche, Augier.

—Moliére, Racine, Corneille —continuó, irónicamente, el señor Bloch—. Y su hijo remató la enumeración añadiendo: —Plauto, Menandro, Kalidassa.

El señor Nissim Bernard, muy agraviado, cortó de pronto su relato y, privándose ascéticamente de un gran placer, no volvió a hablar hasta que la cena se terminó.

—Saint-Loup, el del, bronceado casco —dijo Bloch—, sírvase un poco más de este pato de los muslos grasientos, sobre los que ha derramado el ilustre victimario de las aves numerosas libaciones de vino tinto.

Por lo general, el señor Bloch, después de haber sacado del fondo del baúl para un compañero notable de su hijo las anécdotas referentes a sir Rufus Israel y a otros personajes, se daba cuenta de que su hijo estaba ya satisfecho y conmovido por la fineza del papá, y se retiraba de la conversación para no «rebajarse» a los ojos del estudiante. Pero cuando había un motivo extraordinario, por ejemplo, cuando su hijo hizo el ejercicio de la agregación, el señor Bloch añadía a la serie habitual de anécdotas esta reflexión irónica, que de ordinario solía reservar para sus amigos personales y que ahora sacaba a relucir para los amigos de su hijo, con gran orgullo por parte de este: «El Gobierno ha estado imperdonable. No ha consultado al señor Coquelin. Parece ser que el señor Coquelin ha dado a entender que está muy disgustado». (Porque el padre de Bloch se las echaba de reaccionario y aparentaba desprecio a los cómicos).

Pero las señoritas de Bloch y su hermano se ruborizaron hasta las orejas, tan grande fue su emoción, cuando Bloch padre, para mostrarse verdaderamente regio con los dos amigos viejos de su hijo, mandó traer champaña y anunció sin darle importancia que, con objeto de «obsequiarnos»; había tomado tres butaca para una función que daba aquella noche en el Casino una compañía de opereta. Lamentaba mucho no haber podido encontrar un palco. Ya no quedaban. Además, él lo sabía muy bien por experiencia, se está mucho mejor en butaca. Si el defecto del hijo, es decir, lo que el hijo se figuraba que los demás no veían, era la grosería, el del padre era la avaricia. Mí, que lo que él llamaba champaña era, en realidad, un vinillo espumoso que sirvieron en jarra, y las butacas se convirtieron realmente en asientos de parterre, que costaban la mitad; y el señor Bloch se quedó persuadido, por obra de la divina intervención de su defecto, de que no notaríamos la diferencia ni en la mesa ni en el teatro (donde, por cierto, vimos que todos los palcos estaban vacíos). El señor Bloch, después de habernos dejado que nos mojáramos los labios en las copas para champaña, que su hijo adornaba con el nombre de «cráteres de abiertos flancos», nos hizo que admiráramos un cuadro tan estimado por él que lo llevaba a Balbec Dijo que era un Rubens. Saint-Loup, muy cándidamente, preguntó si estaba firmado. El señor Bloch contestó, poniéndose muy encarnado, que había tenido que mandar cortar la firma por el tamaño del marco, pero que eso no tenía importancia alguna porque no pensaba venderlo. Luego se despidió en seguida de nosotros para hundirse en el Journal Officiel; toda la casa estaba llena de números de dicha publicación, y su lectura le era necesaria, según nos dijo, por su «posición parlamentaria», posición de la que no nos dio más detalles y cuyo valor exacto ignorábamos.

—Voy a coger un pañuelo para el cuello —dijo Bloch—, porque Céfiro y Bóreas se están disputando furiosamente el mar fecundo, y si nos retrasamos un poco al salir del teatro volveremos a casa con las primeras luces de Eos, la de los dedos de púrpura. A propósito —preguntó a Saint-Loup, cuando salimos; (y yo me eché a temblar, porque comprendí que ese tono irónico se refería al señor de Charlus)—, ¿quién era ese excelente fantoche de traje lúgubre que iba usted paseando por la playa anteayer por la mañana?

—Mi tío —respondió Saint-Loup, picado.

Desgraciadamente, Bloch no tenía miedo a las «planchas», ni muchísimo menos, y se retorció de risa.

—¡Ah!, lo felicito a usted, debió de habérseme ocurrido; mucho chic; tiene una cara inestimable de tonto de muy buena casa.

—Pues se equivoca usted de medio a medio, es muy inteligente —repuso Saint-Loup, furioso.

—Lo siento, porque, entonces es menos completo. Me gustaría mucho conocerlo, porque estoy seguro de que tipos de esa especie me inspirarían grandes obras. Lo que es ese, sólo el verlo pasar es para reventar de risa. Pero dejaría a un lado la parte caricaturesca, en el fondo bastante despreciable para un artista enamorado de la belleza plástica de las frases, de esa cara ridícula que me ha hecho doblarme de risa, y usted me dispensará, para poner en relieve el lado aristocrático de su tío, que hace un efecto bestial, y en cuanto se pasa el primer regocijo, impresiona por su gran estilo. Pero ahora me acuerdo —dijo dirigiéndose a mí de una cosa que no tiene nada que ver con esto, y que quería preguntarte; pero siempre que nos hemos visto, algún dios, de los dichosos habitantes del Olimpo, me la ha quitado de la cabeza, y es lástima, porque el saberla pudo serme de utilidad en cierta ocasión, y aún quizá me lo sea. ¿Quién es esa señora tan guapa con quién te vi en el jardín de Aclimatación, acompañada por un caballero al que conozco de vista y por una muchacha de pelo muy largo?

Yo había observado en aquella ocasión que la señora de Swann no se acordaba del nombre de Bloch, puesto que lo confundió con otro y calificó a mi amigo de agregado a no sé qué ministerio, dato este que yo no hice luego por averiguar si era cierto. Pero ¿cómo es posible que Bloch, que, según me dijera entonces la señora de Swann, se había hecho presentar a ella, no supiera cómo se llamaba la dama? Tan asombrado me quedé, que estuve un momento sin contestar.

—De todos modos, te felicito —me dijo—, porque no has debido de aburrirte con ella. Yo me la había encontrado, unos días antes de veros, en el ferrocarril de circunvalación exterior. Y ella tuvo a bien mostrarse muy interior en aquel departamento del exterior con este tu amigo; nunca he pasado tan buen rato, y ya estábamos arreglándolo todo para volver a vernos otro día, cuando un conocido suyo tuvo la mala ocurrencia de subir a nuestro departamento en la penúltima estación.

Mi silencio parece que no fue muy agradable a Bloch.

—Tenía la esperanza —me dijo— de enterarme por ti de sus señas, con objeto de ir a su casa algunos días a la semana para disfrutar los goces de Eros, grato a los dioses; pero no insisto, ya que te ha dado por ser discreto con respecto a una profesional que se me entregó tres veces seguidas, y de un modo refinadísimo, en el espacio que media entre París y el Point du Jour. Yo daré con ella alguna noche.

Poco después de dicha comida fui a ver a Bloch, y él me devolvió la visita, pero en ocasión en que yo había salido; en el momento en que estaba preguntando por mí en el hotel pasó por allí Francisca, que no lo había visto nunca, aunque Bloch había estado varias veces en Combray. De modo que lo único que sabía nuestra criada es que uno de los «señoritos» que yo conocía había ido a verme, no se sabe «con qué objeto»; su manera de vestir no tenía nada de particular y a Francisca no le hizo mucha impresión. Yo sabía muy bien que ciertas ideas sociales de Francisca serían siempre impenetrables para mí, porque probablemente estaban basadas en confusiones de palabras o de nombres, que ella trastrocaba; pero, sin embargo, y a pesar de haber renunciado hacía mucho tiempo a intrigarme por esas cosas, no pude por menos de preguntarme, inútilmente, qué cosa inmensa podría significar para Francisca el nombre de Bloch. Porque apenas le hube dicho que aquel joven que había visto era el señor Bloch; retrocedió unos cuantas pasos dando muestras de grandísimo estupor y decepción. «¡Cómo!, ¿qué ese es el señor Bloch?», exclamó con semblante de consternación, como sí un personaje tan prestigioso hubiese debido tener un exterior que «revelara» inmediatamente la presencia de un grande hombre. Y lo mismo que aquel que descubre que un personaje histórico no está a la altura de su reputación, repetía Francisca muy impresionada y en tono que descubría gérmenes de escepticismo universal para lo por venir: «¡Cómo!, ¿qué ese es el señor Bloch? ¡Ah!, ¡cualquiera lo hubiera dicho al verlo!». Y parecía como si me guardara rencor porque le había «falsificado» a Bloch. Pero tuvo la bondad de añadir: «¿Pues sabe usted lo que le digo? Que por muy Bloch que sea, el señorito es tan guapo como él».

Con Saint-Loup, a quien adoraba, tuvo pronto otra desilusión, pero de distinta clase, y que le duró muy poco; se enteró de que era republicano. Porque Francisca, aunque al hablar, por ejemplo, de la reina de Portugal dijese: «Amelia, la hermana de Felipe», con esa falta de respeto que es para las gentes del pueblo el supremo respeto, era monárquica. Pero, sobre todo, eso de que un marqués, y un marqués que la había deslumbrado, fuera republicano, era cosa inconcebible. Y la ponía de mal humor, lo mismo que si yo le hubiese regalado una cajita al parecer de oro, y ella, después de haberme dado las gracias muy efusivamente, se enterara por un joyero de que era chapeada. Retiró su estima a Saint-Loup, pero pronto volvió a concedérsela, porque pensó que un marqués de Saint-Loup no podía ser republicano y que su republicanismo era cosa fingida y por interés, porque de esa manera podía sacar más del Gobierno que entonces mandaba. En cuanto se le ocurrió eso cesó su frialdad con Roberto y su despecho conmigo. Y al hablar de Saint-Loup decía: «¡Es un hipócrita!», con sonrisa benévola y generosa, que daba a entender que ella lo estimaba otra vez tanto como el primer día, y ya le había perdonado.

Y precisamente Saint-Loup era de una sinceridad y desinterés absolutos; y su gran pureza moral, que no podía satisfacerse enteramente en un sentimiento egoísta como el amor, y que no se veía en la imposibilidad, como a mí me pasaba, de encontrar alimento espiritual fuera de sí mismo, es lo que a él lo hacía tan capaz de amistad, mientras que yo era incapaz de tal sentimiento.

También se equivocaba Francisca con respecto a Saint-Loup cuando decía que así por fuera parecía como que no desdeñaba a la gente del pueblo, pero eso no era verdad, porque no había más que verlo cuando se enfadaba con su cochero. En efecto, algunas veces Roberto lo había regañado con cierta rudeza, pero ello no indicaba en Saint-Loup un sentimiento de diferencia de clases, sino más bien de igualdad. «¿Por qué —me contestó cuando yo le eché en cara que hubiese tratado tan duramente al cochero—, por qué voy a afectar con él cortesía? ¿No es un dial mío? ¿No está a la misma distancia de mí que mis tíos y mis primos? ¿De modo que le parece a usted que yo debía tratarlo con consideraciones, como a un inferior? Habla usted como un aristócrata», añadió desdeñosamente.

En efecto, si alguna clase social había contra la que tuviese Roberto pasión y parcialidad de ánimo era la aristocracia, hasta el punto de que sólo con gran dificultad admitía la superioridad de un hombre de mundo, y en cambio creía muy fácilmente en la de un hombre del pueblo. Le hablé de la princesa de Luxemburgo, a la que habíamos encontrado yendo con su tía.

—Es un chorlito, como todas las de su clase. Es algo parienta mía.

Como Saint-Loup tenía gran prevención contra los aristócratas, no solía ir a las reuniones de la alta sociedad, y cuando iba adoptaba una actitud despectiva u hostil, con lo cual aún se agudizaba el disgusto que su familia tenía por sus relaciones con una mujer de «teatro», relaciones fatales, según sus parientes, y a las que atribuían el desarrollo en Roberto de ese espíritu denigrativo, de esa mala tendencia que, por lo pronto, va lo había «.desviado», hasta que llegara a «sacarlo de su clase» por completo. Y por eso algunos aristócratas del barrio de Saint-Germain, hombres ligeros en todo lo demás, hablaban sin compasión alguna de la querida de Saint-Loup. «Las cocottes, al fin y al cabo, trabajan en su oficio —decían— y son como otras cualesquiera, pero esta no. No la perdonarnos. HA Hecho mucho daño a una persona queridísima para nosotros». Verdad es que Roberto no era el único hombre que hubiese caído en las zarpas de una querida. Pero los demás seguían haciendo su divertida vida de hombres de mundo, y pensando como tales, en política y en todo. Pero a Roberto su familia lo encontraba «agriado». No se daba cuenta de que para muchos muchachos de la aristocracia una querida es el verdadero maestro, y las relaciones de ese género son la única escuela de moral que los inicia en una cultura superior y en donde aprenden el valor de los conocimientos desinteresados; y sin eso seguirían toda su vida con el espíritu sin cultivar, muy toscos para la amistad, sin gusto y sin finura. Hasta en el pueblo bajo (que desde el punto de vista de la grosería se parece muchas veces al gran mundo), la mujer es más sensible, más fina, más amiga del ocio, y tiene curiosidad por determinadas bellezas y primores de arte y sentimiento, que coloca, aunque no las comprenda muy bien, por encima de aquellas cosas que más codiciables parecen al hombre: el dinero y la posición social. Así que, ya se trate de la querida de un joven clubman, como Saint-Loup, o de un muchacho artesano dos electricistas, por ejemplo, figuran hoy en las filas de la verdadera caballería; su amante le tiene admiración y respecto, que hace extensivos a las cosas que ella admira y respeta; por donde viene a trastrocarse para el hombre su escala de valores. Por su calidad de mujer, tiene perturbaciones nerviosas inexplicables, y que vistas en un hombre o en otra mujer cualquiera, en una mujer que sea prima suya o tía suya, habrían hecho sonreír a este robusto muchacho. Pero a la mujer que ama no puede verla sufrir. El joven aristócrata que tiene, como Saint-Loup tenía, una querida, se acostumbra cuando va a cenar con ella a un merendero a llevar en el bolsillo el valerianato, por si acaso ella lo necesita; dice al mozo, imperiosamente y sin ironía, que no haga ruido al cerrar las puertas, y le manda que no adorne la mesa con musgo húmedo; todo con objeto de evitar a su amiga esos sufrimientos que él no sintió nunca y que forman parte de un mundo oculto, en cuya realidad ella le enseñó a creer; y todos esos sufrimientos, que de esta manera aprende a compadecer sin conocerlos, los compadecerá también cuando los vea en otras personas. La querida de Saint-Loup enseñó a su amigo —lo mismo que se lo habían enseñado los monjes medievales a la Cristiandad— a ser bueno con los animales, porque ella tenía pasión por los bichos y siempre que iba de viaje llevaba consigo un perro, sus canarios y sus loros; Saint-Loup atendía a los animalitos con maternal cuidado y llamaba brutos a los que no trataban bien a las bestias. Además, una actriz, o una mujer que se titula actriz, como la que vivía con Saint-Loup, sea lista o no —cosa que yo ignoraba—, hace ver a su amigo que el trato con las damas aristocráticas es muy aburrido y que el hecho de asistir a una reunión mundana es una penitencia; y así, Roberto se libró del snobismo y se curó de la frivolidad. Gracias a ella, la vida del gran mundo tenía muy poca importancia en la existencia de Roberto, y en cambio su querida le había enseñado a poner en el trato con sus amigos sentimientos de nobleza y refinamiento, mientras que si hubiese seguido siendo un aristócrata puro se habría guiado para hacerse amigos por la vanidad y el interés, y sus amistades siempre tendrían un tinte de rudeza. Como por su instinto de mujer apreciaba en los hombres determinadas cualidades de sensibilidad, que se le hubieran escapado a su amante o que lo hubieran hecho reír, sabía distinguir y preferir en seguida de entre todos los demás al amigo de Saint-Loup que le tenía verdadero afecto. Y sabía obligar a su amante a que tuviera gratitud a ese amigo y se la demostrara, a fijarse en las cosas que le eran gratas y las que le molestaban. Y Saint-Loup, al cabo de muy poco tiempo y sin necesidad de que ella se lo advirtiera, empezó a preocuparse de todas esas cosas, y por eso, aunque su querida no estaba en Balbec ni me conocía, y aunque probablemente Roberto ni siquiera le había hablado de mí en sus cartas, él por su propio impulso tenía conmigo muchas delicadezas: cerraba cuidadosamente la ventanilla del coche, quitaba las flores cuyo aroma podía molestarme, y cuando estábamos juntos varios amigos se las arreglaba para despedirse antes de ellos y quedarse el último conmigo, diferenciándome así de los demás. Su querida le abrió el ánimo a lo invisible, infundió seriedad a su vida y delicadeza a su sentimiento; pero la familia, sin fijarse en nada de esto, repetía, llorando: «Esa bribona lo matará, y, por lo pronto, ya lo está deshonrando». Verdad es que ya Roberto había sacado de aquella mujer todos los beneficios que podía darle, y ahora ella era para su querido motivo de incesantes sufrimientos, porque le había tomado odie y se complacía en torturarlo. Un buen día empezó a descubrir que Roberto era tonto y ridículo, sencillamente porque así se lo habían dicho algunos amigos de los que ella tenía entre los autores y actores de teatro; y repetía lo que le dijeron con la pasión y la falta de reserva que se muestran siempre que se escuchan y se adoptan opiniones y costumbres que provienen de otras personas, y que uno ignoraba por completo. Y profesaba la teoría, que era la teoría de sus amigos cómicos, de que entre Saint-Loup y ella había un foso infranqueable, porque eran de raza distinta: ella, una intelectual, y él, aunque aspirara a otra cosa, enemigo de la inteligencia por nacimiento. Este punto de vista le parecía muy profundo, y buscaba pruebas de su teoría en las palabras y ademanes más insignificantes de su querido. Pero cuando los mismos amigos la convencieron, además, de que estaba destruyendo, en una compañía tan poco adecuada para ella como la de Roberto, las grandes esperanzas artísticas que había inspirado, de que su querido la estaba perjudicando y de que echaba a perder su porvenir de artista viviendo con él, no sólo despreció a Saint-Loup, sino que le tomó odio, como si se empeñara en inocularle una enfermedad mortal. Lo veía lo menos posible, aunque iba aplazando el momento de la ruptura definitiva, que a mí me parecía muy poco verosímil. Saint-Loup hacía por ella tales sacrificios que, como no fuese una mujer maravillosa,(Roberto nunca había querido enseñarme su retrato, diciéndome: «No es ninguna belleza, y, además, no sale bien en las fotografías; son instantáneas que he hecho yo con mí Kodak, y le darían a usted una idea falsa de ella), parecía difícil que encontrara otro hombre tan generoso». Yo no pensaba que la manía de hacerse una reputación, aunque no se tenga talento, y la estima, nada más que la estima, privada de las personas cuya opinión nos impone pueden ser (aunque acaso no ocurriera así con la querida de Saint-Loup), hasta para una cocotte, motivos más eficaces que el gusto de ganar dinero. Saint-Loup, sin comprender muy bien lo que ocurría en el ánimo de su querida, no la consideraba del todo sincera, ni en los reproches injustos ni en las promesas de amor eterno, pero se daba cuenta a ratos de que rompería con él en cuanto pudiese; y por eso, impulsado sin duda por el instinto de conservación de su amor, más clarividente quizá que el mismo Saint-Loup, y usando de una habilidad práctica que en él se compaginaba muy bien con los mayores y más ciegos arrebatos sentimentales, se negó a crearle un capital, y aunque pidió prestada una cantidad enorme para que no faltase nada a su querida, le entregaba el dinero día por día. E indudablemente, en el caso de que la actriz hubiera pensado en dejarlo, tendría que esperar fríamente a «hacerse su fortunita», lo cual, con las cantidades que le daba Saint-Loup, exigiría algún tiempo; corto, sí, pero al fin y al cabo un espacio de tiempo suplementario para prolongar la felicidad de mi amigo… o su desgracia.

Este período dramático de sus relaciones —que había llegado por entonces al punto extremo y más doloroso para Saint-Loup, pues ella le prohibió la estancia en París porque su presencia la exasperaba, y le hizo pasar sus días de licencia en Balbec, a un paso de la ciudad donde estaba de guarnición— tuvo sus comienzos una noche en casa de una tía de Saint-Loup, que, gracias a las instancias de Roberto, invitó a la actriz a ir a recitar ante un público aristocrático fragmentos de una obra simbolista que había representado cierta vez en un teatro de tendencia avanzada; esta obra la admiraba ella mucho y transmitió a Saint-Loup su admiración.

Pero cuando salió con una gran azucena en la mano, con traje copiado de la Ancilla Domini, y que, según había dicho a Roberto era una verdadera visión de arte, fue acogida con sonrisas por aquella asamblea de señores de casino y de duquesas, sonrisas que se trocaron primero en risas ahogadas, por el tono monótono de la salmodia, lo raro cíe algunas palabras y su frecuente repetición, y luego en risas tan irresistibles, que la pobre artista no pudo seguir. Al otro día la tía de Saint-Loup fue unánimemente censurada por haber dejado entrar en sus salones a una actriz tan grotesca. Un duque muy conocido no le ocultó que, si la criticaban, ella se tenía la culpa.

—¡Qué demonio, no hay que darle a uno números de ese empuje! Si por lo menos esa mujer tuviera algún talento; pero ni lo tiene ni lo tendrá nunca. ¡Qué caramba! En París no somos tan tontos como se suele creer. Esa jovencita debió de figurarse que iba a asombrar a París. Pero esa empresa es más difícil de lo que ella se imagina, y hay cosas que no nos harán tragar nunca.

Y la actriz salió diciendo a Saint-Loup:

—Pero ¿adónde me has traído? En esta casa no hay más que gansas y avestruces sin educación; es un hatajo de sinvergüenzas. Mira, te lo digo francamente: no hay uno de todos esos tipos que había ahí que no me haya hecho guiños, y como yo no les hice caso, han querido vengarse.

Estas palabras trocaron la antipatía, de Roberto por los aristócratas en un sentimiento de horror, aún más hondo y doloroso; sentimiento que le inspiraban particularmente los que menos lo merecían, unos pobres parientes que, delegados por la familia, quisieron convencer a la querida de Saint-Loup de que debía romper con él; y ella hacía creer a Roberto que este paso no era desinteresado y que si lo daban sus parientes es porque estaban prendados de ella. Saint-Loup había dejado de tratarlos; pero cuando estaba separado de su querida, como ahora, pensaba que acaso ellos u otros habían vuelto a la carga y quizá logrado los favores de su amiga. Y cuando hablaba de los señoritos juerguistas que engañan a sus amigos, intentan corromper a las mujeres y hacerlas ir a casas de compromisos, se transparentaban en el rostro el dolor y el odio.

«Los mataría con menos remordimiento que a un perro, que al fin y al cabo es un animalito bueno, fiel y leal. Esa gente se merece la guillotina con mucho más motivo que los desgraciados que hicieron un crimen impulsados por la miseria y la crueldad de los ricos».

Se pasaba el tiempo mandando a su querida cartas y telegramas. Ya le había prohibido que fuera a París, pero además siempre encontraba algún medio para teñir con él a distancia, y cuando así ocurría se lo notaba yo a Roberto en el descompuesto semblante. Como su querida no le decía nunca qué motivo de queja tenía, Saint-Loup, sospechando que si no se lo decía es porque en realidad ella no lo sabía tampoco y estaba ya cansada de él, pedía explicaciones y le escribía: «Dime qué es lo que he hecho. Estoy dispuesto a confesar mis faltas». Porque la pena que sentía acababa por convencerlo de que había hecho algo malo.

Ella le hacía esperar mucho tiempo sus contestaciones, que además no tenían ningún sentido. Así, que casi siempre veía yo a Saint-Loup volver del correo con la frente arrugada, y muchas veces con las manos vacías; porque de toda la, gente del hotel, únicamente Saint-Loup y Francisca iban al correo a llevar y a recoger sus cartas: él, por impaciencia de enamorado; ella, por desconfianza de criada. (Y cuando telegrafiaba Roberto, aún tenía que andar mucho más).

Unos días después de la cena en casa de Bloch, mi abuela me dijo, muy alegre, que Saint-Loup le había preguntado si no quería que la retratara antes de irse de Balbec; y cuando vi que se había puesto el mejor traje que tenía y que estaba dudando cuál peinado le sentaría mejor, me sentí un poco irritado de aquella niñería tan impropia de su carácter. Llegué hasta el punto de preguntarme si no estaría yo un poco equivocado con respecto a mi abuela, si no la había colocado más arriba de lo que se merecía; y me dije que quizá no era tan despreocupada de lo relativo a su persona como yo me figuré, y que acaso fuese coqueta, cosa que nunca creyera yo en ella.

Desgraciadamente, mi descontento por el proyecto de sesión fotográfica, y sobre todo por la satisfacción que a mí abuela inspiraba, se transparentó con harta claridad para que Francisca lo notara y contribuyese involuntariamente a disgustarme más echándome un discursito sentimental y tierno, que fingí no tomar en consideración.

—¡Pero, señorito, si la señora se alegrará tanto de que le saquen su retrato, y se va a poner el sombrero que le ha arreglado su servidora Francisca! Hay que dejarla, señorito.

Me convencí de que no era crueldad mía el burlarme de la sensibilidad de Francisca recordando que mi madre y mi abuela, mis modelos en todo, lo hacían también muchas veces. Pero mi abuela notó que yo tenía cara de enfadado, y me dijo que si lo de la fotografía me contrariaba lo dejaría. No quise que renunciara, le aseguré que no tenía nada que decir y la dejé que se compusiera; pero luego, figurándome que daba pruebas de fuerza y de penetración de espíritu, le dije unas cuantas frases irónicas y mortificantes, con objeto de neutralizar el placer que le causaba retratarse; de suerte que no tuve más remedio que ver el magnífico sombrero de mi abuela, pero por lo menos logré que se borrara de su semblante la expresión de gozo que para mí debía haber sido motivo de alegría, pero que se me representó, como ocurre tantas veces en la vida de los seres más queridos, como manifestación exasperante de un mezquino defecto y no como preciosa forma de esa felicidad que para ellos deseamos. Mi mal humor provenía sobre todo de que aquella semana mi abuela parecía como que me huía, y no pude tenerla ningún rato para mí solo, ni de día ni de noche. Cuando por la tarde volvía al hotel para pasar un rato con ella, me decían que no estaba en casa o me la encontraba encerrada con Francisca y entregada a largos conciliábulos que no me era permitido interrumpir. Cuando salía con Saint-Loup después de cenar, durante el trayecto, de vuelta a casa, iba pensando en el momento de ver a mi abuela y poder darle un beso; pero ya en mi cuarto esperaba inútilmente esos golpecitos dados en el tabique que me indicaban que podía entrar a decirle las buenas noches; acababa por acostarme, un tanto enfadado con mi abuela, porque me privaba, con una indiferencia tan rara en ella, de una alegría que yo daba por segura; todavía me estaba un rato en la cama despierto, con el corazón palpitante como cuando era niño, con la atención puesta en el tabique, que seguía sin decir nada, y, por fin, me dormía llorando.

* * *

Aquel día, lo mismo que los anteriores, Saint-Loup había tenido que ir a Donciéres, pues aunque no Había llegado aún la fecha de volver a su guarnición de un modo definitivo, le reclamaban allí ciertos asuntos que lo entretendrían hasta anochecido. Sentí que no estuviese en Balbec. Había yo visto bajar de sus coches a unas cuantas muchachas que de lejos me parecieron deliciosas, y que entraron las unas en el salón de baile del Casino y las otras en la nevería. Estaba yo en uno de esos períodos de la juventud en que no se tiene ningún amor particular, períodos vacantes; cuando en todas partes ve uno a la Belleza, la desea, la busca, lo mismo que hace el enamorado con la mujer amada. Basta con qué un solo trazo de realidad —lo poco que se distingue de una figura de mujer vista a lo lejos o de espaldas— nos permita proyectar por delante de nosotros nuestra ansia de Belleza, y ya se nos figura que la hemos encontrado; el corazón late con más celeridad, apresuramos el paso, y nos quedamos casi convencidos de que, en efecto, era ella si la mujer desaparece al volver una esquina; únicamente si llegamos a alcanzarla es cuando comprendemos nuestro error.

Además, como estaba cada vez más delicado, tenía yo tendencia a encarecer el valor de los más sencillos placeres precisamente por lo difícil que me era lograrlos. Por todas partes veía damas elegantes, debido a que nunca podía acercarme a ellas; en la playa, por hallarme muy cansado, y en el Casino o en una pastelería, por mi mucha timidez. Y si tenía que morirme pronto, me habría gustado saber cómo estaban hechas, vistas de cerca; y en la realidad, las muchachas más bonitas que podía brindarme la vida, aunque fuera otro y no yo, o aunque no fuera nadie, el que se aprovechara de su belleza (no me daba yo cuenta de que en el origen de mi curiosidad había un deseo de posesión). Si Saint-Loup hubiese estado conmigo, me habría atrevido a entrar en el salón del Casino. Pero yo solo me quedé parado delante del Grand Hotel, haciendo tiempo hasta que llegara la hora de ir a buscar a mi abuela; cuando, allá por la otra punta del paseo del dique, destacándose como una mancha singular y movible vi avanzar a cinco o seis muchachas tan distintas por sil aspecto y modales de todas las personas que solían verse por Balbec como hubiese podido serlo una bandada de gaviotas venidas de Dios sabe dónde y que efectuara con ponderado paso —las que se quedaban atrás alcanzaban a las otras de un vuelo— un paseo por la playa, paseo cuya finalidad escapaba a los bañistas, de los que no hacían ellas ningún caso, pero estaba perfectamente determinada en su alma de pájaros.

Una de las desconocidas iba empujando una bicicleta; otras dos llevaban clubs de golf, y por su modo de vestir se distinguían claramente de las demás muchachas de Balbec, pues aunque entre estas hubiera algunas que se dedicaban a los deportes, no adoptaban un traje especial para ese objeto.

Era aquella la hora en que damas y caballeros veraneantes solían dar su paseo por allí, expuestos a los implacables rayos que sobre ellos lanzaba, como si todo el mundo tuviese alguna tacha particular que había que inspeccionar hasta en sus mínimos detalles, los impertinentes de la señora del presidente de sala, sentada muy tiesa delante del quiosco de la música, en el centro de esa tan temida fila de sillas a las que muy pronto habrían de venir a instalarse estos paseantes, para juzgar a su vez, convertidos de actores en espectadores, a los que por allí desfilaran. Toda esa gente que andaba por el paseo, balanceándose como si estuvieran en el puente de un barco (porque no sabían mover una pierna sin hacer al propio tiempo otra serie de cosas: menear los brazos, torcer la vista, echar atrás los hombros, compensar el movimiento que acababan de hacer con otro equivalente en el lado contrario, y congestionarse el rostro), hacían como que no veían a los demás para fingir que no se ocupaban de ellos, pero los miraban a hurtadillas para no tropezarse con los que andaban a derecha e izquierda o venían en dirección contraria, y precisamente por eso se tropezaban, se enredaban unos con otros, piles también ellos habían sido recíproco objeto de la misma atención secreta y oculta tras aparente desdén, por parte de los demás paseantes; porque el amor —y por consiguiente el temor— a la multitud es móvil poderosísimo para todos los hombres, ya quieran agradar o deslumbrar a los demás, ya deseen mostrarles su desprecio. El caso del solitario que se encierra absolutamente, y a veces por toda la vida, muchas veces tiene por base un amor desenfrenado a la multitud, amor mucho más fuerte que cualquier otro sentimiento, y que por no poder ganarse, cuando sale de casa, la admiración de la portera, de los transeúntes, del cochero de punto, prefiere que no lo vean nunca, y para ello renuncia a toda actividad que exija salir a la calle.

En medio de todas aquellas gentes, algunas de las cuales iban pensando en alguna cosa, pero delatando entonces la movilidad de su ánimo por una serie de bruscos ademanes y una divagación de la mirada tan poco armoniosos como la circunspecta vacilación de sus vecinos, las muchachas que digo, con ese dominio de movimientos que proviene de la suma flexibilidad corporal y de un sincero desprecio por el resto de la Humanidad, andaban derechamente, sin titubeos ni tiesura, ejecutando exactamente los movimientos que querían, con perfecta independencia de cada parte de su persona con respecto a las demás, de suerte que la mayor parte de su cuerpo conservaba esa inmovilidad tan curiosa propia de las buenas bailarinas de vals. Ya se iban acercando a mí. Cada una era de un tipo enteramente distinto de las demás, pero todas guapas; aunque, a decir verdad, hacía tan poco tiempo que las estaba viendo, y eso sin atreverme a mirarlas fijamente, que todavía no había individualizado a ninguna de ellas. No había más que una que, por su nariz recta y su tez morena, contrastaba vivamente con sus compañeras, como un rey Mago de tipo árabe en un cuadro del Renacimiento; a las demás las reconocía por un solo rasgo físico: a esta, por sus ojos duros, resueltos y burlones; a aquella, por los carrillos de color rosa tirando a cobrizo, tono que evocaba la idea del geranio, y ni siquiera esos rasgos los había yo atribuido indisolublemente a una muchacha determinada y distinta; y cuando (con arreglo al orden en que se iba desarrollando este maravilloso conjunto, en el que se tocaban los más opuestos aspectos y se unían las más diferentes gamas de color, pero todo ello confuso como una música en la que me fuese imposible aislar y reconocer las frases que iban pasando, perfectamente distintas, pero inmediatamente olvidadas) veía surgir un óvalo blanco, unos ojos azules o verdes, no sabía bien si esa cara y esa mirada eran las mismas que me sedujeron el momento antes, y me era imposible referirlas a una sola muchacha separada y distinta de las demás. Y, precisamente, el hecho de que en esta mi visión faltaran las demarcaciones que luego habría yo de fijar entre ellas propagaba en el grupo algo como una fluctuación armoniosa, la constante traslación de una belleza fluida, colectiva y móvil.

Si habían ido a reunirse en la vida aquellas amigas, todas guapas, para formar un grupo, quizá no era por puro efecto de la casualidad; acaso esas muchachas (que con sólo su actitud revelaban un modo de ser atrevido, frívolo y duro), sumamente sensibles a todo ridículo y fealdad e incapaces de sentirse atraídas por ninguna belleza de orden intelectual o moral, se encontraron un día con que entre todas sus compañeras se distinguían ellas por la repulsión que les inspiraban aquellas otras chicas que con su timidez, su encogimiento o sensibilidad, lo que ellas debían de llamar un «estilo antipático», y no se juntaron con ellas; mientras que intimaron con otras muchachas que las atraían por su mezcla de gracia, de agilidad y belleza física, única forma con que se podía revestir; según ellas, un carácter franco y seductor, promesa de muy buenos ratos de amistosa compañía. Acaso fuese también que la clase social a que pertenecían, y que no pude precisar bien, se hallaba en ese punto de evolución en que, o bien por ser rica y ociosa, o bien por estar penetrada de las nuevas costumbres deportivas, tan difundidas hasta en ciertas capas del pueblo, y de una cultura física a la que queda aún por agregar la cultura intelectual se parecía un poco a esas escuelas de escultura armoniosas y fecundas que todavía no buscan la expresión atormentada, una clase social que produce naturalmente y en abundancia cuerpos hermosos, con piernas bonitas, con caderas bonitas, semblante tranquilo y sano y aire de astucia y agilidad. ¿Acaso no estaba yo viendo allí, delante del mar, nobles y serenos dechados de humana belleza, como estatuas colocadas al sol en la ribera de la tierra griega?

Parecía como que la cuadrilla de mozas, que iba avanzando por el paseo cual luminoso cometa, estimara que aquella multitud que había alrededor se componía de seres de otra raza, de seres cuyo sufrir no les inspiraría sentimiento alguno de solidaridad, y hacían como que no veían a nadie, obligando a todas las personas paradas a apartarse lo mismo que cuando se viene encima una máquina sin gobierno y qué no se preocupa de choques con los transeúntes; a lo sumo cuando algún señor viejo, cuya existencia no admitían las jovenzuelas y cuyo contacto rehuían, escapaba con gestos de temor o indignación, precipitados o ridículos, se limitaban ellas a mirarse unas a otras, riéndose. No necesitaban afectar ningún desprecio por todo lo que no fuese su grupo, porque bastaba con su sincero desprecio. Pero no podían ver ningún obstáculo sin divertirse en saltárselo, tomando carrerilla o a pies juntos, porque estaban henchidas, rebosantes de esa juventud que es menester gastar en algo; tanto, que hasta cuando se está triste o malo, y obedeciendo más bien a las necesidades de la edad que al humor del día, no se deja pasar ocasión de dar un salto o echarse a resbalar sin aprovecharla concienzudamente, interrumpiendo así el lento paseo, sembrándolo de graciosos incidentes, en que se tocan virtuosismo y capricho, lo mismo que hace Chopin con la frase musical más melancólica. La señora de un banquero ya muy viejo estuvo dudando en dónde colocar a su marido, y por fin lo sentó en su butaca plegable, dando cara al paseo, resguardado del aire y del sol por el quiosco de la música. Viéndolo ya bien instalado, acababa de marcharse en busca de un periódico para distraer con su lectura al esposo; estos cortos momentos en que lo dejaba solo, y que nunca duraban más de cinco minutos, cosa que a él le parecía mucho, los repetía la señora con bastante frecuencia, porque como deseaba prodigar a su viejo marido muchos cuidados y al propio tiempo disimularlos, de esa manera le daba la impresión de que aún se hallaba en estado de vivir como todo el mundo y no necesitaba protección. El quiosco de la música, al cual estaba arrimado el anciano, formaba una especie de trampolín natural y tentador; la primera muchacha de la cuadrilla echó a correr por el tablado de la música y dio un salto por encima del espantado viejo, rozándole la gorra con sus ágiles pies, todo ello con gran contentamiento de las otras muchachas, especialmente de unos ojuelos verdes pertenecientes a una cara de pepona, que expresaron ante aquel acto una admiración y alegría donde se me figuró a mí ver una cierta timidez vergonzosa y fanfarrona que no existía en las demás chiquillas. «¡Hay que ver ese pobre viejo, me da lástima, está medio cadáver va!», dijo una de ellas con voz bronca y en tono semiirónico. Anduvieron unos pasos más y se pararon en conciliábulo, en medio del paseo, sin darse por enteradas de que estaban estorbando el paso, formando una masa irregular, compacta, insólita y vocinglera, al igual de los pájaros que se agrupan para echarse a volar; luego reanudaron su lento caminar a lo largo del paseo, dominando el mar.

Ahora ya habían dejado de ser confusas e indistintas sus encantadoras facciones. Las había yo repartido y aglomerado (a falta de nombres) alrededor de la mayor, la que saltó por encima del viejo banquero; una menudita, que destacaba sobre el fondo del mar sus carrillos frescos y llenos y sus ojos verdes; otra de tez morena y nariz muy recta, en fuerte contraste con sus compañeras; la tercera tenía la cara muy blanca, como un huevo, y la naricilla formaba un arco de círculo cual el pico de un polluelo —cara que suelen tener algunos jovencitos—; la cuarta era alta y se envolvía en una pelerina, cosa que le daba un aspecto de pobre y desmentía la elegancia de su tipo (tanto, que a mí no se me ocurrió más explicación sino que aquella muchacha debía de tener unos padres de buena posición y que ponían su amor propio muy por encima de los veraneantes de Balbec y de la elegancia del indumento de sus hijos, de modo que les era igual que la chica anduviera por el paseo vestida de una manera que hasta para gente insignificante hubiese resultado modesta); y, por último, una muchacha de mirar brillante y risueño, de mejillas llenas y sin brillo, con una especie de gorra de sport muy encasquetada; iba empujando una bicicleta con un meneo de caderas tan desmadejado, con tal facha y soltando tales vocablos de argot muy ordinarios, y a gritos, cuando pasé a su lado (sin embargo, distinguí entre sus palabras esa frase molesta de «vivir su vida»), que tuve que abandonar la hipótesis basada en la pelerina de su compañera, y llegué a la consecuencia de que esas chiquillas eran de ese público que va a los velódromos, probablemente jóvenes amigas de corredores ciclistas. Claro es que en ninguna de mis suposiciones entraba la, idea de que fuesen muchachas decentes. A primera vista —en el insistente mirar de la que empujaba la bicicleta, en el modo que tenían de lanzarse ojeadas unas a otras riéndose— comprendí que no lo eran. Además, mi abuela había velado siempre sobre mí con tan timorata delicadeza, que yo llegué a creerme que todas las cosas que no deben hacerse forman un conjunto indivisible, y que unas muchachas que no respetan a la ancianidad es poco probable que se paren en obstáculos cuando se trate de placeres más tentadores que el de saltar por encima de un octogenario.

Ahora ya las había individualizado; pero, sin embargo, la réplica que se daban unas a otras con los ojos, animados por un espíritu de suficiencia y compañerismo, en los que se encendía de cuando en cuando una chispa de interés o de insolente indiferencia, según se posaran en una de las amigas o en un transeúnte, y esa consciencia de conocerse con bastante intimidad para ir siempre juntas, formando «grupo aparte» creaba entre sus cuerpos separados e independientes, según iban avanzando por el paseo, un lazo invisible, pero armonioso, como una misma sombra cálida o una misma atmósfera que los envolviera, y formaba con todos ellos un todo homogéneo en sus partes y enteramente distinto de la multitud por entre la cual atravesaba calmosamente la procesión de muchachas.

Por un momento, cuando pasé junto a la muchacha carrilluda que iba empujando la bicicleta, mis miradas se cruzaron con las suyas, oblicuas y risueñas, que salían del fondo de ese mundo inhumano en que se desarrollaba la vida de la pequeña tribu, inaccesible tierra incógnita a la que no llegaría yo nunca y en donde jamás tendría acogida la idea de mi existencia. La muchacha, que llevaba, un sombrero de punto muy encasquetado, iba muy preocupada con la conversación de sus compañeras, y yo me pregunté si es que me había visto cuando se posó en mí el negro rayo que de su mirar salía. Si me había visto, ¿qué le habría parecido yo? ¿Desde qué remoto fondo de un desconocido universo me estaba mirando? Y no supe contestarme, como no sabe uno qué pensar cuando, gracias al telescopio, se nos aparecen determinadas particularidades en un astro vecino, respecto a la posibilidad de que esté poblado y de que sus habitantes nos vean, ni de la idea que de nosotros se formen.

Si pensáramos que los ojos de una muchacha no son más que brillantes redondeles de mica, no sentiríamos la misma avidez por conocer su vida y penetrar en ella. Pero nos damos cuenta de que lo que luce en esos discos de reflexión no proviene exclusivamente de su composición material; hay allí muchas cosas para nosotros desconocidas, negras sombras de las ideas que tiene esa persona de los seres y lugares que conoce —verdes pistas de los hipódromos, arena de los caminos, por donde me hubiese arrastrado, pedaleando a campo y a bosque traviesa, esta perimenudita, más seductora para mí que la del paraíso persa—, las sombras de la casa en donde va a penetrar ahora, los proyectos que hace o los proyectos que inspira; en esos redondeles de mica está ella, con sus deseos, sus simpatías, sus repulsiones, con su incesante y obscura, voluntad. Así, que sabía yo que, de no poseer todo lo que en sus ojos se encerraba, nunca poseería a la joven ciclista. De suerte que lo que me inspiraba deseo era su vida entera; deseo doloroso por lo que tenía de irrealizable, pero embriagador, porque lo que entonces había sido mi vida dejó bruscamente de ser mi vida total y se transformó en una parte mínima del espacio que se extendía ante mí y que yo ansiaba recorrer, espacio formado por la vida de esas muchachas, que me ofrecía esa prolongación y multiplicación posibles de sí mismo que constituyen la felicidad. E indudablemente la circunstancia de que no hubiera entre nosotros ninguna costumbre —ni ninguna idea— común había de hacerme más difícil el poder llegar a tratarlas y ganarme su simpatía. Pero gracias precisamente a esas diferencias, a la conciencia de que no entraba en la manera de ser en los actos de aquellas chicas un solo elemento de los que yo conocía o poseía, fue posible que en mi espíritu la saciedad se cambiara en sed —sed tan ardiente como la de la tierra seca—, sed de una vida que mi alma absorbería ávidamente, a grandes sorbos, en perfectísima imbibición, justamente porque nunca había probado una gota de esa vida.

Tanto miré a la ciclista de los ojos brillantes, que pareció darse cuenta y dijo a la mayor de todas una frase que la hizo reír y que yo no entendí. En verdad, esta morena no era la que más me gustaba, cabalmente por ser morena, pues desde el día en que vi a Gilberta en el sendero de Tansonville fue para mí el inaccesible ideal una muchacha de pelo rojo y tez dorada. Pero también a Gilberta la quise porque se me apareció con la aureola de ser amiga de Bergotte e ir con él a ver catedrales. Y lo mismo ahora tenía motivo para regocijarme porque esta morena me había mirado (lo cual me hacía suponer que me sería más fácil entrar en relaciones con ella primero), pues así me presentaría a las demás, a la implacable chiquilla que saltó por encima del viejo, a la otra tan cruel que dijo: «¡Me da lástima ese pobre viejo!», a todas aquellas muchachas de cuya inseparable amistad podía gloriarse. Y, sin embargo, la suposición de que algún día podría ser amigo de una de esas muchachas, que esos ojos cuyo desconocido mirar venía hasta mí algunas veces acariciándome sin saberlo, como rayo de sol que se posa en una pared, llegasen a dejar penetrar, por milagrosa alquimia, entre sus inefables parcelas la noción de mi existencia y hasta algún afecto, de que quizá alguna vez me fuera dado estar entre ellas, formar parte de la teoría que iba desarrollándose sobre el fondo que ponía el mar, me pareció suposición absurda; suposición que contuviese en sí tina contradicción tan insoluble como si delante de un friso antiguo o de un fresco que figure el paso de una comitiva se me antojara posible el que yo, espectador, fuese a ocupar un sitio entre las divinas procesionantes, que me acogían con amor.

La felicidad de conocer a aquellas muchachas era cosa irrealizable. Bien es verdad que no era la primera felicidad de este género a que había yo renunciado. Bastaba con recordar las muchas desconocidas que, hasta en el mismo Balbec, me había hecho dejar atrás para siempre el coche que corría a toda velocidad. Y el placer que me causaba la bandada de mocitas, noble como si estuviera compuesta de vírgenes helénicas, provenía de que tenía algo de pasajero, como las muchachas que me encontraba en los caminos. Esa fugacidad de los seres que no conocemos y que nos obligan a separarnos de la vida habitual, donde ya llegamos a saber los defectos de las mujeres que en ella tratamos, nos pone en un estado de persecución en que no hay nada que pueda parar la imaginación. Y quitar a nuestros placeres el lado imaginativo es reducirlo a la nada. Mucho menos me hubiesen encantado esas muchachas en caso de que alguna de esas celestinas que, como ya se vio, no desdeñaba yo siempre, me las hubiera ofrecido separadas del elemento que ahora las revestía de tantos matices y tal vaguedad. Es menester que la imaginación, avivada por la incertidumbre de si podrá lograr su objeto, invente una finalidad que nos tape la otra, y substituyendo al placer sensual la idea de penetrar en una vida humana, no nos deje reconocer ese placer, saborear su verdadero gusto ni reducirlo a sus justas proporciones.

Es menester que entre nosotros y ese pescado, pescado que en el caso de haberlo visto por primera vez servido en una mesa no nos parecería digno de las mil artimañas y rodeos que su captura requiere, se interponga en las tardes de pesca el remolino de la superficie del agua, en el que asoman, sin que nosotros sepamos a ciencia cierta para qué nos van a servir, una carne brillante y una forma indecisa entre la fluidez de un azul móvil y transparente.

A estas muchachas las favorecía también ese cambio de proporciones sociales característico de la vida de playa veraniega. Todas las preeminencias que en nuestro ambiente habitual nos sirven de prolongación y engrandecimiento se hacen invisibles ahora, se suprimen realmente, y en cambio los seres que, según suponemos nosotros, sin fundamento alguno, disfrutan de esas ventajas, se adelantan amplificados con falsa grandeza. Y por eso era muy fácil que unas desconocidas, en este caso las muchachas de la cuadrilla, adquirieran a mis ojos extraordinaria importancia y muy difícil que yo pudiese enterarlas de la importancia de mi persona.

Pero si este desfile de la bandada de muchachas tenía la ventaja de ser un resumen de ese rápido pasar de mujeres fugitivas, que siempre me preocupó, en este caso el huidizo desfile se sujetaba a un ritmo tan lento que casi era inmovilidad. En una fase tan poco rápida los rostros de las muchachas no se me representaban como arrastrados por un torbellino, sino perfectamente distintos y serenos; y el hecho de que vistos así me pareciesen bellos excluía la posibilidad, posibilidad que se me ocurría muchas veces cuando veía pasar a las mozas yendo en el coche de la señora de Villeparisis, de que viéndolas más de cerca y parándome un momento viniese a descubrirse algún detalle, como la tez picada de viruelas, la conformación defectuosa de la nariz, la mirada sosa, la sonrisa desgraciada, o una cintura fea, en lugar de aquellos rasgos perfectos en la cara y el cuerpo de la mujer, que yo me había imaginado; solía ocurrirme que me bastaba con entrever una línea de cuerpo bonita o una tez fresca para que en seguida añadiese yo de muy buena fe unos hombros perfectos o una mirada deliciosa, que en realidad eran recuerdo o idea preconcebida mía, porque ese rápido descifrar de la significación de un ser que vemos al vuelo nos expone a errores idénticos a los de una lectura hecha de prisa, en la que nos basamos en una sola sílaba, sin tomarnos tiempo para reconocer las que siguen, y ponemos en lugar de la palabra realmente escrita otra que nos brinda nuestra memoria. Pero ahora no podía ocurrir lo mismo. Me había fijado muy bien en sus rostros, y aunque no los vi en todos sus posibles perfiles y no se me presentaron de cara sino rara vez, pude coger de cada uno de ellos dos o tres aspectos lo bastante distintos para poder hacer, o bien la rectificación, o bien la verificación y prueba de las diferentes suposiciones de líneas y colores que arriesgué a primera vista; y observé que subsistía en ellos a través de las expresiones sucesivas una inalterable materialidad. Así, que pude decirme con toda seguridad que ni aun en el caso de las más favorables hipótesis respecto a lo que hubieran podido ser, si yo hubiese logrado pararme a hablar con ellas, las mujeres fugitivas que me llamaban la atención en París o en Balbec, ninguna me había inspirado con su aparición, y en seguida con su desaparición sin darme lugar a conocerla, la misma nostalgia que tras sí me dejarían estas muchachas, y con ninguna de ellas se me ocurrió que su amistad fuera cosa tan embriagadora. Ni entre las actrices, ni entre las mozas del campo, ni entre las pensionistas de los colegios de monjas vi yo nunca nada tan bello, tan hondamente empapado de vida desconocida, tan inestimablemente precioso, tan verosímilmente inaccesible. Eran un ejemplar delicioso y en perfecto estado de la felicidad desconocida y posible de la vida; tanto, que casi fue por razones intelectuales por lo que me desesperé de miedo a no poder hacer en condiciones únicas, sin dejar posibilidad al error, la experiencia del máximo misterio que nos ofrece la belleza que deseamos; belleza que se consuela uno de no poseer nunca yendo a pedir placer —como Swann se negó siempre a hacer, antes de Odette— a mujeres que no se desean, de manera que llega la muerte sin que sepamos a qué sabía el placer deseado. Podía ocurrir que en realidad tal placer no fuese un placer desconocido, que visto de cerca se disipara su misterio, y que sólo fuera proyección y espejismo del deseo. Pero si eso era cierto habría que atribuirlo a la necesidad de una ley de la naturaleza —que en el caso de aplicarse a estas muchachas se aplicaría igualmente a todas las del mundo—, pero no a lo defectuoso del objeto. Objeto que yo hubiera escogido entre otros muchos, pues me daba perfecta cuenta, con satisfacción de botánico, de que era imposible encontrar juntas especies más raras que las de estas flores tempranas que interrumpían en este momento, delante de mí, la línea del mar formando leve valladar que parecía hecho con rosales de Pensilvania que sirven de exorno a un jardín puesto en la brava ribera marina; a través de esos rosales se ve toda la extensión de océano que recorre un steamer deslizándose lentamente por la, raya azul y horizontal que va de tallo a tallo de rosal, y tan despacio marcha el barco, que esta mariposa que se quedó entre los pétalos de una flor que ya dejó atrás el navío puede esperar tranquilamente a que sólo la separe de la flor siguiente una parcela azul para echarse a volar en la seguridad de que llegará antes que el vapor.

Volví al hotel; aquel día tenía que ir a cenar a Rivebelle con Roberto, y mi abuela me exigía las noches que cenaba fuera que me estuviese una hora echado en mi cama antes de salir; luego, el médico de Balbec me ordenó que esta siesta fuese diaria.

Aunque en realidad no era menester salir del paseo del dique y penetrar en el hotel por el hall, esto es, por la parte de detrás. Porque ahora, por ser pleno verano, y gracias a un adelanto comparable a los sábados de Combray, en que almorzábamos una hora antes, los días eran tan largos que el sol estaba aún bien alto, como en hora de merienda, cuando empezaban a poner las mesas de la cena en el Gran Hotel de Balbec. De suerte que los grandes ventanales del comedor, que daban al paseo del dique, estaban abiertos por completo hasta el suelo, y con levantar un poco el pie para saltar el reborde de madera de la ventana ya estaba en el comedor; lo atravesaba y me metía en el ascensor.

Al pasar por delante de la dirección dirigía yo una sonrisa al director; recogía otra correspondiente en su rostro, sin sentir ya ni sombra de desagrado, porque desde que estaba en Balbec mi atención comprensiva había ido inyectándose poco a poco en aquella cara y transformándola como una preparación de historia natural. Sus rasgos fisonómicos eran ya para mí cosa corriente, se habían cargado de significación, mediocre sí, pero inteligible como letra que ya no se parecía a aquellos caracteres raros intolerables, que me presentó su rostro aquel primer día en que vi delante de mí a un personaje ya olvidado; personaje que cuando surgía al conjuro de mi evocación era ya desconocido y dificilísimo de identificar con la, personalidad insignificante y, pulida a la que servía de caricatura sumaria y deforme. Ya sin aquella timidez y tristeza de la noche de mi llegada al hotel hacía sonar el timbre del lift; y ahora el muchacho del ascensor no permanecía silencioso mientras que iba subiendo a su lado, como en una caja torácica móvil que corriera a lo largo de la columna, sino que me repetía: «Ya no hay tanta gente como hace un mes. Empiezan ya a marcharse; los días van acortándose». Y decía eso no porque fuese verdad, sino porque tenía una colocación en un hotel de un lugar más cálido de la costa, y su deseo habría sido que nos marcháramos todos para que así el hotel tuviera que cerrarse y le quedaran unos días de holganza antes de seguir en su nueva colocación. «Seguir» y «nueva» no eran en su lenguaje expresiones contradictorias, porque para él «seguir» era la forma usual del verbo empezar. Lo único que me extrañó es que tuviese la condescendencia de decir «colocación», porque pertenecía a ese moderno proletariado que aspira a borrar en el habla toda huella de domesticidad. Pero en seguida me anunció que en el «empleo» en que iba a «seguir» tendría mejor traje y paga; y es que las palabras «uniforme» y «salario» le parecían anticuadas y poco discretas. Y como, por un caso de absurda contradicción, el vocabulario ha sobrevivido, a pesar de todo, en el ánimo de los «patronos» a la concepción de la desigualdad social, resultaba que yo siempre entendía de mala manera lo que me decía el lift. Lo que yo quería saber es si mi abuela estaba en el hotel. Y ya antes de que le preguntara nada, me decía el muchacho: «Esa señora acaba de salir de su cuarto». Yo nunca caía en la cuenta y me figuraba que se refería a mi abuela. «No, esa señora que está empleada en casa de ustedes». Como en el antiguo lenguaje burgués, que por lo visto debía de estar ya abolido, una cocinera no se denomina empleada, yo me paraba un momento a pensar: «Se ha equivocado, porque nosotros no tenemos ni fábrica ni empleados». De pronto se me venía a las mientes que el nombre de empleado es lo mismo que el bigote para los camareros de café: una satisfacción de amor propio que se da a los criados, y que esa señora que acababa de salir era Francisca (que probablemente habría ido a visitar al cafetero o a ver coser a la doncella de la señora belga); esa satisfacción aún no le parecía bastante al chico del lift, porque solía decir de la gente de su clase y edad, con tono de compasión «el obrero, el chico», empleando el mismo singular colectivo que Racine cuando dice: «el pobre». Pero, por lo general, como ya habían desaparecido la timidez y el deseo de agradar que sentí el primer día, ya no hablaba al lift. Y ahora él es el que se quedaba sin contestación durante aquella corta travesía, cuyos nudos tenía que ir filando, a través del hotel, hueco como un juguete, o que desplegaba a nuestro alrededor, o piso a piso, sus ramificaciones de pasillos; y allá al fondo la luz se aterciopelaba, se rebajaba, quitaba materialidad a las puertas de comunicación y a los escalones de las escaleras interiores, que convertía en un ámbar dorado inconsistente y misterioso, como uno de esos crepúsculos en que Rembrandt recorta el antepecho de una ventana o la cigüeñuela de un pozo. Y en cada piso un resplandor áureo en la alfombra del ascensor anunciaba la puesta de sol y las ventanas de los retretes.

Me preguntaba yo si las muchachas que acababa de ver vivirían en Balbec y quiénes serían. Cuando el deseo se orienta así hacia una pequeña tribu humana que uno ha seleccionado, todo lo que a ella se refiere viene a convertirse en motivo de emoción, y más luego, en motivo de ensoñaciones. Había yo oído decir en el paseo a una señora: «Es una amiga de la chica de Simonet», con el mismo tono de presuntuosa precisión de una persona que dijese: «Es un camarada inseparable del chico de La Rochefoucauld». Y en seguida se advirtió en la cara de la señora a quien se dirigían estas palabras la curiosidad y el deseo de mirar con mayor atención a la favorecida persona que era «amiga de la chica de Simonet». Privilegio este que de seguro no se concedía a todo el mundo. Porque la aristocracia es una cosa relativa. Y hay huequecitos que no cuestan mucho donde el hijo de un mueblista es príncipe de elegancias y tiene su corte como un joven príncipe de Gales. Más adelante he hecho muchas veces por acordarme de cómo resonó para mí en la playa, al oírlo por primera vez, ese nombre de Simonet, incierto aún en su forma, que yo no distinguía bien, y también en su significación, en la posibilidad de que designara a una o a otra persona; teñido, en suma, con un tono de vaguedad y cosa nueva que luego, en el porvenir, nos habrá de conmover al recordarlo, porque ese nombre, cuyas letras se van grabando segundo a segundo, y cada vez más profundamente en nosotros, por obra de la incesante atención, llegará a convertirse (con el de la chica de Simonet no me ocurrió eso hasta años más tarde) en el primer vocablo que encontremos en el momento del despertar o al recobrar mientes después de un desmayo, antes aún de la noción de la hora que sea y del lugar en que nos hallemos, antes de la palabra «yo», como si el ser que designa ese nombre fuese más que nosotros mismos y como si después de un momento de inconsciencia esa tregua que acaba de expirar significara ante todo unos instantes en que dejamos de pensar en el nombre ese. No sé por qué desde el primer día se me antojó que alguna de esas muchachas debía de llamarse Simonet, y estaba siempre pensando en cómo podría llegar a conocer a la familia Simonet; y a conocerla por medio de alguna persona que ellos juzgaran superior, cosa no muy difícil si eran chiquillas fáciles de clase pobre, como yo suponía, con objeto de que no se formara de mí una idea desdeñosa. Porque no es posible llegar al conocimiento perfecto ni practicar la absorción completa de un ser que nos desdeña mientras no hayamos vencido ese desdén. Y cada vez que penetran en nuestro ánimo las imágenes de mujeres tan distintas ya no tenemos punto de reposo, a no ser que el olvido o la competencia de otras imágenes no las elimine, hasta que convirtamos a esas mujeres extrañas en algo parecido a nosotros mismos, porque nuestra alma tiene en estas cosas la misma facultad de reacción y actividad que el organismo físico, el cual no puede tolerar la intromisión en su seno de un cuerpo extraño sin intentar inmediatamente la digestión y asimilación del intruso; así, me figuraba yo que la pequeña Simonet debió de ser la más guapa de todas, y, además, la que acaso llegara alguna vez a querida mía, porque ella fue la única que se dio por enterada de la fijeza de mis miradas y medio volvió la cabeza por dos o tres, veces. Pregunté al lift si no conocía a algunos Simonet en Balbec. Como no le gustaba confesar que ignoraba ninguna cosa respondió que le parecía haber oído hablar de ese nombre. Cuando llegué al último piso le dije que me hiciera el favor de traerme las lisias últimas de las personas llegadas al hotel.

Salí del ascensor; pero en vez de encaminarme a mi cuarto seguí por el pasillo, porque a esta hora el criado del piso, aunque tenía miedo a las corrientes de aire, dejaba abierta la ventana que se abría al fondo del corredor; esta ventana no daba al mar, sino al valle y la colina, pero como casi siempre estaba cerrada y los cristales eran esmerilados no dejaba ver el paisaje. Hice estación por un momento delante de la ventana, rindiendo la devoción debida a la «vista», que por una vez me descubría, más allá de la colina a la que estaba adosado el hotel; en dicha colina no había más que una casita plantada a cierta distancia, y a esta hora la perspectiva y la luz de anochecido, sin quitarle nada de su volumen, la cincelaban preciosamente y le prestaban aterciopelado estuche, como uno de esos edificios en miniatura, templo o capillita de orfebrería y esmalte, que sirven de relicarios y que sólo se exponen a la veneración de los fieles en raras ocasiones. Pero ya había durado mucho ese instante de adoración, porque el criado que tenía en una mano un manojo de llaves y se llevaba la otra, para saludarme, a su casquete de sacristán, pero sin quitárselo, por causa del aire fresco de la noche, venía ya a cerrar las dos hojas de la ventana como quien cierra las dos hojas de un relicario y arrebataba así a mi adoración el reducido monumento y la áurea reliquia. Entraba yo en mi cuarto. Según se adelantaba el verano iba cambiando el cuadro que me encontraba en el balcón. A lo primero era aún de día y la habitación estaba muy clara, a no ser que estuviese nublado; entonces, en el glauco cristal, ampulosamente repleto de hinchadas olas, el mar, engastado en la armadura de hierro de la cristalería como entre los plomos de una vidriera, deshilachaba en toda la rocosa, orla de la bahía triángulos adornados de inmóvil espuma delineada con la finura de pluma o plumón salidos del lápiz de Pisanello, triángulos que parecían como solidificados en ese esmalte blanco, inalterable y espeso que figura una capa de nieve en los trabajos de vidriería de Gallé.

Pronto fueron acortándose los días, y en el momento de entrar en mi habitación el cielo violeta parecía como estigmatizado por la imagen rígida, geométrica, pasajera y fulgurante del sol (igual que si representase algún signo milagroso o aparición mística), y se inclinaba hacia el mar girando sobre la charnela del horizonte como un cuadro religioso colgado encima del altar mayor; mientras las partes diferentes del crepúsculo se exponían en los espejos de las librerías de caoba que corrían a lo largo de las paredes, y yo las refería con el pensamiento a la maravillosa pintura de la que parecían haberse desprendido, como esas diversas escenas que ejecutó un pintor primitivo para una hermandad en un relicario, y que ahora se exhiben en una sala de museo en tablas separadas, que sólo el visitante puede, a fuerza de imaginación, colocar en su sitio, en la predela del retablo. Unas semanas más tarde, al subir a mi cuarto, el sol ya se había puesto. Por encima del mar, compacto y recortado como una gelatina, había una franja de cielo rojo, semejante a la que veía yo en Combray extenderse sobre el Calvario cuando tornaba de mi paseo y me disponía a bajar a la cocina antes de cenar, y un momento después, sobre el mar frío y azulado como ese pescado que llaman mújol, el cielo, del mismo tono rosado que el salmón que habrían de servirnos poco después en Rivebelle, avivaba el placer que yo sentía al vestirme de frac para ir a cenar fuera. En el mar, y muy cerca de la orilla, se afanaban por elevarse unos encima de otros, a capas cada vez más anchas, vapores de un negro de hollín, pero con bruñido y consistencia de ágata, y que parecían pesar mucho; tanto, que los que estaban más altos se desviaban ya del tallo deforme y hasta del centro de gravedad que formaban las capas que les servían de sostén, y parecía como que iban a arrastrar toda aquella armazón, que ya llegaba a la mitad del cielo, y a precipitarla en el mar. Veía un barco que iba alejándose como nocturno viajero, y eso me daba la misma impresión, que ya tuve en el tren, de estar liberado de las necesidades del sueño y del encierro en una habitación. Aunque en realidad no me sentía yo prisionero en mi cuarto, puesto que dentro de una hora iba a salir de él para montar en el coche. Me echaba en la cama, y me veía rodeado por todas partes de imágenes del mar, como si estuviese en la litera de uno de esos barcos que pasaban cerca de mí, de esos barcos que luego, por la noche, nos asombrarían con la visión de su lenta marcha por el seno de la obscuridad, como cisnes silenciosos y sombríos, pero bien despiertos.

Y muchas veces, en efecto, no eran más que imágenes, porque yo me olvidaba de que por detrás de esos colores no había sino el triste vacío de la playa, barrida por ese viento inquiete de la noche que con tanta ansia sentí el día de mi llegada a Balbec; además, preocupado con la idea de las muchachas que vi pasar, ni siquiera allí en mi cuarto me sentía en disposición lo bastante tranquila y desinteresada para que pudiesen producirse en mi alma impresiones de belleza verdaderamente hondas. Con la espera de la cena en Rivebelle aún estaba de humor más frívolo y mi pensamiento residía en esos momentos en la superficie de mi cuerpo, el cuerpo que iba a vestir en seguida con objeto de que pareciese lo más agradable posible a las miradas femeninas que en mí se posaran en el iluminado restaurante; de modo que era incapaz de poner profundidad alguna tras los colores de las cosas. Y si no hubiera sido porque allí al pie de mi ventana el suave e incansable revuelo de vencejos y golondrinas se lanzaba como un surtidor, como un vivo fuego artificial, rellenando el intervalo de eso altos cohetes con la hilazón inmóvil y blanca de las largas estelas horizontales; sí no hubiera sido por el delicioso milagro de este fenómeno natural y local, que enlazaba con la realidad los paisajes que ante mi vista tenía, se me habría podido figurar que no eran otra cosa tos tales paisajes que una colección de cuadros, que se cambiaban a diario, expuestos por capricho en el lugar donde yo me hallaba y sin ninguna relación necesaria con él. A veces era una exposición de estampas japonesas; junto a la delgada oblea del sol, rojo y redondo como la luna, una nube amarilla semejaba un lago, y destacándose contra ella, cual si fuesen árboles plantados en la orilla del imaginario lago, había unas espadañas negras; una barra de un rosa suave, tal como no la viera yo desde mi primera caja de pinturas, se inflaba a modo de río, y en sus riberas había unos barquitos que parecían estar en seco esperando que viniesen a tirar de ellos para ponerlas a flote. Y con el mirar desdeñoso, aburrido y frívolo de un aficionado o de una damisela que recorre entre dos visitas mundanas una galería de pintura, me decía yo: «Es curiosa la puesta de sol, muy particular; pero he visto otras tan delicadas y tan asombrosas como esta». Más me gustaban aquellas tardes en que aparecía, cual en cuadro impresionista; un barco absorbido y fluidificado por el horizonte, de un color tan de horizonte, que semejaba la misma materia que la lejanía, como si su proa y sus jarcias no fuesen otra cosa que recortes hechos en el azul vaporoso del cielo, que en ellos aún se hacía más sutil y afiligranado. A veces el océano llenaba casi toda mi ventana, adornada con urca franja de cielo, orlada en lo alto por una línea que era del mismo azul que el mar, por lo cual me figuraba yo que era mar también y atribuía su distinto tono a un efecto de luz. Otros días el mar pintábase tan sólo en la parte inferior de la ventana y todo el espacio restante lo llenaban infinitas nubes amontonadas unas contra otras en franjas horizontales, de suerte que parecía como si los cristales presentaran, con premeditación o por especialidad artística, un «estudio de nubes», mientras que las vitrinas de las librerías mostraban nubes semejantes, pero de distintos lugares del horizonte y diversamente iluminadas, cual si ofreciesen esa repartición, tan grata a algunos maestros contemporáneos, de un mismo y único efecto tomado siempre a horas diferentes, pero que gracias a la inmovilidad del arte podían verse ya ahora todos juntos en una misma habitación, ejecutados al pastel y cada cual detrás de su cristal. Había veces en que sobre mar y cielo, uniformemente grises, se posaba con exquisito refinamiento un leve tono rosado, y una mariposa dormida en la parte baja de la ventana parecía significar con sus alas, allí al pie de esa «armonía gris y rosa», al modo de las de Whistler, la firma favorita del maestro de Chelsea. Todo iba desapareciendo hasta el tono rosa, y ya no quedaba nada que mirar. Me levantaba un momento, y antes de volver a acostarme echaba los cortinones de la ventana. Por encima de ellos, desde mi cama, veía la raya de claridad que quedaba ensombrecerse y atenuarse progresivamente; pero ninguna suerte de tristeza ni de nostalgia me daba el dejar morir en lo alto de las cortinas esa hora en que, por lo general, estaba sentado a la mesa, porque sabía yo que aquel día era distinto de los demás, mucho más largo, como los días polares, que la noche interrumpe sólo por unos momentos; sabía yo que de la crisálida de ese crepúsculo ya se disponía a salir, por radiante metamorfosis, la esplendorosa luz del restaurante de Rivebelle. Me decía. «Ya es hora»; me desperezaba en la cama, poníame en pie, daba remate a la tarea de componerme, y me parecían deliciosos esos instantes inútiles, aliviados de todo peso material, en los que yo empleaba, mientras que los demás estaban abajo cenando, todas las fuerzas acumuladas durante la inactividad del descanso tan sólo en secarme el cuerpo, en ponerme el smoking, en hacerme el lazo de la corbata, en todos esos movimientos dominados va por el esperado placer de ver de nuevo a una mujer en la que me había fijado la vez última que estuve en Rivebelle, que pareció que me miraba, y que si aquella noche salió por un momento del comedor fue acaso para ver si yo la seguía; y muy alegremente me revestía de todos esos atractivos para entregarme espontánea y completamente a una vida nueva, libre, sin preocupaciones, en la que me sería dable apoyar mis vacilaciones en la calma de Saint-Loup, en la que escogería de entre todas las especies de la Historia Natural venidas de todas las tierras aquellas que por ser componente de inusitados platos, inmediatamente encargados por mi amigo, tentaran más mi golosina o mi imaginación.

Y por fin llegaron los días en que ya no podía entrar en el hotel por los ventanales del comedor; no estaban abiertos porque era de noche, y todo un enjambre de pobres y de curiosos, atraídos por aquel resplandor para ellos inaccesible, se pegaba en negros racimos, ateridos por el cierzo, a las paredes luminosas y resbaladizas de la colmena de cristales.

Llamaron; era Amando, que quiso traerme él en persona las listas de los últimos huéspedes que habían llegado.

Pero antes de retirarse no pudo por menos de decirme que Dreyfus era culpable y requeteculpable. «Ya se descubrirá todo —me dijo—; si no este año, el que viene; a mí me lo ha dicho un señor que tiene muy buenas relaciones en el Estado Mayor». Yo le pregunté si no se decidirían a descubrirlo todo en seguida antes de fin de año. Dejó el cigarrillo —continuó Amando, al mismo tiempo que imitaba la escena relatada, sacudiendo la cabeza y el índice como hiciera su cliente, para dar a entender que no había que ser tan exigente y me dijo, dándome un golpecito en el hombro:

—Este año, no, Amando, no es posible; pero para la Pascua de Resurrección, sí. Y Amando me dio también un golpecito en el hombro, diciéndome: «¿Ve usted?, eso es lo que me hizo el caballero», ya porque le halagara aquella familiaridad del gran personaje, ya con objeto de que pudiese yo apreciar mejor y con pleno conocimiento de causa la fuerza del argumento y los motivos de esperanza que teníamos.

No dejé de sentir cierto golpecillo en el corazón cuando en la primera página de la lista me encontré con estas palabras: «Simonet y familia». Llevaba yo en mis viejos ensueños que databan de mi infancia, y en estos ensueños toda la ternura que vivía en mi seno, pero que precisamente por ser mía no se distinguía de mi corazón, se me aparecía como traída por un ser enteramente distinto de mí. Y ese ser lo fabriqué ahora una vez más utilizando para ello el nombre de Simonet y el recuerdo de la armonía que reinaba entre aquellos cuerpos jóvenes que vi desfilar por la playa en procesión deportiva digna de la antigüedad y de Giotto. Yo no sabía cuál de las muchachas era la señorita de Simonet, ni siquiera si alguna de ellas se llamaba así, pero sabía ya que la señorita de Simonet me quería y que iba a hacer por trabar conocimiento con ella por mediación de Saint-Loup. Desgraciadamente, Roberto había obtenido una; prórroga de licencia, pero a condición de volver todos los días a Donciéres; yo me creí que, para hacerlo faltar a sus obligaciones militares, debía de contar, no sólo con su amistad por mí, sino con esa misma curiosidad de naturalista humano que tantas veces me despertó el deseo de conocer a una nueva variedad de la belleza femenina, aún sin haber visto a la persona de que se hablaba, sólo por oír decir que en tal frutería tenían una cajera muy guapa. Pero en vano esperé excitar esa curiosidad en el ánimo de Saint-Loup hablándole de las muchachas de mis pensamientos. En él estaba paralizada hacía mucho tiempo por el amor que tenía a la actriz aquella que era querida suya. Y aún cuando hubiese sentido levemente tal curiosidad habríale reprimido inmediatamente por una especie de supersticiosa creencia de que la fidelidad de su querida acaso podía depender de su propia fidelidad. Así, que nos marchamos a cenar a Rivebelle sin que Roberto me prometiera ocuparse con actividad de las muchachas del paseo.

Al principio del verano, cuando llegábamos, el sol acababa de ponerse, pero aún había claridad; en el jardín del restaurante, cuyas luces no estaban encendidas todavía, el calor del día caía y se depositaba como en el fondo de una copa, y el aire pegado a las paredes parecía una jalea consistente y sombría, de tal modo que un gran rosal que trepaba por la obscura tapia, veteándola de rosa, semejaba la arborización que se ve en el fondo de una piedra de ónice. Pero al poco tiempo, al bajar del coche en Rivebelle ya reinaba la noche, y también era casi de noche cuando salíamos de Balbec, sobre todo cuando había mal tiempo y retrasábamos el momento de mandar enganchar esperando un claro. Pero esos días oía yo el soplar del viento sin ninguna tristeza: sabía que no significaba el abandono de mis proyectos y la reclusión en el cuarto; sabía que en el gran comedor del restaurante, en donde entraríamos al son de la música de los tziganes, innumerables lámparas triunfarían fácilmente de la obscuridad y del frío aplicándoles sus anchos cauterios de oro; y alegremente montaba en el cupé, que aguantaba el chaparrón, y me sentaba junto a Roberto. Desde algún tiempo atrás aquellas frases de Bergotte cuando se decía convencido de que a pesar de mi opinión yo había nacido para saborear sobre todo los placeres de la inteligencia volvieron a darme esperanzas respecto a lo que pudiese hacer algún día en el terreno de la, literatura; pero tales esperanzas veíanse defraudadas a diario por el fastidio que sentía al sentarme a la mesa para comenzar un estudio crítico o una novela. «Después de todo —decíame yo—, quizá resulte que el criterio infalible para juzgar del valor de una: hermosa página no tenga nada que ver con el placer que se sintió al escribirla; acaso ese placer no sea más que un estado accesorio, que se superpone después, pero que en caso de faltar no indica nada en contra del valor de lo escrito. A lo mejor, algunas obras magistrales se escribieron entre bostezos». Mi abuela calmaba mis dudas diciéndome que trabajaría bien y alegremente a condición de que mi salud fuese buena. Y como nuestro médico consideró lo más prudente avisarme de los graves riesgos a que podía exponerme mi estado de salud y me indicó todas las precauciones higiénicas a que debía atenerme para evitar cualquier accidente, yo subordinaba todo placer a una finalidad en mi opinión mucho más importante, la de llegar a ponerme bastante fuerte para poder realizar la obra que acaso llevaba en mí; así, que desde que estaba en Balbec yo mismo era el minucioso y constante inspector de mi propia salud. Por nada del mundo habría yo tocado la taza de café que podía quitarme el sueño de la noche, necesario para no sentirme fatigado al otro día. Pero cuando llegábamos a Rivebelle, en seguida, por la excitación que me causaba el placer nuevo y por verme en esa zona distinta en la que nos introduce lo excepcional después de haber cortado el hilo pacientemente tejido durante días y días, que nos llevaba hacia la cordura, como si ya no hubiese futuro ni elevados fines que realizar, desaparecía ese preciso mecanismo de prudente higiene que tenía por objeto servirles de salvaguardia. Cuando el criado me pedía mi abrigo, Saint-Loup me decía:

—¿No tendrá usted frío? Quizá sea mejor no quitárselo porque no hace mucho calor.

Yo contestaba que no, quizá porque no sentía el frío; pero, de todos modos, es que ya no sabía yo nada del temor a caer malo, de la necesidad de no morirme, de la importancia de trabajar. Entregaba yo mi abrigo y entrábamos en el comedor del restaurante a los sones de alguna marcha guerrera que tocaban los tziganes, atravesando por entre las filas de mesas servidas como por un fácil camino de gloria, sintiendo el alegre ardor que infundían a nuestro cuerpo los ritmos de la orquesta que nos tributaba aquellos honores militares; pero ese inmerecido triunfe lo disimulábamos nosotros poniendo el gesto grave, glacial, andando con aire de cansancio, para no imitar a esos tipos de café-concierto que acaban de cantar una cancioncilla alegre con música belicosa y hacen su aparición en escena con el marcial continente de un general triunfante.

Desde este momento me convertía yo en un hombre nuevo, ya no era el nieto de mi abuela, ni me acordaría de ella hasta la salida; ahora era hermano momentáneo de los mozos que iban a servirnos.

Aquella cantidad de cerveza, y aún con más motivo de champaña, con la que no me atrevía en Balbec en toda una semana, porque aunque para mi conciencia tranquila y lúcida el sabor de esos brebajes representaba un placer claramente apreciable sabía sacrificarlo fácilmente, me la bebía en Rivebelle en tina hora, y todavía añadía unas gotas de oporto, pero tan distraído, que ni siquiera le sacaba gusto; y daba al violinista que acababa de tocar, los dos «luises» que había tardado dos meses en economizar para comprar alguna cosa que ahora se me había olvidado cuál pudiera ser. Algunos de los camareros, disparados por entre las mesas, huían a toda velocidad, y la finalidad de su carrera parecía ser el que no se cayera la bandeja que llevaban en la abierta palma de la mano. Y, en efecto, los soufflés de chocolate llegaban a su destino sin sufrir vuelco, y las patatas a la inglesa, a pesar del galope que debió de sacudirlas, venían hasta nosotros muy bien colocadas todas alrededor del cordero Pauilhac, lo mismo que cuando salieron. Me fijé en uno de esos criados, muy alto, empenachado con magnífica cabellera negra, la cara pintada de un color que recordaba, más que la especie humana, determinadas especies de aves raras, y que corría sin cesar, al parecer sin objeto alguno, de un lado para otro, trayendo a la memoria del que lo miraba el recuerdo de alguno de esos guacamayos que llenan toda la gran pajarera de un jardín zoológico con su colorido ardiente y su incomprensible agitación. Luego el espectáculo se ordenó, al menos para mis ojos, de un modo más noble y tranquilo. Aquella vertiginosa actividad fue plasmándose en calmosa armonía. Miré las redondas mesas, cuya innúmera tropa llenaba el restaurante, como otros tantos planetas, tal y como se los representa en los cuadros alegóricos de antaño. Y en verdad que entre estos astros diversos se ejercía una fuerza de atracción considerable, y los comensales de cada mesa no tenían ojos más que para las mesas de los demás, exceptuando algún rico anfitrión que logró llevar a cenar a algún escritor célebre y se esforzaba por sacarle del cuerpo, gracias a las virtudes de la mesa mágica, unas cuantas frases insignificantes que asombraban a las señoras. La armonía de estas mesas astrales no era obstáculo a la incesante rotación de los innumerables sirvientes, que por estar de pie, en vez de sentados, como los comensales, evolucionaban en una zona superior. Indudablemente este corría a llevar los entremeses, aquel a cambiar el vino, el otro a poner más vasos. Pero a pesar de estas razones particulares, su perpetuo correr entre las redondas mesas acababa por determinar la ley de su circulación vertiginosa y reglamentada. Sentadas detrás de un macizo de flores, dos horribles cajeras, sumidas en cálculos interminables, parecían dos hechiceras que trabajaran en prever por medio de cálculos astrológicos los trastornos que pudiesen producirse en esta bóveda celeste concebida con arreglo a la ciencia medieval.

Y yo compadecía un tanto a todos los comensales, porque bien sabía que para ellos las redondas mesas no eran planetas y porque no había practicado en las cosas ese corte y sección que nos libra de su apariencia usual y nos deja ver las analogías. Estaban pensando esas personas que cenaban con Fulano y con Zutano que la comida les costaría tal cantidad y que al día siguiente habría que volver a empezar. Y al parecer permanecían absolutamente insensibles al desfile de una comitiva de criaditos que, probablemente por no tener en aquel momento otro que hacer más urgente, llevaban procesionalmente unos cestillos con pan. Algunos, muy jovencitos, embrutecidos por los pescozones que los maestresalas les daban al pasar, posaban melancólicamente sus miradas en algún ensueño remoto, y sólo se consolaban cuando algún parroquiano del hotel de Balbec, en donde ellos habían estado, los reconocía, les dirigía la palabra y les decía personalmente que se llevaran aquel champaña imbebible, cosa que los llenaba de orgullo. Oía yo el gruñido de mis nervios, en los cuales había ahora un bienestar independiente de los objetos exteriores que pudieran motivarlo; y para que dicho bienestar se hiciese sensible me bastaba con el más leve movimiento del cuerpo o de la atención lo mismo que le basta a un ojo cerrado con una ligera compresión para tener sensación de color. Ya había habido mucho oporto, y si pedía más no era pensando en el bienestar que habrían de darme los nuevos vasos del vino, sino por efecto del bienestar que me produjeran los vasos precedentes. Dejaba que la música, guiara mi placer hasta las notas e iba a posarse entonces dócilmente en ellas. Este restaurante de Rivebelle, al igual de esas industrias químicas gracias a las cuales se producen en grandes cantidades cuerpos que sólo de modo accidental y raramente se suelen encontrar en la Naturaleza, reunía en un solo momento muchas más mujeres, con perspectivas de felicidad solicitándome allá desde el fondo de sus cuerpo, que las que el azar de los caminos podría ofrecerme en todo un año; y además, la música que allí oíamos arreglos de valses, de operetas alemanas, de canciones de café-concert, toda nueva para mí era por sí misma como otro lugar de placer aéreo superpuesto al terrenal y aún más embriagador. Porque cada tema, musical, particular como una hembra, no reservaba el secreto de su voluptuosidad, como ella hubiese hecho, a algún privilegiado, sino que me lo proponía, me miraba maliciosamente, se llegaba hasta mí con modales caprichosos o canallescos, me abordaba, acariciábame, cual si de pronto fuese yo más seductor, más poderoso o más rico que antes; encontraba yo a aquellas musiquillas un no sé qué de cruel; y es que para ellas era cosa desconocida todo sentimiento desinteresado de la belleza, todo reflejo de la inteligencia, y no existía otra cosa que el placer físico. Y son el infierno más implacable, más sin salida, para el infeliz celoso a quienes presentan ese placer, ese placer que la mujer querida está sintiendo con otro hombre; como la única cosa que existe en el mundo para el ser amado que la llena por entero. Y mientras que me repetía yo a media voz las notas de esas músicas y le devolvía su beso, la voluptuosidad especial y suya que me hacía sentir se me hizo tan grata, que hubiese sido capaz de abandonar a mis padres para irme, detrás del motivo, a ese mundo singular que iba construyendo en lo invisible con líneas plenas, ora de languidez, ora de vivacidad. Aunque ese placer no sea de tal linaje que añada más valor al ser a que se superpone, porque sólo él lo percibe, y aunque cada vez que en nuestra vida hemos desagradado a una mujer que nos estaba viendo ignorase ella si en ese momento poseíamos o no la felicidad interior y subjetiva, que por consiguiente en nada habría cambiado el juicio que le merecimos, ello es que yo me sentía con más fuerza, casi irresistible. Parecíame que mi amor no era ya cosa desagradable, que podía hacer reír, sino que estaba revestido de la conmovedora belleza, de la seducción de esa música que se asemeja a un ambiente simpático, en el que nos habíamos encontrado y nos hablamos hecho íntimos en seguida la mujer amada y yo.

A aquel restaurante solían ir no sólo demi-mondaines, sino también gente de la más elegante sociedad, que iban a merendar a las cinco o que daban allí comidas. Las mesas de merienda estaban colocadas en una larga galería cerrada con vidrieras, estrechas y en forma de pasillo, que ponía en comunicación el vestíbulo con el comedor; por un lado daba dicha galería al jardín, del que estaba separada únicamente por unas cuantas columnas y por las vidrieras, algunas de ellas abiertas. Le esta disposición resultaba que allí siempre había corrientes de aire, bruscas e intermitentes oleadas de sol, y una claridad tan cegadora que casi no se veía a las señoras que estaban merendando; de modo que las damiselas se apilaban de dos en dos mesas a lo largo del estrecho gollete, y como hacían visos a cada uno de sus ademanes para tomar el té o al saludarse unas a otras, la galería venía a asemejarse a un vivero de peces o a una nasa donde el pescador junta muchos pececillos que asoman la cabeza casi fuera del agua, y que bañados por el sol relucen con cambiantes reflejos.

Unas horas después, durante la cena, que se servía, claro es, en el comedor, se encendían ya las luces, aunque afuera aún había claridad, de suerte que en el jardín veía uno, junto a pabellones iluminados por la luz crespuscular y que parecían pálidos espectros nocturnos, alamedas de glauco follaje atravesadas por los últimos rayos solares, y que vistas desde el iluminado comedor parecían, allí detrás de los cristales —no como las damas de la merienda en el pasillo azul y oro, peces dentro de una red húmeda y chispeante—, vegetaciones de un gigantesco acuario, verde y pálido, alumbradas con luz sobrenatural. Levantábase la gente de las mesas: los invitados, durante la cena se entretuvieron en mirar a los de la mesa de al lado, en preguntar quiénes eran, en reconocerlos, y estaban muy bien sujetos con perfecta cohesión allí alrededor de su mesa; pero la fuerza de atracción que los hacía gravitar entorno a su anfitrión de aquella noche perdía mucha potencia a la hora del café, que se servía en la misma galería de merendar; solía ocurrir que en el momento en que toda una mesa de invitados pasaba del comedor al pasillo, alguno o algunos de sus corpúsculos la abandonaban porque habían sufrido la fuerte atracción de la mesa de enfrente, y se desprendían de su grupo, en el que venían a substituirlos damas y caballeros de la cena rival, que se acercaban a saludar a unos amigos y se iban en seguida, diciendo:

«Bueno, me marcho en busca del señor X., es mi anfitrión de esta noche». Y por un momento se podía pensar en dos ramilletes distintos que cambiaban entré sí algunas de sus flores. Luego la galería se quedaba también desierta. A veces, como aún había luz hasta después de terminada la cena, el largo corredor se dejaba sin encender, y parecía, con aquellos árboles que se inclinaban al otro lado de las vidrieras, la alameda de un jardín frondoso y obscuro. Y alguna vez, entre sus sombras, quedaba, sentada a la mesa, una dama rezagada.

Una noche, al atravesar la galería en busca de la salida, reconocí en medio de un grupo de gente desconocida a la hermosa princesa de Luxemburgo. Yo me quité el sombrero, sin pararme. La princesa me conoció e hizo, sonriente, una inclinación de cabeza y por encima de ese saludo, emanando del mismo movimiento, se elevaron melodiosamente algunas palabras a mí destinadas, que debía de ser un «¡buenas noches!», un poco largo, no para que yo me detuviese, sino tan sólo para completar el saludo, para que fuese un saludo hablado. Pero las palabras quedáronse en tal vaguedad, y con tanta dulzura se prolongó el indistinto son con que a mí llegaron y que tan musical me pareció, que aquel saludo fue como si en el follaje sombrío del jardín hubiese roto a cantar un ruiseñor. Algunas veces Saint-Loup se encontraba con un grupo de amigos y decidía que fuésemos a acabar la noche en su compañía al Casino de alguna playa cercana; Roberto se iba solo con ellos y a mí me colocaba solo en un coche; pero yo recomendaba al cochero que fuese a toda velocidad con objeto de que se acortaran los instantes que tenía que pasarme sin tener la ayuda de nadie, para no tener que suministrar yo mismo a mi sensibilidad —dando marcha atrás y saliendo de la pasividad en que me veía cogido como en un engranaje— esas modificaciones que desde el momento de llegar a Rivebelle recibía yo de los demás. Ni; el posible choque con un coche que viniese en dirección contraria por aquellos angostos senderos, tan sumidos en la obscuridad; ni la poca firmeza del suelo, desmoronado a trechos hacia el acantilado; ni lo próximo de la ribera, cortada a pico, bastaba para provocar en mi ánimo el pequeño esfuerzo que se hubiese requerido para traer hasta mi inteligencia la representación y el temor del peligro. Y es que así como lo que nos posibilita la creación de una obra no es el deseo de celebridad, sino la costumbre de ser laborioso, igualmente ocurre que lo que nos sirve de ayuda para preservar de riesgo nuestro futuro no es la alegría del presente, sino la prudente reflexión de lo pasado. Yo al llega Rivebelle había arrojado muy lejos las muletas del razonamiento del cuidado de sí mismo, que ayudan a nuestra flaqueza a ver el camino recto, y era presa de una especie de ataxia moral; añádase que el alcohol, poniéndome los nervios en tensión excepcional, infundió a los minutos actuales rica calidad y encanto, pero que no por eso me daban fuerza ni resolución para defenderlos; así, que estaba encerrado en el presente al modo de los héroes y los borrachos; mi pasado, en momentáneo eclipse, ya no proyectaba por delante de mí esa sombra suya que llamamos lo por venir, y yo colocando la finalidad de mi vida no en la realización de los ensueños de ese pasado, sino en la felicidad del minuto presente, no veía nada más allá de tal instante. De modo que por una contradicción, contradicción sólo aparente, en el mismo momento en que experimentaba desusado placer, cuando sentía que mi vida podría ser dichosa, es decir, cuando más valor debía de haberle concedido, iba yo, liberado ahora de las preocupaciones que me inspiraba, a entregarla sin vacilación al riesgo de un accidente. Y al obrar así no hacía otra cosa que concentrar en una noche la incuria que para los demás hombres está diluida en su existencia entera, en esa vida en la que afrontan a diario y sin necesidad los peligros de un viaje por mar, de un paseo en aeroplano o en automóvil, cuando en casa les está esperando un ser a quien destrozarían con su muerte, o cuando aún tienen confiado tan sólo a la fragilidad de su cerebro el libro cuyo remate es el único motivo de su existencia. Y así me pasaba a mí en el restaurante de Rivebelle las noches que nos quedábamos allí; como no se me representaban sino en una irreal lejanía la persona de mi abuela, de mi vida por venir; los libros que tenía que escribir, me unía yo por entero al aroma de la mujer que estaba en la mesa de al lado, a la corrección de los maestresalas, al contorno de vals que estaban tocando, y me quedaba apegado a la sensación presente sin más extensión por delante que la de esa sensación ni otro deseo que el de no separarme de ella; así, que si en ese momento hubiese llegado alguien con designio de darme muerte, habríala yo recibido bien apretado contra esa sensación, sin defensa alguna, sin movimiento, abeja adormecida por el humo del tabaco, que ya no se cuida de poner a cubierto de daño la provisión de sus acumulados esfuerzos y la esperanza de su colmena.

Conviene decir que esa insignificancia en que caían las cosas más graves, por contraste con lo violento de mi exaltación, acabó por abarcar también a la señorita de Simonet y a sus amigas.

El empeño de conocerlas se me antojaba ahora fácil, pero indiferente, porque lo único que para mí tenía importancia era mi sensación presente gracias a su extraordinaria fuerza, a la alegría que determinaban sus más mínimas modificaciones y hasta por el hecho de su mera continuidad; y todo lo demás, padres, trabajo, placeres, muchachas de Balbec, pesaba lo mismo que un poco de espuma en el seno de la fuerte ráfaga que no la deja posarse, y no existía sino en relación con esa interna potencia; porque la embriaguez realiza por unas horas el idealismo subjetivo, el fenomenalismo puro; todo se convierte en apariencias y existe únicamente en función de nuestro sublime yo. Y no quiere decir esto que un amor de verdad, si por acaso tal amor nos posee, sea incapaz de subsistir en semejante estado. Pero de tal manera sentimos, como si estuviésemos en una atmósfera nueva, que desconocidas presiones han cambiado las dimensiones de ese sentimiento, que ya se nos hace imposible seguir considerándolo como antes. Y nos encontramos, sí, con ese mismo amor, pero en lugar distinto, sin pesar sobre nosotros, satisfecho de la sensación que le concede el presente, y que nos basta porque no nos preocupa nada que no sea actual. Desgraciadamente, el coeficiente que así trastorna los valores sólo tiene poder durante unas horas de embriaguez. Mañana esas personas que no tenían importancia, a las que soplábamos como burbujas de jabón, habrán recobrado su plena densidad; menester será ponerse de nuevo a esos trabajos que ya no significaban nada. Y ocurre aún algo más grave, y es que esa matemática del otro día, la misma de ayer, con cuyos problemas tendremos que volver a entendérnoslas inexorablemente, es la misma que nos rige también durante las horas de embriaguez, para todos menos para nosotros mismos. Si anda por cerca de nosotros una mujer virtuosa u hostil, esa cosa tan difícil el día antes —lograr agradarla— nos parece ahora mucho más fácil sin serlo en realidad, porque si hemos cambiado es únicamente a nuestros propios ojos, para nuestra mirada interior. Y tan enfadada está ahora ella porque nos hemos permitido una familiaridad, como el día siguiente lo estaremos nosotros recordando que dimos a un botones cien francos de propina; y ambas cosas, por la misma razón, para nosotros un poco más retrasada: el no estar borrachos.

Yo no conocía a ninguna de las mujeres que estaban en Rivebelle, y que por la circunstancia de formar parte de mi embriaguez, como los reflejos forman parte del, espejo, se me antojaban mucho más codiciadas que aquella señorita de Simonet, cada vez menos existente. Una muchacha rubia, solitaria, de aire tristón, y que llevaba un sombrero de paja con florecillas campestres, me miró un instante con soñadora mirada, y me fue simpática. Lo mismo me ocurrió luego con otras dos, y por último, con una morena de magnífica tez. Yo no las conocía, pero Roberto trataba a casi todas ellas.

Antes de haber conocido a la que entonces era su querida, Roberto había vivido tan dentro del restringido círculo de la vida alegre, que entre todas aquellas mujeres que solían ir a cenar a Rivebelle, y muchas de las cuales estaban allí por casualidad, porque habían ido en busca de un amante nuevo o en recobro de un amante perdido, no había una a la que no conociese por haber pasado, él o alguno de sus amigos, una noche con ella. Cuando estaban con un hombre, Roberto no las saludaba, y ellas, aunque lo miraban más que a otro cualquiera, porque su conocida indiferencia por toda mujer que no fuese su actriz lo revestía a los ojos de estas muchachas de singular prestigio, aparentaban no conocerlo. Había una que murmuraba: «Mira, mira a Saint-Loup. Dicen que sigue enamorado de su pendón. Es su gran pasión. ¡Buen mozo, eh! A mí me gusta mucho, con ese chic que tiene. ¡La verdad es que hay mujeres con una suerte atroz! ¡Y es chic en todo, sabes! Lo traté cuando estaba yo con d’Orleans, eran inseparables. Lo que es entonces se divertía de lo lindo, pero ahora ya no le hace ninguna infidelidad. Ya puede decir que tiene suerte. Y yo no sé por dónde la ve guapa. Tiene que ser un tonto de remate. Tiene unos pies como casas y bigotes a la americana, y es muy puerca. Sus pantalones no los tomaría ni una modistilla. Pero ¡fíjate qué ojos tan bonitos tiene él: es un hombre para hacer cualquier tontería! Mira, ya me ha conocido, ¿ves cómo se ríe? Ya lo creo que me ha conocido, háblale de mí y verás». Y entonces sorprendía yo entre ellas y Roberto una mirada de inteligencia. Hubiese sido mi deseo que me presentara a esas mujeres, pedirles una cita y lograrla, aunque luego no pudiera yo acudir. Porque sin ello su rostro seguiría por siempre en mi memoria desprovisto de esa parte de sí mismo —que parece oculta tras un velo—, distinta en cada mujer, imposible de imaginar sin haberla visto y que únicamente se asoma en la mirada que nos dirige para acceder a nuestro deseo y prometernos que será satisfecho. Y sin embargo, su rostro, aunque así limitado, me decía a mí mucho más que el de las mujeres reputadas de virtuosas, y no se me representaba, como el de estas últimas, soso, sin nada debajo, compuesto de una pieza única y sin espesor. Indudablemente, esas caras no eran para mí lo mismo que debían de ser para Saint-Loup, el cual por medio de la memoria, bajo aquella indiferencia, para él transparente, de las facciones inmóviles que afectaban no conocerlo o bajo la superficialidad del saludo igual al que hubiese dirigido a cualquier otra persona, recordaba, veía una boca entreabierta, unos ojos a medio cerrar, todo ello en un cuadro silencioso, como esos que los pintores tapan con otro cuadro decente para engañar a la mayoría de los visitantes. En mi caso ocurría lo contrario, porque como me daba cuenta de que en ninguna de aquellas mujeres había entrado elemento alguno de mi ser y de que nada mío se llevarían por los desconocidos caminos que tomaran sus vidas, esos rostros seguían tan cerrados. Pero ya era algo saber que podían abrirse, porque así me parecían de un precio que nunca hubiesen alcanzado caso de ser únicamente hermosas medallas y no medallones con recuerdos de amor dentro. Roberto, entretanto, tenía que esforzarse para estarse quieto; disimulaba tras su sonrisa de hombre de corte su avidez por las acciones de hombre de guerra, y yo, mirándolo bien, me percataba de cuánto debía de parecerse la enérgica osamenta de su cara triangular a la de sus antepasados, mucho más apta para un fogoso arquero que para un hombre culto y delicado. Asomaban tras la fina piel la construcción atrevida, la feudal arquitectura. Su testa traía a la mente el recuerdo de esas torres del homenaje de los viejos castillos, con sus inutilizadas almenas aún visibles, arregladas interiormente para servir de bibliotecas.

Al volver a Balbec iba yo diciéndome, con referencia a alguna de aquellas desconocidas a quienes me presentó: «¡Qué mujer tan deliciosa!»; y lo repetía sin parar, como el que canta un estribillo, sin darme cuenta casi. Claro es que esas palabras éranme dictadas antes por una predisposición nerviosa que por un juicio sólido. Pero eso no quita para que en el caso de haber llenado encima mil francos y estar abiertas a esas horas las joyerías no hubiese yo regalado una sortija a la damisela desconocida. Cuando las horas de nuestra vida se desarrollan como planos muy distintos, nos encontramos con que ayer nos prodigamos demasiado con personas que hoy nos parecen insignificantes. Pero se siente uno responsable de lo que se dijo y hay que hacer honor a ello.

Como en tales noches me recogía yo mucho más tarde, en mi cuarto, que ya no me era hostil, me encontraba con sumo placer aquel lecho en el que según se me figuró el día de mi llegada nunca podría descansar, y al que se dirigían ahora mis fatigados miembros en busca de reposo; de modo que mis muslos, mis caderas, mis hombros, iban sucesivamente tratando de adherirse en todos sus puntos a las sábanas que envolvían el colchón, lo mismo que si mi fatiga, hecha escultor, quisiera sacar un vaciado completo de un cuerpo humano. Pero no podía dormirme, sentía ya acercarse la mañana; la calma, la buena salud habían huido de mí. Tan desconsolado estaba, que me parecía que nunca más habría de dar con ellas. Me hubiera sido menester dormir mucho rato para volver a cogerlas. Y aún cuando me quedase un poco adormilado, de todas maneras al cabo de dos horas vendría a despertarme el concierto sinfónico. De pronto me dormía, caía en ese pesado sueño que nos descubre tantos misterios; el retorno a la juventud, el remontar los años pasados, los sentimientos perdidos, la desencarnación, la transmigración de las almas, la evocación de los muertos, las ilusiones de la locura, la regresión hacia los reinos más elementales de la Naturaleza (porque suele decirse que muchas veces vemos animales en nuestros sueños, olvidándose de que en el sueño nosotros somos también un mero animal privado de la razón, que proyecta sobre las cosas una claridad de certidumbre; no ofrecemos al espectáculo de la vida más que una visión dudosa, borrada a cada instante por el olvido, porque la realidad precedente se desvanece ante la subsiguiente, como una proyección de linterna mágica cuando se quita el cristalito); todos esos misterios, en suma, que se nos figuran desconocidos y en los que en realidad nos iniciamos todas las noches, lo mismo que nos iniciamos en el otro gran misterio del aniquilamiento y la resurrección. La iluminación sucesiva y errante de las zonas en sombra de mi pasado, iluminación aún más caprichosa por la difícil digestión de la comida de Rivebelle, convertíame en un ser cuya dicha suprema hubiese sido encontrarse con Legrandin, con el cual Legrandin acababa yo de hablar en sueños. Además, mi propia vida se me ocultaba enteramente tras una decoración nueva, como la que suelen colocar casi junto a la batería para que los actores representen un intermedio mientras que detrás se está cambiando de cuadro. Ese intermedio, en el que yo hacía mi papel, era a la manera de un cuento oriental, y yo nada sabía de mi pasado ni de mi propia persona, debido a lo muy cerca que se hallaba la interpuesta decoración; no era yo más que un personaje que se llevaba todas las tundas y recibía castigos diversos por una falta que no se veía muy clara, pero que consistía en haber bebido más oporto de lo conveniente. De pronto me despertaba y me daba cuenta de que el concierto sinfónico ya había acabado y que gracias a un largo sueño no había oído nada. Era ya por la tarde; para convencerme miraba mi reloj, después de haber hecho unos esfuerzos para incorporarme, esfuerzos infructuosos primero y entrecortados por caídas en la almohada, esas breves caídas que son subsiguientes al sueño y a las restantes formas de embriaguez, ya sean debidas al vino, ya a una convalecencia; pero aún antes de mirar qué hora era, ya estaba seguro de que la mañana había pasado. Ayer noche no era yo más que un ser vacío, sin peso (y como para poder estar sentado es menester haberse acostado antes, y para ser capaz de callarse se requiere haber dormido bien); yo no podía por menos de agitarme y hablar; carecía de consistencia, de centro de gravedad, estaba ya disparado, y se me antojaba que hubiese podido continuar mi triste carrera hasta la misma luna. Y al dormir, cierto que mis ojos no habían visto el reloj, pero mi cuerpo supo calcular la hora, midió el tiempo, y no en esfera figurada superficialmente, sino por medio de la progresiva pesantez de todas mis fuerzas renovadas, que mi cerebro iba dejando caer punto por punto, como potente reloj hasta más abajo de las rodillas la intacta abundancia de sus provisiones. Si es exacto que el mar ha sido antaño nuestro medio vital y que en él es menester sumergirse para recobrar nuestras Ir lo mismo ocurre con el olvido, con la aniquilación mental; porque cuando nos dominan parece que está uno ausente del tiempo por unas horas; pero las fuerzas que durante ese espacio se fueron ordenando sin gastarse lo miden por su cantidad con la misma exactitud que las pesas del reloj o los ruinosos montículos de la ampolleta de arena. Por supuesto que tan difícil es salir de un sueño así como de una prolongada vigilia, porque todas las cosas tienden a durar, y si bien es cierto que algunos narcóticos hacen dormir, el mucho dormir es un narcótico más potente, y luego cuesta mucho trabajo despertarse. Era yo como el marinero que ve perfectamente el muelle adonde ha de amarrar su barca, cuando todavía la sacuden las olas; hacía intención de mirar la hora que era y levantarme, pero mi cuerpo veíase lanzado de nuevo a las oleadas del sueño; cosa difícil era el tomar tierra; y antes de incorporarme para ver el reloj y confrontar su hora con la que marcaba la riqueza de materiales de que disponían mis cansadas piernas, volvía a caer dos o tres veces en la almohada.

Por fin veía claramente: «¡Las dos de la tarde!». Llamaba, pero en seguida tornaba a sumirme en un sueño, que esta vez debía de ser mucho más largo, a juzgar por el descanso y la visión de una inmensa noche vencida con que me encontraba al despertar. Pero tal despertar debíase a la entrada de Francisca, entrada acarreada por mi campanillazo, y ese nuevo sueño que me pareció más largo que el otro y que tanto bienestar y olvido me causó no había durado más que medio minuto.

Mi abuela abría la puerta, y yo le hacía algunas preguntas referentes a la familia Legrandin.

No sería bastante decir que había vuelto a, alcanzar la calma y la salud, porque la noche antes me separaba de ellas algo más que una simple distancia, y tuve que pasármela luchando contra una corriente contraria; y ahora no me sentía yo tan sólo a la vera de la calma y de la salud, sino que ambas estaban dentro de mí. Y en puntos determinados, un poco doloridos aún, de mi vacía cabeza, la cabeza que algún día habría de estallar, dejando huir mis ideas para siempre, estas ideas habían vuelto una vez más a ocupar su puesto y dado de nuevo con esa existencia que hasta ahora no supieron aprovechar.

Por una vez más había yo escapado a la imposibilidad de dormir, a aquel desastre y naufragio de las crisis nerviosas. Ya no me inspiraba miedo alguno, lo mismo que la noche antes, cuando el verme falto de descanso me servía de amenaza. Se me abría una vida nueva; sin hacer un solo movimiento, porque todavía estaba tronchado, aunque ya bien dispuesto, saboreaba con delicia mi fatiga; ella me rompió y disgregó los huesos de brazos y piernas, pero yo los veía ahora a todos reunidos delante de mí, prontos a juntarse de muevo, y sólo con cantar, como el arquitecto de la fábula, se pondrían otra vez en pie.

De pronto me acordé de la rubita triste que vi en Rivebelle y que me había mirado un momento. Durante la noche otras muchas mujeres se me antojaron simpáticas, pero ahora ella era la única que surgía de lo hondo de mi recuerdo. Se me, imaginaba que se había fijado en mí, y esperaba que viniese un mozo del restaurante de Rivebelle a traerme una carta de su parte. Saint-Loup no la conocía, y en su opinión debía de ser una muchacha decente. Muy difícil sería verla, verla constantemente, pero yo estaba dispuesto a todo con tal de lograrlo, y no pensaba más que en ella. La filosofía suele hablar de actos libres y actos necesarios. Quizá no se da en nosotros acto más necesario que aquel por virtud del cual una fuerza ascensional comprimida durante la acción hace ascender, una vez que nuestro pensamiento está en reposo, a un recuerdo que estuvo nivelado con los otros por la fuerza opresiva de la distracción, y lo empuja hacia arriba, porque, sin que nosotros nos diésemos cuenta, contenía en mayor grado que los demás un encanto notado tan sólo veinticuatro horas después. Y quizá no exista tampoco acto más libre, porque aún está exento de costumbre, de una especie de manía mental que en amor sirve para favorecer el exclusivo revivir de una determinada persona.

Precisamente el día, anterior fue aquel en que vi desfilar por delante del mar la hermosa procesión de muchachas. Pregunté si las conocían a algunos parroquianos del hotel que solían ir casi todos los años a Balbec, pero no supieron decirme nada. Luego, más adelante, una fotografía vino a explicarme el porqué. ¿Quién era capaz de reconocer en ellas, recién salidas, pero salidas ya de una edad en que se cambian tan totalmente, a aquella masa amorfa y deliciosa, toda infantil aún, de niñas que unos años antes se sentaban en la arena formando corro alrededor de una caseta, especie de vaga y blanca constelación, donde si se discernían unos ojos más brillantes que los demás, una cara maliciosa, una melena rubia, era para volverlos a perder y a confundir en seguida en el seno de la nebulosa indistinta y láctea?

Indudablemente, en esos años pasados no sólo era la visión total del grupo la que carecía de perfecta nitidez, como noté yo el día antes, sino el grupo mismo. Entonces esas niñas eran aún muy jovencitas y se hallaban en ese grado elemental de formación en que la personalidad no puso aún a cada rostro su sello. Estaban todas apretadas unas contra otras, como esos organismos primitivos en los que el individuo no existe por sí mismo y está constituído antes por el polipero que por cada uno de los pólipos que entran en su composición. A veces una de las niñas empujaba a la que tenía al lado y la hacía caerse al suelo, y entonces una risa alocada, que parecía la sola manifestación de su vida personal, las agitaba a todas simultáneamente, borrando y confundiendo aquellos rostros indecisos y parleros en la masa de un racimo único, tembloroso y chispeante. En un retrato viejo que luego, andando el tiempo, me dieron ellas, y que he conservado, su tropa infantil constaba ya del mismo número de figurantas que la procesión femenina que habían de constituir más adelante; y se da uno cuenta de que ya entonces debían de formar las chiquillas en la playa un manchón particular que atraería la atención; pero, en dicho retrato sólo se las puede distinguir individualmente por medio del razonamiento, dejando campo libre a todas las transformaciones posibles durante la juventud, hasta ese límite en que las formas reconstituídas invaden ya otra personalidad que es menester diferenciar asimismo, personalidad cuyo lindo rostro tiene probabilidades, gracias a la concomitancia de una buena estatura y un pelo rizado, de haber sido antaño esa bolita gesticulante y avellanada que nos presenta el retrato viejo; y como la distancia recorrida en poco tiempo por los caracteres físicos de cada muchacha privaba de un criterio seguro para distinguirlos, y además como ya entonces estaba muy marcado en ellas aquello que de común y colectivo tenían, solía ocurrir a sus mejores amigas que en ese retrato las confundían unas con otras, hasta el punto que para decidir las dudas había que recurrir a un detalle de indumento que según alguna de ellas era exclusivamente suyo. Desde aquel tiempo, tan diferente del día en que me las encontré yo en el paseo, tan diferente, pero no muy distante, acostumbraban entregarse a la risa, como pude ver la anterior mañana; pero esa risa no era ya aquella intermitente y casi espasmódica de la infancia, aquella risa en la que antes se hundían a caca momento sus cabecitas para volver a surgir después, al modo de los bloques de pececillos del Vivonne, que se dispersaban y desaparecían por un instante y se juntaban en seguida; ahora sus fisonomías eran ya dueñas de sí; los ojos se clavaban en el blanco que perseguían, y el día antes fue lo indeciso y tembloroso de mi percepción primera lo que confundió indistintamente —como hacía la hilaridad de antaño y la fotografía descolorida— las esporadas, ahora individualizadas y desunidas, de la pálida madrépora.

Es verdad que muchas veces, al ver pasar a unas muchachas bonitas, me hice promesa de volverlas a buscar. Pero por lo general no parecían; además, la memoria, que olvida pronto su existencia, difícilmente distinguiría sus facciones, acaso nuestros ojos no las conocieran ya; añádase a eso que habíamos visto pasar otras muchachas a las que tampoco volveríamos a encontrar. Pero otras veces, y eso es lo que sucedió con la insolente bandada de mocitas, el azar se obstina en ponérnoslas delante. Y entonces el azar se nos antoja muy bello, porque en él discernimos como un comienzo de organización, de esfuerzo para componer nuestra vida; y por él se nos convierte en cosa fácil, inevitable y a veces —tras las interrupciones que nos infundieron la esperanza de dejar de acordarnos— en cosa cruel, la fidelidad a unas imágenes a cuya posesión se nos figura más tarde que estábamos predestinados, y que, en verdad, de no haber sido por el azar, hubiéramos podido olvidar al principio como tantas otras.

Pronto tocó a su fin la estancia de Saint-Loup en Balbec. No volví a ver a las muchachas en la playa. Y Roberto estaba en Balbec muy poco tiempo, o durante la tarde, y no le daba lugar a ocuparse de mi asunto y hacer que se las presentaran, todo por mí. Por la noche tenía más libertad, y seguía llevándome a menudo a Rivebelle. En restaurantes como el de Rivebelle suele ocurrir, igual que en los jardines públicos y en los trenes, que nos encontramos con gente de exterior vulgar, cuyo nombre nos deja asombrados cuando, al preguntar casualmente quiénes son, venimos a descubrir que no se trata de los inofensivos insignificantes que nosotros suponíamos, sino de tal ministro o cual duque, que conocíamos de oídas. Saint-Loup y yo habíamos visto ya dos o tres veces en el restaurante de Rivebelle a un caballero alto, musculoso, de facciones correctas y barba gris, que iba a sentarse a su mesa cuando toda la gente empezaba a marcharse; tenía un mirar pensativo, constantemente clavado en el vacío. Una noche preguntamos al amo quién era aquel señor aislado, desconocido y rezagado en la cena. «¡Ah!, ¿no lo conocen ustedes? Es Elstir, el pintor tan célebre». Swann había dicho una vez aquel nombre delante de mí; pero yo no me acordaba en qué ocasión ni a qué propósito; sin embargo, suele suceder que la omisión de un recuerdo, por ejemplo, el elemento de una frase en una lectura favorita, venga en favor, no de la incertidumbre, sino de una prematura seguridad. «Es amigo de Swann, un artista conocidísimo y de mucho mérito», dije a Saint-Loup. Y en seguida nos cruzó por el ánimo, como un escalofrío, la idea de que Elstir era un gran artista, una celebridad; y en seguida pensamos que probablemente nos confundiría con los demás parroquianos del restaurante, sin sospechar el estado de exaltación en que nos pusiera la idea de su talento. Indudablemente, el hecho de que ignorase nuestra admiración por él y nuestra amistad con Swann no nos hubiese causado la menor pena a no ser porque estábamos en una playa de veraneo. Pero como nos hallábamos un poco retrasados para nuestros años, sin poder sujetar nuestro entusiasmo en silencio, y transportados a una vida de verano, donde el incógnito ahogaba escribimos una carta firmada por los dos, en la que revelábamos a Elstir que aquellos dos jóvenes sentados a unos pasos de su mesa eran dos admiradores entusiastas de su talento y dos amigos de su gran amigo Swann, y le manifestábamos nuestro deseo de saludarlo. Encargamos a un mozo que llevara la misiva al hombre célebre.

Por aquella época Elstir quizá no fuese todavía todo lo célebre que aseguraba el amo del restaurante, aunque unos años más tarde logró gran celebridad. Pero él fue una de las primeras personas que concurrieron a aquel restaurante cuando no pasaba de ser una especie de casa de campo, y llevó allí una colonia de artistas dos cuales emigraron todos en cuanto aquella casa, donde se comía al aire libre, al abrigo de un simple sobradillo, se convirtió en lugar de moda; el mismo Elstir, si comía allí ahora, era porque su mujer, con la que vivía no lejos de Rivebelle, había salido de viaje. Pero el gran talento, aunque no sea todavía muy conocido, determina necesariamente algunos fenómenos que pudo distinguir el amo del restaurante de la primera época en las preguntas de más de una viajera inglesa, ávida de detalles sobre la vida que hacía Elstir, o en el gran número de cartas del extranjero que recibía el pintor. Entonces el huésped se fijó en lo poco que le gustaba a Elstir que lo molestaran mientras estaba trabajando, en que se levantaba a medianoche cuando hacía luna e iba a pintar a la orilla del mar con un modelo de desnudo; y acabó por reconocer que tantas fatigas valían la pena, y que la admiración de los turistas era justificada, un día que reconoció en un cuadro de Elstir una cruz de madera que se alzaba a la entrada de Rivebelle.

—¡Qué bien está la cruz! —repetía estupefacto—, se ven los cuatro maderos. Pero hay que ver también el trabajo que le cuesta.

Y no sabía a ciencia cierta si un «Amanecer en el mar» que le había regalado Elstir no valdría una fortuna.

Vimos cómo leía nuestra carta; se la metió en el bolsillo, siguió cenando, pidió su abrigo y su sombrero y se levantó; nosotros teníamos tal seguridad de haberlo molestado con nuestra demanda, que la misma cosa que antes nos daba tanto miedo, es decir, que se marchase sin haberse fijado en nosotros, era ahora nuestro mayor deseo. No se nos ocurría una cosa en la que debíamos haber pensado, porque era muy importante: que nuestro entusiasmo por Elstir, de cuya sinceridad no permitiríamos a nadie que dudara y de la que nosotros no podíamos dudar, puesto que nos servía de testimonio el respirar entrecortado por la esperanza, el deseo de hacer algo difícil o heroico por el grande hombre, no era de admiración, como nosotros nos figurábamos, puesto que nunca habíamos visto nada suyo; nuestro sentimiento podía tener por norte la idea vacía de un «gran artista», pero no una obra que no conocíamos. A lo sumo era una admiración en blanco, el marco nervioso, la armadura sentimental de una admiración sin contenido, esto es, cosa tan indisolublemente propia de la infancia, como determinados órganos que ya no existen en el hombre adulto; éramos aún unos niños. A todo esto, Elstir estaba ya cerca de la puerta, cuando de pronto cambió de rumbo y se vino para nosotros. Yo me vi arrebatado por un delicioso espanto de tal índole que unos años más tarde no podría sentirlo ya así, porque la capacidad para ese género de emociones disminuye con la edad, y la costumbre del trato de gentes nos quita toda idea de provocar tan extrañas ocasiones para esta emoción.

En las frases que Elstir nos dirigió, después de haberse sentado a nuestra mesa, no se dio por enterado de las diversas alusiones que hice a Swann. Yo ya empecé a creer que no lo conocía. Sin embargo, me invitó a que fuese a verlo a su estudio de Balbec, invitación que no hizo a Saint-Loup, y que se debía a unas cuantas frases mías de las que dedujo el pintor que tenía cariño al arte; porque en la vida humana los sentimientos desinteresados juegan más papel de lo que suele creerse, y así logré con mis palabras lo que quizá no hubiese logrado con una recomendación de Swann, si es que Elstir era amigo suyo. Se mostró conmigo amabilísimo, con amabilidad superior a la de Saint-Loup y que estaba con respecto a ella en la misma relación que la de Roberto con la amabilidad de un hombre de la clase media. La amabilidad de un gran señor, por grande que sea, parece, comparada con la de un artista, cosa de comedia y simulación. Saint-Loup quería agradar. A Elstir le gustaba entregar, entregarse. Todo lo que tenía, ideas, obras, y las demás cosas, que estimaba en mucho menos, habríalo dado con alegría a alguien capaz de comprenderlo. Pero a falta de sociedad soportable vivía Elstir aislado, de un modo selvático, y a ese género de vida la gente elegante lo llamaba pose; los poderes públicos, mala índole; los vecinos, locura, y la familia, egoísmo y orgullo.

Indudablemente, en sus primeros tiempos de artista debió de serle grata la idea de que desde aquella soledad se dirigía a distancia, por medio de sus obras, a aquellas personas que lo habían menospreciado u ofendido, y les daba una alta idea de su persona. Quizá entonces vivía solitario no por indiferencia, sino por amor a los demás, y así como yo había renunciado a Gilberta con objeto de reaparecer algún día ante ella con más amables colores, Elstir destinaba su obra a ciertas personas, a modo de retorno hacia ellas, retorno en que, sin verlo, lo querrían, lo admirarían, hablarían de él; el renunciamiento sea de enfermo, de monje, de artista o de héroe, no siempre es total desde sus comienzos, cuando acabamos de decidirnos a renunciar con nuestra antigua alma y antes de que haya obrado en nosotros por reacción. Pero aún siendo cierto que quería producir con el ánimo puesto en personas determinadas, ello es que vivió para sí mismo, alejado de una sociedad que se le hizo indiferente; porque a fuerza de practicar la soledad llegó a enamorarse de ella, como ocurre con toda gran cosa que empezó por darnos miedo porque sabíamos que era incompatible con otras insignificantes a las que teníamos apego, esas cosas de las cuales parece que nos priva la soledad, cuando en realidad lo que hace es quitarnos el cariño a ellas. Y antes de conocer la soledad, toda nuestra preocupación estriba en saber hasta qué punto será conciliable con ciertos placeres que dejan de ser tales en cuanto trabamos conocimiento con ella.

Elstir no se estuvo mucho rato hablando con nosotros. Yo hice intención de ir a su estudio muy pronto; pero al siguiente día de nuestra conversación acompañé a mi abuela hasta el final del paseo del dique, camino de los acantilados de Canapville, y a la vuelta, en la esquina de una de las callecitas que desembocan perpendicularmente a la playa, nos cruzamos con una muchacha que, con la testa baja, como animalito a quien obligan a volver al establo sin tener ganas, y llevando en las manos sus clubs de golf, iba andando delante de una señora, que debía de ser su «inglesa» o una amiga suya que se parecía al retrato de Jeffries por Hogarth, con la cara encarnada, como si su bebida favorita fuese el gin y no el té, y que prolongaba con el negro garabato de una punta de chicote el bien poblado bigote gris. La muchachita que iba delante se parecía a una de las de mi bandada, a aquella del sombrero de estambre negro y de los ojos risueños que se abrían en un rostro mofletudo y quieto. Esta de ahora llevaba también un sombrero así, pero se me figuraba más guapa aún que la otra; la nariz era más recta de línea y de alas más amplias y carnosas en su base. Además, aquella me la representé como a una muchacha orgullosa y pálida, mientras que esta se me aparecía cual chiquilla domesticada de tez rosácea. Sin embargo, como esta también iba empujando una bicicleta, igual que la otra, y llevaba asimismo guantes iguales, de piel de reno, deduje que las diferencias por mí observadas debían de obedecer a mi distinta posición con respecto a ella y a las circunstancias, porque era muy poco probable que hubiese en Balbec otra muchacha tan parecida de fisonomía a aquella y con las mismas particularidades de indumento. Echó una ojeada muy rápida hacia el sitio en donde yo estaba; ni los días siguientes, cuando volví a ver a la bandada de mocitas en la playa, ni aún más adelante, cuando llegué a conocer a todas las muchachas que la componían, pude tener la seguridad absoluta de que ninguna de ellas —ni siquiera la que más se parecía a la muchacha de la bicicleta— fuese aquella que de esa tarde en la esquina de una calle, al final de la playa, muchacha muy poco diferente, es cierto, pero en todo caso algo diferente de la que me llamó la atención en la bandada.

Desde aquella tarde, yo, que los días anteriores me sentí preocupado principalmente por la muchacha mayor de todas, empecé a pensar en la de los clubs de golf, en la supuesta señorita de Simonet. Iba en medio del grupo, solía pararse a menudo, obligando a sus amigas, que parecían respetarla mucho, a interrumpir también su marcha. Y así la veo ahora, en el momento de hacer un alto en su paseo, brillantes los ojos al abrigo de su sombrero negro, destacada la silueta sobre el telón que pone al fondo el mar, y separada de mí por un espacio transparente y azul, que es el tiempo transcurrido desde entonces; primera imagen sutilísima en mi recuerdo, deseada, perseguida, olvidada y luego vuelta a encontrar, de un rostro tan frecuentemente proyectado por mi alma en los días pasados, que ya pude decir de esa muchacha que estaba en mi cuarto: «Ella es».

Pero la muchacha a quien tenía yo más deseos de conocer seguía siendo la del cutis de geranio y los ojos verdes.

Había, días en que me gustaba más ver a una muchacha determinada del grupo que a otra; pero fuese cual fuese la de mi mudable preferencia, las demás, aún sin aquella que por aquel día me agradaba más, siempre me hacían impresión, y mi deseo, a pesar de encaminarse especialmente hoy sobre esta y mañana sobre aquella otra, seguía —seguía como el primer día de mi confusa visión— juntándolas a todas, formando con ellas un mundillo aparte, animado de vida común, que indudablemente tenían la pretensión de constituir; y si pudiese hacerme amigo de alguna de ellas, me sería dable penetrar —como un refinado pagano o un cristiano escrupuloso entra en el mundo bárbaro— en una sociedad toda llena de juventud, señoreada por la salud, la inconsciencia, la voluptuosidad, la crueldad, la ausencia de intelectualismo y la alegría.

Había contado a mi abuela la conversación con Elstir, y se alegró mucho del provecho intelectual que podía sacar de su trato; por eso le parecía absurdo y descortés que no hubiese ido ya a hacerle una visita. Pero yo tenía el pensamiento puesto exclusivamente en la bandada de muchachas, y como no sabía a qué hora pasarían por el paseo del muelle, no me atrevía a alejarme de allí. También se extrañaba mi abuela de mi elegancia, porque yo de pronto me había acordado de los trajes que hasta entonces durmieron en el fondo de mi baúl. Cada día me ponía uno diferente, y hasta escribí a París para que me enviasen sombreros y corbatas nuevos.

Uno de los mayores encantos que se pueden superponer a la vida de una playa como Balbec es el de tener pintado en el pensamiento con vivos colores y como norte de cada uno de los días ociosos y luminosos que se pasan en la playa el rostro de una muchacha bonita, vendedora de conchas, de pastelillos o de flores. Entonces son los días, por la razón dicha, días desocupados, pero alegres como días de trabajo, días con una finalidad que los espolea, les sirve de imán y de soplo, y que está en un momento próximo, en ese momento en que a la par que compramos garapiñados, rosas o amonitas, nos deleitaremos en contemplar cómo se presentan los colores en un rostro femenino tan puramente como en una flor. Pero a esas vendedoras por lo menos se les puede hablar, lo cual nos evita el tener que construir con la imaginación los otros lados de su personalidad que no aparecen en la percepción visual, y nos ahorran el trabajo de inventar su vida y exagerar su seducción, como delante de un retrato; y sobre todo, y precisamente porque se les puede hablar, se entera uno de las horas a que se las puede ver. Pero en lo tocante a las muchachas de la bandada nada de eso ocurría. No conocía sus costumbres, y los días que no las veía, ignorante de la causa de su ausencia, me ponía a pensar si obedecería a un motivo fijo, si no se dejaban ver más que un día sí y otro no, o cuando hacía tal tiempo, o si había días en que no se las veía nunca. Me figuraba que era amigo suyo y les decía: «Tal día no estuvieron ustedes; ¿cómo fue eso?». «Ah, sí, es que era sábado, y los sábados no venimos nunca porque…». Y ojalá hubiese sido tan sencillo averiguar que el triste sábado era inútil empeñarse en buscar y que podía uno recorrer la playa de arriba abajo, sentarse delante de la pastelería como para comer un bizcocho, entrar en la tienda donde venden recuerdos de la playa, y esperar la hora del baño y del concierto, la subida de la marea y la puesta del sol, ver llegar la noche sin que asomara la ansiada bandada. Pero ese día fatal quizá no se repetía sólo una vez por semana. Acaso no cayera forzosamente en sábado. ¡Quién sabe si no había determinadas circunstancias atmosféricas que influyesen en ese día, o que le fueran totalmente ajenas! ¡Qué caudal de observaciones pacientes, pero no serenas es menester ir recogiendo con respecto a los movimientos, en apariencia irregulares, de estos mundos desconocidos, antes de dar por seguro que no se dejó uno engañar por meras coincidencias y que nuestras previsiones no serán defraudadas, antes de formular las leyes ciertas, adquiridas a costa de experiencias crueles, que rigen esa astronomía de la pasión! Al recordar que no las había visto en tal día de la semana como hoy, me decía yo que ya no vendrían, que era inútil estarse en la playa. Y precisamente en ese momento asomaban ellas. En cambio, otro día que, con arreglo a las deducciones de las leyes que regulaban el retorno de estas constelaciones, consideré como día fasto, no venían. Pero aún había algo más que esta primera incertidumbre de si las vería o no en el espacio de veinticuatro horas: la incertidumbre mucho más grave de si volvería a verlas o no en absoluto, porque ignoraba yo si tendrían que marcharse a América o que volver a París. Ya esto bastaba para que empezara yo a quererlas. Puede ocurrir que se tenga simpatía por una persona y nada más. Pero para desatar esa tristeza, ese sentimiento de lo irreparable y esas angustias que sirven de preparación al amor, es menester que exista el riesgo de una imposibilidad (y acaso tal riesgo y no la persona amada es el objeto que la pasión quiere señorear). Así, obraban ya en mí esas influencias que se repiten en el curso de amores sucesivos, y que pueden darse; pero entonces, cuando se está en grandes ciudades, en el caso de modistillas que no se sabe el día que tienen libre, y que faltan un día, con gran susto nuestro, a la salida del obrador; influencias que se repiten, o al menos se renovaron en el curso de mis amores. Acaso sean inseparables del amor; quizá todo lo que fue una particularidad del amor primero venga a superponerse a los siguientes por recuerdo, sugestión o hábito y a través de los diversos períodos de nuestra vida preste a los diferentes aspectos de la pasión un carácter general.

Yo me aprovechaba de cualquier pretexto para ir a la playa a las horas que tenía esperanza de encontrarlas. Como una vez las vi pasar mientras que estábamos almorzando, ahora llegaba siempre tarde a almorzar, esperando indefinidamente en el paseo a ver si pasaban; el poco tiempo que estaba sentado a la mesa lo dedicaba a interrogar con la mirada el azul de la vidriera; me levantaba mucho antes del postre, para no perder la ocasión de verlas si acaso paseaban aquel día a otra hora, y llegaba a enfadarme con mi abuela, mala sin querer, cuando me hacía quedarme con ella más de la hora que a mí se me antojaba propicia. Para prolongar el horizonte ponía la silla un poco de lado; si por casualidad veía a alguna de las muchachas, como participaban todas de la misma especial esencia, sentía lo mismo que si hubiese sido proyectada allí enfrente de mí, en alucinación móvil y diabólica, algo de ese sueño enemigo, y sin embargo apasionadamente codiciado, que un momento antes no existía sino en mi cerebro, donde estaba estancado de manera permanente.

Con estar enamorado de todas, no estaba enamorado de ninguna, y, sin embargo, el encuentro posible con ellas era el único elemento delicioso de mis días, lo único que me inspiraba esas esperanzas en las que habrían de estrellarse todos los obstaculos; esperanzas a las que sucedían transportes de cólera cuando me quedaba sin verlas. En ese momento las muchachas eclipsaban a mi abuela, y me habría agradado cualquier viaje que tuviese como meta un lugar en donde ellas se hallaran. Cuando creía yo que estaba pensando en cualquier cosa o en nada, en realidad estaba pensando en ellas. Pero cuando estaba pensando en ellas, aun sin saberlo, resultaba que, todavía más inconscientemente, ellas eran para mí estas ondulaciones montuosas y azules del mar, aquel perfil de su desfile por delante del mar. Si había de ir a alguna ciudad dad en donde ellas estuviesen, con lo que esperaba yo encontrarme era con el mar. Y es que el amor más exclusivo que se tenga a una persona es siempre amor y algo más.

Mi abuela, como veía que ahora me interesaba yo en grado sumo por el golf y el tenis y dejaba pasar una ocasión de ver trabajara un artista de los más grandes y de escuchar sus palabras, me miraba con un poco de desprecio, que en mi opinión provenía de un punto de vista suyo demasiado estrecho. Ya entreví yo antes, .en los Campos Elíseos, una cosa de la que más tarde pude darme cuenta mejor, y es que cuando se está enamorado de una mujer se proyecta sencillamente sobre ella un estado de nuestra alma; por consiguiente, lo importante no es el valor de una mujer, sino la profundidad de dicho estado de ánimo; y las emociones que nos causa una muchacha mediocre acaso hagan salir a flor de nuestra conciencia partes de nosotros más íntimas y personales, más esenciales y remotas que el placer que se puede sacar de la conversación de un hombre superior o hasta de la misma contemplación admirativa de sus obras.

Al cabo no tuve más remedio que obedecer a mi abuela, cosa doblemente molesta porque Elstir vivía bastante lejos del paseo del dique, en una de las más recientes avenidas de Balbec. Como hacía mucho calor, tuve que tomar el tranvía que pasa por la calle de la Playa, e hice esfuerzos para imaginarme que estaba en el antiguo reino de los Cimerios, quizá en la patria del rey Mark o en el mismo emplazamiento de la selva de Brocelianda, y para no mirar el lujo de pacotilla de los edificios que iban pasando; de todos ellos quizá la villa de Elstir era el más suntuosamente feo, y lo alquiló a pesar de eso porque era el único hotel de Balbec donde podía tener un estudio amplio.

Y así, volviendo la vista crucé el jardín de la casa, que tenía su poco de tierra vestida de césped —como una reducción de cualquier casa de burgués en los alrededores de París—, su estatuita de galán jardinero, unas bolas de cristal donde podía uno verse, arriates de begonias y un cenadorcito con unas cuantas mecedoras delante de una mesa de hierro. Pero pasados todos estos contornos empapados de fealdad ciudadana, cuando me vi en el estudio ya no me fijé en las molduras color chocolate de los zócalos y me sentí henchido de felicidad, porque, gracias a todos los estudios de color que tenía alrededor, me di cuenta de la posibilidad de elevarme a un conocimiento poético, fecundo en alegrías, de muchas formas que hasta entonces no había yo aislado del espectáculo total de la realidad. Y el taller de Elstir se me apareció cual laboratorio de una especie de nueva creación del mundo, en donde había sacado del caos en que se hallan todas las cosas que vemos, pintándolas en diversos rectángulos de telas que estaban colocados en todas formas; aquí, una ola que aplastaba colérica contra la arena su espuma de color lila; allá, un muchacho, vestido de dril blanco, puesto de codos en el puente de un barco. La americana del joven y la salpicadora ola habían cobrado nueva dignidad por el hecho de que seguían existiendo, aunque ya no eran aquello en que aparentemente consistían, puesto que la ola no podía mojar y la americana no podía vestir a nadie.

En el momento en que entré, el creador estaba rematando, con el pincel que tenía en la mano, la forma de un sol poniente.

Los estores estaban echados en casi todas las ventanas, de suerte que la atmósfera del estudio era fresca y obscura, excepto en una parte de la habitación, donde la claridad del día ponía en la pared su decoración brillante y pasajera; no había abierta mías que una ventanita rectangular encuadrada de madreselvas, y por la que se veía una franja de jardín y al fondo una calle; de modo que el ambiente del estudio era, en su mayor parte, sombrío, transparente y compacto en su masa, pero húmedo y brillante en los rompientes, donde la luz le servía de engaste, como bloque de cristal de roca tallado y pulimentado a trechos, que se irisa y luce como un espejo. Mientras que Elstir seguía pintando, cediendo a mis ruegos, yo anduve por aquel claroscuro parándome delante de uno y otro cuadro.

La mayoría de los lienzos que me rodeaban no eran aquella parte de su obra que más ganas de ver tenía yo, porque me interesaban sobre todo su primera y segunda maneras, como decía tina revista de arte inglesa que andaba rodando por la mesa del salón del Gran Hotel, la manera mitológica y la de influencia japonesa, representadas ambas perfectamente, decía el periódico, en la colección de la señora de Guermantes. Y, naturalmente, lo que más abundaba en su estudio eran marinas hechas en Balbec. Sin embargo, yo vi muy claro que el encanto de cada tina de esas marinas consistía en tina especie de metamorfosis de las cosas representadas, análoga a la que en poesía se denomina metáfora, y que si Dios creó las cosas al darles un nombre, ahora Elstir las volvía a crear quitándoles su denominación o llamándolas de otra manera. Los nombres que designan a las cosas responden siempre a una noción de la inteligencia ajena a nuestras verdaderas impresiones, y que nos obliga a eliminar de ellas todo lo que no se refiera a la dicha noción.

Me había sucedido muchas veces en el hotel de Balbec, por la mañana cuando Francisca descorría las cortinas y entraba la luz, o por la tarde, mientras que esperaba la hora de salir con, Roberto, que gracias a un efecto de sol tomaba yo la parte más sombría del mar por una costa lejana, o me quedaba mirando con Viran satisfacción una zona azul y fluida sin saber si era de mar o de cielo. En seguida mi inteligencia restablecía entre los elementos aquella separación que la impresión aboliera. Así, me sucedía en París que en mi cuarto oía rumor de disputa y alboroto antes de referir a su causa, por ejemplo, el rodar de un coche que se iba acercando, aquel ruido, del que eliminaba entonces las vociferaciones agudas y discordantes que mi oído percibió indubitablemente, pero que mi inteligencia sabía bien que no las causaba un coche. Pero la obra de Elstir estaba hecha con los raros momentos en que se ve la Naturaleza cual ella es, poéticamente. Una de las metáforas más frecuentes en aquellas marinas que había por allí consistía justamente en comparar la tierra al mar, suprimiendo toda demarcación entre una y otro. Y esa Comparación tácita e incansablemente repetida en un mismo lienzo es lo que le infundía la multiforme y potente unidad, motivo, muchas veces no muy bien notado, del entusiasmo que excitaba en algunos aficionados la pintura de Elstir.

Así, por ejemplo, en un cuadro reciente, que representaba el puerto de Carquethuit, y que yo miré mucho rato, Elstir preparó el ánimo del espectador sirviéndose para el pueblecito de términos marinos exclusivamente y para el mar de términos urbanos. Por aquí las casas ocultaban una parte del puerto; más allá una dársena de calafateo o el mar penetraban en la tierra formando golfo, cosa tan frecuente en esta costa; al otro lado de la punta avanzada en que estaba emplazado el pueblo asomaban por encima de los tejados (a modo de chimeneas o campanarios) unos mástiles que por estar así colocados parecían convertir a los barcos suyos en una cosa ciudadana, construida en la misma tierra; esa impresión aún se afirmaba con otros barcos, formados a lo largo del muelle, pero tan apretados y juntos, que los hombres hablaban de uno a otro barco sin que se pudiese distinguir la separación entre las embarcaciones ni el intersticio del agua: así, que esa flotilla parecía una cosa menos marina que las iglesias de Criquebec, por ejemplo, las cuales allá lejos, ceñidas de mar por todos lados, porque se las veía sin la ciudad que estaba al pie, entre una vibración de sol y olas, hubiérase dicho surgían de las aguas, y que, hechas de yeso o espuma, encerradas en el ceñidor de un arco iris versicolor, formaban parte de un cuadro místico e irreal. En el primer término de la playa el pintor había sabido acostumbrar a la vista a no reconocer frontera fija, demarcación absoluta, entre tierra y océano. Había unos hombres empujando barcas para echarlas al agua, que lo mismo corrían entre las olas que por la arena; y esa arena mojada reflejaba los cascos de las embarcaciones como si fuese agua. Ni el mar siquiera asaltaba la tierra regularmente, sino con arreglo a los accidentes de la playa, que con la perspectiva aún eran más variados; de tal modo, que un barco en plena mar, semioculto por las obras avanzadas del arsenal, parecía que bogaba por medio de la ciudad; unas mujeres cogían quisquillas entre las peñas, y como estaban rodeadas de agua y la playa formaba una depresión casi al nivel del mar, pasada la barrera circular de rocas (en los dos lados más próximos a tierra), habríase dicho que se hallaban en una gruta marina dominada por las olas y las barcas, milagrosamente abierta y resguardada en medio de las separadas ondas. Si todo el cuadro daba esa impresión de los puertos donde el mar entra en la tierra y la tierra es ya marina y la población anfibia, la fuerza del elemento marino estalla por todas partes; junto a las rocas en la boca del muelle, donde el mar estaba movido, advertíase por los esfuerzos de los marineros y la oblicuidad de las barcas, inclinadas en ángulo agudo, en contraste con la tranquila verticalidad de los almacenes, de la iglesia y de las casas del pueblo, en el que entraban unas barcas mientras que otras salían a la pesca, que las embarcaciones trotaban rudamente por encima del agua como a lomos de un animal rápido y fogoso, que a no ser por su destreza de jinetes los hubiese tirado al suelo con sus corcovos. Una b: bandada de gente iba de paseo, muy contenta en una barca, con las mismas sacudidas que en un carricoche; la gobernaba como con riendas, sujetando la fogosa vela, un marinero alegre, pero muy atento; todos estaban muy bien colocados para que no hubiese más peso en un lado que en otro y no dieran un vuelco; y así corrían por las soleadas campiñas y los rincones umbríos, bajando las cuestas a toda velocidad. La mañana era muy hermosa a pesar de la tormenta que había habido. Y se veía la potente actividad matinal para neutralizar el hermoso equilibrio de las barcas inmóviles, que gozaban del sol y la frescura, en aquellas partes en que el mar estaba tan tranquilo que los reflejos casi tenían mayor solidez y realidad que los cascos de las embarcaciones, vaporizados por un efecto de sol y montándose unos encima de otros a causa de la perspectiva. Y mejor aún se diría que aquellos trozos no eran ya otras partes distintas del mar. Porque había entre esa partes la misma diferencia que entre ellas y la iglesia que surgía del agua o los barcos que asomaban por detrás de los tejados. La inteligencia hacía en seguida un mismo elemento de lo que aquí era negro con efecto de tempestad, más allá de un color de cielo y con el mismo barniz celeste, y en otro lado, tan blanco de bruma y espuma, tan compacto, tan terrícola, tan rodeado de casas, que traía al pensamiento un camino de piedra o un campo de nieve por el que subía cuesta arriba y en seco un barco, con gran susto del espectador, como un coche que da resoplidos al salir de un vado; pero al cabo de un instante, al ver en la alta y desigual extensión de aquella sólida planicie unos barcos que daban tumbos, se comprendía que aquello, idéntico en todos sus diversos aspectos, era aún el mar.

Aunque se diga, y con razón, que el progreso y los descubrimientos se dan en el dominio de la ciencia, pero no en el de las artes, y que todo artista empieza por sí mismo un esfuerzo individual al que no pueden ayudar ni estorbar los esfuerzos de ningún otro, sin embargó, es menester reconocer que en esa medida en que el arte sirve para poner de relieve determinadas leyes una vez que la industria las vulgariza, el arte anterior pierde retrospectivamente algo de su originalidad. Desde la época en que Elstir comenzó a pintar hemos visto muchas de esas llamadas «admirables» fotografías de paisajes y ciudades. Si se intenta precisar qué es lo que denominan admirable en este caso los aficionados, se echará de ver que tal epíteto se suele aplicar a urca imagen rara de una cosa conocida, imagen distinta de las que vemos de ordinario, imagen singular y sin embargo real, y que precisamente por eso nos seduce doblemente, porque nos causa extrañeza, nos saca de nuestras costumbres y a la par nos entra en nosotros mismos al recordarnos una determinada impresión. Por ejemplo, alguna de esas magníficas fotografías servirá de ilustración a una ley de perspectiva, nos mostrará una catedral que estamos acostumbrados a ver en medio de una ciudad, cogida, por el contrario, desde un punto en que aparezca treinta veces más alta que las casas y formando espolón a la orilla del río, que en realidad está muy separado. Precisamente el esfuerzo de Elstir para no exponer las cosas tal y como sabía que eran, sino con arreglo a esas ilusiones ópticas que forman nuestra visión inicial, lo había llevado cabalmente a poner de relieve alguna de esas leyes de perspectiva, que entonces chocaban más porque el arte era el que primero las revelaba. Un río, debido al recodo que formaba su curso, parecía un lago cerrado por todas partes, allí en el seno de las llanuras o de las montañas, y el mismo efecto daba un golfo porque la ribera escarpada se tocaba casi aparentemente por los dos lados. En un cuadro, pintado en Balbec durante un tórrido día de verano, una entrante del mar, encerrado entre murallas de granito rosa, parecía no ser el mar, que aparentemente empezaba más allá. La continuidad del océano estaba sugerida únicamente por unas gaviotas que revoloteaban sobre aquello que al espectador le parecía piedra, pero en donde ellas aspiraban, por el contrario, la humedad marina. Aun había otras leyes de visión que derivaban de ese mismo cuadro, como la gracia liliputiense de las velas blancas al pie de los enormes acantilados, en aquel espejo azul donde estaban posadas como mariposas dormidas, o unos contrastes entre la profundidad de las sombras y la palidez de la luz. Esos juegos de sombra, que también ha vulgarizado la fotografía, interesaron a Elstir hasta tal punto, que en cierta época se complacía en sorprender verdaderos espejismos donde un castillo con su torre se representaba como un castillo completamente circular, prolongado en lo alto por una torre y abajo por otra torre inversa, ya porque la limpidez extraordinaria del aire diese a la sombra reflejada en el agua la dureza y el brillo de la piedra, ya porque las brumas matinales convirtiesen a la piedra en cosa tan vaporosa como la sombra. Asimismo, allá por detrás del mar, tras una hilera de bosques, comenzaba otro mar, rosado por la puesta de sol, y que era el cielo. La luz, como si inventara nuevos sólidos, empujaba la parte que iluminaba de un barco más atrás de la que se quedaba en sombra, y disponía como los peldaños de una escalera de cristal la superficie, materialmente plana, pero quebrada por el modo de iluminación, del mar matinal. Un río que transcurre por bajo los puentes de una ciudad estaba tomado de tal manera que aparecía totalmente dislocado, aquí explayándose en lago, allá hecho hilillos, en otra parte roto por la interposición de una colina coronada de bosque donde van por la noche los vecinos a tomar el fresco; y el ritmo de esta revuelta ciudad estaba asegurado tan sólo por la inflexible verticalidad de las torres, que no subían, sino que parecían caer con arreglo a la plomada de la pesantez, marcando la cadencia cual en una marcha triunfal, y tenían en suspenso allí por bajo de ellas toda la masa, más confusa, de las casas escalonadas en la bruma; a lo largo del río, aplastado y deshecho. Y (como las primeras obras de Elstir databan de la época en que exornaba los paisajes la presencia de un personaje) en la escarpada ribera o en la montaña, el camino, ese elemento semihumano de la Naturaleza, sufría, al igual del río o del océano, los eclipses de la perspectiva. Una cresta montañosa, la bruma de una cascada o el mar cortaban la continuidad de la senda, visible para el paseante, pero no para nosotros; así que el menudo personaje humano, vestido con anticuada moda y perdido en esas soledades, parecía estar parado delante de un abismo, como si el sendero por donde iba terminase allí; pero trescientos metros más allá, en el bosque de abetos, veíamos emocionados una cosa que nos serenaba el corazón, y es que reaparecía la estrecha blancura de la arena hospitalaria para los pasos del viandante, aquel camino cuyos recodos intermedios, que iban salvando la cascada o el golfo, nos ocultó el declive de la montaña.

El esfuerzo que hacía Elstir por despojarse en presencia de la realidad de todas las nociones de su inteligencia era doblemente admirable, porque ese hombre —que antes de pintar se volvía ignorante, se olvidaba de todo por probidad, porque lo que se sabe no es de uno— tenía precisamente una inteligencia excepcionalmente cultivada. Le confesé yo la decepción que me había causado la iglesia de Balbec. «¡Cómo! —me dijo Elstir—, ¿que no le ha satisfecho a usted ese pórtico? Es la Biblia historiada más hermosa que un pueblo pudo leer nunca. La Virgen y los bajorrelieves donde se expone su vida constituyen la expresión más tierna e inspirada de ese largo poema de adoración y alabanza que la Edad Media va tendiendo a los pies de la madona. No puede usted imaginarse, además de su exactitud minuciosisima para traducir el texto santo, cuántos aciertos de delicadeza tuvo el viejo escultor, qué de pensamientos profundos y cuán encantadora poesía».

Primero, la idea de ese gran velo donde llevan los ángeles el cuerpo de la Virgen, sacratísimo para que se atrevan a tocarlo directamente de dije yo que el mismo tema se hallaba tratado en Saint-André des Champs; pero Elstir, que había visto fotografías del pórtico de esta última iglesia, me hizo notar que aquella celosa diligencia con que rodean a la Virgen esos tipos de aldeanos era cosa muy distinta de la gravedad de los dos ángeles, tan finos y esbeltos, casi italianos, de la iglesia de Balbec; el ángel que se lleva el alma de la Virgen para reunirla con su cuerpo; el encuentro de la Virgen y Elisabet, con el ademán de esta segunda, que toca el seno de María y se maravilla al sentir su plenitud; el brazo tieso de la comadrona, que no quiso creer en la Inmaculada Concepción sin tocar; el ceñidor que echó la Virgen a Santo Tomás para darle la prueba de la resurrección; ese velo que se arranca la Virgen de su propio seno para velar la desnudez de su Hijo, que tiene a un lado a la Iglesia recogiendo su sangre, el licor de la Eucaristía, y al otro a la Sinagoga, cuyo reino terminó ya, vendados los ojos, con un cetro medio roto y con la corona cayéndosele de la cabeza, perdida, como las tablas de la Ley. «Y ese esposo que a la hora del juicio Final ayuda a su mujer a salir de la tumba y le pone la mano sobre su corazón para que se tranquilice y vea que late de verdad, ¿le parece a usted eso una tontería, una idea insignificante? Y no digo nada de ese ángel que se lleva el Sol y la Luna, inútiles ya porque ha sido dicho que la luz de la Cruz será siete veces más fuerte que la de los astros; y el otro que mete la mano en el agua del baño de Jesús a ver si está bastante caliente; y el que sale de entre las nubes para poner la corona en la frente de la Virgen; y aquellos que asoman allá en lo alto, entre los balaustres de la Jerusalén celeste, y alzan los brazos, de espanto o de alegría, al ver los suplicios de los malos y la bienaventuranza de los buenos. Porque en esa portada tiene usted todos los círculos celestiales, un gigantesco poema teológico y simbólico. Es un prodigio, una divinidad, mil veces superior a todo lo que pueda usted ver en Italia, donde muchos escultores de menos valía han copiado literalmente ese tímpano. Porque no ha habido ninguna época en que todo el mundo fuese genial; ¡qué tontería!, eso hubiese sido aún más hermoso que la edad de oro. Lo que es el individuo que esculpió esa fachada puede usted estar seguro de que era tan grande y tenía ideas tan profundas como cualquiera de los hombres de ahora que más admire usted. Ya se lo enseñaría yo a usted si fuésemos a verla juntos: Hay unas palabras del oficio de la Asunción traducidas con una sutileza que no ha sido igualada ni por un Redon». Y, sin embargo, cuando mis ojos, llenos de deseo, se abrieron delante de esa fachada no vi yo en ella aquella vasta visión celestial el gigantesco poema teológico que allí había escrito, según comprendía ahora. Le hablé de las grandes estatuas de santos que, subidas en zancos, forman una especie de avenida.

«Arrancan del fondo de los tiempos para llegar hasta Jesucristo —me dijo—. A un lado están sus antepasados del espíritu; al otro, los Reyes de Judea, sus antepasados de la carne. Todos los siglos se reúnen allí. Y si se hubiera usted fijado mejor en eso que a usted le parecen zancos, habría usted sabido quiénes eran los que están encima. Porque Moisés tiene debajo de sus pies el becerro de oro; Abraham, el carnero; José, el demonio aconsejando a la mujer de Putifar».

Le dije también que yo esperaba haberme encontrado con un monumento casi persa, y que esa fue sin duda una de las causas de mi decepción. «No —me contestó—, eso tiene su parte de verdad. Algunas cosas son completamente orientales; hay un capitel que reproduce tan exactamente un tema persa, que es muy, difícil de explicar sólo por la persistencia de las tradiciones orientales. El escultor debió de copiar alguna arqueta que trajeron los navegantes». En efecto, Elstir me mostró más adelante la fotografía de un capitel con tinos dragones casi chinos que se devoraban unos a otros: pero en Balbec ese trozo de escultora se me había escapado en el conjunto del monumento, que no se parecía a lo que me anunciaron estas palabras: «Iglesia casi persa».

Los goces intelectuales que disfrutaba yo en aquel estudio no me estorbaban, en ningún modo, para sentir, aunque todo ello estaba alrededor nuestro como sin querer, la transparente tibieza de colores y la brillante penumbra de la habitación; y allá al fondo de la ventanita, ceñida de madreselvas, en la rústica avenida, veíase la resistente sequedad de la tierra quemada por el sol y velada tan sólo por la transparencia de la distancia y la sombra de los árboles. Acaso el inconsciente bienestar que en mí determinaba aquel día de verano servía para acrecer, como un afluente, la alegría que experimentaba al mirar el «Puerto de Carquethuit».

Yo me creía que Elstir era modesto; pero comprendí que me había equivocado al ver que por su rostro se difundió un matiz de tristeza cuando yo pronuncié, en una frase de gratitud, la palabra gloria. Aquellos artistas que consideran sus obras como cosas que han de durar —y Elstir era uno de ellos— se acostumbran a situarlas en una época en que ellos no serán ya más que polvo. Y por eso, porque los lleva a pensar en la nada, los contrista la idea de la gloria, inseparable de la idea de la muerte.

Cambié de conversación para que se disipara aquella nube de orgullosa, melancolía que cargaba la frente de Elstir. «Me habían aconsejado —le dije, recordando la conversación que tuve con Legrandin— que no fuese a Bretaña porque no era sano para un ánimo inclinado a soñar». «No —me respondió el pintor— cuando un alma tiende al ensueño, no hay que apartarla de él ni dárselo con ración. Mientras desvíe usted su alma de los ensueños se quedará sin conocerlos y será usted juguete de mil apariencias, porque no ha comprendido usted su naturaleza. Si se estima que soñar un poco es peligroso, lo que cure no habrá de ser soñar menos, sino soñar más, el pleno ensueño. Es menester que conozcamos muy bien nuestros ensueños para que no nos duelan; hay una separación de la vida y el ensueño tan útil de hacer, que muchas veces me digo si no se la debiera practicar preventivamente, por si acaso, como dicen algunos cirujanos que convendría cortar el apéndice a todos los niños para evitar la posibilidad de una apendicitis».

Habíamos ido Elstir y yo hasta el fondo del estudio, junto a la ventana que daba a la parte trasera del jardín, a un camino de atajo casi rústico. Nos habíamos acercado allí para respirar el aire fresco de la bien entrada tarde. Me figuraba yo estar muy lejos de la bandada de muchachas, y tuve que sacrificar por una vez la esperanza de verlas para obedecer a los ruegos de mi abuela e ir a visitar a Elstir. No sabe uno dónde se halla lo que anda buscando, y muchas veces se suele huir obstinadamente del lugar preciso al que, por otras razones, nos invitan todos a que vayamos. Pero nosotros no sospechamos que cabalmente allí veríamos al ser de nuestros pensamientos. Estaba yo mirando vagamente ese camino campestre que pasaba junto al estudio, pero por fuera y sin pertenecer ya a la casa de Elstir. De pronto, y recorriendo aquella trocha con paso rápido, asomó por allí la joven ciclista de la bandada, con su negro pelo, el sombrero encasquetado hasta los carrillos mofletudos y el mirar alegre y un tanto insistente; y en aquel afortunado sendero milagrosamente henchido de suaves promesas, bajo la sombra de los árboles, la vi que dirigía a Elstir un sonriente saludo de amiga, arco iris que para mí unió nuestro terráqueo mundo a regiones juzgadas hasta entonces inaccesibles. Se acercó para dar la mano al pintor, pero sin pararse, y vi que tenía un lunarcito en la barbilla. «¡Ah!, ¿con que conoce usted a esta muchacha?», dije a Elstir, pensando que podría presentarme a ella, invitarla a venir a su casa. Y aquel estudio tranquilo con su rural horizonte se colmó de delicias, como ocurre con una casa en donde un niño que se encuentra allí muy a gusto se entera de que además, por la generosidad con que gustan las cosas bellas y las personas nobles de acrecentar indefinidamente sus dones, le van a preparar una magnífica merienda.