El médico de Balbec, a quien llamamos con motivo de un acceso de fiebre que tuve, estimó que no debía pasarme todo el día a la orilla del mar y a pleno sol con aquellos calores tan grandes, y escribió unas cuantas recetas farmacéuticas de cosas que yo había de tomar; mi abuela cogió las recetas con aparente respeto, en el que yo discerní en seguida su firme propósito de no encargar ninguna de aquellas medicinas; pero en cambio tuvo muy en cuenta el consejo higiénico y aceptó el ofrecimiento de la señora de Villeparisis, que se brindó a llevarnos de paseo en su coche. Yo me pasaba el tiempo hasta que llegaba la hora de almorzar yendo y viniendo de mi cuarto al cuarto de la abuela. Este cuarto no daba frente al mar como el mío; tenía vistas a un rincón del dique, a un, patio y al campo; el mobiliario era también distinto, y había unos sillones bordados con filigranas metálicas y florecitas de color rosa, de las que parecía salir el olor fresco y grato que notaba uno al entrar en aquella habitación. En ese momento del día diferentes rayos de luz, que venía cada cual de una dirección, y al parecer de una hora distintas, quebraban los ángulos de las paredes y ponían encima de la cómoda, junto a un reflejo de la playa, un altarito de mayo todo salpicado de colorines, como las flores del camino; posaban en la pared las dos alas plegadas, trémulas y tibias, de una claridad siempre dispuesta a emprender el vuelo, o iban a calentar, como un baño, el cuadradito de alfombra provinciana que caía delante de la ventana del patio, y que estaba, festoneado de sol como una parra, y realzaban el encanto y la complejidad de la decoración mobiliaria quitando a los sillones su corteza de seda florida y su pasamanería; de modo que aquella habitación que atravesaba Yo un momento antes de ir a vestirme para salir de paseo parecía un prisma que descomponía los colores de la luz exterior, una colmena donde se hallaban disociadas aún, desparramadas, visibles y embriagadoras, las mieles de la tarde que iba a disfrutar, o un jardín de la esperanza que se disolvía en rayos de plata y pétalos de rosas; pero lo primero que yo hacía era descorrer los visillos de mi balcón, con objeto de enterarme de cuál era el mar que estaba aquella mañana jugueteando, como una nereida en la tierra costeña. Porque cada uno de estos mares no estaba allí más que un día. Al siguiente ya había otro, muchas veces parecido. Pero nunca vi el mismo dos veces.
Los había de tan rara belleza, que al verlos se redoblaba aún mi placer por la sorpresa. ¿Qué privilegio gozaba una determinada mañana sobre las demás, para que el balcón, al entreabrirse, descubriera a mis maravillados ojos a la ninfa Glauconómena, cuya perezosa hermosura y muelle respirar tenían la vaporosa transparencia de una esmeralda, a través de la cual veíanse afluir los elementos ponderables que le daban colorido? Hacía juguetear al sol, con sonrisa entibiada por invisible bruma, que no era otra cosa sino un espacio vacío reservado en torno de su superficie translúcida, la cual venía a ser por ende más abreviada y seductora, como esas diosas que el escultor destaca en medio de un bloque dejando todo el resto de la piedra sin desbastar siquiera. Y así, con su único color nos invitaba a pasear por los groseros caninos terrenos, desde los cuales, bien instalados nosotros en la carretela de la señora de Villeparisis, la veíamos toda la tarde, sin llegar nunca hasta la frescura de su blanda palpitación.
La señora de Villeparisis mandaba enganchar temprano para que tuviésemos tiempo de ir hasta Saint-Mars-le-Vétu, hasta las peñas de Quetteholme, o a otro punto de excursión, que para un coche no muy rápido era lejano y requería el día entero. Yo, muy contento por el paseo que nos esperaba, tarareaba alguna de las últimas canciones que había oído y andaba arriba y abajo esperando que estuviese preparada la señora de Villeparisis. Los domingos, además de su coche, solía haber otros parados delante del hotel; eran carruajes de alquiler, que estaban esperando no sólo a las personas invitadas a ir al castillo de Féterne por la señora de Cambremer, sino también a otras que, con tal de no quedarse en el hotel como niños castigados, declaraban que el domingo era un día muy cargante en Balbec y se iban en cuanto almorzaban a esconderse en una playa cercana o a visitar algún lugar de los alrededores. Y muchas veces la mujer del notario, cuando le preguntaban si había estado en casa de los Cámbremer, respondía terminantemente: «No; estábamos en las cascadas del Bec», como si ese hubiera sido el único motivo que tuvo para no pasar el día en el castillo de los Cambremer. Y el abogado decía, caritativamente:
—Les tengo envidia. De buena gana hubiese cambiado con ustedes es más divertido.
Junto a los coches, delante del pórtico, en donde yo esperaba, estaba plantado, como un arbusto joven de rara especie, un botones que llamaba la atención visual tanto por la singular armonía de su encendido pelo como por su epidermis de planta. Dentro, en el hall, que correspondía al narthex o iglesia de los catecúmenos de las iglesias romanas, lugar donde tenían derecho a entrar las personas que no vivían en el hotel, había otros compañeros del groom[43] exterior, que no trabajaban mucho más que el de afuera, pero que por lo menos ejecutaban algunos movimientos. Es muy probable que por la mañana ayudasen a la limpieza; pero por la tarde estaban allí sólo como esos coristas que aún cuando ya no sirven para nada, se quedan en escena para aumentar la comparsería. El director general, aquel que me daba a mí tanto miedo, tenía pensado aumentar el número de botones el año siguiente, porque veía las cosas en gran escala. Y su decisión contristó mucho al director del hotel, que estimaba a todos aquellos niños muy impertinentes, con lo que quería dar a entender que estorbaban el pase y no servían para nada. Pero, por lo menos en los espacios que mediaban entre almuerzo y cena, entre las entradas y salidas de las huéspedes, servían para llenar los vacíos de la acción, como esas discípulas de madama de Maintenon que, vestidas de jóvenes israelitas, bailan un intermedio cada vez que salen Ester o Joab. Pero el botones de afuera, tan rico de matices, de tan buen talle y estatura, ese groom junto al cual me paseaba yo esperando que bajara la marquesa, manteníase inmóvil, inmovilidad que se teñía de cierta melancolía porque sus hermanos mayores habían abandonado el hotel para más brillantes destinos y él se sentía aislado en aquella tierra extraña. Por fin llegaba la señora de Villeparisis. Acaso hubiera entrado en las funciones del botones el mandar acercar el coche y ayudar a la señora a subir, pero sabía que cuando una persona lleva consigo su servidumbre es para que sirvan ellos y suele dar pocas propinas en un hotel; y que esta última costumbre la comparten, por lo general, los nobles del viejo barrio de Saint-Germain. Y como la señora de Villeparisis pertenecía a la vez a estas dos clases de gente, el arbóreo groom deducía que no tenía nada que esperar de la marquesa, y dejaba a su mayordomo y a su doncella que la instalaran en el coche, sin salir de su vegetal inmovilidad, soñando tristemente en la envidiable suerte de sus hermanos.
Salíamos; al poco rato de haber rodeado la estación del ferrocarril entrábamos en un camino del campo que pronto se me hizo tan familiar como los de Combray, desde el recodo en que comenzaba a aventurarse por entre deliciosos cercados hasta la otra vuelta en que lo abandonábamos, cuando ya corría por entre tierras de labor. De cuando en cuando veíase en medio de esas tierras un manzano, sin flores, sí, tan sólo con un ramillete de pistilos, pero que era lo bastante para deleitarme porque allí reconocía yo esas hojas inimitables por cuya amplia superficie, igual que por la alfombra de estrado de una fiesta nupcial ya terminada, había pasado la cola de blanco raso de las florecillas rojizas.
Al año siguiente, en París cuando llegó el mes de mayo, más de una vez compré una rama de manzano en una tienda de florista y me pasé la noche delante de esas flores, en las que triunfaba esa misma esencia blanquecina que aún espolvorearía con su espuma los brotes de las hojas; y parecía que entre las blancas corolas había ido poniendo de propina el comerciante, para tener una generosidad conmigo, y por gusto de inventiva y de contraste ingenioso, unos capullitos rosa, que caían muy bien; las miraba, las ponía a la luz de la lámpara —y tanto y tanto, que muchas veces aún me estaba así cuando el alba les traía el mismo reflejo rojizo que debía de estar naciendo en Balbec—, y mi imaginación trataba de colocarlas otra vez en aquel camino, de multiplicarlas y extenderlas en el marco ya preparado, en el lienzo ya listo, formado por aquellos cercados cuyo dibujo me sabía yo de memoria, cercados que yo ansiaba ver —algún día había de lograrlo— en el momento en que la primavera cubre su tela de colores con la deliciosa fantasía del genio.
Antes de subir al coche ya llevaba yo compuesto el cuadro de mar que iba a cruzar, en la esperanza de verlo a «sol radiante», porque ese cuadro en Balbec se me ofrecía muy divertido por tantas cosas vulgares, bañistas, casetas y yates ele recreo, que mi ilusión se negaba a admitir. Pero cuando el coche de la señora de Villeparisis llegaba a lo alto de una loma y veía yo el mar entre el follaje de los árboles, entonces desaparecían con la lejanía los detalles contemporáneos que, por así decirlo, lo colocaban fuera de la Naturaleza y de la Historia, y al mirar las olas pensaba yo que eran las mismas que nos pinta Leconte de Lisle en la Orestíada, cuando los cabelludos guerreros de la heroica Hélade, «como bandadas de aves de presa a la hora del alba, hacen palpitar con mil remos el mar sonoro». Pero, en cambio, estaba ahora muy lejos de la orilla, y el mar no se me representaba con vida, sino inmóvil, de modo que ya no sentía yo la fuerza oculta tras esos colores, extendidos, como los de una pintura, entre las hojas de los árboles, y el agua se aparecía tan inconsistente como el cielo, tan sólo un poco más obscura en, su azul.
La señora de Villeparisis, al ver que me gustaban las iglesias, me prometía que iríamos viéndolas poco a poco; sobre todo, había que ver la de Carqueville, «toda envuelta en hiedra vieja» decía la señora marquesa; y hacía con la mano un movimiento como si se deleitase en cubrir la ausente fachada con invisible y delicado follaje. Eran muy frecuentes en la señora de Villeparisis o esos menudos ademanes descriptivos, o una frase exacta para definir el encanto y la singularidad de un monumento, evitando siempre los términos técnicos, pero sin poder disimular que conocía perfectamente las cosas de que estaba hablando. Y a modo de excusa alegaba que uno de los castillos de su padre, aquel en que ella se crio, estaba en una comarca en que había una iglesia del mismo estilo que las de los alrededores de Balbec, y hubiera sido una vergüenza que no se aficionara a la arquitectura; tanto más, cuanto que aquel castillo era el modelo más hermoso de los castillos del Renacimiento. Pero como resultaba que aquel castillo era además un verdadero museo que allí tocaron Chopin y Liszt, que allí recitó Lamartine y que todos los artistas célebres del siglo habían dejado pensamientos, melodías o dibujos en el álbum de la familia, la señora de Villeparisis, por gracia, por buena educación, por modestia real o por falta de espíritu filosófico, atribuía a esta causa, puramente material, su conocimiento de todas las bellas artes, y acababa por considerar pintura y música, literatura y la filosofía como particular atributo de una señorita educada del modo más aristocrático en un monumento ilustre y catalogado. Parecía que para ella no había más cuadros que los que se heredan. Se alegró mucho de que a mi abuela le gustara u n collar que llevaba y que le pasaba de la cintura. Ese collar figuraba en un retrato de una bisabuela suya, pintado por Ticiano, retrato que nunca salió de la familia; de modo que podía asegurarse que era un Ticiano auténtico. Porque la marquesa no quería oír hablar de cuadros comprados Dios sabe dónde por un Creso, y persuadida de antemano de que eran falsos, no sentía deseos de verlos; sabíamos nosotros que ella pintaba acuarelas de flores, y mi abuela, que había oído alabarlas, le habló de su afición. La señora de Villeparisis cambió de conversación, pero sin dar mayores muestras de sorpresa o de satisfacción que esos artistas conocidos a quienes los elogios no suenan a nada nuevo. Se contentó con decir que era un entretenimiento delicioso, porque aunque las flores nacidas de su pincel no sean gran cosa, por lo menos el tener que pintarlas le obliga a uno a vivir entre flores naturales, y estas son tan hermosas, sobre todo cuando hay que mirarlas de cerca para copiarlas, que nunca cansan. Pero en Balbec la señora de Villeparisis se daba asueto para descansar la vista.
A la abuela y a mí nos asombró el ver que la marquesa era mucho más «liberal» que la mayor parte de la gente de clase media. Se admiraba la señora de Villeparisis de que causara escándalo la expulsión de los jesuitas, y decía que eso se había hecho siempre, hasta en una monarquía, y hasta en España. Defendía la República, y el único reproche que dirigía al anticlericalismo se encerraba en estos mesurados términos: «Me parecería tan mal que no me dejaran ir a misa si quiero ir, como el que me obligasen a ir sin tener gana»; y de cuando en cuando lanzaba frases como: «¡Ah la nobleza hoy día es muy poca cosa!», o «Para mí, un hombre que no trabaja no es nada», quizá porque tenía conciencia de lo graciosas, significativas y memorables que eran esas palabras dichas por ella.
A fuerza de oír expresar a menudo ideas avanzadas —pero sin llegar nunca al socialismo, que era la pesadilla de la señora de Villeparisis—, precisamente a tina de esas personas que por inspirarnos consideración, gracias a su talento, impulsan a nuestra escrupulosa y tímida imparcialidad a no condenar las ideas de los conservadores, la abuela y yo casi llegamos a creernos que nuestra agradable compañera poseía la medida y dechado de la verdad en todo. Le creíamos como artículo de fe todo lo que nos decía de sus Ticianos, de la galería de su castillo, del talento de conversación de Luis Felipe. Pero la señora de Villeparisis —al igual de esos eruditos que maravillan al verlos desenvolverse en el terreno de la pintura egipcia o las inscripciones etruscas, pero que hablan de las obras modernas de un modo tan superficial que nos hacen dudar si no habremos exagerado el interés de las ciencias que ellos dominan, porque al tratar de ellas no dejaron asomar esa mediocridad que era de esperar y que aparece en sus necios estudios sobre Baudelaire— cuando yo le preguntaba por Chateaubriand, por Balzac o Víctor Hugo, que ella conoció porque iban todos a casa de sus padres, se reía de mi admiración y contaba de ellos cosas de risa, lo mismo que había hecho un momento antes con los grandes señores y los políticos; y juzgaba con severidad a esos escritores, precisamente porque carecían de esa modestia, de ese olvido de su valer, de ese arte sobrio que se satisface con un solo trazo y no insiste, que huye sobre todo del ridículo de la grandilocuencia de esa oportunidad y de esas cualidades de moderación de juicio y sencillez que son exclusivo patrimonio, según le habían señalado a ella, del verdadero mérito; y se veía que la marquesa prefería a hombres que, quizá por dominar esas cualidades expuestas, llevaron ventaja a un Balzac, a un Hugo o a un Viny en un salón, en una academia o en un consejo de ministros hombres como Molé, Fontanes, Vitroles, Bersot, Pasquier, Lebrun, Salvandy o Daru.
«Es lo mismo que esas novelas de Stendhal que a usted parece que le gustan tanto. Le hubiera asombrado hablándole a él en ese tono. Mi padre, que solía verlo en casa del señor Mérimée —ese sí que tenía talento, ve usted—, me ha dicho muchas veces que Beyle, porque se llamaba así, era terriblemente vulgar, pero muy ingenioso en la mesa, y no se hacía ilusiones respecto a sus libros. Es decir, usted mismo habrá visto cómo contestó encogiéndose de hombros a los desmesurados elogios del señor de Balzac. En esto, por lo menos, era hombre de buen tono». Poseía autógrafos de todos esos literatos, y parecía muy convencida de que gracias a las relaciones particulares que su familia tuvo con estos artistas, ella los juzgaba con mayor justicia que los jovenzuelos como Yo, que no pudieron tratarlos. «Me parece que puedo hablar de ellos porque iban a casa de mi padre; y, como decía el señor Sainte Beuve, que tenía mucha gracia, con respecto a esos escritores, hay que creer a los que los vieron de cerca y pudieron juzgar exactamente lo que valían».
A veces, cuando el coche iba subiendo por una cuesta entre tierras labrantías, seguían a nuestro carruaje unos cuantos tímidos ancianos, parecidos a los de Combray, que daban mayor tono de realidad al campo y eran como señal de autenticidad, igual que esa preciosa florecilla con que firmaban sus cuadros algunos pintores antiguos. El andar de nuestros caballos nos separaba de ellos muy pronto, pero a poco ya veíamos otro que nos esperaba y había plantado en la hierba su estrella azul; algunos se atrevían a llegarse al borde de la carretera, y con esas florecillas domésticas y con mis recuerdos lejanos se iba formando una nebulosa.
Bajábamos la cuesta, y entonces nos cruzábamos ella a pie, en bicicleta, en un carricoche o en un carruaje, con alguna criatura —flores del día claro, pero que no son como las de los campos, porque cada cual encierra en sí una cosa que no existe en las demás, por lo cual no podemos satisfacer el deseo que nos inspire con una semejante suya—: Moza de granja que arreaba su vaca, o medio acostada en una carreta; hija de tendero en asueto, o elegante señorita sentada en la banqueta del landó, enfrente de sus papás. Cierto que Bloch me abrió una era nueva y cambió para mí el valor de la vida el día que me enseñó que mis solitarios sueños en los paseos por el lado de Méséglise, cuando deseaba yo que pasara una moza del campo para cogerla en mis brazos, no eran pura quimera sin correspondencia alguna fuera de mí, sino que toda muchacha que uno se encontrara, campesina o ciudadana, estaba en disposición de satisfacer semejantes deseos. Y aunque ahora, por estar malo y no salir nunca solo, no podía disfrutar de esos placeres, sin embargo, me sentía alegre como niño nacido en una cárcel o en un hospital que, después de haberse figurado por mucho tiempo que el organismo humano no digiere más que pan seco y medicinas, se entera un día de que albaricoques, melocotones y uvas no son mero ornamento de los campos sino deliciosos alimentos asimilables. Y aunque el carcelero o el enfermero no le dejen coger esas frutas tan hermosas, el mundo ya le parece mejor y más clemente la vida. Porque un deseo se hermosea a nuestros ojos, y nos apoyamos en él con mayor confianza cuando la realidad externa se adapta a tal deseo, aún cuando no sea realizable para nosotros. Y pensamos con más alegría en una vida en que podamos imaginar la posibilidad de llegar a satisfacerlo, una vez que apartemos por un instante de nuestra mente el pequeño obstáculo accidental y particular que nos impide hacerlo en verdad. Y en lo que concierne a las guapas muchachas que veía yo pasar, desde el día que supe yo que aquellas mejillas podían besarse me entró curiosidad por su alma. Y el universo me pareció de más interés.
El coche de la señora de Villeparisis iba de prisa. Apenas si me daba tiempo a ver a la chiquilla que se encaminaba hacia nosotros; y, sin embargo, como la belleza de los seres humanos no es igual que la de las cosas, y sentimos muy bien que pertenece a una criatura única, consciente y de libre querer, en cuanto su individualidad, alma vaga, voluntad desconocida, se pintaba en imagen menuda prodigiosamente reducida, pero completa, en el fondo de su distraído mirar, inmediatamente misteriosa réplica del polen preparado para el pistilo sentía en mí el embrión vago, minúsculo también, de no dejar pasar a aquella muchacha sin que su pensamiento tuviera conciencia de mi persona, sin impedir que sus deseos se dirigieran a otro hombre, sin entrarme yo en esas ilusiones y señorear su corazón. Mientras tanto, el coche se alejaba, la muchacha se quedaba atrás, y como carecía con respecto a mí de toda noción de las que constituyen una persona, sus ojos, apenas vistos, ya me habían olvidado. ¿Me parecía tan hermosa quizá por haberla visto así, tan fugazmente? Puede ser. En primer término, la imposibilidad de pararnos junto a una mujer, el riesgo que corremos de no volver a encontrarla ningún día más, le infunden bruscamente el mismo encanto con que revisten a un determinado país la enfermedad o la falta de recursos que nos impiden visitarlo, o con que reviste a los días que nos quedan por vivir la idea del combate en que de seguro sucumbiremos. De modo que si no hubiera costumbre la vida debería parecer deliciosa a esos seres que estuviesen amenazados con morir en cualquier momento, es decir, a todos los humanos, Además, si la imaginación se siente arrastrada por el deseo de lo que no podemos poseer, su impulso no está limitado por una realidad perfectamente percibida en esos encuentros en que los encantos de una mujer que vemos pasar suelen estar en relación directa con lo rápido de su paso. A poco que obscurezca, y con tal que el coche vaya aprisa, en campo o en ciudad, no hay torso femenino mutilado, como un mármol antiguo, por la velocidad que nos arrastra y por el crepúsculo que lo ahoga, que no nos lance, desde un recodo del camino o desde el fondo de una tienda, las flechas de la Belleza; esa Belleza que sería cosa de preguntarse si en este mundo consiste en algo más que en la parte de complemento que nuestra imaginación, sobreexcitada por la pena, añade a una mujer que pasa, fragmentaria y fugitiva.
Si yo hubiera podido bajar del carruaje y hablar con la muchacha que pasaba, quizá me habría desilusionado cualquier imperfección de su cutis, que desde el coche no se podía ver. (Y, entonces, de pronto, todo esfuerzo para penetrar en su vida habríaseme representado cosa imposible. Porque la belleza no es más que una serie de hipótesis y la fealdad la reduce interponiéndose en aquel camino que veíamos ya abrirse hacia lo desconocido). Quizá una sola palabra suya, una sonrisa, me habrían dado una clave o cifra inesperada para comprender la expresión de su rostro o de su porte, que inmediatamente me parecerían ya superficiales. Es muy posible, porque en mi vida me he encontrado con muchachas tan deliciosas como esos días en que estaba yo con una persona muy seria, de la que no podía separarme a pesar de los mil pretextos que inventaba; algunos años después de mi primer viaje a Balbec, en París, iba yo en coche con un amigo de mi padre, cuando vi una mujer andando muy de prisa en la obscuridad de la noche; se me ocurrió que era disparatado el perder por un motivo de cortesía mi parte de felicidad en la única vida que hay indudablemente; me apeé sin excusa alguna y me eché en busca de la desconocida; se me perdió en los cruces de las calles, di con ella en un tercero, y por fin, todo sin aliento, me vi cara a cara con la vieja señora de Verdurin, de la cual iba yo siempre huyendo, y que me dijo, muy contenta y extrañada: «¡Qué amabilidad tan grande haber corrido para venir a saludarme!».
Aquel año, en Balbec, siempre que tenía alguno de esos encuentros, aseguraba a mi abuela y a su amiga que mejor sería que me volviese a pie yo solo. Pero no querían dejarme bajar. Y entonces añadía esa guapa moza (mucho más difícil de volver a encontrar que un monumento, porque era anónima y móvil), a la colección de todas aquellas otras muchachas que me tenía yo prometido ver algún día de cerca. Sin embargo, hubo una que pasó varias veces por delante de mí, y en tales circunstancias, se me figuró que podría conocerla como yo quisiese. Era una lechera que iba de una casa de labor a llevar al hotel la nata que se necesitaba. Me creí que me había conocido, y, en efecto, me miraba con una atención motivada probablemente por el asombro que le causaba la atención mía. Al otro día me estuve toda la mañana descansando, y cuando a las doce entró Francisca a descorrer las cortinas me entregó una carta que habían dejado para mí en el hotel. No conocía yo a nadie en Balbec. Y no dudé un instante que aquella carta era de la moza de la leche. Pero, por desgracia, no había nada de eso: Bergotte, de paso en Balbec, estuvo a visitarme, y al enterarse de que estaba descansando me dejó unas líneas muy amables; y el liftman[44] puso en el sobre la dirección aquella que yo me figuré escrita por la lechera. Tuve una gran decepción, y la idea de que era cosa mucho más difícil y halagüeña tener una carta de Bergotte en nada me consoló de que no fuese de la lechera. Y ocurrió que a aquella muchacha no volví a verla más, como me sucedía con las otras que veía tan sólo yendo en coche. Y el ver a tanta moza y el perderlas a todas aumentaba el estado de agitación en que vivía; así, que llegué a juzgar muy sabios a esos filósofos que nos recomiendan que limitemos nuestros deseos (siempre que quieran hablar del deseo que nos inspiran las personas, porque ese es el único que, por aplicarse a lo desconocido consciente, puede causarnos ansiedad. Sería completamente absurdo suponer que la filosofía se refiera al deseo de las riquezas). Pero no me parecía del todo perfecto ese género de sabiduría, porque, al fin y al cabo, por esos encuentros se me aparecía más hermoso un mundo que deja crecer así en todos los caminos del campo unas flores tan vulgares y a la par tan raras, tesoros fugitivos del día, regalos del paseo, que dan sabor nuevo a la vida y que sólo por circunstancias contingentes que tal vez no se volvieran a repetir, no podía yo gozar ahora.
Pero quizá al esperar que algún día, con más libertad, pudiese yo encontrarme en otros caminos con muchachas de esas no hacía yo otra cosa sino empezar a falsear ese elemento, exclusivamente individual, que tiene el deseo de vivir junto a una mujer que nos pareció bonita; y por el mero hecho de admitir la posibilidad de que naciera artificialmente reconocía yo implícitamente su cualidad de ilusión.
Un día la señora de Villeparisis nos llevó a Carqueville, donde estaba esa iglesia toda cubierta de hiedra de que nos hablara, iglesia colocada en un otero y que domina al pueblo y al río con su puentecito de la Edad Media; mi abuela, figurándose que me agradaría quedarme yo solo para ver el monumento, propuso a su arraiga que fuesen a merendar a la pastelería, a aquella placita que se veía perfectamente desde allí, y que con su pátina dorada era como una parte de un objeto antiguo, distinta de las demás. Quedamos en que yo iría a buscarlas. Para reconocer una iglesia en aquel bloque de verdura que tenía delante me fue menester un esfuerzo que me puso más en contacto con la idea de iglesia; en efecto, lo mismo que esos estudiantes que cogen mejor el sentido de una frase cuando por medio de un ejercicio de versión o de tema los obligan a despojarla de las formas a que están acostumbrados, yo, que no solía necesitar esa idea de iglesia al verme delante de torres que se daban a conocer por sí mismas, ahora tenía que llamarla en mi auxilio constantemente con objeto de no olvidarme de que el arco que formaba aquella parte de la hiedra era el de una vidriera ojival y de que aquel saliente de las hojas se debía al relieve de un capitel. Pero entonces se movía un poco de viento, y hacía estremecerse a todo aquel pórtico, que se llenaba de ondulaciones temblorosas y sucesivas como oleadas de luz; las hojas se estrellaban unas contra otras, y la fachada vegetal, toda trémula, arrastraba acariciadoramente tras ella los pilares ondulantes y huidizos.
Al salir de la iglesia vi delante del puente viejo a unas muchachas del pueblo, que, sin duda, por ser domingo, estaban muy emperejiladas, diciendo cosas a los mozos que pasaban por allí. Había una peor trajeada que las otras, pero que, al parecer, tenía algún ascendiente sobre ellas —porque apenas si contestaba a lo que le decían—; alta, de aspecto más serio y voluntarioso, medio sentada en el resalto del puente, con las piernas colgando; tenía delante un cacharrito lleno de peces, acabados de pescar por ella probablemente. Era de tez morena y de ojos suaves, pero con la mirada desdeñosa para lo que tenía alrededor; la nariz, menuda, muy fina y deliciosa de forma. Posé la vista en su cara, y en rigor mis labios pudieron creerse que habían ido detrás de mi mirada. Pero no sólo quería yo llegar a su cuerpo, sino a la persona que vivía en él, esa persona con la que parece que entra uno en contacto cuando llama su atención, y en la que nos parece que penetramos cuando le sugerimos una idea.
Y aunque vi que mi propia imagen se reflejaba furtivamente en el espejo de la mirada de la hermosa pescadora, según un índice de refracción para mí tan desconocido como si se hubiese colocado en el campo visual de una cierva, aún dudé yo si había penetrado en el ser interior de la moza, si no me seguía tan cerrado como antes. Pero a mí no me habría bastado con que mis labios bebiesen el placer de los suyos, sino que también los míos habían de darle a ella ese placer; y del mismo modo deseaba yo que la idea de mí entrara en ese ser, que se prendiera a él, no sólo me ganara su atención, sino también su admiración y su deseo, que la obligara a conservar mi recuerdo hasta el día en que pudiese volver a encontrarla. Mientras tanto, estaba viendo a unos pasos de allí el sitio en donde me habría de esperar el coche de la señora de Villeparisis. No tenía a mi disposición más que un momento; además, veía que las muchachas empezaban ya a reírse de verme parado. Llevaba cinco francos en el bolsillo. Los saqué, y antes de explicar a la moza lo que le iba a encargar, para tener más probabilidades de que me hiciera caso, le enseñé la moneda.
—¿Querría usted hacerme un favor —dije a la pescadora—, ya que parece que es usted del pueblo? Es llegarse a fina pastelería que dicen que está en una plaza yo no sé dónde; debe de haber allí un coche esperándome. Mire usted: para no confundirse, pregunta usted si es el coche de la marquesa de Villeparisis. Pero no hay duda, ya lo verá usted; es un coche de dos caballos.
Esto es lo que yo quería que ella supiera, para que formase de mí muy buena idea. Pero en cuanto pronuncié las palabras «marquesa» y «dos caballos», de pronto me sentí muy tranquilo. Vi que la pescadora se acordaría de mí, y vi que se disipaba con mi temor a no volverla a encontrar nunca una parte de mi deseo de volverla a encontrar. Me pareció que acababa de tocar su persona con labios invisibles y que yo le había gustado. Y este violento adueñarme de su espíritu, esa posesión inmaterial le hicieron perder tanto misterio como le habría quitado la posesión física.
Bajamos hacia Hudimesnil; de repente me invadió esa profunda sensación de dicha que no había tenido desde los días de Combray; una dicha análoga a la que me infundieron, entre otras cosas, los campanarios de Martinville. Pero esta vez esa sensación quedó incompleta. Acababa de ver a un lado de] camino en la escarpa por dónde íbamos tres árboles que debían de servir de entrada a un paseo cubierto; no era la primera vez que veía ye aquel dibujo que formaban los tres árboles, y aunque no pude encontrar en mi memoria el lugar de donde parecían haberse escapado, sin embargo, me di cuenta de que me había sido muy familiar en tiempos pasados; de suerte que como mi espíritu titubeó entre un año muy lejano y el momento presente, los alrededores de Balbec vacilaron también, y me entraron dudas de si aquel paseo no era una ficción, Balbec un sitio donde nunca estuve sino en imaginación, la señora de Villeparisis un personaje de novela, y los tres árboles añosos, la realidad esa con que se encuentra uno al alzar la vista del libro que se estaba leyendo y que nos describía un ambiente en el cual se nos figuró que nos hallábamos de verdad.
Miré los tres árboles; los veía perfectamente, pero mi ánimo tenía la sensación de que ocultaban alguna cosa que no podía él aprehender; así ocurre con objetos colocados a distancia, que, aunque estiremos el brazo, nunca logramos más que acariciar su superficie con la punta de los dedos, sin poder cogerlos. Y entonces descansa uno un momento para alargar luego el brazo con más fuerza aún, a ver si llega más allá. Pero para que mi espíritu hubiese podido hacer lo mismo y tomar impulso habría sido menester que estuviera yo solo. ¡Cuánto me hubiese alegrado de poder aislarme un rato, como en los paseos por el lado de Guermantes, cuando me separaba de mis padres! Parecía como si algo me mandara hacerlo. Reconocía yo esa clase de placer, que requiere, es cierto, un determinado trabajo del pensamiento replegándose sobre sí mismo; pero esfuerzo muy grato comparado con esas mediocres satisfacciones del abandono y la renuncia. Tal placer, de cuyo objeto apenas si tenía un vago presentimiento y casi necesitaba crearlo yo mismo, lo sentía en muy raras ocasiones; pero cada vez que así ocurría que habían pasado hasta entonces se me figuraba que las cosas no tenían importancia y que haciéndome a su realidad me sería dable comenzar por fin la verdadera vida. Me puse la mano delante de los ojos para poder tenerlos cerrados sin que la señora de Villeparisis se diera cuenta Por un momento no pensé en nada, y luego, con el pensamiento concentrado, recogido con más fuerza, salté hacia adelante en dirección a aquellos tres árboles, o, mejor dicho, en aquella dilección interior en donde yo los veía dentro de mí mismo. Otra vez sentí tras ellos la existencia de un objeto conocido, pero vago, que no pude atraerme. Entretanto, el coche andaba y yo los veía acercarse. ¿En dónde los había visto ya? En los alrededores de Combray no había ningún paseo que empezara así. Tampoco cabía el lugar que me recordaban en aquel campo alemán donde fui un año a tomar aguas con la abuela. ¿Sería acaso que venían de unos años muy remotos de mi vida, borrado ya enteramente en mi memoria el paisaje que los rodeaba, y que, igual que esas páginas que se encuentra uno de pronto, todo emocionado, en un libro que creíamos no haber leído, eran lo único que sobrenadaba del libro de mi primera infancia? ¿Formaban parte, por el contrario, de esos paisajes de ilusión, siempre idénticos, al menos para mí, porque en mi caso el aspecto extraño de esos paisajes no era más que la objetivación en sueños del esfuerzo que hacía cuando despierto por llegar hasta el misterio que se escondía tras las apariencias de un lugar determinado donde yo lo presentía, o de ese otro esfuerzo para volver a introducir el misterio en un sitio que estuve deseando conocer mucho tiempo, y que me pareció superficial en cuanto logré verlo, como me pasó con Balbec? ¿Eran imagen recién desprendida de un sueño de la noche anterior, pero tan borrosa que me parecía venir de mucho más lejos? ¿O sería quizá que no los había visto nunca y que ocultaban tras su realidad una significación obscura, tan difícil de descubrir como un remoto pasado, y por ello al solicitarme para que profundizara en un pensamiento se me figuraba que reconocía un recuerdo? ¿O acaso no encerraban pensamiento alguno y el cansancio de mi vista era la causa de que se me representaran dobles en el tiempo, como a veces ve uno doble en el espacio? No lo sabía: Mientras tanto iban viniendo hacia mí; aparición mítica acaso, ronda de brujas o de normas que me proponían sus oráculos. Yo me creí más bien que eran fantasmas del pasado, buenos compañeros de mi infancia, amigos desaparecidos que invocaban nuestros comunes recuerdos. Y lo mismo que sombras, parecía como que me pedían que los llevara conmigo, que los devolviera a la vida. En sus ademanes sencillos y fogosos percibía yo la impotente pena de un ser amado que perdió el uso de la palabra y se da cuenta de que no podrá decirnos lo que quiere y de que nosotros no sabremos adivinarlo. En una encrucijada el coche los dejó atrás. El coche, que me arrastraba en dirección opuesta a lo único que yo consideraba como cierto, a lo que me hubiera hecho feliz de verdad, y se parecía en eso a mi vida.
Vi cómo se alejaban los árboles, agitando desesperadamente sus brazos, cual si me dijeran: «Lo que tú no aprendas hoy de nosotros nunca lo podrás saber. Si nos dejas caer otra vez en el camino ese desde cuyo fondo queríamos izarnos a tu altura, toda una parte de ti mismo que nosotros te llevábamos volverá por siempre a la nada». Y, en efecto, aunque más adelante encontré otra vez esa clase de placer y de inquietud que acababa de sentir, y una noche me entregué a él —tarde, sí, pero para siempre—, ello es que nunca supe lo que querían traerme esos árboles ni dónde los había visto. Y cuando el cache cambió de dirección, les volví la espalda y dejé de verlos, mientras que la señora de Villeparisis me preguntaba por qué estaba tan preocupado; me sentía tan triste como si acabara de morírseme un amigo, de morirme yo mismo, de renegar a un muerto o a un Dios.
Ya era hora de pensar en la vuelta. La señora de Villeparisis, que sentía la Naturaleza con más frialdad que mi abuela, pero con sentido para apreciar no sólo en los museos y en los palacios aristocráticos la belleza majestuosa y sencilla de ciertas cosas antiguas, decía al cochero que tomara por el camino viejo de Balbec, muy poco frecuentado, pero que tenía a los lados dos hileras de olmos que nos parecían admirables.
Cuando ya conocimos bien esa carretera antigua volvíamos, para variar, si es que a la ida no pasábamos por allí, por otro camino que cruzaba los bosques de Chantereine y Canteloup. La invisibilidad de los innumerables pájaros que se respondían de árbol a árbol por todos lados daba la misma impresión de descanso que cuando sé tienen los ojos cerrados. Encadenado a mi banqueta del coche como Prometeo a su roca, iba yo escuchando a aquellas mis Oceánidas. Y cuando veía por casualidad a alguno de los pájaros pasar por detrás de unas hojas, había tan poca relación aparente entre él y sus trinos, que yo me resistía a ver en ese cuerpecillo saltarín, asustado y ciego, la causa de los cantos.
Aquel camino era como tantos otros de esta clase que suelen encontrarse en Francia; subía una cuesta bastante pendiente, y luego iba descendiendo muy poco a poco, en un trecho muy largo. En aquellos momentos no me parecía muy seductor, me alegraba de volver a casa. Pero más tarde se me convirtió en fuente de alegrías porque se me quedó en la memoria como un recuerdo, en el que irían a empalmarse todos los caminos parecidos por donde yo había de pasar más adelante en paseos o viajes, sin solución de continuidad, y que, gracias a él, podía ponerse en comunicación con mi corazón. Porque en cuanto el coche o el automóvil se entrara por una de esas carreteras que semejase continuación de la que recorríamos con la señora de Villeparisis, mi conciencia actual encontraría para apoyarse como en su más reciente pasado (abolidos todos los años intermedios) las impresiones que sentía en aquellos atardeceres paseando por los alrededores de Balbec cuando las hojas olían tan bien e iba elevándose la bruma, cuando más allá del primer pueblecillo la puesta de sol entre los árboles era como otro pueblo más, forestal, distante, al que no podríamos llegar aquella misma tarde. Y esas impresiones, enlazadas con las que experimentaba ahora en otras tierras y caminos semejantes a aquellos rodeadas de todas las sensaciones accesorias de respirar libremente, de curiosidad, de indolencia, de apetito y de alegría, a ellas inherentes, habían de reforzarse, habían de adquirir la consistencia de un tipo particular de placer, casi de un marco de vida con el que rara vez volvería a encontrarme y en el cual el despertar de los recuerdos colocaba en medio de la realidad percibida efectivamente una gran parte de realidad evocada, soñada e inasequible, que me inspiraba en esas regiones por donde cruzaba algo más que un sentimiento estético: el deseo pasajero, pero exaltado, de vivir allí para siempre. Y muchas veces la fragancia de una enramada ha bastado para que se me apareciera eso de ir sentado en una carretela frente a la marquesa de Villeparisis, y cruzarnos con la princesa de Luxemburgo, que le decía adiós desde su coche, y volver a cenar en el Gran Hotel, como felicidad inefable que ni el presente ni el porvenir pueden traernos y que no se disfruta más que una vez en la vida.
Muchas veces se hacía de noche antes de que estuviéramos de vuelta en Balbec. Yo, con mucha timidez, señalando a la lana, citaba a la señora de Villeparisis alguna frase bonita de Chateaubriand, de Vigny o de Hugo: «Difundía el viejo secreto de su melancolía», o «Llorando cual Diana junto a sus fuentes», o «La sombra era nupcial, augusta y solemne».
—¿Y eso le parece a usted bonito? —me preguntaba la marquesa—, ¿es decir, genial, según usted? Le diré a usted que a mí me asombra ver cómo se toman ahora en serio las cosas que los amigos de esos caballeros, aún haciendo plena justicia a sus méritos, eran los primeros en echar a broma. Entonces no se prodigaba el calificativo de genio como hoy, porque si ahora le dice usted a un escritor que no tiene más que talento, lo toma como una injuria. Me ha citado usted una gran frase del señor de Chateaubriand sobre la luz de la luna. Pues va usted a ver cómo tengo mis motivos para ser refractaria a su belleza. El señor de Chateaubriand iba mucho a casa de mi padre. Era simpático cuando no había gente, porque entonces se mostraba muy sencillo y entretenido; pero en cuanto había público comenzaba a darse tono y se ponía ridículo; sostenía delante de mi padre que le había tirado al rey a la cara su dimisión, y que había dirigido el cónclave, sin acordarse de que a mi propio padre le había encargado que suplicara al rey que lo volviese a aceptar y que había hecho pronósticos disparatados respecto a la elección del Papa. ¡Había que oír hablar de ese conclave al señor de Blacas que era otra clase de persona que el señor de Chateaubriand! Y las frases esas de la luna llenaron a ser en casa una institución gravosa. Siempre que había luna y hacía claro por los alrededores del castillo, si teníamos un invitado nuevo se le aconsejaba que se llevara al señor de Chateaubriand a dar una vuelta después de cenar. Y cuando volvían, a mi padre nunca se le olvidaba llevar aparte al invitado para decirle: «¿Qué, ha estado muy elocuente el señor de Chateaubriand?». «Sí, sí». «¿Con que le ha hablado a usted de la luz de la luna?». «¿Y cómo lo sabe usted?». «A que le ha dicho a usted» (y mi padre citaba la frase). «Es verdad; pero ¿cómo se las arregla usted para…?». «Y también le habrá hablado a usted de la luna en la campiña romana». «¡Pero tiene usted poder de adivinación!». Mi padre no tenía tal facultad: era que el señor de Chateaubriand se contentaba con colocar siempre el mismo trocito, ya preparado.
Al oír el nombre de Vigny se echó a reír.
—¡Ah, sí! Ese decía siempre: «Soy el conde Alfredo de Vigny». Se puede ser conde o no, eso no tiene importancia.
Pero, sin embargo, debía de parecerle que alguna tenía, porque añadía luego:
—En primer término, no estoy segura de que lo fuese; y en todo caso no era de gran rama —el señor ese, que ha hablado en sus versos de su «cimera de noble». ¡Qué interesante es eso para el lector, y de qué buen gusto! Es lo mismo que Musset, un sencillo burgués de París, que decía enfáticamente: «El gavilán de oro que adorna mi casco». Un gran señor de verdad no dice nunca esas cosas. Pero por lo menos Musset tenía talento como poeta. Lo que es del otro, del señor de Vigny, nunca pude leer nada más que el Cincq Mars; sus otros libros se me caen de las manos. El señor de Molé, que tenía todo el ingenio y el tacto que le faltaba al señor de Vigny, lo arregló muy bien cuando entró en la Academia. ¿Cómo no conoce usted el discurso? Es una obra maestra de impertinencia y de malicia. Censuraba a Balzac, asombrándose de que admiraran sus sobrinos la pretensión de pintar una clase de la sociedad «donde no lo recibían» y de la que contó mil cosas inverosímiles. En cuanto a Víctor Hugo, nos decía que su padre, el señor de Bouillon, que tenía muchos amigos entre los jóvenes románticos, entró gracias a ellos al estreno de Hernani, pero no pudo aguantar hasta el final por lo ridículos que le parecieron los versos de ese escritor, que tenía talento, sí, pero tan exagerado, que si ha recibido el título de gran poeta es en virtud de un contrato ajustado, como recompensa a la interesada indulgencia que tuvo con las peligrosas divagaciones de los socialistas.
Ya veíamos el hotel y sus luces, tan hostiles la primera noche, la de la llegada, y ahora gratas y protectoras, anunciadoras del hogar. Y cuando el coche llegaba a la puerta, el portero, los grooms, el lift, solícitos, ingenuos, un poco inquietos por nuestra tardanza, allí apiñados en la escalinata, esperándonos, eran ya, convertidos en cosa familiar, seres de esos que cambian muchas veces en el curso de nuestra vida, conforme cambiamos nosotros, pero en los cuales nos encontramos con placer, fielmente, amistosamente, reflejados mientras que dure ese espacio de tiempo en que son espejo de nuestras costumbres. Y los preferimos a amigos que llevamos sin ver mucho tiempo, porque contienen en mayor proporción que ellos algo de lo que nosotros somos actualmente. Únicamente el botones, que estuvo todo el día aguantando el sol, había entrado, por miedo al fresco de la noche, y puesto allí en medio del hall de cristales, todo cubierto de lana, con su cabellera amarilla y la coriácea flor color rosa de su cara, traía sal ánimo el recuerdo de una planta de estufa protegida contra el rigor del frío. Bajábamos del coche ayudados por un número de criados mucho mayor del que en realidad hacía falta, pero era porque todos se daban cuenta de la importancia de la escena y deseaban representar algún papel en ella. Yo sentía un hambre atroz. Así que muchas veces, para no retrasar la cena, no subía a mi cuarto (el cual acabó ya por convertirse en mío de verdad, y ahora, al ver los cortinones de color violeta y las estanterías bajas, me encontraba a solas con ese yo nuestro que se reflejaba por fin en las cosas como en las personas de allí) y esperábamos los tres en el hall a que el maestresala viniese a decirnos que ya estábamos servidos. Era para nosotros una ocasión más de oír a la señora de Villeparisis.
—Estamos abusando de usted —decía mi abuela.
—Nada de eso, estoy encantada, me gusta mucho —respondía su amiga con zalamera sonrisa, afinando la voz y en melodioso tono, que hacía contraste con su sencillez acostumbrada.
Y es que, en efecto, en esos instantes no era natural; se acordaba de su educación, de los modales aristocráticos con que una gran señora debe mostrar a la gente de clase media de que se alegra de estar un rato con ellos y que no es orgullosa. Y la única falta de verdadera cortesía que en ella se podía observar era precisamente su exceso de cortesía; porque en eso se transparentaba ese hábito profesional de la dama del barrio de Saint-Germain que sabe que a esos amigos suyos de la burguesía tendrá que dejarlos descontentos alguna vez, y aprovecha ávidamente todas las ocasiones en que le es posible inscribir en su libro de cuentas con ellos un anticipo de crédito que poco más tarde compense en el debe el hecho de no haberlos invitado a una reunión o a una comida. El genio de su casta social había moldeado antaño a la marquesa de un modo definitivo, y no sabía que las circunstancias eran ahora muy distintas y las personas muy otras, y que en París podría permitirse el gusto de vernos a menudo en su casa; de modo que ese genio de raza la impulsaba con febril ardor, como si el tiempo que se le concedía para ser amable fuera ya muy poco, a multiplicar con nosotros mientras estábamos en Balbec los regalos de rosas y de melones, los libros prestados, los paseos en coche y las efusiones verbales. Y de ahí que al igual del esplendor deslumbrante de la playa, que el llamear multicolor y los reflejos suboceánicos de los cuartos del hotel, y que las lecciones de equitación con que unos hijos de comerciante eran, deificados cual Alejandro de Macedonia, se me hayan quedado en la memoria como características de la vida de playa las amabilidades diarias de la señora de Villeparisis y también la facilidad momentánea, estival, con que las aceptaba mi abuela.
—Dé usted los abrigos para que se los suban.
Mi abuela se los daba al director, y yo, como estaba agradecido a él por sus atenciones conmigo, me desesperaba ante esa falta de consideración de mi abuela, que molestaba al director.
—Me parece que ese señor se ha molestado —decía la marquesa—. Probablemente es que se considera demasiado aristócrata para coger sus abrigos. Me acuerdo aún, era yo muy pequeñita, de cuando el duque de Némours entraba en casa de mi padre, que ocupaba el último piso del palacio Bouillon, con un gran paquete de cartas y periódicos debajo del brazo. Todavía me parece que veo al príncipe con su frac azul allí en la puerta (que por cierto tenía unos adornos muy bonitos en madera; creo que era Bagard quien hacia eso, esas molduritas tan finas, que el ebanista les daba forma de capullos y flores como los nudos que se hacen con la cinta para atar un ramo).
—Tenga usted, Ciro —decía a mi padre—; esto me ha dado el portero para usted. Me ha dicho: Ya que va usted a casa del señor conde, no vale la pena de que suba Yo dos pisos más; pero tenga usted cuidado de no deshacer el nudo. Bueno, ahora que ya se desembarazó usted de los abrigos, siéntese usted aquí —decía a mi abuela cogiéndola de la mano—:
—No, en ese sillón, no, si le es a usted lo mismo. Es pequeño para dos, pero para mí sola es muy grande; no estaré a gusto.
—Me recuerda usted, porque era exactamente igual que este, un sillón que tuve mucho tiempo, pero que al cabo no pude conservar, porque se lo había regalado a mi madre la duquesa de Praslin. Mi madre, a pesar de ser la persona más sencilla del mundo, como tenía ideas de esas de otros tiempos y que a mí ya entonces no me entraban bien en la cabeza, no quiso a lo primero dejarse presentar a la duquesa de Praslin, que era una simple señorita Sebastiani, y esta, por su parte, como era duquesa, se creía que ella no debía ser la que buscara la presentación. Y en realidad —añadía la señora de Villeparisis, olvidándose de que ella no distinguía ese género de matices— esa pretensión era insostenible como no hubiese sido una Choiseul. Los Choiseul son una casa de primera, proceden de una hermana del rey Luis el Gordo, eran soberanos de verdad en Basigny. Comprendo que nosotros le llevamos ventaja por nuestros enlaces y por el brillo, pero la antigüedad de las familias es poco más o menos la misma. Hubo incidentes cómicos por esta cuestión de precedencia, como un almuerzo que hubo que servir con un retraso de más de una hora, que fue todo el tiempo que se necesitó para convencer a una de esas señoras de que se dejara presentar. Pues a pesar de todo eso se hicieron muy amigas, y la duquesa regaló a mi madre un sillón como ese, en el que nadie se quería sentar, como le ha pasado a usted ahora. Un día mi madre oye entrar un coche en el patio de nuestra casa, y pregunta; a un criado quién es. «Es la, señora duquesa de La Rochefoucauld, señora condena». «Muy bien, que suba». Pasa un cuarto de hora, y no aparece nadie. «Bueno; pero ¿dónde está la señora duquesa de La Rochefoucauld, no había venido?». «Está en la escalera, soplando, sin poder subir más, señora condesa», dijo el criadito, que hacía poco había llegado del campo, donde mi madre tenía la costumbre de buscar su servidumbre. Muchas veces eran gente que había visto nacer. Así es como puede uno tener criados decentes. Y ese es el primero de los lujos. Bueno; pues, en efecto, la duquesa de La Rochefoucauld iba subiendo con mucho trabajo, porque —era enorme; tan enorme, que, cuando entró, mi madre estuvo preocupada un momento pensando en dónde la acomodaría. En aquel instante cayó su mirada sobre el sillón que le había regalado la señora de Praslin. «Hágame usted el favor de sentarse», dijo mi madre, empujando el sillón hacia la duquesa. La duquesa lo llenó hasta el borde. A pesar de ese aspecto imponente, era bastante agradable. Un amigo nuestro decía que al entrar en un salón siempre causaba efecto. «Sobre todo, al salir», respondía mi madre, que muchas veces tenía salidas un poco atrevidas para nuestra época. Hasta en la misma casa de la duquesa se gastaba bromas relativas a sus enormes proporciones, y ella era la primera en reírse. Un día mi madre fue a visitar a la duquesa; a la puerta del salón la recibió el duque, y mi madre no vio a su esposa, que estaba en el vano de un balcón. «¿Está usted solo? Creí que estaba la duquesa, pero no la veo». «¡Qué amable es usted!», contestó el duque, que era un hombre de los de menos discernimiento que yo he conocido, pero que a veces tenía gracia.
Después de cenar, cuando subía a mi cuarto con la abuela, le decía yo que las buenas cualidades con que nos seducía la señora de Villeparisis, tacto, finura, discreción, olvido de sí misma, no debían de ser de gran valor, puesto que la gente que sobresalía en esas condiciones no pasaron de ser Molés y Loménies, y en cambio, el no tenerlas, por desagradable que fuera en el trato diario, no estorbó para llegar a lo que fueron Chateaubriand, Vigny, Hugo y Balzac, vanidosos de poco juicio que se prestaban mucho a la broma, como Bloch. Pero al oír el nombre de Bloch, mi abuela se indignaba. Y me hacía el elogio de la señora de Villeparisis. Como dicen que en materia amorosa lo que determina las preferencias de cada individuo es el interés de la especie, y que para que el niño tenga una constitución perfectamente normal el instinto lleva a las mujeres delgadas hacia los hombres gordos y al contrario, mi abuela, impulsada también aunque inconscientemente, por el interés de mi bienestar, amenazado por los nervios y por mi enfermiza tendencia a la tristeza y al aislamiento, colocaba en primera fila esas facultades de ponderación y de juicio, propias no sólo de la señora de Villeparisis, sino de una parte de la sociedad donde me era dable hallar distracción y tranquilidad; sociedad semejante a aquella en donde floreció el talento de un Doudan, de un Rémusat, por no decir de una Beausergent, de un Joubert o de una Sevigné, porque esa clase de talento proporciona mayor ventura y dignidad en la vida que los refinamientos opuestos, que llevaron a un Baudelaire, a un Poe, a un Verlaine o a un Rimbaud a sufrir dolores y desconsideraciones que mi abuela no quería para mí. Corté sus palabras para darle un abrazo, y le pregunté si se había fijado en algunas frases de la señora de Villeparisis, en las que se transparentaba la mujer que tiene su linaje en mucha más estima de lo que dice. Y así, sometía yo a mi abuela todas las impresiones, porque yo nunca sabía el grado de consideración debido a una persona hasta que ella me lo indicaba. Todas las noches le llevaba yo los apuntes que durante el día hiciera de los seres inexistentes que no eran la abuela misma. Una vez le dije que no podría vivir sin ella.
—No, no, eso no —me contestó con voz alterada—. Hay que tener el corazón más fuerte. Porque entonces, ¿qué iba a ser de ti el día que yo me fuera de viaje? Al contrario, serás juicioso y feliz.
—Sí, seré juicioso si te vas nada más que por unos días; pero me los pasaré contando las horas.
—¿Y si me voy por unos meses… (sólo de oírlo se me encogía el corazón), o por años…, o por…?
Los dos nos quedábamos callados y no nos atrevíamos a mirarnos. Pero a mí me causaba mayor dolor su angustia que la mía. Así, que me acerqué al balcón y dije a mi abuela muy distintamente, mirando a otro lado:
—Ya sabes tú que yo soy un ser de costumbres. Los primeros días que paso separado de las personas que más quiero estoy muy triste; pero luego, sin dejar de quererlas, me voy acostumbrando, la vida se vuelve otra vez tranquila y grata, y resistiría una separación de meses, de años…
Pero no pude seguir y me puse a mirar a la calle sin decir nada. La abuela salió de la habitación un momento. Al otro día empecé a hablar de filosofía con tono de gran indiferencia, pero arreglándomelas para que la abuela se fijara en mis palabras y dije que era muy curioso ver cómo después de los últimos descubrimientos científicos el materialismo estaba en ruinas, y que de nuevo se consideraba como muy probable la inmortalidad de las almas y su futura reunión en la otra vida.
La señora de Villeparisis nos dijo que ahora ya no podríamos vernos tan a menudo porque un sobrino suyo que se preparaba para ingresar en la escuela de Saumur, y que estaba de guarnición cerca de Balbec, en Donciéres, iba a venir a pasar unas semanas de licencia con ella y le robaría mucho tiempo. Durante nuestros paseos la marquesa nos había hablado de su sobrino alabándonos su mucha inteligencia y, sobre todo, su buen corazón; yo me figuraba que le iba a inspirar simpatía, que sería su amigo favorito, y como antes de que llegara su tía dejó entrever a mi abuela que el muchacho, desgraciadamente, había caído en manos de una mala mujer que le había trastornado el seso y no lo soltaría nunca, yo, convencido de que esa clase de amores acaba fatalmente en locura, crimen o suicidio me daba a pensar en el poco tiempo que estaba reservado a nuestra amistad, tan grande ya en mi alma aunque todavía no había visto al amigo, y sentía mucha pena por ella y por las desgracias que la esperaban, como ocurre con un ser querido del que nos acaban de decir que está gravemente enfermo y que tiene los días de vida contados.
Una tarde muy calurosa estaba yo en el comedor del hotel; lo habían dejado medio a obscuras para protegerlo del calor echando las cortinas, que el sol amarilleaba, y por entre sus intersticios dejaba pasar el azulado pestañeo del mar; en esto vi por el tramo central que va de la playa al camino a un muchacho alto, delgado, fino de cuello, cabeza orgullosamente echada hacia atrás, de mirar penetrante, dorada tez y pelo tan rubio como si hubiera absorbido todo el oro del sol. Llevaba un traje de tela muy fina, blancuzca, como nunca me figuré yo que se atreviera a llevarlo un hombre, y que evocaba por su ligereza el frescor del comedor a la par que el calor y el sol de fuera; iba andando de prisa. Tenía los ojos color de mar, y de uno de ellos se descolgaba a cada momento el monóculo. Todo el mundo se quedaba, mirándolo con curiosidad, porque sabían que este marquesito de Saint-Loup-en-Bray era famoso por su elegancia. Los periódicos habían descrito el traje que llevó poco antes, cuando sirvió de testigo en un duelo al duque de Uzes. Parecía como si la calidad tan particular de su pelo, de sus ojos, de su tez y de su porte, que lo harían distinguirse en el seno de una multitud como precioso filón de ópalo luminoso y azulino embutido en una materia grosera, hubiese de corresponder a una vida distinta de la de los demás hombres. Y por eso, antes de aquellas relaciones que disgustaban a la señora de Villeparisis, cuando se lo, disputaban las mujeres más bonitas del gran mundo, su presencia, por ejemplo, en una playa al lado de la renombrada beldad a quien estaba haciendo la corte, no sólo ponía a ella en el foco de la atención, sino que atraía también muchas miradas sobre su persona. Por su gran chic, por su impertinencia de joven «gomoso», por su hermosura física, había quien le encontraba un aspecto un tanto afeminado, pero sin echárselo en cara, porque era muy conocido su ánimo varonil y su apasionada afición a las mujeres. Aquel era el sobrino de que nos hablara la señora de Villeparisis. A mí me encantó la idea de que iba a tratarlo durante unas semanas, y estaba muy seguro de que me ganaría por completo su afecto. Atravesó todo el hotel como si fuera persiguiendo a su monóculo, que revoloteaba por delante de él como una mariposa. Venía de la playa, y el mar, cuya franja subía hasta la mitad de las vidrieras del hall, le formaba un fondo en el que se destacaba su figura, como esos retratos en que los pintores modernos, sin traicionar la observación exactísima de la vida actual, escogen para su modelo un marco apropiado: campo de polo, de golf o de carreras, o puente de yate, para dar un equivalente moderno de esos lienzos donde los primitivos plantaban una figura humana en el primer término de un paisaje. A la puerta lo esperaba un coche de dos caballos; y mientras que su monóculo volvía a danzar en la soleada calle, el sobrino de la señora de Villeparisis, con la misma elegancia y maestría que un pianista encuentra ocasión de mostrar en una cosa sencillísima en la que parecía imposible que pudiese revelarse superior a un ejecutante de segunda fila, cogió las bridas que le entregaba el cochero, se sentó a su lado, y al mismo tiempo que abría una carta que le entregara el director del hotel, hizo arrancar a los caballos.
Los días que siguieron tuve una gran decepción cada vez que me lo encontraba en el hotel o en la calle —cuellierguido, equilibrando constantemente los movimientos del cuerpo con arreglo a su monóculo bailarín y escurridizo, que parecía su centro de gravedad—, al darme cuenta de que no quería acercarse a nosotros, y vi que no nos saludaba aunque sabía muy bien que éramos amigos de su tía. Y acordándome de lo amables que conmigo estuvieron la señora, de Villeparisis y antes el señor de Norpois, se me ocurrió que quizá no eran más que nobles de mentira, y que en las leyes que gobiernan a la aristocracia debe de haber un artículo secreto en que se permita a las damas y a algunos diplomáticos que falten en su trato con los plebeyos, por urea razón misteriosa, a esa altivez que un marquesito tiene que practicar implacablemente. Mi inteligencia me habría dicho todo lo contrario. Pero la característica de esa edad ridícula porque yo pasaba —edad nada ingrata, sino muy fecunda— es que no se consulta a la inteligencia y que los mininos atributos de los humanos nos parece que forman arte indivisible de su personalidad. La tranquilidad es cosa desconocida, porque está uno siempre rodeado de monstruos y dioses. Y casi todos los ademanes que entonces hacemos querríamos suprimirlos más adelante. Cuando, al contrario, lo que debía lamentarse es no tener ya aquella espontaneidad que nos los inspiraba. Más tarde se ven las cosas de un modo más práctico, más en conformidad con las demás gentes, pero la adolescencia es la única época en que se aprende algo.
Esa insolencia que adivinaba yo en la persona del señor de Saint-Loup, con toda la rudeza natural que llevaba consigo, resultó comprobada, por la actitud que tomaba cada vez que pasaba por nuestro lado, con el cuerpo muy erguido, la cabeza echada atrás y la mirada impasible, más aún que impasible, y todavía no basta, implacable, porque de ella faltaba hasta ese vago respeto que se merecen los derechos de las demás criaturas aunque no conozcan a la tía de uno; ese derecho en virtud del cual mi actitud ante una señora anciana difería de mi actitud ante un farol. Esos modales de hielo estaban a mucha distancia de aquellas cartas encantadoras que, según me imaginaba yo unos días antes, habría de escribirme el marqués para decirme cuán simpático le era; a la misma que están las verdaderas ovaciones de la Cámara de la posición mediocre y pobre de un hombre de imaginación que se figura haber levantado los ánimos del Congreso y del pueblo con un discurso inolvidable, y que luego, después de haber soñado en alta voz, cuando se calman las falsas aclamaciones, se encuentra tan poca cosa como antes.
Cuando la señora de Villeparisis, sin duda para tratar de borrar la mala impresión que nos había hecho la apariencia de su sobrino, y que revelaba un temperamento orgulloso y malo, vino a hablarnos de la inagotable bondad de su sobrino-nieto (porque era hijo de una sobrina suya, tenía unos años más que yo), me admiré de la facilidad con que se atribuyen en este mundo condiciones de buen corazón a los que más seco lo tienen, por más que en otras ocasiones sean amables con las personas brillantes que forman parte de su ambiente social. Y la misma señora de Villeparisis añadió, aunque indirectamente, una confirmación a esos rasgos esenciales del carácter de su sobrino, que a mí ya no me cabían dudas, un día en que me los encontré a los dos en un camino muy estrecho y no tuvo más remedio que presentarme a él. Pareció como que no oía que le estaban nombrando a una persona, pues no se movió ni un músculo de su rostro; ningún resplandor de simpatía humana cruzó por su mirada; sólo mostraron sus ojos una exageración en la insensibilidad e inanidad del mirar, sin lo cual no se hubieran diferenciado en nada de espejos sin vida. Luego, mirándome fijamente y con dureza, como si quisiera enterarse bien de quién era yo antes de devolverme su saludo, por un movimiento brusco, que más bien parecía efecto de un reflejo muscular que acto de voluntad, alargó el brazo en toda su longitud y me tendió la mano a distancia, creando entre él y yo el mayor intervalo posible. Cuando al día siguiente me pasaron su tarjeta creí que era para un duelo. Pero no me habló más que de literatura, y después, de un largo rato de charla declaró que tenía muchos deseos de que todos los días pasáramos juntos algunas horas. En aquella visita no sólo dio pruebas de una afición vehemente a las cosas de la inteligencia, sino que me hizo patente una simpatía que se compaginaba muy mal con el saludo del día antes. Luego, cuando vi que saludaba de esa manera siempre que le presentaban a alguien, comprendí que era una simple costumbre de sociedad, propia de un sector de su familia y a cuya mecánica corporal lo había habituado su madre, que tenía interés en que estuviese admirablemente educado; hacía esos saludos sin fijarse en que los hacía, como no se fijaba en sus trajes o en sus caballos, siempre hermosos; eran cosa tan exenta de la significación moral que yo le atribuí al principio, y tan puramente artificial como otra costumbre que tenía: la de pedir que le presentaran inmediatamente a los padres de cualquier persona con quien trabara conocimiento, y tan instintiva ya, que al día siguiente de nuestra conversación, al verme se lanzó sobre mí, y sin decirme siquiera buenos días me pidió que le presentara a mi abuela, que estaba a mi lado, con la misma rapidez febril que si esa demanda obedeciese a algún instinto defensivo, como ese acto inconsciente de parar un golpe o de cerrar los ojos cuando vemos un chorro de agua hirviente, rapidez que nos preserva de un peligro que nos hubiera alcanzado un segundo después.
Y en cuanto pasaron los primeros ritos de exorcismos, lo mismo que un hada arisca se quita su primera apariencia y se presenta revestida de encantadoras gracias, vi cómo se convertía aquel ser desdeñoso en el muchacho más amable y más atento que conociera. «Bueno —me dije para mí—, me he equivocado, fui víctima de un espejismo; pero he triunfado del primero para caer en otro, porque seguramente este es un gran señor enamorado de su nobleza y que quiere disimularla». Y en efecto, al cabo de poco tiempo, por detrás de la encantadora educación de Saint-Loup y de toda su amabilidad había de transparentarse para mí otro ser, pero completamente distinto de lo que yo me sospechaba. Aquel joven, con su aspecto de aristócrata y de sportsman desdeñoso, no sentía curiosidad ni estima más que por las cosas de la inteligencia, especialmente por esas manifestaciones modernistas de la literatura y del arte, que tan ridículas parecían a su tía; además, estaba imbuido de lo que ella llamaba las declamaciones socialistas, poseído de un gran desprecio hacia su casta y se pasaba horas y horas estudiando a Nietzsche y a Proudhon. Era uno de esos «intelectuales», muy prontos de admiración, que se encierran en un libro y no se preocupan más que de pensar elevadamente. Tanto, que la expresión en el joven Saint-Loup de esta tendencia muy abstracta, y que lo alejaba tanto de mis preocupaciones usuales, aunque me parecía conmovedora, me cansaba un poco. Y confieso que cuando me enteré bien de lo que había sido su padre, los días siguientes a mi lectura de unas memorias relativas a ese famoso conde de Marsantes, resumen de la elegancia especial de una época ya pasada, y me sentí con el ánimo lleno de sueños y deseoso de saber detalles de la vida que llevara el señor de Marsantes, me dio rabia que Roberto de Saint-Loup, en vez de limitarse a ser el hijo de su padre, en vez de ser capaz de guiarme por las páginas de aquella novela anticuada que fue su vida, se hubiese encumbrado hasta la admiración a Nietzsche y a Proudhon. Su padre no hubiera compartido esta idea mía. Era también hombre muy inteligente, que pasaba de las usuales fronteras de su vida de hombre de mundo. Apenas si tuvo tiempo de conocer a su hijo, pero su deseo vivísimo fue que valiera más que él. Y yo creo que, a diferencia de las demás personas de la familia, le hubiese admirado, alegrándose de que abandonara por la austera meditación aquellos motivos de liviana diversión que él tuvo, —y que sin decir nada, con su modestia de gran señor inteligente, habría leído a escondidas los autores favoritos de su hijo para apreciar bien la superioridad de Roberto.
Pero, en cambio, ocurría una cosa muy lamentable: mientras que el señor de Marsantes, por su amplitud de criterio, habría admirado a un hijo tan distinto de él como Roberto, en cambio mi amigo, como era de esas personas que se representan el mérito unido siempre a determinadas formas de arte y de vida, conservaba un recuerdo afectuoso, sí, pero un poco despectivo de aquel padre que no se preocupó en toda su vida más que de cacerías y carreras, que bostezaba oyendo a Wagner y tenía pasión por Offenbach. Saint-Loup no era lo bastante inteligente para comprender que el valor intelectual no tiene nada que ver con la adhesión a una determinada fórmula estética, y la intelectualidad de su padre le inspiraba un desdén análogo al que hubiesen podido sentir hacia Labiche o Boieldieu un hijo de Labiche o un hijo de Boieldieu que practicaran fervorosamente una literatura de lo más simbólico o una música de suma complicación.
«Apenas si he conocido a mi padre —decía Roberto—. Dicen que era un hombre exquisito. Su desgracia fue vivir en una época tan deplorable. Nacer en el barrio de Saint-Germain y vivir en la época de La hermosa Elena es una catástrofe para la vida de un hombre. Quizá de haber sido un burgués de poca monta, fanático del “Ring”, hubiese dado de sí otra cosa. Me dijeron que hasta le gustaba la literatura, aunque quién sabe si es verdad, porque lo que entendía por literatura es una serie de obras ya muertas».
Conmigo ocurría que yo consideraba a Roberto un poquito demasiado serio, y él, en cambio, no comprendía por qué no tenía yo más seriedad. Juzgaba todas las cosas por el peso de inteligencia que contienen, y como no se daba cuenta de los encantos de imaginación que encierran ciertas cosas que él estimaba frívolas, se extrañaba de que a mí —porque me juzgaba muy superior a él— me pudieran interesar. Ya desde los primeros días Saint-Loup conquistó a mi abuela, no sólo porque se ingeniaba para darnos incesantes pruebas de bondad, sino por la naturalidad con que lo hacía, como todas esas cosas. Y la naturalidad —sin duda porque en ella se siente la naturaleza bajo la capa del arte humano— era la cualidad favorita de mi abuela, tanto en los jardines, donde no le gustaba ver, como en el de Combray; arriates muy regulares, como en la cocina, en cuyo arte detestaba las «obras complicadas», que apenas si dejan reconocer los alimentos con que están hechas, y lo mismo en interpretación pianística, que no le agradaba muy esmerada y lamida; hasta tal punto, que tenía particular complacencia por las notas enlazadas, por las notas falsas de Rubinstein. Saboreaba mi abuela esa naturalidad hasta en los trajes de Saint-Loup, de fina elegancia, sin ninguna «gomosería» ni «artificio», sin almidón ni tiesura. Aun apreciaba más a aquel muchacho rico por la manera descuidada y libre que tenía de vivir con lujo, sin «olor a dinero», sin darse ninguna importancia; y le parecía deliciosa esa naturalidad hasta cuando se manifestaba por la incapacidad —que Saint-Loup conservaba, y que, por lo general, desaparece con la niñez al propio tiempo que ciertas particularidades fisiológicas de esa edad de dominar el gesto de modo que no se reflejen las emociones en la cara. Cualquier cosa que deseara, cualquier cosa con la que no había contado, aunque fuera un cumplido, determinaba en él un placer tan brusco, tan fogoso, tan volátil y tan expansivo, que le era imposible contener y ocultar su impresión; inmediatamente le señoreaba el rostro un gesto de agrado; tras la finísima piel de sus mejillas se transparentaba vivo rubor, y sus ojos reflejaban confusión y alegría; y a mi abuela la emocionaba mucho ese gracioso aire de franqueza y de inocencia, que en Saint-Loup, por lo menos en la época en que nos hicimos amigos, era del todo sincero. Pero he conocido a otra persona, y como ella hay muchas, cuyo pasajero rubor responde a una sinceridad fisiológica, pero no por eso excluye la doblez moral; y muchas veces es tan sólo muestra de cuán vivamente sensibles al placer, hasta el punto de verse desarmados delante de él y obligados a confesárselo a los demás, son ciertos caracteres capaces de las peores villanías. Pero donde más adoraba mi abuela la sencillez de Saint-Loup era en su manera de confesar sin rodeos lo simpático que yo le era, simpatía que expresaba con palabras tales que a ella misma decía que no se le habrían ocurrido otras más justas y cariñosas, palabras dignas de la firma «Sévigné y Beausergent»; no sentía cortedad para burlarse de mis defectos que había discernido en seguida con finura que encantó a mi abuela—, pero cariñosamente, lo mismo que lo hubiera hecho ella, y exaltando luego mis buenas cualidades con acaloramiento y naturalidad, exentas por completo de esa reserva y frialdad con la que suelen creer que se dan importancia los mozos de sus años. Y mostraba tan vigilante atención para evitarme cualquier molestia, para echarme una manta por las piernas sin que yo me diera cuenta, en cuanto refrescaba, para quedarse conmigo más tarde que de costumbre si me veía triste o malhumorado, que a mi abuela ya llegó a parecerle excesiva desde el punto de vista de mi estado de salud —porque quizá me convenía menos mimo—; pero, en cambio, considerada como prueba de afecto a mí, le llegaba al corazón.
Muy pronto quedó convenido entre nosotros que éramos amigos íntimos y para siempre; Roberto hablaba de «nuestra amistad» como si se refiriera a alguna cosa importante y deliciosa que tuviese existencia fuera de nosotros mismos, y en seguida llegó a llamarla la mayor alegría de su vida: la mayor, claro es, después del amor que sentía por su querida. Sus palabra me causaban un sentimiento como de tristeza, y no sabía qué contestar, porque la verdad era que cuando estaba hablando con él —e indudablemente lo mismo me pasaba con los demás— no me era posible sentir esa felicidad que gozaba en cambio cuando estaba yo solo, sin compañía alguna. Porque en esos momentos en que no había nadie a mi lado, a veces sentía afluir de lo hondo de mi ser alguna impresión de esas que me causaban delicioso bienestar. Pero en cuanto estaba con alguien, en cuanto me ponía a hablar con un amigo, mi espíritu daba media vuelta, de modo que mis pensamientos se dirigían ya a mi interlocutor y no a mí, y en cuanto seguían ese orden inverso dejaban de procurarme placer alguno. Cuando me separaba de Saint-Loup iba yo poniendo cierto orden, con ayuda de las palabras, en aquellos minutos confusos que había pasado con él —me decía a mí mismo que tenía un amigo de verdad, que eso es una cosa rara—; pero el sentirme rodeado de cosas difíciles de adquirir me causaba una sensación opuesta al placer que en mí era natural: opuesta al placer de haber extraído de mi alma para llevarla a plena claridad una cosa que estaba allí encerrada en su penumbra. Si me había pasado dos o tres horas hablando con Roberto de Saint-Loup, que admiro mucho lo que yo le dije, sentía luego una especie de remordimiento, de cansancio y de pesar por no haberme estado yo solo y en disposición de trabajar por fin. Entonces me replicaba que no sólo es uno inteligente para sí mismo, que a los espíritus más excelsos les gustó ser estimados, y que no podía considerar como horas perdidas aquellas que pasé en construir un elevado concepto de mí en el ánimo de mi amigo; me convencía fácilmente de que debía tenerme por feliz y deseaba con vivo ardor no perder nunca ese motivo de felicidad precisamente porque no la había sentido realmente. Los bienes cuya desaparición más teme uno son aquellos que existen fuera de nosotros porque el corazón no llegó a apoderarse de ellos. Me sabía yo capaz de poner en práctica todas las virtudes de la amistad mejor que muchos (porque yo siempre colocaba el bien de mis amigos por delante de mis intereses personales, de los cuales no prescinden nunca otras personas, y que para mí no existían); pero no podía alegrarme un sentimiento que en vez de agrandar las diferencias existentes entre mi alma y las de los demás —esas que existen entre todas las almas—, contribuiría a borrarlas. En cambio, a ratos mi pensamiento discernía en Saint-Loup un ser general, el «noble», que a modo de espíritu interno regía el movimiento de sus miembros, ordenaba sus acciones y ademanes; y en esos momentos, aunque estaba en su compañía, me sentía solo como delante de un paisaje cuya armonía comprendiera mi ánimo. No era ya más que un objeto que mis ideas querían profundizar bien. Y experimentaba gran alegría, pero no de amistad, sino de inteligencia, cada vez que volvía a encontrar en mi amigo ese ser anterior, secular, el aristócrata que Roberto no quería ser. Y en la agilidad moral y física que revestía de tanta gracia a su amabilidad, en la soltura con que ofrecía su coche a mi abuela y la ayudaba a subir, en la destreza con que saltaba del pescante cuando temía que tuviese yo frío, para echarme por los hombros su propio abrigo, veía yo algo más que la flexibilidad hereditaria de esos grandes cazadores que desde muchas generaciones atrás eran los antepasados de ese muchacho que no aspiraba a otra cosa que a la intelectualidad, algo más que ese desdén hacia las riquezas, que en él se aliaba al amor a la riqueza porque dé esa manera podría obsequiar mejor a sus amigos y lo capacitaba para poner todo el lujo de que él disponía a sus pies con aire indiferente; veía yo sobre todo la certidumbre o la ilusión que tuvieron esos grandes señores de ser «más que los demás», por lo cual no ligaron a Saint-Loup ese deseo de mostrar que se «es tanto como los demás», ese miedo a mostrarse demasiado afectuoso, que en él no se daba nunca y que afea tan torpe y desdichadamente las más sinceras amabilidades plebeyas. Me censuraba yo a veces por ese placer de tomar a mi amigo como una obra de arte, por considerar el funcionamiento de todas las partes de su persona como armoniosamente gobernado por una idea general de la que dependía, pero que a él le era desconocida, y que, por consecuencia, no añadía nada nuevo a sus cualidades peculiares, a ese valor personal de inteligencia y moralidad que en tanto estimaba Saint-Loup.
Y sin embargo, ese mérito personal suyo estaba en cierto modo condicionado por tal idea. Esa actividad mental, esas aspiraciones socialistas que lo impulsaban a reunirse con jóvenes estudiantes presuntuosos y mal vestidos, parecían en él mucho más puras y desinteresadas que en esos otros muchachos precisamente porque Roberto era un aristócrata. Como se consideraba heredero de una casta ignorante y egoísta, hacia Saint-Loup porque le perdonasen su origen aristocrático aquellos amigos, cuando precisamente lo buscaban ellos por la seducción que les ofrecía su linaje, aunque lo disimulaban fingiéndose con él fríos y hasta insolentes. De donde resultaba que Saint-Loup era el que tenía que dar los primeros pasos para buscarse unas amistades que hubieran dejado estupefactos a mis padres, porque, en su opinión y según la sociología de Combray, lo que hubiera debido hacer Roberto era huir de ellas. Un día estábamos los dos sentados en la arena de la playa, cuando oímos salir de una caseta de lona, a nuestro lado, imprecaciones contra el bullir de israelitas que infestaban a Balbec. «No se puede dar dos pasos sin tropezar con un judío». No es que yo sea irreductiblemente hostil por principios a la nacionalidad judía, pero aquí hay ya plétora de ellos. No se oye más que: «¡Eh, Efraim, mira, soy yo Jacob! Parece que está uno en la calle de Aboukir». Por fin salió de la caseta el individuo que tronaba contra los judíos, y alzamos la vista para ver al antisemita. Era mi camarada Bloch. Saint-Loup me pidió en seguida que recordara a Bloch que se habían conocido en los exámenes del bachillerato, donde Bloch tuvo premio de honor, y luego en una Universidad popular.
Alguna vez me sonreía yo al observar en Roberto el rastro de las lecciones de los jesuitas: por ejemplo, en el azoramiento que le causaba el miedo a molestar a un amigo, cuando alguna de sus amistades intelectuales incurría en un error mundano o hacía una cosa ridícula, a lo que él no atribuía ninguna importancia, pero que hubiese hecho ruborizarse al otro, caso de haberse dado cuenta de la falta. Y Roberto era el que se ponía encarnado, como si fuese el culpable; así ocurrió, por ejemplo, el día que Bloch le prometió ir a verlo al hotel; diciéndole:
—Pero como no me gusta estar esperando entre el lujo falso de esos asilos de caravanas y los tziganes[45] me ponen malo, haga usted el favor de decir al laift que los mande callar y que le avise a usted. Yo no tenía ningún interés en que Bloch fuese a nuestro hotel. Estaba en Balbec; pero no él solo, sino con sus hermanas, que tenían una corte de parientes y amigos. Y esa colonia judía era más pintoresca que agradable. Ocurría con Balbec lo que ocurre, según las clases de geografía, con algunas naciones como Rusia o Rumania, esto es, que allí la población israelita no goza del mismo favor ni ha llegado al mismo grado de asimilación que en París, por ejemplo. Los parientes de Bloch iban siempre juntos, sin mezcla de ningún otro elemento; y cuando sus primas y sus tíos, con correligionarios de ambos sexos, se dirigían al Casino, las unas hacia «el baile» y los otros bifurcando hacia el baccarat[46], formaban una comitiva perfectamente homogénea y enteramente distinta de la gente que los veía pasar; gente que se los encontraba allí todos los años y que nunca cambiaba un saludo con ellos ni el círculo de los Cambremer, ni el clan del magistrado, ni burgueses ricos o pobres, ni siquiera los tratantes en granos de París, cuyas hijas, guapas, altivas, burlonas y francesas como la escultura de Reims, no querían mezclarse a esa horda de mozuelas mal educadas que llevaban la preocupación de la moda de «playa» hasta el punto de que siempre parecía que volvían de pescar quisquillas o de bailar el tango. En cuanto a los hombres, a pesar del brillo de los smokings y de los zapatos de charol, lo exagerado de su tipo traía a la memoria esas rebuscas llamadas «acertadas» de los pintores que, teniendo que ilustrar los Evangelios o Las mil y una noches, piensan en el país donde ocurre la escena y ponen a San Pedro o a Alí Babá precisamente la misma cara que tenía el «tío» más gordo de Balbec. Bloch me presentó a sus hermanas; las trataba muy bruscamente, cortándoles la palabra de pronto; pero ellas se reían a carcajadas de cualquier fanfarronada de su hermano, el cual era objeto de su admiración e idolatría. De modo que es posible que el ambiente de esa familia tuviese como otro cualquiera, o aún en mayor grado, sus encantos, sus buenas cualidades y sus virtudes. Pero para sentir todo eso hubiera sido menester entrar en él. Y no agradaba a la gente, cosa que ellos notaban y en la que veían la prueba de un antisemitismo al que hacían frente en falange compacta y cerrada, falange en que además nadie intentaba abrirse paso.
Lo de lift pronunciado laift no me sorprendió, porque unos días antes Bloch me preguntó a qué había ido yo a Balbec (en cambio, la presencia suya allí le parecía naturalísima), si era con «la esperanza de hacer buenas amistades»; y como yo le respondiera que ese viaje obedecía a un deseo mío antiquísimo, aunque no tan fuerte como el que tenía de ir a Venecia, me repuso él: «Sí, claro, para tomar sorbetes con señoronas guapas y hacer como que se lee las Stones of Venaice, de lord John Ruskin, pelmazo aburridísimo, uno de los hombres más latosos que existen». De manera que Bloch creía evidentemente que en Inglaterra todos los individuos del sexo masculino son lores, y además que la letra i se pronuncia siempre ai. A Saint-Loup este defecto de pronunciación no le pareció nada grave, porque lo consideraba como falta de una de esas nociones casi de buena sociedad, que mi amigo poseía a fondo y despreciaba afondo también. Pero el temor de que Bloch llegara a enterarse un día de que Ruskin no era lord y de que se dice Venice y se imaginara, retrospectivamente, que había hecho el ridículo delante de Roberto, lo puso en situación de culpable, cual si hubiese faltado a la indulgencia que siempre desbordaba y el rubor que algún día había dé asomar a las mejillas de Bloch cuando averiguara su error lo sintió él en su rostro anticipadamente y por reversibilidad. Porque pensaba, y con razón, que Bloch atribuía a esas cosas más importancia que él. Y así lo demostró Bloch algún tiempo después, un día que me oyó decir lift, interrumpiéndome:
—¡Ah, con que se dice lift!
Y añadió, en tono seco y altanero.
—Lo mismo da, no tiene ninguna importancia.
Frase que parece un movimiento reflejo; frase común a todos los hombres de mucho amor propio, lo mismo en las circunstancias más graves que en las más ínfimas de esta vida: frase que delata, como en este caso, lo importante que parece la cosa de que se trate a aquel que la declara sin importancia; frase que es la primera que se escapa, y ¡cuán desgarradora entonces!, de los labios dé toda persona un poco orgullosa cuando al negarle un favor le acaban de arrancar la última esperanza a que se aferraba: «Bueno, lo mismo da, no tiene importancia, ya me las arreglaré de otra manera»; esa otra maniera, a la que se ve empujado por una cosa que no tiene importancia, puede ser el suicidio.
Luego Bloch me dijo cosas muy amables. Se veía que deseaba estar muy atento conmigo. Sin embargo, me preguntó:
«Oye, ¿te tratas tanto con Saint-Loup-en-Bray por ganas de elevarte hacia la nobleza, aunque sea una nobleza un poco olvidada, porque tú eres muy cándido? ¡Debes de estar pasando una buena crisis de snobismo! ¿Qué, eres ya snob? Sí, ¿verdad?». Y no es que de pronto hubiese cambiado su deseo de estar amable, no. Pero eso que se llama en francés bastante incorrecto la «mala educación» era su defecto capital, y, por consecuencia, defecto del que no se daba cuenta: de modo que no creía que pudiera chocar a los demás. Tan maravillosa es en el género humano la frecuencia de virtudes idénticas para todos como la multiplicidad de defectos que parecen particulares de un ser determinado. Indudablemente, lo que más abunda no es el sentido común, como se suele decir, sino la bondad. Se asombra uno al verla florecer solitaria en los rincones más remotos y extraviados, como amapola de un valle apartado igual a todas las demás amapolas del mundo, ella que no las ha visto nunca y que jamás conoció otra cosa que el viento cuando estremece su encarnado capirote solitario. Aun cuando esa bondad, paralizada por el interés, no se ejercite, existe, y siempre que no le estorbe el movimiento un móvil egoísta, por ejemplo, durante la lectura de una novela o de un periódico, abre sus pétalos y se vuelve, hasta en el corazón del que, asesino en la realidad, conserva su sensibilidad tierna de lector de folletín, hacia el débil, hacia el justo o el perseguido. Pero no menos admirable que la semejanza de las virtudes es la variedad de los defectos. Todo el mundo tiene los suyos, y para seguir queriendo a una persona no tenemos más remedio que no hacer caso de ellos y desdeñarlos en favor de las demás cualidades. La persona más perfecta tiene siempre un determinado defecto que choca o da rabia. Este es un hombre extraordinariamente inteligente, lo juzga todo desde un punto de vista muy elevado, nunca habla mal de nadie, pero se le olvidan en el bolsillo las cartas que uno le confió porque él mismo se brindó a llevarlas, y luego nos hace perder una cita importantísima, sin excusarse siquiera sonriente, porque tiene a prurito el no saber nunca qué hora es. Otro hay finísimo, muy cariñoso, de tan delicadas maneras, que nunca os dirá dé vosotros mismos más que las cosas que puedan seros gratas; pero bien se siente que hay otras que, se calla; que se le quedan dentro, agriándose, otras cosas muy distintas, y tal placer tiene en veros, que antes lo mata a uno dé fatiga que dejarle solo.
Un tercero, en cambio, tiene más sinceridad; pero la lleva al extremo, porque en ocasión en que nos excusamos de no haber ido a verlo porque estábamos malos insiste en que nos enteremos de que aquel mismo día nos vieron camino del teatro y con muy buena cara; o nos dice que apenas si le ha sido provechosa una gestión que hicimos por él, que ya otros tres le iban a hacer el mismo favor, y, por consiguiente, que tiene poco que agradecernos. En estos dos últimos casos el amigo de más arriba hubiese hecho como que no sabía que estuvimos en el teatro y se habría callado que otras personas le podían prestar el mismo favor. Y ese amigo sincero siente la imperiosa necesidad de ir a contar o a repetir a alguien la cosa que más nos contraría, se queda encantado de su franqueza y dice firmemente: «Yo soy así». Los hay que nos molestan con su curiosidad exagerada o con su absoluta falta de curiosidad, tan grande que ya puede uno hablarles de los más graves acontecimientos, seguro de que no saben de qué se trata; otros tardan meses en contestarnos si nuestra carta se refería a una cosa que a nosotros nos importaba y a ellos no; algunos nos anuncian que van a ir a preguntarnos una cosa, y cuando uno se queda en casa sin salir, por temor a que vengan y no nos hallen, resulta que nos hacen esperar semanas y semanas todo porque no contestamos a su carta, porque no era menester, y se figuran que nos hemos enfadado. Personas hay que consultan sus deseos y no los ajenos, de suerte que hablan sin dejarnos abrir la boca, cuando están contentas y tienen ganas de vernos; pero cuando se sienten cansadas por el tiempo, o de mal humor, no hay medio de sacarles una palabra, oponen a todo esfuerzo una lánguida inercia y no se toman la molestia de responder ni siquiera por monosílabos a lo que está uno diciendo, como si no Hubiesen oído. Cada uno de nuestros amigos tiene sus defectos y para seguir queriéndolo es menester hacer por consolarnos de esos defectos pensando en su talento, en su bondad o en su cariño; o prescindir de ellos desplegando toda nuestra buena voluntad en esta empresa Desgraciadamente, nuestra complaciente obstinación en no ver el defecto del amigo se ve siempre superada por la obstinación suya en mostrarlo, ya por ceguedad propia, ya porque crea que los ciegos somos nosotros. Porque o no ve él su defecto, o se imagina que no lo ven los demás. Como el peligro de desagradar proviene sobre todo de la dificultad de apreciar cuales cosas se notan y cuáles no, por lo menos por —prudencia no debiera uno hablar nunca de sí n mismo, porque ese es un tema donde de seguro la visión nuestra y la ajena no coinciden nunca. El descubrir la verdadera vida del prójimo, el universo real bajo el universo aparente, nos causa tanta sorpresa como visitar tina casa de buena apariencia y encontrarla llena de cadáveres, de riquezas y de ganzúas; y no es menor la sorpresa sentida cuando, en vez de la imagen nuestra que nos habíamos formado al oír hablar de nuestro carácter a los demás, nos enteramos, por lo que esas mismas personas dicen cuando no estamos delante, de la imagen enteramente distinta que en sí llevan de nosotros y de nuestra vida. De modo que cada vez que acabamos de hablar de nosotros no podemos saber si nuestras palabras, prudentes e inofensivas, escuchadas con aparente cortesía e hipócrita aprobación serán o no motivo de comentarios furiosos o regocijantes, pero desfavorables en todo caso. El menor de los peligros que corremos es el de irritar a los que nos oyen, cocí esa desproporción que hay siempre entre la idea que de nosotros tenemos y nuestras palabras; desproporción que convierte las cosas que dice la gente de sí misma en algo tan risible como esos canturreos de los falsos aficionados a la música que sienten necesidad de tararear tina melodía que les gusta, compensando la insuficiencia de su inarticulado murmullo con una mímica enérgica y un gesto de admiración en ningún modo justificado por lo que nos están cantando. A la mala costumbre de hablar de sí mismo y de los propios defectos hay que añadir, como formando bloque con ella, ese otro hábito de denunciar en los caracteres de los demás defectos análogos a los nuestros. Y se está constantemente hablando de los dichos defectos, como si fuera esto una especie de rodeo para hablar de sí mismo, en el que se juntan el placer de confesar y el de absolverse. Y es que nuestra atención, fija en lo más característico de nuestro ser, nota también esa cualidad en los demás mucho antes que las otras. Habrá miope que diga de otro—: «¡Si apenas puede abrir los ojos!»; a este enfermo del pecho le ofrece duda la integridad pulmonar del individuo más fuerte; un hombre poco aseado no hace más que hablar de los baños que no toman los demás; el que huele mal sostiene que allí donde está hay un olor que apesta; ve por todas partes maridos engañados el marido engañado, mujeres casquivanas la mujer casquivana, snobs el snob.
Y pasa con cada vicio lo que con cada profesión, y es que exigen y desarrollan un determinado saber que se ostenta con gusto. El invertido descubre en seguida a los invertidos; el modista invitado a una reunión, apenas ha empezado a hablar con uno cuando ya está valorando la clase del paño de su traje, y se le van los dedos, sin querer, a palpar la tela y reconocer su calidad; y si se está un rato de conversación con un dentista y se le pregunta qué es lo que opina de uno, nos dirá cuántos dientes tenemos echados a perder.
Para él nada hay más importante; para vosotros, que ya os habéis fijado en la dentadura suya, nada más ridículo. Y no sólo nos figuramos que los demás son ciegos cuando nos ponemos a hablar de nosotros, sino que procedemos como si en realidad lo fueran. Para cada uno de nosotros parece que hay un dios que oculta su defecto o le promete su inversibilidad; ese dios que cierra los ojos y las narices a la gente que se lava, respecto a la raya de grasa que llevan en las orejas y al olor a sudor que echan, persuadiéndolos de que pueden pasear impunemente ambos defectos por el mundo sin que nadie los note. Y los que llevan perlas falsas o las regalan se figuran siempre que todos las tomarán por buenas. Bloch era un muchacho mal educado, neurasténico, snob y de familia poco estimada; de modo que soportaba como en el fondo del mar las incalculables presiones con que lo abrumaban no sólo los cristianos de la superficie, sino las capas superpuestas de castas judías superiores a la suya, cada una de las cuáles hacía pesar todo su desprecio sobre la in inmediatamente inferior. Para llegar hasta la región del aire libre atravesando familias y familias judías hubiese necesitado Bloch millares de años. Así, que más valía buscarse la salida por otro lado.
Cuando Bloch me habló de la crisis de snobismo que yo debía de estar pasando y me pidió que le confesara si era ya snob, pude haberle contestado muy bien: «Si lo fuese, no te trataría». Pero me limité a decirle que era muy poco amable. Quiso excusarse, pero con arreglo a la táctica del mal educado, que se alegra mucho de desdecirse de sus palabras porque así tiene ocasión de agravarlas.
—Perdóname —me decía ahora cada vez que me veía—, te he hecho sufrir, te he torturado, he sido malo contigo. Y sin embargo —porque el hombre en general, y tu amigo en particular, es un animal muy raro—, no te puedes imaginar el cariño que te tengo, yo que te hago rabiar tan cruelmente. Tanto, que a veces hasta lloro —pensando en ti.
Y se le escapaba un sollozo.
Lo que me extrañaba en Bloch aún más que sus malos modales era lo desigual de la calidad de su conversación. Aquel muchacho tan exigente, que llamaba estúpidos latosos e imbéciles a los escritores de fama, se ponía a veces a contar con tono muy divertido anécdotas que no tenían la menor gracia, y citaba a una persona enteramente mediocre como «sumamente curiosa». Ese doble rasero para medir el ingenio, el mérito y el interés de las gentes me asombró hasta que conocí al señor Bloch padre.
Yo creí que nunca lograríamos el honor de conocerlo, por Bloch hijo había hablado mal de mí a Saint-Loup, y a mí me habló mal de Roberto. Le dijo que yo fui siempre terriblemente snob. «Sí, sí, está encantado porque conoce al señor Lengrandin». Y lo pronunció con muchas eles, cosa que en Bloch era a la par indicio de ironía y de literatura. Saint-Loup, que nunca había oído ese nombre, se quedó asombrado: «¿Y quién es?». «¡Ah!, una persona muy bien», respondió Bloch riéndose y metiéndose las manos en los bolsillos de la americana, convencido de que en aquel momento estaba contemplando el pintoresco aspecto de un extraordinario hidalgo de provincia, junto al cual no eran nada los Barbey d’Aurevilly. Se consolaba de no saber describir al señor Legrandin pronunciando su nombre con muchas eles y saboreándolo como un vino trasañejo.
Pero esos goces eran puramente subjetivos y no llegaban a conocimiento de los demás A Saint-Loup le habló mal de mí y a mí no me habló mucho mejor de Saint-Loup. Nos enteramos detalladamente de estos chismes al día siguiente, y no porque nos fuésemos a contar Saint-Loup y de las palabras de Bloch, cosa que nos hubiera parecido fea, sino porque Bloch, figurándose que era natural y casi inevitable que así lo hiciéramos, inquieto y seguro de que no nos iba a decir nada que ya no supiésemos, prefirió tomar la delantera y, llevándose aparte a Saint-Loup, le confesó que había hablado mal de él adrede, para que se lo dijeran, y le juró por «el Cronion Zeus, guardián de los juramentos», que lo quería mucho y que daría su vida por él, al mismo tiempo que se secaba una lágrima. Aquel mismo día se las arregló para verme a mí solo, se confesó, me dijo que lo había hecho en defensa de mi propio interés, porque él creía que cierta clase de relaciones mundanas me perjudicarían, y que yo valía «más que todo eso». Luego, cogiéndome la mano con sentimentalismo de borracho, aunque su borrachera era de nervios, me dijo: «Créemelo, que la funesta Ker se apodere de mí al instante y me haga entrar por las puertas de Hades, odiosas a los humanos, si no es verdad que ayer, pensando en ti, en Combray, en el cariño que te tengo y en algunas tardes del colegio de las que tú ya no te acordarás siquiera, no me pasé toda la noche llorando. Sí, toda la noche, te lo juro; y lo peor es que no lo creerás, porque yo conozco el corazón humano». Yo, en efecto, no me lo creía; y el juramento por «la Ker» no añadía peso alguno a esas palabras, que iba inventando según hablaba, porque el culto helénico era en Bloch puramente literario. Además en cuanto comenzaba a ponerse sentimental y deseaba hacer enternecerse a los demás por cualquier embuste, decía que lo juraba, más bien por histérica voluptuosidad de mentir que por tener interés en que le prestaran crédito. No creí nada de lo que me dijo, pero no le guardé rencor, porque había heredado yo de mi madre y de mi abuela la incapacidad para ese sentimiento, aún en el caso de culpas mucho mayores, y no sabía condenar a nadie.
Además, el tal Bloch no era un mal muchacho del todo, y en ocasiones tenía rasgos de bondad. Y desde que se extinguió casi la raza de Combray, esa raza de la que salían seres absolutamente intactos, como mi madre y mi abuela, en esta vida no me ha sido dable elegir más que entre brutos honra os, insensibles y leales, que con sólo su metal de voz denotan que no se preocupan lo más mínimo de nuestra vida, y otra clase de hombres, que mientras están con nosotros nos comprenden, nos quieren, se enternecen con nuestras cosas casi hasta llorar y que aunque unas horas después se tomen la revancha haciendo un chiste cruel a costa nuestra, vuelven otra vez tan comprensivos, tan simpáticos, asimilados a uno por el momento como antes; y yo creo que prefiero, si no la moralidad, por lo menos el trato de esta segunda clase de gente.
—No puedes imaginarte lo que sufro pensando en ti —siguió Bloch—. Quizá en el fondo sea debido a lo poco de judío que llevo dentro —añadió irónicamente, contrayendo la pupila como si tratase de dosificar al microscopio una cantidad infinitesimal de sangre judía—, y lo mismo que habría podido decirlo —aunque este no lo hubiese dicho— un gran señor francés que entre sus ascendientes, todos de cepa cristiana, quisiera contar a Samuel Bernard o a la Virgen Santísima, de la que se dicen descendientes los Levíes.
—Me gusta —continuó— tener en cuenta, al analizar mis sentimientos, lo poco que puedan influir en ellos mis orígenes judíos. —Pronunció esa frase porque le parecía cosa gallarda y atrevida el decir la verdad sobre su linaje, verdad que al mismo tiempo atenuó mucho, como los avaros que se deciden a quitarse sus deudas de encima, pero no se resuelven a pagar más que la mitad. Esta clase de falsificaciones, que consiste en tener la audacia de proclamar la verdad, pero acompañándola en buena proporción de algunas mentiras que la adulteran, está más extendida de lo que se cree, y ocurre hasta en los que no la practican a menudo, cuando ciertas ocasiones de la vida, esencialmente unos amores, les dan pie para entregarse a ella. Todas estas diatribas confidenciales de Bloch a Saint-Loup contra mí y a mí contra Saint-Loup acabaron invitándonos a ir a cenar a su casa. No me consta que antes no hiciera una tentativa para llevarse a Saint-Loup sólo. Verosímilmente esta tentativa debe de ser probable, pero no tuvo éxito, porque un día nos dijo a los dos: «Tú, maestro, y usted, caballero amado de Ares, de Saint-Loup-en-Bray, dominador de caballos, porque jinete os vi hoy en la ribera de Anfitrite, toda resonante de espuma, junto a la tienda de los Menier, los de las naves veloces, ¿quieren ustedes venir un día de esta semana a cenar a casa de mi ilustre padre, el del corazón irreprochable?». Nos invitaba porque así tenía esperanza de intimar más con Saint-Loup, que acaso le ayudara a penetrar en el mundo aristocrático. Ese deseo, en caso de haberlo concebido yo, le habría parecido a Bloch de un repugnante snobismo, muy de acuerdo con la opinión que tenía de un aspecto de mi personalidad, que, por lo menos hasta aquí, consideraba secundario; pero, en cambio, ese deseo sentido por él se le antojaba prueba de una admirable curiosidad de su inteligencia, ansiosa de ciertos cambios de región social que acaso le fueran de utilidad literaria. El señor Bloch padre, cuando le dijo su hijo que había invitado a cenar a un amigo suyo, cuyo nombre y título pronunció con tono de sarcástica satisfacción: «El marqués de Saint-Loup-en-Bray», se sintió violentamente conmovido, y exclamó, usando de la interjección que en él indicaba la prueba máxima de deferencia social: «¡Caray! ¡El marqués de Saint-Loup-en-Bray!». Y lanzó a su hijo, a aquel ser capaz de echarse esos amigos, una mirada admirativa— que significaba: «Es un muchacho prodigioso. ¿Será posible que sea mi hijo?»; mirada que causó a mi compañero de estudios tanto agrado como si su padre le hubiese aumentado su asignación mensual en diez duros. Porque Bloch no se sentía muy considerado en su casa, y se daba cuenta de que su padre lo miraba como a un chico descarriado a causa de su constante admiración por Leconte de Lisle, Heredia y otros «bohemios». Pero el tratarse con Saint-Loup, cuyo padre fue presidente del Canal de Suez, era un éxito indiscutible, ya lo creo. Todos lamentaron mucho haberse dejado en París por miedo de que se estropeara con el viaje, el estereoscopio. El señor Bloch era el único individuo de la familia que tenía el arte, o por lo menos el derecho, de manejar dicho aparato. Cosa que sólo hacía muy de tarde en tarde, después de pensarlo bien, los días de gala, en que alquilaban criados extraordinarios. De modo que de aquellas sesiones emanaba para los que a ellas asistían una como distinción a favor de privilegiados, y para el amo de la casa que las daba, prestigio análogo al que confiere el talento, y que no habría podido ser mayor aun cuando las vistas las hubiese tomado el propio señor Bloch y el aparato fuese de su invención. «¿No estuvisteis ayer en casa de Salomón?», decía algún pariente de los Bloch a otro. «No, yo no era de los elegidos. ¿Qué hubo?». «¡Huy!, gran aleo, el estereoscopio, todo el monumento». «¡Ah!, pues entonces siento no haber estado, porque dicen que Salomón es único para explicar las vistas». «¡Qué quieres! —dijo el Sr. Bloch a su hijo—, no hay que darlo todo de un golpe; así le quedará alguna cosa que ver en casa». Se le había ocurrido, inspirada por su cariño paterno y por el deseo de enternecer a su hijo, la idea de mandar traer a Balbec el aparato. Pero no había «tiempo material», o, mejor dicho, se creyó que no iba a haber tiempo. Pero hubo que celebrar la comida porque Saint-Loup no tenía momento libre; estaba esperando a un tío suyo que iba a ir a pasar dos días con la señora de Villeparisis. Como este señor era muy dado a los ejercicios físicos, sobre todo a las excursiones largas, la mayor parte del camino entre el castillo donde estaba veraneando y Balbec la haría a pie, durmiendo de noche en las casas de labor, de manera que no se sabía exactamente cuándo llegaría. Y Saint-Loup no se atrevía a moverse; tanto que me encargó a mí que fuese a Incarville, donde había telégrafo, a poner el telegrama que mandaba diariamente a su querida. El tío a quien esperaba mi amigo se llamaba Palamedio, nombre heredado de los príncipes de Sicilia, que eran ascendientes suyos. Más adelante, cuando me he encontrado en mis lecturas históricas con un podestá o un príncipe de la Iglesia que llevaba ese nombre, hermosa medalla del Renacimiento —hay quien dice que es antigua—, que nunca salió de la familia y que pasó de descendientes en descendientes desde el gabinete del Vaticano al tío de mi amigo, sentí el mismo placer reservado a esas personas que por no tener dinero bastante para formarse una colección de medallas o una pinacoteca, rebuscan nombres viejos (nombres de lugar, documentales y pintorescos como un mapa antiguo, una perspectiva caballera, una muestra de tienda o un fuero consuetudinario, nombre de pila donde se oye resonar, en las hermosas finales francesas, el defecto de habla, la entonación de una vulgaridad étnica, la pronunciación viciosa con que nuestros antepasados impusieron a los vocablos latinos y sajones mutilaciones persistentes que pasaron luego a ser augustas legisladoras de las gramáticas), y que gracias a esas colecciones de vocablos antiguos se dan conciertos a sí mismos, a la manera de los que se compran violas de gamba o de amor para tocar música antigua con instrumentos antiguos. Me dijo Saint-Loup que su tío se distinguía hasta en la sociedad aristocrática más imperante, por ser dificilísimamente accesible y muy desdeñoso: infatuado con su nobleza, formaba con su cuñada y otras cuantas personas selectas lo que la gente llamaba el círculo de los Fénix. Y tan temido era por sus insolencias, que se contaba cómo una vez unos aristócratas que querían conocerlo acudieron con esta demanda a su propio hermano, que se negó a hacerlo. «No, no me pida usted que le presente a mi hermano Palamedio. Aunque nos pusiéramos a la obra mi mujer y yo y todos, no sacaríamos nada. O se arriesga uno a que esté inoportuno, y no quiero dar lugar a eso». En el Jockey él y unos amigos habían hecho una lista de doscientos socios del Club a los que no se dejarían presentar nunca. Y en casa del conde de París lo conocían por el apodo del «Príncipe», a causa de su elegancia y su orgullo.