—No sabe una cómo marcharse de esta casa —decía la señora de Bontemps a Odette, mientras que la esposa de Cottard, sorprendida al ver formulada su propia impresión en aquellas palabras, exclamaba:
—Eso mismo es lo que a mí se me ocurre, con el poco caletre que Dios me ha dado.
Y la aprobaban unos caballeros del jockey, que se confundieran en saludos, colmados por tanto honor, cuando la señora de Swann los presentó a esa damita burguesa, no muy amable, que permanecía ante los brillantes amigos de Odette en una actitud de reserva, ya que no de «defensiva», según solía decir; porque siempre usaba un lenguaje noble hasta para las más sencillas cosas.
—Parece que no, y hace ya tres miércoles que me falta usted a su palabra —decía la señora de Swann a la de Cottard.
—Es verdad, Odette; hace ya siglos, eternidades, que no nos vemos. Ya ve usted que me declaro culpable; pero sepa usted —añadía con tono pudibundo y vago, porque aunque mujer de médico no se atrevía a hablar sin perífrasis de reumas o de cólicos nefríticos— que he estado bastante fastidiada. Cada cual tiene lo suyo. Además, ha habido crisis en mi servidumbre masculina. No es que esté yo muy poseída de mi autoridad, pero no he tenido más remedio, para dar ejemplo, que despedir a mi Vatel, que por, cierto me parece que ya andaba buscando otra colocación más lucrativa. Pero esa despedida por poco acarrea la dimisión de todo el ministerio. Mi doncella no quería quedarse tampoco, y ha habido escenas homéricas. Pero yo no he abandonado el timón, y me han dado una pequeña lección de cosas que no echaré en saco roto. La estoy a usted aburriendo con esos cuentos de criados, pero usted sabe tan bien como yo el conflicto que supone tener que modificar el personal doméstico. ¿Qué, no veremos a su encantadora hija? —preguntaba luego.
—No; mi encantadora hija cena en cata de una amiga —respondía la señora de Swann—. Por cierto —añadía, volviéndose hacia mí—, que creo que le ha escrito a usted para que venga a verla mañana. ¿Y sus babies[27]? —preguntaba a la esposa del profesor.
Yo ya respiraba a mis anchas. Las palabras de la señora de Swann, que me indicaban que podría ver a Gilberta cuando yo quisiera, me hacían aquel bien que yo vine precisamente a buscar, causa de que me fueran tan necesarias las visitas a Odette en aquellos tiempos.
—No; le escribiré esta noche unas líneas. Gilberta y yo ya no podemos vernos —añadía yo, como atribuyendo la separación a una causa misteriosa, con lo cual conservaba aún una ilusión de amor, ilusión alimentada asimismo por la manera tan cariñosa con que hablábamos el uno del otro.
—Lo quiere muchísimo, ¿sabe usted? —me decía la señora de Swann—. ¿De veras no va usted a venir mañana?
Y de pronto me daba una alegría muy grande, porque acababa de decirme para mi fuero interno: «Y después de todo, ¿por qué no voy a venir, si su misma madre es la que me lo propone?». Pero en seguida tornaba a hundirme en mi tristeza. Temía yo que Gilberta, al verme, se figurara que mi indiferencia de estos últimos tiempos había sido fingida, y por eso prefería prolongar la separación. Durante esos apartes que conmigo sostenía la señora de Swann, la de Bontemps se quejaba de lo mucho que la molestaban las esposas de los políticos; porque quería hacer creer que todo el mundo le parecía ridículo y cargante y que la posición política de su marido la tenía desesperada.
—¿De modo que usted es capaz de recibir cincuenta visitas de mujeres de médico todas seguidas? —decía a la señora de Cottard, la cual, por el contrario, rebosaba benevolencia con todas las personas y respeto con todas las obligaciones—. ¡Pues sí que tiene usted mérito! Yo, en el ministerio, claro, no tengo más remedio, naturalmente. ¡Pues no puedo dominarme, y muchas veces me río de esas señoras empleadas! Y a mi sobrina Albertina le pasa lo mismo que a mí. No sabe usted lo descarada que es esa chiquilla. La semana pasada, mi día de visitas, estaba allí la mujer del subsecretario de Hacienda, y decía que no entendía nada de cocina. «Pues, señora —le contestó mi sobrina, con su más amable sonrisa—, debía usted saber de eso, porque su señor padre era marmitón».
—¡Qué historia tan graciosa, es exquisita! —decía la señora de Swann—. Usted debería tener, por lo menos para los días de consulta del doctor, su pequeño home, con flores, con libros, con las cosas que a usted le agradan —aconsejaba Odette a la señora de Cottard, mientras seguía la de Bontemps.
—Pues así se lo lanzó en sus narices; no necesitó mensajeros, no. Y el caso es que el demonio de la chica no me había dicho a mí nada antes; es más lista que un lince. Pues tiene usted mucha suerte si se sabe contener; yo envidio a las personas capaces de disfrazar sus pensamientos.
—No, señora, no necesito disfrazarlos; no soy tan exigente —respondía con suavidad la esposa del doctor—. En primer término, no tengo los mismos derechos a serlo que usted —añadía, subiendo un poco la voz, a modo de subrayado, como solía hacer siempre que entreveraba en la conversación alguna de aquellas delicadas finezas o ingeniosas lisonjas que causaban tanta admiración a su marido y lo ayudaban a subir en su carrera. Además, yo hago con mucho gusto cualquier cosa que sea útil a mi esposo.
—Pero, señora, lo primero es poder hacerlo. Probablemente usted no es nerviosa. Yo, en cuanto veo a la mujer del ministro de Guerra haciendo gestos, me pongo a imitarla sin querer. Es una desgracia tener un temperamento así.
—¡Ah, sí!; he oído decir que esa señora, hace muecas nerviosas; mi marido conoce también a un personaje muy elevado, y, claro, los hombres cuando se ponen a hablar…
—Ocurre lo que con el jefe del protocolo, que es corcovado en cuando está cinco minutos en mi casa no puedo por menos de ir a tocarle la joroba, es fatal. Mi marido dice que lo echarán por causa mía. ¿Y qué?, ¡a paseo el ministerio!, ¡a paseo! Me gustaría ponérmelo como leyenda en el papel de escribir. De seguro que la estoy escandalizando, porque usted es buena, y yo declaro que lo que más me divierte son las pequeñas ruindades. Sin eso la vida sería muy monótona.
Y seguía hablando continuamente del ministerio, como si fuese el Olimpo. La señora de Swann, con objeto de mudar de conversación, se dirigía a la esposa del doctor:
—¡Pero está usted muy elegante! ¿Redfern fecit?
—No; ya sabe usted que yo soy ferviente admiradora de Rauthniz. Y esto es un arreglo.
—Pues tiene mucho chic.
—¿Cuánto cree usted…? No, no, cambie la primera cifra.
—¿Es posible? ¿Tan poco dinero? ¡Es regalado! ¡Me habían dicho tres veces más!
—Pues así se escribe la Historia —decía la esposa del doctor. Y enseñando un collar que le había regalado la señora de Swann, añadía:
—Mire, Odette, ¿lo conoce usted?
Por una puerta entreabierta asomaba una cabeza ceremoniosamente deferente, fingiendo por broma temor de molestar: era Swann.
—Odette, el príncipe de Agrigento, que está conmigo en mi despacho, pregunta si puede venir a ponerse a tus pies. ¿Qué le digo?
—Pues que tendré muchísimo gusto —contestaba Odette muy satisfecha, sin perder su calma, cosa que no le era difícil, porque siempre, hasta cuando era cocotte, tuvo costumbre de recibir a hombres elegantes.
Swann se marchaba a comunicar el permiso al príncipe, y volvía con este a la habitación de Odette, excepto en el caso de que mientras tanto hubiese entrado la señora de Verdurin. Cuando se casó con Odette le rogó que dejara de frecuentar el clan; tenía muchas razones para ello, y aún de no haberlas tenido habríalo hecho por obediencia a esa ley de ingratitud, que no tiene excepciones y que pone de relieve o bien la imprevisión o bien el desinterés de todos los zurcidores de voluntades. Lo único que permitió a Odette fue que cambiara dos visitas al año con la señora de Verdurin, y aún parecía eso mucho a algunos fieles, indignados de la injuria hecha a la Patrona, que estuvo tratando tantos años a Odette y hasta a Swann como los niños mimados de la casa. Porque en el clan, aunque había algunos falsos fieles que desertaban determinadas noches para ir, sin decir una palabra, a casa de Odette, llevando preparada la disculpa, por si acaso eran descubiertos, de que los movía la curiosidad de ver a Bergotte (por más que la Patrona sostenía que Bergotte no solía ir a casa de los Swann y que carecía de todo talento, lo cual no era obstáculo para que procurase atraérselo), quedaban aún algunos «extremistas». Los cuales, por ignorar esas conveniencias particulares que suelen apartar a las personas de actitudes extremas en que a uno le gustaría verlas para molestar a alguien, deseaban, sin lograrlo, que la señora de Verdurin rompiera toda relación con Odette y que esta no pudiese darse el gusto de decir: «Desde el Cisma vamos muy poco a casa de la Patrona. Se pedía ir cuando mi marido estaba soltero; pero para un matrimonio ya no es tan fácil… Swann, para decir verdad, no puede tragar a la de Verdurin, y no le agradaría que la visitara a menudo Y yo, claro, esposa fiel…». Swann acompañaba a su esposa la noche que iba a casa de los Verdurin, pero hacía por no estar presente cuando la Patrona devolvía su visita a Odette. De modo que si la señora de Verdurin estaba en el salón, el príncipe de Agrigento era el único que entraba. Y el único presentado por Odette, que prefería que la señora de Verdurin no Oyese nombres insignificantes y que al ver muchas caras desconocidas se figurase que estaba entre notabilidades aristocráticas; el cálculo estaba muy bien hecho, porque aquella noche decía la Patrona a su marido con gesto de asco: «¡Qué casa!».
Estaba allí toda la flor y nata de la reacción. Odette vivía en una ilusión inversa con respecto a la señora de Verdurin. Y no es porque la tertulia de esta última hubiese ni siquiera empezado a convertirse en lo que más tarde veremos que llegó a ser. La señora de Verdurin no estaba aún ni en el período de incubación, en que se suspenden las grandes fiestas porque los raros elementos brillantes de reciente adquisición se ahogarían entre tanta turba, y se prefiere esperar a que el poder generador de diez justos que fue posible conquistar produzca setenta veces más. Al igual de lo que Odette haría poco después, lo que se proponía como objetivo la señora de Verdurin era el «gran mundo»; pero sus zonas de ataque eran tan limitadas y tan distantes de aquellas otras por donde Odette tenía alguna probabilidad de romper la línea enemiga y llegar a resultados idénticos a los ideales de su amiga, que la señora de Swann vivía en la más absoluta ignorancia de los planes elaborados por la Patrona. Y cuando alguien le hablaba de los Verdurin calificándola de snob, Odette, con la mejor buena f e del mundo, se echaba a reír y decía: «No, todo lo contrario. En primer término, le faltan elementos, no conoce a nadie. Y además, hay que hacerle la justicia de decir que es porque lo prefiere así. Lo que le gusta son sus miércoles con gente de conversación agradable». Y en secreto envidiaba a la señora de Verdurin (aunque no dejaba de tener cierta esperanza de haberlas aprendido ella también en aquella magnífica escuela) esas artes que la Patrona juzgaba tan importantes, aunque no sirvan más que para dar matiz a lo inexistente, para modelar el vacío, y sean, hablando con propiedad, las Artes de la Nada: el arte del ama de casa que sabe manejar a sus invitados: «reunir», «formar grupos», «poner a uno en primer término», «desaparecer» y servir de «enlace».
De todos modos, a las amigas de la señora de Swann les causaba impresión ver en su casa a una mujer que únicamente solía uno representarse en su propio salón, rodeada de inseparable marco de invitados, en medio de un grupo que, como por arte de magia, se veía evocado, resumido y condensado en un solo sillón, en la persona de la Patrona, convertida ahora en visita, y que, bien arropada en su abrigo guarnecido de plumas, tan fino como las pieles que tapizaban aquel cuarto, parecía un salón dentro de otro salón. Las señoras más tímidas querían retirarse por discreción, y decían, empleando el plural, como cuando se quiere dar a entender que más vale no cansar a la convaleciente que se ha levantado por vez primera ese día:
—Odette, vamos a dejar a —usted.
La señora de Cottard inspiraba envidia porque la patrona la llamaba por su nombre de pila.
—Usted se viene conmigo, ¿no? —le decía la señora de Verdurin, que no podía hacerse a la idea de marcharse y que un fiel se quedara allí en vez de irse tras ella.
—El caso es que esta señora ha tenido la amabilidad de ofrecerse a llevarme —respondía la señora de Cottard, para que no pareciese que se olvidaba en favor de una persona más célebre de que había aceptado el ofrecimiento que le hiciera la señora de Bontemps de su coche con escarapela—. Reconozco que agradezco mucho a las amigas que me lleven en vehículo. Para mí, que no tengo automedonte, es una ganga.
—Sobre todo —respondía la Patrona (sin atreverse a objetar nada, porque trataba un poco a la de Bontemps y acababa de invitarla a sus miércoles)—, aquí en casa de la señora de Crécy, que está tan distante de la de usted. ¡Dios mío, no podré nunca decir la señora de Swann! (En el clan pasaba por broma, entre las personas de poco ingenio, el aparentar que les era imposible acostumbrarse a llamar a Odette la señora de Swann). Estaba uno tan hecho a decir la señora de Crécy, que he estado a punto de equivocarme:
Pero la Patrona, cuando hablaba con Odette no estaba a punto de equivocarse, sino que se equivocaba adrede.
—Odette, ¿no le da a usted miedo vivir en un barrio tan extraviado? Yo, por la noche no volvería muy tranquila a casa. ¡Y luego tan húmedo! No le debe de sentar muy bien a su marido para la eczema. ¿Y no tiene usted ratones?
—¡No, por Dios, qué horror!
—¡Ah!, menos mal, me habían dicho eso. Y me alegro de saber que no es verdad, porque les tengo mucho miedo y no hubiese vuelto por aquí. Bueno, hasta la vista, mi querida Odette; ya sabe usted el gusto que tengo siempre en verla.
Y al salir, cuando Odette se había levantado a acompañarla hasta la puerta, le decía:
—No sabe usted arreglar los crisantemos. Son flores japonesas y hay que colocarlas como los japoneses.
—Yo no soy del parecer de la señora de Verdurin, aunque para mí sea en todo la Ley y los Profetas. A mí me parece que no hay nadie como usted para dar con esos crisantemos tan hermosos o tan hermosas, como dicen ahora —declaraba la señora del doctor cuando ya se había cerrado la puerta tras la Patrona.
—Es que esta querida señora de Verdurin no siempre se muestra muy benévola con las flores de los demás —respondía suavemente Odette.
—¿A quién se dedica usted ahora para las flores? —preguntaba la señora de Cottard, con objeto de que no se prolongaran las críticas dirigidas a la Patrona—. ¿Lemaitre? Confieso que tenía hace unos días delante de su casa tina planta grande, color rosa tan bonito, que no pude por menos de hacer una locura.
Pero se negó, por pudor, a dar detalles concretos del precio de la planta, y dijo tan sólo que el profesor, a pesar de no tener el genio pronto, echó las campanas a vuelo y le dijo que no sabía lo que vale el dinero.
—No; mi florista oficial es Debac.
—También es el mío; pero confieso que algunas veces le soy infiel con Lachaume.
—¡Ah!, ¿con que lo engaña usted con Lachaume? Ya se lo diré —respondía Odette, que hacía por tener gracia y por llevar la batuta de la conversación en su casa, donde se sentía más a sus anchas que en el clan—. Además, Lachaume se está poniendo muy caro; ¡qué precios altísimos, sabe usted, verdaderamente inconvenientes! —añadía riéndose.
Entretanto, la señora de Bontemps, que había dicho cien veces que no quería ir a casa de los Verdurin, encantada porque la habían invitado a los miércoles, estaba calculando cómo debía arreglárselas para poder ir el mayor número de veces posible. No sabía que la señora de Verdurin quería que no se faltase ninguna semana; además, era de esas personas poco solicitadas, que cuando se ven convidadas por una señora de casa a reuniones «de serie» no van a ellas como el que sabe que siempre cae bien, es decir, siempre que tengan un momento libre y ganas de salir, sino que, al contrario, se privan, por ejemplo, de asistir a la primera y a la tercera, figurándose que se notará su ausencia y se reservan para la segunda y la cuarta, a no ser que se enteren de que la tercera estará muy brillante, y sigan entonces un orden inverso, alegando que, «desgraciadamente, los otros días los tenían ya comprometidos». Y la señora de Bontemps, que era de esas, echaba cuentas de los miércoles que quedaban hasta la Pascua de abril, y calculaba cómo se las arreglaría para ir algún miércoles más sin que pareciese que se imponía. Contaba con que la señora de Cottard, a la que iba a dejar en su casa, le daría algunos detalles.
—Pero, por Dios, señora, ¿se levanta usted ya? Está muy mal eso de dar la señal de desbandada. Además, me debe usted una compensación por no haber venido el jueves pasado. Vamos, siéntese usted un rato más. Ya no le queda a usted tiempo para hacer ninguna visita antes de cenar. ¿Qué no se deja usted rendir a la tentación? —decía la señora de Swann ofreciéndole un plato de pasteles—. Ya sabe usted que no son del todo malas estas porquerías. La cara no dice nada, pero pruébelos usted y ya me dirá.
—Al contrario, tienen muy buen aspecto —respondía la señora de Cottard—. Lo que es en su casa de usted nunca faltan vituallas. No hay que preguntar la marca de fábrica: usted lo manda traer todo de Rebattet. Yo soy más ecléctica. Para las pastas y golosinas voy muchas veces a Bourbonneux. Aunque reconozco que no sabe lo que es un helado. Para helados, bavaroises y sorbetes, Rebattet es el gran artista. Como diría mi marido, el nec plus ultra[28].
—No, esto está hecho en casa. ¿De veras que no quiere usted?
—No, no cenaría —contestaba la señora de Bontemps—; pero me sentaré un momento más porque me encanta hablar con una mujer inteligente como usted.
—Aunque me llame usted indiscreta, Odette, me gustaría saber qué le parece a usted el sombrero qué traía la señora de Trombert. Ya sé que están de moda los sombreros grandes; pero de todas maneras, me parece un poco exagerado. Y ese de hoy es microscópico comparado con el que llevaba el día que fue a mi casa.
—No, yo no soy inteligente —decía Odette, creyéndose que esa negativa sentaba bien—. En el fondo soy una simplona que da crédito a todo lo que le cuentan y que por cualquier cosa se apena.
Quería insinuar que al principio sufrió mucho por haberse casado con un hombre como Swann, que tenía una vida suya, aparte, y que la engañaba. El príncipe de Agrigento, como oyera, aquella afirmación de Odette de que no era inteligente, se consideró en el deber de protestar, pero no encontró réplica ingeniosa.
—¡Bueno, bueno!, ¿con que no es usted inteligente? —exclamó la señora de Bontemps.
Y el príncipe, agarrándose a este cabo:
—Es verdad; yo estaba pensando que había oído eso, pero se me figuró que entendí mal.
—No, de veras; en el fondo soy una burguesa a quien le choca todo, con muchos prejuicios, que vive metida en un rincón, y sobre todo muy ignorante. —Y añadía, para preguntar por el barón de Charlus—: ¿No ha visto usted al querido baronet?
—¡Cómo!, ¿usted ignorante? Entonces, ¿qué me dice usted de las señoras del mundo oficial, de todas esas mujeres de Excelencias que no hacen más que hablar de trapos? Mire usted, señora, no hace aún ocho días hablé de Lohengrin a la ministra de Instrucción Pública, y me dijo: «¡Ah, sí!, la última revista de Folies Bergéres; dicen que es divertidísima». Y, ¡qué quiere usted, señora!, cuando se oyen cosas así yo ardo de ira. Me olieron ganas de pegarle, porque yo también gasto mi genio. ¿No es verdad que tengo razón, caballero? —decía volviéndose hacia mí.
—Mire usted —le respondía la señora de Cottard—, yo creo que se puede dispensar a una persona que conteste un poco a tuertas cuando se le hace una pregunta así de pronto, sin más ni más. Yo lo digo porque conozco el caso: la señora de Verdurin tiene también por costumbre ponernos el puñal al pecho.
—Y a propósito de la señora de Verdurin —preguntaba la señora de Bontemps—: ¿Sabe usted quién habrá en su casa el miércoles?… Ahora me acuerdo de que nosotros tenemos ya aceptada una invitación para el miércoles que viene… ¿Podría usted ir a cenar con nosotros de ese miércoles en ocho días, y luego iríamos juntas a casa de la señora de Verdurin? Me azora entrar yo sola; siempre me inspiró miedo esa señora tan alta, yo no sé por qué.
—Yo se lo diré a usted —respondía la esposa del doctor—: Lo que a usted la asusta es su voz. ¡Qué quiere usted, no es fácil encontrar voces tan bonitas como la de Odette! Pero todo es cosa de acostumbrarse, y en seguida se rompe el hielo, como dice el Ama. Porque en el fondo es muy amable. Claro que comprendo perfectamente su sensación de usted, porque nunca agrada verse en país extraño.
—Podía usted venir también a cenar con nosotros, y luego iríamos todos juntos a Verdurin, a verdurinizar; y aunque la Patrona me ponga mal gesto por eso y no me vuelva a invitar esa noche nos la pasamos ya allí las tres, hablando entre nosotras y para mi será lo más entretenido.
Afirmación esta que no debía de ser muy verídica, porque la señora de Bontemps preguntaba:
—¿Quién cree usted que habrá el miércoles de la otra semana? ¿Qué ocurrirá? ¿No habrá mucha gente, eh?
—Yo, desde luego, no voy. No haremos más que una breve aparición el último miércoles. Si le es a usted igual esperar hasta entonces… —decía Odette.
Pero semejante proposición de aplazamiento, al parecer, no sedujo por completo a la señora de Bontemps.
Aunque los méritos de ingenio y elegancia de un salón estén más bien en razón inversa que directa, no hay más remedio que creer, puesto que Swann juzgaba persona agradable a la señora de Bontemps, que cuando se acepta cierto descenso en la escala social se exige ya mucho menos a la gente con quien se resigna uno gustoso a tratarse, tanto en cuanto a ingenio como en cuanto a otras cualidades. Y de ser esto verdad, los hombres deben ver, igual que los pueblos, cómo va desapareciendo su cultura y hasta su idioma al tiempo que desaparece su independencia. Semejante debilidad da, entre otros resultados, el de agravar esa tendencia, tan usual en cuanto se tiene cierta edad, a considerar agradables las palabras que lisonjeen nuestro modo de pensar y nuestras aficiones y que nos animen a seguirlas; esa edad en que un gran artista prefiere al trato de genios originales el de sus discípulos, que sólo tienen de común con él la letra de su doctrina, pero que lo escuchan y lo inciensan; esa edad en que una mujer o un hombre de valer que viven consagrados a un amor diputan por la persona más inteligente de una reunión a aquella que, aunque en realidad sea inferior, les mostró con una frase que sabe comprender y aprobar una existencia dedicada a la galantería, lisonjeando de ese modo la tendencia voluptuosa del enamorado o de la querida; y esa era la edad en que Swann, en la parte que llegó a tener de marido de Odette, se complacía oyendo decir a la señora de Bontemps que es ridículo no recibir en su casa más que duquesas (de lo cual deducía, al contrario de lo que hubiese hecho antaño en casa de los Verdurin, que era una mujer buena y graciosa, nada snob) y en contarle cuentos que la hacían «retorcerse de risa» porque no los conocía y, además, porque «cogía» el chiste pronto y le gustaba adular y divertirse con su propio regocijo.
—¿De modo que al doctor no lo vuelven las flores tan loco como a usted? —preguntaba Odette a la señora de Cottard.
—Ya sabe usted que mi marido es un sabio: moderado en todo. Aunque no, tiene una pasión.
—¿Cuál, señora? —interrogaba la de Bontemps, ardiéndole los ojos de malicia, de alegría y de curiosidad. Y la esposa del doctor respondía con toda sencillez:
—La lectura.
—¡Ah, una pasión muy tranquilizadora en un marido! —exclamaba la señora de Bontemps, conteniendo una risita satánica—. ¡Cuando está sin un libro…!
—¡Pero eso no es para asustar, señora!
—Sí, por la vista. Y me voy a buscar a mi marido; Odette, volveré a llamar a su puerta la semana que viene. Y a propósito de ver: me han dicho que la casa nueva que acaba de comprar la señora de Verdurin tiene alumbrado eléctrico. No me lo ha dicho mi policía particular, no; lo sé por el mismo electricista, por Mildé. Ya ven ustedes que cito autores. Habrá luz eléctrica hasta en las alcobas, con pantallas para tamizar la luz. Realmente es un lujo delicioso. Y es que nuestras contemporáneas necesitan cosas nuevas, como si ya no hubiera bastantes en el mundo. La cuñada de una amiga mía tiene teléfono puesto en su casa. De modo que puede encargar lo que quiera sin salir de su cuarto. Confieso que he intrigado indignamente para que me dejaran ir a hablar un día delante del aparato. Es muy tentador, pero me gusta más en casa de una amiga que en la mía. Se me figura que no me gustarla tener el teléfono en mi domicilio. Pasado el primer momento de diversión, debe de ser un verdadero rompecabezas. Bueno, Odette, me voy, no me retenga usted más a la señora de Bontemps, ya que se encarga de mi persona. No tengo más remedio que marcharme; por culpa de usted voy a volver a casa más tarde que mi marido. ¡Qué bonito!
Y yo también tenía que irme, sin haber saboreado aquellos placeres del invierno que se me antojaban ocultos bajo la brillante envoltura de los crisantemos. Esos placeres no habían llegado, y la señora de Swann parecía que ya no esperaba nada. Y dejaba que los criados se llevarán el té, como anunciando: «¡Se Va a cerrar!». Por fin me decía: «¿Qué, se marcha usted? Bueno. Good bye». Y yo tenía la sensación de que aunque me hubiera quedado, esos placeres no habían de llegar y que mi tristeza no era la sola cosa que me privaba de ellos. ¿Sería que no estaban situados en ese camino, tan pisoteado, de las horas, que nos lleva tan pronto al momento de la separación, sino más bien en alguna trocha, para mí invisible, por dónde era menester bifurcar? Por lo menos, ya estaba logrado el objeto de mi visita: Gilberta se enteraría de que yo había ido a casa de sus padres cuando ella no estaba y de que, como dijo repetidamente la señora de Cottard, había yo «conquistado por asalto y de primera intención» a la señora de Verdurin; la esposa del doctor decía que nunca la vio tan obsequiosa con nadie como conmigo. «Deben ustedes de tener átomos comunes», había añadido. Se enteraría Gilberta de que yo había hablado de ella, como era mi deber, con cariño, pero que ya no sentía esa imposibilidad de vivir sin vernos, que yo reputaba como origen de aquel despego que mi presencia inspiró a Gilberta en esos últimos tiempos. Dije a la señora de Swann que Gilberta y yo no nos veríamos nunca. Y se lo dije como si hubiese yo decidido por siempre jamás no volver nunca a verla. La carta que iba yo a mandar a Gilberta diría cosa parecida. Pero en realidad, para conmigo mismo, y con objeto de darme ánimo, no me proponía más que un corto y supremo esfuerzo de unos días. Y me decía: «Esta es la última cita que no acepto, a la otra iré». Para que la separación me fuese menos penosa de realizar, me la presentaba como no definitiva. Pero bien me daba cuenta de que iba a serlo.
El día de Año Nuevo me fue dolorosísimo. Porque cuando es uno desgraciado, las fechas rememoradas, los aniversarios, traen siempre dolor. Ahora que si lo que el día nos recuerda es la muerte de un ser querido, entonces la pena consiste tan sólo en una comparación más viva con el pasado. En mi caso había más: la esperanza no formulada de que Gilberta hubiese querido dejarme a mí la iniciativa de dar los primeros pasos, y al ver que no lo hacía aprovechara el día primero de año para escribirme:
«Vamos, ¿qué es lo que ocurre? Estoy loca por usted, venga a verme, hablaremos francamente, porque no puedo vivir sin usted». Durante los últimos días del año esa carta me parecía probable. Quizá no lo era, pero para creerlo nos basta con el deseo y la necesidad de que lo sea. Todo soldado está convencido de que tiene por delante un espacio de tiempo infinitamente prorrogable antes de que lo maten; el ladrón, antes de que lo aprehendan; el hombre, en general, antes de que lo arrebate la muerte. Ese es el amuleto que preserva a los individuos —y a veces a los pueblos— no del peligro, sino del miedo al peligro; en realidad, de la creencia en el peligro, por lo cual lo desafían en ciertos casos sin necesidad de ser valientes. Confianza de este linaje y tan mal fundada como ella es la que sostiene al enamorado que cuenta con una reconciliación, con una carta. Para que yo dejase de esperar la de Gilberta hubiera bastado con que ya no la deseara. Aunque sepamos bien que somos indiferentes a la mujer amada, aún se le sigue atribuyendo una serie de pensamientos —no importa que sean de indiferencia—, una intención de manifestarlos, una complicación de vida interior donde somos nosotros blanco de su antipatía, pero, de todos modos, objeto de su permanente atención. Pero para imaginar lo que pasaba por el ánimo de Gilberta hubiera yo necesitado nada menos que anticipar en ese día de Año Nuevo lo que iba a sentir en fechas análogas de años siguientes cuando ya no había de fijarme casi en la atención o el silencio de Gilberta, en su cariño o su frialdad; cuando ya no soñara ni pudiese soñar en llegar a la solución de problemas que habían dejado de planteárseme. Cuando se está enamorado, el amor es tan grande que no cabe en nosotros: irradia hacia la persona amada, se encuentra allí con una superficie que le corta el paso y le hace volverse a su punto de partida; y esa ternura, que nos devuelve el choque, nuestra propia ternura, es lo que llamamos sentimientos ajenos, y nos gusta más nuestro amor al tornar que al ir, porque no notamos que procede de nosotros mismos.
El día primero de año fue dando todas sus horas sin que llegase la carta de Gilberta. Como aún recibí algunas otras de felicitaciones tardías, o que se retrasaron por la acumulación de servicio en el correo, el 3 y el 4 de enero todavía seguí con esperanza, pero cada vez menos. Lloré mucho los días siguientes. Y eso era porque al renunciar a Gilberta fui menos sincero de lo que me figuraba y me quedé con la esperanza de una carta suya el Día de Ario Nuevo. Y al ver que se me iba esa ilusión sin haber tenido la precaución de proveerme de otra, sufría como el enfermo que vació su ampolleta de morfina sin poner otra al alcance de su mano. Pero quizá lo que me sucedió a mi —y ambas explicaciones no se excluyen, porque algunas veces el mismo sentimiento está formado por cosas contrarias— fue que la esperanza de tener carta de Gilberta me trajo más cerca del alma su imagen y tornó a crear las emociones que antes me producía la esperada ilusión de estar a su lado y su comportamiento conmigo. La posibilidad inmediata de una reconciliación acaba con esa cosa, de cuya anormalidad no nos damos cuenta, que se llama resignación. Los neurasténicos no pueden prestar fe a las personas que les aseguran que recobrarán la tranquilidad poco a poco estándose en la cama sin cartas y sin periódicos. Se figuran que este régimen sólo servirá para exasperar sus nervios. Y los enamorados, como lo miran desde lo hondo de un estado opuesto y aún no empezaron a experimentarlo, no pueden creer en el poder bienhechor del renunciamiento.
Como tenía palpitaciones de corazón cada vez más violentas, me disminuyeron la dosis de cafeína, y cesó la anormalidad. Y entonces me pregunté si en cierto modo no tendría su origen ella cafeína aquella angustia mía cuando regañé, o poco menos, con Gilberta, y que atribuía yo cada vez que se repetía al dolor de no ver ya a mi amiga, o de correr el riesgo de volver a verla dominada aún por el mismo mal humor. Pero si ese medicamento entró por algo en el origen de mi sufrimiento, que entonces había sido mal interpretado por mi imaginación (cosa que no tendría nada de extraordinario, porque muchas veces las más terribles penas morales de los enamorados se basan en que estaban físicamente acostumbrados a la mujer con quien vivían), fue al modo del filtro que siguió uniendo a Tristán e Isolda aún mucho después de haberlo tomado. Porque la mejoría física que trajo la supresión de la cafeína no contuvo la evolución de la nena que la absorción del tóxico agudizara, si es que no la habla creado.
Cuando febrero llegó a mediados, perdidas ya mis esperanzas de la carta de Año Nuevo y calmado el dolor suplementario que vino con la decepción, se reanudó mi pena de antes de «las fiestas de primero de año». Y lo más doloroso de todo es que el artesano que trabajaba, inconsciente, voluntario, implacable y paciente, la pena esa era yo mismo. Y la única cosa que me interesaba, mis relaciones con Gilberta, la iba yo haciendo imposible creando poco a poco, por la separación prolongada de mi amiga, no su indiferencia, sino la mía, que venía a ser lo mismo. Encarnizábame sin cesar en un largo y cruel suicidio de esa parte de mi yo que amaba a Gilberta, y eso con clarividencia de lo que estaba haciendo en el presente y de lo que resultaría de ello en el porvenir; no sólo sabía que al cabo de algún tiempo ya no querría a Gilberta, sino también que ella habría de lamentarlo y que las tentativas que entonces hiciese para verme serían tan vanas como las de hoy; y serían vanas no por el mismo motivo que hoy, es decir, por quererla demasiado, sino porque ya estaría enamorado de otra mujer y me pasaría las horas deseándola, esperándola, sin atreverme a distraer la más mínima parcela de ellas para Gilberta, que ya no era nada. E indudablemente en ese preciso momento en que ya había perdido a Gilberta (puesto que estaba resuelto a no verla a no ser por una formal demanda de explicaciones y por una declaración de amor de su parte, que claro es no habrían de venir) y en que le tenía más cariño, sentía todo lo que para mí significaba esa mujer mucho mejor que el año antes, cuando por verla todas las tardes, siempre que yo quisiera, me imaginaba que nada amenazaba nuestra amistad; e indudablemente en ese preciso momento la idea de que algún día sentiría yo por otra lo mismo que ahora por Gilberta érame odiosa, porque me robaba, además de Gilberta, mi amor y mi pena. Ese amor y esa pena en que yo me sumergía para ver si averiguaba qué es lo que era Gilberta, sin caberme otro remedio que reconocer cómo ese amor y esa pena no eran pertenencia especial suya y cómo tarde o temprano irían a parar a otra mujer. De modo —por lo menos así discurría yo entonces— que siempre está uno separado de los demás seres; cuando se está enamorado tenemos conciencia de que nuestro amor no lleva el nombre del ser querido, de que podrá renacer en lo futuro, y acaso pudo haber nacido en el pasado, para otra mujer y no para aquella. Y en las épocas en que no se ama, si nos conformamos filosóficamente con lo contradictorio del amor es porque ese amor es cosa, para hablar de ella tranquilamente, pero que no se siente, y por lo tanto desconocida, puesto que el conocimiento en esta materia es intermitente y no sobrevive a la presencia efectiva del sentir. Mis penas me ayudaban a adivinar ese porvenir en que ya no tendría cariño a Gilberta, aunque no me lo representaba claramente en imaginación; y aún estaba a tiempo de avisar a Gilberta que ese futuro se iba formando poco a poco, que habría de llegar fatalmente, aunque no fuese en seguida, caso de no venir ella en mi ayuda para aniquilar en germen mi futura indiferencia. Muchas veces estuve al borde de escribir a Gilberta: «Mucho cuidado. Estoy decidido, y este paso que doy es un paso supremo. La veo a usted por última vez. Ya pronto no la querré». Pero ¿para qué? ¿Con qué derecho iba yo a reprochar a Gilberta una indiferencia que yo mismo manifestaba a todo el mundo menos a ella, sin considerarme culpable por eso? ¡Por última vez! A mí esto me parecía una cosa inmensa, porque quería a Gilberta. Pero a ella le haría la misma impresión que esas cartas que un amigo que va a expatriarse nos escribe pidiéndonos día y hora para despedirse de nosotros, y le negamos esa visita, como a esas mujeres desagradables que nos persiguen con su cariño, porque tenemos a la vista otros placeres. El tiempo libre de que disponemos cada día es elástico: las pasiones que sentimos lo dilatan, las que inspiramos lo acortan y el hábito lo llena.
Además, inútil sería hablar a Gilberta, porque no me entendería. Nos imaginamos, siempre que estamos hablando, que escuchamos con los oídos, con el alma. Pero mis palabras llegarían a Gilberta desviadas como si hubiesen tenido que atravesar antes la móvil cortina de una catarata, imposibles de reconocer, sonando a ridículo y sin significar nada. La verdad que depositamos en las palabras no se abre su camino directamente, no tiene irresistible evidencia. Es menester que transcurra el tiempo necesario para que pueda formarse en el interlocutor una verdad del mismo linaje. Y entonces el adversario político, que a pesar de razonamientos y pruebas consideraba como traidor al secuaz de la doctrina opuesta, llega a compartir las detestadas convicciones aquellas cuando ya no le interesan a aquel que antes intentaba inútilmente difundirlas. Y así, esa obra magistral que para los admiradores que la leían en alta voz mostraba claramente sus excelencias, mientras que sólo llegaba a los que estaban escuchando una imagen de mediocridad o insensatez, será proclamada por estos obra maestra demasiado tarde para que el autor se pueda enterar. Igual sucede con el amor: esas murallas que a pesar de tanto esfuerzo no pudo romper desde fuera el desesperado, caen de pronto, ya sin utilidad alguna, ellas solas; ellas que fueron antes tan infructuosamente atacadas, y cuando no nos preocupan, caen merced a un trabajo que vino por otro lado, que se cumplió en el interior de la mujer que no reos quería. Si hubiese ido yo a exponer a Gilberta mi indiferencia futura y el medio de precaverse contra ella, habría deducido de ese paso mío que mi amor y mi necesidad de verla eran aún mayores de lo que ella se imaginaba, con lo cual todavía se le haría más molesta mi presencia. Si bien es verdad que,, ese amor, con los incongruentes estados de ánimo que en mí provocaba, me servían de ayuda para poder prever mucho mejor que Gilberta que acabaría por morir. Y pude yo haber dado ese aviso a Gilberta, por carta o de viva voz, cuando ya, por haber transcurrido bastante tiempo, no me fuese tan indispensable verla, es verdad, pero ya en disposición de poder probarle que me podía pasar sin ella. Desgraciadamente, personas bien o mal intencionadas le hablaron de mí de tal manera que le hicieron suponer que lo hacían a ruego mío. Y cada vez que me enteraba de que Cottard, de que mi propia madre, hasta el señor de Norpois, habían inutilizado con sus torpes palabras todos mis recientes sacrificios, echando a perder los resultados de mi reserva, porque con ello parecía, sin ser verdad que yo había abandonado ya mi actitud reservada, me enfadaba por doble motivo. Primero, porque ya no podía dar por comenzada mi cruel y fructuosa abstención sino desde aquel día, porque esa gente, con sus palabras, la habían interrumpido y, por consiguiente, aniquilado. Y luego, porque ahora ya iba a tener menos gusto en ver a Gilberta, porque ella me creería no en actitud de digna resignación, sino entregado a maniobras tenebrosas para lograr una entrevista que ella no se dignó conceder. Maldecía esos vanos chismorreos de personas que muchas veces, sin intención de hacer favor ni daño, sin motivo, nada más que por hablar, quizá porque no pudo uno callarse delante de ellas y son luego tan indiscretas como nosotros lo fuimos, nos causan tal perjuicio en un momento dado. Claro que en esa funesta tarea de destruir nuestro amor distan mucho esos lenguaraces de tener un papel tan importante como esas personas que, por exceso de bondad en una y de maldad en otra, tienen por costumbre deshacerlo todo en el instante en que todo iba a arreglarse. Pero a esas personas no les guardamos rencor, como a los inoportunos Cottards, por la razón de que una de ellas, la última, es la mujer amada y la otra es uno mismo.
Sin embargo, como la señora de Swann, siempre que iba a verla, me invitaba a que fuese a merendar con su hija, diciéndome que diera la respuesta directamente a Gilberta, resultaba que le escribía con frecuencia; pero en ese epistolario no escogía yo las frases que a mi parecer hubiesen podido convencerla, sino que me limitaba a abrir el cauce más suave posible para el fluir de mis lágrimas. Porque tanto la pena como el deseo, lo que quieren no es analizarse, sino satisfacerse; cuando uno empieza a querer se pasa el tiempo en preparar las posibilidades de una cita para el día siguiente, pero no en averiguar en qué consiste el amor. Y cuando se renuncia a una persona no hacemos por distinguir bien nuestra pena, sino por expresarla del modo más tierno posible a aquella mujer que la motiva. Siempre se dice aquello que uno necesita decir, y que no entenderá el otro; el hablar es cosa destinada a sí mismo. Escribía yo: «Creí que no sería posible. Pero ¡ay!, veo que no es tan difícil». Y decía también: «Probablemente ya no la veré nunca»; y lo decía para guardarme de una frialdad que ella hubiese podido juzgar afectación, y esas palabras, cuando las escribía, me hacían llorar porque me daba cuenta de que expresaban no aquello de que quería yo persuadirme, sino lo que iba a ser realidad. Porque cuando me escribiera de nuevo para invitarme a ir a su casa tendría, como ahora, coraje bastante para no ceder, y así, de negativa en negativa, llegaría poco a poco el momento de no desear verla a fuerza de no haberla visto. Lloraba, pero tenía ánimo para aquella dulzura de sacrificar la dicha de estar a su lado por la posibilidad de serle agradable algún día…, algún día que ya no me importase agradarla. Por poco verosímil que fuese, la hipótesis de que en aquel momento de nuestra última entrevista Gilberta me quería y que, como ella sostuvo, lo que yo tomé por despego hacia una persona que nos molesta no era más que celosa susceptibilidad, fingida indiferencia semejante a la mía, me consolaba en mi resolución. Se me figuraba que años más tarde, cuando ya nos hubiésemos olvidado mutuamente, podría yo decirle, de un modo retrospectivo, que esa carta que ahora estaba escribiendo nada tenía de sincera, y que ella entonces me respondería: «¡Ah! ¿De modo que me quería usted? ¡Si usted hubiese sabido cómo esperaba yo la carta esa, en la esperanza de que aceptara mi cita, y lo que me hizo llorar!». Y cuando volvía yo de casa de su madre y me ponía a escribir a Gilberta, sólo el pensar que quizá estaba yo consumando precisamente ese error, sólo ese pensamiento, por lo triste que era y por el placer de imaginarme que Gilberta me quería, me impulsaba a continuar la carta.
Si yo al marcharme del salón de la señora de Swann, ya acabado su té, iba pensando en lo que escribiría a su hija, la esposa de Cottard, al salir de la casa, pensaba en cosas muy distintas. Hacía su «pequeña inspección» y no se le pasaba el felicitar a la señora de Swann por los muebles nuevos, por las «adquisiciones» recientes que en el salón veía. Aún podía recordar en aquella nueva casa algunos, aunque muy pocos; de los objetos que Odette tenía en su hotel de la calle La Pérousse, especialmente sus fetiches, los bichos tallados en materias preciosas.
Pero la señora de Swann aprendió de un amigo, al que tenía veneración, la palabra «chillón», que le abrió nuevos horizontes, porque dicho amigo designaba con ese calificativo precisamente todos los objetos que años antes Odette consideraba clic, y todas esas cosas fueron poco a poco siguiendo en su camino de retirada al enrejado dorado que servía de apoyo a los crisantemos, a tantas bomboneras de casa de Giroux y al papel de escribir con corona (por no decir nada de aquellas monedas de oro imitadas en cartón, diseminadas por encima de las chimeneas, y que sacrificó antes de conocer a Swann, por consejo de una persona de gusto). Por lo demás, en el estudiado desorden, en la mezcolanza de taller artístico de las habitaciones aquellas, cuyas paredes, pintadas aún de obscuro, las diferenciaban tanto de los salones blancos que poco más tarde tendría la señora de Swann, el Extremo Oriente iba retrocediendo visiblemente ante la invasión del siglo XVIII, y los almohadones que la señora de Swann colocaba y apretujaba a mi espalda para que estuviese yo más «confortable» estaban sembrados de ramilletes Luis XV y no de dragones chinos, como antes. Había una habitación donde solía recibir casi siempre, y de la que decía: «Sí, me gusta mucho, paso allí muchos ratos; yo no podría vivir en medio de cosas hostiles y académicas; en esa habitación es donde trabajo» (sin precisar qué género de trabajo era, si un cuadro o un libro, porque entonces comenzaba a entrar la afición de escribir a las mujeres que quieren hacer algo y no ser inútiles); estábase allí rodeada de porcelanas de Sajonia (porque le gustaba esta cerámica, cuyo nombre pronunciaba con acento inglés, hasta el extremo de decir, con cualquier motivo: «Es bonito, parecen flores de Sajonia»), y temía para esos objetos, aún más que antaño para sus cacharros y figurillas de China, la mano ignorante de los criados, a los cuales castigaba por los malos ratos que le hacían pasar, con arrebatos de cólera que Swann, amo cortés y cariñoso, presenciaba sin mostrarse extrañado. La clara visión de ciertas inferioridades en nada atenúa el cariño, sino que precisamente por ese cariño los juzgamos inferioridades encantadoras. Ahora ya no solía Odette recibir a sus íntimos con aquellas batas japonesas; prefería las sedas claras y espumantes de los trajes Watteau; y hacía como si acariciara sobre su pecho aquella florida espuma y como si se bañara en aquellas sedas, retozando y pavoneándose entre ellas con tal aspecto de bienestar, de frescura de piel, con respirar tan hondo, cual si les atribuyese un valor no decorativo, a modo de un marco, sino de necesidad, igual que el tub[29] y el footing[30], para satisfacer las exigencias de su fisonomía y los refinamientos de su higiene. Tenía costumbre de decir que mejor se pasaría sin pan que sin arte y sin limpieza, que le daría más pena ver arder la Gioconda que las foultitudes[31] de conocidos suyos. Semejantes teorías parecían paradójicas a sus amigas; pero, sin embargo, le valían entre ellas la reputación de mujer exquisita y le conquistaron una vez por semana la visita del ministro de Bélgica; de suerte que los individuos de aquel mundillo donde ella oficiaba de sol se habrían quedado muy sorprendidos al oír que en cualquier otra parte, por ejemplo, en casa de los Verdurin, pasaba por muy tonta. La señora de Swann, precisamente por esa viveza de espíritu, prefería el trato de los hombres. Pero cuando criticaba a las mujeres lo hacía con alma de cocotte, e iba señalando en ellas aquellos defectos que más podían perjudicarlas en la opinión de los hombres: no ser finas de cabos, el mal color, escribir sin ortografía, oler mal, tener vello en las piernas y gastar cejas postizas. En cambio, con aquellas que antaño fueron con ella indulgentes y amables se mostraba más cariñosa, sobre todo si estaban en momentos de desdicha. Las defendía habilidosamente, diciendo: «Eso es injusto; es una mujer muy buena, no le quepa a usted duda».
Pero no sólo hubiera sido difícil para la esposa del doctor y para los que antaño trataron a la señora de Crécy reconocer el mobiliario del salón de Odette, si hacía mucho tiempo que no lo veían, sino también a la misma persona de Odette. Ahora parecía que tenía muchos menos años que antes. Eso debía de consistir en parte en que, por haber engordado y tener mejor salud, mostrábase con exterior más tranquilo, fresco y reposado; y además, en que los peinados nuevos, que alisaban el pelo, daban más extensión a su rostro, animado por polvos de color de rosa, y los ojos y el perfil tan salientes antes, se habían como reabsorbido en el resto de la cara. Pero aún había otra razón de este cambio: que Odette, al llegar al promedio de las vida, por fin se descubrió o se inventó una fisonomía personal, un «carácter» inmutable, un determinado «género de belleza», y aplicó ese tipo fijo, como una inmortal juventud, a aquellos descosidos rasgos de su cara que habían estado tanto tiempo sujetos a los caprichos casuales e impotentes de la carne, que a la menor fatiga se cargaban en un momento de años, de pasajera senectud; aquellos rasgos que construían a Odette, bien o mal, según fuese su humor o su gesto, un rostro disperso, diario, informe y delicioso.
Swann tenía en su cuarto no las hermosas fotografías que ahora hacían a su esposa, en las que se reconocían siempre, cualesquiera que fuesen el traje o el sombrero, su rostro y su silueta de triunfo, gracias a la constante expresión enigmática y victoriosa, sino un pequeño daguerrotipo antiguo, anterior al tipo ese, muy sencillo y del que parecía que faltaban la juventud y la belleza de Odette porque ella aún no las había descubierto. Pero indudablemente Swann, ya por fidelidad, ya por haber retornado a una concepción distinta de la nueva, saboreaba en aquella joven esbelta de mirar pensativo y facciones cansadas, de actitud media entre la marcha y la inmovilidad, una gracia más botticellesca. En efecto, todavía le gustaba ver en su mujer un Botticelli. Odette, que, muy al contrario, hacía no por realzar, sino por esconder y compensar aquello que no le agradaba en su persona que quizá para un artista fuera su «carácter», pero que ella, como mujer, juzgaba defectuoso, no quería que le hablaran de ese pintor. Tenía Swann una maravillosa manteleta oriental azul y rosa, que compró porque era exactamente igual a la de la Virgen del Magnificat. Pero Odette no quería llevarla; y sólo una vez dejó que su marido le encargara un traje plagado de margaritas, de acianos, de campánulas y de miosotis, como él de la Primavera. A veces, por las noches, cuando ya Odette estaba cansada, hacíame observar Swann, muy en voz baja, que su mujer iba dando inconscientemente, a sus manos, pensativa, el movimiento fino y un poco atormentado de la Virgen que hunde su pluma en el tintero ofrecido por el ángel para escribir en el libro santo, donde ya está trazada la palabra Magnificat. Pero añadía: «Sobre todo no se lo diga usted basta con que se dé cuenta para que no lo haga».
Excepto en esos momentos de doblegarse involuntario, cuando Swann intentaba volver a encontrar la melancólica cadencia botticellesca, el cuerpo de Odette recortábase ahora en una sola silueta, rodeada toda ella por una línea que para seguir el contorno de la mujer abandonó los caminos accidentados, los ficticios entrantes y salientes, las ondulaciones y la falsa profusión de las modas de antaño, pero que sabía asimismo, allí donde era la anatomía la que se equivocaba con rodeos inútiles fuera del trazado ideal, rectificar con audaz rasgo los descarríos de la Naturaleza, supliendo en una gran parte del camino las debilidades de la carne y de la tela. Habían desaparecido las almohadillas, la «armadura» del terrible tontillo y aquellos cuerpos con aldetas sostenidas en ballenas que sobresalían por encima de la falda; todo aquel atavío que adicionó a la persona de Odette durante mucho tiempo un vientre postizo, prestándole apariencia de cosa compuesta por distintas y dispares piezas sin individualidad alguna que las enlazara.
Las líneas verticales de los flecos y las curvas de los rizados volantes cedieron el puesto a las inflexiones de un cuerpo que hacía palpitar la seda como la sirena hace palpitar las ondas, pero que infundía a la percalina una expresión humana ahora que ya se había liberado, como una forma organizada y viva, del largo caos y —del nebuloso cerco de las modas destronadas—. Pero la señora de Swann quiso y supo guardar vestigios de algunas de esas modas entre las nuevas que vinieron a substituirlas. Aquellas tardes en que yo, al ver que no podía trabajar, y seguro de que Gilberta estaba en el teatro con algunas amigas, me iba de repente a visitar a sus padres, solía encontrarme a la señora de Swann en elegante traje de casa: la falda, de hermoso tono sombrío, rojo obscuro o anaranjado, esos colores que parecían tener particular significación porque ya no estaban de moda, iba atravesada oblicuamente por una ancha tira con calados de encaje negro, que traía a la memoria los volantes de antaño. Aquella fría tarde de Swann iba entreabriendo más o menos, cuando el paseo la hacía entrar en calor, el cuello de su chaqueta, de modo que asomaba el dentado borde de la blusa como la entrevista solapa de un chaleco que no existía, igual que aquellos que llevaba años antes y que le gustaba que tuviesen los bordes picoteados; y la corbata escocesa —porque había seguido fiel a lo escocés, pero suavizando tanto los tonos (el rojo convertido en rosa y el azul en lila) que casi se confundían con aquellos tafetanes tornasolados, última novedad— la llevaba atada de tal manera por debajo de la barbilla, sin que se pudiera ver de dónde arrancaba, que en seguida se acordaba uno de aquellas cintas de sombreros ya desusadas. Por poco que supiese arreglárselas para «durar» así algún tiempo más, los jóvenes se dirían, al querer explicarse sus toilettes: «La señora de Swann es toda una época, ¿verdad?». Lo mismo que en un buen estilo que superpone formas distintas y que arraiga en una oculta tradición, en el modo de vestir de la señora de Swann esos inciertos recuerdos de chalecos o de lazos, y a veces una tendencia, refrendada en seguida, al saute en barque[32], y hasta una ilusión vaga y lejana del suivzemoi, jeune homme[33], hacían palpitar bajo las formas concretas el parecido vago a otras formas más antiguas que no podía decirse que estuvieran realmente realizadas por la modista o la sombrerera, pero que se apoderaban de la memoria y rodeaban a la señora de Swann de una cierta nobleza, ya porque esos atavíos, por su misma inutilidad, pareciesen responder a finalidades superiores a lo utilitario, ya por el vestigio conservado de los años huidos o quizá por una especie de individualidad indumentaria característica de esta mujer, y que prestaba a sus más distintos vestidos un aire de familia. Veíase perfectamente que no se vestía tan sólo para comodidad o adorno de su cuerpo; iba envuelta en sus atavíos como en el aparato fino y espiritual de una civilización.
Gilberta solía invitar a merendar los mismos días que recibía su madre; pero cuando no era así, y por no estar Gilberta podía yo ir al choufleury de la señora de Swann, me la encontraba vestida con hermoso traje de tafetán, de faya, ele terciopelo, de crespón de China, de satén o de seda; pero no trajes sueltos como los que solía llevar en casa sino combinados como si fuesen de calle, de suerte que infundían a su casera ociosidad de aquella tarde un tono activo y alegre. E indudablemente la atrevida sencillez de corte de aquellos trajes casaba muy bien con su estatura y sus ademanes, que parecían cambiar de color de un día para otro, según fuese el color de las mangas; dijérase como que en el terciopelo azul se pintaba la decisión, y un ánimo bien humorado en el blanco tafetán; y una cierta reserva suprema y llena de distinción en la manera de adelantar el brazo revestíase, para hacerse visible, de la apariencia del crespón de China, que brillaba con la sonrisa de los grandes sacrificios. Pero al mismo tiempo la complicación de adornos sin utilidad práctica y sin aparente razón de ser añadía a aquellos trajes tan despiertos un matiz desinteresado, pensativo, secreto, muy de acuerdo con la melancolía que seguía conservando la señora de Swann, por lo menos en las ojeras y en las manos. Además de la copia de dijecillos de buen agüero hechos en zafiro, de los tréboles de cuatro hojas en esmalte, de las medallas y medallones de oro y plata, de los amuletos de turquesa, de las cadenetas de rubíes y las bolitas de topacios en el mismo traje asomaban un dibujo de colores que aún proseguía en un canesú aplicado su existencia anterior, una fila de botoncitos de satén que no abrochaban nada y que no podían desabrocharse, una trencilla que quería agradar con la minucia y la discreción de una delicada remembranza; y todo ello, joyas y adorno, parecía como que revelaban —porque de otro modo no tenían justificación posible— alguna intención: la de ser una prenda de cariño, la de retener una confidencia, la de responder a alguna superstición, la de conservar el recuerdo de una enfermedad, de una promesa, de un amor o de un juego de sociedad. Muchas veces, en el terciopelo azul de un corpiño había un asomo de crevé[34] a lo Enrique II, a el traje de satén negro se ahuecaba ligeramente en las mangas o en los hombros, y entonces recordaba a los gigots[35] de 1830, o en la falda, y en ese caso traía a la memoria los faldellines o tontillos Luis XV; y con eso el traje tomaba cierto imperceptible aspecto de disfraz, e insinuando en la vida presente una reminiscencia apenas discernible del pasado infundía a la señora de Swann el encanto de una heroína de historia o de novela. Cuando yo se lo decía me contestaba ella: «Yo no juego al golf, como algunas amigas mías. Por consiguiente, sería imperdonable vestirme como ellas, con sweaters».
En medio del barullo del salón, la señora de Swann, aprovechando el momento en que volvía de acompañar hasta la puerta a alguna visita, o en que iba a ofrecer pasteles, al pasar junto a mí me llamaba aparte un segundo: «Estoy encargada por Gilberta de invitar a usted a almorzar pasado mañana. Como no tenía seguridad de verlo a usted, iba a escribirle por si no venía». Y yo seguía resistiendo. Y esa resistencia me costaba cada vez menos esfuerzo, porque por mucho cariño que se tenga al veneno que nos está haciendo daño, cuando por una necesidad se pasa algún tiempo sin ingerirlo no es posible dejar de apreciar el descanso, que antes era cosa desconocida, y la ausencia de dolores y emociones. Quizá no seamos enteramente sinceros al decirnos que no queremos ver nunca más a la mujer amada; pero no lo seríamos más si asegurásemos que deseamos verla. Porque, indudablemente, sólo se puede sobrellevar la ausencia prometiéndose que habrá de ser corta, pensando en el día de volverse a ver; pero también es cierto que nos darnos cuenta de que esas ilusiones diarias de una entrevista próxima y constantemente aplazada nos son menos dolorosas que lo que podría ser esa entrevista con los celos que acaso acarrearía; de suerte que la noticia de que vamos a ver de nuevo a la amada nos causaría una conmoción no muy agradable. Le, que va uno retrasando día por día no es el final de la intolerable ansiedad que acusa una separación, sino la temida vuelta de emociones ineficaces. ¡Cuán preferido es a esa entrevista el recuerdo dócil, que completa uno a su gusto con sueños donde se nos aparece esa mujer que en la realidad no nos quiere, y nos hace declaraciones de amor ahora que estamos solos! A ese recuerdo puede llegar a dársele toda la deseada dulzura amalgamándolo poco a poco con muchos de nuestros anhelos. Y se lo prefiere a aquella entrevista aplazada donde habríamos de vernos frente a un ser al que no se podrían ya dictar las palabras deseadas, conforme a nuestro gusto, sino que nos haría sufrir inesperados golpes y desdenes nuevos. Todos sabemos, cuando ya hemos dejado de amar, que ni el olvido ni siquiera el recuerdo vago hacer sufrir tanto como unos amores sin ventura. Y yo, sin confesármelo, prefería el descansado dulzor de ese anticipado olvido. Además, el sufrimiento que pueda causar ese régimen de despego psíquico y de aislamiento va amenguando progresivamente por una razón, y el que dicho régimen, por lo pronto, debilita la idea fija en qué consiste el amor, en espera de llegar a curarla por completo. Mi amor era aún lo bastante vigoroso para que yo siguiese con mi deseo de reconquistar mi pleno prestigio en el ánimo de Gilberta, prestigio que en mi concepto, y debido a mi voluntaria separación, debía de ir en progresivo aumento, de modo que cada uno de aquellos días tristes y tranquilos que pasaban sin ver a Gilberta, bien pegados unos a otros, sin interrupción, sin prescripción (a no ser que se entremetiera en mis asuntos algún impertinente), era día ganado y no perdido. Inútilmente ganado quizá, porque pronto podrían darme por curado. Hay fuerzas susceptibles de creer indefinidamente gracias a esa modalidad del hábito que es la; resignación. Aquellas fuerzas ínfimas que a mí me fueron dadas para soportar mi pena la noche siguiente a la riña con Gilberta llegaron más adelante a incalculable potencia. Pero ocurre que la tendencia a prolongarse de todo lo que existe se ve cortada a veces por impulsos bruscos, y a ellos cedemos, con muy pocos escrúpulos por habernos entregado, precisa mente porque sabemos cuántos días y meses hubiéramos podido seguir resistiendo. Y resulta muchas veces que vaciamos de una vez la bolsa de los ahorros cuando ya iba a estar llena, y que abandonamos el tratamiento sin esperar a ver sus resultados cuando ya estábamos hechos a seguirlo. Y un día que estaba diciéndome la señora de Swann sus acostumbradas frases sobre el gusto que tendría Gilberta en verme, poniéndome, por así decirlo al alcance de la mano aquella felicidad de que me privaba yo hacía tanto tiempo, me trastornó la idea de que aún no era posible saborear esa dicha; me costó trabajo esperar al siguiente día; me había decidido ir a sorprender a Gilberta antes de su hora de cenar. Lo que me ayudó a llevar con paciencia todo el espacio de un día fue un proyecto que forjé. Desde el momento en que todo estaba dado al olvido y yo reconciliado con Gilberta, quería verla como enamorado y nada más. Le mandaría a diario las flores más hermosas que hubiese. Y si la señora de Swann no me permitía, aunque no tenía derecho a mostrarse madre muy rigurosa, esos obsequios cotidianos, ya encontraría yo regalos menos frecuentes y más valiosos. Mis padres no me daban bastante dinero para poder comprar cosas caras. Pensé en un vaso de China antiguo, que me dejó la tía Leoncia; mamá presagiaba todos los días que Francisca iba a decirle: «Se ha despegado…», y que el cacharro dejaría de existir De modo que lo más prudente era venderlo, venderlo para poder obsequiara Gilberta como yo quisiera. Se me figuraba que por lo menos sacaría tres mil francos. Mandé que envolvieran el cacharro, que en realidad, y por fuerza del hábito, nunca había visto: de modo que el desprenderme de él tuvo por lo menos una ventaja, y fue el dármelo a conocer. Yo mismo me lo llevé antes de ir a casa de Gilberta, y di al cochero la dirección de los Swann, pero indicándole que fuese por los Campos Eliseos; allí estaba la tienda de un comerciante de objetos de China conocido de mi padre. Con gran sorpresa mía me ofreció inmediatamente por el cacharro diez mil francos, y no mil, como yo esperaba. Cogí los billetes transportado de gozo durante un año podría colmar a Gilberta de rosas y lilas. Salí de la tienda y entré en el coche; y como los Swann vivían junto al Bosque, el cochero, muy lógicamente, en vez de seguir el camino de costumbre bajó por la avenida de los Campos Elíseos. Habíamos pasado la esquina de la calle Du Berri, cuando me pareció reconocer, en la luz crepuscular, muy cerca de la casa de los Swann, pero alejándose en dirección opuesta, a Gilberta, que iba andando muy despacio, aunque con paso firme, junto a un joven que charlaba con ella y al que no puede ver la cara. Me levanté del asiento, quise mandar parar, pero vacilé. La pareja estaba ya un tanto lejos, y las dos líneas suaves y paralelas que trazaba su despacioso paseo se esfumaban en la elísea penumbra. En seguida me vi frente a casa de Gilberta. Me recibió la señora de Swann.
—¡Ay, cuánto lo va a sentir —me dijo—; no sé cómo no está en casa! Salió muy acalorada de una de sus clases, y me dijo que quería ir a tomar un poco de aire con una amiga.
—Me ha parecido verla por la avenida de los Campos Elíseos.
—No creo que fuera ella. Pero, de todos modos, no vaya usted a decírselo a su padre, porque no le gusta que salga a estas horas. Good evening.
Me despedí, dije al cochero que volviese por el mismo camino, pero no di con los paseantes. ¿Dónde habrían ido? ¿Qué iban diciéndose, en la sombra nocturna, con aquella apariencia confidencial?
Volví a casa desesperado, con aquellos diez mil francos destinados a hacer tantos pequeños obsequios a esa Gilberta que ahora ya me decidí a no ver nunca más.
Indudablemente, aquella parada en la tienda me dio alegría, pues que me inspiró la ilusión le que siempre que volviese a ver a mi amiga la encontraría contenta de mí y reconocida. Pero, en cambio, de no haber parado en la tienda, de no haber bajado por la avenida de los Campos Elíseos, no hubiese visto a Gilberta con aquel muchacho. Así, en un mismo hecho hay ramas contrarias, y la desgracia que engendra anula la felicidad que él mismo causó. Me había sucedido lo contrario de lo que suele ocurrir. Desea uno determinada alegría, y le falta el medio material de lograrla. («¡Triste cosa —ha dicho La Bruyére— enamorarse sin ser muy rico!»). Y no hay otro remedio que ir acabando poco a poco con el deseo de esa alegría. En mi caso, por el contrario, obtuve el medio material, pero en el mismo instante, ya que no por un efecto lógico, por lo menos por una consecuencia de ese primer éxito, se me escapó la alegría. Aunque parece que siempre debe escapársenos. Pero no suele ocurrir que se nos vaya la misma noche en que nos hicimos el medio de conquistarla. Por lo general, seguimos esforzándonos esperanzados, durante algún tiempo. Pero la felicidad es cosa irrealizable. Si llegamos a dominar las circunstancias, la Naturaleza transporta la lucha de fuera a dentro, y poco a poco va haciendo cambiar nuestro corazón hasta que desee otra cosa distinta de la que va a poseer. Si fue tan rápida la peripecia que nuestro corazón no tuvo tiempo de cambiar, no por eso pierde la Naturaleza la esperanza de vencernos, más a la larga, es verdad, pero por manera más sutil y eficaz. Entonces se nos escapa la posesión de la felicidad en el postrer momento; mejor dicho, a esa misma posesión le encarga la Naturaleza, con diabólica argucia, que destruya la felicidad. Porque viéndose fracasada en el campo de los hechos y de la vida, ahora la Naturaleza crea una imposibilidad final, la imposibilidad psicológica de la felicidad. El fenómeno de la dicha, o no se produce o da lugar a amarguísimas reacciones.
Tenía los diez mil francos en la mano. Pero para nada me servían. Y por cierto que me los gasté con mayor rapidez que si hubiese enviado todos los días flores a Gilberta, porque a la caída de la tarde me entraba tanta pena que no podía estarme en casa y me iba a llorar en los brazos de unas mujeres que no amaba. Porque ahora ya no deseaba hacer por agradar en algún modo a Gilberta; el volver a su casa sólo de sufrimiento me servía. Un día antes ver a Gilberta se me representaba cosa deliciosa; hoy ya no me bastaría con eso. Porque todas las horas que estuviese separado de ella las pasaría preocupado. Ese es el motivo de que cuando una mujer nos causa una pena nueva, muchas veces sin saberlo, aumentan a la par el dominio suyo sobre nosotros y nuestras exigencias para con ella. Con el daño que nos hizo la mujer nos cerca más estrechamente y agrava nuestras cadenas, pero agrava también esas cadenas suyas que hasta ayer nos parecía que la sujetaban con bastante fuerza para que pudiésemos vivir tranquilos. El día antes, si hubiese creído que no molestaba a Gilberta, habríame contentado con pedir unas cuantas entrevistas, entrevistas que ahora ya no me satisfarían y que era menester substituir por condiciones muy otras. Porque en amor, al revés que en los combates, cuanto más vencido se ve uno más duras condiciones se ponen y más se las agrava, siempre que se esté en situación de exigirlas. Pero a mí no me ocurría eso con Gilberta. Así, que a lo primero me pareció mejor no ir por la casa de su madre. Yo seguía diciéndome que Gilberta no me quería, que eso era cosa sabida hacía mucho tiempo; que de quererlo podría verla, y de no sentir ese deseo podría olvidarla con el tiempo. Pero tales idease al igual de una droga que no sirve para determinados padecimientos, carecía de todo poder eficaz contra aquellas dos líneas paralelas que se me aparecían de vez en vez: Gilberta y el joven hundiéndose a menudos pasos en la avenida de los Campos Elíseos. Era un dolor nuevo que también acabaría por gastarse, una imagen que llegaría a presentárseme al ánimo completamente depurada de todo lo que encerraba de nocivo, como esos venenos mortales que pueden manejarse sin ningún peligro o ese poco de dinamita donde se enciende el pitillo sin temor a explosión. Y entre tanto tenía yo en mí una fuerza que luchaba con todo su poder contra la otra potencia malsana que me representaba invariablemente el paseo crepuscular de Gilberta; mi imaginación laboraba útilmente, en sentido contrario, para romper los repetidos asaltos de mi memoria. La primera de las dichas fuerzas seguía mostrándome a los dos paseantes por la avenida de dos Campos Elíseos, y con esta y otras imágenes desagradables sacadas del pasado, por ejemplo, la de Gilberta encogiéndose de hombros cuando su madre le indicó que se quedara conmigo. Pero la segunda trabajaba en el cañamazo de mis esperanzas y en él dibujaba un porvenir de más placentera amplitud que aquel pobre pasado, en realidad tan angosto. Por un minuto de ver a Gilberta de mal humor había otros muchos en que fantaseaba yo sobre los pasos que daría Gilberta para lograr nuestra reconciliación y quién sabe si nuestro noviazgo. Cierto que esa fuerza que la imaginación proyectaba sobre el porvenir la sacaba toda del pasado. Y según fuera borrándose mi preocupación por aquel encogerse de hombros de Gilberta disminuiría igualmente el recuerdo de su seducción, recuerdo que era el que me inspiraba deseos de que tornase a mí. Pero aún me encontraba yo muy distante de esa muerte del pasado. Y seguía amando a aquella mujer, aunque estaba creído de que la detestaba. Siempre que me veía con buena cara y bien peinado, hubiese querido tener delante a Gilberta. Por aquel tiempo me irritaba el deseo que expresaron muchas personas de que yo fuera de visita a sus casas, a lo cual me negaba. Recuerdo que hubo en casa un escándalo porque yo no quise acompañar a mi padre a un banquete oficial al que habían de asistir los Bontemps con su sobrina Albertina, que por entonces era una chiquilla. Ocurre que los diversos períodos de nuestra vida vienen así a cruzarse unos con otros. Por causa de una cosa que queremos hoy y que mañana nos será indiferente, nos negamos a ver otra cosa que ahora no nos dice nada, pero que habremos de querer más adelante, y quizá de haber consentido en verla hubiéramos llegado a quererla antes, abreviando así nuestros dolores actuales, bien es verdad que para substituirlos por otros. Los míos ya se iban modificando. Todo asombrado veía yo en lo hondo de mí mismo un sentimiento hoy y otro distinto mañana, inspirados casi todos por un temor o una esperanza relativos a Gilberta. A la Gilberta que llevaba yo dentro. Debí decirme que la otra, la de verdad, no se parecía en nada a esta, ignoraba todas las nostalgias que yo le atribuía y probablemente no pensaba en mí, no ya tanto como yo en ella, sino ni siquiera lo que yo la hacía pensar en mí cuando estaba solo en coloquio con mi ficticia Gilberta, queriendo averiguar cuáles serían sus intenciones respecto a mi persona, imaginándomela de este modo con la atención siempre vuelta a mí.
Durante estos períodos en que la pena, aún decayendo, persiste todavía, es menester distinguir entre el dolor que nos causa el constante pensar en la persona misma y el que reaniman determinados recuerdos, una frase mala que se dijo, un verbo empleado en una carta que tuvimos. A reserva de describir, cuando se trata de un amor ulterior, las diversas formas de la pena, diremos que de las dos enunciadas la primera es mucho menos dolorosa que la segunda. Y eso se debe a que nuestra noción de la persona, por vivir siempre en nosotros, está embellecida con la aureola que a pesar de todo le prestamos, y se reviste, ya que no de frecuentes dulzuras de la esperanza, por lo menos con la calma de una permanente tristeza. (Por cierto que es digno de notarse cómo la imagen de una persona por la que padecemos no entra por mucho en esas complicaciones que agravan la pena de un amor, prolongándole y estorbando su curación, al igual que en determinadas enfermedades la con la fiebre consecutiva y lo tardío de la convalecencia). Pero si bien la idea de la persona amada recibe el reflejo de una inteligencia generalmente optimista, no ocurre lo mismo con esos recuerdos particulares, con esas malas palabras, con esa carta hostil (aunque no recibí de Gilberta ninguna que lo fuere); diríase que la persona misma vive en esos segmentos tan chicos y con fuerza que no tiene, ni mucho menos, en la idea habitual que nos formamos de la persona entera. Y es que la carta no la contemplamos como la imagen del ser amado, en el seno de la melancólica calma de la nostalgia: la leemos, la devoramos entre la terrible angustia con que viene a sobrecogernos una inesperada desdicha. La formación de estas penas es muy distinta; vienen de fuera y llegan a nuestro corazón por camino de durísimo dolor. La imagen de nuestra amiga, aunque la creemos vieja y auténtica, ha sido retocada muchas veces por nosotros. Y el recuerdo cruel no es contemporáneo de esa imagen restaurada, sino que pertenece a otra edad; es uno de los pocos testigos de un pasado monstruoso. Pero como ese pasado sigue existiendo, excepto en nosotros, porque a nosotros nos plugo reemplazarlo por una maravillosa edad de oro, por un paraíso donde todo el mundo se ha reconciliado, los recuerdos y las cartas son un aviso de la realidad, y con el dolor que nos causan deben hacernos sentir cuánto nos alejaron de ella las locas esperanzas de nuestro diario esperar. Y no es que esa realidad nos cambie nunca, aunque así suceda alguna vez. Hay en nuestra vida muchas mujeres que nunca hicimos por volver a ver y que respondieron, muy naturalmente, a nuestro silencio, que no fue buscado, como otro silencio análogo. Pero como no las queremos, no contamos los años de separación, y cuando discurrimos sólo en la eficacia del aislamiento, desdeñamos ese ejemplo, que la invalidaría, como la desdeñan los que creen en los presentimientos en todos los casos en que no se confirmaron.
Pero a la larga el apartamiento puede ser eficaz. El deseo y la apetencia de vernos acaban por renacer en ese corazón que actualmente nos menosprecia. Ahora, que hace falta mucho tiempo. Y nuestras exigencias con respecto al tiempo son tan exorbitantes como las que reclama el corazón para mudar. En primer lugar, el tiempo es la cosa que cedemos con más trabajo, porque sufrimos mucho y estamos deseando que nuestro sufrir acabe. Luego, ese tiempo que necesita el otro corazón para cambiar le servirá al nuestro para cambiar también; de suerte que cuando nos sea accesible la finalidad que perseguíamos, ya no será tal finalidad para nosotros. Además, la idea de que será accesible, de que no hay ninguna felicidad que no podamos alcanzar cuando ya no sea tal felicidad, encierra una parte de verdad, pero tan sólo una parte. Nos coge la dicha ya en estado de indiferencia. Más cabalmente esa indiferencia es la que nos hace menos exigentes y nos inspira la creencia retrospectiva de que la felicidad nos hubiese hechizado en una época en que acaso nos habría parecido muy incompleta. No somos muy exigentes con cosas que no nos interesan ni sabemos juzgarlas bien. Una persona a la que no queremos se muestra amabilísima con nosotros, y esa amabilidad, que no hubiese bastado, ni mucho menos, para satisfacer a nuestro amor de antes, le parece exagerada a nuestra indiferencia de ahora. Oímos palabras cariñosas, proposiciones para vernos, y pensamos en el placer que antes nos habría cansado; pero no en las demás palabras y actos que con arreglo a nuestro deseo habrían debido venir inmediatamente detrás de aquellos, y que quizá por la avidez misma de nuestro anhelo no se hubieran producido. De modo que no es seguro que la felicidad tardía, la que llega cuando ya no se la puede disfrutar, cuando no queda amor, sea exactamente la misma felicidad que antaño, por no querer entregársenos, nos hizo sufrir tanto. Sólo hay una persona capaz de decidir esta cuestión: nuestro yo de entonces; pero ese ya no está presente, y sin duda bastaría con que tornara para que la felicidad, idéntica o no, se desvaneciese.
Y mientras que esperaba que se realizaran, ya fuera de sazón, esas ilusiones que ya no me ilusionarían, a fuerza de inventar, como en aquella época en que apenas conocía a Gilberta, frases y cartas donde me pedía perdón, confesando que nunca quiso a nadie sino a mí, y expresaba el deseo de casarse conmigo, resultó que una serie de gratas imágenes incesantemente concebidas fue ocupando en mi ánimo mayor espacio que la visión de Gilberta y el muchacho, que ya no tenía dónde nutrirse. Y quizá desde entonces hubiera vuelto a casa de la señora de Swann, a no ser por un sueño que tuve, en el cual se me representó que un amigo mío, para mi desconocido sin embargo, era muy falso en su proceder conmigo y se imaginaba que yo hacía lo mismo con él. Me despertó de pronto el dolor que me causó el sueño, y al ver que persistía, reflexioné sobre lo que había soñado, quise recordar cuál era el amigo que vi cuando dormido, y cuyo nombre, español, se me aparecía ya indiscernible. Haciendo a la vez de Faraón y de José, me puse a interpretar mi sueño. No ignoraba yo que en muchos sueños no se debe hacer caso de la apariencia de las personas, que pueden estar disfrazadas y haber cambiado de caras, como esos santos mutilados de las catedrales que recompusieron, ignorantes arqueólogos colocando en los hombros de uno la cabeza del otro y confundiendo atributos y nombres. Los que optan las personas en los sueños pueden inducirnos a error. Debe reconocerse el ser amado tan sólo por lo intenso del dolor que sentimos. Y el dolor mío me dijo que, aunque convertida duran te el sueño en muchacho, la persona cuya reciente falsía me apenaba era Gilberta. Recordé entonces que el último día que nos vimos, cuando su madre no la dejó que fuera a la lección de baile, Gilberta a lo hiciese de veras, ya de mentira, se negó a creer en la rectitud de mis intenciones, riéndose con una risita muy rara. Y por asociación de ideas, tras ese recuerdo me vino otro a la memoria. Mucho tiempo atrás Swann fue el que no quiso creer en mi sinceridad ni me consideró un buen amigo de Gilberta. Le escribí, pero inútilmente; Gilberta trajo la carta y me la devolvió con la misma inexplicable risita. Es decir, no me la devolvió en seguida; me acordaba de toda la escena ocurrida tras el bosquecillo de laureles. Cuando es uno desgraciado se vuelve muy moral. Y la antipatía presente de Gilberta se me representó como un castigo que me infligía la vida por mi proceder de aquella tarde. Cree uno evitar los castigos porque se evitan los peligros teniendo mucho cuidado con los coches al cruzar la calle. Pero hay castigos internos. El accidente llega siempre por el lado que menos esperábamos, de dentro, del corazón. Pensé con horror en las palabras de Gilberta: «Si quiere usted, podemos luchar otro poco». Y me la imaginaba en trance análogo, quizá en su misma casa, en el cuarto de la ropa, con el muchacho que la acompañaba por los Campos Elíseos. Así, que tan insensato era hacía algún tiempo al figurarme que estaba tranquilamente instalado en el dominio de la felicidad, como ahora, cuando ya había renunciado a ser feliz, al dar por seguro que me encontraba tranquilo y que seguiría así. Porque mientras que nuestro corazón siga encerrando de un modo permanente la imagen de otro ser, no es sólo nuestra felicidad la que está en peligro constante de destrucción; si la felicidad se desvanece, y después de sufrir tanto logramos adormecer nuestro sufrimiento, esa calma es tan precaria y engañosa como lo fue la felicidad. Mi tranquilidad retornó al cabo, porque todo lo que se entra en nuestro ánimo a favor de un sueño se disipa poco a poco; porque a nada cumple permanecer ni durar, ni siquiera al dolor. Además, los que padecen pena de amor son, como suele decirse de algunos enfermos, sus mejores médicos. Como no pueden hallar consuelo fuera del que provenga de la persona causa del dolor, dolor que es emanación de esa persona, en ella misma acaban por encontrar remedio. Ese mismo ser amado les descubre la medicina, porque a fuerza de ir dando vueltas al dolor dentro del ánimo, ese dolor les muestra un aspecto distinto de la persona perdida: o tan odioso que ya no se tienen ganas de verla, porque antes de llegar a gozar con su presencia sería menester mucho sufrimiento o tan dulce que se considera esa dulzura como un mérito de la amada, del cual se saca una razón de esperanza. Pero aunque se apaciguó aquella pena que de nuevo se despertara en mí, no quise volver por la casa de la señora de Swann más que muy de tarde en tarde. Primero, porque en las personas que quieren y no son correspondidas, el sentimiento de espera —aunque sea de espera no confesada— se transforma por sí mismo, y aunque en apariencia idéntico, acarrea a continuación de un primer estado otro exactamente contrario. El primero era consecuencia y reflejo de los incidentes dolorosos que nos trastornaron. La espera de lo que pueda ocurrir va trabada con el miedo, porque en ese momento deseamos, si la amada no da ningún paso, darlo nosotros y no sabemos cuál será el éxito de ese acto, que una vez realizado no deja ya lugar para otro más. Pero muy pronto, e inconscientemente, esa nuestra espera, que aún continúa, no está determinada ya, como vimos, por el recuerdo del doloroso pasado, sino por la esperanza de un porvenir imaginario. Y desde ese momento casi es agradable. Y como aquella primera duró un poco, ya nos acostumbramos a vivir en la expectativa. Persiste el dolor que sentimos en nuestras últimas conversaciones, pero ya muy amortiguado. No nos corre prisa renovar esa pena porque ahora no sabemos qué pedir. El poseer un poco más de la mujer amada no nos serviría sino para hacernos mucho más necesario lo que no poseemos, lo que a pesar de todo seguiría irreductible, ya que nuestros deseos nacen de nuestras satisfacciones.
Y por fin, hubo otra última razón, a más de la expuesta, para que dejara de visitar a la señora de Swann. Esta razón, más tardía, no era el haberme olvidado ya de Gilberta, sino mi deseo de olvidarla lo antes posible. Cierto que terminado ya mi gran dolor, aquellas visitas a la señora de Swann habrían vuelto a ser, como lo fueron al principio, precioso calmante y distracción. Pero justamente la eficacia del calmante constituía el inconveniente de la distracción, a saber: que el recuerdo de Gilberta estaba íntimamente unido a dichas visitas. Sólo me habría sido útil la distracción en el caso de haber puesto en pugna un sentimiento al que no contribuyera la presencia de Gilberta con pensamientos, intereses y pasiones en que Gilberta nada tuviese que ver. Esos estados de conciencia donde no penetra el ser amado ocupan un lugar en el ánimo todo lo pequeño que se quiera al principio, pero que es ya un espacio vedado para aquel amor que llenaba el alma entera. Hay que hacer por acrecer esos pensamientos y darles pábulo, mientras que va declinando el sentimiento, que no es ya más que un recuerdo, de manera que los nuevos elementos introducidos en el alma le disputen y le arranquen una parte cada vez mayor de sus dominios y acaben por conquistársela toda. Me daba yo cuenta de que esa era la única manera de matar un amor, y era lo bastante joven y animoso para intentar la empresa, para asumir el dolor más terrible de todos: el nacido de la certidumbre de que aunque nos cueste mucho tiempo nos saldremos con nuestro empeño. El motivo que alegaba yo ahora en mis cartas para negarme a ver a Gilberta era la alusión a una mala inteligencia misteriosa entre nosotros, completamente ficticia, claro; al principio supuse que Gilberta me pediría que se la explicara. Pero en realidad, nunca, ni siquiera en las más insignificantes relaciones de la vida, se da el caso de que solicite una aclaración la persona que sabe que esa frase obscura, mentirosa y recriminatoria que se le pone en una carta está escrita a propósito para que ella proteste; y se alegra mucho de ver por ese detalle que ella tiene y conserva —al no contestarla— la iniciativa de las operaciones. Y con mayor motivo ocurre eso en relaciones más íntimas, donde el amor se muestra tan elocuente y la indiferencia tan poco curiosa. Y como Gilberta no puso en duda aquella mala interpretación ni hizo por averiguar cuál era, se convirtió para mí en una cosa real, y a ella me refería en todas mis cartas. Esas posiciones tomadas en falso, esa afectación de frialdad tienen tal sortilegio, que nos hacen perseverar en nuestra actitud. A fuerza de escribir: «Nuestros corazones se han separado», con objeto de que Gilberta me contestara: «No, no es cierto, vamos a explicarnos», acabé por convencerme de que lo estaban. Como repetía constantemente: «La vida ha cambiado para nosotros, pero no podrá borrar el amor que nos tuvimos», deseando que Gilberta me dijera por fin: «No hay ningún cambio, ese amor es más fuerte que nunca», llegué a vivir con la idea de que la vida efectivamente había cambiado y de que conservaríamos el recuerdo de un amor ya inexistente: al igual de esas personas nerviosas que por haber fingido una enfermedad la padecen realmente ya para siempre. Ahora, cada vez que escribía a Gilberta referíame a ese cambio imaginario, cuya existencia, tácitamente reconocida por ella con el silencio que a este respecto guardaba en sus cartas, habría de subsistir entre nosotros. Gilberta dejó de atenerse a la preterición de esa idea. También ella adoptó mi modo de pensar; y como en los brindis oficiales, donde el jefe de Estado extranjero repite poco más o menos las mismas frases de que se sirvió el jefe de Estado que lo recibe, Gilberta, siempre que yo le escribía: «La vida pudo separarnos, pero persistirá el recuerdo de la época que nos tratamos», me respondía invariablemente: «La vida pudo separarnos, pero no nos hará olvidar las excelentes horas, recordadas siempre con cariño» (y nos hubiéramos visto en un aprieto para explicar por qué la «vida» nos había separado y cuál era el cambio ese). Yo no sufría ya mucho. Sin embargo, cierta vez dije a Gilberta en una carta que me había enterado de que se había muerto la viejecita que nos vendía barritas de caramelo en los Campos Elíseos; al acabar de escribir estas palabras: «Creo que esto le habrá a usted dado pena, a mí me ha removido muchísimos recuerdos», no pude por menos de romper a llorar viendo que hablaba en pretérito, y como si se tratara de un muerto casi olvidado ya, de ese amor que a pesar mío siempre consideré vivo; al menos, capaz de renacer. Nada más tierno que ese epistolario entre amigos que no querían verse. Las cartas de Gilberta mostraban la delicadeza de las que yo escribía a las personas que me eran indiferentes, y aparentemente me daban esas pruebas de afecto que tan gratas me eran por venir de ella.
Poco a poco me fue siendo menos doloroso el negarme a verla. Y como le tenía menos cariño, los recuerdos tristes carecían ahora de la fuerza necesaria para destruir con sus incesantes asaltos la formación del placer que yo sentía pensando en Florencia y en Venecia. En esos momentos lamentaba yo no haber entrado en la carrera diplomática, y aquella existencia sedentaria que me creé para no separarme de una muchacha ya casi olvidada y a la que no vería nunca. Edifica uno su vida para determinada persona, y cuando ya está todo dispuesto para recibirla, no viene, muere para nosotros, y tenemos que vivir prisioneros en la morada que labramos para ella. Venecia era, en opinión de mis padres, lugar muy distante y de muchas fiebres para mí; pero ya no era tan difícil instalarse cómodamente en Balbec. Ahora, que para eso sería menester irse de París, renunciar a aquellas visitas que aunque muy espaciadas ya, me daban ocasión algunas veces de oír hablar de su hija a la señora de Swann.
Pero ya empezaba yo a encontrar agrado en tal o cual placer don de Gilberta no figuraba para nada.
Cuando se acercaba la primavera, trayendo otra vez el frío, en la época de los Santos, de las heladas y de los aguaceros de Semana Santa, la señora de Swann, como se le figuraba que su casa estaba helada, solía recibirme envuelta en pieles; desaparecían, frioleros, hombros y manos bajo el blanco y brillante tapiz de otra esclavina y un inmenso manguito, ambos de armiño, que no se quitó al volver de la calle, y que parecían los últimos bloques de nieve inverniza, más persistentes que los demás, y que no lograron derretir ni el calor del fuego ni los asomos de la primavera. Y la verdad completa de esas semanas glaciales, pero ya de floración, érame sugerida en aquel salón, al que iba a dejar de ir muy pronto, por otras blancuras aún más embriagadoras por ejemplo, la de las flores llamadas «bolitas de nieve», que juntaban en lo alto de sus largos tallos desnudos, como los árboles lineales de los primitivos, sus globitos apretados unos a otros, blancos como ángeles de anunciación y envueltos en un olor a limonero. Porque la dueña de Tansonville sabía que a abril, aunque helado, no le faltan flores; que invierno, primavera y estío no están separados por barreras tan herméticas como cree el hombre de boulevard, el cual se imagina que mientras no lleguen los primeros calores en el mundo no hay otra cosa que casas agobiadas por la lluvia. La señora de Swann se contentaba con lo que le mandaba su jardinero de Combray, y no apelaba a su florista oficial para llenar las lagunas de aquella insuficiente evocación, con préstamos solicitados de la precocidad mediterránea; pero no tenía yo la pretensión de que lo hiciese, ni lo necesitaba.
Para sentir la nostalgia del campo bastábame que, juntamente con las nievecillas del manguito, las bolas de nieve (que quizá en el ánimo de la dueña de la casa no tenían más objeto que componer, por consejo de Bergotte, «sinfonía en blanco mayor» con el mobiliario y con su traje) me recordaran que el Encanto del Viernes Santo representa un milagro natural, al cual podríamos asistir todos los años de no ser tan insensatos; y que dichas flores, ayudadas por el perfume ácido y espirituoso de otras corolas que no sé cómo se llamaban, pero que me hicieron quedarme parado muchas veces en el curso de mis paseos de Combray, convirtiesen el salón de la señora de Swann en paraje tan virginal, tan cándidamente florido sin hoja alguna, tan repleto de olores auténticos como la veredita de Tansonville.
Pero aún esto era ya mucho recordar. Ese recuerdo podía dar pábulo al poco amor que me inspiraba aún Gilberta. De modo que aunque ya no me eran dolorosas aquellas visitas, las espacié más todavía e hice por ver lo menos posible a la señora de Swann. Lo más que me permití, ya que seguía sin moverme de París, fueron algunos paseos en su compañía. Ahora ya habían vuelto los días buenos, y con ellos el calor. Sabía yo que la señora de Swann, antes de almorzar, salía un rato e iba a pasearse por la avenida del Bosque, junto a la Estrella, muy cerca del sitio que entonces se llamaba el Club de los Desharrapados, porque allí se solían colocar los pobres mirones que no conocían a los ricos más que de nombre; yo tenía que hacer a esa hora los días de entre semana, pero logré que los domingos me dejaran mis padres almorzar bastante después que ellos, a la una y cuarto, para poder ir antes a dar una vuelta. Y durante aquel mes de mayo no falté ningún domingo, porque Gilberta se había ido a pasar unos días al campo con unas amigas. Llegaba al Arco de Triunfo a eso de las doce. Me ponía al acecho a la entrada de la Avenida, sin quitar ojo de la esquina de la calle por donde habría de aparecer la señora de Swann, que sólo tenía que andar unos cuantos metros desde su casa para llegar allí. A aquella hora muchos paseantes se retiraban ya a almorzar, de modo que quedaba poca gente, y en su mayor parte gente elegante. De repente se mostraba en la amarilla arena de la Avenida la señora de Swann, tardía, despaciosa y lozana, como flor hermosísima que no se abre hasta la hora de mediodía, desplegando una toilette siempre nueva y por lo general color malva; en seguida izaba y abría, sustentada en un largo pedúnculo, y en el momento de su más completa irradiación, el pabellón de seda de una amplia sombrilla del mismo tono que aquellos pétalos que se deshojaban en su falda. Rodeábala todo un séquito: Swann y cuatro o cinco caballeros de club que habían ido aquella mañana a verla a su casa o que la habían encontrado por el camino: la obediente aglomeración gris o negra de aquellos hombres ejecutaba los movimientos casi mecánicos de un marco inerte que encuadrara a Odette, de modo que aquella mujer, que tenía intensidad tan sólo en los ojos parecía como que miraba hacia adelante, allí entre todos esos hombres, como desde una ventana a la que se había acercado, y de ese modo surgía frágil, sin miedo, en la desnudez de sus suaves colores, cual aparición de un ser de distinta especie, de raza desconocida, y casi de bélica potencia, por lo cual compensaba ella sola lo numeroso de su escolta. Sonreía, Contenta por lo hermoso del día, por el sol, que aún no molestaba, con el aspecto de seguridad y de calma del creador que cumplió su obra y ya no se preocupa por nada más, convencida de que su toilette —aunque los vulgares transeúntes no lo apreciaran— era la más elegante de todas; la llevaba para placer suyo y de sus amigos, con naturalidad, sin atención exagerada, pero tampoco con total descuido; y no se oponía a que los lacitos de su blusa y de su falda flotaran levemente por delante de ella, como criaturas de cuya presencia se daba cuenta y a las que dejaba entregarse a sus juegos indulgentemente, y según su propio ritmo, con tal de que la siguieran en su marcha; hasta en la sombrilla color malva, que muchas veces traía cerrada al llegar, posaba, como en un ramito de violetas de Parma, aquella su mirada dichosa y tan suave, que cuando ya no se fijaba en sus amigos, sino en un objeto inanimado, aún parecía que estaba sonriendo. Así, reservaba la señora de Swann a su toilette ese adecuado terreno, ese intervalo de elegancia, cuya necesidad y espacio respetaban con cierta deferencia de profanos, confesión de su propia ignorancia, hasta los hombres que más familiarmente trataba Odette, y en el que reconocían a su amiga competencia y jurisdicción, como a un enfermo respecto a los cuidados especiales que su estado reclama o a una madre para con sus hijos. La señora de Swann evocaba aquella casa donde pasó una mañana tan dilatada y donde pronto entraría para almorzar, no sólo por la corte que la rodeaba, sin darse por enterada de la existencia de los transeúntes, y por la avanzada hora de su aparición, sino que la ociosa serenidad de su paseo, como el lento paseo por un jardín particular, indicaba lo próximo de aquella casa, y parecía como si la sombra íntima y fresca de sus habitaciones siguiera envolviéndola todavía. Pero por eso precisamente el ver a la señora de Swann me daba una sensación aún más plena de aire libre y de calor. A lo cual contribuía mi persuasión de que gracias a la liturgia y a los ritos en que tan versada estaba la señora de Swann existía entre su toilette y la estación del año y la hora del día un lazo necesario y único, de suerte que las florecillas de su rígido sombrero de paja y los lacitos de su traje se me antojaban aún más natural producto del mes de mayo que las flores de bosques y jardines; y para sentir la nueva inquietud de la primavera bastábame con alzar la vista hasta la estirada tela de su abierta sombrilla, que era un cielo cóncavo, clemente, móvil y azulado, un cielo más cercano que el otro. Porque esos ritos, aunque soberanos blasonaban, y lo mismo blasonaba la señora de Swann, de condescendiente obediencia a la mañana, a la primavera y al sol, que por cierto no se mostraban lo bastante lisonjeados de que una mujer tan elegante se hubiera acordado de ellos y escogido por su causa un traje más ligero y más claro (traje que al ensancharse en el cuello y en las mangas traía a la imaginación la idea de un suave mador en el cuello y las muñecas de Odette) y no agradecían como era debido todas aquellas atenciones, semejantes a la de una gran señora que se rebaja a ir al campo a ver a una familia ordinaria y conocida de todo el mundo y tiene la delicadeza de ponerse ese día especialmente un traje de campo. Yo la saludaba apenas llegaba; parábame ella y me decía, toda sonriente: Good morning! Andábamos un poco. Y me daba yo cuenta de que aquellos cánones a que se sujetaba Odette en su vestir los acataba por consideración consigo misma, como a divina doctrina de la que ella fuese gran sacerdotisa; porque si tenía calor y se desabrochaba la levita o se la quitaba, dándomela a mí para que se la llevara, descubría yo en la blusa mil detalles de ejecución que corrieron grave riesgo de ser ignorados, puesto que ella al salir de casa no pensaba en destaparse la blusa, semejantes a esas partes de orquesta que el compositor cuida con extremo celo aunque nunca hayan de llegar al oído del público; o bien me encontraba en las mangas de la chaqueta que llevaba al brazo con algún detalle exquisito, que admiraba yo largamente por gusto y por cumplido: una tira de delicioso tono de color, un raso malva, detalles ocultos por lo general a todas las miradas, pero trabajados con igual delicadeza que los elementos exteriores, cual esas esculturas góticas de una catedral disimuladas en la parte de dentro de una barandilla, a ochenta pies de altura, tan perfectas como los bajorrelieves del pórtico central, y que nadie viera hasta el día que un artista forastero las descubrió casualmente, por haber logrado que lo dejaran subir allá arriba para pasearse por las alturas, entre las dos torres, y ver el panorama de la ciudad.
Y a esa impresión que tenían las personas que no estaban en el secreto del footing diario de Odette, impresión de que se paseaba por la avenida del Bosque como por la vereda de un jardín suyo, contribuía el hecho de que aquella mujer; que desde el mes de mayo pasaba muelle y majestuosamente sentada, como una deidad, en la suave atmósfera de una victoria de ocho resortes, con el mejor tiro y las más elegantes libreas de París, iba ahora a pie y sin coche detrás.
Cuando la señora de Swann iba así, a pie, con moderado paso por causa del calor, parecía haber cedido a la satisfacción de tina curiosidad, entregándose a una elegante infracción de las reglas del protocolo, como esos soberanos que, sin consultar a nadie y acompañados por la admiración de un séquito un tanto escandalizado, que no se atreve a formular ninguna crítica salen de su palco durante una función de gala para visitar el foyer[36], confundiéndose por unos minutos con los demás espectadores. Así, el público se daba cuenta de que entre ellos y la señora de Swann se alzaban esas barreras creadas por una determinada especie de riqueza, y que al parecer son las más infranqueables de todas. Porque también la gente del barrio de Saint-Germain tiene sus barreras, pero no tan patentes para los ojos y la imaginación de los «desharrapados». Los cuales no sentirán al lado de una gran señora más sencilla, menos distante del pueblo, más fácil de confundir con una dama de la burguesía, ese sentimiento de desigualdad social, casi de indignidad, que experimentan cuando tienen delante a una señora de Swann. Indudablemente a esta clase de mujeres no las impresiona, como al público, el brillante aparato de que se rodean, ni siquiera se fijan en él, a fuerza de estar acostumbradas; y acaban por considerarlo naturalísimo y necesario y por juzgar a los demás seres con arreglo a su mayor o menor iniciación en estos hábitos de lujo; de suerte que (precisamente por ser la grandeza que ellas ostentan y que descubren en los demás completamente material, muy fácil de apreciar, muy larga de adquirir y difícil de compensar) si esas mujeres clasifican a un transeúnte en inferiorísimo rango, hácenlo del mismo modo que el transeúnte las puso a ellas en lugar muy encumbrado, es decir, inmediatamente, a primera vista y sin apelación posible. Quizá no exista ya, por lo menos con idéntico carácter y encanto, esa particularísima clase social en la que se codeaban entonces mujeres como lady Israels con otras de la aristocracia y con la señora de Swann, que más adelante habría de tratarlas a todas ellas; clase intermedia, inferior al barrio de Saint-Germain, puesto que lo cortejaba, pero superior a todo lo que no fuera barrio de Saint-Germain y que tenía por peculiar carácter el que, a pesar de estar más alta que la sociedad de los ricos, seguía siendo la riqueza, pero la riqueza dúctil, obediente a un designio, a un pensamiento artístico; el dinero maleable, poéticamente cincelado y que sabe sonreír. Además, que las mujeres que la constituían no pueden tener ya hoy la que era condición primordial de su imperio, puesto que casi todas perdieron con los años su belleza. Porque la señora de Swann iba encumbrada no sólo en su noble riqueza, sino en la gloriosa plenitud de su estío, maduro y sabroso, cuando al adelantarse, majestuosa, sonriente y benévola, por la avenida del Bosque veía, como Hipatias, rodar los mundos a sus pies. Había muchachos que pasaban mirándola ansiosamente, indecisos, dudando si sus vagas relaciones con ella (tanto más cuanto que apenas estaban presentados a Swann y temían que no los conociese ahora) eran motivo bastante para que se tomaran la libertad de saludarla. Y se decidían al saludo, temblorosos ante las consecuencias, preguntándose si su ademán de provocadora y sacrílega audacia atentado a la inviolable supremacía de una casta, no iba a desencadenar catástrofes o a atraerles un castigo divino. Pero el saludo no hacía sino determinar, como resorte de relojería, toda una serie de movimientos de salutación en aquellos muñecos que componían el séquito de Odette, empezando por Swann, que alzaba su chistera, forrada de cuero verde, con sonriente gracia, aprendida en el barrio de Saint-Germain, pero ya sin aquella indiferencia con que antaño la acompañaba. Había substituido la tal indiferencia (como si en cierto modo se hubiera dejado penetrar por los prejuicios de Odette) con un sentimiento mixto de fastidio, por tener que saludar a una persona bastante mal vestida, y de satisfacción, al ver cuánta gente conocía su esposa; y traducía este doble sentimiento diciendo a los elegantes amigos que lo acompañaban: «¡Otro más! ¡La verdad es que yo no sé dónde va Odette a buscar esos tipos!». Entre tanto, la señora de Swann, después de haber contestado con una inclinación de cabeza al alarmado transeúnte, que ya se había perdido de vista, pero que aún seguiría emocionado, se volvía hacia mí, diciéndome:
—¿De modo que se acabó? ¿No irá usted a ver a Gilberta ya nunca? Me alegro de ser yo una excepción y de que no me abandone usted a mí por completo. Siempre me agrada verlo, pero también me gustaba la buena influencia que tenía usted en el ánimo de mi hija. Y se me figura que ella también lo siente. Pero no quiero tiranizarlo, no vaya a ser que tampoco quiera usted tratarse conmigo.
Swann llamaba la atención a su esposa:
—Odette, Sagan, que te saluda.
En efecto, el príncipe, obligando a su caballo a dar la cara, en magnífica apoteosis, como en ejercicio de teatro o de circo, o en un cuadro antiguo, dedicaba a Odette un gran saludo teatral y como alegórico, amplificación de toda la caballerosa cortesía de un gran señor que se inclina respetuosamente delante de la Mujer, aunque sea personificada en una mujer con la que no puede tratarse su madre o su hermana. Y a cada momento saludaban a la señora de Swann, inconfundible en aquel fondo de líquida transparencia y de luminoso barniz de sombra que sobre ella derramaba su sombrilla, jinetes rezagados en aquella avanzada hora, que pasaban, como en el cinematógrafo, al galope por la Avenida, inundada en sol claro; señoritos de círculo, cuyos nombres, célebres para el público —Antonio de Castellane, Adalberto de Montmorency—, eran para Odette familiares nombres de amigos. Y como la duración media de la vida —la longevidad relativa— es mucho mayor en lo que se refiere a los recuerdos de sensaciones poéticas que en lo relativo a las penas del corazón, sucede que hace ya mucho tiempo se desvanecieron los sufrimientos que me hizo pasar Gilberta; pero, en cambio, los sobrevive el placer que siento cada vez que quiero leer en una especie de reloj de sol los minutos que median entre las doce y cuarto y la una en las mañanas de mayo y me veo hablando con la señora de Swann al amparo de su sombrilla, como bajo el reflejo de un cenador de glicinas.
* * *
Dos años después, cuando marché a Balbec con mi abuela, Gilberta me era ya casi por completo indiferente. Cuando me sentía yo dominado por el encanto de una cara nueva y esperanzado de conocer las catedrales góticas y los jardines y palacios de Italia con ayuda de otra muchacha distinta, se me ocurría pensar, melancólicamente, que nuestro amor, en cuanto amor por una determinada criatura, no debe de ser quizá cosa muy real, puesto que aunque lo enlacemos por ilusiones dolorosas o agradables durante algún tiempo a una mujer y vayamos hasta la creencia de que ella fue quien inspiró ese amor de un modo fatal, en cambio, cuando por voluntad o sin ella nos deshacemos de dichas asociaciones mentales, ese amor, cual si fuese espontáneo y salido únicamente de nosotros mismos, renace para entregarse a otra mujer. Sin embargo, en el momento de mi marcha a Balbec y en los primeros tiempos de mi estada allí la indiferencia mía era tan sólo intermitente. Como nuestra vida es muy poco cronológica y entrevera tantos anacronismos en el sucederse de los días, yo a menudo vivía en horas más viejas que las del ayer o el anteayer, en horas de mi antiguo amor por Gilberta. Y entonces me daba pena no verla, cual me ocurría en aquellos tiempos pasados. El yo que la quiso, substituido ahora casi enteramente por otro, volvía a surgir, y más bien al conjuro de una cosa fútil que de una importante. Por ejemplo, y digo esto para anticipar algo referente a mi temporada en Normandía, oí en Balbec a un desconocido que pasaba por el paseo del dique: «La familia del subsecretario del Ministerio de Correos…». En aquel momento (como yo aún no sabía que dicha familia estaba llamada a tener gran influencia en mi vida) esas palabras debían haberme sido indiferentes, pero me dolieron mucho; dolor que sintió un yo, borrado hacía mucho tiempo, al verse separado de Gilberta. Y es que hasta ese instante no había vuelto a acordarme de una conversación que Gilberta mantuvo con su padre delante de mí, y que versaba sobre la «familia del subsecretario del Ministerio de Correos». Porque los recuerdos de amor no son una excepción de las leyes generales de la memoria, leyes dominadas por las generales de la costumbre. Y como la costumbre lo debilita todo, precisamente lo que mejor nos recuerda a un ser es lo que teníamos olvidado (justamente porque era cosa insignificante y no le quitamos ninguna fuerza). Porque la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda de lluvia, en el olor a cerrado de un cuarto o en el perfume de una primera llamarada: allí dondequiera que encontremos esa parte de nosotros mismos de que no dispuso, que desdeñó nuestra inteligencia, esa postrera reserva del pasado, lo mejor, la que nos hace llorar una vez más cuando parecía agotado todo el llanto. ¿Fuera de nosotros? No, en nosotros, por mejor decir; pero oculta a nuestras propias miradas, sumida en un olvido más o menos hondo. Y gracias a ese olvido podemos de vez en cuando encontrarnos con el ser que fuimos y situarnos frente a las cosas lo mismo que él; sufrir de nuevo, porque ya no somos nosotros, sino él, y él arpaba eso que ahora nos es indiferente. En la plena luz de la memoria habitual las imágenes de lo pasado van palideciendo poco a poco, se borran, no dejan rastro, ya no las podremos encontrar. Es decir, no las podríamos encontrar si algunas palabras (como «subsecretario del Ministerio de Correos») no se hubieran quedado cuidadosamente encerradas en el olvido, lo mismo que se deposita en la Biblioteca Nacional el ejemplar de un libro que sin esa precaución no se hallaría nunca.
Pero ese dolor y ese rebrote de cariño a Gilberta fueron tan poco duraderos como los de los sueños, y eso debido a que en Balbec la vieja Costumbre no estaba presente para infundirles vida. Y si esos efectos de la Costumbre son aparentemente contradictorios, es porque está regida por leyes múltiples. En París se me fue haciendo Gilberta cada vez más indiferente gracias a la Costumbre. Y el cambio de costumbres, es decir, la cesación momentánea de la Costumbre, remató esa obra de la Costumbre cuando me fui a Balbec. Y es que el Hábito debilita, pero estabiliza: trae consigo la desagregación, pero la hace durar mucho. Hacía muchos años que mi estado de ánimo de hoy era un calco mejor o peor de mi estado de ánimo de ayer. Y en Balbec una cama nueva a la que me traían por las mañanas un desayuno distinto del de París ya no podía sustentar los pensamientos de que se nutría mi amor a Gilberta; se dan casos (raros, es verdad) en que, como el estado sedentario inmoviliza el curso de los días, el mejor medio de ganar tiempo es mudar de sitio. Mi viaje a Balbec fue como la primera salida de un convaleciente que sólo esperaba eso para darse cuenta de que ya está bueno.
Hoy ese viaje se haría en automóvil, creyendo que así es más agradable. Claro que hecho de esa manera sería, en cierto sentido, de mayor veracidad, puesto que se podrían observar más de cerca y con estrecha intimidad las diversas gradaciones con que cambia la superficie de la tierra. Pero, al fin y al cabo el placer específico de un viaje no estriba en poder apearse donde uno quiera ni en pararse cuando se está cansado, sino en hacer la diferencia que existe entre la partida y la llegada no todo lo insensible que nos sea dado, sino lo más profunda que podamos; en sentir esa distinción en toda su totalidad, intacta, tal y como existía en nuestro pensamiento cuando la imaginación nos llevaba del lugar habitado a la entraña del lugar deseado, de un salto milagroso, y milagroso no por franquear una gran distancia, sino porque unía dos individualidades distintas de la tierra llevándonos de un nombre a otro nombre; placer que esquematiza (mucho mejor que un paseo donde baja uno en el lugar que quiere y no hay llegada posible) esa operación misteriosa que se cumple en los parajes especiales llamados estaciones, las cuales, por así decirlo, no forman parte de la ciudad, sino que contienen toda la esencia de su personalidad, al igual que contienen su nombre en el cartel indicador.
Pero nuestra época tiene en todo la manía de no querer mostrar las cosas sino en el ambiente que las rodea en la realidad, y con ello suprime lo esencial, esto es, el acto de la inteligencia que las aisló de lo real. Se «presenta» un cuadro entre muebles, figurillas y cortinas de la misma época, en medio de un decorado insípido que domina la señora de cualquier palacio de hoy, gracias a las horas pasadas en bibliotecas y archivos, aunque fuera hasta ayer una ignorante; y en ese ambiente, la obra magistral que admiramos al mismo tiempo de estar cenando no nos inspira el mismo gozo embriagador que se le puede pedir en la sala de un museo, sala que simboliza mucho mejor, por su desnudez y su carencia de particularidades, los espacios interiores donde el artista se abstrajo para la creación.
Desgraciadamente, esos maravillosos lugares, las estaciones, de donde sale uno para un punto remoto, son también trágicos lugares; porque si en ellos se cumple el milagro por el cual las tierras que no existían más que en nuestro pensamiento serán las tierras donde vivamos, por esa misma razón es menester renunciar al salir de la sala de espera a vernos otra vez en la habitación familiar que nos cobijaba hacía un instante. Y hay que abandonar toda esperanza de volver a casa a acostarnos cuando se decide uno a penetrar en ese antro apestado, puerta de acceso al misterio, en uno de esos inmensos talleres de cristal, como la estación de Saint-Lazare, donde iba yo a buscar el tren de Balbec, y que desplegaba por encima de la despanzurrada ciudad uno de esos vastos cielos crudos y preñados de amontonadas amenazas dramáticas, como esos cielos, de modernidad casi parisiense, de Mantegna o del Veronés, cielo que no podía amparar sino algún acto terrible y solemne, como la marcha a Balbec o la erección de la Cruz.
Mi cuerpo no puso objeción alguna al tal viaje mientras que me contenté con mirar la iglesia persa de Balbec, rodeada de jirones de tempestad, desde mi cama de París. Pero empezaron cuando comprendió que lo del viaje también iba con él y que la noche de nuestra llegada a Balbec me llevarían a un «mi» cuarto que él no conocía. Aún fue más profunda su protesta cuando la víspera de nuestra salida me enteré de que mamá no nos acompañaría, porque mi padre, que tenía que quedarse en París, por asuntos del ministerio, hasta que emprendiera su viaje a España con el señor de Norpois, prefirió alquilar un hotelito cerca de París. Por lo demás, la contemplación de Balbec no se me antojaba menos codiciable por tener que comprarla a costa de un dolor: al contrario, ese dolor para mí representaba y garantizaba la realidad de la impresión que iba yo a buscar, impresión imposible de substituir con ningún espectáculo llamado equivalente, con ningún «panorama» que se pudiera ver sin que eso le impidiera a uno volver a acostarse a su cama. No era la primera vez que me daba yo cuenta de que los seres que aman no son los mismos seres que gozan. Yo creía tener un deseo tan fuerte de Balbec como el doctor que me asistía, el cual me dijo la mañana de mi marcha, todo extrañado de mi aspecto alicaído: «Le aseguro que si tuviera ocho días para irme a tomar el fresco a un puerto de mar no me haría rogar. Tendrá usted carreras de caballos, regatas, en fin, una cosa exquisita». Pero ya sabía yo aún antes de ir a ver a la Berma, que el objeto de mi amoroso deseo, fuera el que fuese, habría de hallarse siempre al cabo de una penosa persecución, y en la tal persecución tendría que sacrificar mi placer a ese bien supremo, en vez de encontrarlo en ese bien supremo.
Mi abuela, claro es que miraba nuestro viaje de muy distinto modo, y deseosa, como siempre, de dar a todos los obsequios que se me hacían un carácter artístico, quiso, con objeto de regalarme una, «prueba» semiantigua de nuestra ruta, que siguiéramos, la mitad en tren y la mitad en coche, el itinerario de madama de Sévigné cuando fue de París a «L’Orient», pasando par Chaulnes y por «Le Pon Audemer». Pero hubo de renunciar a ese proyecto por prohibición expresa de mi padre, el cual sabía que cuando mi abuela organizaba un viaje con vistas a sacar de él todo el provecho intelectual posible, podían pronosticarse trenes perdidos, equipajes extraviados, anginas e infracciones de reglamento. Pero la abuela tenía por lo menos el regocijo de pensar que allí en Balbec no corríamos el riesgo de vernos sorprendidos en el momento de salir para la playa por ninguna de esas personas que su amada Sevigné llamaba chienne de carossée, puesto que a nadie conocíamos en Balbec, ya que Legrandin no quiso ofrecernos una carta de presentación para su hermana (Esa abstención no la tomaron de la misma manera mis tías Celina y Victoria, que trataron cuando soltera a «Renata de Cambremer», como ellas la llamaron hasta aquí, para marcar su intimidad de antaño, y que aún conservaban muchos regalos suyos de esos que adornan una habitación o una conversación, pero sin correspondencia ya con la realidad presente; y mis tías creían vengarse de la afrenta que se nos hizo guardándose de pronunciar en casa de la señora de Legrandin madre el nombre de su hija, y al salir de la casa se congratulaban de su hazaña con frases como: «No he hecho alusión a lo que tú sabes», «Creo que se habrá dado cuenta»).
De modo que saldríamos de París sencillamente en el tren de la una y veintidós, ese tren que, por haberlo buscado tantas veces en la Guía de ferrocarriles, donde me inspiraba siempre la emoción y casi la venturosa ilusión del viaje, se me antojaba cosa conocida. Como la, determinación en nuestra fantasía de los rasga 7 de la felicidad consiste más bien en su identidad con los deseos que nos inspira que en lo preciso de los datos que sobre ella tengamos, a mí se me figuraba que esa dicha del viaje la conocía en todos sus detalles, y no dudaba de que iba a sentir en t vagón un especial placer cuando el día comenzara a refrescar, o al contemplar en las cercanías de determinada estación un efecto de luz; así, que ese tren, por despertar siempre en mi ánimo las imágenes de las mismas ciudades, envueltas en la luz de la tarde, por donde va corriendo, me parecía diferente de todos los demás trenes; y como ocurre esas veces que sin conocer a tina persona nos complacemos en imaginarnos que hemos conquistado su amistad y le atribuimos unas facciones de acabé yo por inventar una fisonomía particular e inmutable a ese tren, viajero artista y rubio que me habría de llevar por su camino y del que me despediría al pie de la catedral de Saint-Ló, antes de que se perdiera en dirección a Occidente.
Como mi abuela no podía decidirse a ir así, «tontamente», a Balbec, nos detendríamos en el camino en casa de una amiga suya, y ella se quedaría allí veinticuatro horas; pero yo me marcharía aquella misma tarde, para no dar molestias en aquella casa y además para poder dedicar el día siguiente a la visita de la iglesia de Balbec; porque nos habíamos enterado de que estaba bastante distante de Balbec-Plage, y quizá no me fuera posible ir allá una vez empezado mi tratamiento de baños. Y a mí me animaba un poco saber que el objeto admirable de mi viaje estaba colocado antes de esa dolorosa primera noche en que habría de entrar en una morada nueva y resignarme a vivir allí. Pero antes había que salir de la casa vieja: mi madre tenía decidido instalarse aquel mismo día en Saint-Cloud, y adoptó o fingió que adoptaba, todas las disposiciones necesarias para irse directamente a Saint-Cloud, después de dejarnos en la estación, sin tener que pasar por casa, porque tenía miedo de que yo, en vez de marcharme a Balbec, quisiera volverme con ella. Y con el pretexto de tener mucho que hacer en la casa nueva y de que le faltaba tiempo, aunque en realidad para evitarme lo penoso de esa despedida, decidió no quedarse con nosotros hasta el momento en que arrancara el tren: porque entonces aparece bruscamente, imposible de soportar, cuando ya es inevitable y concentrada toda en un instante inmenso de lucidez e impotencia suprema, esa separación que se disimulaba en las idas y venidas de los preparativos, que no comprometen a nada definitivo.
Por vez primera tuve la sensación de que mi madre podía vivir sin mí, consagrada a otra cosa, con otra vida distinta. Iba a estarse con mi padre, cuya existencia quizá consideraba mamá un poco complicada y entristecida por mi mal estado de salud y por mis nervios. Y aún me desesperaba más la separación porque pensaba yo que probablemente sería para mi madre el término de las sucesivas decepciones que yo le había ocasionado, y que ella supo callarse, decepciones que le hicieron comprender la imposibilidad de pasar el verano juntos; y quizá fuese también esa separación el primer ensayo de una existencia a la que empezaba ya a resignarse mi madre para lo por venir, según fueran llegando para papá y para ella los años de una vida en que yo había de verla mucho menos, vida en la que mamá sería para mí, cosa que ni aun en mis pesadillas se me había ocurrido, una persona un poco extraña, esa señora que entra sola en una casa donde yo no vivo y pregunta al portero si no ha habido carta mía.
Apenas si pude responder al mozo que quiso cogerme la maleta. Mi madre, para consolarme, iba ensayando los medios que le parecían más eficaces. Juzgaba que de nada serviría aparentar que no se daba cuenta de mi pena, y la tomaba cariñosamente en broma:
—¿Qué diría la iglesia de Balbec si supiera que te dispones a ir a verla con esa cara tan triste? ¿Eres tú el viajero extasiado que cuenta Ruskin? Y ya sabré yo si —has sabido estar a la altura che las circunstancias; porque aunque desde lejos, no me separaré de mi cachorro. Mañana tendrás carta de mamá.
—Hija mía —dijo mi abuela—, te veo como madama de Sevigné, con un mapa siempre delante y sin dejar de pensar en nosotros.
Luego mamá hacía por distraerme: me preguntaba qué es lo que iba a cenar aquella noche, admiraba a Francisca y la cumplimentaba por aquel sombrero y aquel abrigo, que no reconocía a pesar de que le inspiraron horror cuando antaño se los vio puestos y nuevecitos a mi tía mayor: el sombrero, dominado por un gran pájaro, y el abrigo, con horribles dibujos y con azabaches. Pero como el abrigo estaba muy usado, Francisca lo mandó volver, y ahora mostraba su revés de paño liso de muy bonito color. Y el pájaro, roto ya hacía mucho tiempo, había ido a parar a un rincón. Y así como muchas veces nos desconcierta el encontrar esos refinamientos a que aspiran los artistas más conscientes en una canción popular o en la fachada de una casita de campo que despliega encima de la puerta, en el sitio justo donde debe estar, una rosa blanca o color de azufre, lo mismo supo colocar Francisca, con gusto infalible e ingenuo, en aquel sombrero, delicioso ahora, el lacito de terciopelo y la cinta que nos hubiesen seducido en un retrato de Chardin o de Whistler.
Y remontándonos a un tiempo más antiguo, podría decirse que la modestia y la honradez, que a veces daban color de nobleza al rostro de nuestra vieja criada, habían conquistado también aquellas prendas, que, en su calidad de mujer reservada, pero sin bajeza, y que sabe «guardar su puesto y estar donde debe», se puso para el viaje con objeto de poder presentarse dignamente en nuestra compañía y no de llamar la atención; de modo que Francisca, con aquella tela cereza, ya pasada, de su abrigo, y el suave pelo de su corbata de piel, recordaba a alguna de esas imágenes de Aria de Bretaña que pintó un maestro primitivo en un libro de horas, y donde todo está tan en su lugar y el sentimiento del conjunto tan bien distribuido en las partes, que la rica y desusada rareza del traje tiene la misma expresión de gravedad piadosa que los ojos, los labios y las manos.
Tratándose de Francisca no podía hablarse de pensamiento.
No sabía nada, en ese sentido total en que no saber nada equivale a no comprender nada, excepto las pocas verdades que el corazón puede ganar directamente. Para ella no existía el mundo inmenso de las ideas. Pero ante la claridad de su mirar, ante los delicados trazos de nariz y labios, ante todos aquellos testimonios de que carecían personas cultas en cuyos rostros hubiesen significado distinción o noble desinterés de un alma escogida, sentíase uno desconcertado como cuando se ve ese mirar inteligente y bueno de un perro, que nos consta que nada sabe de los conceptos humanos; y era cosa de preguntarse si no hay entre nuestros humildes hermanos los campesinos seres que son como hombres superiores del mundo de las almas sencillas, o más bien seres que, condenados a vivir entre los simples, privados de luz, pero en el fondo más próximos parientes de las almas escogidas que la mayoría de las personas cultas, son como miembros dispersos, extraviados, faltos de razón, de la familia santa: padres, pero que no salieron de la infancia, de las más encumbrada inteligencias, y a los que no faltó para tener talento nada más que saber, como se nota en esa claridad de su mirada, tan inequívoca y que, sin embargo, a nada se aplica.
Mi madre, viendo que me costaba trabajo retener las lágrimas, me decía: «Régulo, en las grandes ocasiones solía… Además, no está bien hacer eso con su mamá. Vamos a citar a madama de Sevigné, como la abuela. Tendré que echar mano de todo el coraje que tú no tienes». Y acordándose de que nuestro afecto a los demás desvía los dolores egoístas, intentaba animarme diciendo que su viaje a Saint-Cloud sería muy cómodo, que estaba contenta del carruaje que la iba a llevar, que el cochero era muy fino y el coche muy bueno. Yo, al oír esos detalles hacía por sonreír e inclinaba la cabeza en son de aquiescencia y contento. Pero no servían más que para representarme aún con más realidad la separación; y con el corazón en tuviese separada de mí, miraba a mamá con su sombrero redondo de paja, comprado para el campo, y su traje ligero, que se puso para aquel viaje en coche con tanto calor, y que así vestida parecía otra persona, perteneciente ya a aquel hotelito «Villa Montretout», donde yo no había de verla.
Para evitar los ahogos que me causara el viaje, el médico me aconsejó que tomara en el momento de la salida urca buena cantidad de cerveza o coñac, con objeto deponerme en ese estado, que él llamaba de «euforia», en que el sistema nervioso es momentáneamente menos vulnerable. Aún no sabía qué hacer, si tomarlo o no; pero por lo menos deseaba que, en caso de decidirme, mi abuela reconociera que procedía con juicio y motivo. Y hablé de ello como si sólo dudara respecto al sitio en donde había de ingerir el alcohol, si en el vagón bar o en la fonda de la estación. Pero en el rostro de mi abuela se pintó la censura y el deseo de no hablar siquiera de eso: «¡Cómo! —exclamé yo decidiéndome de pronto a esa acción de ira beber, cuya ejecución se requería ahora para probar mi libertad, puesto que su mero anuncio verbal había arrancado una protesta—. ¡Cómo! ¡Sabes lo delicado que estay y lo que me ha dicho el médica, y me das ese consejo!».
Expliqué a la abuela mi malestar, y me dijo: «Anda entonces en seguida por cerveza o por licor, si es que te tiene que sentar bien», con tal gesto de desesperación y de bondad, que me eché en sus brazos y le di muchos besos. Y si ¡u!, a beber al bar del tren es porque me daba cuenta de que de no hacerlo me iba a dar un ahogo muy fuerte, y eso apenaría mucho más a mi abuela. Cuando en la primera estación volvía entrar en nuestro departamento, dije a la abuela que me alegraba mucho de ir a Balbec, que todo se arreglaría muy bien, que me acostumbraría a estar separado de mamá, que el tren era muy agradable y muy simpáticos el encargado del bar y los empleados; tanto, que me gustaría hacer el viaje a menudo para verlos. Sin embargo, parecía que todas estas buenas noticias no inspiraban a la abuela el mismo regocijo que a mí. Y contestó, mirando a otro lado:
«Prueba a ver si puedes dormir un poco», y apartó la vista hacia la ventanilla; habíamos bajado la cortina, pero no tapaba todo el cristal, de modo que el sol insinuaba en la brillante madera de la portezuela y en el paño de los asientos la misma claridad tibia y soñolienta que dormía la siesta allá fuera en los oquedales, claridad que era como un anuncio de la vida en el seno de la Naturaleza, mucho más persuasivo que los paisajes anunciadores colocados en lo alto del compartimiento, y cuyos nombres no podía yo leer porque los cuadros estaban muy arriba.
Cuando mi abuela se figuró que tenía yo los ojos cerrados vi que, de cuando en cuando, de detrás de su velillo con grandes pintas negras salía una mirada que se posaba en mí, que se retiraba, y que volvía de nuevo, como persona que se esfuerza en hacer un ejercicio penoso para ir acostumbrándose.
Entonces le hablé, pero parece que no le gustó mucho. Y, sin embargo, a mí me causaba un gran placer mi propia voz, así como los movimientos más insensibles y recónditos de mi cuerpo.
De manera que hacía por prolongarlo, dejaba a todas mis inflexiones de voz que se entretuvieran mucho rato en las palabras, y sentía que mis miradas se encontraban muy bien dondequiera que se posaran, y se estaban allá más tiempo del ordinario. «Vamos, descansa —dijo mi abuela—; si no puedes dormir, lee algo». Me dio un libro de madama de Sevigné, y yo lo abrí mientras que ella se absorbía en la lectura de las Memorias de Madame de Beaitsergent. Nunca viajaba sin un libro de cada una de estas autoras. Eran sus predilectas. Como en aquel momento no quería mover la cabeza y me gustaba muchísimo guardar la misma postura que había tomado, me quedé con el libro de madama de Sevigné en la mano, sin abrirlo y sin posar en él mi mirada, que no tenía delante más que la cortina azul de la ventanilla. La contemplación de la tal cortina me parecía cosa admirable, y ni siquiera me habría dignado responder al que hubiese querido arrancarme de mi tarea. Parecíame que el color azul de la cortina, y no quizá por lo hermoso, sino por lo vivo, borraba todos los colores que tuve delante de los ojos desde el día que nací hasta el reciente momento en que acabé de beber y la bebida empezó a surtir efecto, y junto a aquel azul todos los demás coloridos se me antojaban tan apagados, tan fríos como debe de serlo retrospectivamente la obscuridad en que vivieron para los ciegos de nacimiento operados tardíamente y que ven por fin los colores. Entró un viejo empleado a pedirnos los billetes. Me encantaron los plateados reflejos que daban los botones de su cazadora. Quise rogarle que se sentara junto a nosotros. Pero pasó a otro vagón, y yo me puse a pensar con nostalgia en la vida de los empleados del ferrocarril, que, como se pasaban la vida en el tren, sin duda no dejarían de ver ni un solo día a aquel viejo revisor. Por fin empezó a menguar aquel placer que yo sentía en mirar la cortina azul y en tener la boca abierta. Sentí más ganas de moverme, y me agité un poco; abrí el libro que me diera mi abuela, y ya pude poner atención en las páginas, que iba escogiendo acá y acullá. Conforme leía vi cómo aumentaba mi admiración por madama de Sevigné.
Es menester no dejarse engañar por particularidades de pura forma derivadas de la época y de la vida de sociedad de entonces, particularidades que mueven a mucha gente a creer que ya han hecho su poco de Sevigné con decir: «Mándeme usted mi criada», o «Ese conde me pareció que tenía no poco ingenio», o «La cosa más bonita de este mundo es poner el heno a secar». Ya la señora de Simiane se figuraba que se parecía a su abuela, madama de Sevigné, por escribir: «El señor de la Boulie marcha a pedir de boca y está en buena disposición para oír la noticia de su muerte», o «¡Cuánto me gusta su carta, querido marqués! ¿Cómo me arreglaré para no contestarla?», o «Me parece, caballero, que usted me debe una carta y que yo le debo cajitas de bergamota. Mando ocho, ya irán más…: la tierra nunca dio tanta bergamota. Indudablemente, lo hace para complacerlo a usted». Y en el mismo estilo escribe sus cartas sobre la sangría los limones, etc., y se le figura que son cartas de madama de Sevigné. Pero mi abuela había llegado a madama de Sevigné por dentro, por el amor que tenía a los suyos y a la Naturaleza, y me enseñó a apreciar sus bellezas, que son muy distintas de las mencionadas. Iban a impresionarme mucho, y con más motivo, porque madama de Sevigné es una artista de la misma familia que un pintor que había de encontrarme en Balbec y que tuvo gran influencia en mi modo de ver las cosas, Elstir. En Balbec me di cuenta de que la Sevigné nos presenta las cosas igual que el pintor, es decir, con arreglo al orcen ce nuestras percepciones y no explicándolas primero por su causa. Pero ya aquella tarde, en el vagón, al releer la carta donde se habla de la noche de luna («No pude resistir la tentación: me encasqueto papalinas y chismes que no eran necesarios y me voy al paseo, donde el aire es tan agradable como en mi alcoba; y me encuentro con mil simplezas, con frailes blancos y negros, con monjitas grises y blancas, con ropa blanca esparcida por aquí y por allá, con hombres amortajados, apoyados en el tronco de los árboles, etc.»), me sedujo eso que un poco más adelante hubiera yo llamado (porque pinta ella los paisajes lo mismo que el ruso los caracteres) el aspecto Dostoiewski de las Cartas de Madama de Sevigné.
Al finalizar la tarde dejé a mi abuela en casa de su amiga y estuve allí algunas horas; luego volví a tomar el tren yo solo, y la noche que siguió no se me hizo penosa, y fue porque no tenía que pasarla en la cárcel de una alcoba cuya misma somnolencia me tendría desvelado; me veía rodeado por la sedante actividad de todos los movimientos del tren, que me hacían compañía, que se brindaban a darme conversación si no me entraba sueño, meciéndome con sus ruidos, que yo acomodaba, como el sonar de las campanas de Combray, tan pronto a un ritmo como a otro (y según mi capricho, oía cuatro dobles corcheas iguales, y luego una doble corchea que se precipitaba furiosamente contra una semimínima); neutralizaban la fuerza centrífuga de mi insomnio ejerciendo sobre él presiones contrarias que me mantenían en equilibrio, y mi inmovilidad y mi sueño se sintieron sostenidos en esas presiones con la misma impresión de frescura que hubiese podido darme el descanso que debe causar la sensación de que no velan fuerzas enormes en el seno de la Naturaleza y de la vida, caso de haber podido encarnar por un momento en un pez que duerme en el mar paseado por las corrientes y las olas, o en un águila apoyada sólo en la tempestad. En los largos viajes en ferrocarril la salida del sol es una compañía, como lo son los huevos duros, los periódicos ilustrados, los naipes ¡y esos ríos donde hay unas barcas que hacen esfuerzo!, inútiles por avanzar. En el mismo instante en que pasaba yo revista a los pensamientos que me llenaban el ánimo durante los minutos precedentes, para darme cuenta de si había dormido o no (y cuando la misma incertidumbre que me inspiraba la pregunta estaba dándome la respuesta afirmativa), vi en el cuadro de cristal de la ventanilla, por encima de un bosquecillo negro, unas nubes festoneadas, cuyo suave plumón tenía un color rosa permanente, muerto, de ese que no cambiará, como el color rosa ya asimilado por las plumas de un ala o por el lienzo al pastel donde lo puso el capricho del pintor. Pero yo sentí que, por el contrario, aquel colorido no era inercia ni capricho sino necesidad y vida.
Pronto fueron amontonándose detrás de ellas reservas de luz. Cobró vida, el cielo se fue pintando de encarnado y yo pegué los ojos al cristal para verlo mejor, porque sabía que ese color tenía relación con la profunda Vida de la Naturaleza; pero la vía cambió de dirección, el tren dio vuelta, y en el marco de la ventana vino a substituir a aquel escenario matinal un poblado nocturno con los techos azulados de luna y con un lavadero lleno del ópalo nacarino de la noche, todo abrigado por un cielo tachonado de estrellas; y ya me desesperaba de haber perdido mi franja de cielo rosa, cuando volví a verla, roja ya, en la ventanilla de enfrente, de donde se escapó en un recodo de la vía; así, que pasé el tiempo en correr de una a otra ventanilla para juntar y recomponer los fragmentos intermitentes y opuestos de mi hermosa aurora escarlata y versátil; y llegar a poseerla en visión total y cuadro continuo.
El paisaje se fue volviendo accidentado y abrupto, y el tren se detuvo en una pequeña estación situada entre dos montañas. Sólo se veía en el fondo de la garganta que formaban los dos montes, y al borde del torrente, la casa del guarda, hundida en el agua, que corría casi al ras de las ventanas. Y si es posible que una determinada tierra produzca un ser en el que se pueda saborear el particular encanto de ese terruño, la criatura esa debía de ser, en mayor grado aún que la campesina cuya aparición tanto deseaba yo cuando vagaba solo por el lado de Méséglise, esta moza alta que vi salir de la casita y encaminarse hacia la estación con su cántaro de leche, por el sendero iluminado oblicuamente por el naciente sol. En el seno de aquel valle, entre aquellas alturas que le ocultaban el resto del mundo, la muchacha no debía de ver a otras personas que a las que iban en esos trenes que se paraban allí un momento. Anduvo a lo largo del convoy ofreciendo café con leche a los pocos viajeros despiertos. Su rostro, coloreado con los reflejos matinales, era más rosado que el cielo. Sentí al verla ese deseo de vivir que en nosotros renace cada vez que recobramos la conciencia de la dicha y de la belleza. Nos olvidamos continuamente de que dicha y belleza son individuales, y en lugar suyo nos colocamos en el ánimo un tipo convencional formado por una especie de término medio de los diferentes rostros que nos han gustado y de los placeres que saboreamos, con lo cual no poseemos otra cosa sino imágenes abstractas, lánguidas y sosas, porque les falta cabalmente ese carácter de cosa nueva, distinta de todo lo que tenemos visto, ese carácter peculiar de la dicha y de la belleza. Y juzgamos la vida con un criterio pesimista y que consideramos justo porque se nos figura que para juzgar tuvimos bien en cuenta la felicidad y la hermosura, cuando en verdad las omitimos, las reemplazamos por síntesis que no tenían ni un átomo de ventura ni de belleza. Lo mismo ocurre con ese hombre tan leído que bosteza de aburrimiento cuando le hablan de un nuevo libro muy bueno, porque se imagina algo como un compuesto de todos los libros buenos que leyó, mientras que un libro realmente bueno es particular, imposible de prever, y no consiste en la suma de todas las precedentes obras maestras, sino en algo que no se logra con haberse asimilado perfectamente esa suma, porque está precisamente fuera de ella. Y en cuanto conoce la obra nueva ese hombre, hastiado hace un instante, siente interés por la realidad que en el libro se pinta. Así, aquella hermosa moza, que nada tenía que ver con los modelos de belleza trazados por mi imaginación en momentos de soledad, me dio en seguida la apetencia de una felicidad determinada (única forma, siempre particular, en que podemos conocer el sabor de la felicidad), de una felicidad que habría de realizarse con vivir a su lado. Pero en esto también entraba, y por mucho, la cesación del Hábito. Favorecía a la vendedora de leche la circunstancia de que tenía delante mi ser completo, apto para gozar los más hondos goces. Por lo general, vivimos con nuestro ser reducido al mínimum, y la mayoría de nuestras facultades están adormecidas, porque descansan en la costumbre, que ya sabe lo que hay que hacer y no las necesita. Pero en aquella mañana del viaje la interrupción de la rutina de mi vivir, y los cambios de lugar y de hora hicieron su presencia indispensable. Mi costumbre, que era sedentaria y no madrugaba, no estaba allí, y todas mis facultades anímicas acudieron a substituirla, rivalizando en ardor, elevándose todas, como olas, al mismo desusado nivel, desde la más baja a la más, cable, desde el apetito y la circulación sanguínea a la, sensibilidad de la imaginación. Yo no sé si aquellos lugares acrecían su salvaje encanto haciéndome creer que la muchacha no era como las demás mujeres, pero ello es que la moza devolvía a los campos la seducción que ellos le prestaban. Y la vida me hubiera parecido deliciosa sólo con poder vivirla hora a hora con ella y acompañarla hasta el torrente, hasta la vaca, hasta el tren siempre a su lado, sintiendo que ella me conocía y que ocupaba yo un lugar de su pensamiento. Habríame iniciado en los encantos de la vida rústica y de las primeras horas del día. Le hice señas para que me trajera café con leche, (quería que se fijara en mí. Pero no me vio, y la llamé. Coronando su elevada estatura, mostraba su rostro tan áureo y rosado como si se la viese a través de una iluminada vidriera. Volvió sobre sus pasos; yo no podía separar la vista de su cara, cada vez más agrandada, como un sol que se pudiera mirar y que fuera aproximándose hasta llegar junto a uno, dejándose ver de cerca y cegando con oro y con rosa. Posó en mí su penetrante mirada; pero los mozos cerraron las portezuelas y el tren arrancó; vi cómo la muchacha salía de la estación y tomaba el sendero; ya había claridad completa me iba alejando de la aurora. No sé si mi exaltación la produjo aquella moza o si, al contrario, fue mi exaltado ánimo la causa principal del placer que sentí al verla; pero tan unidas estaban ambas cosas, que mi deseo de volverla a ver era ante todo el deseo moral de no dejar que esa excitación pereciese por completo y de no separarme para siempre del ser que tuvo parte en ella, aun sin saberlo. Y no era tan sólo porque aquel estado fuese agradable, sino que lo mismo que la mayor tensión de una cuerda o la vibración más rápida de un nervio producen una sonoridad o un color diferentes) ese estado daba otra tonalidad a lo que yo veía y me introducía como actor en un universo desconocido e infinitamente más interesante; esa muchacha que aún vislumbraba yo conforme el tren aceleraba su andar, era como parte de una vida distinta de la que yo conocía, separada de ella por una orla, y donde las sensaciones provocadas por las cosas no eran igual y, salir de allí me era morir.
Hubiese bastado, para sentirme por la menos en comunicación con esa vida, con habitar allí junto a la estación e ir todas las mañanas a pedir café con leche a la moza. Pero ¡ay!, que ella iba a estar siempre ausente de esta otra vida hacia la que me encaminaba yo cada vez con más velocidad, vida que me resignaba ahora a aceptar tan sólo porque estaba combinando planes para poder volver otro día a tomar el mismo tren y a pararme en la misma estación; ese proyecto tenía además la ventaja de ofrecer un alimento a esa disposición interesada, activa, práctica, madrugadora, maquinal, perezosa y centrífuga que tiene nuestro espíritu a desviarse del esfuerzo que es menester para profundizar en nosotros, de un modo general y desinteresado, una impresión agradable que tuvimos. Y como, por otra parte, queremos seguir pensando en ella, prefiere nuestro ánimo imaginarla en el futuro, preparar hábilmente las circunstancias más favorables a su renacer y con eso no nos enseña nada nuevo tocante a la esencia de esa impresión, pero nos ahorra el cansancio de volver a crearla en nosotros mismos y nos da esperanza de que otra vez la recibiremos de fuera.
Hay nombres de ciudades que sirven para designar, en abreviatura, su iglesia principal: Vecelay, Chartres, Bourges o Beauvais. Esta acepción parcial en que ha mentido tomamos el nombre de la urbe acaba cuando se trata de lugares aún desconocidos por esculpir el nombre entero; y desde ese instante, siempre que queremos introducir en el nombre la idea de la ciudad que aún no hemos visto, él le impone como un molde las mismas líneas, del mismo estilo, y la transforma en una especie de inmensa catedral. Y sin embargo, el nombre, casi de apariencia persa, de Balbec lo leí yo en una estación de ferrocarril, encima de la puerta de la fonda, escrito con letras blancas en el cartel azul. Crucé en seguida la estación y el boulevard[37] que en ella termina, y pregunté por la playa, para no ver más que la iglesia y el mar; pero parecía como si no me entendiesen. Balbec el viejo Balbec de tierra, aquel en donde yo estaba, no era ni playa ni puerto. Cierto que ese Cristo milagroso, cuyo descubrimiento relataba la vidriera de esa iglesia que tenía a tinos metros de distancia, lo habían encontrado los pescadores, según la leyenda, en el mar, cierto que la piedra para la nave y para las torres la habían sacado de acantilados que azotaban las olas. Pero el mar, que por todas estas cosas me había yo figurado que iba a morir al pie de la vidriera, estaba a más de cinco leguas de distancia, en Balbec Plage; y esa cúpula, ese campanario, que por aquellas mis lecturas, en que se lo calificaba a él también de rudo acantilado normando donde crecían las hierbas y revoloteaban los pájaros, me imaginaba yo que recibía en su base el salpicar de las alborotadas olas, erguíase en una plaza donde empalmaban dos líneas de tranvías, frente a un café que tenía una muestra con letras doradas que decían: «Billar», y se destacaba sobre un fondo de tejados sin sombra de mástil alguno. Y la iglesia se entró en mi atención juntamente con el café, con el transeúnte a quien pregunté por mi camino, con la estación donde tenía que volver, formando un conjunto con todo ello; así, que parecía un accidente, un producto de aquel atardecer, y la suave y henchida cúpula era, allí en el cielo, como un fruto cuya piel rosada, áurea y acuosa iba madurando por obra de la misma luz que bañaba las chimeneas de las casas. Pero en cuanto reconocí a los Apóstoles de piedra que ya había visto en vaciados del Museo del Trocadero, y que me esperaban, como para rendirme honores, a ambos lados de la Virgen, en el profundo hueco del pórtico, ya no quise pensar más que en la significación eterna de las esculturas. Con su rostro benévolo chato y cariñoso y un poco inclinado hacia adelante, parecían avanzar en son de bienvenida, cantando el Aleluya de un día hermoso. Pero veíase que su expresión era inmutable como la de un cadáver y sólo se modificaba dando una vuelta a su alrededor. Decíame yo: «Esta, esta es la iglesia de Balbec. Este sitio, que parece consciente de su gloria, es el único lugar de este mundo que posee la iglesia de Balbec. Hasta ahora le, que he visto no erais más que fotografías de esta iglesia, de estos Apóstoles de esa Virgen del pórtico, tan célebres, o vaciados Pero ahora veo la iglesia misma y las estatuas de verdad: son ellas, las únicas, y esto ya es ver mucho más».
Y también quizá algo menos. Igual que un joven que en trance de examen o de duelo se encuentra con que la bala que tiró o la pregunta que le hicieren eran muy poca cosa comparadas con las reservas de ciencia y de valor que posee y que hubiera deseado mostrar, así mi alma que había plantado la Virgen del pórtico fuera de las reproducciones que tuve a la vista, inaccesible a las vicisitudes que pudiesen alcanzar a las fotografías, intacta aunque destruyeran su imagen ideal, con valor universal, extrañábase ahora al ver la estatua que mil veces esculpiera en su imaginación reducida a su propia apariencia de piedra y a la misma distancia de mi mano que un cartel de elecciones pegado en la pared y la contera de mi bastón; allí sujeta a la plaza, inseparable del desembocar de la calle principal, sin poder huir de las miradas del café y del quiosco de los ómnibus compartiendo el rayo de sol poniente, y dentro de algunas horas la luz del farol, con las oficinas del Comptoir d’Escompte, envuelta, del mismo modo que esa sucursal de un establecimiento de crédito, en el olor de las cocinas del pastelero, y sometida a la tiranía de lo Particular, hasta tal punto, que si hubiera querido dibujar mi firma en la piedra, ella, la Virgen excelsa, revestida por mí hasta aquel instante de existencia general e intangible belleza, la Virgen de Balbec, la única (¡ay!, quería decir que no había otra), hubiese mostrado inevitablemente en su cuerpo, marchado por el mismo hollín que ensuciaba las casas vecinas, las huellas del yeso y las letras de mi nombre a todos los admiradores que allí iban a contemplarla; y a ella, a la obra de arte inmortal por tanto tiempo deseada, me la encontré metamorfoseada, al igual que la iglesia, en una viejecita de piedra cuya estatura se podía medir, y cuyas arrugas se podían contar. Pasaba el tiempo; era menester volverse a la estación a esperar a mi abuela y a Francisca, para continuar todos hacia Balbec Plage. Me acordé de lo que había leído sobre Balbec y de las palabras de Swann: «Es delicioso, tan bello como Siena». Y no quise echar la culpa de mi decepción más que a las contingencias, a la mala disposición de ánimo en que me hallaba a mi fatiga y a no saber mirar bien; e hice por consolarme con la idea de que aún me quedaban otras ciudades intactas; que quizá muy pronto me sería dado penetrar en el seno de una lluvia de perlas, en el fresco y goteante murmullo de Quimperlé, o cruzar por el reflejo verdinoso y rosado que empapa a Pont Aven; pero por lo que hace a Balbec, en cuanto entré allí ocurrió como si hubiese entreabierto un nombre que había que tener herméticamente cerrado y como si, aprovechándose del portillo por mí abierto, se hubiesen introducido en el interior de sus sílabas, irresistiblemente empujados por una presión externa y una fuerza neumática, un tranvía, un café, la gente que pasaba por la plaza, la sucursal del Banco, arrojando de aquel nombre todas las imágenes que hasta entonces contuviera; y ahora esas sílabas habían vuelto a cerrarse y ahora ya todas aquellas cosas quedaban dentro, sin poder salirse nunca, sirviendo de marco a la iglesia.
Encontré a mi abuela en el tren de aquella línea secundaria que había de llevarnos a Balbec Plage, pero a ella sola; quiso andar por delante a Francisca para que todo estuviera preparado para nuestra llegada, pero le dio mal las señas y Francisca tomó una dirección equivocada, y a estas horas debía de correr a toda velocidad hacia Nantes, y acaso se despertara en Burdeos. Apenas me senté en aquel compartimiento, todo lleno de fugitiva luz crepuscular y del persistente calor de la tarde (gracias a esa luz se me reveló en el rostro de la abuela lo mucho que la había cansado ese calor), cuando me preguntó: «¿Qué tal Balbec?»; y su sonrisa estaba tan iluminada por la esperanza de aquel placer que, en su opinión, debía yo de haber sentido, que no me atreví a confesarle de pronto mi decepción. Además, la impresión aquella que tanto había buscado mi alma me preocupaba y a cada vez menos, según se aproximaban los nuevos lugares a que habría de acostumbrarse mi cuerpo. Y al final de ese trayecto, que aún duraría más de una hora, hacía yo por imaginarme al director del hotel de Balbec, para el cual yo no existía aún, y hubiera deseado presentarme a ese personaje en compañía más prestigiosa que la de mi abuela, que de seguro le iba a pedir una rebaja. Se me aparecía con vagos perfiles, pero con altivo empaque. A cada momento nuestro tren se paraba en una de las estaciones que precedían a Balbec Plage, y hasta sus nombres (Incarville, Marcouville, Doville, Pont-á-Couleuvre, Arambouville, Saint-Mars-le-Vieux, Hermonville, Maineville) me parecían ahora cosa extraña, mientras que leídos en un libro no se me hubiese escapado que tenían alguna relación con lugares cercanos a Balbec. Pero puede ocurrir que para el oído de un músico dos motivos compuestos materialmente de varias notas comunes quizá no ofrezcan ninguna semejanza sí difieren por el color de la armonía y de la orquestación. Y así, esos nombres tan tristes, hechos de arena, de espacios ventilados y abiertos, de sal, nombres de los que se escapaba su último elemento, ville como se escapa el vole final cuando se juega a Pigeon-vole[38], en nada me recordaban esos otros nombres parecidos de Roussainville o Martinville; porque estos últimos los había oído pronunciar tan a menudo por mi tía mayor cuando estábamos en la «sala», sentados a la mesa, que llegaron a cobrar cierto sombrío encanto, en el que acaso se confundían sabores de confitura, olor a fuego de leña y a papa de Bergotte y el tono pizarroso de la casa de enfrente tanto, que hoy, cuando se remontan como una burbuja del fondo de mi memoria, aún conservan su virtud específica a través de las superpuestas capas de ambientes distintos que hubieron de franquear para llegar a la superficie.
Eran pueblecitos que desde el montículo arenoso en donde estaban enclavados dominaban el mar lejano, bien recogidos ya para pasar la noche al pie de unas colinas de crudo color verde y de rara forma, como el sofá de una habitación de hotel adonde acabamos de llegar; componíanse de unos cuantos hotelitos, con sus juegos de tenis, y a veces de un casino, cuya bandera restallaba a impulso del viento fresco, ansioso y vacío, y me mostraban por vez primera sus huéspedes habituales, pero sólo en su exterior apariencia: jugadores de tenis con gorras blancas; el jefe de estación, que vivía junto a sus rosales y sus tamariscos; una señora con sombrero canotier, que, describiendo el cotidiano trazado de fina vida que yo nunca conocería llamaba a su perro, que se había quedado atrás, y volvía a su chalet, donde ya estaba encendida la lámpara; y esas imágenes, tan extrañamente usuales y tan desdeñosamente familiares, heríanme en los sorprendidos ojos y en el nostálgico corazón. Pero aún sufrí más cuando nos apeamos en el hall del Gran Hotel de Balbec, frente a la escalera monumental imitando mármol, mientras que mi abuela, sin miedo a excitar la hostilidad y el desdén de las personas. Extrañas a cuyo lado íbamos a vivir, discutía las «condiciones» con el director, monigote rechoncho con el rostro y la voz llenos de cicatrices (en la cara, por la sucesiva extirpación de numerosos granos, y en el habla, por los diversos acentos que debía a su remota patria y su infancia cosmopolita), con su smoking de hombre de mundo y su mirar de psicólogo, que por lo general tomaba, a la llegada del ómnibus, a los grandes señores por miserables y a los tramposos por grandes señores. Olvidándose indudablemente de que a él no le pagaban ni siquiera quinientas pesetas de sueldo, despreciaba profundamente a las personas para quienes quinientas pesetas, o «veinticinco luises», como él decía, eran una cantidad respetable, y las consideraba como pertenecientes a una raza de parias indignos del Gran Hotel. Sin embargo, en aquel Palace había personas que pagaban poco y a pesar de ello gozaban la estima del director, pero siempre que este estuviera convencido de que si reparaban en gastos no era por pobreza, sino por avaricia. Porque, en efecto la avaricia en nada menoscaba el prestigio de un individuo, pues es un vicio, y como tal se da en todas las clases sociales. Y la posición social era la única cosa en que se fijaba el director, o, mejor dicho, los indicios de que se gozaba una posición muy elevada, como el no descubrirse al penetrar en el hall, llevar knickerbockers o abrigo entallado, o sacar un cigarro con sortija encarnada y dorada, de una petaca de tafilete liso, preeminencias todas estas de que yo carecía. Esmaltaba su conversación comercial con frases selectas, pero empleadas a tuertas. Mi abuela, sin darse por molesta porque el director la escuchaba sin quitarse el sombrero y silbando, le preguntaba, con entonación artificial: «¿Cuáles son los precios?… ¡Ah!, muy caros para mi presupuesto»; y yo mientras, sentado en un banco, la oía, y me refugiaba en lo más hondo de mí mismo, esforzándome por emigrar hacia pensamientos de eternidad, por no dejar nada mío, nada vivo en la superficie de mi cuerpo —insensibilizada como la de esos animales que por inhibición se hacen los muertos al verse heridos—, con objeto de no sufrir tanto en aquel lugar, donde mi absoluta falta de costumbre se me hacía aún más sensible al ver lo muy acostumbrados que a él debían de estar esa dama elegante a quien el director testimoniaba su respeto permitiéndose familiaridades con el perrito que la seguía, aquel pisaverde que entraba, con su plumita en el sombrero, preguntando si no había cartas, y todas aquellas personas para quienes el acto de subir los escalones de imitación a mármol significaba volver a su home Al mismo tiempo, unos señores que, aunque muy poco versados probablemente en el arte de «recibir», llevaban el título de «encargados de recepción» me lanzaban severamente la mirada de Minos, de Eaco y de Radamanto, mirada en la que se hundía mi alma desamparada como en desconocido abismo donde no tenía protección posible; más lejos, detrás de unos cristales, veíase a la gente sentada en un salón de lectura para cuya descripción me hubiera sido menester pedir a Dante, ya los colores con que pinta el Paraíso, ya los del Infierno, según pensara yo en la dicha de los elegidos que tenían derecho a entrar allí a leer con toda tranquilidad o en el terror que me causaría mi abuela si ella, tan despreocupada por este género de impresiones, me mandaba entrar en aquel salón.
Aun aumentó mi impresión de soledad al cabo de un momento. Como confesé a mi abuela que no me encontraba bien y que me parecía que tendríamos que volvernos a París, me dijo ella, sin protesta alguna, que iba a hacer unas compras, necesarias tanto en el caso de que nos quedáramos como en el contrario (compras que, según luego averigüé, eran todas para mí, porque Francisca se había llevado muchas cosas que me hacían falta); yo, para esperarla, salí a dar una vuelta por las calles; tan llenas de gente estaban, que reinaba en ellas la misma calurosa atmósfera de una habitación; aún estaban abiertas algunas tiendas, la peluquería y una pastelería, donde tomaban helados los parroquianos, delante de la estatua de Duguay-Trouin. Estatua que me causó tanto agrado como puede causar el verla en fotografía al pobre enfermo que hojea un periódico ilustrado en la sala de espera de un cirujano. Y al pensar que el director me había aconsejado aquel paseo por la ciudad a título de distracción, y que ese lugar de suplicio que a uno le parece toda nueva morada era para ciertas personas «lugar de delicias», como decía el prospecto del hotel, que quizá exagerara, pero que indudablemente expresaba halagadoramente la opinión de la clientela, me asombré de la diferencia que existía entre las demás personas y yo. Cierto que el prospecto invocaba para atraer la gente al Gran Hotel, no sólo la «exquisita cocina» y «la vista ideal de los jardines del Casino», sino también «las leyes de Su Majestad la Moda, que no pueden violarse impunemente sin pasar por un beocio, a lo cual no quiere exponerse ninguna persona bien educada». Mi deseo de ver a mi abuela era muy grande, porque tenía miedo de haberle causado una desilusión. Debía de estar descorazonada con la idea de que si yo no podía resistir el cansancio habría que desesperar de que me pudiese sentar bien ningún viaje. Resolví volver al hotel a esperarla; el director en persona dio a un timbre, y un personaje que para mí era desconocido, llamado lift[39] (y que estaba instalado en lo más alto del hotel, en un lugar correspondiente a la linterna de una iglesia normanda, como un fotógrafo en su estudio de cristales o un organista en su cámara), empezó a descender hacia mí con la agilidad de una ardilla casera, industriosa y domesticada. Y luego, trepando a lo largo de un pilar, me arrastró hacia la bóveda de la comercial nave del edificio. En todos los pisos veíanse al pasar escaleritas de comunicación que se desplegaban en abanicos de sombríos pasillos; tina camarera pasaba con una almohada en la mano. Y yo ponía en aquellas caras, indecisas con luz crepuscular, toda mi apasionada ilusión, como un antifaz, pero leía en sus miradas el horror de mi insignificancia. Para disipar en el curso de la interminable ascensión la mortal angustia que me causaba el atravesar en silencio el misterio de aquel claroscuro sin poesía, iluminado tan sólo por una fila de vidrieras correspondientes a los water-closet de los pisos, dirigí la palabra al joven organista, al autor de mi viaje y compañero de cautiverio, que seguía manejando los registros y tubos de su instrumento.
Me excusé por dejarle tan poco sitio, por la molestia que le daba, y le pregunté si no le incomodaba yo para el ejercicio de su arte; arte hacia el cual manifesté no sólo gran curiosidad, sino predilección, con objeto de lisonjear al virtuoso. Pero no me respondió, no sé si por la sorpresa que le causaron mis palabras, por la atención debida a su trabajo, por etiqueta, por sordera, por respeto al lugar en que estábamos, por miedo al peligro, por cortedad de inteligencia o por obediencia a la consigna del director.
Quizá no hay nada que dé mayor impresión de la realidad de las cosas exteriores que el modo como cambia de posición con respecto a nosotros una persona, por insignificante que sea, antes de haberla conocido y después. Era yo el mismo hombre que había tomado el tren para Balbec al caer de la tarde y seguía con la misma alma. Pero en esa alma, en aquel lugar que a las seis de la tarde contenía la expectación vaga y temerosa del momento de la llegada y la imposibilidad de imaginarme al director había ahora muchas cosas: los extirpados granos del rostro de aquel director cosmopolita (en realidad, naturalizado ciudadano de Mónaco, aunque era, como él decía, en su afán de usar expresiones distinguidas, sin darse cuenta de que eran defectuosas, de «originalidad» rumana), su ademán al pedir el lift, el propio ascensor, todo un friso de personajes de teatro guignol surgidos de aquella caja de Pandora llamada Gran Hotel, personajes innegables, inamovibles y esterilizantes, como todo lo que se ha movilizado ya. Pero, por lo menos, este cambio, en que yo no tuve intervención, me probaba que había ocurrido alguna cosa exterior a mí —por poco interés que tal cosa tuviera en sí misma y era yo como ese viajero que al comenzar su marcha tiene el sol delante y que luego, al verlo detrás de él, advierte que han pasado muchas horas—. Estaba muerto de cansancio, tenía fiebre, y de buena gana me habría acostado, pero era imposible. Por lo menos hubiera deseado echarme un rato en la cama; pero de nada habría de servirme, porque no tenía medio de hacer descansar a ese conjunto de sensaciones que en cada uno de nosotros forman nuestro cuerpo consciente o nuestro cuerpo material, y porque los objetos desconocidos que lo rodeaban, al obligarlo a mantener siempre avizores sus percepciones, en actitud de vigilante defensiva, habrían colocado mi mirar y mi oír, mis sentidos todos, en posición tan estrecha e incómoda (aun estirando las piernas) como la del cardenal La Balue en la jaula aquella donde no podía estar de pie ni sentado. Nuestra atención es la que pone los objetos en un cuarto; el hábito es el que los quita y nos hace sitio. Para mí no había sitio en mi habitación de Balbec (mía sólo de nombre); estaba llena de cosas que no me conocían, que me devolvieron la desconfiada mirada que les eché, y que, sin hacer caso alguno de mi existencia, denotaron que yo venía a estorbar la suya, tan rutinaria. El reloj —en casa yo no oía el reloj más que unos cuantos minutos en cada semana, tan sólo cuando salía de alguna profunda meditación— siguió sin interrumpirse un instante, diciendo en desconocido idioma frases que debían de ser muy poco amables para mí, porque los cortinones color de violeta lo escuchaban sin contestar nada, pero en actitud semejante ala de una persona que se encoge de hombros para indicar que le molesta la vista de un tercero. Aquellas cortinas prestaban a la habitación, tan alta, un carácter casi histórico, que la hacía muy adecuada a la escena del asesinato del duque de Guisa y luego a una visita de turistas guiados por un cicerone de la Agencia Cook, pero en ningún modo buena para que yo durmiera. Atormentábame la presencia de unos estantes con vitrinas que corrían a lo largo de las paredes; pero, sobre todo, había un gran espejo atravesado en medio de la habitación, cuya desaparición sería necesaria para que yo pudiese tener algún descanso. A cada momento alzaba la vista —que en mi cuarto de París no se sentía incomodada por los objetos exteriores, como no se sentía incomodada por mis propias pupilas, porque no eran aquellas cosas sino anejos de mis órganos, una ampliación de mi persona— hacia el techo sobrealzado de aquella torre de lo alto del hotel que escogiera mi abuela para habitación mía; y hasta regiones más íntimas que las de la vista y del oído, hasta esa región en que percibimos la calidad de los olores, casi en el interior de mí mismo, hasta mis últimas trincheras, lanzaba sus ataques el olor a petiveria, y yo les oponía, no sin cansarme, la respuesta inútil e incesante del alarmado resoplar. Y como no tenía alrededor ningún universo ni habitación alguna, como no tenía sino un cuerpo amenazado por los enemigos que me cercaban, invadido hasta los huesos por la fiebre, me sentí solo, tuve deseos de morir. Y entonces entró mi abuela, e infinitos espacios se abrieron para que pudiera expansionarse mi derrotado corazón.
Llevaba una bata de percal que solía ponerse en casa siempre que había algún enfermo (porque así estaba más a gusto, decía ella, atribuyendo siempre sus acciones a móviles egoístas), y que se vestía para asistirlos y velarlos; su delantal de criada y de enfermera, su hábito de Hermana de la Caridad. Pero así como las atenciones de las monjas, su bondad, su mérito y la gratitud que nos inspiran aumentan más y ellas somos otro ser, la impresión más la impresión de que para de sentirnos solos y la necesidad de guardarnos el peso de nuestros pensamientos y del deseo de vivir, sabía yo que cuando estaba con mi abuela, por muy gran pena que tuviera, aún se le abría una compasión mayor en su pecho; que todo lo mío, mis preocupaciones, mis anhelos, iría a apuntalarse en mi abuela, en su deseo de conservación y enriquecimiento de mi propia vida, aún más fuerte que el mío, y en ella se prolongaban mis pensamientos sin sufrir desviación alguna, porque al pasar de mi alma a la suya no cambiaban de medio ni de persona. Y —como el que quiere hacerse el nudo de la corbata delante de un espejo, sin darse cuenta de que la tira que tiene en la mano no está en el mismo lado que parece, o como el perro que persigue por el suelo la danzarina sombra de un insecto— yo, engañado por la apariencia del cuerpo, como ocurre en este mundo, donde no vemos directamente las almas, me eché en brazos de mi abuela y pegué mis labios a su cara, como si de esa manera tuviese acceso al corazón inmenso que ella me ofrecía. Y cuando unía mi boca a sus mejillas y a su frente sacaba de allí tan bienhechora y nutritiva sensación, que me quedaba serió e inmóvil, con la tranquila avidez del niño que mama.
Luego estuve mirando sin cansarme su hermoso rostro con perfiles de nube ardiente y sosegada, tras el cual se sentían los rayos de la ternura. Y todo lo que recibía alguna sensación proveniente de ella, por débil que fuese, todo lo que se le podía decir, espiritualizábase inmediatamente, se santificaba tanto, que mis manos alisaban su hermoso pelo, que apenas si empezaba a blanquear, con el mismo cariño, precaución y respeto que si estuviera acariciando su bondad. Tenía tanto gusto en tomarse cualquier trabajo por ahorrármelo a mí, le parecía tan delicioso todo momento de calma e inmovilidad para mis cansados miembros, que ante el ademán que yo hice al ver que quería ayudarme a desnudarme y a descalzarme, para impedírselo y para empezar yo solo, me paró las manos que ya tocaban los primeros botones de mi chaqueta y mis botas, con una mirada de súplica.
—Déjame, haz el favor —me dijo—. ¡Si vieras qué alegría tan grande es para mí! Y, sobre todo, no dejes de dar un golpecito en la pared si necesitas algo esta noche: mi cama está pegada a la tuya, y el tabique es muy delgado. Cuando te acuestes prueba a llamar para ver si nos entendernos bien.
Y, en efecto, aquella noche di tres golpes, cosa que seguí haciendo la semana posterior, cuando estuve malo, todas las mañanas, porque mi abuela quería darme ella la leche muy temprano. Y entonces, cuando me parecía oír que ya se había despertado —para que no tuviera que esperar y pudiese dormirse otra vez en cuanto me diera la leche—, arriesgaba yo tres tímidos golpes, débiles, pero distintos, sin embargo, pues si bien temía interrumpir su sueño en caso de haberme equivocado y de que no estuviera despierta, tampoco quería que por no oírlos tuviese que acechar en espera de mi llamada, que yo ya no me atrevía a repetir. Apenas daba yo mis tres golpes, oía otros tres de entonación distinta, denotando tranquila autoridad, y que se repetían por dos veces para mayor claridad, y que decían: «No te muevas, ya te he oído, dentro de un momento estaré ahí»; y en seguida entraba mi abuela. Decíale yo que tenía miedo de que no me oyera bien o de que confundiera mis golpes con el llamar de alguna habitación vecina; ella se echaba a reír:
—¡Confundir los golpes de mi pobre chichito con otros! ¡Su abuela los distinguiría entre mil! ¿Te crees tú que existen otros en el mundo tan bobos, tan febriles, tan indecisos entre el temor a despertarme y el miedo a que no te oiga? Conocería la abuela a su ratita aunque no hiciera más que arañar la pared, porque no hay más que una ratita, y la pobre muy desgraciada. Y hace un rato que la oía yo dar vueltas en la cama, dudando y sin saber qué hacer.
Entreabría las persianas; el sol estaba ya instalado en el tejado de la parte del hotel que formaba saliente, como un trastejador que madruga y empieza muy pronto su trabajo, hecho en silencio para no despertar a la ciudad que aún duerme, y que por su inmovilidad hace resaltar todavía más la agilidad del obrero. Me decía qué hora era, qué tiempo iba a hacer, que no me molestara en ir hasta la ventana porque el mar estaba muy brumoso, si ya habían abierto la panadería y cuál era el coche ese cuyo rodar se oía; insignificante prólogo, pobre introito del día, que nadie presencia; menudo sector de vida que era para nosotros dos solos y que luego había yo de evocar durante el día delante de Francisca o de personas extrañas, hablando de la espesísima niebla de las seis de la mañana no con la ostentación del que ha visto una cosa por sus propios ojos, sino con la del que ha recibido una prueba de cariño; suave momento matinal que comenzaba como una sinfonía por el diálogo rítmico de mis tres golpecitos, a los que respondía el tabique, tabique todo penetrado de cariño y alegría, armonioso, inmaterial, cantarino como los ángeles, con otros tres golpes, esperados con ansia, repetidos por dos veces, en los que sabía traducir la pared el alma entera de mí abuela y la promesa de que iba a venir, con gozo de anunciación y musical fidelidad. Pero la primera noche, cuando mi abuela me dejó solo, empecé de nuevo a padecer como en París cuando salí de casa. Quizá ese espanto que sentía yo —y sienten mucha s otras personas— de dormir en una alcoba desconocida no sea sino la forma humildísima, obscura, orgánica, casi inconsciente, de esa rotunda negativa opuesta por las cosas que constituyen lo mejor de nuestra vida presente a la posibilidad de que revistamos mentalmente con nuestra aceptación la fórmula de un porvenir donde ya no figuran ellas; negativa que era también la base de aquel horror que tantas veces me inspiró la idea de que mis padres habrían de morirse algún día, de que las necesidades de la vida me obligarían a vivir lejos de Gilberta, o de tener que instalarme definitivamente en un país donde no me sería dable ver a mis amigos; negativa que era igualmente motivo de que me costase tanto trabajo pensar en mi propia muerte o en una supervivencia, como la que Bergotte prometía a los hombres en sus libros, en la que no me fuera posible llevarme conmigo mis recuerdos, mis defectos y mi carácter, los cuales no se resignaban a la idea de no ser y no aceptaban para mí ni la nada ni una eternidad donde ellos no existiesen.
En París, un día que me encontraba yo muy mal, Swann me había dicho: «Debiera usted marcharse a esas maravillosas islas de Oceanía, vería usted cómo no volvía»; a mí me dieron ganas de contestarle: «¡Pero entonces ya no veré a su hija y viviré rodeado de cosas y gentes que ella nunca ha visto!». Y, sin embargo, la razón me decía: «¿Y qué más te da, si no por eso vas a estar apenado? Cuando Swann te dice que no volverás quiere decir que no querrás volver, y si no quieres volver es porque allí te sientes feliz». Porque mi razón sabía que la costumbre —esa costumbre que ahora iba a ponerse a la empresa de inspirarme cariño a esta morada desconocida, de cambiar de sitio el espejo, de mudar el colorido de los cortinones y de parar el reloj se encarga igualmente de hacernos amables los compañeros que al principio nos desagradaban, de dar otra forma a los rostros, de que nos sea simpático un metal de voz, de modificar las inclinaciones del corazón—. Claro que la trama de estas nuevas amistades con lugares y personas distintos consiste en el olvido de otros sitios y gentes; pero precisamente me decía mi raciocinio que podía considerar sin terror la perspectiva de una vida donde no existiesen unos seres de los que ya no me acordaría; y esa promesa de olvido que ofrecía a mi corazón a modo de consuelo servía, por el contrario, para desesperarme locamente. Y no es que nuestro corazón no caiga él también, una vez que la separación se ha consumado, bajo los analgésicos efectos del hábito; pero hasta que así ocurra sigue sufriendo. Y ese miedo a un porvenir en que ya no nos sea dado ver y hablar a los seres queridos, cuyo trato constituye hoy nuestra más íntima alegría, aún se aumenta en vez de disiparse, cuando pensamos que al dolor de tal privación vendrá a añadirse otra cosa que actualmente nos parece más terrible todavía: y es que no la sentiremos como tal dolor, que nos dejará indiferentes; porque entonces nuestro yo habrá cambiado y echaremos de menos en nuestro contorno no sólo el encanto de nuestros padres, de nuestra amada, de nuestros amigos, sino también el afecto que les teníamos; y ese afecto, que hoy en día constituye parte importantísima de nuestro corazón, se desarraigará tan perfectamente que podremos recrearnos con una vida que ahora sólo al imaginarla nos horroriza; será, pues, una verdadera muerte de nosotros mismos, muerte tras la que vendrá una resurrección, pero ya de un ser diferente y que no puede inspirar cariño a esas partes de mi antiguo yo condenadas a muerte. Y ellas —hasta las más ruines—, como nuestro apego a las dimensiones y a la atmósfera de una habitación son las que se asustan y respingan, con rebeldía que debe interpretarse como un modo secreto, parcial, tangible y seguro de la resistencia a la muerte, de la larga resistencia desesperada y cotidiana a la muerte fragmentaria y sucesiva, tal como se insinúa en todos los momentos de nuestra vida, arrancándonos jirones de nosotros mismos y haciendo que en la muerta carne se multipliquen las células nuevas. Y en este caso de un temperamento nervioso como el mío, es decir, de una naturaleza donde los nervios, o sean los intermediarios, no cumplen bien sus funciones no cortan el paso en su camino hacia la conciencia a las quejas de los más humildes elementos del yo que va a desaparecer, sino que las dejan llegar, claras, agotadoras, innumerables y dolorosas, la ansiosa alarma que me sobrecogía al verme bajo aquel techo tan alto y desconocido no era otra cosa sino la protesta de un cariño que en mí perduraba hacia un techo bajo y familiar. Indudablemente, ese cariño desaparecería, en su lugar se colocaría otro (y la muerte, y tras él una nueva vida que se llamaba Costumbre, cumplirían su dúplice obra); pero hasta que aquel cariño llegara al aniquilamiento no pasaría noche sin padecer; y sobre todo, aquella primera noche, cuando se vio en presencia de un porvenir donde ya no se le reservaba sitio, se rebeló, me torturó con sus gritos de lamentación cada vez que mis miradas, sin poder apartarse de lo que les causaba pena, intentaban posarse en el inaccesible techo. ¡Pero, en cambio, a la mañana siguiente…! Un criado me despertó y me trajo agua caliente; y mientras que me vestía e intentaba vanamente encontrar en mi baúl la ropa que me era necesaria, sin sacar otra cosa que un revoltijo de prendas que no eran las que yo buscaba, sentía un gran gozo al pensar en el placer del almuerzo y del paseo, al ver en el balcón y en los cristales de los estantes, como en los tragaluces de un camarote, un mar limpio sin mancha, aunque la mitad de su superficie, delimitada por una raya movediza y sutil, estaba en sombra, y al seguir con la vista las olas, que se lanzaban unas detrás de otras como saltarines en un trampolín. A cada momento, en la mano la toalla tiesa y almidonada, que llevaba escrito el nombre del hotel y que no me servía, a pesar de mis inútiles esfuerzos, para secarme, me llegaba hasta el balcón para lanzar otra ojeada a aquel vasto circo resplandeciente y montañoso, a aquellas nevadas cimas de sus olas de piedra esmeralda pulida y translúcida a trechos, olas que con plácida violencia y leonino ceño dejaban sus líquidos lomos erguirse, y desplomarse mientras que el sol los adornaba con una sonrisa independiente de todo rostro. A ese balcón habría yo de acercarme todas las mañanas como a la ventanilla de una diligencia donde se ha dormido, para ver si la noche nos acercó a una deseada cordillera o nos separó de ella; aquí esa cordillera la formaban las colinas del mar, que a veces, antes de volver hacia nosotros en son de danza, retroceden tanto que sólo se ven sus primeras ondulaciones al cabo de una vasta llanura de arena, en una lejanía vaporosa azulada y transparente, cual esos ventisqueros que hay en el fondo de los cuadros de los primitivos toscanos. En cambio, otras veces el sol venía a reír muy cerca de mí, encima de aquellas olas de verdor tan tierno como el que mantiene en las praderas alpinas (en esas montañas donde el sol se muestra aquí y allá cual gigante que va bajando por sus laderas a saltos desiguales) más bien la líquida movilidad de la luz que la humedad del suelo.
Claro que en esa brecha que abren playa y olas en el seno del resto del mundo, para que por allí penetre y allí se acumule la luz, la luz misma, según de donde provenga y según a donde miremos, esa es la que hace y deshace las montañas y valles del mar. La diversidad de luz modifica la orientación de un lugar y nos ofrece nuevas metas, inspiradoras de nuevos deseos, en grado no menor que un trayecto largo y efectivamente realizado en un viaje. Por la mañana el sol venía de la parte de atrás del hotel, descubríame las iluminadas playas hasta llegar a los primeros contrafuertes del mar y parecía como si me mostrara una vertiente nueva de la cordillera, invitándome a emprender por el enrodado camino de sus rayos un viaje variado e inmóvil a través de los bellísimos rincones del accidentado paisaje de las horas. Y desde aquella primera mañana, el sol, con sonriente dedo, me señalaba allá a lo lejos esas cimas azuladas del mar que no tienen nombre en ningún mapa, hasta que, mareado de aquel sublime paseo por la caótica y ruidosa superficie de sus crestas y avalanchas, venía a ponerse al resguardo del viento allí a mi cuarto, pavoneándose en la deshecha cama, desgranando sus riquezas por el lavabo lleno de agua, por el baúl entreabierto, y aumentando aún más la impresión de desorden por su mismo esplendor y su extemporáneo lujo. Una hora después estábamos almorzando en el gran comedor del hotel, y con la cantimplora de cuero de un limón echábamos unas gotitas de oro a aquellos dos lenguados que muy pronto dejaron en nuestros platos la panoja de sus espinas rizada como una pluma y sonora como una cítara; y la abuela se lamentaba de que no pudiésemos recibir el vivificador soplo del viento del mar por causa de la vidriera, transparente, pero cerrada, que nos separaba, como la puerta de una vitrina, de la playa, pero que encuadraba el cielo tan perfectamente que su azul parecía ser el color de la ventana y sus nubes blancas manchas del cristal. Persuadido de que estaba yo «sentado en el muelle» o en el fondo del boudoir[40] de que nos habla Baudelaire, preguntándome si el «sol radiante sobre el mar», del poeta, no era aquel —muy diferente de los rayos de por la tarde, sencillos y superficiales como doradas flechas temblorosas— que en ese momento quemaba el mar como un topacio, lo hacía fermentar, lo ponía blondo y lechoso como espumante cerveza o como hirviente leche, mientras que de vez en cuando se paseaban por su superficie grandes sombras azules, por obra indudablemente de algún Dios ocioso que se entretenía en hacer lunitas desde el cielo con un espejo. Desgraciadamente, no sólo por su aspecto se diferenciaba del comedor de Combray, sin más vista que las casas de enfrente, este gran comedor de Balbec, sin adornos; lleno de verde sol como el agua de una piscina, y que tenía allí a unos metros de distancia a la pleamar y a la claridad meridiana, las cuales alzaban como ante una ciudad celeste una muralla indestructible de esmeralda y oro. En Combray, como todo el mundo nos conocía, a mí nadie me preocupaba. Pero en la vida de playa no conoce uno más que a sus vecinos. Y yo era aún asaz joven y harto sensible para haber renunciado ya al deseo de agradar a las personas y de poseerlas. Y no sentía esa noble indiferencia que hubiera sentido un hombre de mundo ante la gente que estaba almorzando en el Comedor, ante los muchachos y las muchachas que se paseaban por el dique; y me hacía sufrir la idea de que no podría hacer excursiones con ellos, si bien esto me causaba menos pena que la que me habría ocasionado mi abuela si, despreciando las buenas formas y preocupada sólo por mi salud, hubiese ido a pedir a aquellos jóvenes que me aceptaran como compañero de paseos, cosa humillante para mí. Unos se encaminaban a un desconocido chalet; otros venían de sus casas raqueta en mano, camino del tenis; algunos montaban caballos cuyo pataleo me pisoteaba el corazón; y yo los miraba a todos con ardiente curiosidad, envueltos en aquella cegadora luminosidad de la playa, donde se transforman todas las proporciones sociales; seguía con la vista todas sus idas y venidas a través de aquel gran ventanal que dejaba penetrar tanta luz, pero que interceptaba el viento, gran defecto en opinión de mi abuela, que ya no pudo resistir la idea de que perdiese yo los beneficios de una hora de aire y abrió subrepticiamente uno de los cristales, con lo cual echaron a volar al mismo tiempo los menús los periódicos y los velos y gorras de las personas que estaban almorzando; pero ella, alentada por este soplo celeste, seguía, como Santa Blandina, tranquila y sonriente en medio de las invectivas que concitaban contra nosotros a todos los turistas, furiosos, despeinados y despectivos, y que acrecían mi impresión de aislamiento y tristeza.
Muchos de los huéspedes del hotel eran personalidades eminentes de las provincias cercanas, circunstancia que daba al público del Palace de Balbec, que suele ser en esta clase de hoteles un público cosmopolita, de frívolos ricos, un carácter regional muy marcado: eran el presidente de la Audiencia de Caen, el decano del Colegio de Abogados de Cherburgo, un reputado notario del Mans, los cuales en la época del verano abandonaban sus respectivos puntos de residencia habitual, donde habían estado diseminados todo el invierno como tiradores en guerrilla o peones de damas, para ir a concentrarse en este hotel de Balbec. Se hacían reservar siempre las mismas habitaciones, y ellos y sus mujeres, que tenían pretensiones aristocráticas, formaban un grupo al que te agregaron un abogado y un médico célebres de París, que el día de la marcha decían a sus amigos provincianos:
—¡Ah, es verdad! ¡Ustedes no toman el mismo tren que nosotros; ustedes son más privilegiados y estarán en sus casas a la hora de almorzar!
—¿Privilegiados nosotros? Eso ustedes, que viven en la capital, en la gran ciudad de París, mientras que yo vivo en una pobre ciudad de provincia que tiene cien mil almas de población; es decir, ciento dos mil, según el último censo; pero, de todos modos, no es nada comparado con los dos millones y medio de París. ¡Felices ustedes, que pronto verán el asfalto de París y el esplendor de su vida!
Y lo decían con un arrastrar de erres muy provinciano, sin acritud alguna, porque eran todos ellos notabilidades de provincia que hubiesen podido ir a París como tantos otros —al magistrado le habían ofrecido un puesto en el Tribunal Supremo—, pero que prefirieron quedarse donde estaban, ya por amor a su ciudad, o a la gloria, o a la vida obscura, ya por ser reaccionarios o por no renunciar a sus amistades de vecindad en los castillos de la región. Algunos de ellos no se iban directamente a su rincón cuando marchaban de Balbec.
Porque la bahía de Balbec era un pequeño universo aparte contenido en medio del grande, una canastilla de las estaciones del año, donde estaban formados en círculos los días distintos y los meses sucesivos; tanto, que cuando se veía Rivebelle, lo cual era señal de tempestad, se lo veía con las casas bañadas en sol, mientras que en Balbec estaba muy cerrado, y aún es más: cuando ya el frío había llegado a Balbec podía tenerse la seguridad de encontrar todavía en la orilla opuesta dos o tres meses suplementarios de calor; y cuando estos parroquianos del Gran Hotel, por haber salido a veranear muy tarde o por prolongar mucho su veraneo, se veían sorprendidos por las lluvias o las nieblas al acercarse ya el otoño, mandaban cargar sus equipajes en una barca y se iban a reunirse con el verano a otro punto de la bahía, Costedor o Rivebelle. Ese grupo del hotel de Balbec miraba con desconfianza a todo recién llegado, y aunque aparentaban no darle ninguna importancia, todos iban a pedir detalles sobre el nuevo huésped al maestresala, con el que tenían mucha confianza. El maestresala era todos los años el mismo Amando; iba al hotel para la temporada de verano y guardaba las mesas a aquellos parroquianos; y sus señoras esposas, como sabían que la mujer de Amando le iba a dar un heredero, se entretenían después de las comidas en confeccionar prendas para el niño, y de vez en cuando nos miraban de arriba abajo con sus impertinentes a mi abuela y a mí, desdeñosamente, porque comíamos huevos duros en la ensalada, cosa que se consideraba muy ordinaria y que no se practica en la buena sociedad de Alenzón. Afectaban una actitud de desdeñosa ironía hacia un francés al que llamaban Majestad, porque, en efecto; se había proclamado rey de un islote de Oceanía poblado por unos cuantos salvajes. Vivía en el hotel con su querida, que era muy guapa; cuando pasaba por la calle los chicos daban vítores a la reina, porque solía ella tirarles monedas dé dos reales. El magistrado y abogado de Cherburgo hacían como que ni siquiera la veían, y si algún amigo la miraba, se creían en el caso de advertirle que era una muchacha de oficio:
—Pues me habían dicho que en Ostende utilizaban la caseta real.
—No tiene nada de particular. La alquilan por veinte francos, y usted la puede utilizar si tiene ese gusto. Y a mí me consta que él pidió una audiencia al rey, el cual hizo poner en su conocimiento que no tenía por qué conocer a ese monarca de opereta.
—¡Ah, tiene gracia!… ¡La verdad es que hay gentes…!
Indudablemente, todo esto era cierto; pero también el despecho de darse cuenta de que para mucha gente ellos no eran más que unos burgueses que no se trataban con aquellos reyes tan pródigos de sus dineros contribuía a aquel mal humor del notario, del magistrado y jurisconsulto cuando pasaba lo que ellos llamaban la máscara, y aquella indignación que manifestaban en voz alta; de la cual indignación estaba bien enterado su amigo el maestresala, que, obligado a poner buena cara a aquellos soberanos, más generosos que auténticos, hacía desde lejos un guiño a sus viejos parroquianos mientras que recibía las órdenes de los reyes. Quizá también por la misma causa, por miedo de que ellos los consideraran menos chic, sin poder convencer a la gente de que estaba equivocada, calificaban de «¡Valiente personaje!», a un jovencito gomoso, juerguista y enfermo del pecho, hijo de un riquísimo industrial, que aparecía todos los días con un traje nuevo y su orquídea en el ojal, y que tomaba champaña en las comidas; luego se marchaba al Casino, pálido, impasible, en los labios una indiferente sonrisa, a tirar en la mesa del baccarat cantidades enormes, cantidades que «no podía permitirse aquel joven el lujo de derrochar», según decía el notario al magistrado, con aire de muy enterado; y la señora del presidente sabía «de muy buena tinta» que aquel niño modernista estaba matando a disgustos a sus padres.
Además, la tertulia del abogado, lanzaba constantemente frases sarcásticas dedicadas a la señora anciana, muy rica y de título, porque tenía la costumbre de llevar consigo sus criados cuando salía de su casa. Siempre que la mujer del notario y del magistrado veían a aquella señora en el comedor la inspeccionaban insolentemente con sus lentes, con el mismo gesto escudriñador y desconfiado que si hubiera sido un plato de nombre pomposo, pero de apariencia sospechosa, que se manda retirar con ademán vago y cara de asco después del desfavorable resultado de una metódica observación.
Sin duda con eso querían dar a entender aquellas damas que si ellas carecían de algunas cosas —por ejemplo, de determinadas prerrogativas de aquella señora, y no la trataban— no era por imposibilidad, sino porque no querían. Y ellas mismas acabaron por convencerse de que esto era verdad; y por eso, por ahogar todo deseo, toda curiosidad hacia las formas de vida que conocían, toda esperanza de ser agradables a personas nuevas, por haber reemplazado todo eso con un simulado desdén y una fingida alegría, notábase en aquellas mujeres el despecho so capa de contento y un perpetuo mentirse a sí mismas, cosas las dos que contribuían a amargarlas. Pero en aquel hotel todo el mundo procedía de la misma manera, aunque en otras formas, y sacrificaba, ya que no al amor propio, a determinados principios de buena educación, o a sus hábitos intelectuales, el delicioso riesgo de mezclarse a una vida desconocida. Indudablemente, el microcosmo donde se encerraba la vieja señora no estaba inficionado por la violenta acrimonia que dominaba en el grupo de rabiosas risitas de las mujeres del magistrado y del notario. Perfumábalo, por el contrario, un perfume viejo y rancio, pero también falso. Porque en el fondo a la señora vieja le hubiera gustado agradar, atraerse, renovándose para eso a sí misma, la misteriosa simpatía de personas nuevas; porque esto tiene unos encantos de que carece esa limitación de trato a las personas de su propio mundo social, con la constante preocupación de que como ese mundo es el mejor que existe no hay que hacer caso del desdén ignorante de los demás. Quizá se daba cuenta esa dama de que de haber llegado al Gran Hotel como una desconocida acaso su traje de lana negra y su aso sombrero pasado de moda hubiesen arrancado una sonrisa a algún calavera que desde su mecedora diría desdeñosamente: «¡Qué tipo!», o a algún hombre de mérito que, como el magistrado, conservara aún entre sus patillas entrecanas una cara joven y unos ojos vivos de esos que a ella le gustaban, y que de seguro habría señalado a los cristales de aumento de los impertinentes de su cónyuge la aparición de aquel insólito fenómeno; y acaso no por otra cosa que por inconsciente aprensión a ese primer minuto, corto, ya se sabe, pero temido, sin embargo —como la primera vez que se mete la cabeza en el agua—, es por lo que esa señora mandaba por delante a un criado para hacer saber en el hotel quién era ella y cómo acostumbraba vivir; y más timidez que orgullo debía de haber en su costumbre de cortar en seco las salutaciones del director y subir en seguida a su cuarto; cuarto que tenía arreglado con visillos de su propiedad, en lugar de los del hotel; con biombos, con fotografías, como interponiendo el muro de sus costumbres entre ella y ese mundo exterior al que hubiera sido preciso adaptarse; de tal suerte que lo que viajaba era su casa y ella dentro.
Y de ese modo, después de haber colocado entre su persona y los criados del hotel y los comerciantes que la surtían a sus propios servidores, para que ellos recibiesen el contacto de esa humanidad nueva y para que mantuvieran en torno de su arpa la atmósfera acostumbrada, interpuso sus prejuicios entre los demás bañistas y ella, y sin preocuparse de agradar o desagradar a personas que sus iguales no hubieran tratado siguió viviendo en su propio mundo social gracias a la correspondencia que sostenía con sus amigas y a la íntima conciencia que tenía de su posición, de la calidad de sus modales y de la eficacia de su buena, educación. Y cuando todos los días bajaba de su cuarto para ir a dar un paseo en su carretela, la doncella que la seguía con el abrigo y la manta, y el lacayo que la precedía, eran como esos centinelas que a la puerta de una embajada donde ondea la bandera del país que representa garantizan, allí en medio de una tierra extraña, el privilegio de su extraterritorialidad. El día que nosotros llegamos no salió hasta después de comer; así, que no la vimos en el comedor al entrar en él a la hora del almuerzo, bajo la protección del director, que nos acompañó aquel día hasta nuestra mesa, en calidad de huéspedes nuevos, como un oficial que lleva a los quintos al cabo-sastre para que les dé sus trajes; pero, en cambio, vimos a un hidalgo de familia muy antigua, aunque no linajuda, de Bretaña, acompañado de su hija, el señor y la señorita de Stermaria; a nosotros nos habían colocado en la mesa destinada a ellos, suponiendo que no iban a volver hasta la noche. Habían ido a Balbec con el único objeto de verse allí unos cuantos amigos suyos que poseían castillos en los alrededores, y entre las comidas a que los invitaban y las visitas que tenían que devolver no pasaban en el comedor del hotel sino el tiempo estrictamente necesario. Su orgullo los preservaba de toda simpatía humana y de todo interés por parte de los desconocidos que se sentaban a su alrededor; y el señor de Stermaria adoptaba entre aquella gente el aspecto glacial, rudo, precipitado, puntilloso y de mala intención que se suele tener en las fondas de las estaciones cuando se está entre viajeros que nunca vimos y que nunca volveremos a ver, y en los que no se piensa sino para conquistar antes que ellos el pollo fiambre y el rincón de ventanilla. Apenas habíamos empezado a almorzar nos hicieron levantarnos, por orden del señor de Stermaria, que acababa de entrar y que, sin darnos ninguna excusa, advirtió en alta voz al maestresala que tuviera cuidado de que no volviese a suceder aquello, porque no le gustaba que tomara su mesa «gente desconocida».
Estaban también en el hotel una actriz (más conocida por su elegancia, por su talento y por su hermosa colección de porcelana alemana que por unos cuantos papeles desempeñados en el Odeón) con su querido, joven riquísimo, y ambos bienquistos con gente aristocrática; la pareja hacía vida aparte; viajaban juntos siempre y almorzaban ya muy tarde, cuando todo el mundo había terminado, y luego pasaban el día en su saloncito jugando a las cartas; y si vivían así no era por mala voluntad hacia los demás, sino por determinadas exigencias de su afición a ciertas formas ingeniosas de la conversación y a los refinamientos de la mesa, por lo cual sólo se encontraban a gusto viviendo y comiendo juntos, y se les hubiera hecho insoportable la compañía de gente no iniciada en sus gustos. Hasta cuando estaban delante de una mesa servida o de una mesita de juego necesitaban saber que aquel convidado o aquel compañero de juego de enfrente tenía, aunque en suspenso y sin ejercitarla en aquel momento, la ciencia que es menester para distinguir de las piezas auténticas la pacotilla que en muchas casas de París se hace pasar por «Edad Media» o «Renacimiento» y los mismos criterios que ellos dos para distinguir en toda cosa lo malo de lo bueno. En esos momentos de comida o de juego tan sólo se manifestaba ese género especial de existencia en que deseaban estar sumergidos aquellos amigos por alguna interjección rara y desusada que caía en medio del silencio del almuerzo o del juego, o por la elegancia y gusto del traje que se había puesto la actriz para comer o para hacer la partida de poker. Pero con eso les bastaba para rodearse de costumbres que conocían a fondo y que los protegían contra el misterio de la vida del ambiente. Durante tardes y tardes el mar que se veía por el balcón no era para ellos más que un cuadro de color agradable colgado en el gabinete de un solterón rico, y únicamente entre jugada y jugada, cuando no tenían otra cosa en que pensar, posaba alguno la vista en el horizonte marino, sin más objeto que hacer alguna observación respecto al tiempo o la hora y recordar a los demás que ya estaba esperando la merienda. Por la noche no solían cenar en el hotel, cuyo comedor, inundado por la luz eléctrica que manaba a chorros de los focos, se convertía en inmenso y maravilloso acuario; y los obreros, los pescadores y las familias de la clase media de Balbec se pegaban a las vidrieras, invisibles en la obscuridad de afuera, para contemplar cómo se mecía en oleadas de oro la vida lujosa de una gente tan extraordinaria para los pobres como la de los peces y moluscos extraños (buen problema social: a saber, si la pared de cristal protegerá por siempre el festín de esos animales maravillosos y si la pobre gente que mira con avidez desde la obscuridad no entrará al acuario a cogerlos para comérselos). Pero entretanto, quizá entre aquella multitud suspensa y atónita en medio de la obscuridad hubiese algún escritor o aficionado a la ictiología humana, que al ver cómo se cerraban las mandíbulas de viejos monstruos femeninos para tragarse un trozo de alimento acaso se complaciera en clasificar los dichos monstruos por razas, por caracteres innatos y también por esos caracteres adquiridos, gracias a los cuales una vieja dama servia cuyo apéndice bucal es el de un pez enorme come ensalada como una La Rochefoucauld porque desde su infancia vive en el agua dulce del barrio de Saint-Germain. A aquella hora se veía a los tres amigos de la actriz, puestos de smoking, esperando a la damita, que después de haber pedido el lift desde su piso salía del ascensor como de una caja de juguetes casi siempre con traje y manteletas nuevos, escogidos con arreglo al peculiar gusto de su querido. Y los cuatro amigos, los cuales estimaban que el fenómeno internacional del Palace implantado en Balbec había contribuido a fomentar el lujo, pero no la buena cocina, se metían en un coche y se iban a cenar a media legua de allí, a un pequeño y reputado restaurante, en donde celebraban con el cocinero interminables conferencias relativas a la composición del menu y la confección de los platos. Durante aquel trayecto, el camino que desde Balbec los llevaba, con sus manzanos a los lados no era para ellos sino la distancia —muy poco diferente, en aquella negrura de la noche, de la que separaba sus domicilios en París del café Inglés o de la Tour d’Argent— que era menester salvar para llegar hasta el restaurante elegante; y allí, mientras los amigos del joven ricacho le envidiaban una querida tan bien vestida, ella, al agitar sus manteletas, desplegaba ante el grupo como un velo perfumado y leve, pero que bastaba para separarlos del mundo.
Desgraciadamente para mi tranquilidad, distaba yo mucho de ser como toda aquella gente. Había algunos que me preocupaban; me hubiera gustado que se fijara en mí un hombre de deprimida frente, de mirar esquivo, que se deslizaba entre las anteojeras de sus prejuicios y de su buena educación, y que resultó ser el gran señor de la región, el cuñado de Legrandin, que solía ir a Balbec de visita, y que los domingos, con la garden party semanal que daban él y su mujer, despoblaba el hotel de buen número de sus huéspedes, porque dos o tres de entre ellos estaban realmente invitados a la fiesta, y otros, para que no pareciese que no lo estaban, se iban aquel día a hacer una excursión larga. Sin embargo, la primera vez que entró en el hotel fue muy mal recibido, porque el personal que acababa de llegar de la Costa Azul ignoraba quién era ese señor. Y no sólo no iba vestido de franela blanca, sino que, ateniéndose a los viejos usos franceses e ignorante de la vida de los Palaces, se quitó su sombrero al entrar en el hall porque Labia señoras; de modo que el director ni siquiera se llevó la mano a su cubrecabezas para saludarlo y juzgó que ese señor debía de ser persona de humildísima extracción, lo que él llamaba un hombre «de origen ordinario». Tan sólo a la mujer del notario le llamó la atención el recién llegado, que trascendía a esa vulgaridad afectada de la gente elegante, y declaró, con esa base de infalible discernimiento y de autoridad indiscutible de una persona para quien no tiene secretos la alta, sociedad del departamento del Mans, que se veía perfectamente que tenían delante a un hombre de gran distinción, muy bien educado y en contraste notable con toda aquella gente que había en Balbec, y que ella juzgaba indigna de su trato mientras no la tratara. Aquel juicio favorable que pronunció con respecto al cuñado de Legrandin debía de tener fundamento en el aspecto apagado de su persona, que no imponía nada; o quizá fue que aquella señora reconoció en el hidalgo de cortijo con trazas de sacristán los signos masónicos de su propio clericalismo.
De nada me sirvió el enterarme de que aquellos muchachos que todos los días montaban a caballo delante del hotel eran hijos del no muy reputado propietario de una tienda de novedades; gente que mi padre no hubiera consentido tratar: la vida «de baños de mar» los realzaba a mis ojos, los convertía en estatuas ecuestres de semidioses, y mi sola esperanza era que no dejaran nunca caer sus miradas sobre aquel muchacho que cuando salía del comedor del hotel era para ir a sentarse en la arena de la playa, sobre mí. Hubiera deseado hacerme simpático hasta al aventurero que fue rey de la isla desierta de Oceanía, hasta al joven tuberculoso, y me gustaba imaginarme que acaso bajo aquel exterior suyo tan insolente se ocultaba un alma tímida y cariñosa que hubiera podido prodigarme tesoros de afecto. Además (al revés de lo que se suele decir de las amistades de viaje), como el ser visto en compañía de determinadas personas puede darnos, para esa playa adonde hemos de volver más de una vez, un coeficiente sin equivalencia en la verdadera vida mundana, en la vida de París, no sólo no huye uno de esas amistades de baños, sino que las cultiva celosamente. Me preocupaba mucho la opinión que de mí pudieran formar todas aquellas notabilidades momentáneas o locales, a quienes situaba yo, debido a esa tendencia mía a colocarme en el mismo lugar de cada cual y a imaginar su estado de espíritu, no en su verdadero rango, en el que les hubiese correspondido en París, por ejemplo, sin duda muy bajo, sino en el que ellos se figuraban tener y en Balbec efectivamente tenían, porque allí la falta de una medida común para todos les daba una superioridad relativa y un singular interés. Y entre todas aquella personas no había ninguna cuyo desprecio me doliera más que el del señor de Stermaria.
Porque desde que entró me había fijado en su hija, en su bonita cara, pálida, azulosa casi; en su alta estatura, tan noblemente llevada; en su singular porte; y todo ello me evocaba naturalmente su linaje, su educación aristocrática, y con mucho más motivo porque sabía su noble apellido; lo mismo que los oyentes de un concierto después de haber ojeado el programa, y cuando ya se aguijó su imaginación en el sentido allí indicado reconocen esos temas expresivos inventados por músicos de genio que pintan por espléndida manera el centellear de las llamas, el murmullo del río o la paz de los campos. La «raza» superponía a los encantos de la señorita de Stermaria la idea de su causa, y con ello los hacía más inteligibles y completos. Y también más codiciables, porque anunciaba que eran poco accesibles, igual que gana en valor un objeto que nos gusta cuando sabemos que cuesta mucho. Y aquel tronco de su linaje prestaba al color de su piel, compuesto de exquisitos zumos, el sabor de una fruta exótica o de un mosto célebre.
Pues ocurrió que de pronto la casualidad puso entre nuestras manos, las mías y las de la abuela, la posibilidad de ganarnos un gran prestigio en opinión de la gente del hotel. En efecto, ya el primer día, cuando la vieja señora del título bajaba de su cuarto ejerciendo, gracias al lacayo que la precedía y a la doncella que corría detrás con un libro y una manta, que se habían olvidado, una viva impresión en todos los ánimos y excitando respeto y curiosidad, a los que visiblemente no escapaba ni siquiera el señor de Stermaria, el director del hotel se inclinó hacia la abuela y, por amabilidad lo mismo que se enseña el shah de Persia o la reina Ranavalo a una persona humilde, que indudablemente no puede tener trato alguno con el poderoso soberano, pero que quizá tenga gusto en haberlo visto de cerca, deslizó en su oído estas palabras: «La marquesa de Villeparisis»; y al mismo tiempo, la dama, al ver a mi abuela no pudo contener una mirada de alegre sorpresa.
Ya puede imaginarse que la repentina aparición del hada más influyente, bajo la apariencia de aquella viejecita no me habría causado alegría mayor allí en aquella tierra, donde no conocía a nadie, donde no tenía recurso alguno para acercarme a la señorita de Stermaria. Quiero decir que no conocía a nadie desde el punto de vista práctico. Porque estéticamente hablando, el número de tipos humanos es harto limitado para que no goce uno, sea cualquiera el sitio a donde se vaya, del placer de encontrarse con gente conocida, sin tener siquiera necesidad de ir a buscarla como hacía Swann con los cuadros antiguos. Y así, ya en los primeros días que pasamos en Balbec tuve ocasión de encontrarme con Legrandin, con el portero de los Swann y con la misma señora de Swann, convertidos, respectivamente, en un mozo de café, en un extranjero de paso, que no volví a ver, y en un bañero. Y hay una especie de imantación que atrae y retiene por manera tan inseparable, bien apretados unos junto a otros, determinados caracteres de fisonomía y mentalidad, que cuando la Naturaleza introduce del modo que yo digo a una persona en un cuerpo nuevo no la mutila mucho. El Legrandin mozo de café conservaba intactos su estatura, el perfil de la nariz y parte de la barbilla; la señora de Swann, en su nueva condición masculina de bañero, aún llevaba tras sí no sólo su fisonomía habitual, sino un modo especial de hablar. Sólo que no era más útil ahora, con su cinturón encarnado e izando al menor oleaje la banderola que prohíbe los baños (porque los bañeros, como no suelen saber nadar, son muy prudentes), que en su estado antiguo femenino, en el fresco de la Vida de Moisés, donde antaño la reconociera Swann tras las facciones de la hija de Jetro. Mientras que esta señora de Villeparisis era la de verdad y no víctima de un encanto que la privara de su poder, sino, por el contrario, capaz de poner entre mis manos una influencia que centuplicara la mía; y gracias a ella, como llevado en alas de un pájaro fabuloso, iba a serme posible franquear en unos instantes las distancias sociales infinitas —por lo meros en Balbec— que me separaban de la señorita de Stermaria.
Desgraciadamente, si alguien había que viviese más encerrado que nadie en su universo particular, ese alguien era mi abuela. Y no hubiese sido capaz de despreciarme, ni siquiera de comprenderme, en el caso de haberse enterado del interés que me inspiraban las personas aquellas del hotel y de la importancia que atribuía yo a su opinión; porque mi abuela apenas si se había dado cuenta de su existencia y se iría de Balbec sin acordarse del nombre de ninguna de ellas; no me atreví, pues, a confesarle la alegría tan grande que habría sido para mí el que toda esa gente la viera hablando con la marquesa, porque esta señora gozaba de gran prestigio en el hotel y su amistad nos habría colocado en muy buen lugar a los ojos del señor de Stermaria. Y no es que yo me representara, ni muchísimo menos, a la amiga de mi abuela como un prototipo de la aristocracia, porque estaba muy acostumbrado a su nombre, familiar para mis oídos antes de ponerme a pensar en él, cuando ya desde niño lo oía pronunciar en casa: y su título no superponía al nombre nada más que una particularidad extraña, el mismo efecto que hubiera podido hacer un nombre de pila poco usado; cosa análoga a la que ocurre con esos nombres de calles, calle Lord Byron, calle Rochechouart, tan vulgar y populosa; calle de Grammont, que no nos parecen en ningún punto más nobles que la calle Leoncio Reynaud o la calle Hipólito Lebas. La señora de Villeparisis no me traía al ánimo la visión de un mundo especial, como no me la traía su primo Mac Mahon, al que yo no diferenciaba de Carnot, también presidente de la República; ni de Raspail, aquel Raspail cuyo retrato compraba Francisca en pareja con el de Pío IX. Mi abuela tenía la tesis de que en los viajes no se deben hacer amistades; que no se va al mar para ver gente (ya queda tiempo para eso en París), que los amigos le harían a uno perder en cumplidos y en frivolidades el tiempo precioso que nos es menester para pasarlo todo al aire libre, delante de las olas; y como le parecía más cómodo suponer que todo el mundo participaba de su dicha opinión, la cual autorizaba, entre amigos antiguos que se encontraban por casualidad en un mismo hotel, la ficción de un recíproco incógnito, al oír el nombre que le dijo el director volvió la vista a otro lado e hizo como que no veía a la señora de Villeparisis, que por su parte se dio cuenta de que mi abuela no tenía interés en reconocerla y, puso mirada distraída. Pasó, y yo seguí en mi aislamiento como un náufrago al que por un momento parecía que iba a acercarse ese barco que desaparece en el horizonte sin detenerse.
La señora de Villeparisis comía también en el comedor del hotel, pero en el extremo opuesto. No conocía a ninguna de las personas que vivían en el hotel o que iban allí de visita, ni siquiera al señor de Cambremer; porque vi que este caballero no la saludaba un día en que fue a comer con su esposa al hotel, invitado por el abogado de Cherburgo, el cual, transportado por aquel honor de sentar a su mesa al noble, evitaba a sus amigos de todos los días y se limitaba a hacerles algún guiño desde lejos, manera de aludir a este acontecimiento histórico lo bastante discreta para que no pudiera tomarse como una invitación a acercarse a su mesa.
—¡Vamos, vamos, ya veo que no se coloca usted mal, que es usted un hombre chic! —le dijo aquella noche la mujer del magistrado.
—¿Yo? ¿Por qué? —preguntó el abogado, disimulando su alegría con aquella exagerada sorpresa—. ¡Ah, por mis invitados! —añadió sin poder seguir fingiendo—. ¡Pero eso no tiene nada de chic, convidar a almorzar a unos amigos! En alguna parte tienen que almorzar.
—¡Vaya si es chic! ¿Eran los de Cambremer, no? Los he conocido. Es marquesa, y auténtica. Por la línea masculina.
—Es una señora muy sencilla, encantadora, sin nada de cumplidos. Yo creía que iban ustedes a venir; les hice señas…; los habría presentado a ustedes —dijo, corrigiendo con cierto tono de ironía la enormidad de esta proposición, como Asuero cuando dice a Ester: «¿Tengo que darte la mitad de mis estados, no?».
—No, no, no; nosotros nos estamos escondiditos, como la humilde violeta.
—Pues les repito que han hecho ustedes mal —contestó el abogado, envalentonado porque ahora ya no había peligro—. No se los habrían comido a ustedes… ¿Qué, hacemos nuestra partidita de bezigue[41]?
—Con mucho gusto. No nos atrevíamos a proponérselo a usted, porque como ahora se trata con marquesas.
—Bueno, bueno, no tiene nada de particular. Miren ustedes, mañana tengo que ir a cenar a su casa. Si ustedes quieren, les cedo el puesto. Lo digo de veras. Lo mismo me da quedarme aquí, con franqueza.
—No, no; me destituirían por reaccionario —exclamó el presidente, llorando casi de risa por su chiste—. ¿Y usted también va a Féterne o a casa de los de Cambremer, eh? —añadió, volviéndose hacia el notario.
—Sí, suelo ir los domingos: entrar y salir… Pero no los tengo a mi mesa, como el decano.
Aquel día no estaba en Balbec el señor de Stermaria, con harto sentimiento del abogado. Pero se las arregló para decir insidiosamente al maestresala:
—Amando, puede usted contarle al señor de Stermaria que no es él el único aristócrata que hay en el comedor. ¿Vio usted a ese señor que almorzó conmigo esta mañana, ese del bigotito, de aspecto militar? Pues es el marqués de Cambremer.
—¡Ah, sí! No me extraña.
—Para que vea que no es él el único hombre con título. ¡Qué aprenda! No es mala cosa eso de bajarles un poco los humos a esos aristócratas. Vamos, Amando, no le diga usted nada si no quiere, yo no lo digo por mí; además, conoce muy bien al marqués.
Al otro día, el señor de Stermaria, que sabía que el abogado había defendido el pleito de un amigo suyo, fue él mismo a presentarse.
—Nuestros amigos comunes los de Cambremer tenían precisamente intención de reunirnos un día, pero no hemos coincidido —dijo el abogado, que se imaginaba, como tantos embusteros, que nadie hará por dilucidar un detalle insignificante, sí, pero que basta (si el azar nos descubre la humilde realidad que está en contradicción con él) para que juzguemos el carácter de una persona y esta nos inspire siempre desconfianza.
Yo estaba mirando, como siempre, y con más libertad ahora que su padre no la acompañaba, a la señorita de Stermaria. Ademanes siempre atractivos, de audaz singularidad, como cuando ponía los dos codos en la mesa y alzaba el vaso sostenido en ambas manos; mirar seco y vivo, que se agotaba pronto; dureza básica y familiar, mal encubierta por las inflexiones personales, en lo hondo de la voz, y un cierto canon atávico de tiesura, al que volvía en cuanto acababa de expresar su pensamiento en una mirada o en una entonación de voz; todo lo cual hacía pensar al que la contemplaba en ese linaje que le había legado tal insuficiencia de simpatía humana, tales lagunas de sensibilidad, tal falta de amplitud de carácter, constantemente perceptible. Pero unas miradas que cruzaban un momento por el seco fondo de sus pupilas, para apagarse en seguida, y en las que se delataba esa casi humilde dulzura que inspira la afición predominante a los placeres de los sentidos a la mujer más orgullosa (que algún día acabará por no dar valor más que a la persona que le proporcione esos placeres, aunque sea un cómico o un saltimbanqui, y quizá por fugarse con él, abandonando a su marido), y un color de rosa sensual y vivo que se difundía por sus pálidas mejillas, como el que colorea el corazón de los blancos nenúfares del Vivonne, me hicieron pensar en la posibilidad de que aquella muchacha me permitiese fácilmente ir a buscar en ella el sabor de aquella vida tan poética que hacía en Bretaña, vida que su cuerpo contenía y moldeaba, aunque ella parecía no darle mucho valor, fuese por costumbre, por distinción innata o por asco a la pobreza o a la avaricia de su familia. En aquella pobre reserva de voluntad que le habían legado, y que daba a su rostro cierta expresión como cíe cobardía, acaso no hubiese hallado la señorita Stermaria bastante apoyo para resistir. Aquel sombrero de fieltro gris con una pluma, un tanto presuntuosa y pasada de moda, que llevaba invariablemente siempre que se sentaba a la mesa, me la Hacía aún más simpática, y no porque armonizara con su cutis de plata o rosa, sino porque por él suponía yo que no era rica, y eso la acercaba algo a mí. La presencia de su padre la obligaba a una actividad convencional, pero ya debía de guiarse por principios distintos a los de su progenitor para mirar y clasificar a la gente que tenía delante, y quizá se había fijado en mí, no por mi insignificante rango social, pero acaso porque era yo hombre y joven; si algún día su padre la hubiera dejado en el hotel, y, sobre todo, si la señora de Villeparisis se hubiese sentado a nuestra mesa, con lo cual se formaría de nosotros una opinión favorable, que ya me animaría a acercarme a ella, acaso habríamos podido hablar un poco, convenir en volver a vernos y hacer amistad. Y luego más tarde, una temporada en que estuviese ella sola, sin sus padres, en su romántico castillo, nos pasearíamos los dos a la hora crepuscular, cuando lucieran suavemente las rosadas flores de los brezos por encima del agua sombría, al amparo de los robles, a cuyos pies rompían las olas. Y juntos los dos podríamos recorrer aquella isla, para mí tan llena de encanto porque había encerrado la vida habitual de la señorita de Stermaria y descansaba en la memoria de su mirada. Porque se me figuraba que no la poseería realmente sino después de haber atravesado aquellos lugares que la rodeaban de recuerdos, velo que mi deseo ansiaba arrancar, velo de esos que la Naturaleza interpone entre la mujer y algunos seres (con la misma intención con que coloca el acto de la reproducción entre los humanos y su más vivo placer, y entre los insectos y el néctar el polen que no tiene más remedio que llevarse), con objeto de que, engañados por la ilusión de poseerla así de modo más completo, tengan necesidad de apoderarse primero de los paisajes que rodean a la mujer, paisajes que serán más útiles a su imaginación que el placer sensual, pero que sin él no habrían tenido fuerza bastante para atraer al hombre.
Pero tuve que dejar de mirar a la señorita de Stermaria porque su padre, considerando sin duda que entrar en trato con una persona era un acto curioso y breve que se bastaba a sí mismo y que no exigía otra cosa para alcanzar su plenitud de interés que un apretón de manos y una mirada penetrante, sin más conversación inmediata ni relaciones ulteriores, se había despedido ya del abogado y tomó a sentarse enfrente de la muchacha frotándose las manos como el que acaba de hacer una preciosa adquisición. En cuanto al abogado, pasada la primera emoción de aquella entrevista, se le oía decir de vez en cuando al maestresala como todos los días:
—Pero yo no soy rey, Amando; vaya usted, vaya usted a ver a Su Majestad. ¿No es verdad, mi querido presidente, que esas truchas tienen muy buena cara? Vamos a pedírselas a Amando. ¡Amando, tráiganos usted de ese pescado que hay allí, parece bueno; tráiganos todo lo que quiera!
Estaba repitiendo siempre el nombre de Amando; de modo que cuando tenía algún invitado le decían: «Ya veo que conoce usted bien la casa»; y el convidado se ponía también él a decir constantemente «Amando», por esa predisposición que tienen ciertas personas, y en la que entran la timidez, la vulgaridad y la tontería, a considerar que es un deber de ingenio y elegancia el imitar a la letra a las personas con quienes se está. Repetía el nombre sin cesar, pero con una sonrisita, porque su deseo era hacer ostentación de sus buenas relaciones con el maestresala y de su superioridad sobre él. Y el criado, por su parte, cada vez que se pronunciaba su nombre, sonreía también con cariño y orgullo indicando que se daba cuenta del honor que le hacían y que comprendía la broma.
Para mí eran siempre muy azorantes aquellos ratos de las comidas en el enorme comedor del gran hotel, por lo general lleno pero éranlo todavía más cuando iba al hotel a pasar unos días el amo (o director general elegido por la sociedad de accionistas, no sé exactamente) de aquel Palace y de otros seis o siete esparcidos por todos los rincones de Francia, el cual solía estar siempre danzando de hotel en hotel, para pasar una semana en cada uno de ellos. Entonces, apenas comenzada la cena, aparecía en la puerta del comedor aquel hombrecito de pelo cano y nariz roja, de impasibilidad y corrección extraordinarias, y que, según parece, estaba considerado como tino de los primeros hosteleros de Europa, lo mismo en Londres que en Montecarlo. Cierta vez que tuve que salir al empezar la cena, al volver pasé por delante de él, y me saludó, pero con suma frialdad, debida yo no sé si a la reserva del que no se olvida de quién es o al desdén que merece un parroquiano sin importancia. En cambio, ante las personas importantes el director general se inclinaba, fríamente también, pero con mayor rendimiento, caídos los párpados con alzo de púdico respeto, como si estuviera en un funeral delante del padre del muerto, o en presencia del Santísimo. Excepto estos pocos y fríos saludos, el director no hacia un solo movimiento, como para indicar que sus ojos, brillantes y saltones, lo veían todo lo ordenaban todo y garantizaban en aquella cena del Gran Hotel tanto la exquisitez de los detalles como la armonía del conjunto. Evidentemente, se sentía algo más que director de escena o de orquesta: se sentía verdadero generalísimo. Como estimaba que la mera contemplación llevada al máximum de intensidad le bastaba para cerciorarse de que todo estaba bien, de que no se había cometido ninguna falta que pudiera acarrear la derrota y de que podía cargar con las responsabilidades se abstenía del menor ademan, y ni siquiera movía los ojos, petrificados por la atención, que abarcaban y dirigían el conjunto de las operaciones. Yo tenía la sensación de que ni siquiera se le escapaban los movimientos de mi cuchara, y aunque se eclipsara en cuanto terminaba la sopa, la revista que acababa de pasar me había quitado el apetito para toda la cena. En cambio, él comía muy bien, según se podía observar al mediodía, porque el director almorzaba como un simple particular, en la misma mesa que todo el mundo, en el gran comedor. Sin otra particularidad que la de tener a su lado durante la comida al otro director, el de Balbec, que se estaba de pie dándole conversación. Porque como era subordinado del director general, le tenía mucho miedo y hacía lo posible por halagarlo. Yo, en el almuerzo me sentía menos atemorizado, porque entonces el director, sentado entre la demás gente, tenía la discreción del general que está en un restaurante donde comen también muchos soldados y aparenta que no se fija en ellos. Sin embargo, cuando el portero, con su corte de «botones», me anunciaba: «Se va mañana a Dinard, y de allí irá a Biarritz y a Cannes», yo respiraba mucho más holgadamente.
Mi vida en el hotel era muy triste, porque no había hecho amistades, e incómoda porque, en cambio, Francisca había hecho muchas. Y aunque parece a primera vista que eso facilitaría las cosas, en realidad ocurría todo lo contrario. Los proletarios, si bien les costaba mucho que Francisca llegara a tratarlos como conocidos, y sólo lo lograban a costa de estar muy cumplidos con ella, en cuanto alcanzaban su favor eran las únicas personas que le merecían consideración. Su antiguo código le enseñaba que ella no debía nada a los amigos de sus amos y que si tenía prisa podía mandar a paseo a una señora que iba a visitar a mi abuela. Y, en cambio, con sus conocidos, es decir, con las pocas personas del pueblo admitidas a su difícil amistad, tenía vigente el más sutil e imperioso de los protocolos. Por ejemplo, Francisca había hecho amistad con el cafetero del hotel y con una doncella que confeccionaba trajes para una señora belga: pues ya no podía subir a arreglar las cosas de mi abuela inmediatamente después del almuerzo, sino al cabo de una hora; todo porque el cafetero quería hacerle café o tisana en su cocina, o porque la modista le pedía que fuera a verla coser, y a eso no se debe uno negar, no está bien negarse. Además, le merecía especiales atenciones la doncellita de la costura porque era huérfana y la había criado una familia extraña, con la que solía ir de vez en cuando a pasar unos días. Esta circunstancia excitaba en el ánimo de Francisca compasión y un tanto de benévolo desdén. Porque ella, que tenía familia y una casita heredada de sus padres, en donde su hermano criaba unas vacas, no podía considerar como igual suya a una muchacha sin parientes ni hogar. Y como la camarera estaba esperando que llegara el 15 de agosto para ver a sus protectores, Francisca no podía por menos de repetir: «¡Me da risa! Está diciendo que va a ir a su casa para el quince de agosto. ¡Y dice: “a mi casa”! Ni siquiera es su tierra son gente que la recogió, y a eso lo llama su casa, como si fuera de verdad su casa. ¡Pobrecílla! ¡Ya tiene bastante trabajo con no darse cuenta de lo que es tener uno su casa!». Pero si Francisca no hubiera hecho amistad más que con las doncellas de los huéspedes que cenaban con ella en el «comedor de servidumbre», y que la tomaban, al ver su hermosa papalina de encaje y su fino perfil por alguna dama, noble quizá, que por las circunstancias de la vida o por afecto servía de señora de compañía a mi abuela, es decir, si Francisca no se hubiese tratado más que con gente que no era del hotel, el mal no habría sido muy grande; porque como esa gente no nos servía para nada, conociérala o no Francisca, nos era lo mismo que los estorbara en su servicio. Pero era el caso que también se trataba con uno de los encargados de la bodega, con otro de la cocina y con una primera camarera de piso. Y el resultado fue, en lo que respecta a nuestra vida diaria que Francisca, que el día de la llegada, cuando aún no conocía a nadie, llamaba por cualquier cosa a horas intempestivas en que no nos hubiéramos atrevido a hacerlo ni la abuela ni yo, y contestaba si se le hacía alguna observación, que para eso se pagaba muy caro, como si ella pagara de su bolsillo, ahora que era amiga de un personaje de la cocina, cosa que al principio nos pareció de buen agüero para nuestra comodidad, si la abuela o yo teníamos los pies fríos no se atrevía a llamar aunque fuera una hora muy normal, y afirmaba que no parecería bien porque tendrían que encender de nuevo el hornillo o porque interrumpiría la comida de los criados, que acaso se enfadaran. Y terminaba con una frase que, a pesar del modo incierto como la pronunciaba, era clarísima, y nos quitaba la razón: «El caso es…». No insistíamos por temor a que nos castigara con otra más grave: «Me parece que hay porqué». Así, que resultaba que no podíamos pedir agua caliente porque Francisca se había hecho amiga del que tenía que calentar el agua.
Por fin, también nosotros hicimos una amistad, por mi abuela, pero sin proponérselo ella; porque una mañana se encontró de manos a boca, al ir a pasar una puerta, con la señora de Villeparisis, y no tuvieron más remedio que hablarse, pero después de muchos gestos de sorpresa y de vacilación, de ademanes de retroceso y de duda, y por último, de protestas de cortesía y regocijo, como en algunas obras de Moliére, donde hay dos actores que están monologando hace un rato cada uno por su lado y a dos pasos, haciendo como que no se ven, y que por fin se reconocen, no dan crédito a sus ojos, se quitan la palabra uno al otro, y por fin hablan los dos a la vez (después del monólogo, el coro), y se abren los brazos. La señora Villeparisis quiso, por discreción, despedirse en seguida de mi abuela, pero esta no lo consintió; la retuvo hasta que sirvieron el almuerzo, porque quería enterarse de cómo se las arreglaba la marquesa para que le llegara el correo antes que a nosotros y para que le sirvieran carné a la parrilla bien hecha (porque la señora de Villeparisis era buen tenedor y le gustaba poco la cocina del hotel, donde nos solían dar comidas que, según mi abuela, siempre con su manía de citar a madama de Sevigné, «eran tan magníficas que nos mataban de hambre»). Y la marquesa tomó la costumbre de venir todos los días a nuestra mesa del comedor, mientras que la servían, a pasar un rato con nosotros, pero sin consentir que nos levantáramos ni nos diéramos la menor molestia por ella. Lo único qué hacíamos era seguir sentados a la mesa, charlando con ella aunque va hubiésemos terminado de almorzar, en ese sórdido momento en que los cuchillos andan esparcidos por el mantel junto a las arrugadas servilletas. Yo, con objeto de no abandonar esa idea, que me hacía tener cariño a Balbec, de que estaba en una punta de la tierra, me esforzaba por mirar allá lejos, por no ver más que el mar, buscando los efectos de luz descritos por Baudelaire, de manera que mi vista no se posaba en la mesa a no ser aquellos días en que habían servido algún enorme pescado, monstruo marino que, al revés de tenedores o cuchillos, era contemporáneo de las épocas primitivas en que la vida comenzara a germinar en el océano, en tiempos de los Cimeríanos; monstruo marino cuyo cuerpo, de innumerables vértebras, de nervios azules y rosa, era obra de la Naturaleza, pero construido con arreglo a un arquitectónico plano como una policroma catedral de los mares. Igual que un peluquero que al ver que ese militar al que está sirviendo con particular consideración reconoce a un parroquiano que acaba de entrar y se pone a charlar con él se regocija al darse cuenta de que pertenecen a la misma clase social y va todo sonriente por la jabonera, porque sabe que en su salón de peluquería se superponen a las vulgares tareas del oficio placeres sociales, aristocráticos casi, lo mismo Amando al ver que la señora de Villeparisis nos trataba como a amigos viejos vueltos a encontrar se marchaba en busca de los lavamanos con la misma sonrisa orgullosamente modesta y sabiamente discreta del ama de casa que sabe retirarse a tiempo. O diríase también un padre dichoso y enternecido que vigila, sin perturbarlos, unos amores venturosos que se han iniciado en su mesa. Además, bastaba con que se pronunciara delante de Amando el nombre de un título, para que en su rostro se pintara una expresión de felicidad, mientras que, por el contrario, cuando alguien decía en presencia de Francisca «el conde Tal…» se le ponía una cara muy tétrica y hablaba poco y secamente, lo cual no significaba que estimase la nobleza en menor grado que Amando, sino que aún la veneraba más. Además, Francisca tenía una cualidad que en los demás le parecía el defecto capital: era orgullosa. No pertenecía a la casta agradable y bonachona de Amando. Esta clase de personas sienten un gran placer, y lo manifiestan, al oír contar un sucedido más o menos gracioso, pero inédito, que no ha salido en los periódicos. Francisca nunca quería poner cara de asombro. Y si le hubieran dicho que el archiduque Rodolfo, cuya existencia ignoraba totalmente, no había muerto, como la gente se figuraba, sino que todavía vivía, habría respondido: «Sí», como el que está, enterado ya hace tiempo de eso. E, indudablemente, si no podía oír, ni siquiera de nuestros labios, de labios de los que ella llamaba humildemente sus amos, de nosotros, que la habíamos domesticado, el nombre de un noble sin tener que reprimir un gesto de cólera, debía de ser porque su familia gozara allá en su pueblo una posición holgada e independiente, una consideración general tan sólo enturbiada por los nobles; mientras que un Amando ha servido desde chico en casa de esos nobles o se ha criado allí por caridad. De modo que para Francisca la señora de Villeparisis tenía que hacerse perdonar su calidad de noble. Pero en Francia, por lo menos, el talento es la única ocupación de los próceres y de las grandes señoras. Francisca, siguiendo la tendencia de los criados a estar siempre recogiendo observaciones fragmentarias respecto a las relaciones de sus amos con otras personas, observaciones de las que suelen sacar inducciones erróneas, como le pasa al hombre con la vida de los animales, se figuraba a cada momento que nos habían «faltado», conclusión a que la empujaba con harta facilidad el exagerado amor que nos tenía y lo mucho que le gustaba decirnos cosas desagradables. Pero como advirtió, sin posibilidad de error, las mil atenciones que tenía con nosotros y hasta con ella, la señora de Villeparisis, le dispensó el ser marquesa, y como al mismo tiempo nunca había dejado de respetarla por ser marquesa, vino a resultar que la prefería a todos nuestros conocidos. Verdad es que ninguno nos demostraba tan solícita amabilidad. En cuanto que a mi abuela le llamaba la atención un libro que leía la marquesa o unas frutas que le había mandado una amiga, ya teníamos en nuestro cuarto al ayuda de cámara para traernos el libro o la fruta. Y luego, cuando la veíamos, para responder a nuestras gracias, se contentaba con decir, como el que quiere dar a su regalo la excusa de una utilidad especial:
«No es una gran cosa; pero como los periódicos llegan con tanto retraso, hay que tener algo para leer». O «es una buena precaución contar con fruta segura cuando se está en un puerto de mar». «Me parece que ustedes no comen ostras —nos dijo la señora de Villeparisis (y yo, que a aquella hora me sentía con el estómago poco asentado, aún tuve más asco, porque esa carne viva de las ostras me repugnaba en mayor grado todavía que la viscosidad de las medusas que me estropeaban la playa de Balbec)—; aquí son muy buenas. ¡Ah!, diré a mi doncella que recoja el correo de usted cuando vaya por el mío. ¿De modo que su hija de usted le escribe todos los días? ¿Y tienen ustedes siempre cosas que decirse?». Mi abuela se calló, yo creo que por desdén, porque solía repetir, refiriéndose a mamá, las palabras de madama de Sevigné: «Recibo una carta, y en seguida querría tener otra, no deseo otra cosa. Hay poca gente digna de comprender lo que siente mi alma». Y tuve miedo de que no fuera a aplicar a la señora de Villeparisis la frase que sigue: «Y a esta minoría que me comprende la busco y a los demás les huyo». Pero cambió de conversación para hacer el elogio de la fruta que nos había mandado la marquesa el día antes. Tan buena era, que el director, a pesar de ver sus compoteras despreciadas, acalló la envidia y me dijo: «Yo soy como usted, más goloso de fruta que de ningún otro postre». Mi abuela dijo a su amiga que se la había agradecido todavía más porque la que daban en el hotel solía ser detestable. Y añadió:
—Yo no puedo decir, como madama de Sevigné, que si nos da el capricho de encontrar una fruta mala hay que mandarla traer de París.
—¡Ah, sí, lee usted a madama de Sevigné! Ya la vi desde el primer día con sus Cartas (y se le olvidaba que no había visto a mi abuela en el hotel hasta aquel día que se encontraron de manos a boca). ¿No le parece a usted un poco exagerada esa preocupación constante por su hija? Me parece que es excesiva para ser sincera. Le falta naturalidad.
Mi abuela consideró que toda discusión sería inútil, y para evitar que delante de personas incapaces de comprenderlas se hablase de cosas que a ella le gustaban, tapó con su saco de mano las Memorias de Madame de Beausergent, que llevaba consigo.
Cuando la señora de Villeparisis se encontraba a Francisca, a esa hora que ella llamaba «él mediodía», cuando bajaba a comer a los courriers, con su hermoso gorro blanco y acariciada por la consideración general, la marquesa la paraba para preguntarle por nosotros. Luego Francisca nos transmitía los encargos de la señora: «Ha dicho: Déles usted los buenos días de mi parte»; e imitaba la voz de la señora de Villeparisis, cuyas palabras se figuraba ella que citaba textualmente y sin deformarlas, como Platón las de Sócrates o San Juan las de Jesús. A Francisca estas atenciones le llegaban muy al alma. Pero cuando mi abuela afirmaba que en su juventud la señora de Villeparisis había sido una mujer encantadora no lo creía, y se figuraba que mi abuela estaba mintiendo por interés de clase, por aquello de que los ricos se defienden unos a otros. Verdad que de aquella hermosura de antaño no subsistían sino débiles vestigios, y para reconstituir con ellos la belleza perdida había que ser más artista que Francisca. Porque si deseamos comprender lo bonita que ha sido una mujer no basta tan sólo con mirarla, sino que hay que traducir facción por facción.
—A ver si algún día me acuerdo de preguntarle si no es una idea falsa mía eso de su parentesco con los «Guermantes» —me dijo la abuela, provocando con ello mi indignación. Porque, ¿cómo era posible que yo creyera en una comunidad de origen entre dos nombres que entraron en mí por puertas tan distintas, el uno por la baja y vergonzosa puerta de la experiencia y el otro por la áurea puerta de la imaginación?
Hacía algunos días solía pasar por allí, en magnífico tren, la princesa de Luxemburgo, belleza alta y rubia, de nariz un tanto pronunciada; estaba pasando unas semanas en aquella tierra. Un día su carretela se paró delante del hotel; un lacayo entró a hablar con el director, y volvió al coche a recoger un canastillo de maravillosa fruta (canastillo que reunía en su regazo único, igual que la bahía, distintas estaciones del año), que dejó con una tarjeta en la que había unas palabras escritas con lápiz. Yo me pregunté a qué viajero principesco, que parase en el hotel de incógnito, podían ir dedicadas esas ciruelas glaucas, luminosas y esféricas, lo mismo que la redondez del mar en aquel momento; esas uvas transparentes que colgaban de la seca rama como un día claro del otoño; esas peras de celeste azul. Porque indudablemente la persona a quien venía a visitar la princesa no iba a ser la amiga de mi abuela. Sin embargo, al día siguiente por la tarde la señora de Villeparisis nos mandó aquel racimo de uvas fresco y dorado y unas peras y ciruelas que en seguida conocimos, aunque las ciruelas habían pasado ya, lo mismo que el mar a la hora de nuestra cena, a un tono malva, y aunque en el profundo azul de las peras se viera flotar vagas formas de nubes rosadas. Unos días después nos encontramos con la marquesa de Villeparisis al salir del concierto sinfónico que tenía lugar por las mañanas en la playa. Convencido yo de que las obras que allí oía (el preludio de Lohengrin, la obertura de Tannhauser) eran expresión de excelsas verdades, hacía todo lo posible por ponerme a su altura, por llegar hasta ellas, y en mi deseo de comprenderlas, sacaba de mí mismo lo mejor y más hondo que en mi espíritu hubiese y se lo entregaba a ellas.
Pues bien: salimos la abuela y yo del concierto, camino del hotel, y nos paramos un instante en el paseo a hablar con la señora de Villeparisis, la cual nos anunció que había encargado en el hotel, para nosotros, croque Monsieur y huevos a la crema; en esto vi venir de lejos, y en nuestra dirección, a la princesa de Luxemburgo, semiapoyada en la sombrilla para imprimir a su esbelto y bien formado cuerpo una leve inclinación, de modo que dibujara ese arabesco tan grato a las mujeres cuya beldad culminó en días del Imperio, y que sabían muy bien con sus hombros caídos, la espalda inclinada, las caderas metidas y la pierna bien estirada hacer flotar su cuerpo muellemente, como un pañuelo de seda que ondulara alrededor de la armadura de un eje invisible, tieso y oblicuo. Salía todas las mañanas a dar una vuelta por la playa, casi a la misma hora en que todo el mundo se iba a almorzar, después del baño, y como ella se bañaba a la una y media volvía a su casa cuando ya hacía mucho rato que los bañistas habían abandonado el paseo del dique, desierto y echando fuego. La señora de Villeparisis presentó a mi abuela y quiso presentarme a mí; pero tuvo que preguntarme mi apellido, porque no se acordaba. O nunca lo supo, o se le había olvidado por los muchos años que habían pasado desde que mi abuela casara a su hija. Al parecer, mi nombre causó viva impresión a la señora de Villeparisis. La princesa de Luxemburgo nos tendió la mano, y luego, de vez en cuando, mientras hablaba con la marquesa, volvía la vista hacia nosotros y posaba en la abuela y en mí miradas cariñosas con ese embrión de beso que se añade a la sonrisa cuando mira uno a un bebé con su niñera. Y en su deseo de que no pareciera que se colocaba en una esfera superior a la nuestra, llegó a un error de cálculo, porque debió de medir mal la distancia y su mirada se impregno de tal bondad que vi acercarse el momento en que nos hiciese caricias con la mano, como a dos animalitos simpáticos que asoman la cabeza por entre los barrotes de su jaula, en el jardín de Aclimatación. Y esa idea de animales y de Bosque de Boulogne tomó en seguida gran consistencia en mi ánimo. A aquella hora recorrían, voceando, el paseo del dique multitud de vendedores ambulantes, que llevaban pasteles, bombones y bollos. La princesa, no sabiendo qué hacer para darnos pruebas de su benevolencia, llamó al primero de ellos que pasaba por allí; no tenía más que un pan de centeno de ese que se echa a los patos. La princesa lo cogió y me dijo: «Para su abuela de usted». Pero me lo entregó a mí, y añadió, con fina sonrisa: «Déselo usted mismo», figurándose, sin duda, que mi alegría sería más completa si no había intermediarios entre los animalitos y yo. Se acercaron otros vendedores, y la princesa me llenó los bolsillos de todas las cosas que llevaban: cajitas atadas con una cinta, barquillos, babas y barritas de caramelos. Me dijo: «Cómaselo usted y dé también algo a su abuela»; y mandó a aquel negrito vestido de raso rojo que la seguía por todas partes y era el pasmo de la playa que pagara a los vendedores. Luego se despidió de la señora de Villeparisis y nos tendió la mano con intención de tratarnos igual que a su amiga, cono íntimos, y de ponerse a nuestra altura. Pero esta vez debió de colocar nuestro nivel en la escala de los seres un poco más bajo de lo justo, porque la princesa significó a mi abuela su igualdad con nosotros por medio de esa sonrisa maternal y tierna que pone uno para despedirse de un chiquillo como si fuera una persona mayor. De modo que, por un maravilloso progreso de la evolución, mi abuela no era ya pato o antílope, sino un baby, como hubiese dicho la señora de Swann. Y por fin se separó de nosotros tres y prosiguió su paseo por el soleado dique, encorvado el magnífico cuerpo, que se enlazaba, cual serpiente a una varita, a la sombrilla blanca con dibujos azules que la princesa llevaba cerrada. Era la primera alteza con quien hablé; y digo la primera porque la princesa Matilde no tenía por sus modales nada de alteza. Ya se verá más adelante cómo mi segunda alteza habría de sorprenderme también por su amabilidad. Al otro día la señora de Villeparisis me dio a conocer una de las formas que adopta la amabilidad de los grandes señores, como benévolos intermediarios entre los soberanos y los burgueses, diciéndome: «Hará hecho ustedes excelente impresión a su alteza. Es una mujer de mucho discernimiento y de gran corazón. No es como tantos reyes y príncipes, no; tiene un valor positivo». Y la señora de Villeparisis añadió, muy convencida y contentísima por poder decirnos estas palabras: «Creo que se alegrará mucho de volver a ver a ustedes».
Pero aquella misma mañana que nos encontramos con la princesa de Luxemburgo, la señora de Villeparisis me dijo una cosa que me chocó mucho más porque ya se sal, de los puros dominios de la amabilidad.
—¿De modo que su padre de usted es el jefe del Ministerio de Relaciones Extranjeras, no? He oído decir que muy simpático. Ahora está haciendo es un hombre un viaje muy bonito.
Pocos días antes nos habíamos enterado por una carta de mamá de que mi padre y su compañero de viaje, el señor de Norpois, habían perdido sus equipajes.
—Ya los han encontrado, o, mejor dicho, no llegaron a perderse; realmente, lo que ha ocurrido es eso —dijo la señora de Villeparisis, que, sin que pudiéramos explicárnoslo, parecía estar mucho mejor informada que nosotros de todos los detalles del viaje—. Me parece que su padre de usted adelantará su regreso y volverá la semana que viene; creo que renuncia a ir a Algeciras Pero tiene lanas de dedicar otro día a Toledo, porque es gran admirador de un discípulo del Ticiano, no me acuerdo cómo se llama, que no se puede ver bien más que en Toledo.
Y yo me pregunté a qué casualidad se debía el hecho de que en aquel lente de indiferencia con el cual miraba desde lejos la señora de Villeparisis el rebullir sumario, minúsculo y vago de la gente que conocía se encontrase intercalado, precisamente en el sitio por donde se veía a mi padre, un trozo de cristal de aumento tan fuerte que la hacía ver con gran relieve y en su menor detalle las buenas condiciones de mi padre, las contingencias que lo obligaban a volverse antes, las molestias de la aduana y su afición al Greco, y que, cambiando la escala de su visión, le mostraba tan sólo a aquel hombre como muy alto en medio de los demás humanos, muy pequeños, igual que ese Júpiter que Gustavo Moreau pintó, al lado de una mujer mortal, con estatura sobrehumana.
Mi abuela se despidió de la señora de Villeparisis con objeto de que pudiéramos estarnos todavía un rato al aire libre delante del hotel, hasta que nos hicieran seña por detrás de los cristales de que nos habían servido el almuerzo. En esto se oyó mucho bullicio. Era la joven amiga del rey de los salvajes, que volvía del baño en busca del almuerzo.
—¡Qué vergüenza; verdaderamente es para marcharse de este país! —exclamó furioso el abogado de Cherburgo, que pasaba por allí en aquel momento.
Entre tanto, la mujer del notario ponía unos ojos de a cuarta para mirar bien a la joven soberana.
—No se puede usted figurar cuánto me irrita ver a la señora Baldais mirando asía esa gentuza —dijo el abogado al presidente de la Audiencia—. De buena gana le daría un moquete. De esa manera, se da importancia a esa canalla, que no está deseando sino que se ocupen de ellos. Diga usted a su marido que le advierta lo ridículo que es eso; yo no vuelvo a salir con ellos si miran a los mamarrachos de esa manera.
En cuanto a la visita de la princesa de Luxemburgo aquel día que paró su coche delante del hotel y dejó el canastillo de fruta, no había escapado a la curiosidad del grupo formado por las mujeres del notario, el ahogado y el magistrado, ya muy preocupadas hacía tiempo por averiguar si era una marquesa auténtica o una aventurera aquella señora de Villeparisis, a quien todo el mundo trataba con suma consideración; aquellas señoras estaban deseando descubrir que la marquesa era indigna de tal respeto. Cuando la señora de Villeparisis atravesaba el hall, la mujer del magistrado, que veía por todas partes uniones ilegítimas levantaba la nariz de la labor que estuviese haciendo y la miraba con un gesto que hacía retorcerse de risa a sus amigas.
—Lo que es yo, saben ustedes —decía con orgullo—, siempre empiezo por pensar mal. No consiento en darme por convencida de que una mujer está realmente casada como no me enseñen las partidas de nacimiento y el acta del juzgado. Pero no tengan ustedes cuidado, ya me enteraré yo.
Y todos los días aquellas señoras iban a su tertulia sonriéndose.
—Venimos por noticias.
Pero aquella tarde de la visita de la princesa de Luxemburgo la mujer del magistrado hizo un signo de misterio poniéndose un dedo en los labios.
—¡Hay novedades!
—¡Esta señora Poncin es enorme, nunca vi cosa parecida! Vamos a ver, ¿qué es lo que hay de nuevo?
—Pues hay que una mujer de pelo rubio, con dos dedos de colorete y un coche que olía a cocotte desde una legua, de esos coches que sólo gastan esas damitas, estuvo hace un momento a ver a la llamada duquesa.
—¡Ah caramba, caramba, ya, ya! ¡Vamos, vamos! Sí, es esa señora que hemos visto, ¿no se acuerda usted, decano?, y que no nos hizo muy buena impresión; pero no sabíamos que había venido en busca de la marquesa. ¿Es una mujer que lleva un negrito, no?
—La misma.
—¡Ah, qué me dice usted! ¿Y no sabe usted cómo se llama?
—Sí; hice como que me equivocaba y cogí su tarjeta. Gasta como nombre de guerra el de princesa de Luxemburgo. ¿Qué? ¿No tenía yo motivo para pensar mal? ¡Sí que es agradable esto de tener que aguantar aquí esa promiscuidad con una especie de baronesa de Ange!
El abogado citó al presidente de la Audiencia a Mathurin Regnier y a Macette.
Y no vaya a imaginarse que esa equivocación fue pasajera, como las que se forjan en el segundo acto de un vaudeville[42] para disiparse en el tercero, no; cuando la princesa de Luxemburgo, sobrina del rey de Inglaterra y del emperador de Austria, venía al hotel a buscar a la señora de Villeparisis y salían las dos de paseo en coche, el grupo del magistrado siempre se figuró que eran aquellas dos damas dos tunantas de esas que tan difícil es esquivar en un punto de veraneo. Las tres cuartas partes de los aristócratas del barrio de Saint-Germain pasan a los ojos de la clase media por juerguistas arruinados lo cual son a veces individualmente), que no pueden, por consiguiente, recibir en su casa. En eso la clase media es muy honrada, porque tales vicios, no son obstáculo para que esos hombres sean muy bien acogido en casas donde nunca entrarán los simples burgueses. Y los aristócratas se imaginan que la clase media sabe esto muy bien, y afectan tal sencillez en aquello que a la aristocracia concierne, tal menosprecio por sus amigos que están más de moda, que la mala interpretación de los burgueses se justifica. Si por casualidad ocurre que un aristócrata tiene trato con la clase media porque es muy rico y preside varias sociedades financieras, los buenos burgueses, que por fin dan con un noble digno de ser de los suyos, jurarían que ese noble no quiere nada con un marqués arruinado y jugador, muy amable, y que por esa misma amabilidad se figuran ellos que no se trata con nadie. Y cuál no es su sorpresa cuando el duque, presidente del Consejo de administración de alguna empresa colosal, casa a su hijo con la hija del marqués, jugador, es cierto, pero cuyo apellido es el más viejo de Francia lo mismo que un rey prefiere dar por esposa a su heredero la hija de un rey destronado y no la de un presidente de la República. Es decir, que esos dos sectores del mundo tienen el uno del otro una visión igualmente quimérica que la que gozan los habitantes de una playa situada en un extremo de la bahía de Balbec del pueblo colocado en el lugar opuesto; desde Rivebelle se distingue un poco Marcouville l’Orgueilleuse, y eso engaña, porque así en Rivebelle se figuran que los ven desde Marcouville cuando en realidad en este pueblo la mayor parte de las magnificencias de Rivebelle son invisibles.