—Sí, los Cottard y la duquesa de Vendóme; ¿no le parece a usted que será divertido? —preguntó Swann.

—A mí me parece que saldrá muy mal y que les traerá a ustedes algún disgusto, porque no se debe jugar con fuego —contestó, muy furiosa, la señora de Bontemps.

La cual señora fue invitada, con su marido, a una comida a la que asistió también el príncipe de Agrigento; y la señora de Bontemps y Cottard tenían dos maneras distintas de contarlo, según fuese la persona con quien estuvieran hablando. Había unos a los que, tanto la señora de Bontemps como Cottard, decían negligentemente cuando les preguntaban quién más había asistido a la cena:

—Nadie más que el príncipe de Agrigento; era muy íntima Pero había otros que se las daban de más enterados y se arriesgaban a decir:

—¿Pero no estaban también los Bontemps?

—¡Ah!, sí, se me había olvidado —respondía, ruborizándose, el doctor a aquel indiscreto, al que clasificaba de allí en adelante en la categoría de los malas lenguas—. Y para estos, tanto los Bontemps como los Cottard adoptaron, sin ponerse de acuerdo, una versión cuyo marco era idéntico y en la que sólo variaban sus nombres respectivos. Cottard decía: «Pues éramos nada más que los dueños de casa, el duque de Vendóme y la duquesa, el profesor —y aquí sonreía presuntuosamente—, Cottard y su señora, el príncipe de Agrigento, y, para no dejarse nada, los señores de Bontemps, yo no sé por qué, la verdad, porque estaban tan en su lugar come, los perros en misa». Exactamente igual era el parrafito que recitaba el matrimonio Bontemps, sin otra diferencia que la de nombrar a los Bontemps, con vanidoso énfasis, entre la duquesa de Vendóme y el príncipe de Agrigento y la de dejar para el final a aquellos pelagatos que descomponían el cuadro, y a los que acusaban de haberse invitado ellos mismos, los Cottard.

Muchas veces Swann volvía de sus visitas poco antes de la hora de cenar. En ese momento de las seis de la tarde, que antaño era para él tan angustioso, ya no se preguntaba qué es lo que estaría haciendo Odette, y le preocupaba muy poco que tuviera visitas o que hubiese salido. Rememoraba alguna vez que allá hace muchos años, un día quiso leer al trasluz una carta cerrada de Odette dirigida a Forcheville. Pero tal recuerdo vio le era grato, y prefería deshacerse de él con una contorsión de la comisura de los labios, complementada con un meneíto de cabeza que significaba: «¿Y a mi qué?». Claro es que ahora estimaba que aquella Hipótesis, en que antaño se posaba muchas veces, de que las fantasías de sus celos eran lo único que entenebrecía la vida de Odette, en realidad inocente; que esa hipótesis (en sumo beneficiosa, porque mientras duró su enfermedad amorosa mitigó sus sufrimientos presentándoselos como imaginarios) no era cierta, que quienes veían claro eran sus celos, y que si Odette lo había querido más de lo que él suponía, también lo engaitó mucho más de lo que él se figuraba.

Antes, en la época de sus padecimientos, se prometió que en cuanto ya no quisiera a Odette y no tuviese miedo a enojarla o a hacerle creer que la quería, mucho, se daría el gusto de dilucidar con ella, por simple amor a la verdad y cual si se tratara de un punto de historia, si Forcheville estaba o no durmiendo con ella aquel día en que él llamó a los cristales y no le abrieron, cuando ella escribió a Forcheville que el que había llamado era un tío suyo. Pero ese problema tan interesante, que iba a ponerse en claro en cuanto se le acabaran los celos, perdió precisamente toda suerte de interés en cuanto dejó de estar celoso. Pero no inmediatamente, sin embargo. Porque cuando ya no sentía ningunos celos por causa de Odette todavía se los seguía inspirando aquel día, aquella tarde en que llamó tantas veces en balde a la puerta del hotel de la calle de La Pérousse. Como si los celos, asemejándose a esas enfermedades que parecen tener su localización y su foco de contagio no en determinadas personas, sino en determinados lugares y casas, no tuvieran por objeto a Odette misma, sino a ese día, a esa hora del huido pasado, en que Swann estuvo llamando a todas las puertas del hotelito de su querida. Dijérase como que aquel día y hora fueron los únicos que cristalizaron algunas parcelas de la personalidad amorosa que Swann tuvo antaño y que sólo allí las encontraba. Desde hacía tiempo ya no le preocupaba nada que Odette lo hubiese engañado y lo siguiera engañando. Y sin embargo, durante unos años aún anduvo buscando a criados antiguos de Odette: hasta tal punto persistió en, él la dolorosa curiosidad de saber si aquel día, ya tan remoto, y a las seis de la tarde, estaba Odette durmiendo con Forcheville. Luego, la curiosidad desapareció, sin que por eso cesaran las investigaciones. Seguía haciendo por enterarse de una cosa que ya no le interesaba, porque su antiguo yo, llegado a la extrema decrepitud, obraba maquinalmente, con arreglo a preocupaciones hasta tal punto inexistentes ya, que Swann no podía representarse siquiera aquella angustia, antaño fortísima, que se figuraba él entonces que no podría quitarse nunca de encima, en aquel tiempo en que sólo la muerte de la persona amada da muerte, que, como más tare mostrará en este libro una cruel contraprueba, en nada mitiga el dolor de los celos le parecía capaz de allanarle el camino, para él obstruido, de la vida.

Pero no era el deseo único de Swann el llegar a aclarar algún día aquellos hechos de la vida de Odette que tanto le hicieron padecer; también tenía en reserva el deseo de vengarse, cuando ya no la quisiera, y por consiguiente, no le tuviera miedo; y precisamente se le presentaba la ocasión de realizar ese deseo, porque Swann quería a otra mujer, una mujer que no le daba motivos de celos, pero que, sin embargo, le inspiraba la pasión de los celos; porque Swann no podía renovar su manera de amar, y aquella manera que antes le sirvió para querer a Odette era la misma que ahora le servía para otra mujer. Para que los celos de Swann renaciesen no era menester que aquella mujer le fuera infiel; bastaba con que, por cualquier motivo, estuviera lejos de él, por ejemplo, en una reunión donde parecía que lo pasó bien. Y ya era lo bastante para despertar en su alma la angustia de antes, excrecencia lamentable y contradictoria de su amor, y que separaba a Swann de lo que esa mujer era en realidad (presentándose como una necesidad de llegar hasta el fondo del verdadero sentimiento de aquella mujer joven, hasta el deseo oculto de sus días y el secreto de su corazón), que los separaba porque entre Swann y su amada interponían un montón refractario de sospechas anteriores, que tenían su fundamento en Odette, o quizá en otra anterior a Odette, y que ya no dejaban al envejecido enamorado conocer a su querida de hoy sino a través del fantasma antiguo y colectivo de «la mujer que le inspiraba celos», en el que arbitrariamente había encarnado Swann su nuevo amor. Muchas veces Swann acusaba a esos celos de hacerle creer en imaginarias traiciones; pero entonces se acordaba que había empleado el mismo razonamiento en beneficio de Odette, y equivocadamente. Así, que le parecía que aquella joven no podía consagrar las horas que no pasaba con él a nada inocente. Pero si antes hizo juramento de que en cuanto, no quisiera a la que entonces no podía él figurarse que sería su mujer le manifestaría implacablemente su indiferencia, sincera al fin, para vengar su orgullo, por tanto tiempo humillado, ahora esas represalias, que podrían efectuarse sin riesgo (porque ¿qué se le daba a él que Odette le cogiera la palabra y lo privara de aquellos momentos de intimidad que antes le eran tan necesarios?), ya no le importaban nada: con el amor se fue el deseo de demostrarle que ya no había amor. Y Swann, que cuando sufría por amor de Odette tanto habría deseado hacerle ver que se había enamorado de otra, ahora que podía llevar a logro su deseo tomaba mil precauciones para que su mujer no sospechara su enamoramiento nuevo.

Y no sólo tomaba yo ahora parte en aquellas meriendas que antes, en los Campos Elíseos, eran para mí, motivo de tristeza, porque Gilberta tenía que marcharse para volver a casa más temprano: también se me admitía en las salidas que hacia Gilberta con su madre, bien para ir de paseo, bien al teatro; aquellas salidas que antaño le impedían ir a los Campos Elíseos y me privaban de ella, y tenía que estarme yo solo paseándome a lo largo de la pradera o mirando el tiovivo; ahora se me reservaba un sitio en el landó y hasta me preguntaba adónde quería yo que fuesemos, si al teatro, a una lección de baile en casa de una compañera de Gilberta, a una reunión mundana que daban unos amigos de Swann (y que Odette llamaba un petit meeting) o a ver los sepulcros de Saint-Denis.

Los días que salía yo con los Swann iba a su casa a almorzar, a tomar el lunch, como decía la señora de Swann; como la invitación era para las doce y medía y mis padres almorzaban en aquellos tiempos a las once y cuarto, resultaba que ellos ya se habían levantado de la mesa cuando yo salía en dirección a aquel barrio lujoso, casi siempre solitario, y más que nunca a esa hora, en que todo el mundo estaba comiendo. Yo, aunque fuese invierno y estuviésemos bajo cero, si hacía sol me estaba paseando por aquellas avenidas, apretándome de vez en cuando el nudo de una magnífica corbata comprada en casa de Chavert, y mirando a ver si se me habían ensuciado mis botas de charol hasta que eran las doce y veintisiete. De lejos veía el jardincillo de los Swann, donde el sol abrillantaba los desnudos árboles como si fueran de escarcha. Lo desusado de la hora daba novedad al espectáculo. A estos placeres de la Naturaleza (avivados por la supresión de la costumbre y aún por el hambre) venía a unirse la emocionante perspectiva de almorzar en casa de los Swann, lo cual no amenguaba esos placeres, pero los dominaba, los señoreaba los convertía en accesorios mundanos; de suerte que si a esa hora, en que de ordinario no advertía su existencia, me parecía como que había descubierto el buen tiempo, el frío y la luz invernal, todo era un a modo de prefacio de los huevos a la crema, una como pátina de fresca y rosada transparencia aplicada sobre el revestimiento de aquella capilla misteriosa que era la casa de los Swann, capilla en cuyo seno se guardaban, por el contrario, tanto calor, tanto perfume y tanta flor.

A las doce y media me decidía a entrar en la casa, que, como zapatito de Navidad, parecía destinada a ofrecerme placeres sobrenaturales. Este nombre de Navidad era cosa desconocida para Gilberta y su madre, que lo habían reemplazado ron el nombre de Christmas y no hablaban más que del pudding de Christmas, de sus regalos de Christmas, de su viaje —y esto me causaba un dolor loco— de Christmas. Así, que a mí hasta en mi propia casa me habría parecido deshonroso hablar de la Navidad y siempre decía Christmas, cosa que a mi padre se le antojaba sumamente ridícula.

Al principio no encontraba más que a un lacayo, que, tras hacerme pasar por varios salones, me introducía en una salita vacía, donde ya empezaba su sueño la azulada tarde puesta en los balcones; me quedaba solo, sin otra compañía que orquídeas, rosas y violetas, las cuales —como esas personas que también están esperando la misma habitación que nosotros, pero que no nos conocen— guardaban un silencio más impresionante aún por su individualidad de cosas vivas y recibían, frioleras, el calor de una incandescente lumbre de carbón, preciosamente alojada tras una vitrina de cristal en una tina de mármol blanco, que iba desgranando lentamente sus peligrosos rubíes.

Yo me había sentado, pero me levantaba precipitadamente al oír que se abría la puerta; pero no era nadie más que un segundo lacayo, y enseguida un tercero, cuyas emocionantes idas y venidas no tenían otro resultado sino el liviano de poner un poco de agua en los búcaros o de carbón en la lumbre; se iban, volvía yo a quedarme solo en cuanto cerraban aquella puerta, que la señora de Swann acabaría por abrir. Y de seguro que habría yo sentido menor azoramiento de hallarme en un antro mágico que en aquella salita de espera donde el fuego parecía que estaba procediendo a trasmutaciones como en el laboratorio de Klingsor. Otra vez se oían pasos, yo no me levantaba: sería otro lacayo; y entraba el señor Swann.

¿Cómo? ¿Está usted solo? ¡Qué quiere usted! La pobre de mí mujer no sabe lo que son las horas. La una menos diez. Cada día más tarde. Y verá usted cómo viene sin prisas, figurándose que llega adelantada.

Y como seguía neuroartrítico y se había vuelto un poco ridículo, aquello de tener una mujer tan poco puntual que volvía muy tarde del Bosque, o que se olvidaba del tiempo en casa de su modista y no estaba nunca en casa a la hora de la comida, preocupaba a Swann por su estómago, pero le halagaba el amor propio.

Me enseñaba las compras recientes que había hecho, explicándome su importancia; pero la emoción, y con ella la falta de costumbre de estar en ayunas a esas horas, me agitaban el ánimo y hacían en él el vacío, de modo que aunque me sentía incapaz de hablar, no así de escuchar. Además, a esas obras que poseía Swann ya les bastaba con estar en su casa y formar parte de la hora deliciosa que precedía al almuerzo. Y aunque hubiera estado allí la Gioconda no me habría causado más placentera emoción que una bata de la señora de Swann o sus frascos de sales.

Seguía esperando, solo con Swann y a veces con Gilberta, que venía a hacernos compañía. La llegada de la señora de Swann, preparada por tantas majestuosas entradas, se me representaba con caracteres de cosa inmensa. Espiaba el menor crujido. Pero ocurre que una catedral, una ola de tempestad o un salto de bailarín no son luego tan altos como nos los figurábamos: después de todos aquellos lacayos en libreados, como esos comparsas que en el teatro, con su desfile, preparan, y por eso mismo deslustran, la aparición final de la reina, la señora de Swann entraba furtivamente, con su abrigo de nutria, con el velo del sombrero bajado y la nariz encarnada de frío; y aquella entrada no cumplía las promesas que la espera prodigó a mi imaginación.

Pero si no había salido de casa aquella mañana, llegaba a la salita vestida con un peinador de crespón de China color claro, que me parecía más elegante que ningún otro traje.

A veces los Swann se decidían a pasar en casa toda la tarde. Y entonces, como habíamos almorzado a hora muy avanzada, pronto veía yo cómo el sol iba declinando por la pared del jardincillo, el sol de aquel día, que me pareció diferente de los demás; y en vano acudían los criados con lámparas de todos tamaños y formas, que ardían cada cual en su altar consagrado, una consola, un velador, una rinconera o una mesita, como en celebración de un desconocido culto: de la conversación no brotaba nada extraordinario y yo me iba de allí desilusionado, como suele a uno pasarle desde niño con la Misa del Gallo.

Pero esa desilusión era casi puramente espiritual. Yo saltaba de alegría en aquella casa donde Gilberta, cuando no estaba aún con nosotros, entraría un momento después para darme, durante horas y horas sus palabras, su mirar sonriente y atento, tal como yo los vi por primera vez en Combray. A lo sumo sentía unos pocos celos al verla desaparecer muchas veces en lo hondo de vastas cámaras a las que se entraba por la escalera interior. Yo tenía que quedarme en la sala, como ese hombre enamorado de una actriz que no tiene otra cosa que su butaca y piensa, preocupado, en lo que ocurre entre bastidores y en el saloncillo de los artistas, y hacía a Swann preguntas sabiamente veladas sobre esa otra parte de la casa, pero hechas en un tono del que no sé si logré desterrar por completo toda ansiedad. Me explicó que la habitación adonde iba Gilberta era la lencería; se brindó a enseñármela, y me prometió que siempre que Gilberta fuese allí le haría que me llevara en su compañía. Con estas últimas palabras y el descanso que me procuraron, Swann suprimió bruscamente en mí una de esas terribles distancias interiores allá en cuyo fondo se nos aparece como muy remota la mujer amada. En ese instante sentí hacia él un cariño que se me figuró más hondo que el que me inspiraba Gilberta. Porque él, amo de su hija, me la daba, y ella a veces se me negaba; y no tenía yo directamente sobre ella el mismo imperio que indirectamente a través de Swann. Y, además, a ella la quería, y por consiguiente no podía verla sin ese azoramiento sin ese deseo de algo más que nos quita, cuando estamos junto al ser querido, la sensación de amar.

Pero por lo general no nos quedábamos en casa y salíamos de paseo. A veces la señora de Swann, antes de ir a vestirse, se ponía al piano. De las mangas rosa, blancas o de vivos colores de su bata de crespón de China surgían sus lindas manos y alargaban sobre el teclado sus falanges con la misma melancolía que llevaba en sus ojos, y que no existía en su corazón. Uno de esos días tocó la parte de la sonata de Vinteuil donde se encuentra la frase que Swann quiso tanto. Pero muchas veces cuando se oye por primera vez una música un tanto complicada no se entiende nada. Sin embargo, cuando oí tocar dos o tres veces más esa sonata me di cuenta de que la conocía perfectamente De modo que no está mal dicho eso de «oír por primera vez». Porque si, como nosotros supusimos, no hubiésemos distinguido nada en la primera audición, la segunda y la tercera serian igualmente primeras audiciones, y no habría razón alguna para que nos enteráramos mejor la décima vez. Probablemente lo que nos falta esa primera vez no es comprensión, sino memoria. Porque la nuestra, si se tiene en cuenta la complejidad de impresiones que se le ponen delante mientras escuchamos, es ínfima, tan breve como la memoria de un hombre que en sueños piensa mil cosas, para olvidarlas enseguida, o de un ser medio vuelto a la infancia, que ya no se acuerda de una cosa un instante después que se la han dicho. La memoria es incapaz de darnos inmediatamente el recuerdo de esas múltiples impresiones. Pero ese recuerdo se va formando en ella poco a poco, y ocurre con esas obras as oídas dos o tres veces lo que le sucede al colegial que leyó varias veces la lección antes de dormirse, creyendo que no se la sabía, y al otro día se despierta recitándola de memoria. Ahora, que yo nunca había oído la sonata esa, y allí donde Swann y su esposa veían distintamente una frase yo no veía cosa alguna: estaba la frase tan lejos de mi percepción clara como un nombre que queremos recordar y no encontramos en su lugar mas que la nada, una nada de la que una hora más tarde, cuando menos lo pensemos, brotarán ellas solas, de un solo arranque, las sílabas vanamente solicitadas antes. Y no sólo somos incapaces de retener enseguida las obras realmente raras, sino que lo que primeramente distinguimos en el seno de ellas son las partes de menos valor, cosa que a mí me ocurrió con la sonata de Vinteuil. Así, que no sólo me equivoqué al pensar que la obra ya no me reservaba nada (lo cual fue motivo de que estuviera mucho tiempo sin hacer por oírla), desde el momento que oí tocar a la señora de Swann la frase más famosa (en eso me mostraba yo tan estúpido como esas personas que se figuran que no sentirán sorpresa delante de San Marcos de Venecia porque han aprendido in las fotografías cuál es la forma de sus cúpulas), sino, lo que aún es más, cuando hube escuchado la sonata de cabo a rabo siguió para mí casi tan invisible como antes, a semejanza de lo que ocurre con un monumento que la bruma o la distancia nos roban a la vista excepto en algunas de sus partes. Y de ahí la melancolía que lleva consigo el conocer esas obras, como el conocer cualquier cosa que se realice en el tiempo. Cuando se me descubrió lo que tiene de más oculto la sonata de Vinteuil, ya, arrastrado por la costumbre, libre de la presión de mi sensibilidad lo que primero distinguí y aprecié empezaba a escapárseme y a huir. Y por no poder amar sino sucesivamente en el tiempo todo lo que aquella sonata me traía al ánimo, nunca llegué a poseerla entera: se parecía a la vida. Pero estas grandes obras son menos engañosas que la vida y no empiezan por darnos lo mejor que tienen. En la sonata de Vinteuil, las bellezas que antes se descubren son también las que más pronto nos cansan, e indudablemente por la misma razón: y es que son las que más se parecen a, las cosas que ya conocíamos. Pero cuando estas se alejaron aún nos queda por amar tal o cual frase cuyo orden, novísimo para ofrecer al principio a nuestro ánimo otra cosa que confusión, nos la hizo indiscernible y nos la guardó intacta; y entonces llega hasta nosotros, la última de todas, esa frase por delante de la cual pasábamos todos los días sin saberlo, que se reservaba y que por la potencia de su propia belleza se mantuvo invisible y desconocida. Y también es la última que dejamos marcharse. La queremos más tiempo que a las demás porque hemos tardado en llegar a quererla mucho más tiempo que a las otras. Y ese tiempo que necesita un individuo —como me sucedió a mí con esa sonata— penetrar una obra algo profunda es como resumen y símbolo de los años y a veces de los siglos, que tienen que pasar hasta que al público le llegue a gustar una obra maestra verdaderamente nueva Quizá por eso se dice el hombre de genio, para evitarse las incomprensiones de la multitud, que como a los contemporáneos les falta la distancia necesaria, las obras escritas para la posteridad sólo la posteridad debiera leerlas igual que ciertas pinturas, mal juzgadas cuando se las mira de muy cerca. Pero, en realidad, toda cobarde precaución para evitarse los juicios erróneos es inútil, porque son inevitables. El motivo de que una obra genial rara vez conquiste la admiración inmediata es que su autor es extraordinario y pocas personas se le parecen. Ha de ser su obra misma la que, fecundando los pocos espíritus capaces de comprenderla, los vaya haciendo crecer y multiplicarse. Los mismos cuartetos de Beethoven (los cuartetos XII, XIII, XIV y XV), son los que han tardado cincuenta años en dar vida y número al público de los cuartetos de Beethoven, realizando de ese modo, como todas las grandes obras, un progreso, si no en el valor de los artistas, por lo menos en la sociedad espiritual, en la que entran hoy ya muchos de esos elementos imposibles de encontrar cuando nació la obra, es decir, seres capaces de amarla. Eso que se llama la posteridad es la posteridad de la obra. Es menester que la obra dé arte (sin tener en cuenta, para simplificar, a los genios que en la misma época puedan trabajar paralelamente preparando para el porvenir un público mejor, del que se aprovecharán otros) cree ella misma su posteridad. Y si la obra se guardase en reserva y sólo la posteridad la conociese, esta ya no sería para dicha obra la verdadera posteridad, sino sencillamente una reunión de contemporáneos que vive cincuenta años más tarde. Es, pues, menester que el artista —y eso hizo Vinteuil—, si quiere que su obra pueda seguir su camino, la lance donde haya bastante profundidad, en pleno y remoto porvenir. Y, sin embargo, sí el no tener en cuenta ese tiempo por venir, verdadera perspectiva de las grandes obras, es el error de los malos jueces, el tenerlo en cuenta es muchas veces el peligroso escrúpulo de los jueces buenos. Indudablemente, es cómodo imaginarse, por una ilusión análoga a la que uniformiza todas las cosas en el horizonte, que todas las revoluciones ocurridas hasta el día en pintura o música respetaban siempre algunas reglas; pero que lo que tenemos inmediatamente delante, impresionismo, disonancias rebuscadas, uso exclusivo de la gama china cubismo y futurismo, difiere terriblemente de todo lo precedente. Y es que nosotros consideramos lo precedente sin tener en cuenta que una larga asimilación lo ha convertido para nosotros en una materia variada, sí, pero homogénea, donde Hugo está al lado de Moliére. Pero pensemos en los extravagantes disparates que nos ofrecería, si no tuviésemos en cuenta el tiempo por venir y los cambios que acarrea, un horóscopo de nuestra edad madura hecho delante de nosotros cuando somos adolescentes. Sólo que no todos los horóscopos son ciertos, y para una obra de arte tener que introducir en el total de su belleza el factor tiempo entremezcla a nuestro juicio un elemento de azar, y por ende tan desprovisto de interés verdadero como toda profecía, cuya no realización no implicará en ningún caso mediocridad de espíritu en el profeta; porque lo que llama a la vida o excluye de ella a las posibilidades no entra forzosamente en la competencia del genio; se puede haber sido genial y no haber prestado crédito al porvenir de los ferrocarriles o de la aviación, como se puede ser gran psicólogo y no creer en la falsía de una querida o de un amigo, cuyas traiciones hubiesen previsto personas más mediocres.

No entendí la sonata, pero me quedé encantado de oír tocar a la señora de Swann. Parecíame que su modo de tocar formaba parte, al igual que su bata, que el perfume de la escalera, que sus abrigos y sus crisantemos, de un todo individual y misterioso que vivía en un mundo muy superior a ese donde la razón se siente capaz de analizar el talento. ¡Qué hermosa es esta sonata de Vinteuil!, ¿verdad? —me dijo Swann—. Ese momento de noche obscura bajo los árboles, de donde desciende un frescor movido por los arpegios de los violines Reconocerá usted que es muy bonito; tiene todo el lado estático del calor de luna, que es el esencial. No es nada de extraordinario que un tratamiento de luz, como el que sigue mi mujer, tenga influencia en los músculo, porque la luz de la luna no deja moverse a las hojas. Eso es lo que describe tan perfectamente la frasecita, es el bosque de Boulogne en estado cataléptico. Y donde sorprende aún más es a orillas del mar, porque entonces las olas dan unas tenues respuestas que se oyen muy bien, porque todas las demás cosas no se pueden mover. En París ocurre lo contrario: a lo sumo nota uno resplandores tenues en los monumentos, un cielo iluminado como por un incendio sin color y sin peligro, especie de suceso entrevisto. Pero en la frasecita de Vinteuil y en toda la sonata no es eso lo que se ve, lo que sea es en el Bosque, y en el grupetto se distingue perfectamente una voz que dice: «Casi se puede leer el periódico».

Esas palabras de Swann quizá hubieran podido falsear para más tarde mi comprensión de la sonata, porque la música es muy poco exclusiva para apartar de modo absoluto lo que nos sugieren que busquemos en ella. Pero por otras frases de Swann comprendí que esos follajes nocturnos eran sencillamente los de los árboles que lo cobijaron con su espesura en varios restaurantes de los alrededores de París, donde oyó muchas veces la frasecita En vez de la profunda significación que Swann le había ido a pedir muchas veces, lo que le daba eran follajes colocados, ceñidos y pintados alrededor de ella (y le inspiraba el deseo de volver a verlos porque la frase parecía ser cosa interior a esos follajes, como un alma.); era toda una primavera de las que antaño no pudo gozar porque, de febril y apenado que estaba, le faltó bienestar para eso, y que la frase le había guardado (como se le guardan a un enfermo las cosas buenas que no ha podido comer). La sonata de Vinteuil le decía muchas cosas de aquellas bellezas que sintió tantas noches en el Bosque, cosas que no habría podido decirle Odette si a ella se las preguntara, aunque entonces se hallaba también presente como la frase de la sonata. Pero Odette estaba junto a él (y no en él, como el motivo de Vinteuil), y por consiguiente no veía —aunque Odette hubiese sido mil veces más comprensiva— lo que para ningún humano es posible (por lo menos he estado mucho tiempo creyendo que esa regla no tenía excepción) que se exteriorice.

—Qué bonito es en el fondo eso de que el sonido pueda reflejar, como el agua o como el espejo, ¿verdad? Y observe usted que lo que me muestra la base de Vinteuil es todo aquello en que en ese entonces no me fijaba yo. Ya no me recuerda nada de mis amores y mis penas de entonces, me ha dado cambiazo.

—¡Carlos, se me figura que todo eso que estás diciendo no es muy halagüeño para mi!

¿Cómo que no? Las mujeres son tremendas. Yo quería decir a este joven que lo que se ve en la música; yo por lo menos no es, en ningún modo, la «Voluntad en sí» y la «Síntesis del Infinito», sino, por ejemplo, al bueno de Verdurin enlevitado, en el Palmarium del jardín de Aclimatación. Esa frasecilla me ha llevado mil veces a cenar con ella a Armenonville sin salir de este salón. Y ¡qué caramba!, siempre es menos molesto que ir a Armenonville con la señora de Cambremer.

La esposa de Swann se echó a reír.

—Sabe usted, es una señora que dicen que ha estado muy enamorada de Carlos —me explicó con el mismo tono con que un momento antes me contestó hablando de Ver Meer de Delft, y al extrañarme yo de que conociera también a ese artista.

—Le diré: es que el señor se interesaba mucho por el pintor ese en la época que me hacía la corte, ¿verdad, Carlitos?

—No hay que hablar a tontas y alocas de la señora de Cambremer dijo Swann, muy lisonjeado en el fondo.

—No hago más que repetir lo que me han dicho. Además, según parece, es muy inteligente. Yo creo que es bastante pushing[17], lo cual en una mujer lista me extraña. Pero todo el mundo dice que ha estado loca por ti, cosa que no es para ofender.

Swann se mantuvo en un mutismo de sordo, que era una especie de confirmación y una prueba de fatuidad.

—Ya que lo que toco te recuerda al jardín de Aclimatación —prosiguió la señora de Swann, como dándose, en broma, por picada—, podríamos ir allí de paseó, si a este joven le gusta. Hace un tiempo muy hermoso y te volverás a encontrar con tus caras impresiones. Y a propósito del jardín de Aclimatación: ¿,sabes que este joven se imaginaba que queríamos mucho a una persona a quien dejo de saludar siempre que puedo, la señora Blatin? Me parece sumamente humillante para nosotros que pase por amiga nuestra. Imagínate que hasta el buen doctor Cottard, que nunca habla mal de nadie, declara que es infecta.

—¡Qué horror! No tiene en su abono más que el parecerse a Savonarola. Es exactamente el retrato de Savonarola por Fra Bartolomeo.

Esa manía de Swann de encontrar parecidos en la pintura era cosa defendible, porque hasta lo que nosotros llamamos la expresión individual es como puede uno observar con tanta tristeza cuando está enamorado y quiere creer en la realidad única del individuo muy general y ha podido encontrarse en diferentes épocas. Pero de haber hecho caso a Swann, la cabalgata de los Reyes Magos, va tan anacrónicos cuando Benozzo Gozzoli metió allí a los Médicis, aún lo sería mucho más porque de ella formarían parte los retratos de una infinidad ole hombres contemporáneos no ya de Gozzoli, sino de Swann, esto es, posteriores en más de quince siglos a la Natividad y en más de cuatro al mismo pintor. Según Swann; no faltaba un solo parisiense notable en aquella cabalgata, lo mismo que en ese acto de una obra de Sardou en que por amistad al autor y a la intérprete principal, y también por moda, todas las notabilidades de París, médicos célebres y abogados, salieron a escena uno cada noche, para divertirse.

—Pero ¿y qué tiene que ver esa señora con el jardín de Aclimatación?

—¡Muchísimo!

¿Es que te imaginas, Odette, que tiene el trasero azul, como los monos?

—¡Carlos, qué impertinente eres! No, estaba pensando en lo que le dijo el cingalés. Cuéntaselo. Es realmente una «frase».

—No, es una tontería. Ya sabe usted que a esa señora le gusta hablar con todo el mundo dándose aires de amabilidad y sobre todo de protección.

—Lo que nuestros vecinos del Támesis llaman patronising[18] —interrumpió Odette.

—Pues hace poco fue al jardín de Aclimatación, donde ahora hay unos negros cingaleses, creo, según dice mi mujer, que está más fuerte que yo en etnografía.

—¡Vamos, Carlos, no te burles!

—¡Pero si no me burlo! Bueno, pues se dirige a uno de ellos y le dice: «¡Hola negrito!».

—¡No es nada!

—El caso es que al negro no le gustó el calificativo, y entonces le contestó, todo furioso:

—«¿Negrito yo? Pues tú, pues tú, camello».

—¿Verdad que es muy divertido? Me gusta muchísimo esa historia. Es de las buenas. Ve uno tan bien a la señora Blatin y al negro que dice: «¡Tú, camello!».

Yo manifesté vivísimos deseos de ir a ver a aquellos cingaleses, uno de los cuales llamó camello a la señora Blatin. No es que me importaran nada. Pero pensé que para ir al Jardín de Aclimatación, y a la vuelta, tendríamos que cruzar la avenida de las Acacias, donde tanto había yo admirado a la señora de Swann, y que quizá aquel mulato amigo de Coquelin, al que nunca pude mostrarme en el momento de saludar a la esposa de Swann, me vería sentado junto a ella en el fondo de una victoria.

Entretanto, Gilberta había ido a vestirse y no estaba en el salón con nosotros, y los Swann se placían en descubrirme las raras virtudes de su hija. Y todo lo que yo observaba me parecía probar que decían verdad; yo noté que, tal como su madre me lo dijo, Gilberta tenía no sólo con sus amigas, sino con los criados, con los pobres, atenciones delicadas y muy premeditadas, gran deseo de agradar y miedo a no dejar contenta a la gente, lo cual se traducía en menudencias que muchas veces le daban mucho trabajo. Hizo una labor con destino a nuestra vendedora de los Campos Elíseos, y para llevársela salió un día que nevaba, por no perder tiempo.

—No tiene usted idea del corazón que tiene porque lo oculta dijo su padre.

Ya tan joven, parecía tener más juicio que sus padres. Cuando Swann hablaba de las grandes relaciones de su esposa. Gilberta volvía la cabeza a otro lado, pero sin aire de censura, porque le parecía que su padre no podía ser blanco de la más leve crítica. Un día le hablé yo de la señorita de Vinteuil, y me contestó:

—No quiero conocerla nunca, por una razón, y es que no fue buena con su padre y, a lo que dicen, lo hizo sufrir mucho. Usted no podrá concebir eso, ¿verdad?, como me pasa a mí, porque a usted le parecerá que no puede sobrevivir uno a su padre; eso me pasa a mí con el mío, cosa muy natural. ¡Cómo se va a olvidar a una persona que ha querido uno siempre!

Cierta vez estuvo más mimosa que de costumbre con su padre; yo se lo dije cuando Swann se hubo ido, y ella me respondió:

—Sí; ¡pobrecillo! Es que por estos días hace años que se le murió su padre. Ya puede usted figurarse lo que sufrirá; usted lo comprende porque tenemos los mismos sentimientos para estas cosas. Y por eso hago por ser menos mala que de ordinario.

—Pero a su padre no le parece usted mala; al contrario, intachable.

—¡Pobre papá, es que es muy bueno!

Sus padres no sólo me hicieron el elogio de las virtudes de Gilberta, de esa misma Gilberta que antes de haberla visto se me aparecía delante de una iglesia, en un paisaje de la Isla de Francia, y que luego, cuando ya no evocaba sólo mis sueños, sino mis recuerdos, veía yo siempre en el sendero que tomaba para ir por el lado de Méséglise, teniendo por fondo el seto de espinos rosas. Como preguntara yo a la señora de Swann, esforzándome por adoptar el tono de indiferencia de un amigo de la familia que siente curiosidad por saber cuáles son las preferencias de un niño, cuál de los amigos de Gilberta era el preferido suyo, la señora Swann me contestó:

—Pero si a usted le debe hacer más confidencias que a mí; es usted su gran favorito, su gran crack, como dicen los ingleses.

Indudablemente, en esas coincidencias tan perfectas, cuando la realidad se repliega y va a aplicarse sobre lo que fue por tanto tiempo objeto de nuestras ilusiones, nos lo oculta enteramente, se confunde con ello, como dos figuras iguales superpuestas que ya no forman más que una; precisamente cuando nosotros querríamos, por el contrario, para dar a nuestra alegría su plena significación conservar a todos esos hitos de nuestro deseo, en el momento mismo que vamos a tocarlos y con objeto de estar más seguros de que son ellos el prestigio de ser intangibles. Y ya el pensamiento ni siquiera es capaz de reconstituir el estado anterior para confrontarlo con el nuevo, porque no tiene el campo libre; la amistad que hemos hecho, el recuerdo de los primeros minutos inesperados, las frases que oímos, están ahí plantados obstruyendo la entrada de nuestra conciencia, y dominan mucho más las embocaduras de nuestra memoria que las de nuestra imaginación, reaccionando en mayor grado sobre nuestro pasado, que ya no somos dueños de ver sin que todo eso se interponga sobre la forma, aún libre, de nuestro porvenir. Yo pude estarme muchos años creyendo que ir a casa de la señora Swann era vaga quimera eternamente inaccesible; pero después de haber pasado un cuarto de hora en su casa lo quimérico y vago era ya el tiempo en que no la conocía, como una posibilidad aniquilada por la realización de otra. ¿Cómo era posible que yo me imaginara el comedor de la casa cual lugar inconcebible, cuando no podía hacer un movimiento mental sin tropezarme con los rayos infrangibles que tras mi ánimo irradiaba hasta el infinito, hasta lo más recóndito de mi pasado, la langosta a la americana que acababa de comer allí? Y a Swann debió de pasarle con lo suyo cosa análoga; porque este cuarto donde me recibía podía considerarse como el lugar donde fueron a confundirse y coincidir, no tan sólo el cuarto ideal que mi imaginación había creado, sino otro además, aquel que el celoso amor de Swann, tan fecundo inventor como mis ilusiones, le describió tantas veces, el cuarto de los dos, de Odette y suyo, que entrevió tan inaccesible la noche que Odette lo llevó con Forcheville a su casa a tomar una naranjada; y para él lo que había ido a absorberse en el ámbito del comedor donde almorzábamos era aquel paraíso inesperado, donde él antaño no podía soñarse con serenidad, diciendo al maestresala de ellos esas mismas palabras de: «¿Está ya la señora?», que yo le oía decir ahora con una vaga impaciencia teñida de un tanto de amor propio y satisfecho. Yo no llegaba a darme cuenta de mi felicidad, como le debía de ocurrir a Swann con la suya, y cuando la misma Gilberta exclamaba: «¡Quién le iba a usted a decir que aquella muchachita que usted miraba jugar a justicias y ladrones, sin hablarle, sería gran amiga de usted y que podría usted ir a su casa siempre que quisiera!», se refería con estas palabras a una mudanza que me era forzoso dar por realizada mirándola desde fuera, pero sin poseerla interiormente, porque se componía de dos estados, en los que yo nunca logré pensar simultáneamente sin que dejaran de ser distintos uno de otro.

Y, sin embargo, aquel cuarto que la voluntad de Swann anheló con tanta pasión aún debía de conservar para él algunas dulzuras, a juzgar por lo que me ocurría, porque para mí no había perdido todo su misterio. Al entrar en casa de Gilberta no ahuyenté yo de allí la singular seducción en que por tanto tiempo supuse que se bañaba la vida de los Swann; la hice retroceder, porque estaba domada al presente por ese extraño, ese paria que yo era antes, y al que ahora ofrecía graciosamente la señora de Swann, para que tomara asiento, un sillón delicioso, hostil escandalizado; pero en el recuerdo, aún sigo percibiendo en torno mío la seducción aquella. ¿Será porque los días que me invitaban a almorzar para salir luego con Gilberta y con ellos imprimía yo con mi mirada —mientras que estaba solo, esperando— en la alfombra, en las butacas, en las consolas, en los biombos y en los cuadros la idea, en mi grabada, de que la señora de Swann, o su marido, o Gilberta, estaban a punto de entrar? ¿Será porque desde entonces esas cosas han vivido en mi memoria junto a Swann y acabaron por tomar algo de ellos? ¿Será porque en mi conciencia de que los Swann pasaban sus días en medio de esas cosas las convertía yo todas en algo como emblemas de su vida particular y de sus costumbres, de aquellas sus costumbres de las que estuve excluido tanto tiempo, que hasta cuando me hicieron el favor de entremezclarme a ellas seguían pareciéndome extrañas? Ello es que cada vez que pienso en este salón, que a Swann le parecía (sin que esa crítica implicara en ningún caso intención de contrariar los gustos de su mujer) tan abigarrado, porque aunque fue concebido con arreglo al tipo, medio estufa, medio estudio, del cuarto donde conoció a Odette, luego ella empezó a sustituir aquella mezcolanza de objetos chinos, que ahora juzgaba un tanto «de relumbrón» y de «segunda fila», por innumerables mueblecillos forrados de sederías antiguas Luis XIV, sin contar las admirables obras de arte que se trajo Swann de la casona del muelle de Orleáns; ese salón, digo, tan compuesto cobra en mi memoria particular cohesión, unidad y encanto, tales como nunca los tuvieron para mí los más intactos conjuntos que nos ha legado el pasado, ni esos otros, aún vivos, donde se graba la huella de un individuo; porque sólo nosotros podemos dar a ciertas cosas, gracias a la creencia de que tienen una existencia aparte, un alma que luego esas cosas conservan y desarrollan en nosotros mismos. Todas las figuraciones que yo me había hecho de las horas, distintas de las que transcurren para los demás humanos, que los Swann pasaban en ese cuarto, que era respecto al tiempo cotidiano de su vida lo que el cuerpo es al alma, y que debía de expresar su singular calidad, todas esas ideas estaban repartidas y amalgamadas —inquietantes e indefinibles por doquier— en el emplazamiento de los muebles, en el espesor de las alfombras, en la orientación de las ventanas y en el servicio doméstico.

Cuando, acabado el almuerzo, nos íbamos a sentar junto al gran ventanal del salón, mientras que la señora de Swann me preguntaba cuántos terrones quería en el café, no era solamente el taburete de seda que ella empujaba hacia mí el que exhalaba, juntamente con la dolorosa seducción que yo antaño sintiera, en el nombre de Gilberta, primero junto al espino rosa y luego junto al macizo de laureles, la hostilidad que me mostraron sus padres, tan bien percibida y compartida al parecer por este mueblecillo, que a mí me parecía una cobardía imponer mis pies a su acolchado ser indefenso: un alma personal lo enlazaba secretamente con la luz de las dos de la tarde, tan distinta de lo que era en cualquier otra parte en aquel golfo donde movía a nuestros pies sus olas de oro, entre las que sobresalían los azulosos canapés y los vaporosos tapices como islas encantadas; y hasta el cuadro de Rubens colgado encima de la chimenea tenía ese género y casi esa potencia de seducción que las botas de cordones del señor Swann y que su abrigo con esclavina, que me inspiraba vivos deseos de tener uno igual, y que ahora Odette decía a su marido que reemplazara por otro, para estar más elegante, cuando yo les hacía el honor de acompañarlos. Iba ella a vestirse, aunque yo hacía protestas de que ningún traje de calle igualaría, ni con mucho, a la maravillosa bata de crespón de China o de seda, color rosa viejo, cereza, rosa Tiépolo, blanco, malva, verde, rojo, amarillo liso y con dibujos, con la que almorzó la señora de Swann, y que se iba a quitar ahora. Cuando yo le decía que debía salir así se reía ella, por burla de mi ignorancia o por agrado de mi cumplido. Se excusaba de tener tantas batas porque decía que sólo dentro de una bata se sentía bien, y nos dejaba para ir a vestirse uno de aquellos soberanos trajes que se imponían a todo el mundo; y a veces yo era el llamado a escoger entre todos cuál debía ponerse.

¡Y qué orgulloso iba yo por el jardín de Aclimatación cuando bajábamos del coche, andando al lado de la señora de Swann! Ella marchaba con andar lánguido, flotante el abrigo, y yo le lanzaba ojeadas de admiración, a las que me respondía coquetonamente su dilatada sonrisa. Y si ahora nos cruzábamos con algún amigo o amiga de juego de Gilberta, que nos saludaba a distancia, me miraban ellos como a uno de esos seres que antes me daban tanta envidia, uno de esos amigos de Gilberta que conocían a su familia y participaban en la otra parte de su vida, en la parte que no transcurría en los Campos Elíseos.

Muy frecuentemente, por los paseos del Bosque o del jardín de Aclimatación, nos cruzábamos y nos saludábamos con alguna gran señora amiga de Swann, el cual muchas veces no la veía y tenía que llamarle la atención su mujer: «Carlos, ¿no ves la señora de Montmorency?». Y Swann, sonriendo amistosamente como corresponde a una larga familiaridad, descubríase, sin embargo, rendidamente, con aquella elegancia que sólo él tenía. A veces la señora se paraba, aprovechando la ocasión para tener con la señora de Swann una fineza que no acarrearía consecuencias y de la que no intentaría Odette sacar partido, porque ya se sabía que Swann la tenía acostumbrada a una actitud de reserva. Pero Odette se había asimilado todos los modales del gran mundo, y por noble y elegante que fuese el porte de la dama, la señora de Swann siempre la igualaba; parada por un instante junto a esa amiga que se había encontrado su marido, nos presentaba con tanta naturalidad a Gilberta y a mí, ostentaba tal calma y tal desembarazo en su amabilidad, que hubiera sido difícil decidir cuál de las dos era la gran señora, si la aristocrática paseante o la mujer de Swann. El día que fuimos a ver a los cingaleses, a la vuelta vimos, caminando en dirección opuesta a la nuestra, a una dama de edad, pero aún guapa, envuelta en un abrigo de tono oscuro, tocada con una menuda capota atada al cuello por dos cintas; la seguían otras dos señoras, como dándole escolta: «¡Ah! —me dijo Swann—, ahí viene una persona que le interesará a usted». La anciana, ya a tres pasos cortos de nosotros, nos sonreía con cariñosa dulzura; era muy parecida a un retrato de Winterhalter. Swann se descubrió, y su esposa hizo una profunda reverencia y quiso besar la mano de la dama, que la hizo incorporarse y la besó.

—Vamos a ver si se pone usted el sombrero dijo a Swann con voz gruesa y un tanto áspera, en tono de amiga familiar.

—Voy a presentarlo a Su Alteza Imperial —me dijo la señora de Swann.

Swann me llevó aparte un momento, mientras su mujer hablaba con Su Alteza del tiempo y de los animales recién llegados al Jardín de Aclimatación.

—Es la princesa Matilde —me dijo—. Ya sabe usted que fue amiga de Flaubert, de Sainte-Beuve y de Domas. ¡Imagínese usted, nieta de Napoleón I! Quisieron casarse con ella Napoleón III y el emperador de Rusia. ¿Es interesante, eh? Dígale usted algo. Pero no quisiera que nos tuviese aquí de plantón una hora.

—Me he encontrado con Taine y me ha contado que Su Alteza está incomodada con él.

—Se ha portado como un cochino (cochon) —dijo con voz ruda y pronunciando la palabra como si fuera el nombre del arzobispo del tiempo de Juana de Arco (el arzobispo Cauchon)—. Después de ese artículo que ha escrito sobre el emperador le he dejado una tarjeta de despedida.

Yo sentí la misma sorpresa que se tiene al abrir el epistolario de la duquesa de Orleáns, princesa palatina por nacimiento. Y en efecto, la princesa Matilde, de sentimientos muy franceses: los expresaba con honrada rudeza, como la que había en la Alemania antigua, heredada sin duda de su madre, wurtemburguesa. Pero en cuanto sonreía, su franqueza, un tanto ruda y casi masculina, dulcificábase de languidez italiana. Y el todo iba envuelto en un atavío tan Segundo Imperio, que aunque la princesa lo llevara indudablemente tan sólo por apego a las modas que le gustaron, parecía que su intención era la de no incurrir en una falta de color histórico y responder a las esperanzas de los que esperaban de ella la evocación de otra época. Apunté a Swann que le preguntara si había tratado a Musset.

—Muy poco, caballero —contestó con aspecto de fingido enfado; y en efecto, era broma aquello de llamar caballero a Swann, con el que tenía mucha intimidad—. Lo tuve a cenar una noche. Lo había invitado para las siete. A las siete y media, como no había aparecido aún, nos pusimos a la mesa. Llega a los ocho, rime saluda, se sienta, no abre la boca, y se marcha cuando acaba la cena, sin que supiéramos cómo era su metal de voz. Estaba borracho perdido. Y eso no me dio muchas ganas de volver a las andadas.

Swann y yo estábamos un poco aparte.

—Espero que esta sesioncita no se prolongará —me dijo—, porque ya me duelen las plantas de los pies. Yo no sé por qué está mi mujer dando conversación. Luego ella será la que se queje de cansancio, y yo no puedo con estas paradas a pie quieto.

En efecto, la señora de Swann, que lo sabía por la de Bontemps, estaba diciendo a la princesa que el Gobierno, comprendiendo por fin su grosería, había decidido mandarle una invitación para que asistiera desde una tribuna a la visita que el zar Nicolás habría de hacer a los Inválidos el siguiente día. Pero la princesa, que, a pesar de las apariencias y de su corte, compuesta principalmente de artistas y literatos, seguía siendo en el fondo nieta de Napoleón y lo manifestaba cuando llegaba el caso de acción, dijo:

—Sí, señora, la recibí esta mañana y se la he devuelto al ministro, que ya la debe de tener en su poder. Le he dicho que para ir a los Inválidos yo no necesito invitación. —Si el Gobierno quiere que vaya, iré, pero no a una tribuna, sino a nuestro subterráneo, al panteón del emperador. Y para eso no necesito papeleta. Tengo las llaves y entro cuando quiero. El Gobierno no tiene más que decirme si quiere que vaya o no. Pero iré abajo o a ninguna parte.

En aquel momento nos saludó a la señora de Swann y a mí un joven que dijo adiós sin pararse; yo no sabía que ella lo conocía. Era Bloch. Contestando a una pregunta mía, me dijo la señora Swann que se lo había presentado la señora de Bontemps, y que estaba agregado a la secretaría del ministro, cosa que yo ignoraba. No debía de haberlo visto muchas veces —o acaso no quiso citar el nombre de Bloch por parecerle poco chic—, porque dijo que se llamaba Moreul. Yo le aseguré que estaba confundida y que se llamaba Bloch. La princesa se recogió una cola que le arrastraba, y a la que miraba con admiración la señora de Swann.

—Es precisamente una piel que me mandó el emperador de Rusia —dijo la princesa—, y como he ido a verlo ahora, me la he puesto para que viera cómo la he podido arreglar para abrigo.

—Dicen que el príncipe Luis se ha alistado en el ejército ruso Su Alteza sentirá muchísimo no tenerlo va a su lado dijo la señora de Swann, que no advertía las señales de impaciencia de su marido.

—¡Qué falta le hacía eso! Es lo que yo dije: No es motivo para hacer eso el haber tenido un militar en la familia —respondió la princesa, haciendo alusión con tan brusca sencillez a Napoleón I.

Swann ya no podía más.

—Señora, voy a ser yo el que haga de Alteza y a pedirle permiso para retirarnos; pero mi mujer ha estado bastante mala y no quiero que esté parada más tiempo.

La señora de Swann volvió a hacer su reverencia, y la princesa nos dedicó a todos una sonrisa divina, que pareció sacar del pasado, de las gracias de su mocedad, de las noches de Compiégne, sonrisa que se deslizó intacta y suave por aquel rostro, huraño un momento antes; y se alejó seguida de las dos damas de honor, que, al modo de intérpretes, de enfermeras o de niñeras, no hicieron más que salpicar nuestra conversación con frases insignificantes y explicaciones inútiles.

—Debía usted ir a inscribirse a su casa un día de esta semana —me dijo la señora de Swann a estas realezas, como dicen los ingleses, no se les dobla el pico de la tarjeta; pero lo invitará a usted si se apunta.

En estos últimos días del invierno solíamos entrar antes de ir de paseo en alguna de las exposiciones particulares que por entonces se abrían; los marchantes de cuadros, propietarios de los locales donde se celebraban las exposiciones, saludaban con especial deferencia a Swann, reputado como un coleccionista de importancia. Y en aquellos días, fríos aún, despertábanme de nuevo los viejos deseos de marcharme hacia el Mediodía o Venecia aquellas salas donde reinaban una primavera ya bien entrada y un sol ardiente que ponían violáceos reflejos en los rosados Alpilles y daban al Gran Canal una obscura transparencia de esmeralda. Cuando hacía mal tiempo íbamos al concierto o al teatro, y luego a merendar. Cada vez que la señora de Swann deseaba decirme alguna cosa de la que no quería que se enterasen las personas sentadas alrededor o los camareros, me lo decía en inglés, como si fuera ese idioma del exclusivo conocimiento de nosotros dos; pero resultaba que todo el mundo sabía inglés menos yo, que aún no lo había estudiado, y así tenía que decírselo a la señora de Swann para que cesara en aquellas reflexiones referentes a las personas que tomaban el té o lo servían, reflexiones que suponía yo serían desagradables, sin entenderlas y de las que no perdía ni una palabra el individuo aludido.

Una vez, Gilberta, con motivo teatro, me causó una profunda de una función de tarde en un teatro, me causó una profunda sorpresa. Ella ya me había hablado antes de ese día, que era precisamente el aniversario de la muerte de su abuelo. Íbamos a ir los dos, con su institutriz, a oír unos fragmentos de ópera, y Gilberta se vistió con intención de ir a ese concierto, y se mantenía en aquella actitud de indiferencia que solía mostrar por lo que íbamos a hacer, diciendo que no le importaba lo que fuese con tal de que a mí me agradara y diera gusto a sus padres. Antes de almorzar, su madre nos llamó aparte para decirle que a su padre no le gustaba que fueramos al concierto en un día como aquel. A mí me pareció muy natural. Gilberta permaneció impasible, pero se puso pálida de cólera, sin poder disimularlo, y no tornó a pronunciar una palabra. Cuando Swann volvió a casa su mujer se lo llevó al otro extremo del salón y le estuvo hablando al oído. Swann llamó a Gilberta y los dos se fueron a la habitación de al lado. Se oyó hablar fuerte, pero yo me negaba a creer que Gilberta, tan obediente, tan cariñosa y juiciosa, se resistiera a lo que su padre le pedía en un día como ese y por cause tan insignificante. Por fin Swann salió diciendo:

—Ya sabes lo que te he dicho. Ahora, tú haces lo que quieras.

Gilberta siguió con la cara tiesa durante todo el almuerzo y luego fuimos a su cuarto. De pronto, sin vacilar, como si no hubiese tenido un momento de duda, exclamó:

—¡Las dos! Ya sabe usted que el concierto empieza a las dos y media.

Y metió prisa a la institutriz.

Yo le dije:

—¿Pero no se molestará su padre de usted? —No, nada de eso.

—Pues parece que tenía miedo de que pareciese raro que fuera usted al teatro en un día así.

—¿Y qué me puede a mí importar lo que piensen los demás? Me parece grotesco eso de ponerse a pensar en los demás cuando se trata de cuestiones de sentimiento. Uno siente para sí y no para el público. La institutriz tiene muy pocas distracciones, y para ella es una fiesta ir al concierto; no lo voy a privar de eso para dar satisfacción a la galería.

Y cogió su sombrero.

—Pero, Gilberta —le dije yo, agarrándola del brazo—, no es por dar gusto a la galería, es por dar gusto a su padre de usted.

—Creo que no va usted a venirme ahora con observaciones —me gritó con dureza y soltándose vivamente.

Y aún me hacían los Swann más preciosos favores que llevarme con ellos al jardín de Aclimatación o al concierto, porque no me excluían ni siquiera de su amistad con Bergotte, causa de la seducción que primeramente me inspiraron cuando, aún antes de conocer a Gilberta, pensaba yo que su intimidad con el divino viejo la hubiese convertido para mí en la más ansiada de las amigas, aunque el desdén que yo debía de infundirle me quitaba toda esperanza de que me llevara jamás con él a visitar sus ciudades favoritas. Un día la señora de Swann me invitó a un almuerzo de cumplido. Yo no sabía quiénes iban a ser los invitados. A llegar, ya en el recibimiento, me sentí desconcertado por un incidente que me azoró mucho. La señora de Swann rara vez dejaba de poner en práctica esos usos que pasan por elegantes un determinado ario y luego no se mantienen y caen en el olvido (así, años antes tuvo su handsome cab[19], o mandaba imprimir en las invitaciones a un almuerzo que se trataba de to meet[20] a un personaje de mayor o menor notoriedad). Muchas veces esas costumbres no tenían nada de misterioso ni exigían iniciación. Y así, siguiendo una insignificante innovación de aquellos años importada de Inglaterra, la señora de Swann hizo a su marido que se encargara tarjetas con el nombre de Carlos Swann precedido de la abreviatura «Mr.». Después de la primera visita que hice yo a su casa, la señora de Swann dejó en la mía uno de aquellos «cartones», como ella decía, con la punta doblada. A mí nunca me había dejado tarjeta nadie; sentí emoción, orgullo y gratitud tales, que junté todo el dinero que tenía para encargar una soberbia cesta de camelias, que mandé a la señora de Swann. Rogué a mi padre que fuera a dejar tarjeta en su casa, pero haciendo grabar previamente, y lo antes posible, delante de su nombre el «Mr.». No hizo caso de ninguno de ambos ruegos, lo cual me tuvo unos días desesperado, aunque luego me pregunté si no había hecho bien. Pero al fin y al cabo, aquella costumbre del «Mr.», aunque inútil, era clara. Pero no ocurría lo mismo con aquella otra que se me reveló el día del dicho almuerzo, pero sin revelárseme al mismo tiempo su significado. En el momento de ir a pasar del recibimiento al salón, el maestresala me entregó un sobre fino y alargado en el que estaba escrito mi nombre. Yo, sorprendido, le di las gracias, mientras que miraba el sobre. No sabía lo que hacer con él, como le ocurre a un extranjero con uno de esos menudos instrumentos que se ofrecen a los convidados en las comidas chinas. Vi que estaba cerrado; pensé que acaso pareciese indiscreción abrirlo enseguida, y me lo guardé en el bolsillo con aire de suficiencia. La señora Swann me había escrito unos días antes para que fuera a almorzar con ellos en petit comité. Y, sin embargo, había dieciséis personas, entre las cuales ignoraba yo por completo que estuviera Bergotte. La señora de Swann, que acababa de «nombrarme», como decía ella, a varias de esas personas, de pronto, inmediatamente detrás de mi nombre, y en el mismo tono (como si no fueramos más que dos invitados al almuerzo que debían sentir análoga satisfacción en conocerse), pronunció el de Bergotte, el suave y cano Cantor.

—El nombre me causó la misma impresión que la detonación de un disparo de revólver hecho contra mí; pero instintivamente, para no quedar en mala postura, saludé; allí delante de mí, como uno de esos prestidigitadores que aparecen intactos y enlevitados entre el humo de un tiro de donde surge una paloma blanca, me estaba devolviendo el saludo un hombre joven, tostado, menudo, fornido y miope, de nariz encarnada en forma de caracol y perilla negra. Y sentí una mortal tristeza, porque acababa de caer hecho polvo no sólo el lánguido viejecito, del que ya no quedaba nada, sino asimismo la belleza de una inmensa obra que yo tenía alojada en el organismo sagrado y declinante que construí expresamente como un templo para ella, y a la que no quedaba sitio ninguno en ese cuerpo achaparrado, todo lleno de huesos, de vasos y de ganglios, del hombrecito chato, de negra perilla, que tenía delante de mí. Y resultaba que todo el Bergotte que yo había elaborado lenta y delicadamente, gota a gota, como una estalactita, con la transparente belleza de sus libros, de pronto no servía para nada desde el momento en que había que atenerse a la nariz de caracol y la perilla negra; como ya no nos sirve la solución que habíamos hallado a un problema sin haber leído bien sus datos ni tener en cuenta que el resultado había de dar una determinada cifra. Nariz y perilla eran elementos ineluctables y molestísimos, porque me obligaban a reedificar enteramente el personaje de Bergotte; y aún es más, parecía que implicaban, que producían y que segregaban sin cesar una determinada modalidad de espíritu activa y pagada de sí misma, cosa realmente desleal, porque ese espíritu nada tenía que ver con el linaje de inteligencia que se difundía por aquellos libros que yo conocía tan perfectamente, penetrados todos de divina y dulce sabiduría. Tomando esos libros como punto de partida, jamás habría yo llegado a aquella nariz de caracol; pero partiendo de aquella nariz, que con aspecto de despreocupada bailaba «solo y fantasía», iba a cualquier parte menos a la obra de Bergotte; al parecer, llegaría por ese camino a una mentalidad de ingeniero apresurado, de esos que cuando los saluda uno creen muy correcto decir: «Yo, bien, gracias; ¿y usted?», antes de haberles preguntado cómo están, y que cuando les dice alguien que ha tenido mucho gusto en conocerlos responden con una abreviatura que ellos se figuran elegante, inteligente y moderna, porque evita perder en vanas fórmulas un tiempo precioso: «Igualmente». Indudablemente, los nombres son caprichosos dibujantes y nos ofrecen croquis de gentes y tierras tan poco parecidos, que luego sentimos cierto estupor cuando tenemos delante en lugar del mundo imaginado el mundo visible (el cual, por lo demás, tampoco es el mundo verdadero, porque nuestros sentidos no tienen el don de adueñarse del parecido más desarrollado que la imaginación; tanto es así, que los dibujos, aproximados por fin, que se pueden lograr de la realidad difieren del mundo visto en el mismo grado por lo menos que este difería del imaginado). Pero en lo relativo a Bergotte, esa molestia del nombre previo no era nada comparada con la que me causaba el conocer su obra, porque tenía que atar a ella, como a un globo, a aquel hombrecillo de la perilla, sin saber si tendría fuerza ascensional. Sin embargo, parecía que él era en realidad el autor de aquellos libros que tanto me gustaban, porque cuando la señora de Swann se creyó en el caso de decirle cuánto admiraba, yo una de sus obras no mostró asombro alguno porque se lo dijeran a él y no a otro invitado, ni dio muestras de que se tratara de una equivocación, sino que hinchó la levita que se había endosado en honor de aquellos invitados con un cuerpo ansioso del almuerzo próximo, y otras cosas más importantes, la como tenía la atención puesta en idea de sus libros no le inspiró más que una sonrisa, como si fuera un episodio ya pasado de su vida anterior o una alusión a un disfraz de Duque de Guisa que se puso hace muchos años en un baile de trajes; e inmediatamente sus libros empezaron a decaer en mi opinión (arrastrando en su caída todos los valores de lo Bello, del Universo y de la Vida) hasta quedar reducidos a la categoría de mediocre diversión de hombre de la perilla. Declame yo que indudablemente el escribir los debía de haberle costado mucho; pero que si hubiera vivido en una isla ceñida por bancos de ostras perlíferas se habría consagrado con el mismo éxito al comercio de perlas. Su obra ya no me parecía inevitable. Y entonces me pregunté si la originalidad, prueba realmente que los grandes escritores sean dioses, cada uno señor de un reino independiente y exclusivamente suyo, o si no habrá en esto algo de ficción, y las diferencias entre las obras no serán más bien una resultante del trabajo que expresión de una diferencia radical de esencia entre las diversas personalidades.

A todo esto ya habíamos pasado a la mesa. Me encontré junto a mi plato con un clavel, envuelto el tallo en papel de plata. Me azoró menos que aquel sobre que me entregaron en el recibimiento, y que tenía ya olvidado del todo. También el destino de aquel clavel era para mí desconocido, pero me pareció más inteligible cuando vi que todos los invitados del sexo masculino se apoderaban de los claveles que acompañaban a sus respectivos cubiertos y se los ponían en el ojal de la levita. Lo mismo hice yo, con esa naturalidad del librepensador en la iglesia, el cual no sabe lo que es la misa, pero se levanta cuando los demás y se arrodilla un momento después que todo el mundo. Aun me desagradó más otra costumbre desconocida y menos efímera: al lado de mi plato había otro más pequeño lleno de una sustancia negruzca que yo ignoraba fuese caviar. Yo no sabía lo que era menester hacer con aquello, pero decidí no comérmelo.

Bergotte no estaba muy lejos de mi sitio, y le oía muy bien hablar. Comprendí entonces la impresión del señor de Norpois. Tenía una voz realmente rara; porque no hay nada que altere tanto las cualidades materiales de la voz como el llevar un contenido de pensamiento: eso influye en la sonoridad de los diptongos y en la energía de las labiales. Y asimismo en la dicción. La suya me parecía completamente distinta de su manera de escribir, y hasta la cosas que decía se me figuraban diferentes de las que contenían sus obras. Pero la voz surge de una máscara y no tiene fuerza bastante para revelarnos, detrás de esa máscara, un rostro que supimos ver en el estilo sin ningún antifaz. Y he tardado bastante en descubrir que ciertos pasajes de su conversación, cuando Bergotte se ponía a hablar de un modo que no sólo al señor de Norpois parecía afectado y desagradable, tenían una exacta correspondencia con aquellas partes de sus libros en que la forma se hacía tan poética y musical. En esos momentos veía en lo que estaba diciendo una belleza plástica independiente del significado de las frases, y como la palabra humana está en relación con el alma, pero sin expresarla, como hace el estilo, Bergotte parecía que hablaba al revés, salmodiaba algunas palabras, y cuando perseguía a través de ellas una sola imagen, las enhebraba sin intervalo como un mismo sonido, con fatigosa monotonía. De suerte que aquel modo de hablar presuntuoso, enfático y monótono era indicio de la cualidad estética de lo que decía, y en su conversación venía a ser el efecto de aquella misma fuerza que en sus libros originaba la continuidad de imágenes y la armonía. Y por eso me costó mucho más trabajo darme cuenta a lo primero de que lo que estaba diciendo en aquellos momentos no parecía que era de Bergotte cabalmente porque era muy de Bergotte. Era una profusión de ideas precisas, no incluidas en ese «género Bergotte» que se habían apropiado muchos cronistas; y esa diferencia —vista vagamente a través de la conversación, como una imagen tras un cristal ahumado— era probablemente otro aspecto del hecho ese de que cuando se leía una página de Bergotte nunca era semejante a lo que habría escrito cualquiera de esos vulgares imitadores que, sin embargo, en el libro y en los periódicos exornaban su prosa con tantas imágenes y pensamientos «a lo Bergotte». Debíase esta diferencia de estilo a que «lo Bergotte» era ante todo un cierto elemento precioso y real, escondido en el corazón de las cosas, y de donde lo extraía aquel gran escritor gracias a su genio; y esta extracción era la finalidad del dulce Cantor, y no el hacer «cosas a lo Bergotte». Aunque, a decir verdad, Bergotte lo hacía sin querer, porque era Bergotte; y en este sentido toda nueva belleza de su obra era la que en cantidad de Bergotte embutida en una cosa y sacada por él. Pero aunque, por ende, cada una de esas bellezas estuviese emparentada con las demás y fuese reconocible, seguí sin perder su particularidad, coma el descubrimiento que la trajo a la vida; por consiguiente, nueva y distinta de lo que se llamaba género.

Bergotte, el cual no era sino vaga síntesis de las «cosas Bergotte» ya descubiertas y redactadas por él, pero por las que no podría adivinar ningún hombre sin genio lo que el maestro descubriría más adelante. Y así, sucede con todos los grandes escritores que la belleza de sus frases es imposible de prever, como la de una mujer que todavía no conocemos; es creación porque se aplica a un objeto exterior en el que están pensando —y no en sí mismo— y que aún no habían logrado expresar. Un autor de nuestros días que escribiera memorias y desease imitar a Saint-Simon, como el que no quiere la cosa, en rigor podría llegar a escribir el primer renglón del retrato de Villars: «Era un hombre de buena talla, moreno…, con fisonomía viva, abierta, saliente»; pero ¿qué determinismo sería capaz de llevarlo a dar con la segunda línea, que continúa: «y, a decir la verdad, un poco alocada»? La verdadera variedad consiste en una plenitud de elementos reales e inesperados, en la rama cargada de flores azules surgiendo, cuando nadie lo esperaba, del seto primaveral, que parecía ya incapaz de soportar más flores; mientras que la imitación puramente formal de la variedad (y lo mismo se podría argumentar para las demás cualidades del estilo) no es otra cosa que vacuidad y uniformidad, es decir, lo opuesto ala variedad, y si con ella logran los imitadores dar la ilusión y el recuerdo de la variedad verdadera es sólo para aquellas personas que no la supieron comprender en las obras maestras.

Y así —lo mismo que la dicción de Bergotte hubiera parecido encantadora de no haber sido él más que un simple aficionado que recitaba cosas a lo Bergotte, y no ahora, en que esa dicción estaba ligada al pensamiento de Bergotte, afanosa y activa, por correspondencias vitales que el oído no distinguía en el primer momento—, si su conversación desilusionaba a los que esperaban oírlo hablas tan sólo del «eterno torrente de las apariencias» y de «los misteriosos escalofríos de la belleza», es porque Bergotte aplicaba su pensamiento exactamente a la realidad que le agradaba, y su lenguaje venía a ser por demás positivo y substancioso. Además, la calidad, siempre rara y nueva, de lo que escribía se traducía en su conversación por un sutilísimo modo de abordar las cuestiones, desdeñando todos los aspectos ya conocidos de ellas y atrapándolas al parecer por un lado insignificante; de manera que parecía estar siempre en sinrazón, y hacer paradojas, y sus ideas pasaban muchas veces por confusas, porque ya se sabe que cada cual llama ideas claras a las que se hallan en el mismo grado de confusión que las suyas. Y como toda novedad requiere indispensablemente la eliminación previa del lugar común a que estábamos acostumbrados, y que se nos antoja la realidad misma, cualquier conversación nueva, como cualquier pintura o música originales, parecerá siempre alambicada y fatigosa. Se apoya en figuras que nos cogen de nuevas, nos parece que el que habla no hace más que ensartar metáforas, y eso cansa y da una impresión de falso. (En el fondo, las viejas formas de lenguaje fueron también antaño imágenes difíciles de perseguir cuando el auditor no conocía aún el mundo que ellas describían. Pero desde hace mucho tiempo ya nos figuramos que ese universo es el de verdad, y nos apoyamos en él). Y por eso cuando Bergotte decía cosas que hoy pasan por muy naturales: que Cottard parecía un ludión que anda buscando el equilibrio, y que a Brichot «todavía le daba más que hacer su peinado que a la señora de Swann, porque tenía la doble preocupación de su perfil y de su reputación, y era menester que en todo momento la ordenación de su cabello le prestara a la vez aspecto de león y de filósofo», la gente se cansaba en seguida y ansiaba hacer pie en cosas más concretas, decían, queriendo significar más corrientes. Y las palabras incognoscibles que surgían de la máscara que yo tenía delante había que atribuírselas al escritor de mi admiración, pero no hubiese sido posible insertarlas en sus libros como pieza de rompecabezas que encaja entre otras, porque estaban en distinto plano y requerían determinada transposición; y gracias a esa transposición encontré yo un día, que me estaba repitiendo las frases que oía Bergotte, en esas palabras la misma armazón de su estilo escrito y pude reconocer y nombrar sus distintas piezas en aquel discurso hablado que tan diferente me pareció al principio.

Ya desde un punto de vista más accesorio, aquella especial manera, quizá demasiado minuciosa e intensa, que tenía de pronunciar algunos adjetivos que se repetían mucho en su conversación, y que nunca empleaba sin cierto énfasis, haciendo que todas sus sílabas resaltaran y que la última cantase (como la palabra visage, con la que substituía siempre la palabra figure, añadiéndole un gran número de y, de s y de g, que parecía como que le estallaban en la palma de la mano en esos momentos), correspondía exactamente a los bellos lugares de su prosa, en donde colocaba las palabras favoritas en plena evidencia, precedidas de una especie de margen y dispuestas de tal modo en el total número de la frase, que era menester, su pena de incurrir en una falta de medida, contarlas con su plena «cantidad». Lo que no se veía en el habla de Bergotte era ese modo de iluminación que en sus libros, como en algunos de otros autores, modifica muchas veces en la frase escrita la apariencia de los vocablos. Es que indudablemente procede de las grandes profundidades, y no llegar, sus rayos a nuestras palabras en esas horas en que, por estar abiertos para los demás en la conversación, estamos en cierto modo cerrados para nosotros mismos. En ese respecto tenía Bergotte más entonaciones y más acento en sus libros que en sus palabras; acento independiente de la belleza del estilo, y que indudablemente ni el mismo autor percibió, porque es inseparable de su más íntima personalidad. El acento ese pera el que en los libros de Bergotte, en los momentos en que el autor se mostraba completamente natural, daba ritmo a las palabras muchas veces insignificantes, que escribía. Es ese acento cosa que no está anotada en el texto, no hay nada que lo delate, y sin embargo se ajusta por sí mismo a todas las frases, que no se pueden decir de otro modo; es lo más efímero y lo más profundo en un escritor, lo que probará cómo es, lo que nos dirá si a pesar de todas las durezas que escribió era tierno, si a pesar de todas sus sensualidades era sentimental.

Algunas particularidades de elocución que existían en forma de hábiles rasgos en la conversación de Bergotte no le eran propiamente personales, porque luego, cuando llegué a conocer a sus hermanos y hermanas, las observé en ellos aún más acentuadas Era cierto matiz brusco y ronco al finalizar de una frase alegre, cierto matiz expirante y débil al terminar de una frase triste. Swann, que había conocido al maestro de niño, me dijo que entonces se le oían, lo mismo que a sus hermanos y hermanas, esas inflexiones en cierto modo de familia, gritos unas veces de violenta alegría y murmullos otras de melancolía despaciosa, y que en la habitación donde jugaban todos ellos Bergotte ejecutaba su parte en aquellos concierto, sucesivamente ensordecedores o lánguidos, mejor que ninguno. Por particulares que sean todos esos sonidos que se escapan de las bocas humanas, son fugitivos y no sobreviven a los hombres. Pero no ocurrió eso con la pronunciación de la familia Bergotte. Porque, aunque sea muy difícil de comprender, hasta en los Maestros Cantores, cómo puede un artista inventar música oyendo trinar a los pájaros, sin embargo, Bergotte transpuso y fijó en su prosa esa manera de arrastrar las palabras que se repiten en clamores de alegría o se van escurriendo en suspiros tristes. Hay en sus libros finales de frases con acumulación de sonoridades que se van prolongando, como en los últimos acordes de una obertura de ópera que no sabe acabar y repite varias veces su cadencia suprema antes que el director deje la batuta; y en ellas vi yo más adelante como un equivalente musical de esos cobres fonéticos de la familia Bergotte; pero él, en cuanto los transpuso en sus libros, dejó inconscientemente de emplearlos en su discurso. Desde el día que empezó a escribir, y con más razón cuando yo lo conocí, su voz estaba para siempre desentonada del conjunto Bergotte.

Aquellos Bergottes mozos —el futuro escritor con sus hermanos y hermanas— indudablemente no eran, ni mucho menos, superiores a otros jóvenes más finos y graciosos que tenían a los Bergottes por muy bulliciosos, un tanto vulgares e irritantes con aquellas bromas suyas, características del «género» de la casa, medio simplón, medio presuntuoso. Pero el genio, y aún un gran talento, proviene más bien que de elementos, intelectuales y de refinamientos sociales superiores a los ajenos, de la facultad de transponerlos y transformarlos. Para calentar un líquido con una lámpara eléctrica no, se trata de buscar la lámpara eléctrica más fuerte, sino una cuya corriente pueda dejar de alumbrar, para derivarse y dar en vez de luz calor. Para pasearse por los aires no se requiere el automóvil más potente; lo que se necesita es un automóvil que no siga corriendo por la tierra, que corte con una línea vertical la horizontal que seguía, transformando su velocidad en fuerza ascensional. Y ocurre igualmente que los productores de obras geniales no son aquellos seres que viven en el más delicado ambiente y que tienen la más lúcida de las conversaciones y la más extensa de las culturas, sino aquellos capaces de cesar bruscamente de vivir para sí mismos y convertir su personalidad en algo semejante a un espejo, de tal suerte que su vida por mediocre que sea en su aspecto mundano, y hasta cierto punto en el intelectual, vaya a reflejarse allí: porque el genio consiste en la potencia de reflexión y no en la calidad intrínseca del espectáculo reflejado. El día en que el joven Bergotte pudo mostrar al mundo de sus lectores el salón de mal gusto en que transcurrió su infancia y las no muy divertidas conversaciones que allí tenía con sus hermanos, ese día se puso por encima de los más ingeniosos y distinguidos amigos de su familia, los cuales podrían muy bien volver a sus casas en sus magníficos Rolls-Royce, con cierto desprecio por la vulgaridad de los Bergotte; pero él, con su modesto coche, que por fin había «arrancado», marchaba muy por arriba de ellos.

Tenía otros rasgos de elocución comunes, no ya con personas de su familia, sino con ciertos escritores de su época. Algunos jóvenes que empezaban ya a negarlo y sostenían no tener parentesco alguno con él, lo denotaban sin querer, empleando los mismos adverbios y preposiciones que él repetía constantemente, construyendo las frases de idéntico modo y hablando con igual tono lento y amortiguado, reacción contra el lenguaje elocuente y fácil de la generación precedente. Pudiera ser que esos jóvenes —y en este caso ya veremos quiénes eran no hubiesen conocido a Bergotte. Pero su modo de pensar se inoculó en su ánimo y acarreó esas alteraciones de sintaxis y de acento que están en forzosa relación con la originalidad intelectual. Relación— que necesita ser interpretada, por cierto. Y así, Bergotte, que en su manera de escribir no debía nada a nadie, tomó su manera de hablar de un viejo compañero suyo, parlador maravilloso que tuvo mucho ascendiente sobre él, y al que imitaba, sin darse cuenta, en la conversación; pero ese amigo, de dotes inferiores a las suyas; nunca escribió libros de verdadera altura. De suerte que, habiéndose atenido a la originalidad en el hablar, se clasificaría a Bergotte como discípulo y como escritor de segunda mano, cuando era, aunque influido por su amigo en el terreno de la conversación, escritor original y creador. Indudablemente, para separarse aún más de la generación anterior, muy amiga de las abstracciones y de los grandes lugares comunes, Bergotte, cuando quería hablar bien de un libro, lo que hacía resaltar y citaba era siempre una escena de valor de imagen, un cuadro sin significación racional. «¡Ah, sí —decía—, está bien! ¡Qué bien está aquella chiquita del chal anaranjado!». «¡Oh, ya lo creo, tiene un pasaje, cuando el regimiento atraviesa la ciudad, que está muy bien!». En cuanto al estilo, Bergotte no era muy de su tiempo (y siguiendo en esto muy exclusivamente francés, detestaba a Tolstoi, a Jorge Eliot, a Ibsen y Dostoiewski), porque la palabra que asomaba siempre cuando quería elogiar un estilo era «suave». Si, a pesar de todo, prefiero el Chateaubriand de Atala al de René: me parece más «suave». Y pronunciaba la palabra como el médico que cuando un enfermo le asegura que la leche no le cae bien en el estómago responde: «Pues es muy suave». Cierto que en el estilo de Bergotte había una especie de armonía semejante a esa que en los oradores de la antigüedad merecía alabanzas de sus contemporáneos, alabanzas que hoy concebimos difícilmente porque estamos acostumbrados a las lenguas modernas, donde no se busca esa clase de efectos.

Si alguien le manifestaba su admiración por alguna página de sus libros, decía, con tímida sonrisa: «Yo, creo que es una cosa real, que es exacto, acaso pueda ser útil»; pero sencillamente por modestia, como una mujer que cuando le dicen que tiene un traje o una hija deliciosa contesta: «Es muy cómodo» o «Tiene muy buen carácter». Pero el instinto de constructor era en Bergotte lo bastante hondo para que no se le ocultara que la única prueba de que había edificado eficazmente y con arreglo a la verdad consistía en el contento que le dio su obra, primero a él y luego a los demás. Sólo que muchos años después, cuando ya no le quedaba talento, cada vez que escribía una cosa que no lo dejaba satisfecho, con objeto de no tacharla, como hubiera debido hacer, y darla a la publicidad, se repetía, para sí esta vez.

«A pesar de todo, me parece exacto, no será inútil para mi patria». De modo que la frase que antes murmuraba delante de sus admiradores, inspirada por una argucia de su modestia, luego se la inspiró, en el secreto de su corazón, la inquietud del orgullo. Y las mismas palabras que sirvieron a Bergotte de superflua excusa por el mérito de sus primeras obras se convirtieron más tarde en ineficaz consuelo por lo mediocre de sus últimas producciones.

Aquella especie de severidad de gusto que tenía, la voluntad de no escribir nunca más que las páginas de las que pudiera decir: «Es una cosa suave», y que lo hizo pasar durante tantos años por artista estéril, preciosista, cincelados de pequeñeces, era, por el contrario, el secreto de su fuerza; porque el hábito forma el estilo del escritor, como forma el carácter del hombre, y el escritor que sintió varias veces el contento de haber llegado a un determinado punto de satisfacción en la expresión de su pensamiento planta así para siempre los jalones de su talento; igual que uno mismo, dejándose llevar de la pereza, del placer o del miedo a sufrir, dibuja en un carácter que acaba por ser imposible de retocar la figura de sus vicios o los límites de su virtud.

Y quizá no iba yo descaminado del todo cuando en el primer momento, y allí, en casa de Swann, a pesar de todas las correspondencias que más tarde descubrí entre el literato y el hombre, me resistí a creer que tenía delante a Bergotte, al autor de tantos libros divinos; porque él mismo (en el verdadero sentido de la palabra) tampoco lo creía. No lo creía, porque se mostraba muy solícito con gente del gran mundo, con literatos y periodistas que estaban muy por bajo de él. Claro que ahora ya le habían dicho los sufragios ajenos que tenía algo de genio, y junto a eso las buenas posiciones en el mundo aristocrático y oficial no son nada. Se lo habían dicho, pero él no lo creía, puesto que seguía simulando preferencias hacia mediocres escritores con objeto de llegar a ser académico pronto, cuando la Academia o los salones del barrio de Saint-Germain tienen lo mismo que ver con esa partícula del Espíritu inmortal, autora de los libros de Bergotte, que con el principio de causalidad o la idea de Dios. Y eso lo sabía él muy bien, como sabe un cleptómano que el robar es cosa mala. Y al hombre de la perilla y de la nariz de caracol se le ocurrían argucias de gentleman que roba tenedores, para acercarse al sillón académico ansiado o a una duquesa que disponía de varios votos en las elecciones; pero para acercarse de tal manera que ninguna persona que estimara como vicio el aspirar a esa finalidad pudiese enterarse de sus manejos. Pero no lo lograba por completo, y oía uno alternar con las frases del verdadero Bergotte las del Bergotte egoísta y ambicioso, que no pensaba más que en hablar a determinada persona noble, rica o de influencia, con objeto de hacerse valer, él, que en sus libros cuando era verdaderamente sincero, supo mostrar a la perfección el encanto de los pobres, encanto puro como el de una fuente.

En lo que respecta a esos otros vicios a que aludiera el señor de Norpois, a ese amor medio incestuoso, complicado, según decían, hasta con delicadeza en cuestiones de dinero, si bien contradecían de un modo chocante la tendencia de sus últimas novelas, henchidas por la escrupulosa y dolorida inquietud del bien, que llegaba aún a inficionar las más sencillas alegrías de sus héroes; inspirando al mismo lector un sentimiento de angustia, con el que la existencia más tranquila parecía imposible de sobrellevarse, esos vicios, aún suponiendo que se imputaran justamente a Bergotte, no probaban suficientemente que su literatura fuera mentira ni su mucha sensibilidad una farsa. Lo mismo que en patología determinados estados de apariencia análoga se deben en tinos casos a exceso y en otros a insuficiencia de tensión o de secreción, así puede haber vicios por hipersensibilidad, como los; ay por falta de sensibilidad. Acaso el problema moral solo puede plantarse con toda su potencia de sanidad en las vidas realmente viciosas. Y el artista da a ese problema una solución que no está en el plano de su vida individual, sino en el plano de lo que para él es la verdadera vida, es decir, una solución general, literaria. Igual que los grandes doctores de la Iglesia empezaron muchas veces, sin dejar de ser buenos, por conocer los pecados de los hombres, para sacar de allí su santidad personal, así a menudo los grandes artistas, siendo malos, utilizan sus vicios para llegar a concebir la regla moral de todos los humanos. Y esos vicios (o tan sólo debilidades o ridiculeces) del ambiente en que viven, las frases inconsecuentes, la vida frívola y extraña de su hija, las traiciones de su mujer o sus propios defectos son los que fustigan generalmente a los literatos en sus diatribas, sin alterar por eso su modo de vida o el mal tono que reina en sil hogar. Pero ese contraste chocaba menos antes que en tiempo de Bergotte, por tina parte, porque a medida que la sociedad va corrompiéndose se depuran las nociones de moralidad; y por otra porque el público estaba mucho más al corriente que antes de la vida de los literatos; y algunas noches, en el teatro, la gente señalaba con el dedo a ese autor, que a mí me encantó en Combray, sentado en el fondo de un palco junto a personas cava compañía semejaba un comentario singularmente risible o trágico, un impúdico mentís a la tesis sostenida en su novela más Los dichos de tinos y de otros no me ilustraron mucho respecto a la bondad o maldad de Bergotte. Un íntimo suyo citaba pruebas de su dureza de ánimo, y un desconocido contaba un rasgo (conmovedor, porque indudablemente no estaba destinado a que lo publicaran) que denotaba su profunda sensibilidad. Trate muy mal a su mujer Pero una vez, en la posada de un pueblo, se pasó toda la noche en vela teniendo cuidado de una pobre que había querido tirarse al agua, y cuando tuvo que marcharse dejó mucho dinero a la posadera para que no echase a aquella infeliz y siguiera atendiéndola bien. Quizá ocurrió que a medida que en Bergotte se fue desarrollando el gran escritor a expensas del hombre de la perilla, su vida individual se sumergido en el mar de todas las vidas que imaginaba y le pareció que ya no le obligaba a deberes efectivos, substituidos para él por el deber de imaginarse otras vidas. Pero al propio tiempo, por aquello ele que se imaginaba los sentimientos ajenos tan perfectamente como si fueran propios, cuando se le ofrecía la ocasión de tratar con un Hombre infeliz, aunque fuese de pasada, hacíalo colocándose no en su punto de vista personal, sino en el del ser mismo que sufría, y desde esa posición le Hubiese inspirado horror el lenguaje de los que siguen pensando en sus menudos intereses cuando están delante del dolor ajeno. De suerte que excitó en torno ele él justificados rencores y agradecimientos imborrables.

Sobre todo era hombre al que, en el fondo, no le gustaban más que determinadas imágenes, y se complacía en disponerlas y pintarlas bajo la envoltura de la palabra, como una miniatura en el fondo de un cofrecillo. Cuando le regalaban una cosa insignificante, si esa fruslería le daba ocasión para entrelazar unas cuantas imágenes, mostrábase pródigo en la expresión de su agradecimiento, y en cambio, no denotaba gratitud alguna por un rico regalo. Y si y hubiera tenido que hacer su defensa ante un tribunal habría escogido, sin querer, sus palabras, no por el efecto que pudiesen producir sobre el juez, sino por las imágenes, en las que, seguramente, ni se fijaría el juez siquiera.

Aquel primer día que lo vi en casa de los padres de Gilberta le conté que había oído hacía poco a la Berma en Phèdre, y me dijo que en la escena donde se queda con el brazo extendido a la altura del hombro —precisamente una de las que más aplaudieron— la artista había sabido evocar con arte nobilísimo algunas obras magistrales de la escultura antigua, sin haberlas visto nunca quizá: una Hespéride que hace el mismo ademán en una metopa de Olimpia y las hermosas doncellas del antiguo Erecteón.

—Acaso sea tina adivinación; pero a mí se me figura que va a los museos. Tendría interés «marcar» eso. («Marcar» era una de esas palabras habituales de Bergotte que le habían cogido los jovenzuelos que, aún sin conocerlo, hablaban como él por una especie de sugestión a distancia).

—¿Se refiere usted quizá a las Cariátides? —dijo Swann.

—No, no —dijo Bergotte—; el arte que la Berma reencarna es mucho más antiguo, excepto en la escena donde confiesa su pasión a Enone y hace el ademán de Hegeso en la estela del Cerámico. Yo aludía a las Korai del Erecteón viejo, aunque reconozco que está lejísimos del arte de Racine; ¡pero hay ya tantas cosas en Phèdre que por una más…! ¡Y es tan bonita esa menuda! ¡Fedra del siglo VI, con la verticalidad que hace el efecto de mármol…! ¡Haber dado con eso! Hay en ese del brazo y el rizo de pelo Ya tiene mérito, ya lo creo, el ademán más cantidad de antigüedad que en muchos libros que este año llamamos «antiguos».

Como Bergotte, en uno de sus libros, había dirigido una célebre invocación a esas estatuas arcaicas, las palabras que en ese momento pronunciaba eran clarísimas para mí y me dieron nuevo motivo para interesarme por el arte de la Berma. Hacía yo por representármela en mi memoria tal como estuvo en esa escena en la que, según recordaba yo muy bien, puso el brazo extendido a la altura del hombro. Y me decía: «Esa es la Hespéride de Olimpia, la hermana de una de esas admirables orantes de la Acrópolis; eso es un arte nobilísimo». Pero para que yo hubiera podido embellecer con tales pensamientos el ademán de la Berma, Bergotte habría tenido que decírmelos antes de la representación. Y entonces, mientras que la actitud de la actriz existía efectivamente delante de mí, en ese momento en que la cosa que ocurre tiene toda la plenitud de la realidad, habríame sido posible el intento de arrancar de ese ademán la idea de escultura arcaica. Pero para mí la Berma en dicha escena era un recuerdo, imposible de modificar, tenue como una imagen que carece de esas capas profundas del presente que se dejan excavar, y de las que puede uno sacar verídicamente algo nuevo; una imagen a la que es imposible imponer retroactivamente una interpretación porque ya no podremos comprobar ni someterla a sanción objetiva. Para mezclarse en la conversación, la señora de Swann me preguntó si Gilberta se había acordado de darme el folleto de Bergotte sobre Phèdre. «¡Tengo una hija tan atolondrada!…», añadió. Bergotte sonrió modestamente y aseguró que aquellas páginas no tenían importancia. «No, no; es un opúsculo encantador, un tract[21] delicioso», dijo la señora de Swann, con objeto de cumplir su papel de señora de casa y de hacer creer que había leído el folleto, y, además, porque le gustaba no sólo cumplimentar a Bergotte, sino marcar preferencia por algunas de sus obras y dirigirlo. Y, a decir verdad, lo inspiró, pero de distinto modo del que ella se figuraba. Pero ello es que existen tales relaciones entre lo que fue la elegancia del salón de los Swann y un determinado aspecto de la obra de Bergotte, que para los viejos de hoy ambas cosas pueden servirse alternativamente de comentario mutuo.

Yo me engolfé en el relato de mis impresiones. A Bergotte muchas veces no le parecían exactas, pero me dejaba hablar. Le dije que me gustó mucho aquella luz verde del momento en que Fedra alza el brazo. «¡Ah!, le halagará mucho al decorador, que es un gran artista; se lo diré, porque él está muy orgulloso de la luz esa. Yo confieso que no me agrada mucho: lo baña todo en una especie de atmósfera glauca, y la Fedra, tan menuda allá en el fondo, se parece un tanto a una rama de coral en la profundidad del acuario. Usted me dirá que con eso se hace resaltar el aspecto cósmico del drama. Es verdad; pero estaría mejor la luz verde en una obra que ocurriera en los dominios de Neptuno. Y no es que yo ignore que hay allí algo dé venganza de Neptuno, porque yo no exijo que se piense exclusivamente en Port-Royal; pero, de todos modos, lo que Racine nos cuenta no son amores de erizos marinos. Pero mi amigo lo ha querido así, y hay que reconocer que tiene valor y que al fin y al cabo es bonito. A usted le ha gustado porque lo ha comprendido usted, ¿verdad? En el fondo estamos de acuerdo; lo que ha hecho el decorador es algo insensato, ¿no?, pero muy agudo». Cuando la opinión de Bergotte se manifestaba contraria a la mía, no por eso me reducía al silencio y a la imposibilidad de contestar, como me hubiese ocurrido con el señor de Norpois. Lo cual no demuestra que las opiniones de Bergotte tuvieran menos valor que las del diplomático, al contrario. Una idea fuerte comunica al contradictor una parte de su fuerza. Como participa del valor universal del espíritu, se clava y se ingiere en medio de otras ideas adyacentes en el ánimo de aquel contra quien se emplea, que ayudándose de esos pensamientos fronterizos cobra aliento, la completa y la rectifica; de modo que la sentencia final viene a ser obra de las dos personas que discutían. Pero las ideas que no se pueden responder son esas que no son, propiamente hablando, ideas que no tienen arraigo en nada, que no encuentran punto de apoyo ni rama fraterna en el espíritu del adversario, el cual, en lucha con el puro vacío, no sabe qué contestar. Los argumentos del señor de Norpois en materia de arte no tenían réplica porque carecían de realidad.

Bergotte no rechazaba mis objeciones, y yo entonces le confesé que el señor de Norpois las había estimado despreciables.

—Es un viejo estúpido; le ha dado a usted picotazos porque se le figura siempre que tiene delante un bizcocho o una jibia.

—¿Con que conoce usted a Norpois? —me dijo Swann.

—Es más pelma que el oír llover —interrumpió su mujer que tenía gran confianza en la opinión de Bergotte y temía indudablemente que Norpois nos hubiese hablado mal de ella. Quise charlar con él un rato después de cenar, y yo no sé si es por los años o por la digestión, pero me pareció fangoso. Sería menester hacerlo salir de su abatimiento.

—Sí —dijo Bergotte—; muchas veces no tiene más remedio que callarse para no agotar antes de que termine la noche esa provisión de tonterías de almidón que lleva en la pechera de la camisa y en el chaleco para que estén bien blancos.

—Yo considero que Bergotte y mi esposa son muy duros con él —dijo Swann, que en su casa se revestía del papel de hombre de buen juicio—. Reconozco que no puede interesarles a ustedes mucho; pero desde otro punto de vista (porque a Swann le gustaba recoger las bellezas de la «vida») es curioso, muy curioso, visto como «enamorado». Siendo secretario en Roma —continuó después de haberse cerciorado de que Gilberta no lo oía tenía una querida en París, por la que estaba trastornado, y siempre encontraba un medio para hacer el viaje dos veces por semana y estar con ella dos horas. Mujer muy inteligente y deliciosa por aquel entonces, hoy está viuda y lleva el título del marido. Ha tenido muchas más en los intervalos. Yo me hubiera vuelto loco si mi querida hubiese tenido que vivir en París y yo en Roma. Los caracteres nerviosos deben enamorarse siempre de personas que «sean menos que ellos», como dice el vulgo, porque así la mujer querida está a su discreción por el lado económico.

En aquel momento Swann se dio cuenta de que yo podía aplicar esa máxima a Odette y a él. Y como hasta tratándose de seres superiores, que parece que se ciernen con uno por encima de la vida, el amor propio perdura con su mezquindad, le entró gran rabia contra mí. Pero sólo se manifestó por su inquieta mirada. Y por el momento nada me dijo, cosa que no es de extrañar. Cuando Racine, según cuenta una tradición, falsa, es verdad, pero cuya materia se repite a diario en la vida de París, aludió a Scarron delante de Luis XIV, el monarca más poderoso del orbe no dijo nada al poeta la noche aquella. Pero al día siguiente Racine había caído del favor real.

Pero como toda teoría procura buscar su expresión plena, Swann, pasado aquel minuto de irritación, y después de limpiar el cristal de, su monóculo, completó su pensamiento con estas palabras, que más tarde cobraron en mi memoria el valor de un profético aviso que no supe tener en cuenta.

—Sin embargo, el peligro de este género de amores consiste en que la sujeción de la mujer calma por un momento los celos del hombre, pero luego aún lo hace más exigente. Y llega a obligar a su querida a que viva como esos presos que tienen las celdas iluminadas día y noche para vigilarlos mejor. Y por lo general la cosa acaba en drama.

Yo volví al señor de Norpois.

—No se fíe usted de él; al contrario, tiene muy mala lengua —me dijo la señora de Swann con acento que parecía significar que el señor de Norpois había hablado mal de ella; y me lo confirmó al ver que Swann miraba a su esposa como reprendiéndola y para que no siguiera hablando.

Mientras tanto, Gilberta, aunque ya le habían dicho dos veces que fuera a prepararse para salir, seguía escuchando lo que decíamos, entre sus padres, apoyada mimosamente en el hombro de Swann. A primera vista advertíase marcadísimo contraste entre la señora de Swann, que era morena, y aquella chiquilla de pelo rojizo y el cutis dorado. Pero luego ya iba uno reconociendo en Gilberta muchos rasgos —por ejemplo, la nariz cortada con brusca e infalible decisión por el invisible escultor que trabaja con su cincel para varias generaciones—, gestos y movimientos de su madre; y valiéndonos de una comparación tomada a otro arte, podría decirse que se asemejaba a un retrato poco parecido de la señora de Swann, retrato que el pintor hubiese hecho, por un capricho de colorista, cuando Odette se disponía a salir para una cena de «cabezas disfrazadas», medio vestida de veneciana. Y como no sólo tenía una peluca rubia, sino que todo átomo sombrío había sido expulsado de su carne, que despojada de sus velos obscuros parecía aún más desnuda, cubierta sólo por los rayos que lanzaba un sol interior, el colorete era al parecer no cosa superficial, sino de carne; y Gilberta diríase que figuraba un animal fabuloso o que llevaba un disfraz de la Mitología. Aquel cutis rojizo era parecidísimo al de su padre, como si a la Naturaleza se le hubiera planteado el problema cuando tuvo que crear a Gilberta de ir reconstruyendo poco a poco a la señora de Swann, pero sin tener otra materia a su disposición que la piel de Swann. Y la naturaleza la había utilizado a perfección, como un buen constructor de arcones que quiere dejar a la vista el granillo y los nudos de la madera. Y así, en el rostro de Gilberta, en el rincón que formaba la nariz, perfectamente reproducido de su madre; la piel se hinchaba para conservar intactos los dos lunares de Swann. Era una nueva variedad de la señora de Swann, obtenida junto a ella, como una lila blanca junto a una lila violeta. Sin embargo, no hay que representarse la línea de demarcación entre los dos parecidos, el de su padre y el de su madre, como perfectamente definida. A veces, cuando Gilberta se reía velase el óvalo de la mejilla de su padre en la cara de su madre, como si los hubieran mezclado para ver lo que resultaba; ese óvalo se precisaba como toma forma un embrión, se alargaba oblicuamente, se hinchaba, y luego, al cabo de un instante, había desaparecido. Gilberta tenía en los ojos el mirar franco y bueno de su padre; con él me miró cuando me regaló la bolita de ágata y me dijo: «Consérvela usted como recuerdo de nuestra amistad». Pero si se le preguntaba qué es lo que había estado haciendo, velase en idénticos ojos aquel malestar, disimulo, incertidumbre y tristeza que eran antaño los de Odette siempre que le preguntaba Swann adónde había ido y ella le daba una contestación mentirosa que cuando amante, lo desesperaba y, cuando marido, le hacía cambiar de conversación, esposo prudente y discreto. Muchas veces en los Campos Elíseos me desazonaba el ver esa mirada en los ojos de Gilberta. Pero por lo general sin motivo. Porque en ella esa mirada —esa, por lo menos— no correspondía a nada, era pura supervivencia física de su madre. Y las pupilas de Gilberta ejecutaban ese movimiento, que antaño en el mirar de Odette tenía por causa el miedo a revelar que aquel día había tenido en casa a un amante suyo o que tenía prisa por una cita pendiente, cuando, había ido a clase o cuando tenía que volverse a casa para dar una lección. Y así, eran visibles aquellos dos temperamentos de Swann y de Odette, ondulando, refluyendo, penetrándose uno al otro, en el cuerpo de esta Melusina.

Es cosa sabida que un niño tiene cosas de su padre y de su madre. Pero la distribución de las buenas y malas cualidades heredadas está hecha de un modo tan raro, que de dos virtudes que en uno de los padres parecían inseparables no perdura en el hijo más que una, y aliada a aquel defecto de su otro progenitor al parecer más inconciliable con dicha virtud. Y hasta la encarnación de una cualidad moral en un defecto físico incompatible con ella es con frecuencia ley del parecido filial. De estas dos hermanas habrá una que tenga la noble estatura del padre y el ánimo mezquino de la madre, y la otra, dueña de la inteligencia paterna, se le ofrecerá al mundo con el aspecto físico maternal; la nariz abrutada, el vientre nudoso y hasta la voz de la madre convirtiéndose en vestidura de dotes que antes se presentaban bajo soberbia apariencia. Así, que se puede decir de cualquiera de las dos hermanas, y con razón, que ella es la más parecida a uno de sus padres. Gilberta era hija única, cierto, pero había por lo menos, dos Gilbertas. Las dos índoles de su padre y de su madre no se contentaban con mezclarse en la hija; se la disputaban, y aún eso sería expresarse con inexactitud, porque pudiera dar a suponer que había una tercera Gilberta, padeciendo entonces al verse presa de las otras dos. Y Gilberta era alternativamente una u otra, y en todo momento una y nada más que una, esto es, incapaz de sufrir cuando se sentía menos buena, porque la Gilberta mejor, como entonces estaba momentáneamente ausente, no podía enterarse de que había degenerado. Y la menos buena de las dos Gilbertas gozaba de toda libertad para regocijarse con placeres no muy nobles. Cuando la otra hablaba con el corazón de su padre tenía miras muy amplias, daban ganas de entregarse con ella al logro de un ideal bueno y bello, y así se lo decía uno; pero en el momento decisivo el corazón de su madre recobraba su imperio, él contestaba; y se sentía desilusión y enfado —casi curiosidad, o como ante la substitución de una persona por otra—, porque Gilberta respondía con una reflexión mezquina o una torpe risita burlona, complaciéndose en ello porque esa respuesta nacía de su Verdadera naturaleza de aquel momento. Tan grande era a veces la separación entre las dos Gilbertas, que se preguntaba uno, en vano, claro está, qué es lo que pudo hacerle para encontrarla ahora tan distinta. Nos había dado una cita, y no sólo no iba ni se excusaba luego, sino que, cualquiera que hubiese sido el motivo de su mudanza, se nos aparecía después tan indiferente, que habría sido cosa de imaginarse, víctima de un parecido como el que constituye la base de los Menecmos, que la que estaba delante no era la misma persona que tan amablemente nos invitara a reunirnos a no ser porque el mal humor con que nos recibía delataba que se sentía culpable y quería evitar las explicaciones.

—Vamos, Gilberta, nos vas a hacer esperar —le dijo su madre.

—Estoy muy a gusto aquí, junto a mi papaíto, y quiero estarme un poco más —respondió Gilberta, escondiendo la cabeza tras el brazo de su padre, que acariciaba cariñosamente la rubia cabellera, hundiendo en ella los dedos.

Era Swann un hombre de esos que viven mucho tiempo con la ilusión del amor y ven que contribuyen a acrecentar la felicidad de muchas mujeres con el bienestar que les proporcionan pero sin inspirarles ningún agradecimiento ni cariño hacia ellos; en cambio, en su hijo creen ver un afecto tal que, encarnado en su propio nombre, los hará perdurar aún más allá de la muerte. Cuando ya no exista Carlos Swann, quedará una señorita Swann o una señora X, Swann de nacimiento, que seguirá queriendo al padre perdido. Y que seguirá queriéndolo muchísimo, debía de pensar Swann, porque contestó a Gilberta: «Eres una hija muy buena», con un tono enternecido por la inquietud que nos inspira para el porvenir el apasionado cariño que nos tiene un ser que habrá de sobrevivirnos. Para disimular su emoción se metió en nuestra conversación sobre la Berma. Me llamó la atención aunque en tono de indiferencia y malestar, como el que quiere permanecer ajeno a lo que está diciendo, sobre la inteligencia y la imprevista justeza con que dice la actriz a Enone «Tú lo sabías». Era cierto; por lo menos la entonación aquella tenía un valor inteligible realmente, y por ende capaz de satisfacer mi deseo de hallar irrefutables razones para admirar a la Berma. Pero no me contentaba por su misma claridad. Tan ingeniosa era la entonación, tan definidos su intención y su sentido, que parecía como si tuviese existencia propia y que cualquier artista inteligente podía cogerla. Era una hermosa idea; pero todo el que fuese capaz de concebirla plenamente la poseería igual. Quedaba a la Berma el mérito de haberla encontrado; pero ¿es que puede emplearse esa palabra «encontrar» cuando se trata de encontrar una cosa que no sería distinta si nos la diese otro, que no depende esencialmente de nuestro ser, puesto que otro la puede reproducir luego?

—¡Dios mío, cómo eleva su presencia de usted el nivel de la conversación! —me dijo Swann, como para excusarse ante Bergotte; porque en el círculo Guermantes se había acostumbrado a recibir a los grandes artistas como a buenos amigos, limitándose a darles los platos que les gustan y la ocasión de jugar a los juegos o, si es en el campo, a los deportes que más les agradan—. Se me figura que estamos hablando de arte añadió.

—Está muy bien; eso es lo que a mí me gusta —dijo la señora de Swann, lanzándome una mirada de gratitud en señal de reconocimiento, por bondad y además porque aún le duraban sus viejas aspiraciones a una conversación más intelectual.

Luego Bergotte habló con otras personas, especialmente con Gilberta. Había yo dicho al escritor todo lo que sentía con una libertad que me dejó asombrado, debida a que desde años atrás tenía yo con él (al cabo de tantas horas de soledad y de lectura en que no era Bergotte sino la parte mejor de mi propio ser) el hábito de la sinceridad, de la franqueza y de la confianza, y me imponía mucho menos que cualquier otra persona con la que hubiese hablado por vez primera. Y sin embargo, por la misma razón, estaba muy preocupado de la impresión que debí de haberle producido, porque el desprecio hacia mis ideas que yo le atribuía no era de entonces, sino que databa de los años, ya bien pasados, en que comencé yo a leer sus libros en nuestro jardín de Combray. Y a pesar de todo debía habérseme ocurrido que si fui sincero, si no hice más que abandonarme a mi pensamiento al encariñarme por un lado con la obra de Bergotte y al sentir, por otro, en el teatro una desilusión cuyas razones se me ocultaban, esos dos movimientos instintivos que me arrastraron no podían ser muy distintos entre sí y tenían que obedecer a idénticas leyes, y que ese espíritu de Bergotte que tanto me enamoró en sus libros no debía de ser enteramente extraño y hostil a mi decepción y a mi incapacidad para expresarla. Porque mi inteligencia no era más que una, y quién sabe si no existe más que una inteligencia, de la que todos somos vecinos y a la que mira cada cual desde el fondo de su cuerpo particular, como en el teatro, donde todo el mundo tiene un sitio, pero en cambio no hay más que un escenario. Indudablemente, las ideas que a mí me gustaba desenredar no eran las que Bergotte profundizaba ordinariamente en sus libros. Pero si la inteligencia que teníamos él y yo a nuestra disposición era la misma, al oírmelas explicar tenía que recordarlas y con cariño, sonreírles porque probablemente, y a pesar de lo que yo suponía, debía de tener ante su mirada interior una parte de inteligencia distinta de aquella cuyas recortaduras puso en sus libros, y que me servía para imaginarme todo su universo mental. Así como los sacerdotes, por señorear una gran experiencia del corazón humano, pueden perdonar tanto mejor pecados que ellos no cometen, lo mismo el genio, por poseer una gran experiencia de la mente, es tanto más capaz de comprender las ideas más opuestas a las que constituyen el fondo de su propia obra. Y debía habérseme ocurrido todo esto (cosa, por lo demás, nada grata, porque la benevolencia de los espíritus superiores tienen como corolario la incomprensión y hostilidad de los mediocres, y siempre es menor la alegría que nos inspira la amabilidad de un escritor, que en rigor pudimos buscar en sus libros, que el dolor que nos causa la hostilidad de una mujer, no escogida por su inteligencia, pero a la que no puede uno por menos de amar). Debía habérseme ocurrido todo eso, pero no se me ocurrió, y me quedé persuadido de haber parecido estúpido a Bergotte, cuando Gilberta me murmuró al oído:

—Estoy loca de alegría porque ha conquistado usted a mi gran amigo Bergotte. Ha dicho a mamá que le parece usted muy inteligente.

—¿Dónde vamos? —pregunté a Gilberta.

—Donde quieran; a mí, ir aquí o allá…

Pero desde el incidente ocurrido el día que hacía años de la muerte de su abuelo yo siempre me preguntaba si el carácter de Gilberta no era muy otro que el que yo me figuraba, si esa indiferencia por lo que decidieran, ese juicio, esa calma y esa cariñosa y constante sumisión no escondían, por el contrario, fogosos deseos que ella no quería aparentar por razón de amor propio, y que revelaba únicamente su repentina resistencia cuando por casualidad se veían contrariados esos deseos.

Como Bergotte vivía en el mismo barrio que mis padres, salimos juntos, y en el coche me habló de mi estado de salud.

—Nuestros amigos me han dicho que estaba usted malo. Lo compadezco mucho, pero no extraordinariamente, porque veo bien que no le faltan a usted los placeres de la inteligencia, que para usted, como para todo el que los haya saboreado, serán los primeros.

Pero yo me di cuenta de que, desgraciadamente, lo que decía era poco exacto en mi caso, para mí, que me quedaba frío con cualquier razonamiento, por elevado que fuese; que no me consideraba feliz más que en momentos de simple vagancia, cuando sentía bienestar; veía yo claro que lo que deseaba en la vida eran cosas puramente materiales y que me pasaría sin la inteligencia muy fácilmente. Como yo no sabía distinguir entre las distintas fuentes más o menos profundas y duraderas de que provenían mis placeres, pensé en el instante de contestarle que me hubiese gustado una vida donde tuviera amistad con la duquesa de Guermantes y a la que llegara, como a aquel quiosco de los Campos Elíseos, un frescor que me recordase a Combray. Y en ese ideal de vida que yo no me atreví a confiarle para nada entraban los placeres de la inteligencia.

—No, señor, los placeres de la inteligencia son poca cosa para mí; no son esos los que yo busco, y ni siquiera sé sí los saborearé alguna vez.

—¿Lo cree usted así? —me respondió—. Pues mire, yo creo, a pesar de todo, que eso debe de ser lo que usted prefiere; vamos, me lo figuro.

No me convenció, es cierto; pero, sin embargo, sentíame yo más contento, más desahogado. Lo que me dijo el señor de Norpois dio lugar a que considerase yo mis ratos de ilusión, de entusiasmo y de confianza como puramente subjetivos y exentos de realidad. Y resultaba que, según Bergotte, que al parecer conocía mi caso, el síntoma que menos debía preocuparme era, por el contrario, el de la duda y el descontento hacia, mí mismo. Sobre todo, lo que dijo del señor de Norpois restaba mucha fuerza a aquella condena que consideraba yo como inapelable.

—¿Se cuida usted bien? —me preguntó Bergotte—. ¿Quién lo asiste?

Le dije que me había visto, y probablemente volvería a verme, Cottard.

—¡Pero lo que usted necesita es otra cosa! —me respondió—. No lo conozco como médico, pero lo he visto en casa de la señora de Swann, y es un imbécil. Y suponiendo que eso no quite para que sea un buen médico, que lo dudo mucho, por lo menos le imposibilita para ser buen médico de artistas y de personas inteligentes. Los seres como usted necesitan médicos apropiados, casi estoy por decir planes y medicinas particulares. Cottard lo aburrirá a usted, y sólo ese aburrimiento le quitará toda eficacia a su tratamiento. Y luego, que el tratamiento no puede ser igual para usted que para un individuo cualquiera. Las tres cuartas partes de las dolencias de las personas inteligentes provienen de su inteligencia. Necesitan por lo menos un médico que conozca esa enfermedad. ¿Y cómo quiere usted que Cottard lo pueda asistir bien? Ha previsto la dificultad de digerir las salsas, y las molestias gástricas, pero no ha previsto la lectura de Shakespeare. Y con usted sus cálculos ya no son exactos, el equilibrio se rompe siempre será el ludión que va subiendo. Le parecerá que tiene usted una dilatación de estómago sin necesidad de reconocerlo, porque la lleva en los ojos. Puede usted verla, se le refleja en los lentes.

Este modo de hablar me cansaba mucho, y me decía yo, con la estupidez del sentido común: Ni hay dilatación de estómago reflejada en los lentes del profesor Cottard, ni hay tonterías escondidas en el chaleco blanco del señor de Norpois.

—Yo le aconsejaría a usted más bien el doctor Du Boulbon —prosiguió Bergotte—, que es un hombre muy inteligente.

—Admira mucho sus obras de usted —le contesté yo.

Vi que Bergotte ya lo sabía, y de eso deduje que los espíritus fraternos pronto se encuentran y que apenas si existen realmente «amigos desconocidos». Lo que Bergotte me dijo de Cottard me sorprendió, por ser lo contrario de lo que yo creía. A mí no me preocupaba lo más mínimo el que mi médico fuese aburrido; lo que esperaba yo de él es que, gracias a un arte cuyas leyes escapaban a mi conocimiento, emitiese con respecto a mi salud un oráculo indiscutible, después de haber consultado mis entrañas. Y no me interesaba que con ayuda de la inteligencia, cualidad en la que yo hubiera podido suplirle, intentase comprender la mía, que a mí se me representaba tan sólo como un medio, indiferente en sí mismo, de poder llegar a las verdades exteriores. Dudaba mucho que las personas inteligentes requiriesen distinta higiene que los imbéciles y estaba dispuesto a someterme a la de estos últimos.

—El que necesitaría un buen médico es nuestro amigo Swann —dijo Bergotte.

—Yo le pregunté si estaba malo.

—Es un hombre que se ha casado con una cualquier cosa y que se traga cada día cincuenta desaires de mujeres que no quieren tratar a su esposa o de hombres que han dormido con ella. Se le ve, tiene la boca torcida de tanto tragar. Fíjese usted un día en las cejas circunflejas que pone al volver a casa para ver quién hay.

Esa malevolencia con que hablaba Bergotte a un extraño de amigos que lo recibían en su casa hacía tanto tiempo era para mí cosa tan nueva como el tono casi cariñoso con que se dirigía siempre a los Swann. Es cierto que personas como mi tía abuela, por ejemplo, no hubiesen sido capaces de decir todas las amabilidades que Bergotte prodigaba a los Swann y que yo había oído. Se complacía ella en decir cosas desagradables hasta a las personas que quería. Pero nunca habría pronunciado por detrás de nadie palabras que no pudiese oír. Y es que no había nada menos parecido al gran mundo que nuestra sociedad de Combray. La de los Swann era un camino hacia ese gran mundo, hacia sus versátiles olas. Laguna ya, sin llegar todavía a pleno mar. «Todo esto, claro, dicho de usted para mí», me advirtió Bergotte al separarnos delante de la casa. Unos años más tarde le habría yo contestado: «No tengo costumbre de repetir lo que oigo». Frase ritual de los hombres de mundo con la que tranquilizamos engañosamente al maldiciente. Y yo se la habría dicho a Bergotte porque no siempre inventa uno lo que dice, sobre todo en los momentos en que se procede como personaje social. Pero todavía no la conocía. Y por el otro extremo, la de mi tía, en ocasión semejante, hubiese sido: «Si no quiere usted que lo repita, ¿para qué lo dice?». Respuesta de las personas insociables, de las «malas cabezas». Como yo no lo era, me incliné sin decir nada.

Literatos que para mi eran personajes de cuenta intrigaban años y años antes de tener con Bergotte relaciones que permanecían en la penumbra de lo puramente literario y no trascendían de su despacho, mientras que yo acababa de instalarme de lleno y tranquilamente entre los amigos del gran escritor, como una persona que en lugar de estar haciendo cola, igual que todos, para tener una mala localidad, se coloca en la mejor pasando por un pasillo que está cerrado a los demás. Si Swann me lo había franqueado era sin duda porque los padres de Gilberta, lo mismo que un rey invita con toda naturalidad a, los amigos de sus hijos al palco real o al yate regio, recibían a los amigos de su hija en medio de los objetos preciosos que poseían y de las intimidades aún más preciosas, que encuadraban esos objetos. Pero en aquella época pensaba yo, y quizá no muy equivocado, que esa amabilidad de Swann tenía a mis padres por finalidad indirecta. Me pareció haber oído que años antes, en Combray, les ofreció, al ver cuánto admiraba a Bergotte, llevarme a cenar con el escritor, y que mis padres no quisieron, alegando que aún era muy joven y muy nervioso para «salir de casa».

Indudablemente, mis padres representaban para ciertas personas, cabalmente para aquellas que me parecían más maravillosas, cosa muy distinta de lo que eran para mí; así, que, igual que en aquella ocasión de la señora del traje rosa que hizo de mi padre elogios de que se mostró tan poco digno, hubiera yo deseado ahora que mis padres comprendieran el inestimable regalo que acababa de recibir y testimoniaran su gratitud a ese Swann generoso y cortés que me lo había hecho, o se lo había hecho a ellos, sin darse más importancia por su acto que ese delicioso rey mago del fresco de Luini, con su nariz repulgada y su pelo rojizo, con el que, según parece, le encontraban antes a Swann tanto parecido.

Desgraciadamente, ese favor que Swann me hizo, y que anuncié a mis padres en cuanto entré en casa, aún antes de quitarme el gabán, con la esperanza de que despertaría en su corazón un sentimiento tan hondo como en el mío y los decidiría a alguna «fineza» enorme y decisiva con los Swann, no lo apreciaron mucho.

—¿Con que Swann te ha presentado a Bergotte? ¡Excelente adquisición, amistad encantadora! —exclamó irónicamente mi padre—. ¡No faltaba más que eso!

Y cuando añadí que no le gustaba nada el señor de Norpois, repuso mi padre:

—¡Naturalmente! Eso demuestra que es un hombre malévolo y falso. ¡Pobre hijo mío!

¡Tú, que tenías ya tan poco sentido común, has ido a caer en un ambiente que acabará de trastornarte! ¡Lo siento mucho!

Ya el simple hecho de ir a menudo a casa de los Swann distó mucho de agradar a mis padres. La presentación a Bergotte les pareció consecuencia nefasta, pero natural, de una primera falta, de la debilidad que tuvieron conmigo, que hubiera sido calificada por mi abuela de «falta de circunspección». Vi que para completar su mal humor no tenía más que decir que Bergotte, ese hombre perverso, ese hombre que no estimaba al señor de Norpois, me había juzgado sumamente inteligente. En efecto, cuando a mi padre le parecía que alguien, por ejemplo, un compañero mío, iba por mal camino —como yo en esos momentos—, si el descarriado lograba la aprobación de una persona a la que mi padre tuviera en poca estima, veía él en ese sufragio la confirmación de su mal diagnóstico. Y la dolencia le parecía con eso aún más grave. Vi que ya iba a exclamar: «¡Claro es, todo va unido!», palabras que me espantaban porque parecía que con ellas se anunciaba la inminente introducción en mi dulcísima vida de reformas enormes e imprecisas: Pero aunque no contara lo que Bergotte opinó de mí, no por eso se iba a borrar la impresión de mis padres, y poco importaba que fuese todavía un poco peor. Además, se me figuraba tan grande su equivocación e injusticia, que ni siquiera sentía esperanza, ni aun deseo, de llevarlos a un punto de vista más equitativo. Sin embargo, en el momento en que salían las palabras de mi boca me di cuenta del susto que iban a tener pensando que yo agradé a un hombre que consideraba tontos a las personas inteligentes, que era objeto de desprecio para la gente honrada, y cuyos elogios, por parecerme envidiables, me empujarían hacia el mal; así que acabé mi discurso y lancé el remate con vos baja y aire un tanto avergonzado: «Ha dicho a los Swann que yo le parecía muy inteligente». Y con ello hice lo que el perro envenenado que en un campo va a arrojarse precisamente, y sin saberlo, sobre la hierba que es antídoto de la toxina que absorbió: porque sin darme cuenta acababa de pronunciar las únicas palabras del mundo capaces de vencer en el ánimo de mis padres ese prejuicio que sentían hacia Bergotte, prejuicio contra el que se habrían embotado todos los razonamientos y todos los elogios de su persona que yo hubiese podido hacer. E instantáneamente la situación cambió de aspecto.

—¡Ah! —dijo mi madre—. ¿Con que le pareces listo? Me gusta eso, porque es un hombre de talento.

—¿Ha dicho eso? —siguió mi padre—. No es que yo niegue su valor literario, que todo el mundo acata; sólo que es fastidioso que lleve esa vida tan poco decente, de la que hablaba a medias palabras el bueno de Norpois.

Y lo dijo sin darse cuenta de que ante la virtud soberana de las mágicas palabras mías ya no podía luchar la depravación de costumbres de Bergotte ni su erróneo juicio.

—Bueno, tú ya sabes —interrumpió mamá— que no está demostrado que sea verdad. ¡Tantas cosas se dicen!… Y además el señor de Norpois es un hombre bonísimo, pero no siempre muy benévolo, sobre todo con las personas que no son de su cuerda.

—Es verdad, ya lo había yo notado —respondió mi padre.

—Y en último término, a Bergotte le serán perdonadas muchas cosas porque ha formado buena opinión de mi niño —añadió mamá acariciándome la cabeza y mirándome larga y fijamente con ojos soñadores.

Pero mi madre, ya antes de que Bergotte formulase su veredicto, me había dicho que podía invitara merendar a Gilberta cuando mis amigos vinieran a casa. Yo no me atrevía a hacerlo por dos razones: Primero, porque en casa de Gilberta no se servía nada más que té, y en la nuestra mamá quería que además del té se diese chocolate. Y yo temía que eso le pareciera muy ordinario y le inspiráramos desprecio. Y segundo, por una dificultad de protocolo que nunca logré superar. Cuando llegaba yo a casa de los Swann me decía siempre la mamá de Gilberta:

—¿Y su señora madre, está bien?

Yo había hecho algunos sondeos con mamá para enterarme de si ella diría lo mismo cuando Gilberta viniese a casa, punto que me parecía mucho más grave que el «Monseñor» en la Corte de Luis XIV. Pero mamá no quería oír hablar de eso.

—No, si yo no trato a la señora de Swann.

—Pero ella tampoco te trata a ti.

—No te digo que no, pero no tenemos obligación de hacer las dos lo mismo. En cambio, yo tendré con Gilberta otras atenciones que su madre no tiene contigo.

Pero no me convenció, y preferí no invitarla.

Dejé a mis padres y fui a cambiarme de ropa; al vaciarme los bolsillos me encontré de pronto con el sobre que me entregara el maestresala de los Swann antes de introducirme en el salón Ahora ya estaba solo. Abrí el sobre, que tenía dentro una tarjeta en la que se me indicaba la señora a quien yo debía ofrecer el brazo para ir al comedor.

Hacia esa época fue cuando Bloch trastornó mi concepción del mundo y me abrió nuevas posibilidades de dicha (que luego habrían de trocarse en posibilidades de padecer) al asegurarme que, muy por el contrario de lo que yo me imaginaba cuando mis paseos por el lado de Méséglise, las mujeres están deseando entregarse a los placeres del amor. Completó este favor con otro que yo sólo mucho más adelante supe apreciar: él fue el que me llevó por primera vez a una casa de compromisos. Me había dicho que había muchas mujeres bonitas que se dejan gozar. Pero yo les atribuía una fisonomía vaga, y las casas de citas me dieron ocasión de substituirla por rostros concretos. De suerte que debía a Bloch —por aquella su «buena nueva» de que la felicidad y la posesión de la belleza no son cosas inaccesibles, y que renunciar a ellas por siempre es perder el tiempo— el mismo favor que a un médico o filósofo optimista que nos da esperanzas de longevidad en esta tierra y de no estar enteramente separados de este mundo cuando pasemos al otro; y las casas de citas que frecuenté años más tarde —como me dieron muestras de felicidad, permitiéndome añadir a las bellezas de las mujeres ese elemento que no podemos inventar, que no es sólo el resumen de las bellezas antiguas, es decir, el presente verdaderamente divino, el único que somos incapaces de recibir por nosotros mismos, que únicamente la realidad puede darnos y ante el que expiran todas las creaciones lógicas de nuestra inteligencia: el placer individual— merecerían, para mí, ser clasificadas junto a esos otros benefactores, de mis reciente origen, pero de análoga utilidad (ante los cuales nos imaginamos sin ardor la seducción de Mantegna, de Wagner o de Siena, a través de otros pintores, de otros músicos o de otras ciudades), como son las ediciones ilustradas de historia de la pintura, los conciertos sinfónicos y los estudios sobre «las ciudades artísticas». Pero la casa adónde me llevó Bloch, y a la que ya había dejado él de ir hacía mucho tiempo, era de muy baja categoría y su personal harto mediocre y repetido para que yo pudiese satisfacer allí curiosidades antiguas o sentir curiosidades nuevas. El ama de aquella casa nunca conocía a las mujeres por quienes preguntaba uno, y proponía otras que no me inspiraban deseo. Me alababa especialmente a una, y decía de ella, con una sonrisa henchida de promesas (como si fuese una cosa rara y exquisita): «¡Es una judía! ¿No le atrae a usted eso?». (Sin duda por ese motivo la llamaba Raquel). Y añadía con exaltación necia y falsa, que ella creía ser comunicativa y que casi acababa en un ronquido de placer: «¡Imagínese usted, una judía: debe de ser enloquecedor!». Esta Raquel, a la que yo vi sin que ella se enterara, era una morena y no muy guapa, pero parecía inteligente y sonreía, después de mojarse los labios con la punta de la lengua, con suma impertinencia a los individuos que le presentaban y con los que la oía yo entrar en conversación. Tenía el rostro fino y estrecho, encuadrado en un pelo negro y rizado, muy irregular como indicado en un dibujo a la aguada por sombras y medias tintas. Yo siempre prometía al ama, que me la proponía con particular insistencia y con alabanzas de su listeza y de su buena instrucción, ir un día expresamente a conocer a Raquel, a la que yo llamaba Rachel quand du Seigneur. Pero la primera noche que vi a la judía le oí decirle al ama cuando iba a marcharse:

—Entonces, ya lo sabe usted, mañana estoy libre; de modo que si hay alguno no deje usted de avisarme.

Y tales palabras me impidieron ya considerarla como una persona, porque para mí la clasificaron inmediatamente en una categoría general de mujeres que tienen por costumbre ir a esa casa todas las noches a ver si pueden ganar un luis o dos. Lo único que variaba era la forma de la frase, diciendo: «Si me necesita usted», o «si, necesita usted a alguien».

El ama de la casa no conocía la ópera de Halévy, e ignoraba el fundamento de aquella costumbre mía de llamarla Rachel quand du Seigneur. Pero el no enterarse de un chiste nunca le ha robado gracia, y por eso la dueña me decía siempre, riéndose de veras:

—¿Qué, entonces tampoco lo uno a usted esta noche con Rached quand du Seigneur? ¡Qué bien dice usted eso de Rachel quand du Seigneur! Está muy bien. Voy a arreglarlos a ustedes.

Una vez estuvo en poco que no me decidiera; pero Raquel estaba «en precisa», y en otra ocasión la tenía entre sus manos el peluquero, un señor viejo al que no le servían las mujeres más que para echarles aceite en la suelta cabellera y peinarlas luego. Y me cansé de esperar, aunque algunas muchachitas que frecuentaban mucho la casa, diciéndose obreras, pero siempre sin trabajo, vinieron a hacerme un poco de tisana y a entablar conmigo una larga conversación, que a pesar de lo serio de los temas tratados tenía una simplicidad sabrosa, debido al estado de desnudez total o parcial de mis interlocutoras. Dejé de ir a aquella casa porque, deseoso de demostrar mis buenas disposiciones a la dueña, que necesitaba muebles, le regalé algunos de los que yo había heredado de mi tía Leoncia, entre los que sobresalía un gran sofá. Yo nunca veía dichos muebles porque, por falta de espacio, no pudieron entrar en casa y estaban amontonados en un cobertizo. Pero en cuanto volvía verlos en la casa de citas, utilizados por aquellas mujeres, se me aparecieron todas las virtudes que se respiraban en la habitación de mi tía, allá en Combray, martirizadas por aquel contacto cruel a que yo las entregué indefensas. No hubiese sufrido más si por culpa mía violaran a una muerta. Y no volví a casa de la alcahueta, porque parecía que aquellos muebles vivían y me suplicaban, al igual de esos objetos de un cuento persa, en apariencia inanimados, que llevan dentro encerradas unas almas que padecen martirio y claman por su liberación. Y como la memoria no nos presenta por lo general los recuerdos en su sucesión cronológica, sino como un reflejo donde está alterado el orden de las partes, no me acordé hasta mucho después que en ese mismo sofá me fueron revelados años antes los placeres del amor por una de mis primitas, porque no sabíamos dónde meternos, y ella me dio el consejo, harto peligroso, de aprovecharme de una hora en que estuviese levantada mi tía Leoncia.

Vendí otros muchos muebles, entre ellos una magnífica vajilla de plata antigua, de lo que me dejó mi tía Leoncia, aún en contra del parecer de mis padres, para tener más dinero y mandar más flores a la señora de Swann, la cual me decía al recibir inmensas cestas de orquídeas: «Yo, en lugar de su señor padre, le declararía pródigo». ¿Cómo iba yo a suponer que habría de venir un día en que yo echara muy de menos aquella vajilla de plata y en que considerase ciertos placeres muy superiores al de tener finezas con los padres de Gilberta, placer este que llegaría a reducirse a la nada? Y asimismo, pensando en Gilberta y para no separarme de ella, decidí no entrar en ninguna embajada. Y es porque siempre tomamos nuestras resoluciones definitivas basándonos en un estado de ánimo que no habrá de ser duradero. Yo apenas podía imaginarme que aquella substancia extraña que posaba en Gilberta, y que irradiaba a sus padres y a su casa, dejándome indiferente a todo lo demás, pudiese algún día tomar vuelo y emigrar hacia otro ser. Y realmente era la misma substancia pero habría de producirme distintos efectos. Porque una misma enfermedad evoluciona, y un veneno delicioso llega a no tolerarse como se toleraba, cuando con los años amengua la resistencia del corazón. Entre tanto, mis padres estaban deseando que esa inteligencia que me reconoció Bergotte se manifestara en algún trabajo notable. Antes de conocer a los Swann me figuro yo que lo que me impedía trabajar era el estado de agitación en que me tenía la imposibilidad de ver libremente a Gilberta. Pero cuando me estuvo franqueada la puerta de su casa, apenas me sentaba en mi despacho cuando ya me levantaba para correr a la morada de los Swann. Y cuando salía de allí y volvía a casa, mi aislamiento era puramente aparente, mi pensamiento no podía remontar el torrente de palabras por el que me había estado dejando llevar horas y horas. Y ya solo, aún seguía construyendo frases que pudieran ser gratas a los Swann, y para dar mayor interés al juego yo representaba el papel de mis ausentes interlocutores y me hacía a mí mismo imaginarias preguntas escogidas de manera que la brillante expresión de mi fisonomía les sirviese de feliz réplica. A pesar de mi silencia aquel ejercicio era conversación y no meditación, y mi soledad, vida mental de salón, donde mis palabras iban gobernadas no por mi propia persona, sino por interlocutores imaginarios; y con aquel formar, en vez de pensamientos que yo creía ciertos, otros que se me ocurrían sin trabajo, sin regresión de fuera a dentro, sentía ese linaje de placer pasivo que experimenta en estar quieta la persona que tiene una digestión pesada y mala.

Quizá yo, de no haber estado tan decidido a ponerme al trabajo de un modo definitivo, hubiese hecho un esfuerzo para empezar en seguida. Pero como la mía era una resolución formal, y antes de las veinticuatro horas, en los vacíos marcos del día siguiente, donde todo encajaba tan bien porque todavía no había llegado allí, iban a realizarse cumplidamente mis buenas disposiciones, más valía no escoger aquella noche, en que no me encontraba bien animado para unos comienzos que, por desgracia no me serían más fáciles en los días siguientes. Pero yo era razonable. Hubiese sido pueril que no aguantara un retraso de tres días el que había esperado años enteros. Persuadido de que al otro día ya habría escrito algunas páginas, no decía nada a mis padres de mí resolución, y prefería tener paciencia por unas horas más y llevar a mi abuela, para su consuelo y convencimiento, trabajo empezado. Por desdicha, al día siguiente no era esa jornada vasta y exterior que en mi fiebre esperara yo. Y cuando terminaba ese día no había ocurrido otra cosa sino que mi pereza y mi penosa lucha contra ciertos obstáculos internos tenían veinticuatro horas más de duración. Y al cabo de linos días, como mis planes no se habían realizado, ni siquiera tenía esperanzas de que lograran realizarse inmediatamente, y por lo tanto me faltaba valor para subordinarlo todo a esa realización, volvía a mis nocturnos desvelos, porque me faltaba por la noche aquella visión cierta, que me obligaba a acostarme temprano, de ver mi obra comenzada a la mañana siguiente.

Necesitaba algunos días de reposo para volver a tomar arranque, y la única vez que se atrevió mi abuela a formular, en tono cariñoso y desilusionado, este reproche: «¿Qué, ya ni siquiera se habla de ese trabajo?», le guardé rencor, convencido de que por no haber sabido ver que mi decisión de trabajo era irrevocable, aún iba a retrasar quizá por mucho tiempo la ejecución de mi proyecto, porque aquella falta de justicia suya me puso en un estado de nerviosidad que no era adecuado para dar comienzo a mi obra. Se dio ella cuenta de que su escepticismo había tropezado, a ciegas, con una voluntad. Me pidió perdón y me dijo, dándome un Seso: «Descuida, ya no te diré nada». Y para que no me desanimase me aseguraba que el día que estuviera yo bien del todo el trabajo vendría solo, por añadidura.

Además, yo me decía que si me pasaba la vida en casa de los Swann, lo mismo hacía Bergotte. A mis padres se les figuraba que yo, aún siendo perezoso, hacía una vida favorable al desarrollo del talento, puesto que transcurría en el mismo salón que frecuentaba un gran escritor. Y sin embargo, tan imposible es para una persona el verse dispensada de hacerse su talento por sí mismo, por dentro, y recibirlo de otro, como el tener buena salud (a pesar de faltar a toda regla de higiene y entregarse a todos los excesos) sólo por ir a cenar a menudo con un médico. La persona más engañada por aquella ilusión que nos dominaba a mis padres y a mí era la señora de Swann. Cuando le decía que no podría ir a su casa, que tenía que quedarme a trabajar, se le figuraba que me hacía rogar, y veía en mis palabras cierta presunción y tontería.

—Pero ¿es que Bergotte no viene a casa? ¿No le parece a usted bueno lo que escribe? Pues ahora aún estará mejor —añadía—, porque es más agudo y más concentrado en los artículos periodísticos que en el libro, donde se diluye un poco, y he logrado que de aquí en adelante se encargue del leading article[22] del Fígaro. Será exactamente the right man in the right place[23].

Y añadía:

—Venga usted, y él le dirá mejor que nadie lo que tiene que hacer.

Y me decía que no dejara de ir a cenar a su casa al día siguiente con Bergotte, igual que se invita a un soldado que sentó plaza a la misma mesa que a su coronel, esto, en interés de mi carrera y como si las grandes obras se escribiesen gracias a las buenas «relaciones».

Así, que ya no había oposición alguna a aquella dulce vida en que me era dable ver a Gilberta cuando quisiera, con arrobo, aunque no con calma, ni por parte de los Swann ni por parte de mis padres, es decir, de las únicas personas que en distintos momentos pareció que se opondrían a ello. Claro que en amor nunca puede haber calma, porque lo que se logra es tan sólo nuevo punto de partida para más desear. Mientras que no pude entrar en su casa, cuando tenía la mirada fija en aquella inaccesible felicidad, no podía imaginarme las nuevas causas de preocupación que allí dentro me esperaban. Y una vez vencida la resistencia de mis padres y resuelto el problema, tornó en seguida a plantearse en otros términos. Y en ese sentido sí que era verdad aquello de que cada día empezaba una nueva amistad. Todas las noches al volver a casa, me acordaba de que aún tenía que decir a Gilberta cosas importantes de las que dependía nuestra amistad, y que nunca eran las mismas. Pero, en fin, era feliz y ya no se elevaba amenaza alguna en contra de mi dicha. Pero ¡ay!, que iba a llegar pronto, y por un lado de donde nunca me esperé ningún peligro, por el lado de Gilberta y mío. Y, sin embargo, a mí debiera haberme atormentado precisamente lo que, por el contrario, me tranquilizaba, aquello que yo consideraba la felicidad. Porque la felicidad es en amor un estado anormal, en el cual cualquier accidente, por aparentemente sencillo que sea, y que puede ocurrir en todo momento, cobra una gravedad que no implicaría por sí solo dicho accidente. Lo que constituye nuestra felicidad es la presencia en el corazón de una cosa inestable que nos arreglamos de modo que se mantenga perpetuamente, y que casi no notamos mientras no hay algo que la desplace. En realidad, en el amor hay un padecer permanente, que la alegría neutraliza, aplaza y da virtualidad, pero que en cualquier instante puede convertirse en aquello que hubiese sido desde el primer momento de no haberle dado todo lo que pedía, es decir, en pena atroz.

Vi varias veces que Gilberta tenía deseos de apartar de sí mis visitas. Cierto que cuando tenía interés en verla me bastaba con hacer que me invitasen sus padres, cada día más convencidos de la excelente influencia que yo ejercía en su ánimo. Pensaba yo que gracias a ellos mi amor no corría ningún riesgo, y que desde el momento que los tenía ganados a mi causa podía estar tranquilo, puesto que ellos eran los que tenían autoridad sobre Gilberta. Desgraciadamente, por ciertas señales de impaciencia que a la muchacha se le escapaban cuando su padre me hacía ir a casa en contra de la voluntad de ella, llegué a preguntarme si lo que consideraba como una protección para mi felicidad no sería, al contrario, razón secreta de que no pudiese durar.

La última vez que fui a ver a Gilberta estaba lloviendo; la habían invitado a una lección de baile en una casa donde no tenía bastante confianza para llevarme. Yo, por causa de la humedad, había tomado más cafeína que de ordinario. Ya por el mal tiempo, ya porque la señora de Swann tuviese alguna prevención contra aquella casa donde estaba invitada su hija, ello es que cuando la muchacha iba a salir la llamó con mucha vivacidad: «¡Gilberta!», y le indicó mi presencia, como dando a entender que yo había venido a verla y que debía quedarse conmigo. Ese «¡Gilberta!», se pronunció, mejor dicho, se gritó con buena intención hacia mí; pero por el encogimiento de hombros que hizo Gilberta al quitarse el abrigo comprendí que su madre, involuntariamente había acelerado la evolución que poco a poco iba desviando a mi amiga de mi persona, evolución que hasta aquel momento quizá se hubiera podido contener. «No tiene una obligación de ir a bailar todos los días», dijo Odette a su hija, con discreción indudablemente aprendida antaño de Swann. Y luego, volviendo a ser Odette, se puso a hablar en inglés a la chica. E inmediatamente ocurrió como si se hubiese alzado un muro que me ocultara una parte de la vida de Gilberta, como si un genio maléfico se hubiese llevado a mi amiga muy lejos de mí. En una lengua conocida substituimos la opacidad de los sonidos con la transparencia de las ideas. Pero un idioma desconocido es un palacio cerrado donde nuestra amada puede engañarnos sin que nosotros, que nos quedamos fuera crispados por la impotencia, nos sea dable ver ni impedir nada. Así, esa conversación en inglés, que un mes antes me hubiera inspirado una sonrisa, salpicada de algunos nombres propios franceses que acrecían y orientaban mi inquietud, esa conversación sostenida allí delante tuvo para mí la misma crueldad que un rapto y me dejó en idéntico estado de abandono. Por fin, la señora de Swann se marchó. Aquel día, fuera por rencor hacia mí, involuntario culpable de que la hubieran privado de su diversión, fuera porque al adivinar que estaba enfadada puse yo preventivamente cara más fría que de costumbre, el caso es que el rostro de Gilberta, exento de toda alegría, desnudo, asolado, se consagró toda la tarde a una melancólica nostalgia de aquel pas de quatre que no pudo ir a bailar por causa mía, desafiando a todas las criaturas, yo la primera, a penetrar las sutiles razones que determinaron en ella una inclinación sentimental por el boston[24]. Se limitó a cambiar de cuando en cuando conmigo frases relativas al tiempo, a la recrudescencia de la lluvia, a los progresos del reloj, en conversación puntuada por silencios y monosílabos y en la que yo me obstinaba, con especie de desesperada rabia, en destruir los instantes que hubiéramos podido consagrar a la amistad y a la felicidad. Y todas nuestras frases iban revestidas de una a modo de suprema dureza por el paroxismo de su paradójica insignificancia, cosa que me consolaba porque así Gilberta no se dejaría engañar por lo trivial de mis reflexiones y lo indiferente de mi tono. En vano decía yo: «Me parece que el otro día el reloj iba un poco retrasado»; ella traducía evidentemente. «¡Qué mala es usted!». Inútil que me obstinara yo en prolongar en aquel día de lluvia esas palabras lluviosas sin ninguna clara; bien sabía que mi frialdad no era aquella de hielo que yo fingía, y Gilberta debía darse cuenta de que si después de haberle dicho ya tres veces que los días iban menguando se lo hubiera repetido una vez más, habríame costado trabajo contener las lágrimas. Cuando ella estaba así, sin sonrisa que le llenara los ojos y le iluminase el rostro, no es posible figurarse la desoladora monotonía de su triste mirada y de sus ásperas facciones. Su cara, lívida casi, se parecía a esas playas tan desagradables de donde el mar se retiró allá lejos y nos cansa con su reflejo eternamente igual y ceñido por un horizonte limitado e inmutable. Al fin, viendo que no se producía en Gilberta el feliz cambio que yo esperaba hacía horas, le dije que no se portaba bien.

—Usted es el que no es bueno —me respondió ella.

—Sí, yo lo soy.

Me pregunté qué es lo que yo había hecho de malo, y como no di con ello, se lo pregunté a ella:

—¡Naturalmente, usted se figura que es usted muy bueno! —me dijo con prolongada risa.

Sentí entonces cuán penoso me era el no poder llegar hasta ese otro plano, más inasequible, de su pensamiento que describía su risa. La cual parecía significar: «No, no me dejo coger por todo eso que me dice; ya sé que está usted loco por mí, pero no me da frío ni calor, porque me tiene usted sin cuidado». Pero luego decíame yo que, después de todo, la risa no es lenguaje lo bastante definido para que yo pudiese estar seguro de haber penetrado la significación de la suya. Y las palabras de Gilberta eran afectuosas ahora.

—Pero ¿por qué no soy bueno? —le pregunté—; dígamelo, y haré lo que usted me mande.

—No se lo puedo a usted explicar, sería inútil.

Un instante después sentí miedo de que Gilberta se figurase que yo no la quería, y esto me causó otro dolor tan fuerte como el anterior; pero que exigía una dialéctica distinta.

—Si usted supiera lo que me hace sufrir eso que está usted haciendo, me lo diría.

Pero esta pena, que en caso de haber dudado ella de mi cariño hubiese debido ser motivo de alegría, la irritó, por el contrario. Entonces comprendí mi equivocación, y decidido a no hacer ya caso de sus palabras, la dejé decirme, sin prestarle fe: «Le quería a usted de verdad, ya lo verá usted algún día»; ese día en que los culpables aseguran que habrá de ser reconocida su inocencia y que, por misteriosas razones, nunca coincide con el de su interrogatorio, y tuve valor para tomar la súbita resolución de no volver a verla, sin anunciárselo, porque no me hubiese creído.

Una pena motivada por un ser querido puede ser amarga aún cuando vaya encajada en medio de preocupaciones, quehaceres y alegrías que provienen de otras cosas, y de las que se aparta de cuando en cuando nuestra atención para volverse hacia aquel ser. Pero cuando la pena, como en mi caso ocurría, nace en un momento en que la felicidad de ver a esa persona nos poseía por entero, la brusca depresión que se origina en el alma, hasta aquel momento soleada, tranquila y sostenida, determina en nuestro ser una furiosa tempestad, y no sabemos si tendremos fuerza para luchar con ella hasta el fin. La tormenta que soplaba en mi corazón era tan violenta, que volví hacia casa dolorido y dando tumbos y viendo que para respirar bien no tenía más remedio que volver pies atrás, bajo un pretexto cualquiera, a casa de Gilberta y a su lado. Pero entonces habría dicho: «¡Ah, otra vez está aquí! Se ve que puedo hacer lo que quiera y cuanto más triste se vaya más dócil volverá». Al cabo de un instante mi pensamiento me empujaba de nuevo hacia ella, y esas orientaciones alternativas, ese desatinar de la brújula interior, persistieron estando yo ya en casa, traducidas en los borradores de cartas contradictorias que escribí a Gilberta.

Iba a verme en una de esas difíciles coyunturas que, aunque nos salen, por lo general, al paso varias veces en la vida, no afrontamos del mismo modo cada vez que ocurren, es decir, igual en distintas edades de nuestra existencia, por más que no hayamos cambiado de carácter ni de naturaleza; esa naturaleza nuestra, que crea nuestros amores y casi las mujeres que amamos y los defectos que en ellas vemos. En tales momentos nuestra vida está dividida y como repartida por entero en dos platillos opuestos de la balanza. En uno está nuestro deseo de no desagradar, de presentarnos como muy humildes al ser que amamos sin llegar a comprenderlo, deseo que damos un poco de lado por habilidad, para no inspirar a la amada ese sentimiento de creerse indispensable, que la alejaría de nosotros; en el otro está el dolor —no un dolor localizado y parcial— que sólo puede hallar alivio renunciando a agradar a esa mujer y a hacerle creer que podemos pasarnos sin ella y yendo en seguida en su busca. Cuando se quita del platillo donde está el orgullo una pequeña cantidad de voluntad que tuvimos la debilidad de ir gastando con los años, y se añade al platillo de la pena una enfermedad física adquirida y que dejamos agravarse, entonces, en vez de la resolución valerosa que hubiese triunfado a los veinte años es la otra, ya muy pesada y sin bastante contrapeso, la que nos humilla a los cincuenta. Además, las situaciones, aunque se repiten, cambian, y hay probabilidades de que al mediar o al finalizar de nuestros días tengamos con nosotros la funesta complacencia de complicar con el amor una parte de hábito, que para la adolescencia, absorbida por otros deberes y menos libre, es desconocido. Acababa de escribir a Gilberta una carta donde tronaba libremente mi furor, pero no sin unas palabras a modo de boya, en que mi amiga pudiese apoyar una reconciliación; un momento más tarde cambiaba el viento y venían las frases tiernas con el cariño de expresiones desoladas, como «nunca más»; esas frases tan enternecedoras para el que las emplea y tan fastidiosas para la que las lee, ya porque no las juzgue sinceras y traduzca el «nunca más» por «esta misma tarde, si usted lo quiere», ya porque aún considerándolas sinceras le anuncian una de esas separaciones definitivas que en la vida nos tienen muy sin cuidado tratándose de personas a las que no tenemos amor. Pero si cuando estamos enamorados somos incapaces de proceder como dignos predecesores del ser futuro en que nos convertiremos, y que ya no estará enamorado, ¿cómo es posible que nos imaginemos por completo el estado de ánimo de una mujer a la que, aún sabiendo que no nos quería, atribuíamos perpetuamente en nuestros sueños, para mecernos en una bella ilusión o consolarnos de una gran pena, las mismas palabras que si nos hubiese amado? Ante los pensamientos y acciones de la mujer amada estamos tan desorientados como podían estarlo ante los fenómenos de la Naturaleza los primeros físicos (antes de que la ciencia se constituyese y aclarase algo lo desconocido). O peor aún: como un ser parí cuya mente no existiera apenas el principio de causalidad, y que por no poder establecer relación alguna entre dos fenómenos viera el espectáculo del mundo tan vago como un sueño. Claro que yo hacía esfuerzos para salir de aquella incoherencia y encontrar causas. Trataba de ser «objetivo», y para ello de tener muy en cuenta la desproporción existente no sólo entre la importancia que a mis ojos tenía Gilberta y la que yo tenía a los suyos, sino entre su valor para mí y para los demás; porque de haber omitido esa desproporción hubiese yo corrido el riesgo de tomar una simple amabilidad de mi amiga por una fogosa declaración, y de confundir una acción mía baja y grotesca con uno de esos sencillos y graciosos movimientos con que nos dirigimos hacia unos bonitos ojos. Pero también tenía miedo —de incurrir en el exceso contrario, y de considerar cualquier cosa, la poca puntualidad de Gilberta para acudir a una cita, como indicio de mal humor y de irremediable hostilidad. Entre ambas ópticas, igualmente deformadoras, hacía yo por encontrar la que me diese la justa visión de las cosas, y los cálculos que para eso eran menester distraíanme un tanto de mi pena; y bien por obediencia a la respuesta de los números, bien porque los, hice contestar a medida de mi deseo, ello es que me decidí a ir al otro día a casa de los Swann, muy contento, pero como esas personas que se estuvieron atormentando mucho tiempo con la idea de un viaje que tenían que hacer y luego van hasta la estación y se vuelven a su casa a deshacer el baúl. Y como mientras que se está dudando sólo la idea de una posible resolución (a no ser que hayamos convertido esa idea a la inercia decidiéndonos a no tomar la resolución) desarrolla, como grano vivaz, todos los rasgos y detalles de las emociones que habrían de nacer del acto ejecutado, me dije a mí mismo que había procedido de un modo absurdo con mi proyecto de no ver nunca más a Gilberta, porque con eso me causé tanto dolor como me habría causado con la realización misma de mi designio, y que ya que iba a acabar por volver a su casa, pude ahorrarme tantas veleidades y tantas dolorosas aceptaciones. Pero este reanudarse de nuestras amistosas relaciones duró únicamente hasta que llegué a casa de los Swann; y no fue porque su maestresala, que me consideraba mucho, me dijera que Gilberta había salido (y, en efecto, aquella misma noche me enteré de que era verdad por personas que la habían visto), sino por el modo que tuvo de decírmelo: «La señorita ha salido. Puedo asegurar al señor que digo la pura verdad. Si el señor quiere preguntar llamaré a la doncella. Ya sabe el señor que estoy deseando agradarle y que si la señorita estuviera en casa lo llevaría en seguida a su presencia». Dichas palabras me daban de una manera involuntaria, pero de esa manera involuntaria que es la única importante, la radiografía, por sumaria que fuese, de la realidad insospechable que se hubiese escondido tras un estudiado discurso, y demostraban que entre la gente de la casa de Gilberta dominaba la impresión de que yo la importunaba; así, que apenas pronunciadas engendraron en mi pecho un odio que no quise enfocar hacia Gilberta, prefiriendo hacerlo hacia el criado, sobre el cual se concentraron todos los coléricos sentimientos que pude haber dirigido a mi amiga, y libre de ellos gracias a esas palabras, mi amor subsistió sólo; pero aquellas frases me mostraron a la vez que debía pasar algún tiempo sin hacer por ver a Gilberta. De seguro que ella me escribiría para excusarse. Pero, de todos modos, no iría a verla en seguida, para demostrarle que podía vivir sin ella. Además, en cuanto hubiera recibido la carta ya me sería mucho más fácil privarme de ver a Gilberta por algún tiempo, puesto que estaría seguro de volver a ella cuando yo quisiese. Lo que yo necesitaba para sobrellevar con menor tristeza la voluntaria ausencia era sentirme libre el corazón de aquella terrible incertidumbre de si estábamos regañados para siempre, de que ella no tenía novio, de que no se iba ni me la quitaban. Los días siguientes fueron semejantes a los de aquella semana de Año Nuevo que me pasé sin ver a Gilberta. Pero dicha semana había sido otra cosa; porque, por una parte, estaba yo seguro de que en cuánto transcurriese, Gilberta volvería a los Campos Elíseos y yo la vería como antes; y por otra, sabía, también con absoluta seguridad, que mientras duraran, esas vacaciones no valía la pena de ir a los Campos Elíseos. De suerte que mientras duró aquella triste semana, ya bien pasada, llevé mi tristeza con calma, porque no la teñía ni el temor ni la esperanza. Pero ahora, al contrario, mi dolor era intolerable, casi tanto por la esperanza como por el temor. Como no tuve carta de Gilberta aquella misma noche, lo achaqué a descuido, a sus quehaceres, seguro de tenerla en el correo de mañana. Y esperé todos los días, con palpitaciones del corazón, que iban seguidas de un estado de abatimiento al ver que el correo me traía cartas de personas que no eran Gilberta, o no me traía ninguna, caso este que no era el más malo, porque las pruebas de amistad de otros seres aún revestían de mayor crueldad las pruebas de indiferencia de Gilberta. Y entonces me ponía a esperar el reparto de la tarde. Y ni siquiera me atrevía a salir entre correo y correo, por si acaso mandaba la carta con un propio. Y por fin llegaba el momento en que va no podía venir ni cartero ni lacayo alguno, había que remitir al otro día la esperanza de tranquilizarme, y de esa suerte, por creer que mi pena no iba a durar, me veía en el caso, por así decirlo, de ir renovándola sin tregua. Quizá la pena era la misma; pero en lugar de limitarse, como antaño, a prolongar uniformemente una emoción inicial, ahora volvía a empezar varias veces al día, y principiaba por una emoción— tan continuamente renovada que llegaba —aun siendo física y momentánea— a estabilizarse; tanto, que los dolores del esperar apenas tenían tiempo de calmarse, cuando ya surgía una nueva razón de esperanza; y ni un solo minuto del día me veía libre de esa ansiedad, que, sin embargo, tan difícil es de soportar por una hora. Así, que mi pena era mucho más cruel que aquella semana de Año Nuevo, porque ahora tenía yo en el alma, en lugar de la aceptación pura y simple del dolor, la esperanza constante de que cesara. Pero acabé por llegar a esa aceptación, sin embargo, y entonces comprendí que había de ser definitiva, y renuncié por siempre a Gilberta, en interés de mi mismo amor, porque ante todo era mi deseo que ella no guardara un recuerdo desdeñoso de mi persona. Y después de entonces, y para que no sospechase en mí ninguna especie de despecho de enamorado, cuando más adelante me escribía dándole alguna cita, yo muchas veces aceptaba, y luego, a última hora, le comunicaba que no podía ir, haciendo protestas de que lo sentía muchísimo, como se suele decir a una persona que no tiene uno ganas de ver. Esas expresiones de mi sentimiento, las cuales se reservan por lo general para los seres que nos son indiferentes, a mi juicio convencerían mucho mejor a Gilberta de mi indiferencia que no el tono indiferente que se afecta tan sólo hacia la persona amada. Cuando le hubiese demostrado con acto repetidos indefinidamente y no con palabras que ya no tenía interés por verla, quizá ella tornase a interesarse por verme a mí. Pero, desgraciadamente, todo sería en vano; porque el intento de reavivar en Gilberta los deseos de verme procurando no verla yo era perderla para siempre; en primer lugar, porque si tal deseo llegaba a renacer, y para que fuese duradero, sería necesario no ceder a él en seguida; y, además, las horas más crueles serían ya cosa pasada; en aquel momento es cuando me era indispensable, y ojalá pudiese advertirle que muy pronto llegaría un tiempo en que su presencia no calmara en mí sino un dolor tan empequeñecido que ya no sería, como lo era en aquel momento, para darle fin, motivo de capitular, de reconciliarse, de vernos de nuevo. Y más adelante, cuando pudiera confesar a Gilberta mi amor a ella, mientras que su cariño había tomado fuerzas, el mío, por no poder resistir a tan larga ausencia, no existiría ya; y Gilberta me sería indiferente. Yo sabía esto muy bien, pero no podía decírselo; se hubiese figurado que esa hipótesis de perderle el cariño si seguíamos mucho tiempo sin vernos tenía por objeto el que ella me mandara volver pronto a su lado.

Y a todo esto, una cosa me ayudaba a sobrellevar aquella condena de la separación, y era que yo, en cuanto sabía anticipadamente que Gilberta no estaría en casa, que tenía que salir con una amiga y no volvería a cenar, con objeto de que se diese cuenta de que, a pesar de mis afirmaciones en contra, me privaba de verla por un acto de voluntad y no por quehaceres ni por motivos de salud, iba a ver a la señora de Swann, que volvió a convertirse para mí en lo que fuera tiempo atrás (cuando yo no podía ver con facilidad a Gilberta y me marchaba a pasear, los días que ella no iba a los Campos Elíseos, por el paseo de las Acacias). Así, oía hablar de Gilberta y tenía la seguridad de que ella oiría hablar de mí en términos que le demostrasen mi poco interés por su persona. Y como ocurre a todos los que sufren, parecíame que hubiese podido ser peor aún mi situación. Porque como tenía francas las puertas de la casa de Gilberta, se me ocurría, aunque muy decidido a no utilizar este recurso, que si mi dolor llegaba a un punto extremado podía ponerle término. Así, que mi desdicha vivía al día, sin pensar en mañana. Y aún es mucho decir. En el espacio de una hora me recitaba muchas veces (pero ya sin el esperar ansioso que me sobrecogía las primeras semanas que siguieron a mi ruptura con Gilberta, antes de haber vuelto a casa de sus padres) la carta que Gilberta me mandaría algún día, o que quizá me trajera ella misma. La visión constante de esa imaginaria felicidad me ayudaba a soportar la destrucción de la felicidad verdadera. Sucede con las mujeres que no nos quieren como con los seres «desaparecidos»: que aunque se sepa que no queda ninguna esperanza, siempre se sigue esperando. Vive tino en acecho, en expectación; las madres de esos mozos que se embarcaron para una peligrosa exploración se figuran a cada momento, aunque tienen la certidumbre de que está muerto ya hace tiempo, que va a entrar su hijo, salvado por milagro, lleno de salud. Y esa espera, según como sea la fuerza del recuerdo y la resistencia orgánica, o las ayuda a atravesar ese período de años a cuyo cabo está la resignación a la idea de que su hijo no existe, para olvidar poco a poco y sobrevivir, o las mata.

Además, mi pena me servía un tanto de consuelo, porque yo creía que era beneficiosa para mi amor. Cada visita mía a la señora de Swann sin ver a Gilberta era un sufrimiento cruel, pero me daba yo cuenta de que así mejoraba el concepto que Gilberta tenía de mí.

Además, si hacía siempre por asegurarme antes de ir a casa de la señora de Swann de que su hija no estaba, quizá se debiera tanto a mi resolución de seguir reñido con ella como a esa esperanza de reconciliación, que se superponía a mi voluntad de renunciamiento (porque pocas renunciaciones hay absolutas, por lo menos de un modo continuo, en esta alma humana que tiene por tina de sus leyes, fortificada con el afluir inopinado de distintos recuerdos, la de la intermitencia); y esa esperanza me disimulaba lo cruel del designio de renunciar a Gilberta. Bien sabía yo que era tina esperanza muy quimérica. Me ocurría lo que al pobre nos lágrimas sobre su pedazo de que derrama menos lagrimas sobre su pedazo de pan seco al pensar que quizá muy pronto un extraño lo debe por heredero de gran fortuna. Todos necesitamos alimentar en nosotros alguna vena de loco para que la realidad se nos haga soportable. Y así, no encontrándome con Gilberta la separación se efectuaba mejor, al mismo tiempo que mi esperanza seguía más intacta. De habernos visto frente a frente, quizá hubiéramos pronunciado palabras irreparables, capaces de convertir nuestro enfado en cosa definitiva, de matar nuestra esperanza, y al paso de reavivar mi amor y oponerse a mi resignación por haber creado una ansiedad nueva.

Tiempo atrás, mucho antes de que riñéramos, me había dicho la señora de Swann: «Está muy bien que venga usted a ver a Gilberta, pero también debía usted venir alguna vez a verme a mí; no mis días de gala, porque hay mucha gente y se iba usted a aburrir, sino un día ordinario; estoy en casa siempre a última hora». De modo que ahora al ir a ver a la señora de Swann obedecía yo aparentemente, y con mucho retraso, a un deseo que ella formulara. Y a última hora, ya de noche, casi cuando mis padres se sentaban a la mesa, iba a hacer una visita a la señora de Swann, visita en la que no vería a Gilberta, aunque estuviese pensando en ella continuamente. En aquel barrio, que entonces se consideraba como extremo, de un París más obscuro que el de hoy, y que en aquella época ni siquiera en el centro tenía luz eléctrica en las calles y muy poca en las casas, las lámparas de un salón del piso bajo, o de un entresuelo poco elevado (correspondiente a las habitaciones donde solía recibir la señora de Swann), bastaban para iluminar la vía pública y atraían la atención del transeúnte, que atribuía a esa claridad, como a su causa aparente y velada, la presencia ante la puerta de elegantes cupés. El viandante se figuraba, y no sin cierta emoción, que había ocurrido alguna modificación en esa misteriosa causa al ver que uno de los coches se ponía en movimiento; pero no era nada: el cochero, temeroso de que los caballos se enfriaran, los hacía ir y venir de cuando en cuando, en paseos doblemente impresionantes, porque las llantas de goma ofrecían un fondo de silencio al patear de los caballos, que sobre él se destacaba más distinto y explícito.

El «jardín de invierno» que por aquello, años solía ver el transeúnte en muchas calles, no tratándose de pisos muy altos ya no se conserva más que en los heliograbados de los libros de regalo de P. J. Sthal; allí, en contraste con los raros ornamentos de flores de un salón actual estilo Luis XVI (sólo una rosa o un lirio del Japón en un búcaro de cristal, con angosto cuello, en donde no cabe otra flor), parece que con su profusión de plantas caseras de aquella época, y con la falta absoluta de estilización en el modo de colocarlas, responde en los amos de la casa más bien que a una fría preocupación por un decorado muerto, a una pasión deliciosa y viva por la botánica. Y ese lugar de las casas de entonces hacía pensar, aunque en más grande, en esos invernáculos de juguete admirados el día, de Reyes a la luz de la lámpara —porque los niños no han tenido paciencia para esperar la del día—, entre los demás regalos, pero preferidos a todos porque consuelan, con esas plantas que se podrán cultivar, de la desnudez del invierno; y aún más que a esas minúsculas estufas se parecía el «jardín de invierno» a otra, colocada junto a ellas, y no de verdad, sino pintada en un libro muy bonito, don de los Reyes igualmente, y que representaba un regalo hecho no a los niños, sino a la señorita Lilí, heroína de la obra, pero que los encantaba de tal manera, que hoy, viejos ya, se preguntan si por entonces no era el invierno la más Hermosa de las estaciones. Y en el fondo de ese jardín de invierno, a través de las arborescencias de variadas especies, que vistas desde la calle prestaban a la iluminada ventana la apariencia de la cristalería de esas estufas de juguete, pintadas o de verdad, el transeúnte que se empinara un poco vería a un caballero enlevitado, clavel o gardenia en el ojal, de pie ante una dama sentada, y ambas figuras con vagos contornos, como dos entalles en un topacio, envueltas en la atmósfera del salón, que era toda de ámbar con los vapores del samovar —reciente importación en aquella época—, esos vapores que hoy quizá siguen existiendo, pero que el hábito ya no nos deja ver. La señora de Swann daba mucha importancia a ese «te», y creía hacer gala de originalidad y de seducción siempre que decía a un hombre: —«Esto es cosa de todos los días a última hora venga a tomar el té»; así, que acompañaba con fina y cariñosa sonrisa aquellas palabras, pronunciadas con momentáneo acento inglés, y que el interlocutor acogía muy seriamente, saludando con aire grave, como si se tratase de algo importante y raro que impusiera deferencia y reclamara atención. Aparte de las antedichas había otra razón para que las flores tuviesen algo más que un carácter de ornamentación en el salón de la señora de Swann, razón basada no en la época aquella, sino en el género de vida que antes llevara Odette. Una gran cocotte, como lo fue ella, vive en gran parte para sus amantes, es decir, en su casa, lo cual puede llevarla a vivir para sí misma. Las cosas que se ven en casa de una mujer honrada, y que para esta tienen también su importancia, son para una cocotte las más importantes de todas. El punto culminante de su jornada no es el momento de ponerse un traje para agrado de la gente, sino el de quitárselo para agrado de un hombre. Tan elegante tiene que estar en bata como en camisa de dormir o en traje de calle. Otras mujeres ostentan sus alhajas, pero ella vive en la intimidad de sus perlas. Y ese género de vida impone la obligación de un lujo secreto y, por consiguiente, casi desinteresado, al que se acaba por tomar cariño. Lujo que la señora de Swann extendía a las flores. Siempre había junto a su sillón una gran copa toda llena de violetas de Parma o de margaritas deshojadas en agua, que a la persona que llegaba a visitarla se le figuraba indicio de una ocupación favorita e interrumpida, .como hubiese sido una taza de té que estuviera bebiendo ella sola, por gusto; de una ocupación aún más íntima y misteriosa; tanto, que le daban ganas de excusarse al ver aquellas flores, como si se hubiese visto el título del libro abierto revelador de la reciente lectura, en la que acaso seguía pensando Odette. Y las flores tenían más vida que el libro; y se sentía uno sorprendido cuando se visitaba a la, señora de Swann al advertir que no estaba sola, o si se volvía a casa en su compañía, al ver que en el salón había alguien; porque allí entre aquellas paredes, ocupaban un enigmático lugar, aludiendo a desconocidas horas en la vida de la señora de la casa, esas flores, que no fueron preparadas para los visitantes de Odette, sino que estaban allí como olvidadas, cual si hubieran tenido y hubiesen de tener aún con ella coloquios particulares que le daba a uno miedo estorbar, y cuyo secreto vanamente se intentaba descubrir clavando la mirada en el color malva deslavado, líquido y disuelto de las violetas de Parma. Desde últimos de octubre Odette procuraba estar en casa con la mayor regularidad posible a la hora del té, que por entonces se denominaba aún five o’clock tea[25], porque había oído decir (y le gustaba repetirlo) que la señora de Verdurin logró formar una tertulia en su salón por la seguridad que se tenía de encontrarla siempre en su casa a la misma hora. Y se imaginaba ella que también tenía su «salón», del mismo linaje, pero más libre, senza rigore[26], como solía decir. Y de ese modo se consideraba como una especie de señorita de Lespinasse, fundadora de un «salón» rival del de la Du Deffant, a la que logró quitar el grupo de hombres más agradables, especialmente Swann, el cual, según una versión de su esposa, que pudo hacer tragar a los amigos nuevos, ignorantes de lo pasado, pero que no se tragó ella, la había seguido en su secesión y retirada del salón de los Verdurin. Pero representamos y repasamos tantas veces delante de la gente papeles favoritos, que llegamos a referirnos a su ficticio testimonio mucho mejor que al de una realidad completamente olvidada. Los días que Odette no había salido recibía en bata de crespón de China, del blancor de las primeras nieves, o en uno de esos trajes, encañonados, de muselina de seda que parecen un montón de pétalos rosa o blancos, y que hoy se consideran, muy erróneamente, poco apropiados para el invierno. Porque con esas telas ligeras y esos tiernos colores las mujeres en los caldeados salones de entonces, bien protegidos por los cortinones, y que los novelistas mundanos de la época calificaban, en el colmo de la elegancia, de «delicadamente forrados»— tenían el aspecto friolero de aquellas rosas que podrían vivir junto a ellas, a pesar del invierno, desnudas y encarnadas como en la primavera. Y como las alfombras apagaban todo sonido y la dueña de la casa se sentaba en un rincón, resultaba que apenas si se daba cuenta de la entrada de una visita, como hoy ocurre, y seguía leyendo cuando uno estaba ya delante de ella; con lo cual se acrecía esa impresión novelesca, ese encanto como de secreto sorprendido, que aún hoy encontramos en el recuerdo de esos trajes, ya por entonces pasados de moda, y que la señora de Swann fue quizá la única en no abandonar, trajes que nos dan la idea de que la mujer que los llevaba debía de ser una heroína de novela, porque no los hemos visto, la mayor parte de nosotros, más que en algunas novelas de Henry Gréville. Odette tenía en su salón a principios de invierno crisantemos enormes y de variados colores, como los que Swann veía antaño únicamente en casa de su querida. Mi admiración hacia esas flores —en aquellas tristes visitas mías a la señora de Swann, cuando por causa de mi pena había vuelto a aparecérseme con toda su misteriosa poesía de madre de esa Gilberta, a la que diría a la mañana siguiente: «Tu amigo ha estado a verme»— provenía indudablemente de que, por ser de color rosa pálido, como la seda Luis XIV de los sillones, de blancor de nieve como sus batas de crespón de China, o de rojo metálico como el samovar, superponían al decorado del salón otro suplementario, de coloridos tan ricos y refinados, pero decorado vivo, que sólo habría de durar unos días. Pero me emocionaban esos crisantemos porque ya no eran tan efímeros y de tan escasa duración si se los comparaba a aquellas tonalidades rosadas y cobrizas que el sol poniente exalta con tanta pompa en la bruma de los atardeceres de noviembre; esos tonos que veía yo extinguirse en el cielo un momento antes de entrar en casa de la señora de Swann, para volverlos a encontrar prolongados y transpuestos en la encendida paleta de las flores. Como fuegos arrancados por un gran colorista a la inestabilidad de la atmósfera y del sol para que sirvan de adorno a una morada humana, invitábanme aquellos crisantemos, a pesar de toda mi tristeza, a saborear ávidamente durante aquella hora del té los breves placeres de noviembre, y hacían brillar ante mi alma el íntimo y misterioso esplendor de esos goces. Por más que no era precisamente en la conversación donde se lograban esos placeres, ni mucho menos. Aunque ya fuese tarde, la señora de Swann decía con tono cariñoso a todo el mundo, hasta a la señora de Cottard: «No, todavía es temprano: no se fíe usted del reloj, no va bien; no tiene usted nada que hacer»; y ofrecía otro pastelillo a la señora del profesor, que no había soltado de la mano su tarjetero.