Cuando en casa se trató de invitar a cenar por vez primera al señor de Norpois, mi madre dijo que sentía mucho que el doctor Cottard estuviera de viaje, y que lamentaba también haber abandonado todo trato con Swann, porque sin duda habría sido grato para el ex embajador conocer a esas dos personas; a lo cual repuso mi padre que en cualquier mesa haría siempre bien un convidado eminente, un sabio ilustre, como lo era Cottard; pero que Swann, con aquella ostentación suya, con aquel modo de gritar a los cuatro vientos los nombres de sus conocidos por insignificantes que fuesen, no pasaba de ser un farolón vulgar, y le habría parecido indudablemente al marqués de Norpois «hediondo», como él solía decir. Y la tal respuesta de mi padre exige unas cuantas palabras de explicación, porque habrá personas que se acuerden quizá de un Cottard muy mediocre y de un Swann que en materias mundanas llevaba a una extrema delicadeza la modestia y la discreción. En lo que a este último se refiere, lo ocurrido era que aquel Swann, amigo viejo de mis padres, había añadido a sus personalidades de «hijo de Swann» y de Swann socio del jockey otra nueva (que no iba a ser la última): la personalidad de marido de Odette. Y adaptando a las humildes ambiciones de aquella mujer la voluntad, el instinto y la destreza que siempre tuvo, se las ingenió para labrarse, y muy por bajo de la antigua, una posición nueva adecuada a la compañera que con él había de disfrutarla. De modo que parecía otro hombre. Como (a pesar de seguir tratándose él solo con sus amigos particulares sin querer imponerles el trato con Odette, a no ser que ellos le pidieran espontáneamente que se la presentase) había comenzado una segunda vida en común con su mujer y entre seres nuevos, habría sido explicable que para medir el rango social de estas personas, y por consiguiente el halago de amor propio que sentía en recibirlas en su casa, se hubiera servido como término de comparación, ya no de aquellas brillantísimas personas que formaban la sociedad suya antes de casarse, sino de las amistades anteriores de Odette. Pero no hasta para aquellos que sabían que le gustaba trabar amistad con empleados nada elegantes y con señoras nada reputadas, ornato de los bailes oficiales en los ministerios, era chocante oírle a él, que antes sabía disimular con tanta gracia una invitación de Twickenham o de Buckingham Palace, cómo pregonaba que la esposa de un director general había devuelto su visita a la señora de Swann.

Habrá quien diga que la sencillez del Swann elegante no fue en él sino una forma más refinada de la vanidad, y que, como ocurre con algunos israelitas, el antiguo amigo de mis padres había mostrado uno tras otro los sucesivos estados porque pasaron los de su raza: desde el snobismo más pueril y la más grosera granujería hasta la más refinada de las cortesías. Pero la razón principal, razón que puede aplicarse a la Humanidad en general, es que ni siquiera nuestras virtudes son cosa libre y flotante, cuya permanente disponibilidad conservamos siempre, sino que acaban por asociarse tan estrechamente en nuestro ánimo con las acciones que nos imponen el deber de ejercitar las dichas virtudes, que si surge para nosotros una actividad de distinto orden nos encuentra desprevenidos y sin que se nos ocurra siquiera que esta actividad podría traer consigo el ejercicio de esas mismas virtudes. El Swann ese, tan solícito con sus nuevos conocimientos y que con tanto orgullo los citaba, era como esos grandes artistas, modestos o generosos, que al fin de su vida se meten en labores de cocina o de jardinería y muestran una ingenua satisfacción por las alabanzas tributadas a sus guisos y a sus macizos, sin aguantar para estas cosas la crítica que aceptan sin reparo cuando se trata de las obras maestras de su arte, o de esos que regalan graciosamente un cuadro suyo y en cambio no pueden perder ocho reales al dominó sin enfurruñarse.

En cuanto al profesor Cottard, ya le veremos más adelante, y despacio, huésped de la patrona, en el castillo de la Raspeliére. Nos bastará por lo pronto con hacer observar lo siguiente: en el caso de Swann, el cambio, en rigor, puede sorprender porque ya se había realizado sin que yo lo sospechara cuando veía al padre de Gilberta en los Campos Elíseos, aunque como allí no me dirigía la palabra no podía hacer ante mí ostentación de sus relaciones con el mundo político (cierto que si la hubiera hecho quizá yo no me habría dado cuenta inmediata de su vanidad, porque la idea que hemos tenido formada por mucho tiempo de una persona nos tapa los oídos y nos nubla la vista; así, mi madre se pasó tres años sin advertir el colorete que se ponía una sobrina suya en los labios, como si la pintura hubiera estado invisiblemente disuelta en un líquido, hasta que llegó un día en que una parcela suplementaria, u otra causa cualquiera, determinó el fenómeno llamado sobresaturación: cristalizó de pronto todo el hasta entonces inadvertido colorete, y mi madre, ante semejante orgía de colores, declaró, lo mismo que se haría en Combray, que aquello era una vergüenza, y casi dejó de tratarse con su sobrina). Pero en el caso de Cottard, por el contrario, aquella época en que le vimos asistir a los comienzos de Swann en el salón de los Verdurin estaba ya bastante distante, y los años son los que traen los honores y los títulos oficiales; además, se puede ser una persona inculta que haga chistes estúpidos y tener un don particular, irreemplazable por ninguna cultura general, como el don del gran estratega o del gran clínico. En efecto, sus compañeros profesionales no consideraban a Cottard tan sólo como un práctico poco brillante que a la larga llegó a celebridad europea. Los más inteligentes de entre los médicos jóvenes afirmaron —por lo menos durante unos años, porque, las modas cambian, cosa muy lógica, ya que ellas nacieron de la apetencia de cambiar— que, de verse malos alguna vez, a Cottard es al único maestro a quien confiarían su pellejo. Aunque claro es que preferían el trato de otras eminencias más cultas y más artistas, con las qué se podía hablar de Nietzsche y de Wagner. Cuando había música en los salones de la señora de Cottard, las noches en que esta dama recibía a los compañeros y discípulos de su marido, cosa que hacía con la esperanza de que llegara a ser decano de la Facultad, el doctor, en vez de escuchar, prefería irse a jugar a las cartas a un salón contiguo. Pero todo el mundo ponderaba lo rápido lo sagaz y lo seguro de su ojo clínico y de sus diagnósticos. Y en último término, en lo que respecta al conjunto de modales que el profesor Cottard dejaba ver a un hombre como mi padre, conviene observar que el carácter que mostramos en la segunda mitad de nuestra vida no es siempre, aunque muchas veces así ocurra, nuestro carácter primero, desarrollado o marchito, atenuado o abultado, sino que muchas veces es un carácter inverso, un verdadero traje vuelto del revés. Excepto en casa de los Verdurin, que estaban encaprichados con él, el aspecto vacilante de Cottard, su timidez y su excesiva amabilidad le granjearon en su juventud perpetuas pullas. No se sabe qué amigo caritativo le aconsejó el aspecto glacial, que le fue mucho más fácil adoptar por la importancia de su posición. Y en todas partes, excepto en casa de los Verdurin, donde instintivamente volvía a ser el mismo de siempre, se mostró frío, con tendencia al silencio, terminante cuando había que hablar, y sin olvidarse de decir alguna cosa desagradable. Tuvo ocasión de ensayar esta nueva actitud con clientes que, como no lo habían visto nunca, no podían hacer comparaciones, y que se habrían extrañado mucho de saber que el doctor no era hombre de natural rudo. Aspiraba sobre todo a la impasibilidad, y hasta en su trabajo del hospital, cuando soltaba alguno de aquellos chistes que hacían reír a todo el mundo, desde el jefe de la sala hasta al último interno, hacíalo sin que se moviera un solo músculo de su cara, esa cara que ahora nadie reconocería por la antigua porque se afeitó barba y bigote. Digamos, para terminar, quién era el marqués de Norpois. Había sido ministro plenipotenciario antes de la guerra y embajador cuando el 16 de mayo, y a pesar de eso, y con gran asombro de muchos, le encargaron de representar a Francia en misiones extraordinarias y hasta como inspector de la Deuda en Egipto, donde, gracias a sus conocimientos financieros, prestó grandes servicios algunos Ministerios radicales a quienes se habría negado a servir un sencillo burgués reaccionario, y para los cuales debiera haber sido un poco sospechoso el marqués de Norpois, por su pasado, sus aficiones y su modo de pensar. Pero esos ministros avanzados parecían darse cuenta de que con tal designación mostraban cuán grande era su amplitud de ideas siempre que estaban en juego los intereses supremos de Francia, y así se distinguían del hombre político vulgar y merecían que hasta el Journal cíes Débats los calificara de hombres de Estado; además, sacaban provecho del prestigio que lleva consigo un nombre histórico y del interés que suscita un nombramiento inesperado como un golpe teatral. Y con eso, sabían que todas esas ventajas que les reportaba el designar al señor de Norpois las recogerían sin temor alguno a una falta de lealtad política por parte del marqués, cuya elevada cura, más que excitar recelos, garantizaba contra toda posible deslealtad. En eso no se equivocó el Gobierno de la República. En primer término, porque cierto linaje de aristocracia, hecha desde la infancia a considerar su nombre como una superioridad de orden interno que nadie les puede quitar (y cuyo valor distinguen con bastante exactitud sus iguales y sus superiores en nobleza), sabe que puede muy bien dispensarse, porque en nada los realzaría, esos esfuerzos que, sin apreciable resultado ulterior, hacen tantos burgueses para profesar exclusivamente opiniones de buen tono y no tratarse más que con gente de ideas como es debido. Por lo contrario, anhelosa de engrandecerse a los ojos de las familias principescas y ducales que están en rango inmediatamente superior al suyo, esta aristocracia sabe que sólo podrá lograrlo acreciendo el contenido de su nombre con algo que no tenía, y gracias a lo cual, en igualdad de títulos, ella será la que prevalezca con una influencia política, con una reputación literaria o artística, o con una gran fortuna. Y todas las atenciones de que se cree dispensada para con un hidalgüelo o para con un príncipe que en nada le agradecería su inútil amistad se las prodiga a los políticos, aunque sean masones, que pueden abrir las puertas de las embajadas o protegerle en las elecciones; a los artistas o a los sabios, que le ayudarán a «llegar» en la rama social que ellos dominan; en fin, a todo aquel que les proporcione un lustre nuevo o les facilite un matrimonio de dinero.

Pero en lo que al señor de Norpois se refiere, lo que había ante todo es que en su larga práctica de diplomacia se había imbuido de ese espíritu negativo, rutinario, conservador, llamado «espíritu de gobierno», y que en efecto es común en todos los Gobiernos, y en particular, y bajo cualquier régimen, espíritu propio de las cancillerías. De la carrera sacó aversión, miedo y desprecio por esos procedimientos, más o menos revolucionarios, incorrectos por lo menos, llamados procedimientos de oposición. Excepto en el caso de algunos ignorantes, del pueblo o de la buena sociedad, que consideran como letra muerta el distinguir de géneros, lo que acerca a las gentes no es la comunidad de opiniones, sino la consanguinidad del espíritu. Un académico del género de Legouvé que fuera partidario de los clásicos aplaudiría más gustoso el elogio de Víctor Hugo por Máximo Ducamp o por Meziéres que el elogio de Boileau hecho por Claudel. Un mismo nacionalismo basta para acercar a Barrés a sus electores que no distinguirán una gran diferencia entre él y M. Georges Berry; pero en cambio no le acercará a aquellos colegas suyos de Academia que aun teniendo las mismas ideas políticas sean de distinto corte espiritual, y que preferirán a adversarios como MM: Ribot y Deschanel; y a su vez, Ribot y Deschanel, sin ser monárquicos, estarán mucho más cerca para algunos realistas que Maurras y León Daudet, aunque estos deseen la vuelta del rey. Sumamente parco de palabras, no sólo por hábito profesional de reserva y de prudencia, sino porque las palabras tienen mayor precio y riqueza de matices para hombres cuyos esfuerzos de diez años por aproximar a dos naciones se resumen y se traducen en un discurso o en un simple protocolo —por medio de un sencillo adjetivo al parecer trivial, pero que para ellos es todo un mundo—, el señor de Norpois pasaba por hombre muy frío en la Comisión de que formaba parte, al lado de mi padre, al cual felicitaban todos por la amistad de que le daba pruebas el ex embajador. Mi padre era el primer sorprendido por esa amistad. Porque, por regla general, era poco amable y no solía ser muy solicitado fuera del círculo de sus íntimos, cosa que confesaba con toda sencillez. Dábase cuenta mi padre de que las demostraciones amistosas del diplomático eran efecto de ese punto de vista, absolutamente individual, en que se pone todo hombre para decidir respecto a sus simpatías; y colocados en ese punto de vista, todas las cualidades intelectuales o toda la sensibilidad de una persona que nos cansa o nos molesta no serán tan buena recomendación como la jovialidad y la campechanería de otra persona que a los ojos de mucha gente pasaría por frívola, vacua e inútil. «Otra vez me ha invitado a cenar de Norpois. ¡Es extraordinario! En la Comisión están todos estupefactos, porque allí él no tiene amistad particular con nadie. Tengo la certeza de que me va a contar más cosas palpitantes de la guerra del setenta». Mi padre estaba enterado de que el señor de Norpois fue casi el único que llamó la atención de Napoleón respecto al creciente poderío y a las belicosas intenciones de Prusia, y de que Bismarck lo estimaba particularmente por su inteligencia. Y aún muy recientemente los periódicos habían hecho notar que en la Opera, durante la función de gala en honor del rey Teodosio, el monarca favoreció al señor de Norpois con una prolongada conversación. «Voy a ver si averiguo si esa visita del rey ha tenido realmente importancia —nos dijo mi padre, que se interesaba mucho por la política extranjera—. Ya sé que el bueno de Norpois es muy cerrado, pero conmigo se franquea muy amablemente».

En cuanto a mi madre, el género de inteligencia peculiar del ex embajador no era quizá de los que preferentemente la atraían. Es bueno decir que la conversación del señor de Norpois era un repertorio tan completo de formas desusadas del lenguaje, características de una determinada carrera, de una determinada clase y de una determinada época —época que para esa carrera y esa clase pudiera ser muy bien que no estuviera enteramente abolida—, que muchas veces siento no haber retenido en la memoria pura y simplemente las frases que le oí. De esa manera habría yo logrado un efecto de «pasado de moda» del mismo modo y tan barato como ese actor del Palais Royal que cuando le preguntaban dónde iba a buscar aquellos sombreros sorprendentes, respondía: «Yo no voy a buscar mis sombreros a ninguna parte. Lo que hago es no tirar ninguno». En una palabra, creo yo que mi madre juzgaba al señor de Norpois un tanto «anticuado», cosa que distaba mucho de desagradarla en lo referente a modales, pero que ya le gustaba menos en el dominio, si no de las ideas —porque el señor de Norpois era de ideas muy modernas—, en el de las expresiones. Sólo que se daba perfecta cuenta de que era un delicado halago a su marido el hablarle con admiración del diplomático que le mostraba una predilección tan poco frecuente. Y cuando fortificaba en el ánimo de mi padre la buena opinión que tenía del señor de Norpois, y por ende le llevaba a formar buena opinión de sí propio, hacíalo con conciencia de cumplir aquel de sus deberes consistente en hacer la vida grata a su esposo, lo mismo que cuando velaba porque la cocina fuera delicada y para que el servicio se hiciera sin ruido.

Y como era incapaz de decir mentiras a mi padre, resultaba que ella misma, se impulsaba a admirar al embajador con objeto de poder alabarlo con entera sinceridad. Y desde luego estimaba muchas cualidades suyas: su aspecto bondadoso; su cortesía, un poco a la antigua (y tan ceremoniosa que, si yendo él a pie, bien enderezado el cuerpo, de buena talla, veía a mi madre pasar en coche, antes de darle un sombrerazo tiraba bien lejos un cigarro puro que acababa de encender); su conversación tan mesurada, en la que hablaba de sí mismo lo menos posible y tenía siempre en cuenta lo que podía agradar al interlocutor, y su puntualidad tan sorprendente en contestar a las cartas, que cuando mi padre, que acababa de escribirle, reconocía en un sobre la letra del señor de Norpois, se imaginaba, en el primer pronto, que, por una mala suerte, se habían cruzado sus cartas: parecía como si el correo hiciera para él recogidas suplementarias y de lujo. Maravillábase mi madre de que fuera tan puntual aunque estaba tan ocupado y tan amable aunque tan solicitado; no se le ocurría que los «aunque» son siempre «porque» desconocidos, y que (así como los viejos asombran por lo viejos, los reyes por lo sencillos y los provincianos por lo bien enterados) unos mismos hábitos eran los que permitían al señor de Norpois satisfacer tantas ocupaciones, ser tan ordenado en sus respuestas, agradar en sociedad y estar amable con nosotros. Además, el error de mi madre, como el de todas las personas de excesiva modestia, arrancaba del hecho de que ella colocaba por debajo y, por consiguiente, aparte de las demás, todas las cosas que le concernían. Y esa pronta respuesta, que para ella revestía de mérito al amigo de mi padre porque nos había contestado tan pronto él, que tantas cartas tenía que escribir al cabo del día, la ponía mi madre aparte de ese gran número de cartas diarias, cuando en realidad no era más que una de ellas; asimismo, no se convencía ella de que cenar en nuestra casa era para el señor de Norpois uno de los innumerables actos de su vida social; no se le ocurría que el embajador tuvo costumbre en otros tiempos de considerar las invitaciones a cenar fuera como parte inherente a sus funciones, y de desplegar en esas comidas una gracia tan inveterada, que sería exigencia excesiva la de pedirle que la olvidara como cosa extraordinaria cuando venía a cenar a casa.

La vez primera que estuvo invitado a cenar en casa el señor de Norpois, un año cuando yo iba todavía a jugar a los Campos Elíseos, se me ha quedado grabada en la memoria porque aquel mismo día fui por fin a oír a la Berma en función de tarde, y además porque hablando con el señor de Norpois me di cuenta, de pronto y de un modo nuevo, de cuán distintos eran los sentimientos que en mí suscitaban Gilberta Swann y sus padres de los que esa misma familia Swann inspiraba a otra persona cualquiera.

Mi madre, indudablemente, al darse cuenta del abatimiento en que me sumía la proximidad de las vacaciones de Año Nuevo durante las cuales no podría ver a Gilberta, según me lo anunció ella misma, me dijo un día para distraerme: «Si sigues con las mismas ganas de oír a la Berma, me parece que papá te dará permiso para que vayas; puede llevarte tu abuela».

Y era que el señor de Norpois había dicho a mi padre que debía dejarme ir a ver a la Berma y que eso sería para un muchacho un recuerdo imperecedero; y papá, hasta entonces tan hostil a que yo fuese a perder el tiempo, con riesgo de coger una enfermedad, para una cosa que él llamaba, con gran escándalo de mi abuela, una inutilidad, casi llegó a considerar aquella función preconizada por el embajador como parte de un vago conjunto de recetas preciosas que tenían por objeto el triunfar en una brillante carrera.

Mi abuela, que había renunciado ya al beneficio que según ella debiera causarme el oír a la Berma, haciendo con ello un gran sacrificio en aras del interés de mi salud, extrañabase de que ahora, sólo por unas palabras del señor de Norpois, mi salud no entrara ya en cuenta. Como ponía todas sus esperanzas de racionalista en el régimen de aire libre y de acostarse temprano que me habían prescrito, deploró como si fuera un desastre la infracción que ese método iba a sufrir, y decía a mi padre, con tono condolido, que era muy «ligero», a lo cual respondía él furioso: «¿Cómo? ¿De modo que ahora usted es la que no quiere que vaya? ¡Eso ya es demasiado! ¡Usted misma, que nos estaba diciendo a todas horas que le sería muy provechoso ir!».

Pero el señor de Norpois desvió las intenciones de mi padre en un punto de mayor importancia para mí. Papá siempre quiso que yo fuera diplomático, y yo no podía hacerme a la idea de que aun cuando estuviese algún tiempo agregado al ministerio siempre corría el riesgo de que un día me mandaran de embajador a una capital en donde no viviera Gilberta. Más me hubiera gustado volver a mis proyectos literarios, aquellos que antaño formaba y abandonaba durante mis paseos por el lado de Guermantes. Pero mi padre se opuso constantemente a que me consagrara a la carrera de las letras, que él consideraba muy inferior a la diplomacia, sin querer darle siquiera el nombre de carrera, hasta el día que el señor de Norpois, no muy aficionado a los agentes diplomáticos de las nuevas hornadas, le aseguró que como escritor podía uno ganarse tanta consideración y tanta influencia como en las embajadas y ser aún más independiente.

«Oye, ¿sabes que he hablado con el bueno de Norpois y que no le parece mal que te dediques a escribir? Me ha extrañado». Y como él tenía mucha influencia y se figuraba que nada había que no pudiese arreglarse y tener solución favorable hablando con gente importante, añadió: «Lo traeré a cenar una noche de estas, al salir de la Comisión. Así hablarás con él para que pueda apreciarte. Escribe alguna cosa que esté bien para que se la puedas enseñar; es muy amigo del director de la Revue des Deux Mondes, y te meterá allí. Ya te lo arreglará, ya; es un zorro viejo. Y parece opinar que la diplomacia de hoy día…».

Mi felicidad por no tener que separarme de Gilberta infundíame el deseo, pero no la capacidad, de escribir alguna cosa buena que pudiera enseñar al señor de Norpois. Al cabo de unas páginas preliminares se me caía la pluma de la mano, de aburrimiento, y lloraba de rabia al pensar que nunca tendría talento, que carecía de aptitudes y no podría aprovecharme siquiera de esa oportunidad de no salir de París que me iba a proporcionar la próxima visita del señor de Norpois. No tenía más distracción en mi desconsuelo que la idea de que me iban a dejar ir a ver a la Berma. Pero así como no deseaba yo ver tempestades más que en las costas donde eran más violentas, ahora era mi deseo oír a la Berma en uno de esos personajes clásicos en los que, según me dijera Swann, llegaba a lo sublime. Porque cuando ansiamos recibir determinadas impresiones de Naturaleza o de Arte con la esperanza del que va a hacer un descubrimiento precioso, sentimos mucho escrúpulo en dejar que penetren en nuestra alma, en lugar de aquellas, otras impresiones menores, que pueden equivocarnos respecto al valor exacto de lo Bello. La Berma en Andromaque, en Les Caprices de Marianne, en Phèdre, era una de las grandes cosas que mi imaginación tenía muy deseadas. Y si alguna vez oía yo recitar a la Berma esos versos de:

On dit qu’un prompt départ vous éloigné de nous, Seigneur…[1]

sentiría el mismo arrobo que el día en que una góndola me llevara hasta el pie del Ticiano de los Frari o de los Carpaccios de San Giorgio. Conocíalos yo por reproducciones en negro de las que se dan en las ediciones impresas; pero me saltaba el corazón al pensar, como en la realización de un viaje, que los vería alguna vez bañarse efectivamente en la atmósfera y en la soleada claridad de la voz áurea. Un Carpaccio en Venecia y la Berma en Phèdre eran obras maestras del arte pictórico o dramático, que por el prestigio a ellas inherente estaban en mí como vivas, es decir, indivisibles, y si hubiera ido a ver Carpaccios en una sala del Louvre o a la Berma en una obra de la que no había oído hablar ya no habría experimentado el mismo delicioso asombro de tener al fin los ojos abiertos ante el inconcebible objeto de miles y miles de ensueños míos. Además, como esperaba del modo de representar de la Berma revelaciones sobre determinados aspectos de la nobleza y del dolor, me parecía que lo que tuviera de real y de grande su arte lo sería aún más si la actriz lo superponía a una obra de verdadero valor, en lugar de bordar cosas bellas y de verdad sobre una trama mediocre y vulgar.

Y por último, si iba a oír a la Berina en una obra nueva ya no me sería fácil juzgar de su arte y su dicción porque ya no podría, separar distintamente un texto que yo desconocía de lo que le añadían las entonaciones y los ademanes, que entonces se me aparecerían como formando un solo cuerpo con la letra; mientras que las obras clásicas que me sabía de memoria se me representaban como vastos espacios reservados y ya dispuestos para que yo pudiera apreciar en plena libertad las invenciones de la Berma, que los cubriría, como al fresco, con los hallazgos constantes de su inspiración. Desgraciadamente, desde que, hacía unos años, desertó de los escenarios de primera y estaba haciendo la suerte de un teatro del Boulevard, donde era la estrella, ya no representaba el repertorio clásico, y en vano consultaba yo los carteles, que no anunciaban nunca más que obras recientes escritas expresamente para ella por autores de moda; cuando una mañana, al buscar en la cartelera las funciones de por la tarde en la primera semana del año nuevo, me encontré por vez primera —como final de la función, y después de una pieza de entrada probablemente insignificante, cuyo título me pareció opaco porque contenía todo lo característico de un argumento que yo ignoraba— con dos actos de Phèdre por la Berma, y en las tardes siguientes con Le Demi-Monde, Les Caprices de Marianne, nombres que, lo mismo que la Phèdre, eran para mí transparentes, no contenían otra cosa que claridad, tan bien conocía yo la obra, y estaban iluminados hasta lo hondo por la sonrisa del Arte. Y me pareció que realzaban hasta la nobleza de la misma Berma cuando leí en el periódico, después del programa de estas funciones, que ella era la que había decidido mostrarse al público en algunos de sus antiguos papeles. Así, que la artista sabía que hay papeles de un interés muy superior a la novedad de su aparición o al éxito de su reaparición, y los consideraba como obras maestras, de museo, que sería instructivo volver a poner ante los ojos de la generación que ya la había admirado en esas obras, o de la que no la había visto aún. Así, al anunciar entre otras obras que no tenían más finalidad que hacer pasar un rato de la noche esa Phèdre, cuyo título no era más largo que los otros y estaba impreso en idénticos caracteres, la Berma hacía como una señora de casa que nos presenta sus invitados en el momento de ir a la mesa y nos dice entre nombres de convidados que no son más que convidados, y con el mismo tono con que citara a los otros: «Monsieur Anatole France».

Mi médico —ese que me tenía prohibidos los viajes— disuadió a mis padres de su intención de dejarme ir al teatro: volvería a casa malo, quizá para mucho tiempo, y sacaría, en final de cuentas, más pena que alegría de aquella tarde. Temor era este lo bastante fuerte quizá para preocuparme, si lo que yo esperaba de aquella función hubiera sido únicamente un placer, que, después de todo, un dolor ulterior podía anular, por compensación. Pero lo que yo pedía a esa tarde de teatro —como lo que pedía al viaje a Balbec y a Venecia, que tanto deseaba— era cosa distinta de un placer: eran verdades pertenecientes a un mundo más real que aquel en que yo vivía, y que una vez adquiridas ya no podrían serme arrebatadas por incidentes menudos de mi ociosa existencia, aunque fueran muy dolorosos para el cuerpo. El placer que yo habría de sentir durante la representación aparecíaseme, a lo sumo, como la forma, necesaria acaso, de la percepción de esas verdades; y eso ya bastaba para que yo desease que las enfermedades anunciadas no empezaran hasta terminada la representación, con objeto de que ese placer no se viera comprometido o adulterado por el malestar físico. Suplicaba a mis padres, los cuales, desde que viniera el médico, ya no querían dejarme ir a Phèdre. Me recitaba continuamente ese trozo de:

On dit qu’un prompt départ vous éloigné de nous…

Buscando todas las entonaciones que se le podían dar, con objeto de apreciar luego mejor la novedad de la entonación que descubriría la Berma. Oculta, como el sanctasanctórum, por una cortina que me la substraía, y tras la cual la entreveía yo a cada momento con un aspecto nuevo, con arreglo a las palabras de Bergotte —en el folletito que me encontró Gilberta— que se me venían a la imaginación: «Nobleza plástica, cilicio cristiano, palidez jansenista, princesa de Trecena y de Cléves, drama Miceniano, símbolo délfico, mito solar», la divina Belleza que habría de revelarme el arte de la Berma reinaba día y noche en un altar constantemente encendido en el fondo de mi alma; de esa alma mía, en donde mis padres, severos y frívolos, iban a decidir si entrarían o no para siempre las perfecciones de la Diosa, revelada y descubierta por fin en ese lugar mismo en que se alzaba su forma invisible. Y con los ojos fijos en la inconcebible imagen luchaba desde por la mañana hasta por la noche contra los obstáculos que me oponía mi familia. Pero cuando esos obstáculos se rindieron y cuando mi madre —aunque el día de la función era precisamente el mismo en que papá iba a traer a cenar al señor de Norpois después de salir de la Comisión, que se reunía ese día— me dijo: «Bueno, no queremos verte apenado; de modo que si tú crees que vas a sacar tanto placer de la función, puedes ir»; cuando aquella tarde de teatro, hasta entonces vedada, dependió sólo de mí mismo, entonces, por vez primera, como ya no tenía que ocuparme en que dejara de ser imposible, me pregunté si era cosa tan deseable en realidad y si no hubiera debido renunciar a ella por otras razones que la prohibición de mis padres. En primer término, tras haberme parecido odiosa su crueldad, ahora el consentimiento me inspiraba tal cariño hacia ellos, que la idea de apenarlos me apenaba a mí también; y a través de ese sentimiento la vida ya no se me aparecía como teniendo por objeto único la verdad, sino el cariño, y se me representaba como mejor o peor tan sólo según estuvieran mis padres contentos o enfadados. «Mejor quiero no ir, si eso os tiene que disgustar», dije a mi madre, que, por el contrario, se esforzó por quitarme ese recelo de que ella se iba a disgustar, el cual, según me decía, echaría a perder la alegría que iba a sentir en Phèdre, esa alegría que decidió a mis padres a que volvieran de su acuerdo prohibitivo. Además, si volvía malo del teatro, ¿me curaría lo bastante pronto para poder ir a los Campos Elíseos en cuanto pasaran las vacaciones y Gilberta fuera por allí?

Y a estas razones confrontaba, para decidir cuál es la que debía triunfar, aquella idea, invisible tras su velo, de la perfección de la Berma. Ponía en uno de los platillos de la balanza: «sentir que mamá está disgustada y arriesgarme a no ver a, Gilberta en los Campos Elíseos»; y en el otro «palidez jansenista, mito solar»; pero hasta estas palabras acababan por obscurecerse delante de mi alma; ya no me decían nada, perdían todo su peso; poco a poco mis vacilaciones se me hicieron tan dolorosas, que si hubiera optado ahora por el teatro habría sido tan sólo para acabar con esas dudas, para librarme de ellas de una vez. Y hubiese sido el deseo de aliviar mi sufrimiento, y no ya la esperanza de un beneficio intelectual y el atractivo de la perfección, lo que me habría encaminado hacia la que no era ya Diosa de la Sabiduría, sino implacable Deidad, sin nombre y sin rostro, que subrepticiamente había ocupado el lugar de la otra detrás del velo. Pero repentinamente cambió todo, y mi deseo de ver a la Berma recibió un nuevo espolazo, con el que ya pude esperar, impaciente y alegre, aquella función «de tarde»; y ocurrió cuando fui a hacer delante de la columna anunciadora de los teatros mi estación diaria, desde hacía poco dolorosa, de estilita, y vi aún húmedo el cartel detallado de Phèdre, que acababan de pegar (y en el que, a decir verdad, el resto del reparto no me aportaba ningún nuevo aliciente con fuerza para decidirme). Pero el cartel, que llevaba la fecha no del día en que yo lo estaba leyendo, sino de aquel en que tendría lugar la representación, y hasta la hora de alzarse el telón, daba a uno de los extremos entre los cuales oscilaba mi indecisión una forma más concreta, casi inminente, ya en vía de realización; tanto, que me puse a saltar delante de la cartelera al pensar que ese día determinado, exactamente a esa hora indicada, estaría yo sentado en mi sitio dispuesto a oír a la Berma; y temeroso de que mis padres ya no llegaran a tiempo de encontrar dos buenas localidades para mi abuela y para mí me puse en casa de un salto espoleado por aquellas palabras mágicas que substituyeron en mi ánimo a «palidez jansenista» y «mito solar»: «en butacas las señoras deberán permanecer sin sombrero» y «las puertas de la sala se cerrarán a las dos en punto».

Pero ¡ay!, aquella primera función fue un gran desengaño. Mi padre se brindó acompañarnos, a la abuela y a mí, hasta el teatro, de paso que él iba a la sesión de la Comisión. Antes de salir de casa dijo a mamá: «A ver si tenemos una buena cena. No se te habrá olvidado que voy a traer a de Norpois». A mi madre no se le había olvidado. Y ya desde el día antes Francisca, contentísima por poder entregarse a ese arte de la cocina, para el que tenía indudablemente nativa aptitud, y estimulada además por el anuncio de un invitado nuevo, sabía que tendría que confeccionar, con arreglo a los métodos que nadie más que ella conocía, vaca a la gelatina, y vivía en la efervescencia de la creación; como concedía extrema importancia a la calidad intrínseca de los materiales que debían entrar en la fabricación de su obra, fue ella misma al Mercado Central para que le dieran los mejores brazuelos para romsteck y los jarretes de vaca y patas de ternera más hermosos, lo mismo que se pasaba Miguel Angel ocho meses en las montañas de Carrara para escoger los más bellos bloques de mármol con destino al monumento de Julio II. Y tal ardor desplegaba Francisca en estas idas y venidas, que mamá, al verla con el rostro encendido, temía que se pusiera mala de trabajar, como le pasó al autor del sepulcro de los Médicis en las canteras de Pietraganta. Y ya la víspera mandó Francisca a cocer al horno del panadero, protegido por una capa de miga de pan, como mármol rosa, lo que ella llamaba jamón de Neu York. Sin duda por considerar el idioma menos rico de lo que es y por no fiarse mucho de sus oídos, Francisca, la primera vez que oyó hablar del jamón de York se figuró —porque le parecía prodigalidad inverosímil del vocabulario el que pudieran existir al mismo tiempo York y New York— que había oído mal y que querían decir ese nombre que ella conocía ya. Y desde entonces la palabra York llevaba por delante en sus oídos, o en sus ojos si leía un anuncio, un New que ella pronunciaba Neu. Con la mejor buena fe del mundo decía a la moza de cocina: «Ve por jamón a casa de Olinda. La señora me ha encargado que sea del de Neu York». Aquel día a Francisca le tocaba la ardiente seguridad del que crea y a mí la cruel inquietud del que busca. Claro que mientras que no hube oído a la Berma disfruté. Disfruté en la placita que precedía al teatro, con sus castaños sin hojas, que dos horas después relucirían con metálico reflejo en cuanto las luces de gas iluminaran los detalles de su ramaje; disfruté al pasar por delante de los empleados que recogen los billetes, esos cuyo nombramiento, ascenso y fortuna dependían de la gran artista —que era la única que mandaba en aquella administración por la que pasaban obscuramente directores y directores puramente efímeros y nominales—, y que recibieron nuestras entradas sin mirarnos porque estaban muy preocupados pensando en si habrían sido bien dadas al personal nuevo las órdenes de la señora Berma; en si la claque[2] había comprendido bien que nunca tenía que aplaudirla a ella; en que las ventanas debían estar abiertas mientras ella no estuviera en escena y luego cerradas todas; en si pondrían bien el cacharro de agua caliente disimulado junto a ella para que no se alzara polvo de las tablas; porque, en efecto, un momento más tarde pararía delante del teatro su coche de dos caballos con largas crines, y de él iba a bajar la artista, envuelta en pieles, contestando a los saludos con huraño gesto; y mandaría a una de sus doncellas que fuera a enterarse de cuál era el proscenio reservado para sus amigos, de la temperatura de la sala y del porte de las acomodadoras, pues público y teatro no eran para ella más que como un segundo traje más externo, en el que iba a meterse, y un medio mejor o peor conductor que su talento tenía que atravesar. También disfruté dentro de la sala; desde que sabía que —muy al contrario de lo que mis figuraciones infantiles me representaron durante mucho tiempo— no había más que un escenario para todo el mundo, me creía yo que no debían de dejarle a uno ver bien los demás espectadores, como ocurre en medio de una multitud; y vi que, muy lejos de eso, gracias a una disposición que viene a ser como símbolo de todas las percepciones, cada cual se siente centro del teatro; y así me expliqué que Francisca, una vez que la mandamos a ver un melodrama desde el último anfiteatro, volviera diciendo que su localidad era la mejor del teatro, y que en vez de creer que estaba muy lejos la hubiera azorado la misteriosa y viva proximidad del telón. Aún gocé más al empezar a percibir detrás del telón, bajado, unos ruidos confusos, como esos que se oyen bajo la cáscara de un huevo cuando va a salir el pollo, ruidos que fueron en aumento y que de pronto, desde aquel mundo que nos veía, pero que en cambio nuestras miradas no podían penetrar, se dirigieron indudablemente a nosotros en la imperiosa forma de tres golpes tan conmovedores como si llegaran del planeta Marte. Y aun siguió mi gozo cuando, alzado el telón, una mesita de escribir y una chimenea ordinaria que había en el escenario me indicaron que los personajes que iban a entrar no serían actores que venían aquí a recitar, como yo ya había visto en una reunión una noche, sino hombres que estaban viviendo en su casa un día de su vida, en la cual penetraría yo por efracción sin que ellos pudieran verme; una corta preocupación vino a interrumpir mi goce; y fue que cuando yo tenía ya el oído alerta porque la obra iba a empezar, entraron en el escenario dos hombres que debían de estar muy encolerizados, porque hablaban muy fuerte y en una sala en donde había más de mil personas se oían todas sus palabras, mientras que en el pequeño local de un café tenemos que preguntar a un mozo qué es lo que dicen esos dos individuos que se van a agarrar; pero instantáneamente, extrañado al ver que el público los oía sin protesta y estaba sumergido en unánime silencio, en el que pronto comenzaron a saltar risas acá y allá, comprendí que aquellos insolentes eran los actores y que la piececita de entrada acababa de empezar. Después vino un entreacto tan largo, que los espectadores que ya habían vuelto a sus sitios se impacientaron y empezaron a patear. A mí eso me dio miedo; porque lo mismo que al leer en el relato de una vista que un hombre de nobles sentimientos iba a ir a declarar, con desprecio de sus intereses, en favor de un inocente, temía yo siempre que no fueran con él lo deferentes que debían, que no se lo agradecieran bastante, que no se le recompensara con la debida largueza, y que entonces él, asqueado, se pusiera de parte de la injusticia, así ahora asimilando en esto el genio a la virtud, tenía miedo de que la Berma, despechada por los malos modos de un público tan mal educado —público en el que, por el contrario, me habría a mí gustado que pudiese reconocer la Berma a alguna celebridad cuyo juicio le interesaba—, fuera a expresarle su descontento y desdén trabajando mal. Y miraba yo con aire de súplica a esos brutos que pateaban, y que con su furia iban a quebrar la frágil y preciosa impresión que yo venía buscando. En fin, los últimos momentos en que yo disfruté fueron los de las primeras escenas de Phèdre. En el principio de este segundo acto no aparece el personaje principal; y sin embargo, en cuanto se alzó el telón grande y luego otro segundo telón, de terciopelo rojo, que dividía la profundidad del escenario en todas las obras en que trabajaba la estrella, asomó por el fondo una actriz de voz y aspecto semejantes a los que, según me dijeran, tenía la Berma. Debían de haber cambiado el reparto, y todo aquel cuidado que yo puse en estudiar el papel de la mujer de Teseo iba a ser inútil. Pero salió una nueva actriz, que replicó a la otra. Indudablemente me equivoqué al tomar a aquella primera por la Berma, porque esta segunda tenía mayor parecido en figura y dicción con la Berma. Ambas realzaban su papel con nobles ademanes —que yo distinguía claramente, comprendiendo su relación con el texto, mientras ellas agitaban sus hermosos peplos y entonaciones ingeniosas, ya irónicas, ya apasionadas, que me revelaban la significación de un verso que yo leyera en casa sin conceder atención bastante a lo que quería decir. Pero de pronto, por la abertura de aquella roja cortina del santuario, apareció, lo mismo que en un marco, una mujer, e inmediatamente, por el miedo que yo sentí, mucho más ansioso que pudiera serlo el de la Berma a que la molestaran abriendo una ventana, a que al arrugar un programa alterasen el sonido de su voz a que la enfadaran aplaudiendo a sus compañeras y no aplaudiéndola a ella lo debido, por mi manera, mucho más absoluta aún que la de la Berma, de no considerar desde aquel momento sala, público, actores y obra, y hasta mi propio cuerpo, más que como un medio acústico importante tan sólo en la medida en que era favorable a sus inflexiones de voz, por todo eso comprendí que las dos actrices que antes admiraba no se parecían en nada a aquella que yo había venido a oír.

Pero al mismo tiempo mi gozo cesó por entero: inútilmente aguzaba yo ojos, oídos y alma para no perder ni una migaja de las razones de admirarla que iba a darme la Berma; no llegué a recoger una sola de estas razones. Ni siquiera lograba, como me ocurría con las otras actrices, distinguir en su dicción y en su modo de representar entonaciones inteligentes y ademanes bellos. La estaba oyendo como si leyera Phèdre o como si Fedra en persona estuviera diciendo en ese momento las cosas que yo escuchaba, sin que el talento de la Berma pareciera añadirles cosa alguna. Habría yo deseado parar, inmovilizar por largo rato ante mí cada entonación de la artista, cada uno de sus gestos, con objeto de poder profundizar en ellos y ver si podía descubrir lo que tuviese de hermoso; por lo menos, procuraba, a fuerza de agilidad mental y teniendo mi atención bien despierta y a punto, antes de cada verso, no distraer en preparativos ni un segundo del tiempo que durara cada palabra y cada verso, y llegar, gracias a la intensidad de mi atención, a adentrarme tan profundamente en unas y otros como si hubiese tenido largas horas a mi disposición. Pero ¡qué poco duraban! Apenas había llegado un sonido a mis oídos, cuando ya venía otro a reemplazarlo. En una escena en que la Berma permanece inmóvil un instante con el brazo alzado a la altura del rostro, bañado, por un artificio luminoso, en luz verdosa, delante de una decoración que representa el mar, toda la sala estalló en aplausos, pero la actriz ya había cambiado de sitio, y el cuadro que yo habría querido estudiar ya no existía.

Dije a mi abuela que no veía bien, y me dejó sus lentes. Sólo cuando se cree en la realidad de las cosas, emplear un medio artificial para verlas no equivale enteramente a sentirse más cerca de ellas. A mí se me figuraba que ya no estaba viendo a la Berma, sino a su imagen en un cristal de aumento. De Deje los lentes; pero acaso la imagen que mis ojos recibían, disminuida por la distancia, no era más exacta que la otra. ¿Cuál de las dos Berma era la de verdad? Tenía yo puesta muchas esperanzas en la declaración a Hipólito, trozo que, a juzgar por la significación ingeniosa que los demás cómicos me descubrían a cada momento en partes de la obra menos hermosas, tendría de seguro entonaciones más sorprendentes que las que yo me imaginaba cuando lo leía en casa; pero ni siquiera llegó a los acentos que habrían descubierto Enone o Aricia, sino que pasó con la lisura de una melopea uniforme por todo el párrafo, en el que se confundieron en una sola masa oposiciones clarísimas, cuyo efecto no habría desdeñado no ya una actriz trágica de mediano talento, sino ni siquiera un estudiante de Instituto; además, lo dijo tan de prisa, que sólo al llegar al último verso comenzó mi mente a darse cuenta de la monotonía voluntaria que quiso imponer a los primeros. Por fin estalló mi primer sentimiento de admiración, provocado por los frenéticos aplausos de los espectadores. Uní a ellos los míos, haciendo por prolongarlos mucho, con objeto de que la Berma, reconocida, se superase a sí misma, y así poder estar yo seguro de haberla visto en uno de sus mejores días. Y es curioso que, según supe, ese momento que desencadenó el entusiasmo del público era en realidad uno de los grandes aciertos de la Berma. Parece que algunas realidades trascendentes emiten en torno rayos a los que es sensible la masa. Así, por ejemplo, cuando ocurre un acontecimiento, cuando hay en la frontera un ejército en peligro, o derrotado, o triunfante, las noticias vagas que se reciben, y de las que no sabe sacar gran cosa un hombre culto excitan en la multitud una emoción que lo sorprende, y en la que reconoce, una vez que los enterados lo han puesto al corriente de la verdadera situación militar, la percepción por el pueblo de esa «aura» que rodea los grandes acontecimientos, y que puede ser visible a centenares de kilómetros. Se entera uno de una victoria o ya fuera de tiempo, cuando se ha terminado la guerra, o enseguida, por la cara alegre del portero de casa. Y se descubre un rasgo genial del arte de la Berma ocho días después de haberla oído, por lo que dice la crítica, o inmediatamente, por las, aclamaciones del anfiteatro. Pero como ese conocimiento inmediato de la multitud está mezclado con otros cien, todos erróneos, los aplausos caían por lo general en falso; aparte de que se promovían mecánicamente, por el impulso de los aplausos anteriores, como ocurre en una tempestad cuando está el mar ya tan agitado que sigue engrosando aunque el viento no aumente. Pero eso poco importaba, y a medida que yo aplaudía me iba pareciendo que la Berma había trabajado mejor. «Por lo menos —decía junto a mí una mujer muy ordinaria—, esta se mueve, se da unos golpes que se hace daño corre; y no me digan a mí, eso es trabajar bien». Y yo, muy contento de encontrar esas razones de la superioridad de la Berma, aunque bien sospechaba que no bastaban para explicarla (como no explicaba la de la Gioconda o la del Perseo de Benvenuto aquella exclamación de un paleto: «¡Y qué bien hecho está! ¡Todo de oro, y bueno! ¡Vaya un trabajo!»), compartía con avidez el grosero vino de aquel entusiasmo popular. Sin embargo, cuando el telón cayó sentí cierto disgusto, porque el placer que tanto esperé no había sido más grande, y al propio tiempo sentí el deseo de que se prolongara, de no abandonar para siempre al salir de la sala esa vida del teatro que por unas horas fue también mi vida; y habríame parecido que me desgarraba de ella al volver a casa, como se desgarra uno de su patria para ir al destierro, de no haber abrigado la esperanza de que allí en casa me enteraría de muchas cosas referentes a la Berma por medio de aquel admirador suyo gracias al cual me dejaron ir a Phèdre, es decir, del señor de Norpois. Mi padre me llamó antes de cenar a su despacho, expresamente para presentarme al señor de Norpois. Cuando entré, el embajador se levantó, me tendió la mano, inclinándose, y fijó en mí atentamente sus ojos azules. Como estaba acostumbrado a que los extranjeros de paso que le eran presentados cuando representaba a Francia fuesen todos, en mayor o menor grado —hasta los cantantes afamados—, personas de nota, y sabía que más adelante, cuando se pronunciaran sus nombres en París o en Petersburgo, podría decir que se acordaba perfectamente del rato que pasó con ellos en Munich o en Sofía, tenía el hábito de indicar a todos con su afabilidad la satisfacción que experimentaba al conocerlos; y además, persuadido de que en la vida de las grandes capitales se gana poniéndose en contacto a la vez con las individualidades interesantes que por ellas cruzan y con las costumbres del pueblo que las habita, un conocimiento profundo, y que no dan los libros, de la historia, de la geografía, de los usos de cada nación y del movimiento intelectual de Europa, ejercitaba en todo recién llegado sus agudas facultades de observador para saber enseguida con qué clase de hombre se las tenía que ver. Hacía ya tiempo que el Gobierno no le había confiado ningún cargo en el extranjero; pero en cuanto le representaban a alguien, sus ojos, como si no se hubieran enterado de que estaba en situación de disponible, comenzaban un fructuoso examen, mientras que con toda su actitud quería dar a entender el señor de Norpois que el nombre no le era del todo desconocido. Así que, al mismo tiempo que me hablaba bondadosamente y con el aire, importante de un hombre consciente de su vasta experiencia, no dejaba de examinarme con sagaz curiosidad y para provecho suyo, como si yo fuera una costumbre exótica, un monumento instructivo o una artista célebre. Y de esta suerte daba pruebas hacia mi persona de la majestuosa amabilidad del sabio Mentor y de la curiosidad estudiosa del joven Anacarsis.

No me ofreció absolutamente nada de la Revue des Deux Mondes, pero me hizo un buen número de preguntas sobre mi vida, mis estudios y mis aficiones, de las cuales oía yo ahora por vez primera hablar como de cosa que podría razonablemente atenderse, mientras que hasta aquí se me figuró que era deber el contrariarlas. Y ya que me llevaban camino a la literatura, no quiso él desviarme; al contrario, me habló de ese arte con deferencia, como de una deliciosa y venerable personalidad de cuya tertulia, en Roma o en Dresde, se conserva gratísimo recuerdo, y a la que por necesidades de la vida no podemos ver más que de tarde en tarde, cosa que lamentamos mucho. Parecía como si me envidiara, sonriendo de un modo casi picaresco, los buenos ratos que me iba a hacer pasar a mí, más libre y más dichoso que él, la literatura. Pero hasta las palabras que empleaba el señor de Norpois me mostraban la literatura como muy distinta de aquella imagen suya que yo me formé en Combray; y comprendí que había tenido dos veces razón en renunciar a ella. Hasta ahora sólo me había dado cuenta de que no tenía aptitudes para escribir; pero el señor de Norpois me quito el deseo de escribir. Quise explicarle lo que habían sido mis ilusiones, temblando de emoción, con escrupuloso temor de que cada una de mis palabras no fuera el equivalente más sincero posible de lo que yo había sentido sin formularlo nunca; esto es, que mis palabras carecieran de toda claridad. Quizá por hábito profesional, acaso por esa calma que adquiere todo hombre importante cuyo consejo se solicita, y que como sabe que tiene en sus manos el dominio de la conversación deja al interlocutor que se agite, que se esfuerce y afane a su gusto, acaso para realzar lo característico de su cabeza (Greg según él, a pesar de las grandes patillas), ello es que el señor de Norpois guardaba mientras le exponían alguna cosa una inmovilidad fisonómica tan absoluta como si uno estuviera hablando delante de un busto antiguo —y sordo— en una gliptoteca. Y de pronto, cayendo como cae el martillo del tasador en las subastas, o cual oráculo délfico, la voz del embajador, que respondía, le impresionaba a uno tanto más cuanto que en su rostro no había signo alguno que dejara sospechar cuál era la impresión en él causada ni cuál la opinión que iba a exponer.

«Precisamente —me dijo de pronto, como si la causa estuviera ya juzgada, después de haberme dejado tartajear delante de aquellos ojos inmóviles que no se apartaban de mí un instante—, el hijo de un amigo mío es, mutatis mutandis[3], como usted (y tomó para hablar de nuestras disposiciones comunes el mismo tono tranquilizador que si hubieran sido predisposiciones no a la literatura, sino el reumatismo y quisiera demostrarme que eso no mataba a nadie). De modo que ha optado por salirse del Quai d’Orsay, donde tenía el camino ya trazado por su padre, y sin preocuparse del qué dirán se ha dedicado a escribir Y no tiene por qué arrepentirse. Ha publicado hace dos años —claro que es de mucha más edad que usted, naturalmente— una obra relativa al sentimiento de lo Infinito en la orilla occidental del lago Victoria-Nyanza, y este año, un opúsculo, menos importante, pero de pluma muy ágil, y hasta acerada, sobre el fusil de repetición en el ejército búlgaro, que le han ganado un puesto muy distinguido en las letras. Lleva muy buen camino, y no es hombre de los que se paran a la mitad, no; me consta que, sin que se haya pensado por un momento en una candidatura, su nombre ha sonado dos o tres veces, y de modo muy favorable en alguna conversación, en la Academia de Ciencias Morales. En fin, que aunque no pueda decirse aún que está en el pináculo, se ha ganado, muy reñidamente una preciosa posición, y el éxito, que no siempre va a los vocingleros y a los emborronadores, a los presuntuosos, que no suelen ser más que intrigantes, el éxito, digo, ha recompensado su esfuerzo».

Mi padre, al verme académico dentro de unos años, exhaló una satisfacción que llegó a su colmo cuando el señor de Norpois, tras un instante de vacilación, en el que pareció calcular las consecuencias de su acto, me dijo, ofreciéndome una tarjeta suya: «Vaya usted a verlo de mi parte, y podrá darle algún consejo útil», causándome con tales palabras tan penosa inquietud cual si me hubieran anunciado que al día siguiente me iban a embarcar en un velero en calidad de grumete.

Mi tía Leoncia me había dejado, además de muchos objetos y muebles muy cargantes, toda su fortuna líquida, revelando así después de muerta un afecto hacia mí que yo no sospeché cuando viva. Mi padre, a quien le tocaba administrar esta fortuna hasta mi mayoría de edad, consultó al señor de Norpois respecto al modo de colocar algunos fondos, especialmente respecto a los consolidados ingleses y el 4 por 100 ruso. «Con ese papel, de primer orden —dijo el señor de Norpois—, aunque la renta no sea muy alta, por lo menos está usted seguro de que el capital no baja». Le expuso mi padre, sin concretar, los valores que había comprado aparte de aquellos. El señor de Norpois dibujó una imperceptible sonrisa de enhorabuena; como todos los capitalistas, consideraba la riqueza cosa envidiable; pero le parecía más delicado no cumplimentar a una persona por la fortuna que poseía más que con un signo de inteligencia apenas declarado; y además, como él era inmensamente rico, creía de mejor gusto el aparentar que juzgaba considerables las rentas inferiores de los demás, aunque sin dejar de echar una ojeada de bienestar y alegría sobre la superioridad de las suyas. Pero no vaciló en felicitar a mi padre por la «composición» de su cartera de valores, que revelaba, dijo, «un gusto muy seguro, muy delicado y muy fino». Parecía como que atribuyese a las relaciones de los valores bursátiles entre sí y hasta a los valores mismos algo como un mérito estético. Mi padre le habló de un papel nuevo e ignorado, y el señor de Norpois le contestó, como una de esas personas que también han leído esos libros que nos figurábamos que no conocía nadie más que nosotros: «Sí, ya lo creo, me he entretenido en seguirlo en las cotizaciones durante algún tiempo, y es interesante»; y lo decía con la sonrisa de retrospectiva seducción de un suscriptor que leyó a trozos, en folletón, la última novela de una revista. «No sería yo quien le quitara la intención de suscribirse a la emisión que pronto se va a lanzar. Tiene mucho atractivo porque ofrecen los títulos a precios tentadores». En cambio, mi padre no se acordaba exactamente del nombre de otros valores antiguos, fáciles de confundir con acciones similares, y abriendo un cajón enseñó los títulos estos al embajador. Me encantó verlos; estaban adornados con agujas de catedrales y figuras alegóricas, como unas publicaciones románticas que yo había hojeado alguna vez. Todo lo de una misma época se parece; los artistas que ilustran los poemas de un determinado período son los mismos que trabajan para las sociedades financieras. Y no hay nada que recuerde más algunas entregas de Notre Dame de Paris o de las obras de Gerardo de Nerval, de esas que yo veía colgadas en el escaparate de la tienda de ultramarinos de Combray, que una acción nominativa de la Compañía de Aguas con aquella orla rectangular y florida que aguantaban divinidades fluviales.

Como el género de inteligencia que yo poseía inspiraba a mi padre desprecio, grandemente corregido por el cariño, en resumen su sentimiento hacia las cosas que yo hacía era de ciega indulgencia. Y por eso no dudó en mandarme buscar un poemita en prosa que yo hice en Combray al volver de un paseo. Lo había yo escrito con una exaltación que, según yo pensaba, habría de transmitirse a los que lo leyeran. Pero indudablemente al señor de Norpois no lo conquistó porque me lo devolvió sin decirme una palabra.

Mamá, muy respetuosa con las ocupaciones de mi padre llegó en esto a preguntar tímidamente si podía mandar que sirvieran la cena. Tenía miedo a interrumpir una conversación en la que ella acaso no debiera entremeterse. Y, en efecto, mi padre a cada momento recordaba al marqués alguna determinación útil que habían decidido ellos defender en la sesión próxima de la Comisión, y lo hacía con el tono particular que emplean en un ambiente distinto al suyo, lo mismo que dos colegiales, dos colegas a quienes la costumbre de su profesión dio una base de recuerdos comunes donde las demás gentes no tienen acceso y que ellos se excusan de tratar en público.

Pero gracias a aquella perfecta indiferencia de sus músculos faciales que había logrado, el señor de Norpois podía escuchar sin que pareciera que se enteraba de lo que le decían. Mi padre acababa de azorarse. «Había pensado en solicitar el parecer de la Comisión…», decía al señor de Norpois tras largos preámbulos. Y entonces el rostro del aristocrático virtuoso, que había guardado la inercia de un instrumentista a quien no le llegó aún el momento de ejecutar su parte, salía la frase empezada, con perfecta prolación, en tono agudo, y como el que no hace más que rematar, pero con timbre distinto a aquel en que fue iniciada por mi padre: «… que desde luego usted no vacilará en convocar; tanto más, cuanto que conoce usted personalmente a cada uno de sus individuos y sabe que no les cuesta trabajo». Evidentemente, no era un final en sí mismo extraordinario. Pero la inmoralidad que le precedió le hacía destacarse con la nitidez cristalina y la inesperada novedad, maliciosa casi, de esas frases con que el piano, silencioso hasta entonces, replica en el debido momento al violoncelo que se acaba de oír en un concierto de Mozart.

¿Qué, estás contentó de esta tarde? —me dijo mi padre cuando nos íbamos a sentar a la mesa, con objeto de que me, luciera, y así, por mi entusiasmo, me pudiera juzgar mejor el señor de Norpois—. Ha ido a ver a la Berma. Ya se acordará usted de que estuvimos hablando de eso dijo volviéndose hacia el diplomático, con el mismo tono de alusión retrospectiva técnica y misteriosa que si se hubiera tratado de una sesión de la Comisión.

Le habrá a usted encantado, sobre todo si era la primera vez que la oía. Su señor padre se alarmaba un poco de la repercusión que esa pequeña escapatoria pudiera determinar en su salud de usted, porque tengo entendido que está usted algo delicado, un poco débil. Pero yo lo tranquilicé. Hoy los teatros no son lo que eran hace veinte años, por no ir más lejos. Tiene usted asientos bastante cómodos, una atmósfera ventilada, aunque claro es que todavía nos falta mucho para ponernos a la altura de Alemania e Inglaterra, que en esto, como en otras muchas cosas, están mucho más adelantadas que nosotros. No he visto a la Berma en Phédye, pero me han dicho que está admirable. ¿A usted le habrá gustado muchísimo?

El señor de Norpois, mil veces superior a mí en inteligencia, debía de poseer esa verdad que yo no supe extraer del arte de la Berma, e indudablemente me la revelaría, porque yo, para responder a su pregunta, iba a rogarle que me dijese en qué consistía esa verdad, y así justificaría ante el señor de Norpois mis vivos deseos de ver a la artista. No disponía más que de un momento, era menester aprovecharlo bien y llevar mi interrogatorio a los puntos esenciales. Pero ¿cuáles eran? Como tenía fija la atención en mis tan confusas impresiones y no pensaba en modo alguno en ganarme la admiración del señor de Norpois, sino en sacar de él la ansiada verdad, no intenté substituir las palabras que no se me ocurrían con lugares comunes; empecé a balbucear, y por último, para tratar de obligarlo a que me dijera en qué consistía lo admirable de la Berma, le confesé que me había desilusionado.

¿Cómo es eso —dijo mi padre, molesto por la impresión desagradable que pudiera hacerle al señor de Norpois la confesión de mi incomprensión—; cómo dices que no has disfrutado, si nos ha contado la abuela que no perdías una sola palabra de las que decía la Berma, que se te saltaban los ojos y que no había en todo el teatro nadie más atento que tú?

—Sí, eso sí; escuchaba lo mejor que podía, para averiguar lo que tiene de notable. Desde luego que está muy bien.

—Entonces, ¿qué más quieres?

—Una de las cosas que más contribuyen al éxito de la Berma dijo el señor de Norpois volviéndose marcadamente hacia mi madre, para que no se quedara fuera de la conversación y para cumplir a toda conciencia sus deberes de cortesía con la señora de la casa es el gusto perfecto con que escoge sus papeles, y que le vale siempre éxitos francos y de buena ley. Rara vez representa cosas mediocres. Ya ve usted que va a buscar el papel de Fedra. Además, ese buen gusto lo tiene también para vestirse y para representar. Aunque ha hecho muchas y muy fructuosas salidas a Inglaterra y América, la vulgaridad, no diré de John Bull, cosa que sería injusta, por lo menos para la Inglaterra de la reina Victoria, pero sí del Tío Sam, no se le ha pegado nada. Nunca colores llamativos ni gritos exagerados. Y además, esa voz admirable, que tanto la ayuda y que ella emplea de un modo seductor, casi me atrevería a decir como un músico.

Mi interés por el modo de representar de la Berma había ido acreciéndose incesantemente desde que terminara la función porque entonces ya no estaba dominado por la compresión y los límites de la realidad; pero sentía yo deseo de encontrarle explicaciones; además, había actuado ese interés con igual intensidad, mientras que la Berma trabajaba, sobre todo lo que la actriz ofrecía, con la indivisibilidad de la vida, a mi vista y a mis oídos; así, que se alegró mucho de encontrarse a sí mismo una causa razonable en aquellos elogios tributados a la sencillez y al buen gusto de la artista, los atrajo para sí con su poder de absorción, se apoderó de ellos como se apodera el optimismo de un borracho de las acciones de su prójimo, para encontrar en ellas un motivo para enternecerse. «Es verdad —me decía yo—: ¡Qué voz tan hermosa y sin ningún grito! ¡Qué trajes tan sencillos, y qué inteligencia la de haber ido a escoger la Phèdre! No, no me ha desilusionado».

Hizo su aparición el plato de vaca fiambre con zanahorias, tendido por el Miguel Ángel de nuestra cocina encima de enormes cristales de gelatina que semejaban bloques de cuarzo transparente.

—Señora, tiene usted un maestro cocinero de primer orden —dijo el señor de Norpois—. Y no es cosa de poca monta. Yo, como en el extranjero tuve que tener un cierto rango de casa, ya sé lo difícil que es muchas veces encontrar un perfecto maestro cocinero. Esto es un verdadero ágape, señora.

En efecto, Francisca, espoleada por la ambición de triunfar con un convidado de nota en una comida sembrada de dificultades dignas de ella, se tomó un trabajo que ya no se tomaba cuando guisaba para nosotros solos, y volvió a dar con su incomparable estilo de Combray.

—Esto es lo que no se puede encontrar en una casa de comidas, aunque sea de las buenas: un plato de vaca estofada con gelatina que no huela a cola y que haya cogido bien el perfume de la zanahoria. ¡Es admirable! Permítame que insista —añadió, indicando que quería más gelatina—. Tendría curiosidad en juzgar ahora a su Vatel de ustedes en un plato enteramente distinto: me gustaría, por ejemplo, ver cómo se las entendía con un guiso de vaca a lo Stroganof.

El señor de Norpois, para contribuir también por su parte a los atractivos de la comida, nos brindó unos cuantos sucedidos de esos con que solía obsequiar a sus compañeros de carrera; ya citando algún período ridículo de un hombre político que las gastaba así, y que hacía frases largas y llenas de imágenes incoherentes, ya alguna fórmula lapidaria de un diplomático henchido de aticismo. Pero, a decir verdad, el criterio con que él distinguía esas dos clases de frases no se parecía en nada al que yo aplicaba a la literatura. Se me escapaban muchos matices, y las cosas que él citaba reventando de risa apenas si las diferenciaba yo de las otras que consideraba como notables. Pertenecía a esa clase de personas que me habrían dicho de las obras que me gustaban: «Claro, yo, sabe usted, no lo entiendo, confieso que no lo comprendo, soy un profano»; pero yo podía pagarle en la misma moneda porque se me escapaban la gracia o la tontería, la elocuencia o la hinchazón que él apreciaba en tal réplica o en cual discurso, y la ausencia de toda razón perceptible de por qué esto estaba bien y aquello mal prestaba para mí a esa clase de literatura más misterio y oscuridad que a otra cualquiera. Lo único que yo sacaba en claro es que el repetir lo que todo el mundo piensa no era en política un signo de inferioridad, sino de superioridad. Cuando empleaba el señor de Norpois determinadas expresiones que rodaban por los periódicos, pronunciándolas con mucha fuerza, se tenía la sensación de verlas convertidas en un acto por el solo hecho de que él las empleara, y un acto que provocaría comentarios.

Mi madre tenía puestas muchas esperanzas en la ensalada de piña y trufas. Pero el embajador, después de ejercitar en aquel manjar su penetrante mirada de observador, se la comió y siguió envuelto en una diplomática discreción, sin franquearnos su pensamiento. Mi madre insistió para que repitiera, cosa que hizo el señor de Norpois, pero diciendo al mismo tiempo, en lugar del esperado cumplimiento:

—Señora, obedezco porque veo que es todo un ucase de usted.

—Hemos leído en los «papeles» que ha hablado usted largamente con el rey Teodosio —le dijo mi padre.

—Es verdad; el rey, que tiene gran memoria para las fisonomías, me vio en el patio de butacas y tuvo la bondad de acordarse de que me cupo el honor de hablar con él varias veces en la corte de Baviera cuando ni siquiera soñaba él con su trono oriental (ya saben ustedes que fue llamado a reinar por un Congreso de potencias europeas, y que dudó mucho antes de decidirse a aceptar; porque juzgaba esa soberanía no muy a la altura de su linaje, que, heráldicamente hablando, es el más noble de toda Europa). Vino un edecán a decirme que fuera a saludar a Su Majestad, y yo me apresuré a obedecer sus órdenes.

—¿Le parecen a usted satisfactorios los resultados de su visita?

—Mucho. Era perfectamente lícito el abrigar algún recelo sobre el modo que tendría un monarca tan joven de salir de este paso difícil, sobre todo en una coyuntura tan delicada. Pero yo, por mi parte, tenía absoluta confianza en el sentido político del soberano. Y aún confieso que ha ido mucho más allá de mis esperanzas. El toast[4] que pronunció en el Elíseo, y que según informes que tengo de fuente autorizadísima era obra suya desde la primera hasta la última palabra, mereció el interés que ha suscitado en todas partes. Es una jugada de maestro, quizá un poco atrevida, lo reconozco, pero su audacia ha sido plenamente justificada por las circunstancias. Las tradiciones diplomáticas tienen muchas cosas buenas, pero en este caso había llegado a vivir, tanto en su nación como en la nuestra, en una atmósfera tan cerrada que ya no era respirable. E indudablemente una de las maneras de renovar el aire, claro que una de esas que no se pueden recomendar, pero que el rey Teodosio sí podía permitirse es la de echarlo todo a rodar y romper los cristales. Y lo ha hecho con tanta gracia, que ha seducido a todo el mundo, y además con una justeza de términos donde se rastrea enseguida esa sangre de príncipes letrados que tiene por línea materna. Y cuando habló de las «afinidades» que enlazan a Francia con su nación, la expresión, por poco usada que sea en el lenguaje de las cancillerías, fue extraordinariamente acertada. Ya ve usted dijo, —dirigiéndose a mí— que la literatura nunca está de sobra, ni siquiera en la diplomacia, ni en los tronos. Claro que la cosa estaba bien vista hacía mucho tiempo, es verdad, y las relaciones entre los dos países habían llegado a ser excelentes. Pero había que decirlo. Era una palabra que ya se esperaba, pero que ha sido maravillosamente escogida y que, como usted ha visto, ha dado en el blanco.

—Debe de estar muy contento su amigo el señor de Vaugoubert, que se ha pasado tantos años preparando esa aproximación.

—Y mucho más aún porque Su Majestad, que es muy aficionado a eso, ha querido darle la sorpresa. Sorpresa que lo ha sido totalmente para todo el mundo, empezando por el ministro de Asuntos Extranjeros; por lo que me han dicho, no le ha gustado mucho. Parece ser que a una persona que le hablaba de eso le contestó claramente, y en voz bastante alta para que pudiesen oírlo los que estaban alrededor: «A mí ni me han consultado ni me avisaron antes, dando a entender con eso que declinaba toda responsabilidad por el acontecimiento. Claro que la cosa ha metido mucho ruido, y no me atrevería yo a afirmar —añadió con sonrisa de malicia— que alguno de mis compañeros, que parecen acatar como ley suprema la del menor esfuerzo, no se hayan visto un poco sacudidos en su quietud. Y Vaugoubert ya sabe usted que fue muy atacado por la política de aproximación a Francia, y debió de dolerle mucho, porque es hombre de mucha sensibilidad, un corazón finísimo. Yo tengo motivos para decirlo porque, aunque es mucho más nuevo que yo en la carrera, lo he tratado mucho, somos amigos antiguos y lo conozco muy bien. Y además es muy fácil de conocer. Tiene un alma de cristal. Y ese es el único defecto que podría echársele en cara: no es necesario que un diplomático tenga el corazón tan transparente como el suyo; ya se habla de mandarlo a Roma, que significa un ascenso hermoso, pero que es un hueso difícil. Aquí en confianza, diré a ustedes que a Vaugoubert, por poco ambicioso que sea, le gustará mucho eso de Roma y no pedirá que le quiten ese cilicio. Quizá allí haga maravillas; es el candidato de la Consulta, y yo me lo imagino muy bien a él, que es tan artista, en el ambiente del Palacio Farnesio y la Galería de los Carraggios. Por lo menos, parece que a nadie pudiera inspirar odio; pero alrededor del rey Teodosio se mueve toda una camarilla, sometida más o menos a la Wilhelmstrasse, que sigue las aspiraciones de allí y que ha intentado echar algunas zancadillas a Vaugoubert. Y no sólo se las ha tenido que haber con intrigas de pasillo, sino también con las injurias de folicularios a sueldo, que luego, cobardes, como todo periodista pagado, han sido los primeros en pedir el aman pero que hasta llegar a eso no han dudado en alzar contra nuestro representante acusaciones estúpidas de gente sin garantía».

Por espacio de más de un mes los enemigos de Vaugoubert han estado bailando a su alrededor la danza del scalp —dijo el señor de Norpois, subrayando con fuerza esta última palabra—. Pero hombre prevenido vale por dos: ha rechazado esas injurias con la punta del pie —añadió con más energía aún y poniendo una mirada tan fiera, que por un momento fijamos de comer—. Porque, como dice un hermoso proverbio árabe: «Los perros ladran y la caravana pasa».

Después de lanzada la cita, el señor de Norpois se paró para mirarnos y juzgar del efecto que en nosotros hiciera. Y que fue muy grande, porque ya la conocíamos. Era la que aquel año había venido a sustituir en boca de los hombres importantes a esa otra de tan subido valor que dice: «Quien siembra vientos, recoge tempestades», la, cual tenía necesidad de reposo, pues no era tan viva e infatigable como «Trabajar para el rey de Prusia». Porque la cultura de esas personas eminentes era una cultura alternativa y generalmente trienal. Cierto que aun sin citas de este género; con las que esmaltaba magistralmente sus artículos de la Revue el soñar Norpois, dichos artículos siempre seguirían pareciendo sólidos y bien informados Y aun sin el ornato de esas rases, bastaba con que el señor de Norpois escribiera en su debido tiempo —cosa que no se olvidaba de hacer—: «El Gabinete de Saint-Jarnes no fue de los últimos en darse cuenta del peligro», o: «Muy grande fue la emoción en el Pont-aux-Chantres, desee donde observaban con inquieta mirada la política egoísta, pero hábil, de la monarquía bicéfala», o: «Salió de Montecitorio un grito de alarma», o bien hablara de «ese eterno doble juego, taxi plenamente característico, del Ballplatz». Por estas expresiones el lector profano reconocía y saludaba enseguida al diplomático de carrera. Pero lo que le había ganado la reputación de alce más que un diplomático, de hombre de superior cultura, fue el razonable uso de citas cuyo perfecto modelo de por entonces era el siguiente: «Deme usted una buena política y yo le daré una buena Hacienda como solía decir el barón Louis». (Todavía no se había importado de Oriente aquello de «La victoria será de aquel de los dos adversarios que sepa resistir un cuarto de hora más que el otro», como dicen los japoneses). Esa reputación de hombre muy letrado, aparte de un verdadero genio para la intriga, que se ocultaba tras la máscara de la indiferencia, abrió al señor de Norpois las puertas de la Academia de Ciencias Morales. Y hasta hubo personas que creyeron que no haría mal papel en la Academia Francesa, aquel día en que el señor de Norpois no dudó en escribir, dando a entender que afirmando aún más la alianza con Rusia podíamos llegar a una inteligencia con Inglaterra: «Hay una frase que deben aprender muy bien en el Quai d’Orsay, que de hoy en adelante tiene que figurar en los manuales de Geografía, incompletos en esto, que ha de exigirse implacablemente en el examen de todo el que aspire a bachiller, y es esta: Si es verdad que por todas partes se va a Roma, también lo es que para ir de París a Londres hay que pasar necesariamente por Petersburgo».

—En resumen —continuó el señor de Norpois, dirigiéndose a mi padre—, que Vaugoubert se ha endosado un bonito éxito, mayor de lo que él olmo se calculaba. Él se esperaba un toast correcto (que ya era haber logrado bastante después de esos últimos años de nubarrones) y nada más. Algunas personas que estuvieron en el banquete me han dicho que no es posible darse cuenta por la mera lectura del toast del efecto que hizo, porque parece que el rey, que es un maestro del arte de decir, lo pronunció y detalló maravillosamente, subrayando todas las intenciones y sutilezas. Y a propósito de esto me han contado, sin que yo lo asegure, una cosa muy divertida que hace resaltar una vez más esa amable gracia juvenil del rey Teodosio, que le gana todas las voluntades. Pues me han dicho que al llegar a esa palabra de «afinidades» que venía a ser la gran innovación del discurso, y que verá usted cómo sigue por mucho tiempo haciendo el gasto de los comentarios en las cancillerías, su Majestad, previendo la alegría de nuestro embajador, que iba a ver justamente coronados sus esfuerzos, sus sueños casi vamos, que iba a ganarse su bastón de mariscal, se volvió a medias hacia él y, clavándole esa mirada tan seductora de los Oettingen, hizo resaltar esa palabra de «afinidades», tan bien escogida y que era un verdadera acierto, en tono que daba a entender a todo el mundo que la empleaba con toda conciencia y con pleno conocimiento de causa. Y según parece, a Vaugoubert le costo trabajo dominar su emoción, cosa que comprendo hasta cierto punto. Y persona que me merece entero crédito dice que el rey se acercó a Vangoubert, acabada la comida cuando Su Majestad hizo corrillo y le dijo a media voz: ¿«Está usted satisfecho de su discípulo mi caro marqués»? Lo cierto es —añadió, para terminar el señor de Norpois— que ese toast ha hecho más por el acercamiento, por las «afinidades», si empleamos la pintoresca expresión de Teodosio II, que veinte años de negociaciones. Usted me dirá que no es más que una palabra, es cierto; pero observe usted cómo ha hecho fortuna, cómo la repite la prensa europea, el interés que ha despertado y cómo suena a nuevo. No es esto decir que todos los días encuentra diamantes tan limpios como ese. Pero es raro que en sus discursos preparados, y más aún en el hervor de la conversación, no revele su filiación —casi, casi su firma iba a decir— con alguna palabra mordaz. Y yo en este punto no soy sospechoso, porque en principio soy enemigo de innovaciones de ese linaje. De cada veinte veces, diecinueve son peligrosas.

—Sí dijo mi padre, yo me he figurado que el reciente telegrama del emperador de Alemania no ha debido de gustarle a usted.

El señor de Norpois alzó los ojos al cielo, como diciendo «¡Ah, ese…!». Y respondió:

—En primer término, es un acto de ingratitud. Eso es más que un crimen: es una falta tan tonta, que yo la calificaría de piramidal. Además, si no hay quien lo ataje, un hombre que ha echado a Bismarck es capaz de ir repudiando poco a poco toda la política bismarckiana, y entonces… Sería un salto en las tinieblas.

—Me ha dicho mi marido que quizá se lo lleve a usted uno de estos veranos a España Me alegro mucho por él.

—Sí, es un proyecto muy atractivo y que me seduce. Me agradaría hacer ese viaje con usted, querido amigo. ¿Y usted, señora, tiene ya pensado lo que va a hacer estas vacaciones?

—No lo sé; quizá vaya con mi hijo a Balbec.

—¡Ah! Balbec es agradable. He pasado por allí hace ya años. Ya empiezan a construir hotelitos muy monos; creo que le gustaría a usted el sitio. Pero; ¿me permite usted que le pregunte por qué ha ido a escoger Balbec?

—Mi hijo tiene mucho deseo de ver algunas iglesias de la región, sobre todo la de Balbec. Yo, como él está delicado, tenía cierto miedo, por lo cansador que pudiera resultar el viaje y luego por la estancia allí. Pero me he enterado de que acaban de hacer un hotel excelente, donde podrá estar con todas las comodidades que requiere su estado de salud.

—¡Ah!, me alegro de saberlo: se lo diré a una persona amiga mía, que no lo echará en saco roto.

—La iglesia de Balbec creo que es admirable, ¿no es verdad, caballero? —pregunté yo, dominando la tristeza que me produjo el saber que uno de los alicientes de Balbec era el de los hotelitos muy monos.

—Sí, no es fea; pero, vamos, no puede compararse con esas verdaderas alhajas cinceladas que se llaman catedral de Reims o de Chartres, ni con la Santa Capilla de París, que para mi gusto es la perla de todas.

—Pero ¿la iglesia de Balbec es románica en parte, no?

—Sí, es de estilo románico; ese estilo tan frío de por sí y que en nada presagia la elegancia y la fantasía de los arquitectos góticos, que tallan la piedra como un encaje. La iglesia de Balbec merece una visita cuando se está en esa región; un alía de lluvia que no se sepa qué hacer se puede entrar allí, y se ve el sepulcro de Tourville.

—¿Estuvo usted ayer en el banquete del Ministerio de Asuntos Extranjeros? Yo no pude ir dijo mi padre.

—No —respondió sonriendo el señor de Norpois—; confieso que dejé el banquete por una invitación muy distinta. Cené en casa de una mujer de la que ustedes habrán oído hablar quizá, de la hermosa señora de Swann.

Mi madre tuvo que reprimir un estremecimiento, porque como era de sensibilidad más pronta que mi padre, se alarmaba de lo que a él le iba a contrariar un instante más tarde. Las contrariedades que tenía las percibía mi madre antes, como esas malas noticias de Francia que se saben en el extranjero antes que en nuestro país.

Pero como tenía curiosidad por saber la clase de gente que podía ir a casa de Swann, preguntó al señor de Norpois quién estaba en la reunión.

—Pues mire usted, es una casa donde a mí me parece que van sobre todo caballeros solos. Había algunos casados; pero sus señoras estaban indispuestas esa noche y no habían ido —respondió el embajador con finura oculta tras una capa de sencillez y lanzando alrededor miradas que con su suavidad y discreción hacían como que atemperaban la malicia, y en realidad la exageraban hábilmente—. Es cierto —añadió—, y lo digo para no incurrir en inexactitudes, que allí van señoras, pero que pertenecen más bien… ¿cómo diría yo?… al mundo republicano que al medio social de Swann (pronunciaba Svan). ¡Quién sabe!

Puede que un día llegue aquel a ser un salón político o literario. Además, parece que con eso están muy satisfechos. Y yo creo que Swann lo manifiesta un poco excesivamente. Estaba enumerando las personas que los habían invitado a él y a su mujer para la semana siguiente, y cuya intimidad no es un motivo de orgullo, con tal falta de reserva y de gusto, casi de tacto, que me ha chocado mucho en hombre tan fino como él. No hacía más que repetir: «No tenemos ni una noche libre», como si fuese cosa de vanagloriarse, y en tono de advenedizo, y él no lo es. Porque Swann tenía muchos amigos y amigas, y creo poder asegurar, sin arriesgarme mucho ni cometer ninguna indiscreción, que ya que no todas esas amigas, ni siquiera la mayor parte, había una, por lo menos, que es una gran señora, que acaso no se hubiese mostrado enteramente refractaria a la idea de relacionarse con la señora de Swann; y en este caso, verosímilmente, más de un carnero de Panurgo hubiera ido detrás de ella. Pero parece que Swann no ha hecho la menor insinuación orientada en ese sentido… ¡Pero cómo! ¡Un pudding a la Nesselrode encima! ¡Voy a necesitar por lo menos parta temporada de Carlsbad para reponerme de semejante festín de Lúculo…! Quizá es porque Swann se dio cuenta que habría muchas resistencias que vencer. El casamiento, claro es, no ha caído bien. Hay quien ha hablado de la fortuna de ella, pero es pura bola. Pero, en fin, ello es que eso no ha caído bien. Y Swann tiene una tía riquísima y en muy buena posición, casada con un hombre que financieramente hablando es una potencia, que no sólo no ha querido recibir a la señora de Swann, sino que ha hecho una campaña en toda regla para que hagan lo mismo sus amigos y sus conocidos. Y no es que yo quiera decir con esto que ningún parisiense de buen tono haya faltado al respeto a la señora de Swann… No, eso de ninguna manera. Porque el marido, además, es hombre que habría sabido recoger el guante. En todo caso, es curioso ver a Swann, que conoce a tanta gente y tan selecta, entusiasmado con un medio social del que lo menos que se puede decir es que es muy heterogéneo. Yo lo he conocido hace mucho, y por eso me sorprendía, a la par que me divertía, el ver cómo un hombre tan bien educado, tan a la moda en los grupos más escogidos, daba efusivamente las gracias a un director general del Ministerio de Correos por haber ido a su casa y le preguntaba si la señora de Swann podía tomarse la libertad de ir a ver a su señora. Y no cabe duda que Swann no debe de encontrarse en su ambiente; ese medio social no es el mismo. Y a pesar de eso, yo creo que no se considera desgraciado En aquellos años de antes de la boda hubo algunas maniobras feas por parte de ella: para intimidar a Swann le quitaba a su hija siempre que le negaba algo. El pobre Swann, como es muy ingenuo, a pesar de todo su refinamiento, se creía que cada vez que ella se llevaba a la chica era por pura coincidencia. Y le data escándalos tan continuamente que todo el mundo se figuraba que el día que ella lograra sus fines y lo cazara por marido, Swann ya no podría aguantar más y su vida sería un infierno. Y resulta que ha ocurrido todo lo contrario. El modo que tiene Swann de hablar de su mujer da pie a muchas bromas, hasta se ceban en él. Y claro es que nadie le exigía que siendo un… (bueno, ya saben ustedes como lo decía Moliere) más o menos consciente lo fuese proclamando urbi et orbi[5]; pero sé explica que parezca muy exagerado cuando asegura que su mujer es una esposa excelente Y no es eso tan falso como cree la gente: Claro es que a su modo, y es un modo que no preferirían todos los maridos; pero parece innegable que ella le tiene afecto; y, además, aquí entre nosotros, yo considero muy difícil que Swann, que la conocía hace mucho tiempo y que no es tonto de remate, ni mucho menos, no supiera a qué atenerse.

Yo no digo que ella no sea una mujer veleidosa, y Swann, por su parte, no se abstiene tampoco de serlo, según dicen las buenas lenguas, que, como ustedes pueden figurarse se despachan a su gusto. Pero ella le está muy agradecida por lo que ha hecho y, al contrario de lo «la gente temía, parece que se ha vuelto un ángel, de cariñosa». Ese cambio acaso no era tan insólito cómo se lo figuraba el señor de Norpois. Odette nunca creyó que Swann acabaría por casarse con ella; todas las veces que le anunciaba tendenciosamente, que un hombre de buen tono se había casado con su querida, observaba Odette que Swann guarda un silencio glacial, y a lo sumo, si ella lo interpelaba directamente diciéndole: «¿Es que no te parece bien, no te parece una cosa muy hermosa eso que ha hecho por una mujer que le consagro su juventud?», contestaba secamente: «Yo no te digo que esté mal; cada uno obra a su manera». Y Odette casi llegaba a cree posible que Swann la abandonara algún día, como le había dicho varias veces que haría, porque oyó decir recientemente a una escultora: «De un hombre se puede esperar cualquier cosa, son todos una gentuza», e impresionada por lo profundo de esa máxima pesimista, la iba repitiendo a cada paso con cara de desaliento, como si pensara «Después de todo, no hay nada imposible: será esa mi suerte». Y en consecuencia, perdió toda su fuerza aquella máxima optimista que hasta entonces guiara a Odette en la vida, la de: «A un hombre que nos quiere se le puede hacer cualquier cosa, porque todos son tontos»; máxima que se traducía en su rostro por un guiño que también habría podido significar: «No hay cuidado, no hace nada». Y entre tanto Odette sufría pensando en lo que opinaría de la conducta de Swann alguna de sus amigas que se había casado con un hombre que fue querido suyo menos tiempo que lo que Swann lo era de ella, que además no tenía hijos de él, y que ahora gozaba de relativa consideración e iba a los bailes del Elíseo. Un consultor menos superficial que el señor de Norpois hubiera diagnosticado que lo que agrió a Odette era ese sentimiento de humillación y de vergüenza, que el carácter infernal que mostraba no era esencialmente el suyo, ni un mal incurable, y hubiese predicho lo que sucedió, esto es, que el régimen matrimonial acabaría con esos accidentes penoso, diarios, pero en ningún modo orgánicos, con rapidez casi mágica. A casi todo el mundo le extrañó el matrimonio, cosa esta de extrañar también. Indudablemente, hay muy pocas personas que comprenden el carácter profundamente subjetivo de ese fenómeno en que consiste el amor, y cómo el amor es una especie de creación de una persona suplementaria distinta de la que lleva en el mundo el mismo nombre, y que formamos con elementos sacados en su mayor parte de nuestro propio interior. Y por eso hay pocas personas a quienes les parezcan naturales las proporciones enormes que toma para nosotros un ser que no es el mismo que ellos ven. Y, sin embargo, en lo que a Odette se refiere, la gente debía haberse dado cuenta que si bien aquella no llegó nunca a comprender por completo lo inteligente que era Swann, por lo menos sabía los títulos de sus trabajos, estaba muy al corriente de ellos y el nombre de Ver Meer le era tan familiar como el de su modista; además, conocía a fondo esos rasgos de carácter de Swann ignorados o ridiculizados por el resto de la gente, y que sólo una querida o una hermana poseen en imagen amada y exacta; y tenemos tanto apego a dichos rasgos de carácter, hasta a esos de que nos queremos corregir, que si nuestros amores de larga fecha participan en algo del cariño y de la fuerza de los afectos de familia es porque una mujer acabó por acostumbrarse a esas características del modo indulgente y cariñosamente burlón con que estamos hechos a mirarlos nosotros y con que los miran nuestros padres. Los lazos que nos unen a un ser se santifican cuando él se coloca en el mismo punto de vista que nosotros para juzgar alguno de nuestros defectos. Y entre estos particulares rasgos los había que tocaban tanto a la inteligencia de Swann como a su carácter, y que, sin embargo por lo mucho que habían arraigado en este, los discernía Odette mucho más fácilmente. Se quejaba ella de que cuando escribía y publicaba sus trabajos no se apreciaran en ellos esos rasgos mientras que tanto abundaban en sus cartas y en su conversación. Y le aconsejaba que les diera más amplio espacio en sus escritos. Deseábalo ella así porque esos rasgos eran los para ella preferidos de su esposo; pero como si los prefería es porque en realidad eran lo más suyos, no iba quizá muy descaminada al querer verlos reflejados en lo que escribía. Acaso fuese también porque pensara que escribiendo obras más animadas se conquistaría él un triunfo que a ella la pondría en disposición de formarse esa cosa que aprendió a estimar por encima de todo en casa de los Verdurin: una tertulia a la moda.

Entre la gente que consideraba ridículo un matrimonio de esa especie, de esos que se preguntaban en su propio caso: «¿Qué opinará el señor Guermantes, qué dirá Bréauté cuando me case con la de Montmorency?», entre las personas que tenían ese linaje de ideal social habría habido que incluir veinte años antes al propio Swann, a aquel Swann que se tomó tantas fatigas para que lo admitieran en el jockey, y que por entonces calculaba hacer una boda brillante que, consolidando su posición, acabara de convertirlo en uno de los hombres más distinguidos de París. Pero las ilusiones que ofrece a la imaginación del interesado un matrimonio de esa clase necesitan, como todas las ilusiones, que se alimenten desde fuera para no decaer y llegar a borrarse por completo. Supongamos que nuestro más vehemente deseo es humillar al hombre que nos ha ofendido. Pero si se marcha a otras tierras y ya no oímos hablar nunca de él, ese enemigo acabará por no tener ninguna importancia a nuestros ojos. Si perdemos de vista durante veinte años a todas las personas en consideración a las cuales nos habría gustado entrar en el jockey o en la Academia, ya no nos tentará absolutamente nada la perspectiva de ser académico o socio del Jockey. Pues bien, entre las varias cosas que traen ilusiones nuevas en substitución de las antiguas están las enfermedades, el retraimiento del mundo las conversiones religiosas y también unas relaciones amorosas de muchos años. De modo que cuando Swann se casó con Odette no tuvo que hacer renuncia de las ambiciones mundanas, porque ya hacía tiempo que Odette lo había apartado de ellas, en el sentido espiritual de la palabra. Esos matrimonios infamantes son generalmente los más estimables de todos, porque implican el sacrificio de una posición más o menos halagüeña en aras de una dicha puramente íntima (y no se puede entender por matrimonio infamante uno hecho por dinero, pues no hay ejemplo de un matrimonio en que el marido o la mujer se hayan vendido al que no se acabe por abrirle las puertas, aunque sólo sea por tradición, basada en tantos casos análogos y para no medir a la gente con distintos raseros). Además, Swann, por lo que tenía de artista o de corrompido, quizá sintiera cierta voluptuosidad en emparejarse, en uno de esos cruces de especies como los que practican los mendelianos[6] o como los que nos cuenta la mitología, con un ser de raza distinta, archiduquesa o cocotte[7], haciendo o una boda regia o una mala boda. No había en el mundo más que una persona que le preocupara cada vez que pensaba en la posibilidad de casarse con Odette, y en ello no entraba el snobismo: la duquesa de Guermantes. Y en cambio a Odette no se le ocurría pensar en esa persona, sino en otras situadas en escala inmediatamente superior a la suya; pero nunca en aquel vago empíreo. Cuando Swann, en sus ratos de soñaciones, veía a Odette convertida en su esposa, se representaba invariablemente el momento en que la llevaría a ella, y sobre todo a su hija, a casa de la princesa de los Laumes, que ya era por la muerte de su suegro, duquesa de Guermantes. No sentía deseos de presentarla en ninguna otra parte; pero se enternecía inventando y hasta enunciando las palabras, todas las cosas a él referentes que Odette contaría a la duquesa y la duquesa a Odette y pensando en el cariño y los mimos con que trataría la señora de Guermantes a Gilberta y en lo orgulloso que estaría él de su hija. Se representaba a sí mismo la escena de la presentación con idéntica precisión de detalles imaginarios que esas personas que calculan en qué van a emplear, si es que les cae, el importe de un premio cuya cifra se fijan ellas mismas arbitrariamente. En cierta medida, la imagen ilusoria que lleva consigo una resolución nuestra es motivo para que la adoptemos, y así, podría decirse que si Swann se casó con Odette fue para presentarla a ella y a Gilberta, sin que hubiera nadie delante, y hasta sin que nadie lo supiera, a la duquesa de Guermantes. Ya se verá cómo esa única ambición mundana que Swann ansiaba para su mujer y su hija fue la única cuya realización le fue negada por un veto tan absoluto, que Swann murió sin poder suponer que hubiesen de tratarse nunca Odette y Gilberta con la duquesa. Y se verá también que, por el contrario, la duquesa de Guermantes trabó amistad con ellas después de muerto Swann. Y acaso hubiera sido más sabio por parte de Swann —en cuanto que atribuía importancia a tan poca cosa— no formarse una idea demasiado negra del porvenir en lo relativo a esta amistad y guardar idea de que el proyectado encuentro quizá ocurriera cuando él ya no estuviese presente para poder gozarlo. El trabajo de causalidad, que acaba por determinar casi todos los efectos posibles, y, en consecuencia, hasta aquellos que más imposibles se creían, labora muy despacio (y aún más despacio si lo miramos a través de nuestro deseo, que al querer acelerarlo le estorba) por nuestra existencia, y llega a la meta cuando ya hemos dejado de desear y a veces de vivir. ¿Es que Swann no lo sabía por experiencia propia? ¿Acaso no hubo en su vida —como prefiguración de lo que iba a ocurrir después de él muerto— algo como una felicidad póstuma en ese matrimonio con Odette, a la que quiso con tanta pasión —aunque al principio no le había gustado— y con la que no se casó hasta que dejó de quererla, cuando aquel ser que Swann llevaba en sí y que tanto deseó, y sin esperanza, vivir siempre con Odette estaba ya muerto?

Me puse a hablar del conde de París, y pregunté si no era amigo de Swann, porque temía que la conversación tomase otro rumbo.

—Sí, lo es —contestó el señor de Norpois, volviéndose hacia mí fijando en mi modesta persona aquel mirar azulado en el que flotaban como en su elemento vital las grandes facultades de trabajo y el espíritu de asimilación del embajador—. Y me parece —siguió, dirigiéndose a mi padre— que no es traspasar los límites del respeto que profeso a dicho príncipe (aunque no lo conozco personalmente, porque eso sería delicado dada mi posición, por poco oficial que esta sea) contar un chistoso lance, y es que, no hará aún cuatro años, el príncipe tuvo ocasión de ver en una pequeña estación de una nación de la Europa Central a la señora de Swann. Claro que ninguno de sus familiares se permitió preguntarle qué le parecía. No hubiese sido pertinente. Pero cuando, por casualidad, salía su nombre en la conversación, el príncipe daba a entender por señales imperceptibles casi, pero que no engañan, que la impresión que le hizo no tuvo nada de desfavorable.

—Pero ¿no habrá habido posibilidad de presentársela al Conde de París? —preguntó mi padre.

—¡Qué quiere usted! Con los príncipes no sabe uno nunca a qué atenerse. Los más poseídos de su posición, esos que saben hacer de modo que se les dé todo lo que se les debe, muchas veces son, precisamente, los que menos se preocupan de las sentencias de la opinión pública, por muy justificadas que sean; siempre que se trate de recompensar a ciertos amigos. Y es indudable que el conde de París siempre ha aceptado con mucha benevolencia el afecto de Swann, que ya sabemos todos que es un muchacho inteligente si los hay.

—¿Y cuál ha sido su impresión de usted, señor embajador? —preguntó mi madre, por cortesía y por curiosidad.

El señor de Norpois respondió, con una energía de aficionado viejo que rompió la acostumbrada moderación de sus palabras:

—¡Excelentísima!

Y como sabía que el confesar la fuerte sensación que le ha hecho a uno una mujer entra, siempre que se haga con buen humor, en una forma muy apreciada del arte de la conversación, soltó una risita que le duró un poco y que empañó los ojos azules del viejo diplomático, y le hizo vibrar las alas de la nariz, cruzadas de rojas fibrillas.

—¡Es de todo punto encantadora!

—¿Asistía a esa comida un escritor llamado Bergotte, señor de Norpois? —le pregunté yo, tímidamente, para que la conversación siguiera recayendo sobre los Swann.

—Sí, allí estaba Bergotte —contestó el señor de Norpois inclinando cortésmente la cabeza hacia el lado donde yo me encontraba, como si, en su deseo de estar amable con mi padre, atribuyese gran importancia a todo lo suyo, hasta a las preguntas de un mozo de mis años, que no estaba acostumbrado a verse tratado con tanta cortesía por personas de su edad—. ¿Lo conoce usted? —añadió, posando en mí aquella mirada cuya penetración admiraba Bismarck.

—Mi hijo no lo conoce, pero lo admira mucho dijo mi madre.

—Pues yo dijo el señor de Norpois, inspirándome dudas mucho más grandes que las que por lo general me atormentaban sobre mi capacidad de inteligencia, al ver que lo que yo colocaba miles de veces más alto que yo, en lo más elevado del mundo, estaba, en cambio, para él en el ínfimo rango de sus admiraciones no comparto esa opinión. Bergotte es lo que yo llamo un artista de flauta; hay que reconocer, desde luego, que la toca muy bien, aunque con cierto amaneramiento y afectación. Pero nada más que eso, y no es gran cosa. Son las suyas obras sin músculo, en las que rara vez se encuentra un plan. No tienen acción, o tienen muy poca, y, además, no se proponen nada. Pecan por la base o, mejor dicho, carecen dé base. En una época como la nuestra, cuando la creciente complejidad de la vida apenas si nos deja espacio para leer, cuando el mapa de Europa acaba de experimentar profundas modificaciones y está, acaso, en vísperas de pasar a otras mayores y hay tantos problemas nuevos y amenazadores asomando por doquiera, me reconocerá usted que tenemos derecho a pedir a un escritor que sea algo más que un ingenio sutil que nos hace olvidar en discusiones ociosas y bizantinas sobre méritos de pura forma ese peligro en que estamos de vernos invadidos de un momento a otro por un doble tropel de bárbaros, los de afuera y los de adentro. Sé que esto es blasfemar contra la sacrosanta escuela que esos caballeros llaman del Arte por el Arte; pero en estos tiempos hay tareas de más urgencia que la de ordenar palabras de un modo armonioso. El modo como lo hace Bergotte es muchas veces muy atractivo; estamos de acuerdo; pero en conjunto resulta amanerado, muy poca cosa, muy poco viril. Ahora comprendo mucho mejor, por esa admiración de usted tan exagerada a Bergotte, esas líneas que usted me enseñó antes, y que yo tuve el buen acuerdo de pasar por alto, porque, como usted mismo me dijo con toda franqueza, no eran más que un entretenimiento de chico (verdad que yo se lo había dicho, pero no me lo creía así). ¡Misericordia para todo pecado, y sobre todo para los pecados de mocedad! Después de todo, no es usted solo, son muchos los que tienen sobre su conciencia culpas de esas, y no es usted el único que se haya creído poeta en un determinado momento. Pero yen eso que usted me enseñó se aprecia la mala influencia de Bergotte. Cierto que no le sorprenderá a usted que yo le diga que en ese trocito no se mostraba ninguna de sus, buenas cualidades, porque es un maestro en ese arte, superficial, por lo demás, de dominar un estilo del que usted a sus años no puede conocer ni siquiera los rudimentos. Pero los defectos son los mismos: ese contrasentido de poner unas detrás de otras palabras sonoras, sin preocuparse por lo pronto del fondo. Eso es tomar el rábano por las hojas, hasta en los mismos libros de Bergotte. A mí me parecen vacíos todos esos jugueteos chinos de forma y esas sutilezas de mandarín delicuescente. Por unos cuantos fuegos artificiales que arregla con arte un escritor, se lanza enseguida a los cuatro vientos la calificación de obra maestra. ¡Las obras maestras no abundan tanto como eso! Bergotte no tiene en su activo, en su catálogo, por decirlo así, una novela de altos vuelos, uno de esos libros que se colocan en el rinconcito preferido de nuestra biblioteca. En toda su producción no doy con un libro de esa clase. Claro que eso no quita que las obras sean infinitamente superiores al autor. Este caso es uno de los que dan la razón a aquel hombre ingenioso que dijo que no se debe conocer a los escritores más que por sus libros. Es imposible encontrar un individuo que responda menos a lo que son sus obras, un hombre más presuntuoso y más solemne, de trato menos agradable. Y a ratos Bergotte es un hombre vulgar, que habla a los demás como un libro; pero ni siquiera como un libro suyo, no, como un libro pesado, y los suyos, por lo menos, pesados no son. Es una mentalidad confusa, alambicada, lo que nuestros padres llaman un cultiparlista. Y las cosas que dice son todavía más desagradables por la manera que tiene de decirlas. No sé si es Loménie o Sainte-Beuve el que cuenta que Vigny chocaba por el mismo defecto. Pero Bergotte no ha escrito el Cinq-Mars ni el Cachet Rouge, donde hay páginas que son verdaderos trozos de antología.

Aterrado por lo que el señor de Norpois acababa de decirme respecto al trocito que yo le enseñé, y pensando además en las dificultades con que tropezaba cuando quería escribir un ensayo o reflexionar seriamente, una vez más me di cuenta de mi nulidad intelectual, de que no había nacido para literato. Claro que en Combray algunas impresiones muy humildes o una lectura de Bergotte me transportaban a un estado de arrobamiento que a mí se me antojaba de valor considerable. Pero ese estado lo reflejaba mi poema en prosa; e indudablemente, de haber existido, el señor de Norpois habría sabido coger y distinguir enseguida en aquellas impresiones lo que a mí me parecía bonito por un espejismo engañoso, puesto que el embajador no era víctima de ese engaño. Al contrario, acababa de enseñarme en qué lugar tan ínfimo estaba yo (al verme juzgado desde fuera, objetivamente, por un hombre tan perito en la materia, tan bien dispuesto y tan inteligente como aquel). Tuve una sensación de consternación y pequeñez; mi alma, al igual que un fluido que no tiene otras dimensiones que las de la vasija que le dan, se dilató antes hasta llenar las capacidades inmensas del genio, y se encogía ahora para caber entera en la estrecha mediocridad que la talló y le dio por cárcel el señor de Norpois.

—El vernos frente afrente Bergotte y yo no deja de ser un tanto espinoso (que al fin y al cabo es una manera de ser divertido) —dijo, volviéndose hacia mi padre—. Hace ya unos años Bergotte hizo un viaje a Viena, cuando yo era embajador allí; me le presentó la princesa de Metternich, se inscribió en la embajada y mostró deseos de ser invitado a sus recepciones. Yo como era representante en el extranjero de la nación francesa a la que, después de todo, hace honor con su literatura, en cierto grado (para ser exacto habría que decir que en muy escaso grado), habría pasado por alto la deplorable opinión que tengo de su vida privada. Pero no viajaba solo, y tenía la pretensión de que fuera invitada también su compañera de viaje. Yo creo que no peco de pudibundo, y, además, como soltero, podría abrir las puertas de la embajada con más liberalidad que si hubiese sido casado y con hijos. Pero confieso que la ignominia llevada a cierto grado no puedo con ella; sobre todo, me asquea mucho más por el tono moral o, por decirlo de una vez, moralizador que adopta Bergotte en sus libros, donde no se ven más que análisis perpetuos y, dicho sea entre nosotros, bastante flojos de escrúpulos dolorosos y remordimientos malsanos por pecadillos; verdaderos sermones, que van muy baratos, mientras que da muestras de tanta inconsciencia y tanto cinismo en su vida privada. Me hice el sordo, y la princesa volvió a la carga, pero sin resultado. Así, que ese señor no debe de tenerme en olor de santidad, y no sé cómo habrá tomado la idea de Swann de invitarnos juntos. A no ser que lo haya pedido él mismo, ¡quién sabe!, porque en el fondo es un enfermo. Y esa es su única excusa.

—¿Estaba en esa comida la hija de los señores de Swann? —dije al señor de Norpois, aprovechando para la pregunta el momento en que nos dirigíamos a la sala, cuando podía disimular mi emoción más fácilmente que habría podido hacerlo antes en el comedor, inmóvil y en plena luz.

El señor de Norpois se paró a pensar un momento como queriendo recordar.

—Sí; ¿una jovencita como de catorce a quince años? Sí; ahora me acuerdo que me la presentaron, antes de cenar, como hija del anfitrión. La vi muy poco porque se fue temprano a acostarse. O es que iba a casa de unas amigas…, no recuerdo exactamente; pero veo que está usted muy al corriente de la casa Swann.

—Juego mucho con la señorita de Swann en los Campos Elíseos; es deliciosa.

—¡Ah, ya, ya! Sí, en efecto, a mí me ha parecido encantadora. Sin embargo, yo le confieso que creo que no llegará nunca a ser como su madre, si es que con esta opinión no hiero ningún sentimiento de usted.

—A mí me gusta más la cara de la señorita de Swann, pero también admiro muchísimo a su madre; voy de paseo al Bosque sólo por la esperanza de verla pasar.

—¡Ah!, pues se lo diré: las halagará mucho.

Mientras que estaba diciendo todo esto, el señor de Norpois se encontraba todavía por unos momentos en la situación de cualquier persona que al oírme hablar de Swann como de un hombre inteligente, de su padre como de un reputado agente de Bolsa, y de su casa como de una hermosa casa, se figuraba que yo acostumbraría hablar también de otros hombres inteligentes de otros agentes de Bolsa reputados y de otras casas hermosas; es decir, en ese momento en que una persona que está en su juicio habla con un loco sin darse aún cuenta que es loco. El señor de Norpois sabía muy bien que rada es más natural que recrearse mirando a las mujeres bonitas, y que cuando uno nos habla calurosamente de una mujer es prueba de amabilidad hacer como que nos figuramos que está enamorado de ella, darle broma y ofrecernos a ayudarle; pero cuando dijo que hablaría de mí a Gilberta y a su madre (es decir, que yo, como una deidad del Olimpo que adquiere la fluidez de un soplo, o como la Minerva que se reviste de una fisonomía de viejo, iba a penetrar, invisible, en el salón de la señora de Swann y atraer su atención, y entrarme en su pensamiento, y provocar la gratitud suya por mi admiración a su belleza, y aparecer como amigo de un personaje, digno de allí en adelante de que me invitaran y de entrar en la intimidad de la familia), ese personaje que iba a utilizar a favor mío el gran prestigio que debía de tener a los ojos de la señora de Swann me inspiró de pronto tan gran cariño, que tuve que hacer un esfuerzo para no besar sus manos, blancas y arrugadas como si hubieran estado mucho tiempo metidas en el agua. Y casi inicié la acción con un ademán que se me figuró que no notó nadie más que yo. En efecto, es muy difícil para cualquiera calcular exactamente en qué escala ve sus palabras o sus movimientos otra persona; por miedo a exagerar nuestra importancia ampliando en enormes proporciones el campo en que tienen que extenderse los recuerdos del prójimo en el transcurso de su vida, nos imaginamos que las partes accesorias de nuestro hablar, de nuestras actitudes, apenas penetran en la conciencia de nuestro interlocutor, y, por consiguiente, y con más motivo, que no se le quedan en la memoria. En una suposición de este linaje se basan los criminales cuando retocan más tarde una frase que dijeron, creando una variante que ellos se figuran imposible de confrontar con la primera versión. Pero es muy posible que, hasta en lo que se refiere a la vida milenaria de la Humanidad, esa filosofía de folletinista que cree que todo está predestinado al olvido sea menos cierta que una filosofía contraria, que predijera la conservación de toda cosa. En el mismo periódico donde el moralista del «Premier Paris» nos habla de un acontecimiento, de una obra de arte o de una cantante, con más motivo aún, que alcanzaron un «momento de celebridad», y pregunta que quién se acordará de ellos cuando pasen diez años, nos encontramos muchas veces en otra página con la reseña de una sesión de la Academia de la Historia, donde se trata todavía de un hecho de menos importancia intrínseca: de un poema insignificante que data de la época de los Faraones y del que sólo se conocen fragmentos. Acaso no ocurra lo mismo en la breve existencia humana; pero algunos años después, en una casa donde el señor de Norpois estaba de visita, y me parecía el más sólido apoyo que yo podía tener en esa casa porque era amigo de mi padre, bondadoso, inclinado a querernos bien a todos, y tenía por su cuna y su profesión el hábito de la discreción, me contaron, cuando se fue el embajador, que había hecho alusión a una noche de hacía mucho tiempo diciendo que vio el momento en que iba yo a besarle las manos; y yo no sólo me ruboricé hasta las orejas, sino que me quedé estupefacto al enterarme de que tan distintos eran de lo que yo me imaginaba el modo que tenía de hablar de mí el señor de Norpois y sobre todo la composición de sus recuerdos; ese «chisme» arrojó para mí mucha luz sobre las inesperadas proporciones de distracción y de presencia de ánimo, de olvidó y de memoria que forman el alma humana; y también me maravillé de sorpresa el día que leí por vez primera, en un libro de Máspero, que se conocía exactamente la lista de los cazadores que Asurbanipal invitaba a sus cacerías, diez siglos antes de Jesucristo.

—Caballero —dije al señor de Norpois, cuando me anunció que comunicaría iría a Gilberta y a su madre que yo las admiraba mucho—, si hace usted eso, si habla usted de mi a la señora de Swann, toda mi vida no me bastará para darle a usted las gracias, mi vida le pertenecerá; pero tengo que advertir a usted que no conozco a la señora de Swann, que nunca me la han presentado.

Dije esto último por escrúpulo de conciencia y para que no pareciese que yo me jactaba de un conocimiento que no existía.

Pero al mismo tiempo de decirlo me di cuenta de que ya era inútil, porque desde que empezaron mis palabras de gratitud, por lo visto de un ardor refrigerante, vi pasar por la fisonomía del embajador una expresión de duda y de disgusto y advertí en sus ojos ese mirar vertical, estrecho y oblicuo (como es en el dibujo en perspectiva de un sólido la línea de una de sus caras que se desvanece), ese mirar destinado a ese interlocutor invisible que tenemos en nuestra propia persona en el momento de decirle alguna cosa que él otro interlocutor, el señor con quien estábamos hablando, no debe oír. Y noté en seguida que esas frases por mí pronunciadas, débiles aún para la efusión de gratitud que yo sentía, y que se me figuró que llegaría al corazón del señor de Norpois, acabando de decidirlo a aquella intervención, que a él le habría dado muy poco que hacer y a mí mucho que gozar, eran acaso (de entre todas las que hubiesen podido ir a buscar diabólicamente las personas que me querían mal) las únicas que podían dar por resultado que renunciara a hablar de mí a esas damas. Y, en efecto, sintiéndolas, al igual que en el momento en que un desconocido con el que estábamos agradablemente cambiando impresiones al parecer semejantes, acerca de los transeúntes, que se nos antojaban todos vulgares, nos muestra de pronto el abismo patológico que nos separa acariciándose el bolsillo indiferentemente, y dice: «¡Lástima que no tenga aquí mi revólver, no quedaría uno!», el señor de Norpois, que sabía que nada más fácil y menos valioso que el ser recomendado a la señora de Swann y entrar en su casa, y que vio que para mí, al contrario, tenía tal valor, y por consiguiente, y pensando bien, tal dificultad, se figuró que el deseo mío, normal en apariencia, debía de ocultar otro designio distinto, alguna intención sospechosa, una falta cometida anteriormente, por cuyo motivo nadie hasta entonces se atrevió a decir nada de mi parte a la señora de Swann, en la convicción de que le desagradaría. Y comprendí que jamás le diría nada de mí y que podía estar viéndola a diario años y años sin que por eso le hablara una sola vez de mi persona. Sin embargo, unos días después le preguntó una cosa que yo quería saber, y encargó a mi padre que me transmitiera la respuesta. Pero no dijo a la señora de Swann de parte de quién iba la pregunta. Así, que ella no se enteraría de que yo conocía al señor de Norpois y de que tenía tantos deseos de entrar en su casa; desgracia quizá no tan grande como yo me figuraba. Porque la segunda de estas cosas no habría aumentado en nada la eficacia, ya dudosa, de la primera. Como a Odette no le inspiraba ninguna misteriosa turbación la idea de su propia vida y de su casa, una persona que la conociera y que fuera allí de visita no se le representaba como un ser fabuloso, igual que me ocurría a mí, que habría sido capaz de tirar una piedra a los cristales de la casa de Swann si hubiese podido escribir en ella que conocía al señor de Norpois; estaba yo convencido de que un mensaje así, aún transmitido de tan brutal manera, más bien me daría lustre en el ánimo de la dueña de la casa que me indispondría con ella. Y hasta si hubiese estado persuadido de que esa misión que no quiso llevar a cabo el señor de Norpois era inútil, es más, que me era perjudicial para con los Swann, no habría tenido valor, caso de mostrarse el embajador propicio a desempeñarla, de decirle que no lo hiciera y de renunciar a la voluptuosidad, por funestas que fuesen sus consecuencias, de que mi nombre y mi persona estuviesen un momento junto a Gilberta, en su casa y en su vida desconocidas.

Cuando se marchó el señor de Norpois mi padre echó una ojeada al periódico de la noche; yo volví a acordarme de la Berma. El placer que había disfrutado oyendo a la Berma requería algo más para ser completo, porque fue inferior a lo que yo me esperaba; y por eso se asimilaba inmediatamente todo lo que fuese susceptible de engrosarle, como, por ejemplo, aquellos méritos que el señor de Norpois veía en la Berma, y que mi alma embebió de golpe, como un prado muy seco el agua que le echan. Mi padre me dio el periódico, señalándome un suelto concebido en estos términos: «Presenció la representación de Phédye un público entusiasta, en el que figuraban las notabilidades más salientes del mundo de las artes y de la crítica. La señora Berma ha logrado un triunfo rara vez igualado, por su brillantez, en todo el curso de su prestigiosa carrera. Ya trataremos más extensamente de esta representación, que constituye un verdadero acontecimiento teatral; bástenos por hoy con decir que las personas más autorizadas convenían en que la representación de esta tarde renovaba por completo el personaje de Fedra, uno de los más hermosos y más conocidos del teatro de Racine, y que constituía la más pura y elevada manifestación artística que se ha visto en nuestros días». En cuanto mi mente concibió esa idea nueva de «la más pura y elevada manifestación artística», esa idea se juntó con el placer imperfecto que yo disfrutara en el teatro, le añadió algo de lo que le faltaba, y de su maridaje salió una impresión tan arrebatadora que exclamé: «¡Qué artista tan grande!». Quizá haya quien crea; que yo en aquel momento no era sincero. Pero recuérdese el caso de tantos escritores descontentos de una página que acaban de escribir, y que al leer un elogio del genio de Chateaubriand, al evocar la memoria de un artista que quisieron igualar, tarareando, por ejemplo, una frase de Beethoven, cuya tristeza comparan con la que desearon infundir en su prosa, se empapan de tal modo en esta idea de genio que la añaden a sus propias producciones cuando tornan a pensar en ellas; no las ven ya como se aparecían al principio, y dicen arriesgándose a un acto de fe sobre el valor de su obra: «¡Qué demonio, después de todo…!», sin darse cuenta de que en ese total que provoca su satisfacción final han introducido el recuerdo de maravillosas páginas de Chateaubriand que asimilaron a las suyas, pero que, al fin y al cabo, no son suyas; recuérdese a tantos hombres que creen en el amor de una querida que no ha hecho más que engañarlos, y ellos lo saben; recuérdese el caso de los que esperan, alternativamente, ya una vida futura incomprensible cuando piensan, maridos inconsolables, en la mujer que perdieron y que siguen queriendo, o artistas en la gloria por venir que podrán alcanzar, ya una nada tranquilizadora si piensan en los pecados que habrán de expiar después de muertos, si hay algo más allá; recuérdese también a esos turistas que se exaltan ante la belleza de un viaje visto en conjunto, aunque mirado día a día los aburrió; y dígase luego si en la vida común que las ideas llevan en los senos de nuestra alma hay una sola idea de las que nos hacen felices que no haya ido antes, verdadero parásito, a pedir a otra idea vecina la mejor parte de la fuerza que le faltaba.

Mi madre no parecía muy contenta de que papá no pensara va en la «carrera» para mi porvenir. Y yo creo que como a ella le preocupaba ante todo que yo tuviera una regla de vida para disciplina de los caprichos de mis nervios, lo que sentía más que el que yo dejara la diplomacia es que me entregase a la literatura. «Pero déjalo —dijo mi padre—; lo primero es hacer con gusto las cosas. Ya no es un niño, ya sabe lo que le gusta; es poco probable que cambie, y puede darse cuenta de lo que ha de hacerlo feliz en esta vida». Mientras que se decidía, gracias a la libertad que me daban las palabras de mi padre, si yo iba a ser o no feliz en esta vida, el hecho es que por lo pronto aquellas palabras paternales me dieron esa noche mucha pena. Hasta entonces, cada vez que mi padre había tenido conmigo uno de sus imprevistos rasgos de bondad me entraban tales ganas de besar los colorados carrillos, que asomaban por encima de sus barbas, que si no llegaba a hacerlo era sólo por temor de que no le gustara. Pero ahora, lo mismo que un autor se asusta al ver que sus propias fantasías, que no consideraba de gran valor porque no las separaba de sí mismo, obligan a un editor a escoger un determinado papel, unos caracteres de imprenta acaso más hermosos de los que la obra se merece, me preguntaba yo si mis deseos de escribir eran realmente tan importantes que valía la pena de que mi padre derrochara en ellos tanta bondad. Pero sobre todo insinuó en mi alma dos sospechas terribles al hablar de que mis aficiones no cambiarían y de lo que iba a hacerme feliz. La primera era que (cuando yo me consideraba todos los días en el umbral de mi vida, aún intacta, que no empezaría hasta el otro día), en realidad, mi existencia ya había comenzado, más aún, que lo que vendría después no sería muy distinto de lo que había venido hasta ahora. La segunda sospecha, realmente otra forma de la primera, era que yo no estaba situado aparte de las contingencias del Tiempo, sino sometido a sus leyes, exactamente como esos personajes de novela que, cabalmente por ello, me inspiraban tal melancolía cuando en Combray, en mi garita de mimbre, leía yo sus vidas. Teóricamente ya sabemos que la Tierra gira, pero en realidad no lo notamos; el suelo que pisamos parece que no se mueve, y ya vive uno tranquilo. Lo mismo ocurre con el Tiempo en la vida. Y para hacernos ver cuán presto huye, los novelistas no tienen más remedio que acelerar frenéticamente la marcha de las agujas y hacer al lector que franquee diez, veinte o treinta años en dos minutos. En los primeros renglones de esta página nos dejamos a un amante henchido de esperanza; en las últimas líneas de la página siguiente nos lo encontramos octogenario ya, dando con sumo trabajo su paseo diario por el patio del asilo, sin contestar apenas a lo que le dicen, sin memoria del pasado. Mi padre, cuando decía de mí que «ya no era un niño, que mis aficiones no cambiarían», me hizo representarme de pronto a mi propia persona dentro del Tiempo, y me infundió la misma tristeza que si yo hubiese sido, no ya el asilado decrépito, sino uno de esos héroes de los que nos dice el autor al final de un libro, con tono de indiferencia muy cruel: «Cada vez sale menos del campo. Ha acabado por irse a vivir allí definitivamente», etc.

Entretanto, mi padre, para anticiparse a las posibles críticas nuestras sobre su convidado, dijo a mamá:

—Confieso que el bueno de Norpois ha estado un tanto «académico», como decís vosotros. Cuando soltó aquello de que hubiese sido poco correcto hacer una pregunta al conde de París, yo tuve miedo de que os echarais a reír.

—Nada de eso —respondió mi madre—; me gusta mucho que un hombre de su mérito y de sus años conserve esa especie de ingenuidad, que en el fondo indica honradez y buena educación.

—Ya lo creo. Y eso no quita para que sea agudo e inteligente; yo lo sé muy bien porque lo veo en la Comisión muy distinto de como ha estado aquí —exclamó mi padre, satisfecho de ver que mamá apreciaba al señor de Norpois, y con deseo de convencerla de que todavía valía más que lo que ella creía, con esa cordialidad que tiene el mismo gusto en exagerar méritos que la malevolencia en menospreciarlos—. ¡Cómo dijo eso de «con los príncipes no sabe uno nunca…»!

—Sí, es verdad. Yo ya lo he notado, es muy listo. Se ve que tiene una gran experiencia de la vida.

—Es raro que haya cenado en casa de los Swann, y eso de que vaya allí gente al fin y al cabo buena, altos empleados. ¿Dónde habrá ido a pescarlos la señora de Swann?

—¿Te fijaste con qué malicia dijo lo de: «Es una casa donde van hombres solos sobre todo»?

Y los dos se ponían a imitar la manera que tuvo el señor de Norpois de decir esa frase, como si hubiesen imitado una entonación de voz de Bressant o de Thiron en L’Aventuriére o en Le Gendre de M. Poirier. Pero la que más saboreó una frase del embajador fue Francisca, que aún años después no podía «estarse seria» cuando le recordaban que el señor de Norpois la trató de «maestro cocinero de primer orden», frase que mi madre le transmitió como transmite un ministro de Guerra a las fuerzas las felicitaciones de un monarca extranjero después de «la revista». Pero cuando mamá entró en la cocina ya estaba yo allí. Porque había arrancado a la pacifista pero cruel Francisca la promesa de que no haría padecer mucho a un conejo que tenía que matar, y no sabía nada de esa muerte. Francisca me aseguró, que todo fue muy bien y muy de prisa: «Nunca he visto un animalito como ese; ha muerto sin decir una palabra, parecía que era mudo». Como yo no estaba al corriente del lenguaje de los animales, alegué que acaso los conejos no chillaran tanto como los pollos: «¡Sí, está usted bueno! —me dijo Francisca, indignada por mi ignorancia—. ¿Con que los conejos no chillan tanto como los pollos? Lo que tienen es la voz aún más fuerte». Francisca recibió la enhorabuena del señor de Norpois con esa soberbia sencillez y esa mirada alegre y aunque no fuera más que momentáneamente inteligente de una artista cuando le hablan de su arte. Mi madre mandó a Francisca, ya hacía tiempo a algunos restaurantes famosos para que viera cómo guisaban allí. Y aquella noche, cuando yo oí a Francisca calificar de bodegones a los más célebres restaurantes, tuve el mismo regocijo que cuando en otra ocasión me enteré de que la jerarquía de méritos de los actores no era la misma que la jerarquía de sus reputaciones. «El embajador asegura —le dijo mi madre— que en ninguna parte se come una vaca fiambre y unos soufflés como los de usted». Francisca, con aire modesto y como el que rinde homenaje a la verdad, asintió a esta opinión, sin mostrarse impresionada por el título de embajador; porque decía del señor de Norpois, con la amabilidad que se debe a la persona que la ha tratado a una de «maestro cocinero»: «Es un buen viejo, como yo». Francisca quiso ver al señor de Norpois cuando este llegó a casa; pero como a mamá no le gustaba que se anduviese mirando por detrás de las puertas o por las ventanas, y Francisca temía que los porteros o los otros criados contaran a la señora que había estado al acecho (porque Francisca veía por todas partes «envidias» y «chismes», que en su imaginación cumplían ese funesto y permanente oficio que cumplen en la de otras personas los jesuítas y los judíos), se contentó con mirar desde la ventana de la cocina, para «no tener que andar discutiendo con la señora»; y en la sumaria visión que tuvo del embajador se le figuró ver un «parecido con el señor Legrand», por la agelidad, decía ella, aunque en realidad no había entre ambas personas rasgo alguno de semejanza.

—Pero, vamos a ver: ¿cómo se explica usted que a nadie le salga la gelatina mejor que a usted, cuando quiere?

—Yo no sé por qué me transcurre eso —contestó Francisca— (que no hacía una demarcación clara entre el verbo ocurrir, en alguna de sus acepciones, y el verbo transcurrir). Y con eso decía la verdad, porque no podía —o no quería— revelar el misterio de la superioridad de sus gelatinas o sus cremas, lo mismo que sucede a una gran elegante con su modo de vestirse o a una cantante con su, canto. Sus explicaciones no nos dicen apenas nada; —e igual ocurría con las recetas de nuestra cocinera—. Es que lo cuecen deprisa y corriendo —respondió al hablar de los cocineros de los grandes restaurantes— y no lo cuecen todo junto. La carne tiene que ponerse como una esponja, y entonces embebe el jugo hasta lo último. Sin embargo, había un café de esos donde entendían algo de cocina. Claro que no era una gelatina como la mía, pero estaba hecha despacio y los soufflés tenían bastante crema.

—¿Es en casa de Henry? —preguntó mi padre, que había venido también a la cocina y que estimaba mucho el restaurante de la plaza de Gaillon, donde se reunía a comer en determinadas fechas con sus compañeros de Cuerpo.

—No, no dijo Francisca —con suavidad que encubría un profundo desdén— yo digo un restaurante más pequeño. Ese Henry está bien, sí, pero no es un restaurante, más bien es un… un bouillon[8].

—¿Será Weber?

—No, señor; el que yo digo es uno bueno. Ese Weber es el de la calle Royale, sí, pero no es un restaurante, es una cervecería. Me parece que ni siquiera sirven a la mesa. Ni siquiera manteles tienen; ponen las cosas encima de la mesa como quien tira algo.

—¿Entonces, es Cirro?

Francisca se sonrió:

—Allí me parece que lo que hay más que cocina buena son señoras del gran mundo. (Gran mundo significa para Francisca cierta clase de mundo). Claro que eso hace falta para la gente joven.

Nos íbamos dando cuenta de que Francisca, con su aparente simplicidad, era para los cocineros célebres un «colega» mucho más terrible que lo que pueda ser la más infatuada y envidiosa de las actrices. Apreciamos, sin embargo, que tenía el sentido justo de su arte y un gran respeto a las tradiciones, porque añadió.

—No; el que yo digo es un restaurante que se parecía a una cocina de casa particular. Es un establecimiento muy consecuente. Trabajaba mucho. ¡Ya ganaban allí perras, ya! (Porque Francisca, muy arreglada, contaba por perras, no por luises, coleo los jugadores desbancados). La señora sabe dónde digo: allí, en los grandes bulevares; un poco hacia lo último…

El restaurante del que estaba hablando con esa mezcla de equidad y sencillez era… el café Inglés…

Cuando llegó el 1.º de enero hice primero las visitas a la familia con mamá, que para no cansarme las clasificó de antemano (con ayuda de un itinerario que trazó mi padre) por barrios; y no ateniéndonos al grado exacto de parentesco. Pero apenas entrábamos en la sala de una prima lejana, donde íbamos antes porque su casa estaba, al contrario del parentesco, muy cercana, mi madre se asustaba de ver allí, con sus castañas en dulce o garapiñadas en la mano, a un íntimo amigo del más susceptible de nuestros tíos, al que iría a contarle en seguida que no habíamos empezado por él nuestras visitas. Mi tío se daría por ofendido, de seguro: le hubiese parecido muy natural que fueramos desde la Magdalena al jardín de Plantas, donde él vivía, sin pararnos en San Agustín, para tener que volver luego a la calle de la Escuela de Medicina.

En cuanto se acabaron las visitas (mi abuela nos dispensaba la suya porque ese día cenábamos en su casa) me fui corriendo a los Campos Elíseos para entregar a nuestra vendedora, y que ella se la diera a la criada de los Swann, que iba a su puesto varias veces a la semana por pan de miel, una carta que me decidí a mandara mi amiga el día de Año Nuevo, aquella tarde en que me hizo sufrir tanto; decíale en ella que nuestra amistad vieja se borraba con el año que acababa de terminar, que yo daba por olvidadas mis quejas y mis decepciones, y que desde el primero de año íbamos a levantar una amistad nueva tan sólida que nada podría destruirla, y tan maravillosa que yo esperaba que Gilberta pusiese cierta coquetería en que no perdería nunca su belleza, y que me avisara a tiempo, como yo prometía hacerlo también por mi parte, si veía surgir el menor peligro de que se estropeara. Al volver, Francisca me hizo pararme en un puesto esquina a la calle Royale, donde compró, para sus aguinaldos, retratos de Pío IX y de Raspail; yo compré uno de la Berma. Tantas admiraciones excitaba la artista, que parecía muy pobre aquel rostro único que tenía para responder a todas, precario e inmutable, como la vestimenta de esas personas que no tienen traje de repuesto; ese rostro, en el que tenía que exhibir siempre lo mismo: una arruguita encima del labio superior, unas cejas enarcadas y algunas particularidades físicas siempre idénticas, y que estaban a la merced de un golpe o de una quemadura. Por lo demás, ese rostro no me hubiese parecido bonito en sí mismo, pero me inspiraba la idea, y por ende el deseo, de besarlo a causa de todos los besos que debía de haber recibido; esos besos que aún parecía estar solicitando desde el fondo de la «tarjeta de álbum» con el mirar de cariñosa coquetería y la sonrisa de ingenuo artificio. Porque la Berma debía de sentir de verdad hacia muchos mozos los deseos que confesaba bajo su disfraz de personaje de Fedra, deseos que le sería muy fácil satisfacer por todo, hasta por el prestigio de su nombre, que realzaba su belleza y prolongaba su juventud. La tarde iba cayendo; me paré delante de tina cartelera donde se anunciaba la representación que daba la Berma el primero de año. Corría un viento suave y húmedo. Este tiempo me era bien conocido; tuve la sensación y el presentimiento de que el día de Año Nuevo no era un día distinto de los demás, no era el primer día de un mundo nuevo, en el que yo podría, probando mi suerte, aún no mellada, rehacer mi amistad con Gilberta como en el tiempo de la Creación, como si todavía no existiese el pasado, como si hubiesen sido reducidas a la nada todas las decepciones que a ratos me causara Gilberta y los indicios para el porvenir que de ellas pudiesen deducirse; un mundo nuevo en el que no subsistiese nada del antiguo, nada… más que una cosa: mi deseo de que Gilberta me quisiera. Comprendí que si mi corazón ansiaba que en torno de ella se renovara aquel universo que no le había satisfecho es porque él, mi corazón, no había cambiado, y me dije que tampoco había motivo para que hubiese cambiado el de Gilberta; que aquella nueva amistad era la misma de antes, como ocurre con los años nuevos, que no están separados por un foso de los demás; esos años que nuestro deseo, impotente para llegar a su entraña y modificarlos, reviste, sin que ellos lo sepan, de un nombre diferente. De nada servía que yo dedicara este que empezaba a Gilberta, y que, como se superpone una religión a las leyes ciegas de la Naturaleza, intentara imprimir al día primero de año la idea particular que yo me formaba de él; todo en vano: sentí que él no sabía que le llamábamos el día de Año Nuevo que expiraba en el ocaso de un modo que para mí no era nuevo; y en el viento suave que soplaba por alrededor de la cartelera reconocí, vi reaparecer la materia eterna y común, la humedad familiar, el inconsciente fluir de los días de siempre.

Volví a casa. Acababa de vivir el primero de alto de los hombres viejos, que se distinguen ese día de los jóvenes no porque no les dan aguinaldos, sino porque ya no creen en el Año Nuevo. Yo tuve aguinaldos, sí, pero no el único que me habría alegrado: una esquela de Gilberta. Y, sin embargo, yo aún era joven, puesto que le había escrito una carta donde le contaba los solitarios ensueños forjados por mi cariño en la esperanza de suscitar en ella ensueños semejantes. Y la pena de los hombres que envejecen es el no soñar ya siquiera en escribir cartas de esas, porque saben que son ineficaces.

Me acosté, y los ruidos callejeros, que se prolongaron más aquella noche de fiesta, me tuvieron desvelado. Pensaba en todas las personas que acabarían la noche entre placeres, en el amante, en la tropa de calaveras quizá que irían uno y otros a buscar a la Berma cuando acabara la representación que yo vi anunciada. Y ni siquiera podía decirme, para calmar la agitación que esa idea me causaba en la noche de desvelo, que la Berma acaso no pensara en el amor, puesto que los versos que recitaba, y que tan estudiados tenía, le recordaban a cada instante que es delicioso, cosa que ella ya sabía, y tan perfectamente que daba forma a las conmociones que inspira el amor, bien conocidas —pero que ella revestía de violencia nueva e insospechada dulzura—, ante asombrados espectadores que ya las habían sentido por cuenta propia. Volví a encender la bujía para contemplar otra vez su rostro. Y al pensar en que esa cara sería en este momento acariciada indudablemente por unos hombres y que yo no podía impedirles que dieran a la Berma y de ella recibieran goces vagos y sobrehumanos, sentí una emoción, más que voluptuosa, cruel; una nostalgia agravada por el sonar de un como, ese como que se suele oír en el Carnaval y en otras fiestas, y que como no tiene poesía, es ahora, que sale de un tabernucho, mucho más triste que le soir au fond du bois[9]. Y en aquel momento quizá no fuera la escuela de Gilberta lo que yo hubiese necesitado. Nuestros anhelos van enredándose unos con otros, y en esa confusión de la vida es muy raro que una felicidad venga a posarse justamente encima del deseo que la llamaba.

Seguí yendo a los Campos Elíseos los días que hacía buen tiempo, por unas calles donde había casas elegantes y rosadas que, como entonces estaban muy de moda las exposiciones de acuarelistas, se bañaban en un cielo ligero y móvil. Mentiría si dijese que los palacios de Gabriel me parecían en aquellos tiempos más hermosos, ni siquiera de distinta época, que las casas de por alrededor. El edificio que a mí me parecía tener más estilo y mayor antigüedad era, ya que no el palacio de la Industria, el Trocadero. Mi adolescencia, sumida como estaba en agitado sueño envolvía en una misma ilusión todo el barrio por donde la iba paseando, y nunca se me ocurrió que pudiera haber un edificio del siglo XVIII en la calle Royale, lo mismo que me habría asombrado saber que la Porte Saint-Martin y la Porte Saint-Denis obras magistrales del tiempo de Luis XIV, no eran contemporáneas de los más recientes inmuebles de esos sórdidos distritos. Tan sólo una vez me hizo pararme uno de los palacios de Gabriel, y fue porque había caído la noche, y sus columnas, inmaterializadas por el claror de la luna, parecía que estaban recortarlas en cartón; y al traerme a la memoria una decoración de la ópera Orfeo en los infiernos, me hicieron por primera vez una impresión de cosa bella. Y, entretanto, Gilberta seguía sin volver por los Campos Elíseos. Y yo tenía gran necesidad de verla, porque ni siquiera me acordaba ya de su cara. El modo inquisitivo, ansioso, exigente, con que miramos a la persona querida; la espera de una palabra que nos dé o nos quite la alegría de una cita para el otro día, y mientras esa palabra se formula, las figuraciones alternativas, si no simultáneas, que nos hacemos, de gozo y de desesperación, son cosas que contribuyen a que nuestra atención frente al ser amado sea harto temblorosa para que podamos obtener una imagen suya bien clara. Y acaso sucede también que esa actividad de todos los sentidos, a la vez que intenta conocer por medio de las miradas lo que está más allá de ellas, se entrega con demasiada indulgencia a las mil formas, a los sabores, a los movimientos de la persona viva, a todas esas cosas que de costumbre inmovilizamos cuando no sentimos amor. En cambio, el modelo amado está siempre moviéndose, y no tenemos de él más que malas fotografías. Yo, en verdad, no sabía cómo estaba hecha la cara de Gilberta más que en los momentos divinos en que la animaba para mí; sólo me acordaba de su sonrisa. Y como no podía ver, por muchos esfuerzos que hiciera para recordarlo, aquel rostro queridísimo, me irritaba al encontrar en mi memoria con definitiva exactitud las caras inútiles y sorprendentes del hombre del tiovivo y de la vendedora de barritas de caramelo; como sucede a esas personas que perdieron un ser querido y no logran volver a verlo en sueños, y se exasperan al encontrarse continuamente en sus pesadillas a tantas personas insoportables que ya basta y sobra con verlas en estado de vigilia. Y en su impotencia para representarse el objeto de su dolor, casi se acusan de no sentir bastante dolor. Así yo no distaba mucho de creer que al no poder acordarme de la fisonomía de Gilberta es que la había olvidado, que no la quería ya. Por fin volvió a jugar casi a diario, poniendo ante mi vista nuevas cosas que desear y que pedirle para el otro día, y en ese sentido convirtiendo mi cariño cada día en un cariño nuevo. Pero hubo una cosa que cambió una vez más y de modo brusco la manera que tenía de planteárseme todas las tardes, a eso de las dos, el problema de mi amor. ¿Es que el señor Swann había cogido la carta que yo escribí a su hija, o es que Gilberta me confesaba ahora por fin, con objeto de que fuera yo más prudente, un estado de cosas ya antiguo? Como yo le dijera cuánto admiraba a su padre y a su madre, tomó esa actitud vaga, henchida de reticencias y de secreto, que solía tomar cuando le hablaban de sus quehaceres, de sus compras y de sus visitas, y acabó por decirme de golpe:

«Pues, ¿sabe usted?, ellos no lo pueden tragar»; y escurridiza como una ondina —que así era ella—, se echó a reír. Muchas veces la risa de Gilberta no estaba acorde con sus palabras, y parecía describir en otro plano una superficie invisible, como hace la música. Los señores de Swann no dijeron a Gilberta que dejara de jugar conmigo; pero se le figuraba a ella que sus padres hubiesen preferido que no empezáramos a jugar juntos. No veían con agrado mi trato con ella porque no me creían de grandes prendas morales y se figuraban que no ejercería en su hija más que una mala influencia. Y yo me representaba esa clase de muchachos poco escrupulosos, a los cuales Swann se imaginaba que me parecía yo, como personas que detestan a los padres de su novia, que los halagan cuando están delante, y después, a solas con ella, se burlan de ellos y la incitan a que los desobedezca, y que si al fin conquistan a la muchacha luego no la dejan ir a ver a sus padres. A estos caracteres (que no son nunca aquellos con que se ve a sí mismo un gran miserable) oponía mi corazón, con violencia suma, los sentimientos que le inspiraba Swann, tan fogosos, por el contrario, que yo estaba seguro de que de haberlos sospechado en mí se habría arrepentido de su juicio como de un error judicial. Tuve el atrevimiento de escribir una larga carta donde le contaba todo el afecto que por él sentía, y se la confié a Gilberta para que se la entregase. Gilberta accedió. Pero ¡ay!, que sin duda me tenía por más impostor aún que lo que yo me figuraba: no prestó fe a la veracidad de esos sentimientos que yo le describía en dieciséis carillas con tanta exactitud; la carta mía, tan sincera y tan ardiente como las palabras que dije al señor de Norpois, no lograron más éxito que estas. Al otro día Gilberta me llevó a un paseo lateral, y allí, ocultos tras un bosquecillo de laureles y sentados en sendas sillas, me contó que su padre, al leer la carta, se encogió de hombros y dijo: «Todo esto no quiere decir nada; lo que demuestra es que tengo mucha razón». Y yo, que sabía lo puro de mis intenciones y lo bondadoso de mi alma, me indigné de que mis palabras no hubiesen hecho la más ligera mella en el absurdo error de Swann. Porque entonces yo estaba seguro de que era un error. Tenía yo la sensación de haber descrito con tanta exactitud ciertas irrecusables características de mis sentimientos generosos, que si después de eso Swann no los había sabido reconstituir enseguida y no había venido a pedirme perdón confesando que se había equivocado, tenía que ser porque él no sintió nunca esos nobles sentimientos, lo cual debía de incapacitarlo para comprenderlos en los demás.

Y puede que todo proviniera de que Swann sabía que muchas veces la generosidad no es sino el aspecto interior que toman nuestros sentimientos egoístas cuando todavía no los hemos denominado y clasificado. Acaso descubrió en aquella simpatía que yo le expresaba sólo el simple efecto —y la confirmación entusiasta— de mi amor a Gilberta, el cual amor —y no mi secundaria veneración por Swann— sería fatalmente en lo por venir norma de mis actos. Y no me era posible compartir sus previsiones porque yo no había logrado abstraer mi amor de mi propia persona, incluirlo en la generalidad de los demás amores y soportar experimentalmente sus consecuencias; así, que me desesperé. Fue menester separarme un momento de Gilberta porque Francisca me había llamado, y tuve que acompañarla a un pabelloncito con celosías verdes, muy parecido a los antiguos fielatos del París viejo, donde estaban instalados hacía poco lo que en Inglaterra llaman lavabos y en Francia, por una anglomanía mal informada, water-closets. De las —paredes, viejas y húmedas, de la entrada, en donde yo me quedé esperando a Francisca, se desprendía un fresco olor a lugar cerrado que, aliviándome de la pena que en mí despertaran las palabras de Gilberta, me llenó de un placer que no era del mismo linaje de los otros placeres, que nos dejan aún más inestables y sin poder retenerlos y poseerlos, sino un placer consistente en el que yo podía apoyarme, delicioso, apacible y henchido de verdad duradera, cierta e inexplicada. Yo hubiese querido, como antaño en mis paseos por el lado de Guermantes, intentar profundizar en la seducción de esa impresión que me había sobrecogido y estarme quieto interrogando aquella aviejada emanación que me invitaba no ya a gozar del placer que me daba por añadidura, sino hasta descender a la realidad que en sí me ocultaba. Pero la encargada del establecimiento, una vieja con la cara enyesada y peluca rojiza, empezó a hablarme. Francisca la consideraba «de muy buena casa». Su hija se había casado con lo que Francisca denominaba «un muchacho de familia», es decir, un ser a quien ella encontraba más diferencias con un artesano que las que veía Saint-Simón entre un duque y un hombre «salido de la hez del pueblo». Indudablemente, la encargada, para llegar a ese estado, debió de pasar por reveses de fortuna. Pero Francisca afirmaba que era marquesa y de la familia de Saint-Férreol. La tal marquesa me aconsejó que no estuviera allí al fresco y hasta me abrió un retrete, diciéndome: «Pase usted, si quiere. Este está muy limpio y no le cobraré nada». Quizá lo hacía como las señoritas dependientas de casa de Gouache que me ofrecían bombones que tenían encima del mostrador bajo unas campanas de cristal, bombones que mamá me prohibía, ¡ay!, que aceptara, o acaso, menos inocentemente, como la florista vieja que llenaba a mamá sus «jardineras», y que al darme una rosa ponía unos ojos muy tiernos. En todo caso, si la «marquesa» tenía afición a los jovenzuelos y les abría la puerta hipogea de esos cubículos de piedra donde los hombres están acurrucados como las Esfinges, debía de ir buscando, en su generosidad, más que la esperanza de corromperlos, el placer que se siente en mostrarse vanamente pródigo con las personas queridas, porque nunca vi que tuviera más visitas que un guarda viejo del jardín.

Un momento después Francisca y yo nos despedimos de la marquesa, y yo me separé de Francisca para volver a Gilberta. La vi enseguida, sentada en su silla, detrás del bosquecillo de laureles. Era para que no la vieran sus amigas; estaban jugando al escondite. Fui a sentarme a su lado. Llevaba una gorra achatada que le caía bastante sobre los ojos, prestándole ese mismo mirar «por bajo», pensativo y engañoso, como cuando la vi por primera vez en Combray. Le pregunté si no habría medio de que yo tuviera una explicación verbal con su padre. Gilberta me dijo que ya se lo había propuesto, pero que su padre consideraba que sería inútil.

—Tenga —añadió—, no me deje usted con la carta; voy a buscar a las otras, porque no me han encontrado.

Si Swann hubiese llegado entonces, antes de coger yo aquella carta de la sinceridad, esa carta por la cual me parecía insensato que no se dejara convencer, quizá habría visto que él tenía razón. Porque al acercarme a Gilberta, que, echada para atrás en su silla, me decía que cogiera la carta, pero sin dármela, me sentí tan atraído por su cuerpo, que le dije:

—Vamos a ver si usted no me impide que la agarre y cuál de los dos puede más.

Ella escondió la carta detrás del cuerpo, y yo le eché las dos manos por el cuello, alzando las trenzas, que aún llevaba colgando, bien porque estuviera todavía en edad de eso, bien porque su madre quisiera hacerla pasar por más niña, con objeto de rejuvenecerse ella; nos agarramos. Yo hice por atraerla hacía mí; ella se resistía y se le pusieron los carrillos encendidos por el esfuerzo, rojos y redondos cual cerezas; se reía como si le hiciese cosquillas; yo la tenía bien enlazada con mis piernas, lo mismo que un arbusto al que se quiere trepar; y en medio de aquella gimnasia que yo hacía, sin que se acelerara apenas la sofocación que me causaba el ejercicio muscular y el ardor del juego, se escapó mi placer como unas cuantas gotas de sudor arrancadas por el esfuerzo, y sin que me quedase ni siquiera tiempo, saborearlo; enseguida cogí la carta. Entonces Gilberta me dijo bondadosamente:

—Bueno; si usted quiere, podernos pelear aún otro poco.

Quizá se había dado cuenta de que mi juego tenía otro objeto que el que yo declaraba; pero no supo notar si lo había logrado o no. Y yo, que tenía miedo de que lo hubiese notado (y cierto movimiento retráctil y contenido de pudor ofendido que hizo un momento después me obligó a pensar que mi temor no era equivocado), acepté la pelea de nuevo, temeroso de que ella se figurase que yo no me proponía otra cosa que aquella que después de realizada no me dejó más granas que de estarme quieto a su lado.

Al volver a casa vi, por un recuerdo brusco, la imagen, hasta entonces oculta, que me acercó, pero sin dejarme verla ni reconocerla, aquel frescor, casi olor de hollín, del pabelloncito verde. Era dicha imagen la del cuartito de mí tío Adolfo en Combray, que, en efecto, exhalaba el mismo olor a húmedo. Pero lo que no pude comprender, y dejé el averiguarlo para más tarde, fue por qué me produjo tal sensación de felicidad el retorno de una imagen tan insignificante. Y mientras lo descubría, me pareció que yo merecía realmente el desdén del señor de Norpois; porque hasta aquí había preferido a todos los escritores ese que él llamaba un simple «artista de flauta», y porque me exaltaba sinceramente no al contacto de alta idea importante, sino al le un olor a cosa enmohecida.

Desde algún tiempo atrás, en algunas casas, cuando una visita hablaba de los Campos Elíseos, las madres cogían este nombre con el mismo gesto malévolo que se pone al oír hablar de un médico afamado al que ellas dicen haber visto diagnosticar erróneamente demasiadas veces para que puedan seguir teniendo confianza en él; aseguraban que esos jardines no sentaban bien a los niños y que podían citarse más de un dolor de garganta, varios sarampiones y bastantes fiebres de las que era responsable. Y había algunas amigas de casa que, sin dudar abiertamente del cariño de mamá por mí, deploraban, sin embargo, su ceguera en seguir mandándome a ese sitio.

A pesar de la frase consagrada, los neurópatas son las personas que menos caso se hacen; ven en ellos tantas cosas que los alarman y que después se dan cuenta de que no eran en realidad alarmantes; que acaban por no dar importancia a ninguna. Tan a menudo les grita su sistema nervioso «¡Socorro!», igual que si los amenazara una enfermedad grave, sólo porque va a nevar o porque se mudan de casa, que se acostumbran a no tener ya en cuenta esos avisos, como le ocurre a un soldado que en el ardor de la acción apenas si se entera de ellos y es capaz, aunque se esté muriendo, de seguir por unos días haciendo la misma vida de hombre sano. Una mañana, cuando yo llevaba ordenados dentro de mí mis padecimientos de costumbre, de cuyo circular constante e intestino tenía yo apartado mi espíritu lo mismo que del circular de la sangre, fui corriendo hacia el comedor, donde ya estaban mis padres sentados a la mesa; y después de decirme a mí mismo que muchas veces tener frío no significa necesidad de calentarse, sino otra cosa, por ejemplo, que le han regañado a uno, y que no tener gana puede significar que va a llover, y no que uno no debe comer, me puse a la mesa, y en el instante de ir a tragar el primer bocado de una apetitosa chuleta sentí una náusea y un mareo que me hicieron pararme, y que eran la respuesta febril de una enfermedad ya comenzada, cuyos síntomas se enmascararon tras el hielo de mí indiferencia, pero que rechazaba tercamente ese alimento que yo no estaba en disposición de absorber. Y en el mismo momento se me ocurrió que si se daban cuenta de que estaba malo no me dejarían salir, y esa idea me dio fuerza, lo mismo que el instinto de conservación se la da a un herido, para arrastrarme hasta mi cuarto, donde vi que tenía una fiebre de cuarenta grados, y para prepararme a salir con dirección a los Campos Elíseos. Mi pensamiento, a través de aquel cuerpo lánguido y permeable que lo envolvía, se posaba todo sonriente en el placer de jugar a justicias y ladrones con Gilberta, lo exigía; una hora después, sin poder apenas sostenerme, pero feliz de estar a su lado, aún tenía fuerzas para saborear ese goce.

A la vuelta Francisca declaró que me había «puesto malo» que debía de haber cogido un «calofrío», y el doctor, que llamaron enseguida, dijo que prefería la «severidad y la virulencia» de la subida febril que llevaba consigo mi congestión pulmonar, y que no sería más que «fuego de virutas», a otras formas más «insidiosas y latentes». Desde algún tiempo atrás me sentía yo propenso a tener ahogos, y el médico, a pesar de la desaprobación de mi abuela, que me veía ya morir de alcoholismo, me recomendó, además de la cafeína, que me había recetado para ayudarme a la respiración, que tomara cerveza, champaña o coñac cuando sintiese que se acercaba un ahogo, fue así abortarían, decía el médico, en la «euforia» determinada por el alcohol. Y muchas veces no me cabía más remedio que no intentar disimular mi estado de ahogo, casi de exhibirlo, para que mi abuela dejase que me dieran alcohol. Además, cuando sentía yo que el malestar se acercaba, sin saber nunca las proporciones que tomaría, me preocupaba del disgusto que iba a tener mi abuela, al que yo temía más aún que a mi dolencia, pero al mismo tiempo mi cuerpo, ya por ser excesivamente débil para guardar él solo el secreto de mi malestar, ya porque temiera que, en la ignorancia del mal inminente, se exigiera de él algún esfuerzo imposible o peligroso, me dictaba la necesidad de ir a visitar a mi abuela en cuanto me sentía malo, con una exactitud en la que acabé por poner una especie de escrúpulo fisiológico. Y apenas me notaba algún síntoma desagradable, sin poder discernirlo aún claramente, mi cuerpo se sentía todo apurado hasta que se lo comunicaba a mi abuela. Si ella fingía no darle importancia, mi cuerpo me pedía que insistiese. Y yo muchas veces me excedía y veía asomar en aquel rostro querido, que ya no sabía dominar sus emociones tan bien como antes, una expresión de piedad y una contracción de dolor. Mi corazón se retorcía al ver aquella pena, y me echaba en sus brazos como si pudiesen borrarla mis besos, como si con mi cariño pudiera yo dar tanta alegría a mi abuela como con mi bienestar. Y como los escrúpulos se calmaban ya con la certidumbre de que la abuela estaba enterada de mi sufrimiento, mi cuerpo no se oponía a que la tranquilizara. Hacía yo protestas de que ese sufrimiento no era penoso; decía que no había motivo para compadecerse de mí, que no tuviese duda de que me sentía feliz; mi cuerpo ya había logrado toda la compasión que se merecía, y con tal que se supiera que tenía un dolor en el costado derecho no veía inconveniente en que declarase yo que ese dolor no era malo y no servía de obstáculo a mi bienestar; porque mi cuerpo no se jactaba de filósofo, su cuerda no era esa. Mientras duró la convalecencia tuve ahogos de esos casi a diario. Una tarde mi abuela salió y me dejó muy bien; pero al volver ya por la noche a mi cuarto vio que me faltaba la respiración.

«¡Dios mío, cuánto estás sufriendo!», dijo, con las facciones descompuestas. Salió de la alcoba enseguida, oí la puerta de la calle, y a poco volvió con una botella de coñac que había ido a comprar porque no quedaba en casa. Muy pronto comencé a sentirme bien, feliz. Mi abuela, la cara un poco encarnada, tenía aspecto de disgusto y a los ojos se le asomaba una expresión de cansancio y de descorazonamiento.

«Mira, prefiero dejarte y que te aproveches un poco de este alivio», me dijo, y se fue de pronto; pero antes le di un beso, y noté que tenía sus frescas mejillas como mojadas, no sé si por la humedad del aire de la noche que le había dado en la cara hacía un momento. Al día siguiente no entró en la alcoba hasta por la noche, porque, según me dijeron, tuvo que salir. A mí me pareció eso una prueba grande de indiferencia hacia mi y hube de contenerme para no echárselo en cara.

Como me seguían los ahogos, sin que pudiesen atribuirse a la congestión pulmonar, que ya estaba acabada del todo, mis padres llamaron a consulta al doctor Cottard. Un médico, requerido para un caso así, no basta con que sepa mucho. Como se encuentra con síntomas que pueden serlo de tres o cuatro enfermedades distintas, al fin y al cabo su olfato y su golpe de vista son los llamados a decidir qué dolencia tiene delante más probablemente, a pesar de las apariencias de semejanza con otras. Es este un don misterioso que no implica superioridad en las demás partes de la inteligencia, y que puede poseer un ser vulgarísimo al que le guste la música más mala y la pintura más fea. En mi caso los síntomas materialmente observables podían achacarse igualmente a espasmos nerviosos, a un principio de tuberculosis a asma, a una disnea toxialimenticia con insuficiencia renal, a bronquitis crónica o a un estado complejo en el que entraran varios de estos factores. Y era lo grave que los espasmos nerviosos no requerían otro tratamiento que el desprecio; la tuberculosis demandaba muchos cuidados y un género de alimentación que hubiese sido perjudicial para un estado artrítico como el asma, y que hasta podría ser peligroso en un caso de disnea toxialimenticia, enfermedad esta que había que tratar con un régimen que, en cambio, para la tuberculosis sería funesto. Pero las vacilaciones de Cottard duraron muy poco y sus prescripciones fueron imperiosas: «Purgantes violentos y drásticos, unos días a leche sola, y nada más. Ni carne ni alcohol». Mi madre murmuró que ella creía que a mí me haría falta tomar fuerzas, que era ya de por mí muy nervioso y que esas purgas de caballo y ese régimen me pondrían muy decaído. Observé en los ojos de Cottard, inquietos como si tuviera miedo a perder el tren, que el doctor se preguntaba si no se había entregado esta vez a su bondad nativa. Hizo por acordarse de si se había revestido su máscara de frialdad, lo mismo que se busca un espejo para ver si no se nos olvidó el nudo de la corbata. En la duda, y a modo de compensación, por si acaso, respondió groseramente: «No tengo por costumbre repetir mis prescripciones. Denme una pluma. Y sobre todo, pónganlo a leche. Más adelante, cuando hayamos acabado con los ataques y con la agripnia[10], no tengo inconveniente en que tome usted alguna sopa y algún puré; pero a leche, siempre a leche. Eso le gustará a usted, porque en España está de moda[11]. (Este chiste era conocidísimo de sus alumnos porque lo soltaba en el hospital cada vez que ponía a régimen lácteo a un hepático o a un cardíaco). Luego ya irá usted volviendo poco a poco a la vida ordinaria. Pero en cuanto vuelvan la tos y los ahogos, purgantes, lavados intestinales, cama y leche». Escuchó las últimas objeciones de mi madre con aspecto glacial, sin contestarlas, y como se fue sin haberse dignado explicar las razones de aquel régimen, que a mis padres les pareció que no tenía nada que ver con mi caso y que me debilitaría inútilmente, no me le hicieron adoptar. Claro es que procuraron ocultar al doctor Cottard su desobediencia, y para ello evitaban las casas donde se lo solía encontrar. Pero como mi estado se agravó, se decidieron a ponerme al régimen de Cottard con toda exactitud; a los tres días desaparecieron los estertores y la tos, y respiraba bien. Entonces comprendimos que Cottard, aunque me había encontrado bastante asmático, como más tarde nos dijo, y sobre todo «chiflado», vio claramente que lo que en aquel momento predominaba en mí era una intoxicación, y que lavándome bien el hígado y los riñones me descongestionaría los bronquios y me daría respiración, sueño y fuerzas. Y comprendimos que aquel imbécil era un gran clínico. Por fin pude levantarme. Pero ya no se hablaba de mandarme a los Campos Elíseos. Decían que era porque había un viento muy malo; yo me figuraba que se aprovechaban de ese pretexto para que ya no pudiera ver a la señorita de Swann, y no me quedó otro recurso que repetir a todas horas el nombre de Gilberta, como esa lengua natal que los naturales de un país vencido se esfuerzan por conservar para no olvidarse de la patria que nunca volverán a ver. Algunas veces mamá me pasaba la mano por la frente, diciéndome.

¿De modo que los jovenzuelos no cuentan ya a sus mamás las penas que tienen?

Francisca se acercaba a mí todos los días, y decía: «¡Qué cara tiene el señorito! ¿No se ha mirado usted al espejo? Parece un muerto». Verdad es que Francisca habría tomado el mismo aspecto fúnebre si yo no hubiese tenido más que un simple constipado. Esas lamentaciones provenían más bien de su «posición» que de mi estado de salud. Yo no distinguía entonces si ese pesimismo implicaba en Francisca dolor o satisfacción Provisionalmente decidí que era un pesimismo de profesión y de clase.

Un día, a la hora del correo, mamá me puso en la cama una carta. La abrí distraídamente, puesto que no podía llevar la única firma que me hubiera hecho feliz, la de Gilberta, porque no me trataba con ella fuera de los Campos Elíseos. Precisamente en la parte baja del papel, timbrado con un sello de plata que representaba a un caballero con su casco, a cuyos pies se retorcía la leyenda Per viam rectam[12], al final de una carta escrita con letra muy grande y que parecía llevar casi todas las frases subrayadas, sencillamente porque el trazo horizontal de la t no iba en la letra misma, sino suelto por encima, vi la firma de Gilberta. Pero como consideraba imposible esta firma en una carta a mí dirigida, el verla no me causó alegría, porque la visión no iba acompañada por la fe. Por un instante esa firma revistió de irrealidad a todo lo que me rodeaba; jugaba ella, la inverosímil, con vertiginosa velocidad, a las cuatro esquinas con la cama, la chimenea y la pared. Vi que todo vacilaba como cuando se cae uno de un caballo, y me pregunté si no había una existencia, enteramente distinta de la que yo conocía, en contradicción con ella, como que fuese la verdadera, y que al serme mostrada de pronto me infundía esa misma perplejidad puesta por los escultores que representan el juicio Final en las figuras de los muertos resucitados que se hallan en los umbrales del otro mundo. La carta decía: «Mi querido amigo: Me he enterado de que ha estado usted muy enfermo y de que ya no va a los Campos Elíseos. Yo tampoco, porque hay muchas enfermedades. Pero mis amigos vienen a casa a merendar los lunes y los viernes. Y de parte de mi mamá le digo que tendremos mucho gusto en que usted venga en cuanto esté bueno; podremos reanudar en casa nuestras gratas charlas de los Campos Elíseos. Adiós querido amigo. Espero que sus padres lo dejarán venir a merendar a menudo. Con los amistosos afectos de Gilberta».

Mientras que yo iba leyendo estas palabras mi sistema nervioso recibía con admirable diligencia la noticia de que me había ocurrido una cosa felicísima. Pero mi alma, es decir yo mismo, el principal interesado, seguía ignorándolo. La felicidad, la felicidad venida por el camino de Gilberta, era cosa en la que yo había pensado constantemente, una cosa toda de pensamientos; lo mismo que decía Leonardo de la pintura, mentale. Y una hoja de papel cubierta de caracteres es algo que el pensamiento no se asimila enseguida. Pero en cuanto acabé la carta pensé en ella, se convirtió en objeto de meditación ella también, en cosa mentale, y le tomé tanto cariño que tenía que leerla y besarla cada cinco minutos. Y entonces ya me di cuenta de mi felicidad.

La vida está llena de milagros de estos, milagros que pueden esperar siempre los enamorados. Quizá este hubiese sido provocado artificialmente por mi madre, que al ver cómo desde hacía algún tiempo iba yo perdiendo el ánimo de vivir pudo pedir a Gilberta que me escribiera; igual que en la época de mis primeros baños de mar, para que me gustara zambullirme, cosa que yo detestaba porque me cortaba la respiración, entregaba a escondidas al bañero preciosas cajitas de conchas y ramitas de coral que yo me creía que encontraba en el fondo del agua. Además, en todos esos acontecimientos que en la vida y en sus situaciones contrapuestas se refieren al amor lo mejor es no intentar comprender, puesto que en lo que tienen de inexorable y como de inesperado parecen regidos más bien por leyes mágicas que por leyes racionales. Un millonario, hombre encantador a pesar de sus millones, se ve despedido por la mujer pobre y sin atractivos con quien vivía; apela en su desesperación a toda la potencia del oro y pone en juego todas las influencias de la tierra para que su querida vuelva con él, sin lograrlo; ante la testarudez invencible de esa mujer, más vale suponer que el Destino quiere agobiarlo y hacerlo morir de una enfermedad al corazón que no buscar una explicación lógica. Esos obstáculos con que tienen que luchar los amantes, y que su imaginación, excitada por el dolor, intenta adivinar en vano, consisten muchas veces en una rareza del carácter de esa mujer de la que no pueden triunfar, en su necedad, en la influencia que sobre ella ejercen y los temores que le inspiran personas que el amante no conoce, o en la clase de placeres que momentáneamente pide a la vida, y que ni su amante ni la fortuna de su amante pueden proporcionarle. Sea como fuere, ello es que el amante está muy mal colocado para poder averiguar la naturaleza de esos obstáculos que la astucia femenina le oculta y que su propio discernimiento, viciado por el amor, le impide apreciar con exactitud. Se parecen a esos tumores que el médico acaba de reducir, pero sin saber cuál fue su origen. Porque, como ellos, esos obstáculos permanecen en el misterio; pero no son eternos, aunque, por lo general, suelen durar más que el amor. Y como el amor no es pasión desinteresada, ocurre que el enamorado que va dejando de estarlo ya no intenta averiguar por qué se negó obstinadamente años y años a ser querida suya esa mujer pobre y ligera de la que estuvo enamorado.

Y en materias amorosas, un misterio semejante al que oculta a nuestra vista muchas veces la causa de una catástrofe envuelve igualmente con harta frecuencia esas repentinas soluciones felices (como la que me trajo la carta de Gilberta). Soluciones felices o que al menos lo parecen, porque no hay solución realmente venturosa cuando está en juego un sentimiento de tal naturaleza que cualquier satisfacción que se le dé sólo sirve para mudar de sitio el dolor. Sin embargo, a veces parece que se da una tregua, y por algún tiempo triunfa la ilusión de estar curado.

Por lo que se refiere a esa carta que llevaba al pie un nombre que Francisca no quería creer que era el de Gilberta, porque la G, muy historiada y apoyada en una i sin punto, parecía una A, y la última sílaba estaba indefinidamente prolongada por una festoneada rúbrica, si se quiere buscar una explicación racional de la mudanza que suponía, y que tanto me alegró, acaso se llegue a la consecuencia de que se la debí en parte a un incidente que me pareció, muy por el contrario, que me perdería para siempre en el ánimo de los Swann. Poco tiempo antes Bloch vino s verme, en ocasión que el profesor Cottard, que volvió a asistirme cuando adoptamos su régimen, estaba en la alcoba. El médico ya me había reconocido, y seguía en el cuarto en calidad de amigo, porque aquella noche estaba invitado a cenar en casa; así, que dejaron pasar a Bloch. Estábamos charlando, y Bloch contó que había oído decir a una persona con quien cenara la noche antes y que era muy amiga de la señora de Swann, que esta me quería mucho; yo habría deseado contestarle que sin duda estaba equivocado, y afirmar que no conocía a la señora Swann y nunca había hablado con ella, por el mismo escrúpulo que me impulsó a decírselo al señor de Norpois y por temor a que la señora de Swann me tuviese por un embustero. Pero me faltó coraje para rectificar el error de Bloch porque comprendí muy bien que era voluntario y que si él inventaba una cosa que no pudo decir la señora de Swann era para hacer ostentación de que había cenado junto a una amiga de esta señora, cosa que Bloch consideraba muy lisonjera y que era mentira. Y ocurrió que, mientras que el señor de Norpois, al enterarse de que yo no conocía a la señora de Swann y de que me hubiera gustado conocerla, se guardó muy mucho de hablarle de mí, en cambio Cottard, que era su médico, indujo de lo que oyó decir a Bloch que la madre de Gilberta me conocía y apreciaba mucho, y pensó en decirle cuando la viera que yo era un muchacho encantador y que él me trataba, lo cual sería útil para mí y halagüeño para él, razones ambas que le decidieron a hablar a Odette de mi persona en cuanto tuvo ocasión.

Y entonces me fue dado conocer aquella casa aromada hasta en la escalera por el perfume que usaba la señora de Swann, pero embalsamada sobre todo por la dolorosa y característica seducción que emanaba de la persona de Gilberta. El implacable portero se trocó en benévola Euménide, y cuando yo le preguntaba si podía subir, tomó la costumbre de indicarme, quitándose la gorra con mano propicia, que mi plegaria había sido oída. Y aquellos balcones que desde fuera interponían entre mi persona y los tesoros que no me estaban destinados una mirada brillante, superficial y lejana que me parecía el mirar mismo de los Swann, llegué yo, un día de buen tiempo, después de haber estado hablando toda una tarde con Gilberta, a abrirlos con mi propia enano para que entrara un poco de aire, y a ellos me asomaba con Gilberta al lado los días en que recibía su madre, para ver llegar a las visitas, que muchas veces, al bajar del coche, levantaban la cabeza y me decían adiós con la mano, tomándome por algún sobrino de la señora de la casa. En aquellos momentos las trenzas de Gilberta me rozaban la cara. Esas trenzas, por lo fino de su grama, que parecía a la vez natural y sobrenatural, y por lo vigoroso de su artístico follaje, se me antojaban obra única hecha con césped del mismo Paraíso. ¡Qué celestial Herbario no hubiese yo dado por relicario a un mechón de esa grama, por poca que fuese! Pero ya que no tenía esperanza de lograr un pedacito verdadero de aquellas trenzas, habriame gustado poseer por lo menos una fotografía de ellas, cuánto más preciosa que la de las florecillas que dibujaba el Vinci. Por poderla obtener llegué a cometer verdaderas bajezas con algunos amigos de Swann y hasta con fotógrafos, bajezas que no me procuraron lo que yo deseaba, pero que me ligaron para siempre a tipos muy desagradables.

Los padres de Gilberta, que estuvieron tanto tiempo sin dejarme que viera a su hija, ahora —cuando yo entraba en el sombrío recibimiento, en el que se cernía perpetuamente, más formidable y deseada que antaño la aparición del rey en Versalles, la posibilidad de encontrármelos, en aquel recibimiento, donde por lo general yo, después de tropezar con un enorme perchero de siete brazos, como el Candelero de la Escritura, me deshacía en saludos ante un lacayo de largos faldones grises sentado en el arcón, criado al cual tomé yo allí, en lo oscuro, por la señora de Swann— los padres de Gilberta, decía, si pasaban por allí en el momento de mi llegada distaban mucho de mostrarse irritados y me estrechaban la mano sonriendo y diciéndome:

—¿Cómo está usted? (¿Conment allez vous?), —lo pronunciaban sin ligar la t de comment, pronunciación esa que yo luego al volver a casa, ejercitaba constante y voluptuosamente—. ¿Sabe ya Gilberta que está usted aquí? ¿Sí? Entonces lo dejamos.

Y aún es más: aquellas meriendas a las que Gilberta invitaba a sus amigas, y que por tanto tiempo juzgué yo la barrera más infranqueable de las acumuladas entre los dos, se convirtieron ahora en ocasiones para vernos, ocasión que me indicaba siempre Gilberta con unas letras, escritas (porque yo era aún amigo reciente) en papel de cartas siempre distinto. Una vez estaba exornado con un dibujo en relieve que representaba un perro de lanas azul encima de una leyenda humorística escrita en inglés y con signo de admiración; otras, con un áncora o con las iniciales G. S., desmesuradamente alargadas y en un rectángulo de la misma altura que el papel, o con el nombre de «Gilberta» bien atravesado en una esquina, en caracteres dorados que imitaban la letra de mi amiga y que acababan en una rúbrica, todo ello encima de un paraguas grabado en negro, o bien en un monograma en forma de sombrero chino, que encerraba todo el nombre en mayúsculas, pero sin que se pudiera distinguir una sola letra. Y por último, como la serie de papel de cartas de Gilberta no era ilimitada, aunque muy numerosa, al cabo de unas semanas veía yo volver ese que llevaba como el de la primera vez que me escribió, la leyenda Per viam rectam debajo del caballero con casco, en un medallón de plata oxidada. Y entonces me figuraba yo que Gilberta escogía un día determinada clase de papel y al siguiente otra distinta ateniéndose a, ciertos ritos; pero hoy creo que lo que hacía era recordar el papel en que había escrito la última vez a una de sus amigas, por lo menos a sus amigas que valían la pena de tomarse este trabajo, de modo que no se repitiera sino lo más de tarde en tarde que fuese posible. Como por causa de las distintas horas de sus respectivas lecciones, algunas de las amigas que Gilberta invitaba a merendar tenían que marcharse ya cuando otras no habían hecho más que llegar, desde la escalera oía yo escaparse del recibimiento un murmullo de voces que, en aquella emoción que me inspiraba la imponente ceremonia que iba a presenciar, rompía bruscamente, antes de que llegara al descansillo, los lazos que me unían aún a la vida anterior y me despojaban de toda memoria; y hasta se me olvidaba quitarme el pañuelo del cuello cuando estuviera en la casa caldeada, y mirar el reloj para no volver tarde.

Además, aquella, escalera, toda de madera, de las que solían hacerse por entonces en algunas casas de pisos, y de ese estilo Enrique II, que fue por mucho tiempo el ideal de Odette (aunque ya pronto lo menospreciaría), con un cartel que no tenía equivalente en nuestra casa: «Prohibido utilizar el ascensor para bajar», se me representaba como cosa tan de maravilla, que dije a mis padres que era una escalera antigua mandada traer de muy lejos por el señor Swann.

Tan grande era mi amor a la verdad, que no hubiese dudado en dar este detalle a mis padres aún a sabiendas de que era falso, porque era el «cínico» capaz de inspirarles el mismo respeto que yo sentía hacia la dignidad de la escalera de los Swann. Procedía yo en eso como el que delante de un ignorante que no sabe comprender en qué consiste el genio de un gran médico cree que hace bien en no confesar que el tal doctor no sabe curar los constipados de cabeza. Pero como carecía yo de todo espíritu de observación y, en general, no sabía ni cómo se llamaban ni a qué especie pertenecían las cosas que tenía ante los ojos, y lo único que comprendía es que cuando se acercaban a los Swann debían de ser extraordinarias, no estaba yo seguro de que al comunicar a mis padres el valor artístico y la remota procedencia de esa escalera decía una mentira. No estaba seguro, pero no dejaba de parecerme probable, porque sentí que me ponía muy encarnado cuando mi padre me interrumpió diciendo: «Sí, conozco esas casas; he visto una, y todas son iguales; lo que pasa es que Swann tiene tomados varios pisos; las ha hecho Berlier». Añadió que tuvo intención de tomar uno de aquellos cuartos, pero que renunció porque no le parecían cómodos y la entrada era muy obscura; eso dijo él; pero yo me di cuenta de que mi alma debía hacer los sacrificios necesarios al prestigio de los Swann ya la infelicidad, y por una interna decisión autoritaria aparté de mí para siempre, a pesar de lo que acababa de oír, como hace un devoto con la Vida de Jesús, de Renan, la idea disolvente de que su cuarto era un cuarto cualquiera donde nosotros hubiéramos podido vivir.

Aquellas tardes de merienda subía yo la escalera escalón por escalón, ya sin pensamiento y sin memoria, sin ser más que un juguete de los más viles movimientos reflejos, y llegaba a la zona donde se hacía sentir el perfume de la señora de Swann Ya se me figuraba estar viendo la majestad de la tarta de chocolate, rodeada por un círculo de platos con pastas y de servilletas grises adamascadas y con dibujos, requeridas por la etiqueta y características de los Swann. Pero aquel conjunto inmutable y reglamentado parecía depender, como el universo necesario de Kant, de un acto de libertad. Porque cuando estábamos todos en la salita de Gilberta, ella, de pronto, miraba el reloj y decía:

—Yo ya hace tiempo que almorcé, y no ceno hasta las ocho de modo que tengo ganas de tomar algo. ¿Qué les parece a ustedes?

Y nos hacía pasar al comedor, sombrío como un interior de templo asiático pintado por Rembrandt, donde había una tarta arquitectónica tan bonachona y familiar como imponente, que estaba allí, toda majestuosa como un día ordinario cualquiera, por si acaso a Gilberta le daba el capricho de quitarle su corona de almenas de chocolate y echar abajo sus murallas valientes y empinadas, murallas cocidas al horno como los bastiones del palacio de Darío. Y aún había más: porque para proceder a la destrucción de aquella ninívea[13] obra de pastelería Gilberta no consultaba solamente a su apetito, sino también al mío, mientras que iba extrayendo para mí del derruido monumento todo un lienzo brillante sembrado de frutas escarlata al modo oriental. Y hasta me preguntaba a qué hora cenaban mis padres, como si yo lo supiera, como si la turbación que me dominaba hubiese dejado persistir sensación de inapetencia o de hambre, noción de comida o imagen de familia en mi memoria vacía y mi estómago paralizado. Desgraciadamente, esa parálisis era más que momentánea. Vendría un momento en que habría que digerir esos dulces que yo tomaba sin darme cuenta. Pero aún estaba lejos. Y entre tanto, Gilberta me hacía «mi té». Del cual yo bebía muchísimo, aunque me bastaba con una taza para leo poder dormir en veinticuatro horas. Por eso mi madre solía decir: «Es un fastidio: este niño no puede ir a casa de los Swann sin volver malo». Pero ¿es que cuando estaba en casa de los Swann sabía yo siquiera que lo que bebía era té? Y aún de saberlo lo habría seguido tomando, porque supuesto que yo recobrara por un momento el discernimiento de lo presente, no por eso me volverían el recuerdo de lo pasado y la previsión de lo por venir. Mi imaginación era incapaz de llegar hasta ese tiempo remoto en que pudiera entrarme la idea de meterme en la cama y la necesidad de dormir.

No todas las amigas de Gilberta estaban sumidas en esa embriaguez que imposibilita para toda decisión. Algunas no querían té. Y entonces Gilberta decía: «Está visto qué no tengo éxito con mi té», frase muy usual en aquella época. Y añadía, para borrar más toda idea de ceremonia mientras desarreglaba la ordenada colocación de las sillas alrededor de la mesa: «Parece que estamos en una boda. ¡Dios mío, que estúpidos son los criados!».

Gilberta iba mordisqueando sentada en un asiento en forma de equis, que ella colocaba de modo que no guardara paralelismo con la mesa. Y como si fuera posible que tuviera tantos dulces a su disposición sin haber pedido permiso a su madre, cuando la señora Swann y cuyos días de recibir solían coincidir con las meriendas de Gilberta volvía de acompañar hasta la puerta a una visita y entraba corriendo un momento en el comedor, vestida a veces de terciopelo o con un traje de satén negro cubierto de encajes blancos, decía con aire de asombro.

—Vaya, parece que están ustedes comiendo buenas cosas. Me entran ganas al verlos a ustedes comer plumcake

—Pues te convidamos, mamá —respondía Gilberta.

—No puede ser, rica mía: ¿qué dirían mis visitas? Todavía tengo ahí a las señoras de Trombert, de Cottard y de Bontemps. Y la excelente señora de Bontemps acaba de llegar ahora mismo, y ya sabes tú que no hace visitas cortas. ¡Figúrate lo que dirían todas esas buenas señoras si viesen que yo no volvía! Cuando se vayan, si no llega nadie más, vendré a hablar con vosotras, que es mucho más entretenido. Creo que ya merezco que me dejen un poco tranquila: he tenido cuarenta y cinco visitas, y de las cuarenta y cinco, cuarenta y dos me han hablado del cuadro de Gérome. Y usted venga un día de estos —me decía a mía tomar su té con Gilberta—; se le liará a usted como le gusta, como usted le toma en su «studio» —añadía, huyendo en busca de sus visitas, como si yo hubiera venido a este mundo misterioso de su casa en busca de cosas tan conocidas como mis costumbres da de tomar el té, si yo tomara té alguna vez en un «studio» que no estaba muy seguro de tener—. ¿Qué, cuándo vendrá usted? ¿Mañana? Le haremos toasts tan buenos como los de casa de Colombi. ¿No? Es usted una mala persona decía porque en cuanto empezó a tener ella también su pequeña reunión adoptó los modales de la señora de Verdurin y su tono remilgado de despotismo. Esta última promesa no podía contribuir a acrecer la tentación, porque para mí los toasts y Colombi eran cosas igualmente desconocidas. Lo que parecerá más raro, porque ahora ya todo el mundo habla así, hasta en Combray, es que yo no comprendiese en el primer momento a quién se refería la señora de Swann cuando le oí hacer el elogio de mi vieja nurse Yo no sabía inglés, pero me di cuenta enseguida de que esa palabra designaba a Francisca. Y yo, que en los Campos Elíseos tenía tanto miedo de la mala impresión que debía de causar Francisca, me enteré ahora por la misma señora de Swann de que lo que inspiró simpatía, tanto a ella como a su marido, por mi persona fue lo que Gilberta les contaba de mi nurse. «Se ve que lo quiere a usted mucho y que es muy buena». (Y enseguida mudé de parecer con respecto a Francisca. Y en cambio dejó de parecerme cosa necesaria el tener una institutriz con impermeable y plumero). Y, en fin, deduje de algunas frases que a la señora de Swann se —le escaparon sobre la señora Blatin que aunque estimaba su benevolencia temía sus visitas, y que el haber tenido trato con esta señora no me hubiera sido tan útil como yo me figuraba y en nada me habría favorecido a los ojos del matrimonio Swann.

Pero sólo en calidad de amigo de Gilberta es como empecé ya a explorar aquellas mágicas regiones que, contra todo lo que yo esperaba, abrieron ante mí sus hasta entonces cerradas avenidas. El reino donde yo tenía acogida estaba a su vez contenido en otro aún más misterioso, donde vivían su sobrenatural vida Swann y su esposa; ese reino hacia el cual se dirigían ellos después de darme la mano cuando nos cruzábamos en el recibimiento. Pero pronto penetré también en el corazón del santuario. Por ejemplo, Gilberta había salido y estaban en casa el señor Swann o su esposa. Preguntaban quién había llamado, y al saber que era yo me rogaban que pasara un momento a sus habitaciones porque deseaban que interpusiera mi influencia sobre Gilberta en este o en el otro sentido, para tal o cual cosa. Se me venía a la memoria aquella carta tan completa y persuasiva que yo escribí una vez a Swann, y que ni siquiera se dignó contestar. Y me admiraba la impotencia del razonar, del discurrir y de los sentimientos para operar la más mínima conversión, para resolver una de esas solas dificultades que luego la vida, sin que nos pernos cuenta de cómo lo hizo, desenreda con tanta facilidad. Mi nueva posición de amigo de Gilberta con mucha influencia sobre su ánimo me ganaba ahora el mismo favor que si hubiese tenido por compañero en un colegio donde yo ocupaba siempre los primeros puestos a un hijo del rey, y por esta casual circunstancia me franqueara algún portillo de Palacio y hasta lograra audiencias en el salón del Trono. Swann, con infinita amabilidad, como si no estuviese abrumado por gloriosos quehaceres, me hacía pasar a la biblioteca y me dejaba estarme allí una hora, contestando con balbuceos, con silencios tímidos entrecortados por breves e incoherentes arranques de valor, a sus palabras, de las que apenas si entendía yo una por la emoción que me dominaba; me enseñaba objetos de arte y libros que él suponía habrían de interesarme, y yo no dudaba que fuesen infinitamente más preciosos que todos los que se encierran en el Louvre y en la Biblioteca Nacional; pero lo cierto es que me era imposible mirarlos. Y en esos momentos me hubiera parecido muy bien que su maestresala me pidiese mi reloj, mi alfiler de corbata, mis botas o un documento firmado donde lo nombraba mi heredero; porque, según la hermosa expresión popular de autor desconocido, como las más célebres epopeyas, pero que indudablemente tuvo, como ellas, al contrario de la teoría del Wolf, su autor (un hombre inventivo y modesto de esos que nos encontramos todos los años), que crean frases felices como «leer su nombre en la cara», pero sin revelarnos ellos el suyo yo no sabía lo que estaba haciendo. A lo sumo, me asombraba, si la visita era muy larga, de la falta de resultado, de la carencia de toda conclusión feliz a que me llevaban aquellas horas transcurridas en la morada mágica. Pero mi decepción no se basaba ni en la insuficiencia de las magistrales obras que me mostraban ni en mi imposibilidad de fijar en ellas mi distraído mirar. Porque si a mí me parecía milagroso poder estar en el despacho de Swann no era por el valor intrínseco de las cosas que allí había, sino porque a todas esas cosas —y lo mismo aunque hubieran sido las más horribles del mundo— estaba adherido un sentimiento particular triste y voluptuoso, que yo localizaba en ellas hacía tantos años y que aún las empapaba; e igualmente me sucedía que la muchedumbre de espejos, cepillos de plata y altares de San Antonio de Padua, pintados o esculpidos por los mejores artistas, amigos suyos todos, nada tenían que ver en el sentimiento de mi indignidad y de la regia benevolencia de la señora de Swann cuando esta me recibía un instante en su habitación, donde tres Hermosas e imponentes criaturas, primera, segunda y tercera doncella, preparaban sonrientes maravillosos atavíos; esa habitación a la que me encaminaba yo, cuando el lacayo de calzón corto profería la orden de que la señora quería decirme tina cosa, por el sinuoso sendero de un pasillo todo él embalsamado a distancia por esencias preciosas cuyos fragantes efluvios se exhalaban constantemente del tocador.

Cuando la señora de Swann se había vuelto ya con sus visitas, todavía la oíamos hablar y reír, porque aunque no hubiera más que dos personas, ella, como si tuviese que habérselas con todos los «camaradas», alzaba la voz y lanzaba sus frases, como vio hacer al «ama», allá en el «cogollito», en los momentos en que «llevaba la batata de la conversación». Como las expresiones que más nos gusta utilizar, al menos por una temporada, son las que hemos tomado a otras personas, la señora de Swann escogía ya las aprendidas de personas distinguidas que su marido no tuvo más remedio que presentarle (y de estas precedía ese amaneramiento que consiste en suprimir el artículo o el pronombre demostrativo ante un adjetivo que califica a tina persona), va otras más vulgares (por ejemplo: «¡Es tina pequeñez!», frase favorita de una de sus amigas) y hacía por colocarlas en todas las historietas que, por costumbre tornada en el «clan», le gustaba contar. Y después de, contarlas solía decir: «Me lista macho esta historia; ¿verdad que es bonitísima?»; esto de bonitísima provenía, por vía de su esposo, de los Guermantes, que ella no trataba.

La señora de Swann se marchaba del comedor; pero entonces le tocaba a su marido, que acababa de volver a casa, hacer su aparición entre nosotros.

¿Sabes si tu madre está sola, Gilberta?

—No, papá: todavía hay gente.

¿Todavía? ¡Y son las siete! ¡Es tremendo! La pobre debe de estar hecha pedazos; ¡Qué odioso! Yo siempre había oído en casa pronunciar la palabra odioso (odieux, con o larga pero los señores de Swann pronunciaban de otro modo, con o breve). Está así desde las dos de la tarde —proseguía, volviéndose hacia mí—. Y Camila me ha dicho que sólo de cuatro a cinco han venido doce personas. Doce o catorce me parece que me ha dicho. Doce creo…; en fin, no sé. Cuando volví a casa ya no me acordaba que era su día de recibir, y creí que había una boda en la casa al ver tanto coche a la puerta. Estoy hace un rato en la biblioteca; pero los campanillazos no cesan un momento, y palabra de honor que me han dado dolor de cabeza. ¿Y sabes si hay todavía mucha gente con ella?

—No, nada más que dos visitas.

—¿Sabes quiénes son?

—La señora de Cottard y la señora de Bontemps.

—¡Ah!, ¿la esposa del director general del Ministerio de Obras Públicas?

—Sí, creo que su marido está empleado en un ministerio, pero no sé a punto fijo qué cargo tiene —añadía Gilberta, echándoselas de niña.

—Pero tontuela, estás hablando como una niña de dos años ¿Con que empleado en un ministerio dices? Pues es nada menos que director general, es decir, el que manda en todo el establecimiento. Pero ¡qué estoy diciendo! Es más que director general, es subsecretario.

—Yo no entiendo de eso. ¿De modo que ser subsecretario es muy importante? —respondía Gilberta, que no perdía ocasión de denotar su indiferencia hacia todas aquellas cosas que inspiraban vanidad a sus padres (y puede que pensara que de ese modo aún realzaba el mérito del trato con una persona tan brillante haciendo como que no le concedía importancia).

—Ya lo creo que lo es —exclamó Swann, que prefería a aquella modestia, que acaso me hubiera dejado en la duda, tan lenguaje más explícito—. Es el primero después del ministro. Es hasta más que el ministro, porque él lo hace todo. Además, dicen que es un talento, hombre de primer orden, distinguidísimo. Es oficial de la Legión de Honor. Persona deliciosa, un muchacho de muy buena presencia.

Su mujer se había casado con él en contra del parecer de todo el mundo, porque era un «ser exquisito». No le faltaba ninguna de esos elementos que constituyen un raro y delicado conjunto: barba rubia y sedosa, lindas facciones, voz nasal y un ojo de cristal.

—¿Sabe usted? —dijo dirigiéndose a mí—; a mí me divierte mucho ver a esa gente en el Gobierno actual, porque son los Bontemps, de la casa Bontemps Chenut, tipo de la clase media reaccionaria y clerical, muy estrecha de ideas. Su pobre abuelo de usted conoció, por lo menos de oídas y de vista, al Chenut viejo, que daba una perra chica de propina a los cocheros aunque era muy rico para aquellos tiempos, y al barón Bréau Chenut. Toda la fortuna se hundió en el kyack[14] de la Unión General (usted no, ha conocido eso, es muy joven), y, claro, se rehacen como pueden.

—Sí; ese señor es tío de una pequeña que iba a casa de mi profesora, pero a una clase muy por bajo de la mía, la famosa Albertina. Puede que llegue a ser muy fast[15], pero ahora ya tiene un toque especial.

—Esta chica mía es asombrosa, conoce a todo el mundo.

—No, yo no es que la conozca; la veía pasar y oía gritar Albertina por aquí y Albertina por allá. Pero a la señora de Bontemps sí que la conozco, y tampoco me gusta.

—Pues no tienes razón, en absoluto; es una señora encantadora, bonita, inteligente. Hasta tiene gracia a veces. Voy a saludarla y preguntarle si su marido cree que tendremos guerra y si se puede contar con el rey Teodosio. Él lo debe de saber porque está iniciado en los secretos de los dioses.

No era ese el modo de hablar que Swann tenía antes; pero todos hemos visto princesas de sangre real muy sencillas que, cuando diez años más tarde se dejan raptar por un ayuda de cámara, quieren tratar a mucha gente, y al ver que se resisten a ir a su casa adoptan espontáneamente el lenguaje de viejas cócoras, y se les oye decir cuando alguien habla de una duquesa muy a la moda: «Ayer estuvo en casa», y «Yo hago una vida muy retraída». Así, que es inútil observar las costumbres, puesto que se las puede deducir de las leyes psicológicas.

Los Swann participaban de ese defecto de quien no ve su casa muy concurrida; para ellos, la visita, la invitación, o sencillamente la frase amable de una persona algo distinguida, era un acontecimiento que deseaban publicar. Si, por una mala suerte, daba la coincidencia que los Verdurin estaban en Londres cuando Odette había dada una comida un tanto brillante, ya se las arreglaban para que algún amigo común les cablegrafiara la noticia allende el Canal. Y los Swann ni siquiera podían guardarse para ellos solos las cartas y los telegramas lisonjeros que Odette recibía. Se hablaba de ellos a los amigos y pasaban de mano en mano. De manera que el salón de los Swann venía a parecerse a los hoteles de los balnearios, donde se exponen al público los telegramas.

Además, las personas que conocieron al Swann antiguo, no ya fuera de sociedad, como yo, sino en el mundo social, en aquel ambiente de los Guermantes, donde, excepto para las altezas y duquesas, se tenían infinitas exigencias en punto a simpatía e ingenio y se lanzaban condenas de exclusión contra hombres eminentes, tachándolos de vulgares y aburridos, tenían por qué sorprenderse ahora al ver palpablemente que el Swann antiguo, no sólo dejó de ser discreto al hablar de sus conocimientos, sino también de ser exigente cuando había que elegirlos. ¿Cómo era posible que no lo exasperara la señora de Bontemps, tan ordinaria y tan mala? ¿Por qué llegaba hasta considerarla agradable? Y el recuerdo del círculo de los Guermantes, que al parecer debía de haberle hecho imposibles estas cosas, en realidad le servía de ayuda: Entre los Guermantes había, a diferencia de lo que ocurre con las tres cuartas partes de las peñas del gran mundo, buen gusto, hasta refinamiento, pero no faltaba el snobismo, y de aquí que fuese posible una interrupción momentánea en el ejercicio del buen gusto. Si se trataba de una persona no indispensable al círculo aquel, de un ministro de Negocios Extranjeros, solemne republicano, o de un académico verboso, el buen gusto se empleaba a fondo en su contra: Swann compadecía a la señora de Guermantes por haber tenido al lado en el banquete de una embajada a comensales de esa suerte, a los cuales preferían ellos mil veces un hombre elegante, es decir, un hombre de la peña Guermantes, que no servía para nada, pero que participaba del peculiar ingenio de los Guermantes: alguien de la misma capilla. Pero iban una duquesa o una princesa de sangre real a cenar a menudo a casa de la señora de Guermantes y ya entraba ella también a formar parte de la capillita, aunque sin ningún derecho y sin estar penetrada de su espíritu. Pero con esa simplicidad de las personas del gran mundo, desde el momento que se la invitaba, todos se ingeniaban por encontrarla agradable, ya que no podían decir que si se la había invitado fue por lo agradable que era. Swann iba en socorro de la señora de Guermantes, y le decía, cuando ya se había marchado la alteza:

—En el fondo parece buena persona, y hasta tiene cierto sentido de lo cómico. Claro que no debe de haber buceado en la Crítica de la Razón pura, pero no es desagradable.

—Opino exactamente lo mismo que usted —respondía la duquesa—. Y hoy estaba un poco azorada pero verá usted cómo puede llegar a ser encantadora.

—Es muchísimo menos cargante que la señora X (se trataba de la esposa del académico verboso, dama muy notable), que le cita a uno veinte libros.

—No hay comparación posible.

Y en casa de la duquesa adquirió Swann la facultad de decir semejantes cosas y de decirlas con sinceridad, y la había conservado. Ahora la utilizaba con las personas que iban a su casa. Esforzábase por discernir y estimar en ellas las buenas cualidades que revela cualquier ser humano si se lo examina con favorable prevención y no con la desgana de los delicados; hacía resaltar los méritos de la señora Bontemps, como antaño los de la princesa de Parma, que en realidad hubiera debido ser excluida del círculo Guermantes, de no haber habido trato de favor para ciertas altezas y si no hubiese tenido en cuenta, aún tratándose de altezas, más que la gracia y una cierta simpatía. Ya vimos en otra parte que a Swann le gustaba (y ahora se limitaba a hacer de esta inclinación aplicación mucho más duradera) cambiar su posición en sociedad por otra que en determinadas circunstancias le convenía mejor. Sólo los incapaces de descomponer en sus percepciones lo que al primer pronto parece indivisible se imaginan que la posición social está adherida a la persona. Un mismo ser cogido en sucesivos momentos de su vida se introduce en ambientes de distinta altura en la escala social, que no siempre son más elevados; y cada vez que en un período diferente de nuestra vida creamos relaciones o las reanudamos con un medio determinado, donde nos miman, empezamos, muy naturalmente, a tomarle apego y a echar en él raíces humanas.

Por lo que hace a la señora de Bontemps, se me figura que Swann, al hablar de ella con tanta insistencia, no dejaba de pensar con gusto que así mis padres se enterarían de que iba a visitar a su mujer. Y a decir verdad, en casa los nombres de las personas que la señora de Swann iba tratando poco a poco, más bien picaban la curiosidad que excitaban admiración. Al oír el de la señora Trombert, mi madre decía:

—¡Ah! Un nuevo recluta, que llevará otros a la casa.

Y como si comparase aquel modo, un tanto sumario, rápido y violento, con que la señora de Swann conquistaba a sus amistades a una guerra colonial, añadía mamá:

—Ahora que los Trombert han hecho sumisión, no tardarán mucho en rendirse las tribus vecinas.

Cuando había visto por la calle a la señora de Swann, nos decía al volver a casa:

—He visto a la señora de Swann en pie de guerra; debía de llevar propósitos de ofensiva fructuosa contra los Masochutos, los Cingaleses o los Trombert.

Y cuando yo le decía haber encontrado en aquel ambiente de los Swann, un tanto compuesto y artificial, a algunas personas nuevas, sacadas, quizá con no poco trabajo, de distintos medios sociales para llevarlas a aquella casa, mamá adivinaba en seguida de dónde procedían, y hablaba de ellas como de trofeos duramente ganados; decía:

—Conquistado en una expedición a casa de los X.

Mi padre se preguntaba qué ventajas podía ver la señora de Swann en atraerse a una burguesa tan poco elegante como la señora de Cottard, y decía: «A pesar de la buena posición del profesor, confieso que no lo entiendo». Mamá, por el contrario lo entendía muy bien: sabía que una gran parte del placer que siente una mujer cuando penetra en un ambiente distinto a aquel en que vivía antes consiste en poder informar a sus antiguos amigos de las amistades relativamente brillantes con que ha substituido la suya. Para eso es menester un testigo, al que se deja entrar en ese mundo nuevo y delicioso como en una flor a un insecto zumbante y veleidoso, que luego irá esparciendo al azar en sus visitas, o por lo menos así se espera, la noticia, el germen de admiración y envidia que allí robara. La señora de Cottard, hecha a propósito para dicho papel, pertenecía a esa clase especial de invitados que mamá llamaba, con un rasgo de ingenio de los que tenía de común con su padre, los «Extranjero, ve a Esparta y di…» Además —sin contar otro motiva que no se supo hasta años más tarde—, la señora de Swann podía invitar a aquella amiga benévola, reservada y modesta sin temor a introducir en su casa, en sus días «brillantes», una rival o una traidora. Sabía el enorme número de cálices burgueses que aquella activa obrera podía visitar en una sola tarde cuando se armaba con tarjetero y airón de plumas. Le constaba su fuerza de diseminación, y, basándose en un cálculo de probabilidades, tenía motivo para pensar que, verosímilmente, tal íntimo de los Verdurin se enteraría al día siguiente de que el gobernador de París había dejado tarjeta en casa de la señora de Swann, o que el mismo Verdurin oiría contar cómo el señor Le Hault de Pressagny, presidente del Concurso Hípico, había llevado a Swann y a su esposa a la función de gala en honor del rey Teodosio; y no suponía que los Verdurin estuviesen informados más que de esos dos acontecimientos, tan lisonjeros para ella, porque las materializaciones particulares con que nos representamos y codiciamos la gloria son muy pocas, debido a un defecto de nuestra alma, que es incapaz de imaginar a la vez todas las formas —aún indistintas— que nosotros esperamos de modo indudable que nos habrá de ofrecer la gloria algún día.

Además, la señora de Swann no había obtenido buenos resultados más que en el llamado «mundo oficial». Las señoras elegantes no iban a su casa. Y, no era la presencia de notabilidades republicanas lo que las hacía huir. Cuando era yo muy niño toda la sociedad conservadora era mundana y en una reunión de buen tono no se podía recibir a un republicano. Las personas que vivían en ese ambiente se figuraban que la imposibilidad de invitar a un «oportunista», y mucho menos todavía a un terrible radical, sería cosa que durara siempre, como las lámparas de aceite y los ómnibus de tracción animal. Pero la sociedad se parece a los calidoscopios, que giran de vez en cuando, y va colocando de distinto modo elementos considerados como inmutables, con los que compone otra figura. No había yo hecho mi primera comunión, cuando ya unas señoras de ideas religiosas se quedaban estupefactas al encontrarse en una visita con una judía elegante. Estas nuevas disposiciones del calidoscopio las produce lo que un filósofo llamaría un cambio de criterio. El asunto Dreyfus trajo consigo una de ellas, en época un poco posterior a aquella en que yo empecé a ir a casa de los Swann y el calidoscopio trastornó una vez más sus menudos rombos de colores. Todo lo judío estuvo en baja, hasta la dama elegante, r ascendieron a ocupar su puesto desconocidos nacionalistas. El salón más brillante de París fue el de un príncipe austriaco y ultracatólico. Pero si en vez de ocurrir lo de Dreyfus hay guerra con Alemania, el calidoscopio habría girado en otra dirección, Los judíos hubiesen demostrado, con general asombro, que también eran patriotas, no se habría resentido su buena posición, y ya nadie hubiese querido ir, ni siquiera confesar que había ido nunca, a casa del príncipe austriaco. Eso no quita para que; cada vez que la sociedad está momentáneamente inmóvil, los que en ella viven se imaginen que no habrá de cambiar nunca; lo mismo que, aún habiendo asistido a los comienzos del teléfono, se resisten a creer en el aeroplano. Entretanto, los filósofos periodísticos fustigan el período precedente, y no sólo los placeres que entonces se preferían, y que les parecen la última palabra de la corrupción, sino también las producciones de artistas y filósofos, que para ellos no tienen ningún valor, como si estuviesen indisolublemente ligadas a las sucesivas modalidades de la frivolidad mundana. Lo único que no cambia es la idea de que siempre parece «que las cosas han cambiado en Francia». En la época en que yo iba a casa de la señora de Swann todavía no había estallado la cuestión Dreyfus, y había judíos muy influyentes. Éralo más que ninguno sir Rufus Israels; su mujer, lady Israels, era tía de Swann. Esta señora, personalmente no tenía íntimos tan elegantes como su sobrino, que por su parte no la quería mucho y nunca la cultivó asiduamente, aunque verosímilmente era su heredero. Pero ella era la única de los parientes de Swann que tenía conciencia de la posición mundana de su sobrino, porque los demás estuvieron siempre respecto a este punto en la misma ignorancia en que por mucho tiempo estuvimos nosotros. Cuando en una familia hay un individuo que emigra a la alta sociedad —cosa que a él le parece un fenómeno único—, pero que luego, a diez años de distancia, ve que logró también, de otra manera y por razones distintas, más de un muchacho que se crio con ella, describe en torno de él una zona de sombra, una terra incógnita, muy visible hasta en sus menores matices a para que los que la habitan, pero que es toda tinieblas y vacío para los que no entran en ella y la bordean sin sospechar que existe allí, junto a ellos. Como no había habido ninguna Agencia Havas que informase a las primas de Swann de la gente con quien él se trataba, sus parientes se contaban con sonrisas de condescendencia (claro que antes de ocurrir su espantable boda), en las comidas de familia, que habían empleado «virtuosamente» el domingo anterior en ir a ver al «primo Carlos», al que llamaban ingeniosamente, por considerarlo un tanto envidioso y pariente pobre, «el primo Bete», jugando con el título de la novela de Balzac. Lady Rufus Israels sabía perfectamente cuáles personas prodigaban a Swann una amistad que a ella le inspiraba envidia. La familia de su marido, que venía a ser una equivalente de la de los Rothschild, estaba encargada desde varias generaciones atrás de los asuntos de los príncipes de Orleáns. Y lady Israels, extraordinariamente rica, tenía mucha influencia, y la puso toda en juego para que ninguno de sus conocidos se tratara con Odette. Sólo una de sus amistades desobedeció, en secreto: la condesa de Marsantes. Y quiso la mala suerte que, habiendo ido Odette a hacer una visita a la condesa de Marsantes, lady Israels entrara en la casa al mismo tiempo casi. La condesa estaba volada. Con esa cobardía propia de personas que, sin embargo, están en disposición de permitírselo todo, no dirigió la palabra a Odette ni una sola vez, de modo que esta no se sintió muy animada a proseguir de allí en adelante su incursión en una zona social que, además, no era, en manera alguna, la que más le gustaba. Y en aquel completo despego hacia el barrio de Saint-Germain Odette mostraba que seguía siendo la cocotte sin cultura, muy distinta de esos burgueses enteradísimos de todas las minucias de la genealogía y que engañan con la lectura de memorias antiguas la sed de relaciones aristocráticas que la vida no les proporciona. Y Swann, por su parte, seguía siendo indudablemente el amante para quien todas estas particularidades de su antigua querida son agradables o inofensivas, porque muchas veces oí a su mujer proferir verdaderas herejías mundanas sin que (por un resto de cariño, una falta de estima o pereza de perfeccionarla) intentara corregírselas. Quizá eso fuera también una forma de aquella su sencillez que por tanto tiempo nos tuvo engañados en Combray, causa ahora de que, aún continuando su trato, él por lo menos, con personas muy brillantes, no tenía interés en que en las conversaciones de la reunión de su esposa se atribuyese importancia alguna a esa gente. Y es que, en realidad, para Swann tenían cada vez menos, porque el centro de gravedad de su vida había cambiado de sitio. Ello es que la ignorancia de Odette en materias mundanas era muy grande, y si el nombre de la princesa de Guermantes salía en la conversación después del de su prima la duquesa, decía: «¡Ah!, esos son príncipes, lían subido en jerarquía». Cuando se hablaba del «príncipe», refiriéndose al duque de Chartres, Odette rectificaba: «¡Duque, duque de Chartres, no príncipe!». Y si se trataba del duque de Orleáns, hijo del conde de París, Odette exclamaba: «Es curioso, el hijo es más que el padre», añadiendo, porque era anglómana: «La verdad es que se hace uno un lío con todas esas Royalties»; una vez le preguntaron qué provincia eran los Guermantes, y respondió que del departamento del Aisne.

Pero Swann estaba ciego, en lo que hacía a Odette, no sólo para aquellas lagunas de su educación, sino para lo mediocre de su inteligencia. Y es más: siempre que Odette contaba un cuento estúpido, Swann la escuchaba complacido, alegre, casi admirado, como con un rezago de voluptuosidad; y, en cambio, en la misma conversación, las cosas finas o profundas que él dijera las escuchaba Odette, por lo general, sin interés, impaciente y de prisa, y muchas veces las contradecía severamente. Y si se piensa, a la inversa, en tantas mujeres de mérito que se dejan seducir por un zopenco, implacable censor de sus más delicadas frases, mientras que ellas se extasían, con la infinita indulgencia del cariño, ante sus más vulgares tonterías, se llegaría a la conclusión de que en muchos hogares es usual esa sumisión de los espíritus selecto; a los vulgares. Y, volviendo a las razones que impidieron a Odette el acceso al barrio de Saint-Germain, convendrá Hacer notar que la última vuelta del calidoscopio mundano la determinó una serie de escándalos. Se averiguó que unas cuantas mujeres a cuyas casas iba la gente con toda confianza eran prostitutas, espías inglesas. Y vino un tiempo en que se exigiría, o se creería exigir al menos, a todo el inundo tener ante todo tino posición sólida, bien asentada. Odette representaba cabalmente todas esas cosas con las que se rompieron las relaciones, aunque para reanudarlas enseguida (porque los hombres no cambian de un día para otro y buscan en un régimen nuevo la continuación del antiguo, pero con una forma distinta que permitiese hacerse el tonto y figurarse que ya no era la misma sociedad que la de antes del cambio. Y Odette se parecía demasiado a las damas «condenadas» de aquella sociedad. La gente del gran mundo es muy corta de vista: en el mismo momento en que dejan de tratarse en absoluto con las señoras israelitas que conocían, cuando se preguntaban cómo habrán de llenar ese vacío, surge ante sus ojos, como empujada por una noche tormentosa, una nueva dama, también israelita; pero gracias a su novedad no está asociada como las otras, en el ánimo de esa gente, a lo que ellos se creen en la obligación de detestar. No pide que respeten a su Dios, Y la admiten. No era el antisemitismo lo que se debatía en la época en que yo empecé a ir a casa de Odette. Pero la señora de Swann se parecía a aquella cosa de la que huirían todos durante algún tiempo. Swann iba a visitar bastante a menudo a algunos de sus amigos de antaño, es decir, de los que pertenecían a la más elevada sociedad. Sin embargo, cuando nos hablaba de las personas que había ido a ver, observaba yo que en el modo de elegirlas entre todas las que antaño trataba se guiaba por el mismo criterio, semiartístico, semihistórico, que tenía como coleccionista. Y yo, al notar que muchas veces la persona que a Swann le atraía era esta o aquella dama salida de su esposa, y que le interesaba por haber sido querida de Liszt o porque Balzac dedicó una novela a su abuela, lo mismo que compraba un grabado porque lo había descrito Chateaubriand), sospeché que allá en Combray substituimos un error por otro: el de creer que Swann era un burgués que nunca iba a sociedad por el de imaginárnoslo uno de los hombres más elegantes de París. Ser amigo del conde de París no quiere decir nada. ¡Cuántos hay, de estos «amigos de príncipes», que no podrían entrar en una reunión un poco severa! Los príncipes saben que son príncipes, no son snobs[16], y se creer: tan por encima de todo lo que no sea de su sangre, que los grandes señores y los burgueses se les aparecen, por bajo de ellos, al mismo nivel. Además, Swann no se satisfacía con buscar en la sociedad, tal como ella existe, apegándose a los hombres que en ella inscribió el pasado y que aún se pueden leer, un simple placer de artista y hombre culto, sino que gozaba de, una diversión bastante vulgar formando como ramilletes sociales, es decir, agrupando elementos heterogéneos, personas cogidas de aquí y de allá. Esas experiencias de sociología recreativa (o que así lo era para Swann) no siempre tenían la misma repercusión —por lo menos de un modo constante— en las amigas de su mujer. «Tengo intención de invitar el mismo día a los Cottard y a la duquesa de Vendóme», decía riéndose con el aire de regalo de un goloso que piensa probar en una salsa a cambiar el clavo por la pimienta de Cayena. Y este proyecto, que efectivamente parecía agradable a los Cottard, tenía la virtud de sacar de quicio a la señora de Bontemps. Porque la habían presentado hacía poco a la duquesa de Vendóme, y le pareció casa tan natural y agradable. Y no fue chico placer el suyo el contárselo a los Cottard, para darse tono con ellos. Pero como esos señores recién condecorados que en cuanto tienen su cruz quisieran que se cerrara enseguida el grifo, la señora de Bontemps hubiese querido que después de ella ya no presentasen a la princesa a ninguna persona de su clase. Interiormente maldecía el depravado gusto de Swann, que para dar realidad a un mísero capricho estético disiparía de un golpe toda aquella nube de importancia que ella colocó ante los Cottard hablándoles de la duquesa de Vendóme. ¿Y cómo iba a atreverse a anunciar siquiera a su marido que el profesor y su esposa iban a participar del mismo placer de que se vanagloriaba ella como de cosa única? ¡Y todavía si los Cottard supieran que no se los invitaba en serio, sino para divertirse…! Es cierto que con el mismo fin fueron invitados los Bontemps; pero como a Swann se le había pegado en la aristocracia ese externo donjuanismo de hacer creer a dos mujeres que nada valen que sólo a una de ellas se la quiere de veras, habló a la señora de Bontemps de la duquesa de Vendóme como de persona indicadísima para que cenaran en la misma mesa. «Sí, tenemos pensado invitar a la duquesa el mismo día que a los Cottard —dijo unas' cuantas semanas más tarde la señora de Swann—: Mi marido se figura que de esa conjunción tiene que salir algo divertido»; porque si bien es verdad que había conservado Odette de su paso por el «cogollito» algunas de las costumbres caras a la señora de Verdurin, como la de gritar mucho para que la oyeran todos los fieles, en cambio empleaba también determinadas expresiones favoritas en el grupo Guermantes —como esta de «conjunción»—, cuya influencia sufría Odette a distancia e inconscientemente, como el mar la de la luna, y sin que por eso se acercara más a él.