Aún estábamos discutiendo sobre el asunto del vino dos días más tarde. Radu y yo estábamos de camino al velatorio de Benny, organizado en su estrecha oficina, a pesar de la multitud, porque el almacén aún tenía varios agujeros grandes. El resto de los hechizos ocultos de Benny se habían sacrificado, para evitar que el gran número de visitantes normales que llegaran a la parte de delante de la tienda causaran demasiado asombro.
Observé un camión de correos bajando por la calle, que parecía claramente inofensivo hasta que de repente torció a la izquierda y se metió por la entrada principal. Me pregunté qué podría ser tan grande como para necesitar utilizar un camión como camuflaje. Era mejor que escuchar a Radu llorar por tener que comprar vino «y de una cosecha inferior, además» porque sus reservas estaban prácticamente a cero.
Luego vi unos andares arrogantes y familiares bajando por la calle, con una capa que se arremolinaba sobre sus botas. Unos pocos rayos de luz natural aún estaban asomándose sobre el borde del horizonte de neón de Las Vegas, así que tenía la capucha puesta, pero no importaba. Conocía el paso de Mircea tan bien como el mío. Tuve un arranque rápido e irracional de pánico angustioso.
—Ni se te ocurra. —No me di cuenta de que me había alejado hasta que sentí a Radu agarrarme del hombro.
—Supongo que salvar la vida de un hombre no sirve como solía para saldar las deudas.
—No, cuando también haces estallar su sótano y destruyes su casa.
—Tuve algo de ayuda con la casa.
Radu resopló y me condujo hasta dentro de la oficina. Había un gigante apretujado en una esquina, con una barba larga como humo hasta su pecho, que supuse que había sido el que se camuflaba con el camión. Un par de docenas de troles, unos pocos humanos, definitivamente cambiaformas, a juzgar por el alboroto que estaban armando, y unos pocos demonios eran los asistentes que habían ido al entierro y que se habían reunido hasta ahora. Le di el pésame a Olga, que se veía regia vestida de satén y con velo, y se dirigía a la seguridad relativa de la pequeña cocina.
Estaba abarrotada de comida, que no examiné muy de cerca, y los barriles de cerveza estaban apilados hasta el techo. La botella de Radu parecía insignificante en comparación, como algo que un trol se podría beber para rematar. Aun así, estaba buscando un abridor cuando me quitaron la botella de las manos suavemente.
—Te vas a perder el panegírico. —La voz ronca estaba llena de afecto. Seguramente fuera fingido, pero aun así me llegó al corazón. Maldita sea. En silencio le pasé una copa.
El panegírico acabó siendo una serie de historias, cada una más extravagante que la anterior, en una rápida sucesión. Las historias y la cerveza duraron hasta la noche, mientras se nos unía una corriente interminable de visitantes. Los niños venían con sus padres, se quedaban dormidos en sus hombros, escuchaban hipnotizados con sus cabezas en los regazos de sus madres. Se recordaba a Benny, se bebía, se le admiraba. Cada negocio astuto era alabado, cada transacción sospechosa se celebraba brindis tras brindis. Las lágrimas resplandecían en las mejillas incluso cuando las personas se reían. No sabía si esto era normal para el reino de la Fantasía, o si, estando tan lejos de su hogar, las personas simplemente se sentían más cercanas. Sea como fuere, Benny recibió una buena despedida.
Mircea nos había encontrado un sitio en medio de una familia de troles y acabó teniendo a una niña pequeña sobre su regazo. Parecía sentirse como en casa, como si él cuidara a troles cada día. Las manos largas y delgadas tranquilizaban a la niña inquieta con facilidad hasta que se quedó dormida con la cabeza sobre el hombro de Mircea. Miré mi copa vacía y me levanté para llenarla.
—Supongo que no haremos uno de estos para Drac —dije unos minutos más tarde, vaciando mi tercera jarra de cerveza. Hacía tiempo que se había acabado el vino de Radu y la cerveza de los duendes era la única bebida alcohólica que había por allí en cantidades ilimitadas. Era muy fuerte, como el alcohol artesanal de contrabando, pero a pesar de mi deseo contundente de emborracharme, no me estaba haciendo efecto.
—Esto es para la familia —recriminó Mircea.
—Drac era tu hermano —señalé con sequedad.
Mircea le entregó a la niña que dormía a su madre, que le sonrió de manera tonta tras una densa barba marrón. Me cogió de la mano y me llevó fuera, al jardín que Olga cultivaba en el pequeño espacio entre los edificios. Tenía un columpio en el porche, en una esquina, de cara a un patio de pizarra con unas pocas macetas con vegetación. Había bastante luz que se colaba por las tablillas de las persianas de la oficina para rayar el patio de color naranja y ocre oscuro, mientras la luna llena en la acera hacía que todo lo demás fuera plateado.
—Él no era un hermano —dijo Mircea—. Era una enfermedad, una que la familia padeció durante siglos.
—¿Y por eso es por lo que lo mataste?
Mircea me miró, los ojos eran de color negro brillante en la oscuridad.
—Creía que tu amigo el duende era quien lo había hecho.
Solté una carcajada tan fuerte que me dolió la garganta.
—No lo intentes. Drac creció luchando contigo; de ninguna manera pudo haber confundido el estilo de Caedmon con el tuyo.
Debería haber visto las señales antes: Drac aceptando a Mircea sin preguntar, Mircea llamándolo Vlad cuando Caedmon nunca había escuchado ese nombre, el miedo al fuego que ningún duende habría tenido. Pero no había sido hasta que había hablado con Caedmon cuando me lo imaginé. Ǽsubrand lo había atacado a medio camino de la casa, intentando acabar lo que él había empezado y eliminando su obstáculo principal para el trono. Caedmon se unió a la fiesta solo después de que toda la excitación se hubiera acabado, una vez que él y Heidar habían vencido al bastardo.
—Louis-Cesare me pidió que le echara un ojo a tu misterioso duende —dijo Mircea sin intentar negarlo—. Pensaba que Caedmon podría ser realmente Ǽsubrand o Alarr, que traían la guerra a nuestro mundo. Y por el trabajo que hago para el Senado, yo conocía a los dos.
—Eso no es lo que yo te he preguntado.
—No maté a Vlad, Dorina. La encantadora Olga lo hizo.
—Después de que tú lo llevaras hasta aquella posición. —Levantó una ceja y yo fruncí el ceño. No tenía humor para juegos esta noche—. Nunca te he visto luchar de esa manera tan mediocre —le dije sin rodeos—. Tú querías que muriera, pero no querías hacerlo tú mismo. ¿Por qué?
—Porque eso era lo que él quería.
—No entiendo.
—Él quería morir en mis manos. Quería obligarme a que hiciera lo mismo de lo que yo le había culpado y romper la familia otra vez. Le negué eso.
—¿Qué familia? —pregunté, mi voz era agria.
—Éramos una familia, Dorina, aunque disfuncional. Nos cubríamos las espaldas los unos a los otros; matábamos los unos por los otros; salvábamos las vidas de los otros una y otra vez. Y sí, algunas veces nos odiamos. Pero no nos traicionamos. No nos atacamos. Sólo Vlad hizo eso.
—Radu lo atacó primero.
—No. —El aire entre nosotros de repente parecía tangible—. La familia ya estaba rota antes de eso.
Tragué saliva, el miedo en mi garganta era tan denso que casi podía saborearlo. Había solicitado verle, o bueno, en realidad se lo había exigido, pero ahora ya no estaba segura de que hubiera sido tan buena idea. Quizá, si lo dejaba pasar, si me negaba a admitir aquellos estúpidos sueños como algo importante, podría ignorarlo todo un poco más.
Unos dedos fríos se cerraron en mi muñeca. La extraña iluminación lanzaba sombras raras sobre Mircea, dándole un aspecto esbelto y elegante, pero también austero y prohibitivo. Decidí que quería otra jarra.
—Dorina… estate muy segura.
—Tengo derecho a saberlo —dije automáticamente. Llevarle la contraria a Mircea era tan normal que lo dije antes de que realmente hubiera decidido algo. Y luego ya era muy tarde.
—La dejé —comenzó simplemente, sin preámbulos—. Me aseguré de que estuviera segura financieramente, pero me fui. No podía comenzar a comprender lo que me había pasado; ¿cómo podía pedirle a ella que lo hiciera? No quería ver cómo se alejaba cuando se diera cuenta de… en lo que me había convertido.
Ni siquiera intenté fingir que no lo estaba siguiendo.
—¿Y cuando volviste?
Reclinado en el columpio, Mircea parecía completamente en paz, aunque había una tensión en su cuerpo que hablaba de energía controlada, como si estar tan perfectamente tranquilo fuera una cuestión de deseo consciente.
—Cuando volví, encontré su pueblo quemado y a su gente muerta, por la peste, o eso fue lo que me dijeron. No era improbable, esas cosas ya habían pasado antes. Y sin embargo…
—No te lo creíste. —Mircea era un mentiroso. Era lo que él era, lo que siempre había sido, mentir era una de sus tácticas esenciales para sobrevivir. Y cuando una circunstancia que no se podía evitar le obligaba a decir la verdad, él contaba lo menos de ella posible. Si alguien podía detectar una mentira en boca de otro, ése era él.
—No, no me lo creí.
De repente, ya no pude aguantar más. La presión subió por mi garganta hasta que creí que me ahogaría con ella. Fuera lo que fuera, quería que terminara. Quería saber.
—¡Simplemente dímelo!
—Después de que me fuera, tu madre se dio cuenta de que estaba embarazada. Tenía la intención de quedarse contigo, pero… cuando se supo tu condición…, fue sometida a una gran presión por los lugareños supersticiosos para que te entregara. Fue un acto del que se arrepintió inmediatamente, pero tú no estabas en un lugar fijo, en una casa adonde fuera fácil volver a recuperarte. Los gitanos deambulaban, a menudo incluso pasaban las fronteras y se iban a otros países. Te buscó durante años, gastándose la mayor parte del dinero que le había dejado en la búsqueda, no para su beneficio. Finalmente, desesperada, se fue a Tirgoviste.
—¿Por qué? —Ningún gitano con dos dedos de frente iba jamás allí. Drac los había considerado sanguijuelas.
—Para suplicar a Vlad que la ayudara. —La voz de Mircea era ronca.
Lo miré fijamente, no estaba segura de que le hubiera oído bien.
—¿Fue donde Drac a buscar ayuda?
—Yo era su hermano, tú, su sobrina —dijo Mircea tranquilamente; sus ojos fríos y sombríos—. Tenía razones para pensar que él sería receptivo.
Sacudí la cabeza incrédula y conmocionada. O ella no sabía nada acerca de ese hombre o tuvo que haber sido criminalmente ingenua para pensar que podía aparecer con una historia sobre su hermano que no estaba muerto y un bastardo medio vampiro y esperar cualquier cosa, excepto… Me quedé helada.
—¿Qué pasó? —susurré, sabiendo cuál tenía que ser la respuesta.
—Ordenó que la ejecutaran por contar mentiras infames. —La voz de Mircea era helada como el invierno, pero lo que vi en sus ojos era un odio tan puro que quemaba—. La dejó retorciéndose en una estaca durante días. Dijeron que murió gritando mi nombre. Pero yo no estaba allí. No fui. —La mano que estaba apoyada de manera indiferente sobre su rodilla se cerró en un puño. La miré con fijeza, incapaz de respirar, de pronto—. Morir era un castigo ridículamente inadecuado por sus pecados.
Cerré los ojos, volviendo a ver ese cadáver congelado, el viento frío tiraba con fuerza de sus miembros agarrotados, los ojos vidriosos, mirando fijamente. Estallidos de un violeta sangriento ardieron intermitentemente detrás de mis párpados. Casi me levanto de la silla, para hacer no sé qué. Ella estaba muerta; el monstruo que la mató estaba muerto. No quedaba nada que hacer, ni siquiera una tumba que visitar. Nada. Sentí una mano sobre mi brazo, echándome hacia atrás y yo seguí su dirección a ciegas.
Después de un buen rato, Mircea continuó; su voz era tan calmada como si ese momento de rabia incontrolada nunca hubiera sucedido.
—Cuando volví, Vlad se dio cuenta de que, después de todo, ella había dicho la verdad y de que él había asesinado a mi amante. Estaba… preocupado… por si yo lo averiguaba. En un intento de guardar su secreto, siguió a todos los que la habían conocido y los mató.
Una claridad dolorosa se abrió paso en mi cabeza.
—¿A todos?
—Contrató a algunos hombres para encontrar a los gitanos que te habían adoptado y para que los mataran después de poner droga en su vino —confirmó Mircea—. Se suponía que te tenían que matar a ti también, pero eran demasiado supersticiosos como para tocar a una dhampir, aunque tú aún estabas tan inconsciente como todos los demás. Te dejaron donde estabas echada, suponiendo que te morirías por el frío o de hambre, sin nadie que se ocupara de ti.
—¿Y cómo sabes tú esto?
—Porque tú me lo dijiste. Al menos me dijiste lo suficiente como para que yo descifrara el resto.
—No me acuerdo de esa conversación.
Mircea ignoró la pregunta implícita y yo aún estaba demasiado conmocionada para volverle a preguntar.
—Una vez que tu familia adoptiva estuvo muerta, decidiste seguir a la auténtica. Llegaste a tiempo para recoger los residuos quemados del pueblo de tu madre.
—¿Él asesinó al pueblo entero por si acaso ella le había mencionado a alguien algo sobre él?
—Él sabía lo que pasaría si yo averiguaba la verdad. Hizo circular un rumor de que habían muerto por la peste y que él había quemado el pueblo como precaución para que no se extendiera. Como te dije, no lo creí. A pesar de ser un mentiroso patológico, Vlad era notablemente malo mintiendo.
—Todos los demás lo creyeron.
—Todos los demás creyeron que era prudente no cuestionar su palabra —corrigió Mircea—. Pero yo comencé a investigar, y descubrí que había habido una niña. Aunque para entonces, los años ya habían pasado, y Vlad había matado a la mayoría de las personas que podrían haber sido capaces de darme cualquier detalle. Me quedé con el dilema al que se había enfrentado tu madre. No tenía ni idea de dónde buscarte.
—Me sorprende que te preocupara. —Él tenía que haber sabido lo que era. Se tuvo que haber dado cuenta de que aunque yo no fuera una lunática que desvariaba con ganas de sangre, no me alegraría de verlo.
—Comoara mea…
—¡No me llames así! —Fue un gruñido ahogado, pero al menos mis ojos estaban secos.
Mircea se acercó a mí. La piel caliente de su chaqueta era suave contra mi cara y el dedo gordo que acariciaba mi pómulo era tierno.
—¿Y por qué no? Tú eres mi mayor tesoro, Dorina. —Había miel y oro en la voz suave, y sinceridad tan real que me lo creí a medias—. Siempre lo has sido.
Mircea podía conseguir que el sol no saliera, pero no iba a distraerme.
—¿Cómo me encontraste?
—No lo hice. Antes de que pudiera comenzar con mi búsqueda, tú me encontraste a mí.
—Poenari. —Entonces, el sueño había sido real.
—Sí, de algún modo te infiltraste en un castillo considerado universalmente impenetrable con la intención de matar al hombre que tú pensabas que era el responsable de la muerte de Elena.
Algo se movió, como un ligero picor en la piel de mi memoria.
—Elena.
—Por Helena. Su familia la llamó así por Helena de Troya.
—No la recuerdo. —Ni una expresión, ni un tono de voz. Nada. Mis recuerdos normalmente eran cristalinos, pero no sobre esto. Unos cuantos fragmentos eran todo lo que había logrado reunir, y esto no había sucedido sin ayuda—. ¿También me pusiste ese recuerdo?
—Dorina…
—¡No me mientas! No acerca de esto. Estás alterando mis recuerdos. —Fue la única respuesta que tuvo sentido.
—Porque no os quería perder a las dos. Decidiste matar al asesino de tu madre. Habías encontrado un cuchillo con la insignia de la familia cerca de los restos de su casa. Vlad me dijo después que debió habérsele caído cuando un lugareño desesperado lo atacó. No se dio cuenta en el momento, pero fue suficiente.
Escarbar en las imágenes medio entrevistas era como rastrillar mi cerebro con dedos fríos, pero no cejé en mi empeño. No quería que me dijeran nada, quería recordar.
—No he comprendido del todo los hechos… Todo el mundo simplemente decía que pertenecía al voivoda. —Era un título, el del hombre fuerte local, no un nombre. Yo había supuesto que Drac era mi padre. Había sabido por los gitanos que mi padre era un hijo del antiguo voivoda y que se había ido a buscar venganza. Pero en lugar de eso, me encontré a Mircea.
—Ya casi estabas muerto, ¿por qué?
—Vlad sabía que su historia no me había convencido, sabía que estaba investigando la verdad y tenía miedo de que se le hubiera pasado algo.
Decidió atacarme antes de que le pudiera hacerlo mismo a él. Sólo que no se atrevió a atacarme directamente, por si acaso fallaba. Utilizó asesinos y me encontraron más… resistente… de lo que esperaban.
—¿Por qué no lo mataste? —le pregunté—. Una vez que habías obtenido suficiente información de mí para averiguar todo, una vez que lo sabías, ¿por qué protegerlo?
Una mano afectiva me acarició el pelo. La caricia fue tan ligera como un beso de viento, suave e infinitamente reconfortante, pero fue la paz tranquilizadora que la siguió contra lo que luché con todas mis fuerzas, decidida a no perderme.
—Te lo dije, Dorina. La muerte era un castigo ridículamente inadecuado para sus crímenes. Miles de personas habían muerto, asesinados para que él pudiera ganar o retener poder. Fue una época sangrienta, y algunos de aquéllos que él mató sin duda se merecían su destino, pero no todos. No la mayoría. No ella.
—¿Así que lo encerraste? Si la muerte no era bastante para él, ¿por qué tenerlo preso sí lo era?
—No se trataba sólo de encontrar algo lo suficientemente malo. La justicia decía que él debería morir una vez por cada una de sus víctimas, ¿pero cómo puedes matar a alguien más de una vez?
Pensé en Jonathan y en Louis-Cesare, pero no dije nada.
—No veo cómo el encarcelamiento puede ser peor que la muerte.
—Te olvidas de que Vlad pasó la mayoría de su niñez encerrado, odiaba el cautiverio más que otra cosa. Para él no había otro castigo peor.
—Pero entonces, Vlad no era aún un vampiro. Tú no podías atraparlo sin que pasara el tiempo y se muriera; y tú mismo acababas de transformarte, y no eras lo bastante fuerte para cambiarlo…
—Te cogí y escapamos antes de que Vlad pudiera decidir matarnos a los dos. Nos escondimos y yo… ajusté… tus recuerdos. Tenía miedo de que si no lo hacía, volvieras a intentar matarlo otra vez y que te matara a ti.
Escuché los sonidos débiles del tráfico y luché contra el sentimiento profundo de bienestar y justicia que la presencia de Mircea evocaba. Estaba gastando mucha energía para calmar mis emociones volátiles, para hacer posible esta charla sin mi descenso a una locura cómoda y familiar. Pero también tenía el efecto contrario de hacer que sus respuestas sonaran razonables. De suavizar la verdad con su facilidad de siempre. Eso no iba a funcionar. No esta noche.
—O a lo mejor tenías miedo de que cambiara tus planes y le matara antes de tiempo.
—Quizá. —La voz de Mircea era suave, sin revelar nada—. En cualquier caso, esperé varias décadas, hasta que mi poder hubo crecido y volví para arrancarlo de un campo de batalla antes de que los turcos pudieran cortarle la cabeza o los nobles asesinarlo.
—Entonces, ¿por qué matarlo ahora, después de tanto tiempo? ¿Por qué darle lo que él quería?
—Cada vez que se escapaba, Vlad intentaba herirme atacando a aquellos a los que amaba. Finalmente tuve que preguntarme a mí mismo cuánto más estaba dispuesto a arriesgar para que él siguiera sufriendo. —Aterida, observé a Radu a través de una grieta de la persiana de la oficina. El velatorio había alcanzado la parte sentimental, y él estaba siendo aplastado contra el enorme pecho de una mujer trol que sollozaba y que hacía que Olga pareciera pequeña. Sacó un pañuelo y amablemente le secó los ojos, mientras la voz de Mircea acariciaba mis nervios dolorosamente destrozados—. Me di cuenta de que… algunas cosas merecen más la pena que la venganza.
Me levanté de repente. Estaba tan enfadada que apenas podía ver nada.
—Bueno, ¡estoy emocionada porque hayas tenido esa revelación!
—Dorina…
—¿Cuántas personas murieron por tu venganza? ¿Cuántas sufrieron? Podías haber acabado con esto hace siglos, habernos ahorrado esto a todos, pero no. ¡El gran Mircea siempre tiene razón! —Me enfurecí con él, finalmente diciéndole todo lo que había sabido durante años, pero que él se había negado tercamente a ver. Había esperado este momento, había soñado con él, y ahora que estaba aquí… sonaba extrañamente vacío.
Aún podía ver el cuerpo mutilado de Louis-Cesare, con Jonathan acariciando tiernamente las múltiples heridas que él le había hecho. Entendí lo que Mircea quiso decir: una muerte era algo demasiado bueno para él. Me habría encantado causarle una por cada cicatriz, pero no estaba segura de haberle causado ni siquiera una. Él me había engañado con la ilusión de que Louis-Cesare estaba muerto. Ningún vampiro cura casi una decapitación en un par de minutos, ni siquiera un vampiro maestro. Especialmente no un maestro tan vacío de poder que ni siquiera podía levantarse. Lo que yo había aceptado como un reto había sido el intento de Jonathan de convencerme para que no pusiera en riesgo mi cuello intentando salvar a un cadáver. Una pena para él que yo no razone bien en medio de la rabia de la matanza.
Ahora tenía que enfrentarme, justo como la última vez, a limpiar el desastre que la venganza de Mircea había dejado. ¿Realmente Jonathan estaba muerto? ¿O también había sido otra ilusión? Habíamos encontrado varios cuerpos achicharrados que podrían haber sido el suyo, pero también era fácil que hubieran pertenecido a alguno de sus pequeños ayudantes. Parecía que nadie sabía exactamente cuántos magos se había traído consigo, cuántos cuerpos deberíamos esperar encontrar. No tenía más elección que ir a lo seguro y suponer que ahora tenía un mago oscuro, loco por vengarse, detrás de mí, junto con quién sabe cuántos más. Todo porque Mircea tenía que hacerlo a su manera.
Comenzó a levantarse, extendió una mano hacia mí.
—No —le advertí—. Simplemente no lo hagas. —La mano quedó a un lado.
Era demasiado, después de siglos de ignorancia, soltarme todo esto ahora. Junto con los recuerdos de Louis-Cesare, probablemente tenía material para tener pesadillas durante, al menos, el siguiente milenio. Y lo que era incluso peor, no había una mierda que yo pudiera hacer para evitarlo. Se acabó, excepto por la limpieza. Y de repente, estaba demasiado cansada.
Nos miramos fijamente el uno al otro un segundo. A pesar de la penumbra, podía ver las líneas débiles de agotamiento grabadas en esa cara siempre joven. Mircea parecía tan cansado como yo, y la mirada triste y casi derrotada en sus ojos era una que nunca había visto. Mis manos se cerraron con fuerza, y vi con horror alzarse un puño, los nudillos pasaron rozando la línea suave de su mejilla. Luego me giré y me dirigí hacia la puerta, desesperada por salir antes de mostrar una debilidad de la que me arrepentiría.
—Dorina, ¿a dónde vas? —La voz era suave y cauta.
—De vuelta a Nueva York. De vuelta a mi vida. —Me detuve, mi mano estaba sobre la superficie de aluminio de la puerta—. Y Mircea, la próxima vez que necesites un favor… no me llames.