La sangre fresca a medianoche no es roja. Es de un color negro purpúreo que fácilmente se mezcla con las sombras. Hundí mi pie hasta el tobillo en un charco cubierto de hielo y maldije suavemente. La corteza superior estaba sólo medio congelada y el fango pegajoso por debajo se filtró alrededor de mi pie cubierto por un harapo repugnante. Salté a un lado, trepando para llegar a las rocas heladas y las resbaladizas hojas secas, dejando una pista de profundos cortes oscuros en la nieve.
Cuando por fin obligué a mis ojos a mirar hacia arriba, vi lo que había esperado. El hombre desnudo empalado en una estaca de madera gruesa por encima de mí tenía la piel del color de la nieve apilada alrededor, y nunca se movía excepto cuando el viento cruel sacudía sus extremidades. Los ojos estaban congelados con una capa fina de hielo, haciéndolos brillar con una parodia de la vida a la luz de la luna. Aparté la vista, pero todo lo que vi fue una línea similar de cadáveres bordeando el camino que bajaba de la montaña, desapareciendo en la oscuridad. Parecía que mi presa estaba en casa.
Una bandada de cuervos, asustados por mi presencia, dejaron su rama en el esqueleto de un árbol y giraron sobre el valle, una línea de figuras oscuras sumergiéndose de modo irregular en el viento. La luna llena iluminaba las maderas gruesas que brillaban con escarcha, cortadas por la banda plateada del río. Me habría quitado la respiración, si es que me hubiera quedado aire, pero no me quedaba. No me había atrevido a tomar el camino principal para subir a la montaña; incluso en una noche como ésta, estaba protegido. Había tenido que ir a rastras por un sendero sucio que se desmoronaba, hecho por cabras y prácticamente intransitable para cualquier cosa que no tuviera cuatro patas. La única vista que me interesaba ahora eran los dos guardias camuflados que estaban de pie en la sombra de una piedra saliente; el vaho de su respiración era grueso como el humo mientras daban pisotones, intentando hacer que les corriera la circulación.
El bloque grande sobre sus cabezas tenía una barba de estalactitas largas, como una boca con dientes afilados y angulosos. Casi parecía como si la entrada estuviera intentando comérselos. El casco gris del castillo Poenari se levantaba amenazadoramente detrás de ellos, destellando con el mismo hielo que crujía bajo sus botas cada vez que se movían. Un viento agrio aullaba alrededor de la montaña y podía escuchar a uno de ellos luchando por respirar, el aire hacía un ruido húmedo en su pecho. Pero no se habían atrevido a hacer una hoguera. Su maestro no veía con buenos ojos ninguna señal de debilidad, y supongo que preferían coger una neumonía a acabar sus vidas retorcidos al final de una estaca.
Dado que me había percatado de su presencia, decidí que un asalto de frente no sería el mejor plan. Estaba segura de que podía enfrentarme a un par de guardias que estaban medio congelados, pero si uno lograba dar la alarma, pondría fin a los planes que tenía para esa noche. Busqué otras opciones, pero no había muchas. A pesar de estar ubicado en la cima de la montaña, el castillo estaba rodeado por muros altos y profundos de piedra natural y presentaba tres torres de vigilancia altas, diseñadas para mantener fuera a la gente como yo.
Me familiaricé bien con esos muros, ya que me pasé la siguiente media hora escalándolos, subiendo por los pocos surcos estrechos en los que las piedras que sobresalían no encajaban perfectamente. Cada vez que estaba en un sitio más de unos pocos segundos, mis manos se congelaban en la roca, asegurándose de que cuando me siguiera moviendo, dejara un poco más de carne allí. Mis movimientos causaron que trozos de hielo cayeran como en una cascada desde el borde de la cuesta de tierra de mil quinientos metros que rodeaba el castillo hasta el pronunciado barranco que había debajo. Miré el precipicio una vez y enseguida me arrepentí. No volví a mirar.
El viento casi me hace caer dos veces, trayendo con él trozos filosos de hielo que arañaron mi piel y amenazaron con dejarme ciega. Aullaba en mis oídos como un demonio furioso, haciendo que pareciese que se tomaba de manera personal que yo continuara sujeta con las puntas de mis dedos. Más de una vez, me daba un golpe contra la piedra lo bastante fuerte como para que me preocupara por el estado de mi caja torácica. Y cuando finalmente llegué a lo alto, tuve que esperar, colgando apenas visible en la superficie exterior de los muros, hasta que los guardias de patrulla se fueron.
Tan pronto como lo hicieron, arrastré mi cuerpo medio congelado por el parapeto y me caí al suelo. La cosa mejoró menos de lo que yo pensaba. El viento cortante había desaparecido, pero lo había sustituido un frío que te congelaba los huesos debido al aire invernal atrapado dentro de los gruesos muros de piedra. Incluso peor, no tenía ni idea de adónde se suponía que tenía que ir, y el castillo estaba lleno de soldados. Dondequiera que miraba, los cuerpos se movían entre las sombras antes de verlos a la luz de la luna.
Con un asalto en mitad de la noche había esperado encontrar a la mayoría de la gente dormida, pero me lo debería haber pensado mejor. Teniendo en cuenta a quién me estaba enfrentando, la noche por aquí seguramente era más movida que el día. Al final perdí la paciencia y crucé el patio abierto corriendo. Fue sorprendente que nadie me viera. Ayudó mucho el que la mayoría de los guardias estuvieran acurrucados en sus capas, más preocupados por no congelarse hasta morir que por cualquier posible intruso.
Entré en el castillo sin ser vista. Los arcos cavernosos de los pasillos eran inmensos sobre mi cabeza, e incluso mis pasos más suaves parecían sonar en la infinidad. Atravesé el pasillo y de alguna forma conseguí llegar al gran pasaje principal sin ser vista. El aire estaba lleno de ruido de platos y copas, y las antorchas alejaban la oscuridad, derramando grandes charcos de luz en el suelo y dispersando las sombras ocultas. Era obvio que iba a esperar a que el grupo de soldados reunidos en una de las largas mesas de la sala acabaran con la cena antes de continuar. El olor de su comida hizo que las tripas me empezaran a sonar. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que había comido? No podía recordarlo, pero el olor a cerveza y a cordero frío hizo que mis músculos abdominales se retorciesen de una manera incómoda.
Dirigí mi atención hacia un tapiz que parecía nuevo en la pared de atrás. Mostraba una figura con una armadura, a la cabeza de un ejército, que yo supuse era el padre o el hijo porque estaba montando a un dragón. Los dos pertenecían a la Orden del Dragón, un grupo creado para luchar contra los turcos, el que les había dado su famoso apodo. Dracul significa «dragón», así que «Drácula» era literalmente «el hijo del dragón». Parecía una buena apuesta decir que el cuadro era del hijo: estaba ensartando a un enemigo en la punta de una estaca.
Por fin los soldados se fueron y entré en el lugar, lleno de eco, intentando mantenerme en los sitios que no tenían plantas secas en el suelo para que no sonaran debajo de mis pies. El techo por encima era tan alto que desaparecía en la oscuridad, y parecía recoger cada resonancia perdida. Al menos había llegado a una puerta alta y arqueada, que llevaba a un vestíbulo con poca luz. Al lado, unas escaleras ascendían en espiral hacia la oscuridad. La falta de antorchas era una señal alentadora, ya que probablemente solo mi presa sería capaz de ver sin ellas.
Llegué a la parte de arriba y me encontré de frente con una pesada puerta de roble. Estaba un poco resquebrajada y dejaba pasar una línea de luz de fuego naranja sobre las piedras. Avancé cautelosamente y empujé suavemente la puerta para abrirla. La habitación por dentro era grande, pero más acogedora que las vastas dimensiones del resto del castillo y era perfectamente circular. Miré alrededor y me di cuenta de dos cosas: que estaba sola y que no era muy probable que siguiera así durante mucho tiempo. Los faroles encendidos me lo decían; nadie se preocupaba por iluminar una habitación que no estaba ocupada, especialmente si los medios para hacerlo, como la mayoría de los demás abastecimientos, tenían que arrastrarse dieciséis kilómetros montaña arriba. Se esperaba que apareciera alguien. Yo simplemente esperaba que fuera la persona correcta, ya que la verdad es que no me apetecía esquivar a media docena de guardias para atraparlo.
La habitación estaba llena de tesoros de rapiña. Varias docenas de lujosas alfombras de rezo daban colorido a las paredes, ayudando a aislar la piedra fría. Muchas de las vasijas de oro y de plata esparcidas tenían palabras árabes esmaltadas sobre ellas, la alfombra era persa en tonos azules y borgoñas, y la lámpara de cobre brillante que colgaba del techo no parecía de aquella zona. Una ola repentina de fatiga hizo que los colores exóticos se mezclaran y yo me tambaleé como si se me hubiera agotado la adrenalina que me quedaba. Me dolía todo el cuerpo, pero eso no era nada nuevo. Lo que me remató fue la vista de una cama de verdad vestida con una pila de pieles y mantas tan alta que parecía un montículo. Caminé hacia allí inconscientemente, la cabeza me daba vueltas de dolor y de asombro.
Debí de haberla alcanzado, porque caí en algo suave y esponjoso que mis sentidos aturdidos identificaron como un colchón de plumas. El impacto hizo que me dolieran las costillas dañadas, hasta el punto de que creo que perdí el conocimiento durante un minuto. Cuando recuperé el sentido, descubrí que mi primera impresión había sido errónea: no estaba sola.
Estaba desplomada sobre un cuerpo que estaba filtrando una mancha carmesí en lo que habían sido sábanas blancas limpias. No tenía pulso, pero eso no me preocupaba. Su clase nunca lo tenía, a menos que se hicieran pasar por humanos.
El corazón me latía tan fuerte en el pecho que pensé que podría destrozarme una costilla. Noté sin venir a cuento que la sangre estaba estropeando su ropa. Su túnica deslumbradoramente blanca había sido bordada en las mangas y alrededor del cuello con rojo y dorado brillantes, pero ahora parches más oscuros estropeaban el modelo en varios sitios. No podía decir lo graves que eran sus heridas, porque aunque estaba en la cama, no se había preocupado de quitarse su capa de piel. Era tan sedosa que mis manos desaparecieron completamente en ella. La acaricié suavemente, incapaz de dar crédito a mi suerte.
Miré fijamente a mi víctima y lentamente deshice el harapo que sujetaba una astilla de madera afilada alrededor de mi cintura. Él no se movió, ni siquiera abrió los ojos. Me ordené a mí misma acabar con él, pero dudé. Nunca había matado a un vampiro cuando estaba dormido. Sus sitios de descanso durante el día eran demasiado difíciles de encontrar para que mereciera la pena el esfuerzo; los atrapaba muy vivos y dispuestos a sembrar el caos. Esto era tan distinto de la lucha a muerte que me había imaginado que simplemente me quedé allí sentada un momento, mirándolo fijamente. Él no era para nada lo que yo me había esperado.
Su cara tenía las mismas cejas expresivas y pestañas largas y oscuras que yo había heredado, pero con fuertes rasgos masculinos por debajo que lo hacían parecer bastante distinto. Era muy guapo, pero excepto por los huecos hundidos y ensombrecidos en sus mejillas, estaba tan blanco como un hueso. Parecía enfermo, lo que era absurdo, ya que los vampiros nunca se ponen enfermos. Claro que la sangre podría explicarlo; la colcha debajo de él estaba virtualmente empapada en sangre. Tuve una idea horrible: ¿alguien se me había adelantado? ¿Me había arrebatado otra persona mi venganza mientras yo luchaba por no caerme de ese maldito muro?
Mis manos empezaron a temblar y parecía que no podía detenerlas, y mi respiración era poco profunda y desigual. Me eché en la cama hasta que la habitación paró de dar vueltas, luego comencé a quitarle los restos de su camisa estropeada. Las heridas que tenía debajo eran profundas y en unas pocas se le veía el hueso, pero ninguna parecía estar en la zona adecuada para un golpe en el corazón. ¿Así que por qué no se despertaba?
Me dije a mí misma que un vampiro muerto era un vampiro muerto, no importaba cómo hubiera ocurrido. Agarré con más fuerza mi estaca y decidí dejar de preocuparme sobre quién lo había atacado de una manera tan incompleta y acabar con él. Coloqué mi arma improvisada sobre el corazón, pero volví a dudar. Quería que estuviera despierto para esto, lo bastante consciente para que supiera quién iba a acabar con su miserable vida y por qué. No debería ser así, sin que él se hubiera tan siquiera despertado. De algún modo, parecía casi obsceno.
—¿Vas a matarme o a esperar a que me muera de viejo? —Salté ante la repentina pregunta, y la mano que había estado completamente tranquila y flácida hacía un segundo me cogió la muñeca. Luché, pero vi que no podía moverme. Miré fijamente mi brazo mientras estaba colgado en el aire, la fuerza que nunca me había fallado antes de repente inútil—. Será una larga espera, te lo aseguro.
Los brillantes ojos ámbar me examinaron mientras se ponía derecho con facilidad, su otra mano me agarraba el cuello como una marioneta errante. Sonrió, mostrando los colmillos completamente sacados.
—Tuviste tu oportunidad. Ahora es mi turno.
Luché y me golpeé duramente contra el férreo abrazo, pero no servía para nada, no me podía mover. Grité, tanto de rabia como de miedo, y el abrazo se hizo más fuerte, haciendo que salieran más gritos de mi garganta. Una mano me apretó la boca y la mordí. Alguien maldijo, y fue en francés, un idioma que no me hubiera esperado en esas circunstancias. Volví a recobrar el sentido. Abrí los ojos y vi a Louis-Cesare inclinado sobre mí, con una preocupación claramente visible en sus ojos azules. Déjà vu.
—¡Dorina! —La cara de Louis-Cesare era borrosa. Parecía que estaba luchando para estar tranquilo, pero no estaba luchando ni la mitad que yo.
Había conocido a Mircea por primera vez en un bar en Italia, alrededor del siglo XVII, no en un castillo en Rumania. Especialmente no en ése. Cetatea Lui Negru Voda, «la ciudadela del gobernador negro», era el castillo real de Drácula. Fue construido originalmente en el siglo XIV, pero Drac lo reconstruyó y lo amplió después de volver de su aventura turca.
Los turcos habían dejado que se fuera después de enterarse del asesinato de su padre y del entierro de Mircea vivo a las manos de los nobles del pueblo de Tirgoviste, que apoyaban a una familia rival en la lucha por el trono. Sabían que provocaría problemas tan pronto como llegara a casa, dándoles a los habitantes de Valaquia algo más en lo que pensar aparte de luchar contra ellos. Y en ese aspecto, Drac no les había decepcionado.
Había decidido que la única cosa que protegería a Rumania de los invasores de fuera y los rebeldes de dentro era una muestra de fuerza. El Domingo de Pascua de 1549, comenzó con los planes que tenía. Drac invitó a los nobles de Tirgoviste a una cena abundante. Una vez allí, fueron arrestados y obligados a caminar cincuenta kilómetros hasta el pueblo de Poenari, localizado donde las colinas de los Cárpatos se convertían en montañas reales. Aquéllos que sobrevivieron ala expedición fueron puestos a trabajar para construirle una fortaleza sobre un precipicio pronunciado con vistas al río Arges. El trabajo continuó durante meses, hasta que sus elegantes ropajes, confeccionados para el banquete, se pudrieron y se les cayeron de sus cuerpos; entonces Drac les ordenó que siguieran trabajando desnudos. Fue el tipo más duro de trabajo físico, mezclar mortero, remolcar piedras enormes y apuntalar la ladera de la pronunciada montaña. Muchos murieron de cansancio y por las enfermedades, pero algunos sobrevivieron. Drac examinó su nueva fortaleza, decidió que no restaba nada por hacer y ordenó que empalaran a los trabajadores que quedaban.
No era sorprendente que el castillo se hubiera creado una cierta reputación. Se decía que estaba hechizado por algunos de los miles que habían muerto allí. A lo mejor ésa es la razón por la que, cuando los turistas van anhelantes a ver el castillo de Drácula, los llevan al castillo Bran en Transilvania, aunque la única conexión que el tío tuvo con él fue asediarlo una vez. Pero está en buenas condiciones, mientras que la versión del de Poenari es una ruina gigantesca, un gran montón de piedra y miseria, con piezas del antiguo mortero granular que normalmente están sueltas y listas para caer en las cabezas de los turistas que no tienen cuidado.
Y Bran no hace que la gente tenga pesadillas.
—¡Dorina! ¿Estás bien? —Louis-Cesare me sacudió, y por su tono de desesperación, tuve la impresión de que no era la primera vez que me preguntaba.
El problema era que no sabía la respuesta. Había sufrido un gran estrés durante un mes, sin que Claire me ayudara a mitigarlo, por no mencionar que casi había muerto dos veces en un día. Incluso con mi experiencia pasada, eso podía provocar una mala noche. Podía haber sido simplemente una pesadilla. Pero las imágenes habían sido tan reales, mucho más detalladas que en mis sueños normales… ¿Y si el hechizo se había combinado con el vino para sacar a la luz algo que ya hacía tiempo estaba enterrado?
Pero eso no tenía sentido. Nunca había estado en Poenari, no en su apogeo y tampoco después. Y si nunca había estado allí, no podían ser efectos residuales del hechizo. Así que ¿por qué casi podía sentir la textura áspera de la piedra bajo las puntas de mis dedos? ¿Había sido una pesadilla, o algo más? Y si era más, ¿cómo se suponía que tenía que averiguarlo? No podía utilizar un recuerdo defectuoso para indagar sobre partes de ese mismo recuerdo.
Mircea, pensé sin comprender, ¿qué hiciste?
—¡Dorina!
—No lo sé —respondí con sinceridad, sin pensar en ello, y no fue la respuesta correcta.
Louis-Cesare comenzó a retirar torpemente la ropa de cama. Sus manos se deslizaban por mi cuerpo, buscando alguna herida. Rápidamente me acordé de que no llevaba puesto nada más que unas braguitas porque no había tenido nada adecuado que ponerme para dormir después de que Apestoso me estropeara la camiseta. Cuando una gota de agua me dio en la nariz me di cuenta de que Louis-Cesare tampoco llevaba mucho encima. Su pelo estaba húmedo y la única prenda de ropa que había en su largo cuerpo era una toalla de baño mojada enrollada holgadamente alrededor de sus caderas. No podía entender por qué se había estado duchando en medio de la noche, hasta que vi un trocito de luz asomándose a través de un agujero que había en las pesadas cortinas.
Ya era por la mañana. La mañana del día en que iba a recuperar a Claire. Comencé a levantarme, pero lo único que conseguí fue que Louis-Cesare me obligara a volverme a echar hacia atrás.
—Te quedarás aquí hasta que llame a un médico.
—Estoy bien…
—¡Lo que explica por qué te he tenido que mantener sujeta durante los últimos cinco minutos para evitar que te arrancases tu propia piel!
—Los médicos no pueden hacer más por mí de lo que tú ya hiciste.
—¡Dorina! ¡Estás enferma!
—¡Louis-Cesare! ¡Soy una dhampir! Me dan arrebatos de locura constantemente. Es solo otra de las maravillosas ventajas de ser yo. —Intenté volverme a levantar, pero me encontré con que no podía. Ya no era sexi, decidí—. ¡Joder! ¡Ayúdame a levantarme!
De repente Louis-Cesare se vio atacado por un gruñidor Apestoso, que enrolló sus brazos y sus piernas como palos a la cabeza del vampiro y se sujetó con fuerza desesperada, haciendo un sonido chirriante todo el tiempo.
—¡No le hagas daño! —grité mientras Louis-Cesare trataba de agarrar al pequeño.
Dos exasperados ojos azules cubiertos con pelo gris enredado se quedaron mirándome fijamente. Pero las manos intentaban domar a Apestoso. Puso al duergar a un lado y lo sujetó con el brazo estirado. Apestoso rechinaba inútilmente sus colmillos y escupía.
—Tiene un encanto curioso —murmuró.
—Por favor, ¿puedes soltarlo? Piensa que estás intentando hacerme daño.
La cara de Louis-Cesare perdió su expresión divertida.
—Para eso te bastas tú sola —dijo brevemente. Apestoso fue arrojado al baño por segunda vez y Louis-Cesare se giró para mirarme con los brazos cruzados. Supongo que el gesto era una expresión de impaciencia o de exasperación, pero en lo único en lo que mi cerebro se podía concentrar era en aquella toalla. Parecía estar en peligro inminente de caerse por completo; la piel suave de sus caderas brillaba intensamente con el agua y tenía motas de espuma de jabón.
Intenté apartar la vista, pero el hombre era la perfección, la belleza en su cara y en su cuerpo. La línea de su garganta, la superficie muscular lisa y brillante de su torso, eran pura sensualidad masculina. Y en la luz tenue que se filtraba por las cortinas, casi parecía como si se hubiera puesto aceite. Se me secó la boca.
—¡Dorina! —Louis-Cesare se había movido, una de esas transiciones rápidas como un relámpago que los vampiros utilizan cuando no se molestan en parecer humanos. Estaba al lado de la cama mirándome fijamente, y definitivamente era exasperación lo que había en su cara—. ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho?
—La verdad es que no.
De repente me sentí oprimida por la pequeña habitación íntima con sus alfombras exuberantes, las ostentosas paredes empapeladas con oro y unos muebles oscuros y ricos. Una brisa procedente de la ventana abierta ascendió por mis piernas, entrando a través la sábana que me cubría. Fue algo tentativo, apenas un cosquilleo invisible, pero sentí frío y él estaba allí, de pie, aún enrojecido por el calor de su baño. El jabón olía bien en él y el débil almizcle que emanaba de toda esa piel caliente olía aún mejor. Temblé.
La respiración de Louis-Cesare se hizo más fuerte al tiempo que mi mirada recorría su cuerpo.
—¡No me distraerás! —Sus palabras fueron una sorpresa, porque ni siquiera se me había ocurrido eso. No se me había ocurrido, pero debería habérseme ocurrido. La última cosa que quería era discutir mis sueños, especialmente el último.
Una sonrisa flirteó en mis labios, acaricié con la mano el interior de un muslo fuerte, temblando con el latigazo de sensación, la llama de la piel sobre la piel.
—¿Te refieres a esto?
Me encontré boca arriba con Louis-Cesare encima de mí, sus ojos enviaban relámpagos grises azulados. Parecía poderoso, duro, excitado.
Bellísimo.
—No creo que este sea uno de tus ataques, Dorina. No ha habido provocación…
Me aproveché de su cercanía para pasar una mano por su pecho y a lo largo de su vientre musculoso, hasta que llegué al obstáculo de felpa justo debajo de la curva de su cadera. Me cogió las manos antes de que pudiera quitarle la toalla, y se inclinó sobre mí, sujetándomelas a cada lado de mi cabeza.
—¿Qué es lo que estás planeando hacer? —Le sonreí—. ¿Atarme a la cama? —En cuanto dije eso, me arrepentí. Louis-Cesare puso la misma cara que pondría un hombre que por fin ha escuchado una buena idea—. ¡No te atreverás!
Me puso las manos sobre la cabeza. Hubiera protestado, pero esa acción hizo que su boca perfecta estuviera lo bastante cerca para besarla, así que lo hice. Sabía bien, igual que el agua sabe bien: simple y necesaria.
Louis-Cesare se mantuvo inclinado besándome un momento, luego se apartó; sus ojos resplandecían con algo salvaje y seductor. Sólo la mirada fue bastante para enviarme un sentimiento de deseo que me atravesó entera. No ayudó que estuviera lo bastante cerca como para que yo extendiera las manos y le cogiera el pelo para acercarlo a mí, lo bastante cerca para volver a besarlo, lo bastante cerca para hacer que gimiera. Tan solo pensar en eso hizo que me doliera, el cortante filo del deseo me daba vueltas en el estómago. Doblé las manos alrededor de las tablillas del cabecero para evitar agarrarlo.
—¡No he encontrado nada más que funcione contigo! —La voz era profunda y áspera, con solo un débil eco de su tono suave normal—. Expongo argumentos lógicos, pero no escuchas.
—No —le advertí con una voz ahogada—. He tenido un mes duro. Me duele en más sitios de los que puedo contar. Lo último que necesito es un sermón.
Él dudó durante un momento; luego las palmas de sus manos recorrieron mis brazos y acariciaron mi cara. Sus rasgos normalmente controlados parecían extrañamente afectuosos. Aquellos ojos azules se encontraron con los míos, preguntando, buscando.
—¿Qué necesitas?
Debería haberme reído, debería haberle apartado como él había hecho conmigo una vez. Pero mi mirada se había quedado fija en su boca, en aquellos labios imposiblemente seductores.
—Adivina.
La suavidad de su boca fue una sorpresa. Me sumergí en la dulzura insistente del beso, encantándome el modo en el que sus labios acariciaban los míos, cómo lograba infundir el más ligero de los tactos con un deseo que me hizo flojear. Solté las tablillas, quería tocarlo, pero él puso una de sus manos sobre las mías, haciendo que me agarrara fuertemente al cabecero. Por alguna razón, no protesté, posiblemente porque su otra mano había encontrado mi cadera y se movía lentamente hacia abajo hasta que ahuecó mi espalda. Su boca se había movido por mi mandíbula hasta el cuello y sus manos me acariciaban, tan sutilmente que parecía que yo estuviera hecha de vidrio.
No preguntó qué iba mal; tuvo que haber sabido que no se lo diría. Simplemente comenzó de nuevo a besarme moviéndose hacia abajo, hasta que mi corazón latió rápidamente debajo de sus labios. Se encontró solo con piel caliente, ya que la sábana en algún momento se había deslizado y se había enrollado en mi cintura.
—Todo lo que hay en ti es provocador. —Respiró—. Tu voz diciendo cosas groseras, tu cuerpo moviéndose arriba y abajo, dándome órdenes, y tu sabor…
El pensamiento se me pasó volando por la cabeza: si esto era solo un juego preliminar, seguramente el sexo con Louis-Cesare me mataría. Sentí romperse el cabecero bajo mis manos y decidí que podían pasar cosas peores. Y, de pronto, volvió a ocurrir. Las imágenes inundaron mi cerebro, completamente detalladas y absolutamente sobrecogedoras.
Dorina, desnuda en una cama, con la cabeza echada hacia atrás para mostrar esa preciosa garganta, su sensual boca abierta con gemidos suaves, el sudor chorreando entre esos pechos perfectos, brillando en una cintura tan pequeña que podría abarcarla con mis manos. No hay ninguna parte de ella que no haya anhelado tocar: la redondez suave de su mejilla, su preciosa garganta, sus pechos. Estoy poseído por un ángel con un pelo ridículo, ojos brillantes y boca de demonio.
Verme a través de los ojos de Louis-Cesare, sentir sus emociones tan bien como si fueran las mías, me dejó sin habla y extremadamente confusa. Dejó caer su cabeza donde la sábana cubría la parte inferior de mi cuerpo. Estuve a punto de preguntarle qué era lo que estaba pasando, cuando él dibujó la parte de abajo de mi estómago con su lengua, y luego, sin otro aviso que un destello en sus ojos, casi la hunde bruscamente en mi ombligo.
Fue una sorpresa deliciosa, maravillosa e inesperada que envió temblores líquidos al hueco de mi barriga. Nunca antes nadie me había llevado tan pronto y de una manera tan profunda al placer, pero de repente, todo mi cuerpo se convulsionó. Sus labios se movían ligeramente hacia abajo, encontrando la piel debajo de mi ombligo, y su aliento caliente contra mí hizo que me retorciera. Sus ojos se habían vuelto plata líquida. Tenían una pregunta, pero no pude encontrar mi voz. Me las apañé para asentir con la cabeza y se me recompensó con una sonrisa dulce que me detuvo el corazón, mientras se metía lentamente debajo de la sábana.
Acarició la parte de atrás de mis muslos con las yemas de sus dedos y yo me levanté, dejándole que me quitara las bragas. Se detuvo para besar la parte de abajo de mi estómago antes de desnudarme completamente. Sus pulgares encontraron la piel sensible en la parte de atrás de mis rodillas y unas manos grandes y calientes rozaron el interior de mis muslos en un movimiento de mariposa. Hicieron una caricia más intencionada hacia abajo, en una súplica sin palabras. Las abrí para él.
Louis-Cesare se tomó su tiempo, acariciando, besando y lamiendo un camino hacia la parte de arriba desde mis rodillas. Luego su cabeza se hundió entre mis piernas y esa lengua caliente se movió más rápido. Esa textura líquida me exploró, pero solo brevemente, superficialmente.
Los terciopelos debajo de ella no son tan suaves como su piel. Cierro mi boca en el centro de ella. Ese pulso a toda velocidad me susurra lo frágil que es, lo delicada; cuidado, debo tener cuidado hasta que se derrita con dulzura, como miel en mi lengua.
De repente se detuvo, y yo me pregunté si había notado que sus pensamientos estaban escapándose por todos sitios. No, ¡él no podía parar ahora! El calor de su aliento sobre mí era bastante para que gimiera. El placer y la frustración se mezclaban para volverme loca y él ni siquiera estaba haciendo nada.
Louis-Cesare se quedó mirando fijamente mis ojos.
—Quiero separarte, que te abras y meterme dentro. —Fue como si las palabras susurradas en mi piel tuvieran vida. Temblé solo con su voz, y sus manos apretaron mis muslos. Se detuvo para mojarse los labios—. Quiero que te corras con mi lengua dentro de ti.
Nos miramos el uno al otro una décima de segundo. Lo que fuera que vio en mi cara tuvo que haberle dado confianza, porque hizo un sonido profundo en su garganta, luego aquella cabeza brillante se volvió a mover hacia abajo. Una mano se cerró en torno a mi cadera, levantándome para poder saborearme mejor.
La lengua presionando justo así, deslizándose dentro de su pulcritud caliente, bebiendo profundamente, escuchándola chillar. Su espalda arqueada, las caderas corcoveadas, presionando hacia arriba contra mí en un ritmo acelerado, su olor me vuelve loco, su sabor explota en mi lengua. Mi sangre en mis oídos, corriendo por mis venas más y más rápido. Su cuerpo es tan dulce…
Comencé a sentirme temblorosa. Esto era exactamente lo que había querido, justo lo que había necesitado, excepto que no había soñado que me pudiera sentir así. Demasiado, era como mirar dentro de los pensamientos sin control de alguien; y era demasiado. Cada sentido se intensificaba, volviéndome capaz de sentir los pequeños surcos en las yemas de los dedos de Louis-Cesare mientras me acariciaba, de escuchar el murmullo de su pelo sobre mi piel, de saborear el jabón en su cuerpo.
Arrastrar mi lengua sobre ella, metiéndosela dentro. Puedo sentir el ritmo que ella quiere; sé el tacto que ella desea ardientemente. Tan bonita, la cabeza hacia atrás, el cuerpo moviéndose debajo del mío, el sudor brillando en sus caderas, ella está resbaladiza debajo de mis manos, gimiendo, tensa, el pelo alborotado chorreando, las manos agarrando el cabecero desesperadamente. Preciosa, tan preciosa…
Jadeé, los puños agarrados con la fuerza inesperada de las sensaciones que flotaban entre nosotros, no estaba ya segura de dónde acababa mi placer y empezaba el de Louis-Cesare. Cada roce de sus manos era una sensación doble, la sentía en mi piel, en sus emociones, así como en mí misma.
«Visión doble» se queda corto para describirlo: todo era doble. Y era muy intenso, demasiado intenso. Dios, podría dejarme llevar, eco tras eco, sin parar nunca, hasta que mi corazón no pudiera más y literalmente me muriera de placer. Pero no podía parar. No podía pedirle que parara, la mera idea era una locura. Nadie podía renunciar a ese tipo de placer.
Cuando me alcanzó del todo, me volví loca retorciéndome, llorando y corriéndome como nunca lo había hecho. Me desplomé como si fuera mi primera vez, de golpe, el corazón me retumbaba en los oídos. Durante un momento creí haber perdido el conocimiento, pero aún podía sentir el corazón latiendo de forma salvaje en mi pecho. Luego abrí los ojos, lo que me pareció un poco extraño ya que no podía recordar haberlos cerrado. Louis-Cesare tenía la cara ruborizada y húmeda; tenía mechones de pelo pegados a la cara y los ojos azul grisáceos le brillaban. Su mano se movió lentamente para acariciarme el estómago, mientras pasaba la punta de aquella lengua talentosa por todo su labio superior, como si estuviera lamiendo los restos de algún postre exquisito. Era la cosa más erótica que había visto en mi vida.
Por fin encontré la voz, aunque no era del todo firme.
—¿Qué…? ¿Qué ha sido eso?
—Vino de los duendes —dijo después de un momento con la voz ronca—. Tiene… efectos prolongados.
Lo miré fijamente, sin habla. ¿Eso habían sido los restos de una bebida diluida que había tomado hacía doce horas? ¡No me extraña que esa cosa estuviera regulada! En su forma pura, podía volver loca a una persona.
Incluso aunque no hubiera tenido el recuerdo de sus emociones, habría sido obvio que él había disfrutado con su trabajo. Pasé mi mano sobre él y casi me caigo de la cama con los ecos de ese simple roce. Debajo de ese algodón suave estaba duro como una piedra. Habría pensado que sería incapaz de sentir nada más, quizás durante días, pero me identifiqué con su necesidad como si fuera la mía propia.
—A ti tampoco te vendría mal algo de atención.
—Cela m’est égal —murmuró, apartando mi mano y plantando en ella un beso tierno. Fruncí el ceño. ¿No le importaba? ¿A quién pensaba que le estaba tomando el pelo? No estaba acostumbrada a dejar a nadie insatisfecho, y en ese momento me estaba sintiendo extremadamente generosa.
Utilicé la mano que tenía libre para dibujar la línea esbelta de un músculo del muslo con la punta del dedo, deteniéndome justo al lado del borde de la toalla, y todo su cuerpo se estremeció en respuesta. Eso ya me gustaba más. Louis-Cesare cubrió mis dos manos con las suyas, poniéndomelas sobre la cabeza mientras sus labios se juntaban en los míos en un beso largo y dulce.
—Si deseas darme placer —murmuró cuando nos separamos, y sus ojos parecían divertidos por alguna razón—, entonces, hazme caso.
Estaba a punto de preguntarle lo que quería decir cuando intenté mover las manos. Y me encontré con que no podía moverlas.
—Voy a llamar a un médico —dijo, levantándose.
Me llevó unos pocos segundos procesar el hecho de que me había atado a la cama.
—No aguantarán —le dije furiosamente, tirando de las sábanas que él había usado para atarme. Sin embargo, dada su calidad, no se romperían tan fácilmente y a pesar del hecho de que el cabecero ya estaba roto, parecía que tampoco me iba a ayudar. Finalmente me di cuenta de que Louis-Cesare había atado las sábanas alrededor del marco robusto que era de metal—. ¡Hijo de puta! Suéltame ahora mismo. ¡Te lo digo en serio!
—No intentes hacer nada, Dorina, lo único que conseguirás es hacerte más daño. Te soltaré cuando llegue el médico.
Me eché hacia atrás, preparándome para silenciar el pánico que debería estar experimentando por estar atrapada. No había salido aún, pero no tenía duda de que era solo cuestión de tiempo.
—¡No quedará nada de esta habitación para cuando llegue! —le advertí.
—En circunstancias normales, quizá no. Pero tu fuerza no está a la altura en este momento.
—Quizá cuando esté sana —le dije, retorciéndome en las sábanas. Todo lo que conseguí fue que se me apretaran más—. Pero seguro que esto hace que me dé un ataque, y ya has visto lo divertido que puede ser.
—Seguro que tu control no es tan pobre —dijo, mirándome con el ceño fruncido—. Mircea no mencionó…
Levanté la vista y lo miré.
—Claire ha estado desaparecida durante más de un mes.
—¿Qué tiene que ver eso con…?
—Ella ejerce un efecto que tranquiliza mis ataques. Sin ella mi control se está evaporando, y rápido. ¡Ahora, déjame levantarme!
Se detuvo, pero en sus ojos parecía mostrar genuina compasión, la jocosidad de antes se disipaba frente a mi angustia. Después de un momento, extendió sus manos hacia las sábanas atadas.
—No me había dado cuenta de que la mujer era tan importante —comenzó; después los dos nos giramos hacia la puerta. Había estado tan distraída que no había escuchado que se había abierto, pero el aire más frío procedente del pasillo había llamado mi atención.
—Odio interrumpir —dijo Radu—, pero me estaba preguntando si alguno de vosotros ha hecho algo para hacer que los hechizos protectores se hayan derrumbado justo ahora.