Las ramas me azotaban la cara provocándome un escozor similar al de las lágrimas. La nieve compacta se deslizaba bajo mis pies mientras corría, pero no podía parar, ni siquiera ir más despacio. El cielo, en lo alto, era de un gris pálido pesado, pero se estaba oscureciendo rápidamente. Se acercaba el mal tiempo. Debería regresar, volver al triste pero caliente interior de la taberna, pero no podía. Nunca volvería allí, a ese sitio pequeño, maloliente, sombrío y estrecho. No podía soportar ver miedo en los ojos de los hombres, que se echaran hacia atrás cuando yo pasaba, escucharlos susurrar acerca del mal que habitaba entre ellos. Aunque habían sido los susurros los que me habían dicho qué iba a encontrarme.
Me detuve en lo alto de una cuesta rocosa y pronunciada, llenando de aire frío y limpio mis pulmones hambrientos. El viento que tiraba peñascos y soplaba contra los árboles cubiertos de escarcha era agriamente helador pero estaba soplando en la otra dirección. Podía ver el humo, pero no lo olía. Aún no.
El valle se estrechaba enfrente de mí en ola tras ola de blancura, ensanchándose y finalmente fusionándose con las llanuras de abajo. Unos pocos copos de nieve cayeron, quedándose en las puntas de mi pelo. Había una neblina espesa en el aire sobre el otro extremo del valle. Pronto, consumiría el humo y lo que yo buscaba estaría perdido hasta que la primavera descubriera los restos abandonados. No. Tenía que llegar allí antes de que eso pasara.
Bajé en picado por entre los árboles, saltando, tropezando y medio caí en una zona despejada y áspera. Ahora podía oler el humo. El aire estaba sucio por el fuego, su sabor desabrido en cada aliento cubría el interior de mi garganta, mis pulmones. Me puse de rodillas en la nieve compacta enfrente de las ruinas ennegrecidas que de ninguna manera se parecían al pueblo que habían sido una vez. Ya, copos de cristal estaban intentando cubrir los restos humeantes y feos, como si el bosque estuviera resentido por los daños en su belleza. Pronto lo conseguirían.
Con cuidado elegí un camino a través de la tierra caliente hacia el único montículo que aún no se había derrumbado. No se parecía mucho a una casa, podría haber sido un cobertizo o incluso una tienda, pero no tenía tiempo para investigar por todo el paisaje chamuscado y encontrar pistas. Tiré de las pocas tablas intactas que quedaban y se cayeron hacia dentro, desintegrándose incluso antes de que dieran contra el suelo.
Dejaron un agujero lo bastante grande como para que yo pudiera meterme dentro, pero había muy poco que ver. Unas pocas cazuelas ennegrecidas, una pequeña cantidad de ropa que de repente estalló en llamas, se hizo cenizas y se fue volando con la brisa. Nada más.
Me puse de cuclillas entre las ascuas, separando los restos aún calientes con la punta de los dedos. ¿Qué me había esperado? Los cuerpos estaban en la parte de fuera, huesos esparcidos y carbonizados y mechones de pelo encrespados por el calor. Indistinguibles. Podría haber caminado por encima de ellos para llegar hasta donde estaba sin ni siquiera saberlo. No había nada que mostrara que ésta había sido una vez su casa, no quedaba ningún objeto intacto que pudiera haber sido suyo, no había ningún olor familiar. Ningún recuerdo, ni siquiera vago, del tiempo que tuve que haber pasado allí.
Nada.
Los copos húmedos se derretían en mi cara, bajando por mis mejillas en fríos riachuelos. Una espiral de humo agrio salió de los escombros, apagados casi inmediatamente con un siseo por la caída de una masa húmeda de nieve. Miré hacia arriba y me di cuenta de que ahora estaba cayendo más fuerte, se acumulaba en montones que se apoyaban suavemente en las masas negras de fuera. También había más viento.
Debería irme ahora, antes de que me quede atrapada en este infierno blanco.
De todas formas permanecí allí unos minutos más, extrañamente reacia a marchar, a admitir la derrota. Pero el frío se extendía desde mis dedos congelados a todo mi cuerpo, absorbiendo mi calor, haciéndome temblar. Salí de aquel espacio minúsculo e inmediatamente el viento y la nieve trataron de atraparme. Los restos del pueblo ahora eran solo sombras negras, débilmente visibles a través de la fuerte nevada. El frío fiero y agrio me envolvió, y yo anduve a tropezones sobre una prominencia, cayéndome de bruces. Un rápido dolor me pinchó la palma de la mano. Miré hacia abajo y no vi nada, pero mi mano estaba cerrada sobre una forma de metal dura, larga y punzante. Mis dedos entumecidos reconocieron el tacto familiar de una daga.
El viento gritaba a mi alrededor mientras me ponía de pie torpemente, pero llegué hasta los árboles y la pobre protección que ofrecían. Miré el peso en mi mano, y era un tesoro, la hoja era tan brillante que reflejaba las copas de los árboles cubiertas de copos de nieve casi como un espejo. La empuñadura estaba grabada, una elaboración compleja que tuvo que haber costado una fortuna. Ésta no era la protección de un campesino. Un dragón con aspecto feroz, esculpido por las manos de un maestro, agarraba con fuerza una cruz, sus ojos enfadados y abiertos miraban fijamente hacia delante en un reto obvio.
La metí dentro de mi cinturón, contenta de tener la protección que me ofrecía. Incluso más valiosa, era algo que me demostraba que yo había estado aquí, que no había sido solo un sueño. Había venido, incluso aunque fuera demasiado tarde.
Me desperté con los gritos de un duergar muy descontento. Cuando vio que estaba despierta, Apestoso paró de dar aullidos y vino arrastrándose hasta mis brazos. Lo abracé, sintiendo su diminuto pecho subiendo y bajando en respiraciones temerosas. Como en el caso de Caedmon, no podía obtener un olor claro para saber lo que le pasaba, pero había cogido tantos olores que habría sido muy difícil de todas formas. En ese momento, él olía a jabón, a tierra y a carne de vaca cruda. Era extrañamente reconfortante.
Me senté mirando fijamente la oscuridad mientras Apestoso se tranquilizaba lentamente. Tuve que haber hecho algún tipo de sonido mientras soñaba para haberlo alterado así, pero no podía imaginarme el qué. No había sido lo que se dice una pesadilla, aunque tenía la esencia de una tristeza profunda, de cosas importantes que se habían quedado sin hacer o que se habían hecho demasiado tarde. Y había sido increíblemente real. Casi podía oler la madera chamuscada y sentir el picotazo afilado de las agujas de pino en mi cara. En una cama caliente, en una casa bien caldeada, mi cuerpo temblaba por el frío hiriente y la pérdida amarga.
No tenía ni idea de lo que significaba. Normalmente mis sueños involucraban cosas saltando hacia mí desde callejones oscuros, llevándome a rastras, desgarrándome; mi subconsciente no era exactamente sutil. Las cosas que me asustaban tendían a ser tangibles, como el cuchillo. Pero aunque había tenido el símbolo de la familia, no había sido amenazador. Nadie me había atacado y no había sufrido ningún dolor físico, a menos que se contara el leve pinchazo de la punta de la hoja. Y si ése fuera el peor daño que sufriría en esta misión, haría una gran fiesta.
Después de unos momentos, me di por vencida e intenté poner de nuevo a Apestoso en su nido de sábanas en el suelo. A pesar del baño, sospechaba que tenía pulgas, y no quería que compartieran mi cama. Pero se resistió, y aquellos brazos largos y flacos como palos eran más fuertes de lo que parecían. Le eché una buena mirada y me di cuenta de que, después de todo, no había sido mi angustia la que lo había despertado. Su pequeño estómago estaba enormemente hinchado. La piel gris blanquecina debajo de su pelo más suave en su barriga se salía hacia afuera como si se hubiera tragado un balón de fútbol.
Unos ojos marrones tristes me miraron fijamente, redondos como monedas, suplicándome que lo curara. Le devolví la mirada, impotente. Yo era bastante buena con las heridas de los campos de batalla y las situaciones de emergencia, pero nada en mi larga experiencia me había enseñado qué hacer con un duergar enfermo. Luego puso esa mirada en su cara y lo cogí a la fuerza y lo llevé al baño.
Apestoso vomitó mucho. Muchísimo. Para cuando tuve limpios el baño y a Apestoso, no me sentía mucho mejor. Había estado durmiendo con mi camiseta, que habían lavado mientras estábamos cenando, pero había quedado imposible. La lancé junto con las toallas de baño al cesto para lavar y me metí en la cama, solo para sentir una piel sedosa que se deslizaba dentro de la cama, junto a mi cuerpo.
Me puse derecha a tiempo para evitar que Caedmon, que había salido de la nada, atacase a Apestoso. En justicia, el duergar había estado intentando arañarle los ojos. Tiré de Apestoso y le fruncí el ceño al duende.
—Parece que no le gustas.
La luz de la luna que traspasaba las ventanas cubiertas con celosía pintaba diamantes de plata por el pecho del duende, pero dejaba el resto de su cuerpo a oscuras. La luz se reflejó en aquellos ojos sorprendentes por un momento, haciendo que brillaran intensamente, como los de un gato cuando lo alumbran con una linterna. Luego se movió y era de nuevo silueta y sombra.
—Necesita aprender a distinguir entre amigo y enemigo.
—¿Y para eso vienes en mitad de la noche? ¿Para decirme eso?
Caedmon se acostó en la cama, su bata plateada caía a su alrededor en perfectos pliegues. Ignoró a la bola de pelo que escupía y siseaba a poca distancia y me lanzó una mirada límpida desde debajo de una superficie pálida de pestañas.
—Escuché el alboroto y temí por tu seguridad.
Entrecerré los ojos, mirándole.
—¿Cómo lo escuchaste? La puerta es de roble sólido. —Louis-Cesare podría haberlo escuchado, pero no esperaba que los sentidos de los duendes fueran tan refinados—. ¿Estás en la habitación de al lado?
—Desgraciadamente no. Tu tío me puso en un ala completamente diferente. A juzgar por el olor, creo que está cerca de la basura.
—¿Y no te quejaste? —Me pareció que Caedmon era una persona que estaba acostumbrada a lo mejor. Y sin duda no era tímido.
Se encogió de hombros, haciendo que el escote de su bata se le bajara por un hombro. Era obvio que no se había puesto mucha ropa para la ocasión.
—No vi la necesidad, ya que no iba a usarla.
—¿Los duendes no necesitan dormir?
Se rió, y las viejas historias eran verdad, realmente era como el sonido de campanas.
—¿Para qué perder el tiempo durmiendo por la noche cuando hay muchas cosas agradables que hacer? —Dibujó una figura en el aire y un rayo de luna extraviado tomó la forma de una flor. Bajó flotando lentamente para apoyarse en mi mano, y lo juro, por un momento sentí como si de verdad pesara, antes de que se disipara como el humo.
Apestoso no parecía impresionado. Hizo un esfuerzo enorme para levantarse, presionando sus dedos de los pies, largos como ramitas, sobre mi abdomen y se lanzó contra el duende. Un segundo más tarde, estaba atado de manera segura en la sábana y se lanzó al baño.
Ni siquiera había visto moverse a Caedmon, pero allí estaba, apoyado de modo informal contra la puerta del baño. Esa bata era lo bastante fina como para ser declarada ilegal en algunos estados, decidí ligeramente asombrada.
Luego algo golpeó la puerta detrás de él con un ruido sordo y él suspiró.
—¿Estás segura de que no quieres que me deshaga de esta criatura por ti?
—Creía que dos miembros de la familia de los duendes se llevarían mejor.
Caedmon inclinó la cabeza ligeramente, mirándome sombríamente.
—Ignoraré eso —dijo finalmente—. Pero te sugiero encarecidamente que no vuelvas nunca a comparar a un miembro del tribunal superior con un sucio híbrido. Es como comparar a un humano con un perro sin raza particularmente sarnoso. Los nobles que saben menos sobre tu mundo sin duda… se ofenderían.
Me puse derecha.
—A mí misma me han llamado híbrida en más de una ocasión.
Caedmon no contestó. De hecho, dudo que ni siquiera me hubiera escuchado. Miré hacia abajo y me di cuenta de que la sábana que me había estado tapando se había deslizado cuando me moví y que le estaba dando un espectáculo gratuito. Tiré del edredón hacia arriba y su expresión se inclinó peligrosamente hacia la sonrisa. Supongo que el terciopelo dorado no era particularmente desagradable.
—Aprecio el pensamiento, pero no es necesario ningún adorno. La piel desnuda es admirable. —Con cuidado dejó caer su bata y se dio una vuelta completa con las manos estiradas. No es que no se hubiera puesto mucha ropa, es que no llevaba nada en absoluto—. Se dicen muchas cosas extrañas sobre nosotros —continuó—, pero la mayoría son bastante exageradas. Por ejemplo, los escandinavos creen que todos los duendes tienen un defecto en algún sitio, un daño en su belleza. Se dice incluso que las mujeres duende están huecas, con una apariencia preciosa de frente, ¡pero sin espalda!
En la tenue luz, él ardía como una llama pálida; su pelo era un nimbo que fluía alrededor de su cabeza. Y si su cuerpo tenía algún defecto, yo no lo veía.
—Nici un lucru sa nu crezi, cu ochii pâna nu vezi. —Las sílabas líquidas salieron con facilidad de sus labios.
Yo tenía la cabeza ocupada con otras cosas, así que tardé un momento en darme cuenta de lo que había escuchado. Sin duda ver era creer en su caso, pero ese no era el tema en ese momento.
—Pensaba que no entendías rumano.
Caedmon se sentó en el lateral de la cama, desnudo y gloriosamente estimulado sexualmente.
—En una vida tan larga como la mía, uno recoge un montón de conocimiento esotérico.
—Leíste la nota.
Pareció ligeramente sorprendido.
—Claro. ¿Tú no lo habrías hecho? Pero era obvio que no podía decir nada cerca del vampiro.
—¿Louis-Cesare? No es un mal tipo —dije, ausente. Caedmon había empezado a acariciar mi pierna por encima del edredón y me estaba distrayendo.
—¿Entonces, le has hablado del ultimátum? —Vio mi expresión—. No, no lo creo. Yo tampoco confío en él.
—¿Por qué no? Lo acabas de conocer.
—Es un vampiro y otros de su clase han estado causando bastantes problemas en casa últimamente. Es posible que estén detrás de la inquietud actual, alentando a algunos que deberían ser más inteligentes para que intenten obtener honores muy por encima de su posición social.
De repente, esto ya no sonaba como un intento de seducción, a pesar de su mano en mi muslo.
—Dime la verdad, Caedmon, ¿por qué estás aquí?
Intentó levantar el edredón, pero yo le puse la mano encima. Él sonrió, impenitente.
—Ya te lo dije. Nunca he estado antes con una dhampir, estoy deseándolo. Y después podemos debatir nuestro problema mutuo.
—Discutámoslo ahora.
Él se rió. Parecía que le estaba proporcionando un montón de entretenimiento. Yo esperaba que lo disfrutara porque era lo único que iba a obtener. Después de mi torbellino emocional de ese día, no tenía humor para juegos; especialmente no con un duende extraño.
—Pero pienso mucho mejor después de…
—¡Caedmon!
Suspiró y se echó hacia atrás, derramando una catarata de pelo claro sobre la cama y dándole a la luz de la luna una zona de recreo muy atractiva. Podía jurar que los rayos de luz parecían doblarse un poco a su alrededor, como si intentaran tocar esa piel opalescente lo máximo posible.
—Tenemos una misma causa: los dos queremos a la chica —me informó—. Tú para salvarla de ese vampiro canalla y yo para descubrir si lleva en su vientre o no al heredero.
—¿Y si lo lleva?
—La pondré a salvo. Te lo prometo. —Eso debería haber sido ridículo; por lo que yo sabía, Caedmon podía estar aquí para matar a Claire, no para salvarla. Sin mencionar que nunca creo a nadie y menos a un extraño muy extraño. Pero cuando Caedmon la dijo, esa antigua frase asumió dignidad y peso. Me encontré extrañamente reconfortada y eso me puso de mal humor.
—¿No será un poco difícil protegerla en Nueva York?
Caedmon me envió una mirada avejentada.
—No pondré en peligro todo el reino de la Fantasía por la conveniencia de una mujer, como seguramente te imaginas. Pero no te alarmes. —Me acarició el costado como si fuera una mascota nerviosa—. Podría no ser un problema. A lo mejor no está embarazada en absoluto, o posiblemente el bebé sea una niña. Entonces tu amiga puede quedarse donde quiera.
—¿Qué? ¿Las mujeres no gobiernan en el reino de la Fantasía?
—Por supuesto que no. —Aparentó estar conmocionado—. O, más bien, no en zonas civilizadas. Los alorestri ahora tienen una líder femenina, una mujer terrible, pero ellos siempre han sido poco ortodoxos. Viene de vivir tan cerca de la frontera, prácticamente están pegados a los oscuros. Necesitan todas las manos disponibles para defenderse, y una vez que las mujeres son guerreras, es difícil mantenerlas fuera de la política.
—¡Qué doloroso tiene que ser para ti!
Caedmon sonrió.
—¡Oh! Me gustan las mujeres fuertes, Dorina. —No había visto la mano que había avanzado hasta debajo del edredón, pero la sentí cuando se deslizó por mi pantorrilla—. De hecho, las prefiero.
Metí la pierna debajo de la almohada.
—¿Y exactamente cómo puedes ayudarme?
Me miró, divertido.
—Contente para no darme una puñalada y te lo diré.
Solté el arma, pero la mantuve cerca de las manos. Caedmon se dio cuenta, pero no parecía preocupado.
—Estás en una situación difícil, pequeña. Si quieres recuperar a tu amiga, tienes que darle a Drácula la vida de los otros dos a los que tú guardas respeto. O eso o te arriesgas a atacarle y posiblemente a perderla de todas maneras. ¿Qué te parece mi resumen?
—Se ajusta bastante. —No ganaba puntos por eso; ya tenía bastantes pistas con la carta—. ¿Y qué es lo que propones hacer?
—Necesitas a dos hombres —dijo Caedmon—. Uno ya está aquí, y el otro… —Se señaló a sí mismo en el pecho de un modo teatral—. Yo puedo ser él.
Miré fijamente. Era difícil imaginarse a alguien que se pareciera menos a Mircea.
—¿Tú? ¡Ni en la noche más oscura! Dudo que pudieras engañar a un sirviente miope, ¡y mucho menos a su propio hermano!
—Te olvidas de mi capacidad de glamour. Te aseguro que puedo hacerlo.
Sacudí la cabeza.
—Y tú te olvidas del sentido del olfato del vampiro. Drac podría notar la diferencia desde el otro lado de la habitación, ¡desde el otro lado de varias habitaciones! Nunca se lo creería.
—Pero no estaré al otro lado de la habitación, pequeña. El nunca me verá tan de cerca…
Estaba a punto de preguntarle cómo esperaba lograr eso cuando oí algo. Era débil, pero esta casa se había hecho hace mucho tiempo; no había razón para que las escaleras crujieran a menos que hubiera alguien en ellas. A juzgar por el modo en que su mano apretaba mi pierna, Caedmon también lo había escuchado. No había duda sobre su oído, era al menos tan bueno como el mío.
O quizá mejor.
—Louis-Cesare —articuló. No sé cómo lo supo, pero no lo puse en duda.
Lo último que necesitaba era que Louis-Cesare pensara que estaba confabulada con el duende. Ya sospechaba bastante tal y como estaban las cosas. Parecía que Caedmon había llegado a la misma conclusión, porque tiró el edredón al suelo, lanzó una pierna sobre mí y comenzó a besarme el cuello.
Le empujé, pero no conseguí nada. Estaba empezando a estar extremadamente harta de los tipos fuertes. ¿Qué les había pasado a los enclenques que no valían nada? ¿Los del tipo que aún yo podía vencer?
—¿Qué estás haciendo?
—Buscándome una excusa que justifique mi presencia aquí —murmuró en mi oído. Luego me mordió la oreja.
—¡Caedmon!
—¡Dorina! —La voz apagada de Louis-Cesare se escuchaba a través de la madera gruesa. La miré fijamente, preguntándome por qué de repente me sentía culpable.
Caedmon aprovechó la oportunidad de mi distracción para tocarme a hurtadillas. No me molesté en contener un chillido, ya que sabía que su excusa no funcionaría. Tenía reputación de ser muy cuidadosa con mis amantes; por una buena razón. Había tenido más de uno que había intentado matarme. De ninguna manera Radu iba a creerse que yo hubiera invitado a alguien que acababa de conocer a una cita amorosa.
El duende había comenzado a ir hacia abajo. Los labios calientes se deslizaban por mi clavícula, poniendo la línea larga de su cuello directamente debajo de mi nariz. Hice lo único que podía hacer en esas circunstancias. Le mordí.
Caedmon se apretó más contra mis dientes hundidos en su carne, como si fuera una caricia. Me sorprendió lo suficiente como para tirar hacia atrás, desgarrando su piel con mis colmillos en lugar de sacarlos suavemente como había planeado. La sangre goteaba en la perfección de su pecho en una mancha oscura, y él gimió en alto. No creo que fuera de dolor.
A la puerta que daba al pasillo le reventaron las bisagras y allí estaba Louis-Cesare, pálido y letal, con los ojos como mercurio líquido. Alguien me agarró alrededor de la cintura. No era Louis-Cesare, porque él se había movido como el azogue, poniéndole un brazo alrededor de la garganta a Caedmon en un abrazo capaz de estrangularlo. Parecía que Caedmon no lo había notado. Sus ojos estaban puestos en mí, y una pequeña sonrisa extraña jugueteaba en sus labios.
—Si te gusta más duro, querida, solo tenías que decirlo.
—Suéltame —le ordené a Geoffrey. Mi única respuesta fue sentir que me cubría él edredón que él había recogido del suelo, lanzándolo sobre mí—. ¡Te lo digo en serio! ¡Suéltame ahora! —Sentí cómo me llevaban al pasillo, pero la maldita pérdida de sangre se aseguraba que hubiera muy poco que yo pudiera hacer para evitarlo—. ¡Maldita sea! Cuando vuelva a recuperar mi fuerza… —Escuché lo que sonaba como una guerra comenzando detrás de mí, pero no podía ver nada por culpa de la puta sábana. Me decidí por una táctica distinta—. Si dejas que se maten el uno al otro, ¡Radu te clavará una estaca!
—El hijo del maestro es bastante capaz de cuidarse él solito. Y dudo mucho que vaya a matar a un invitado honorable. Lamentablemente no se nos permite hacerlo a ninguno de nosotros. —El tono era el típico de Geoffrey: imperturbable. Pero dejó que mi cabeza se diera contra media docena de paredes, zócalos y accesorios en la pared del camino adonde fuera que nos estuviésemos dirigiendo.