13

La casa de Radu era exactamente como me la habría esperado si me hubiera molestado en pensar en ella. Nuestro coche atravesó una puerta de piedras desmoronadas y subimos por un camino largo hasta una zona de aparcamiento cubierta de grava. Estaba enfrente de un complejo de dependencias y una estructura principal de dos pisos rodeados por las explosiones de color de buganvillas, hibiscos y jazmines fuera de control. Por desgracia, ni el follaje demasiado crecido ni el crepúsculo profundo lograban esconder la casa. El exterior original español, que probablemente había mostrado paredes sencillas de adobe, ahora era grueso debido al alicatado marroquí, los pilares tallados, las cúpulas doradas y a más hierro forjado que un burdel de Nueva Orleans.

Lo habría mencionado, pero yo no tenía mucho mejor aspecto. Estábamos todos un poco agotados, excepto el duende, que estaba fresco como una lechuga, maldita sea. Claro que él había tenido su propio asiento, mientras que a mí me habían relegado a más o menos la octava parte del asiento de atrás que no ocupaba la trol de montaña. A Olga la habían convencido para dejar atrás a su ejército, pero no había habido ninguna manera, sin violencia, de detenerla para que no viniera (e incluso Louis-Cesare se había negado rotundamente a atacar a la apenada viuda). Y luego estaba Apestoso.

Había tenido que llevarlo en mi regazo debido a la falta de espacio, e incluso con la ventana abierta, las cosas se habían puesto bastante duras, hasta el punto de que Olga había empezado a separarse de nosotros, dándome quizá unos centímetros de espacio extra justo al final. Cuando incluso los troles piensan que tú apestas, las cosas van mal. No obstante, el colofón final fueron los hechizos protectores. Los había sentido crepitar más de tres veces cuando entramos, y había estado agradecida de que nos esperaran. Pero incluso así, el pelo de todos estaba erizado para cuando finalmente llegamos, y Apestoso era poco más que una bola redonda de pelo con piernas.

Louis-Cesare apareció detrás de mí y, antes de que pudiera protestar, me levantó en sus brazos y se dirigió hacia la casa. Había hecho lo mismo para meterme dentro del coche pero había estado prácticamente desvanecida y apenas lo había notado. Le habría dicho que me dejara en el suelo, pero las piernas me temblaban un poco.

Radu nos echó una mirada de sorpresa cuando llegamos a la puerta, pero se abstuvo de hacer ningún comentario. Estaba vestido con lo que era un atuendo oscuro para él, terciopelo negro y abalorios que brillaban a la luz del candelabro pasado de moda que él sujetaba con una mano pálida. La ausencia de electricidad me dijo inmediatamente lo en serio que se estaba tomando todo esto. No se había limitado a poner hechizos protectores normales y corrientes; debía de tener las protecciones más complejas si habíamos vuelto a los días de las velas y los candelabros. No obstante, ayudaban a crear un ambiente agradable, ya que el diseñador demente de Radu aún no había decorado dentro. Los techos de catedral con vigas de madera vieja nos recibieron en la entrada, que presentaba una escalera sencilla, de peldaños abiertos que llevaba a un descansillo de la galería. Sin embargo, vi lo que me pareció una mala señal para el futuro: las líneas clásicas de un candelabro de hierro forjado con unos doscientos cristales de roca en forma de lágrima colgando.

Fuimos derechos hacia un salón grande con una chimenea enorme que parecía lo bastante grande como para quemar árboles pequeños. La única nota discordante en el tema de la antigua California era la pintura que brillaba por encima de la chimenea. Era una copia del retrato de Bellini de Mehmed II, el sultán otomano más conocido por conquistar Constantinopla y renombrarla «Estambul». A partir de entonces, se había considerado a sí mismo el nuevo emperador romano, ya que Constantinopla había sido la última resistencia de todo aquel esplendor que ya no era Roma. Invadió Italia, pero nunca consiguió hacerse con la Ciudad Eterna. Aunque acabó con un suvenir bastante ingenioso. Me quedé de pie mirando el retrato, pero aunque estaba bien hecho, Bellini no era nada malo, no me decía mucho acerca del hombre que había sido el amante y patrón político de Radu. Me decía más acerca de Radu. Supuse que tenía sentido que él quisiera un recuerdo, pero aun así, no lo entendía. Me guardé un pensamiento acerca de lo que Drac diría si lo viera, y sonreí.

—No veo nada divertido —dijo Louis-Cesare fríamente, después de dejarme en el sofá. Estuve a punto de contraatacar hasta que le eché una buena mirada. Su pelo normalmente suave y rizado era un halo enmarañado que se encrespaba de manera alarmante siempre que alguien se acercaba a él, y su cara normalmente pálida estaba blanca como la de un muerto. Sus ojos brillaban como si tuviera fiebre y tenía arrugas de cansancio cerca de los bordes. No me había dado cuenta cuando me estaba curando, pero a él también le habían herido, en el muslo y en la parte superior del brazo derecho.

Ninguna de sus heridas era grave para un vampiro, mucho menos para un maestro, pero a juzgar por el estado de su ropa, había perdido un montón de sangre. Y eso fue después de lo que tenía que haber sido un día agotador incluso para lo que él consideraba normal. Pero la última vez que se había alimentado había tomado lo que se podía llamar un ligero tentempié en el Hedgehog. Me aparté ligeramente, situándome al final del sofá con Apestoso. Lo puse sobre el sofá porque era de cuero y se podía limpiar con un trapo, pero inmediatamente volvió arrastrándose hasta mi regazo. La criatura parecía muy dependiente, o quizá simplemente estaba asustada. De todas formas, quería que se diera un baño si iba a continuar teniéndola colgada encima de mí. Tener una nariz muy sensible es un problema.

—Sentaos, descansad —dijo Radu, moviéndose rápidamente alrededor—. Traeré algo de comer.

La sugerencia tuvo el efecto contrario en mí.

—No tengo hambre. —Me eché hacia atrás—. ¿Hay algún sitio donde me pueda asear?

La vieja casona llena de recovecos estaba atendida por personas del grupo de Mircea, muchos de los cuales entraron mientras estábamos hablando. Como todos los buenos sirvientes, se habían anticipado a las necesidades del maestro. Al que traía una bandeja y una botella lo conocía muy bien, por desgracia.

—Geoffrey, ¿puedes enseñarle a Dorina dónde está la habitación dorada? —preguntó Radu—. Vuelve en una hora, Dory o el chef se enfadará. Está muy contento de cocinar para alguien nuevo, ha estado todo el día trabajando muy duro.

—Lo recordaré —dije, dándole a Geoffrey la bola peluda con ojos. Es difícil parecer digna con unos pocos harapos, un par de botas llenas de sangre y una capa de terciopelo, especialmente cuando tienes una bola de pelo muy sucia alrededor de tu cuello, pero lo intenté.

Siempre el perfecto sirviente inglés, Geoffrey inclinó su cabeza sin dudarlo, y nada en su actitud revelaba el hecho de que él prefiriera inmensamente enseñarme dónde estaba el montón de basura más cercano.

—Por supuesto, milord.

Seguí a Geoffrey cuando cruzó la puerta, al tiempo que el segundo sirviente, un humano, comenzaba a quitarse la corbata. Era guapo, con el pelo y los ojos de color tostado y una complexión saludable y juvenil. Aceleré el paso, adelantando a mi guía y apresurándome para salir antes de que Louis-Cesare comenzara con su aperitivo.

Torcí en la dirección equivocada y acabé en un patio cubierto de hierba con una fuente pequeña y un par de árboles frutales. El cielo de la noche era azul oscuro, atenuado por el débil brillo de las estrellas, pero la iluminación de la casa hacía posible ver sin hacerse notar. Una brisa ligera, fresca pero no fría, soplaba desde una puerta pequeña de hierro que había en la pared y que estaba sujeta con algo pesado, una masa de enredaderas muy crecidas. Era sorprendentemente precioso.

—Sus habitaciones están por aquí, a menos que tenga la intención de bañarse en la fuente, señorita —comentó Geoffrey por encima de mi hombro.

Pensé en Apestoso, que estaba destrozado y que era probable que no quisiera darse ningún baño.

—Sí. Eso está bien. Traiga toallas y un poco de jabón, ¿puede?

Geoffrey dudó durante cinco segundos, un nuevo récord, antes de que escuchara su tranquilo:

—Sí, señorita.

Acabé bañándome en la fuente, aunque no por elección propia. Resultó que a Apestoso no le gustaba el agua y estaba incluso menos enamorado del jabón. Dejó claro que no tenía intención de querer conocer mejor ninguna de las dos cosas. Para resumir la larga historia: yo insistí, él puso reparos, tiré de él hacia mí y lo lancé a la fuente, él saltó hacia afuera y yo lo perseguí por todo el patio y volví a lanzarlo dentro. Y así todo el rato. La historia acabó con los dos empapados en una fuente llena de burbujas, pero Apestoso iba a necesitar un nuevo nombre. Al menos durante un tiempo.

Enrollé la capa de terciopelo del duende en un intento de secarle el pelo a Apestoso. Ya que él era básicamente una bola de pelo con garras, fue más difícil de lo que suena, pero había comenzado a hacer progresos cuando escuché un ruido detrás de mí. Me di la vuelta y vi a Louis-Cesare de pie en el borde del charco mirándome fijamente con una expresión extraña.

—Esa prenda vale sin duda una fortuna —observó mientras Apestoso hacía lo que podía para hacer trizas la capa del duende. El material se estiraba pero no se rompía, reteniéndolo lo bastante como para que yo pudiera acabar el trabajo. Se escapó y se puso debajo de un rododendro rosa tan pronto como lo solté e inmediatamente comenzó a dar vueltas y a rebozarse en la suciedad. Yo suspiré.

—¿Estás planeando delatarme al duende? —le pregunté.

—No. —Louis-Cesare puso un bulto de tela y una botella de vino en el borde de la fuente. Él vio la dirección de mi mirada—. He pensado que nos merecíamos un trago.

Pensé que era la cosa más sensata que había dicho hasta ahora. Cogí el montón, que resultó ser ropa, mientras él nos servía a ambos una copa bien llena. Como yo me temía, la idea de Radu de un atuendo apropiado era espeluznante. La túnica blanca de lino estaba bien, con el cuello alto cerrado con cordones negros y mangas largas. Pero la había puesto para que conjuntara con una falda pesada blanca de lana y dos delantales negros cubiertos con bordados rojos y dorados. El atuendo tradicional femenino rumano. Me contuve para no hacer una mueca de desagrado, aunque no lo conseguí.

—Lord Radu dijo que estas prendas te resultarían familiares —comentó Louis-Cesare. Lo miré de manera desconfiada. Él parecía bastante serio, así que ¿por qué me daba la impresión de que se estaba riendo?

—Sí, ése es el problema —le dije de modo agrio. Por desgracia, la opción era o bien llevar lo que Radu me había ofrecido o cenar desnuda. Mi camiseta estaba unida por un imperdible que Olga me había prestado, y los pocos parches secos de mis vaqueros estaban tiesos de sangre.

—Radu tiene… un gusto poco corriente —coincidió Louis-Cesare, sentándose en el borde de la fuente. Me di cuenta de que no era la única que había tenido que recurrir al atuendo prestado, aunque definitivamente él había tenido mejor suerte que yo. Unas ondas de tela con cordones caían por delante de su camisa antigua y los suaves pantalones de cuero marcaban unas piernas mejores de las que cualquier vampiro se merecía.

Para hacer juego, tenía la piel de un bonito color sonrosado, el color más oscuro que había visto en él hasta el momento, y su pelo volvía a ser como antes, con su abundancia brillante de siempre. La luz de la lámpara de la casa se filtraba a través de los árboles por encima de nuestras cabezas, moteándolo todo con oro.

No era la primera vez que envidiaba los poderes de recuperación de los vampiros. Aún parecía algo fatigado, más un guerrero que un figurín, pero él estaría perfectamente por la mañana. Dudaba que yo tuviera esa suerte. Me desplomé en el lateral de la fuente, luchando con el hecho de que me había quedado sin aliento persiguiendo a un bebé duergar. De repente cambiarme de ropa me parecía un gran problema, al menos sin esa primera copa.

—¿De dónde has sacado el vino? —pregunté mientras Louis-Cesare me pasaba un vaso. Resultó ser un tinto oscuro y afrutado de la propia cosecha de Radu.

—Se supone que era para la cena. Lo encontré en la bandeja del mayordomo.

—¿Así que en realidad Geoffrey me hizo un favor? —El vino golpeó fuerte en mi estómago, pero no me importó. A veces mi extraño metabolismo realmente es muy conveniente—. ¿Nunca cesarán las sorpresas?

—Él debe acatar tus órdenes.

—¿Quién? ¿Geoffrey? —Él asintió con la cabeza y yo me reí—. Sí, seguro.

—Eres la hija de lord Mircea.

—Y la mancha en el honor de la familia —le recordé—. Como buen mayordomo, Geoffrey prefiere las cosas limpias.

—¿Te ha amenazado? —Louis-Cesare sonaba sorprendentemente duro, considerando que él había hecho lo mismo no hacía mucho tiempo.

—Todo el mundo me amenaza; no tiene importancia.

—¡Te mereces su respeto!

—¿Por qué? ¿Por ser la pequeña del jefe? —Balanceé mi copa, derramando un poco de vino por un costado. Se parecía extrañamente a la sangre en la oscuridad—. Me temo que pesa más todo eso de matar a los de su clase.

—He visto que no has matado a nadie que no sello mereciera. Y manejas tu… incapacidad… de una manera admirable. —Se detuvo, pareciendo ligeramente incómodo—. No creía que hubiera una dhampir capaz de tener tanta compasión.

Lo miré fijamente. ¡Por Dios! Un cumplido. De Louis-Cesare. Ese vino se le estaba subiendo a la cabeza.

Y luego, por supuesto, lo fastidió.

—Me alegro de que hayas entrado en razón en lo que respecta a lord Radu.

—¿Entrar en razón?

—Para ayudar a protegerle. Es el único modo inteligente de continuar.

—¿Y exactamente cómo de inteligente es dejar que Drac ande libre? —pregunté.

Louis-Cesare entrecerró los ojos.

—Al final lo cogerán. Es solo cuestión de tiempo, con las fuerzas que el Senado actualmente tiene en el campo.

—Excepto que ellos no están persiguiéndole.

—Él ha mostrado una falta de juicio en el pasado, una reputación confirmada por su actual alianza. No puede evitar ser víctima del Senado antes de que pase mucho tiempo.

—Eso es una teoría. —Y no era una que yo compartiera. La gente había subestimado a Drac durante siglos. Podría estar loco, pero tenía la astucia Basarab y era absolutamente cruel cuando la utilizaba. No era una buena combinación—. Pero entonces, tienes que preguntarte por qué, si el Senado se puede encargar de él, Mircea se molestó en reclutarnos.

—Él espera terminar con esto antes de que su hermano derrame más sangre inocente.

—¿Y a ti eso no te preocupa?

—¡La sangre de Radu también es inocente! —Pensé que eso era debatible, pero no lo dije. Louis-Cesare parecía que se estaba volviendo a encender un poco. Adiós a la idea de tener una conversación agradable y moderada.

—¿Por qué te preocupas tanto por lo que le pase a Radu? —le pregunté, sabiendo que seguramente me arrepentiría de haberle preguntado—. ¿No te abandonó?

—¡Él también es mi señor!

—Y Mircea el mío. La verdad es que eso nunca le ha supuesto muchos beneficios.

Louis-Cesare me echó una mirada condescendiente.

—¿Ah, no? Tú estás ahora aquí, en respuesta a su llamada…

—¡Estoy aquí por Claire!

—… Como deberías estar. Tú no existirías si no fuera por él y yo me habría muerto siglos atrás si no hubiera sido por Radu. Estamos en deuda con la familia.

Un viento suave estaba jugando caprichosamente a través de los árboles, moviendo las hojas, pero cuando miré hacia arriba, pude verlas estrellas en los parches despejados. Tomé aliento del aire frío de la noche y me dije a mí misma que no iba a reaccionar fuerte.

—Me estás confundiendo con un vampiro —le dije brevemente—. Sólo porque Mircea donase algo de esperma no significa que esté unida a él.

—Hay otros lazos aparte de la magia. Lealtad, obligación, amor…

—¡Yo no quiero a Mircea!

—Y los aceptes o no, tú también los sientes. Le perteneces cuando él te necesita.

Lo que sentí fue una explosión de rabia, calor y ferocidad. Maldito fuera por reavivar aquel deseo antiguo y agrio, el que se movía alrededor de la palabra «pertenecer». Nunca había pertenecido a nada. Fue la primera lección que aprendí, grabada en mis huesos y tallada en mi carne mucho antes de que el niño que sería Louis Cesare hubiera nacido. Y era la única lección que me aseguraba de no olvidar nunca.

—Verás cuánto amor siento por la familia —le dije salvajemente—, cuando clave una estaca en el corazón muerto y frío de Drac.

—¿Aún tienes la intención de ir tras de él? —preguntó, incrédulo—, ¿aunque pudiera significar la vida de tu amiga?

—Él vendrá a por nosotros. Pensaba que ése era el plan.

—¡Usar a lord Radu como cebo era tu plan!

—Y sigue siéndolo —señalé.

—¡Drácula nunca intentará cogerle con tantas defensas! No lo entendí hasta que lo vi con mis propios ojos, pero es cierto. Él está tan a salvo aquí como en MAGIC. —No me apetecía discutirlo. No había defensas lo bastante buenas para hacer que Drácula se mantuviera fuera si él quería entrar, pero convencer a Louis-Cesare de eso sería contraproducente. E incluso si me apeteciera intentarlo, dudaba que estuviera dispuesta a hacerlo. Incluso mi ira se había apagado con la marea agobiante de agotamiento. Miré fijamente a una luciérnaga parpadeante en el césped, sintiéndome extrañamente trastornada.

—Lo que tú digas.

Estaba tan cansada que mis ojos no se podían centrar en nada, hasta el punto de que la trayectoria de la luciérnaga se hizo borrosa y se convirtió en una línea larga y continua de neón. Y luego, volvió a pasar. Era como ahogarse, hundirse sin poder hacer nada en profundidades congeladas y oscuras. Pero en lugar de en el agua, estaba avanzando en un mar de recuerdos.

Me di cuenta de que el sonido del tambor que estaba escuchando no era mi corazón, sino alguien llamando a la puerta. Tardé un momento en darme cuenta de que era yo. La puerta se abrió para descubrir a una vampiresa enfadada con un salto de cama blanco y transparente: Augusta, una miembro del Senado. Su vestido era blanco hasta que me tambaleé hacia ella, mojando la parte de delante de su ropa de dormir cara con suficiente sangre como para indicar una herida mortal. Bajé la vista y vi que yo solo llevaba un abrigo de hombre largo que estaba abierto por delante. Debajo de eso había un montón de sangre y lo que parecía ser la mitad de mi intestino que yo estaba manteniendo dentro al presionarlo con la mano que no había usado para llamar a la puerta.

Mi espalda —susurré.

Voy i a buscar a un médico —dijo Augusta débilmente. Parecía hambrienta, pero no me importaba. En ese momento, ella no podía hacerme mucho más daño. Me arrastró hasta una cama grande e intentó echarme en ella.

Sacudí la cabeza.

Mi espalda —le repetí.

Lo sé. No te preocupes, no haré presión sobre tu estómago.

¡No! —Estaba temblando con el esfuerzo de mantenerme en pie, pero no podía echarme—. Mira mi espalda. Es un mensaje para Mircea. —La vampiresa le había prestado tanta atención a mi estómago destrozado que ni siquiera se había dado cuenta de que la parte de atrás de mi abrigo estaba completamente empapada, y no era de agua.

Estaba intentando quitarme el abrigo, pero no podía lograrlo con solo una mano. Augusta me ayudó, luego se detuvo cuando estaba a la mitad y lo miró fijamente conmocionada. Podía ver lo que ella vio en el espejo de un tocador pequeño de palisandro, y no es que necesitara el recordatorio. Alguien había tallado letras en mi carne, aunque la sangre, una parte seca y otra fresca, las emborronaba, haciendo imposible que se pudieran leer.

Llama a Mircea —le susurré, poniéndome de rodillas en el suelo, agarrando el poste de la cama para quedarme parcialmente derecha. Escuché cómo se iba de la habitación, gritando, y para ser una mujer pequeña tenía una voz sorprendentemente fuerte.

Después de lo que parecieron solo unos pocos segundos, Mircea llegó, sacudiéndose nieve negra de su abrigo. Olía a polvo de carbón, caballos y perfume barato. Se puso de rodillas a mi lado.

—¿Qué ha pasado?

Me enviaste a buscar a tu hermano —le solté, luchando para mantenerme consciente—. Por desgracia, lo encontré.

Mircea comenzó a despegar lo que quedaba de abrigo. Su expresión era cuidadosamente neutra, pero sus ojos eran de fuego ámbar. Otro vampiro entró en la habitación llevando un recipiente y una toalla.

Maestra —dijo, haciéndole una reverencia a Augusta pero apañándoselas para no derramar el agua—. Me gustaría lavar a la mujer.

A Augusta le dio un ataque de risa.

Estoy segura de eso.

Fui enfermero en Sudáfrica, maestra. Sobreviví a la guerra zulú; sé algo acerca de las heridas con cuchillos.

Ésa no era la única razón de que él supiera cosas sobre cuchillos. Jack era el preferido actual de Augusta, y había sido un monstruo incluso antes de que ella lo convirtiera. Estúpidamente, le ofreció a Mircea el recipiente. Un movimiento salvaje después, tanto el recipiente como Jack se fueron volando contra la pared. Jack se golpeó tan fuerte que su cuerpo dejó una impresión, rompiendo el papel para mostrar los ladrillos que había debajo.

No se puso de pie, pero se encogió de miedo en el suelo, con las manos sobre su cabeza, sin atreverse a levantar la vista. Me habría parecido casi digno de compasión si hubiera sido capaz de sentir alguna emoción. No lo era, y parecía que Mircea sentía lo mismo.

Hazlo —le dije—. Tienes que hacerlo.

La mano de Mircea alisó mi pelo delicadamente. Luego chasqueó los dedos y Jack extendió una mano temblorosa para recuperar el recipiente. Gateó con él hasta la puerta y se fue. Más rápido de lo que yo pensaba que era posible, ya estaba de vuelta, con más agua y varias toallas. También llevaba una botella de güisqui, pero no traía vasos.

Sin alcohol —dijo Mircea sin preocuparse ni siquiera de mirarlo. Supongo que tuvo que olerlo.

Perdóneme, milord —murmuró Jack rendidamente—. Simplemente pensaba que para prevenir la infección

Ella es dhampir —dijo Mircea a secas—. No contrae infecciones. Déjanos.

Jack hizo una reverencia profunda y salió de la habitación sin girarse, o para mostrar respeto o porque no se atrevía a darle la espalda a Mircea. Había una tensión vibrante en el aire, más o menos como los temblores antes de que un volcán entre en erupción. Me concentré en estar derecha mientras Mircea lavaba con cuidado las heridas de mi espalda, mojando una zona, golpeando ligeramente para secarla, deteniéndose para poner presión aquí y allí a los cortes que aún estaban sangrando, luego volvió a comenzar. No le dejaría que me tocara el estómago, suponía que iba a morir de todas formas, así que ¿para qué serviría?

Lentamente las letras comenzaron a hacerse más claras. Tardó una eternidad y fue muy doloroso, pero estaba tan cerca de perder el conocimiento que apenas lo notaba.

¿Puedes leerlo? —preguntó Augusta cuando Mircea hubo acabado y hubo puesto el recipiente a un lado.

Véndale las heridas —dijo después de un momento, ignorándola—. Asegúrate de que viva.

¡Mircea! —Mis labios estaban adormecidos, pero de algún modo, hice que las palabras salieran—. Si no acabas con esto esta noche, si le dejas cualquier camino por el que pueda volver, me lavo las manos. La próxima vez lo perseguirás tú solo.

La única respuesta que recibí fue la puerta cerrándose suavemente detrás de él. Mi cabeza descendió para descansar en la esquina de la cama. Mi reflejo mostraba que unas pocas de las heridas superficiales comenzaban a unirse, difuminando el borde de algunas palabras como pinceladas aleatorias de una goma de borrar. Toda aquella cosa sería ilegible en unas pocas horas.

Drac había tallado su desafío a Mircea en mi carne, luego me había destripado y me había dejado tambaleándome sola en la casa que los vampiros tenían alquilada. Y había funcionado. Mircea se había ido para encontrarse con él, pero en lugar de matar al hijo de puta que había marcado a su hija, él iba a atraparle con alguna invención del Senado, todo limpio y ordenado y problema resuelto.

Tragué con amargura y miré fijamente a la puerta, temblando de agotamiento y esperando a desmayarme por la pérdida de sangre. Tenía alguna abolladura impresionante donde mi puño había golpeado anteriormente, pero seguía siendo sólida. No obstante, podía escuchar débilmente una conversación en voz baja al otro lado. Estaba jadeando, intentando reunir el suficiente aire dentro de mis pulmones para satisfacer su necesidad, pero de todas formas solo lograba obtener un poco.

La cónsul se está impacientando y pide una solución, o, al menos, que la pongamos al tanto. Tengo que decirle algo.

Tendrá su solución esta noche.

—¿Y cuál va a ser? La dhampir tiene razón. ¡Tienes que matarlo!

Esto es un asunto familiar, Augusta, no es asunto tuyo.

La voz de Jack volvió a sonar, más fuerte que la de los demás, quizá porque no se estaba esforzando en mantenerse tranquilo.

¿Tengo su permiso para atenderla, maestra? —No escuché la respuesta, pero la puerta se abrió un momento más tarde y entró, con vendas, un nuevo recipiente de agua y una bolsa pequeña negra. Lo miré con desconfianza, pero él sacó un trozo de hilo y una aguja que parecía aterradora. Me tiró en la alfombra y examinó mi estómago con una actitud crítica.

Puede que no haya sido responsable de las muertes de las víctimas de Jack, pero ha estado creando vampiros sin permiso, y no lo está registrando. Sólo por eso, seguramente será sentenciado a muerte. Mátale ahora y ahorra a tu familia la vergüenza de una ejecución pública.

Suéltame el brazo, Augusta, No tengo tiempo de discutir esto contigo, aunque esté de acuerdo.

Jack había comenzado a coserme y yo necesitaba con todas mis fuerzas algo que me distrajera del dolor. ¿Por qué no estaba inconsciente? La aguja se hundía y salía de mi piel mientras miraba fijamente a la puerta, esforzándome en escuchar la conversación.

—¡Mircea!

Tú no entiendes la situación. —La voz de Mircea era calmada, pero lo conocía lo bastante bien como para reconocer la ira que corría por ella.

—¿Qué es lo que hay que entender? Si él hubiera insultado a uno que me perteneciera de tal manera, ¡le aplastaría la cabeza como a un huevo!

—¡Dándole así exactamente lo que él quiere!

Jack daba puntadas finas y delicadas, percibí en medio de la confusión. Habría sido un buen sastre.

—Si él quiere morir, simplemente tiene que decirlo —susurró Augusta con dureza—. ¡No faltarán voluntarios que garanticen su deseo!

Y todos serían asesinados por tomarse la molestia. ¿Por qué piensas que él me provoca, amenazando a Radu y atacando a Dorina? Él quiere que yo lo mate y no que sea otro el que lo haga.

¡Entonces dale lo que quiere! —Me habría hecho eco del sentimiento de Augusta si hubiera tenido la fuerza necesaria.

—No. —La voz de Mircea era dura como una piedra—. Déjale vivir y recordar, ¡no morir y olvidar!

Lo escuché irse dando grandes pasos y un momento después Augusta entró dando un portazo en la habitación.

Vivirá, maestra —le dijo Jack, calmado—. Lo prometo. —Me dio unas palmaditas en el pelo casi cariñosamente—. No me sorprende que al conde no le gustara. Ella no tiene miedo.

Me pregunté, cuando por fin me permití desmayarme, cómo alguien podía estar tan equivocado.