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—Ten cuidado. —Empujé la puerta de la cocina para abrirla y bordeé el agujero que había enfrente del umbral. La cabeza de un demonio loray había goteado suficiente ácido como para comerse las tablas de madera deterioradas, dejando un hueco con las esquinas quemadas que los visitantes tenían que saltar para entrar. Claire había querido saber por qué había estado allí esa cosa horrorosa, y parecía que no había entendido mi explicación sobre la extracción de un veneno raro.

Conseguí llegar al frigorífico antes de que una mano me apretara la boca. Forcejeé, pero el cuerpo que había detrás de mí bien podría haber sido tallado en piedra calentada al sol; no podía moverlo. El francés tenía su cabeza inclinada como si escuchara algo, pero aunque yo hice un gran esfuerzo, el único sonido amenazador eran los espasmos mortales del viejo frigorífico. Ya que había sonado así desde que me había mudado ahí, no me preocupé demasiado. Louis-Cesare repentinamente me soltó y sacó su espadín. Antes de que pudiera avisarle acerca de la casa, se deslizó por la puerta que llevaba al pasillo.

Lo busqué durante unos segundos, luego me desentendí. Me centré en tirar algunos productos caducados y en verter el equivalente a una semana de comida para gatos en los dos cuencos deformes que estaban enfrente del frigorífico. Claire había anunciado repentinamente hacía algunos meses que iba a ser alfarera. Se había comprado una rueda y pinturas, y usaba el horno como si estuviera en un taller de artesanía. Los resultados eran… poco comunes. Pero lo que les faltaba de calidad, lo compensaban simplemente con la cantidad. Teníamos las feas y deformes creaciones presentes por todos los sitios. No obstante, parecía que a los gatos les gustaban.

Dudé, frunciendo el ceño y mirando los platos de los últimos días en el fregadero, pero al final los lavé. Las tareas domésticas sin duda no eran lo mío, pero Claire odiaba que todo estuviera hecho un desastre. Seguramente yo había limpiado más desde que ella había desaparecido que en todo el tiempo que habíamos vivido juntas. Por alguna razón, tener la casa sucia hacía que pareciera mucho más vacía, como si yo no creyera que ella fuera a volver para regañarme por eso.

Acabé de secar el último plato pequeño y me fui en busca de mi compañero no deseado. Lo encontré vivito y coleando en el salón, manteniendo una guerra de miradas con la Señorita Priss. Ella se las estaba apañando para mirarle con su elegante nariz felina a pesar de estar enroscada en el sofá. Después de un tenso momento, aumentó el insulto al empezar a lamerse una pata blanca y bonita como si se estuviera aburriendo. El otro gato, Mequetrefe, era menos valiente, lo único que indicaba que estaba presente eran dos ojos verdes entrecerrados que miraban desde debajo de las cortinas de cretona. Salió de allí cuando me vio, pero continuó mirando de manera fija y desconfiada al recién llegado.

—¿Son tuyos? —me preguntó Louis-Cesare después de una pausa. Parecía sorprendido de que hiciera algo tan normal como tener mascotas.

—No. Son de Claire. Ella heredó este sitio de un tío excéntrico y no creyó que fuera justo echar a sus mascotas cuando habían vivido aquí más tiempo que ella. —Adopté su misma actitud, que aún era tensa; ya estaba casi listo para la batalla—. Relájate. La guerra no nos va a seguir hasta aquí. Este sitio solía pertenecer a un mago; está bien protegido.

Eso era un eufemismo en toda regla. El tío de Claire, Pip, había protegido este sitio como si fuera la base militar de Fort Knox, a pesar del hecho de que la mayoría de sus cosas ni siquiera le hubieran interesado a un ladrón que no fuera mago. Él había ahorrado energía ya que la casa estaba construida justo encima de dos líneas ley, los amplios ríos de energía donde los mundos se superponían. Se cruzaban y unían su energía justo debajo de los cimientos, formando un manantial profundo que el tío de Claire había utilizado para todo: desde proporcionar energía para sus hechizos de protección hasta para repostar los portales con los que había llenado el sitio. Y ya que tenían una fuente de energía alternativa, sus encantamientos no se habían debilitado después de que él muriera, como le hubiera pasado a la mayoría de los hechizos. Contuve un impulso de invitar al vampiro a que terminara su visita por la casa.

—Voy a hacer las maletas —le dije—. Seguramente prefieras esperar aquí. A la casa no le gustan los extraños.

—Muy bien, sé rápida. —El vampiro masculló cada palabra, apenas haciendo salir la cantidad correcta de sílabas, como si le doliera conversar conmigo. Me pareció un poco sorprendente, no el que hubiera sentido la misma enemistad instintiva que yo solía provocar en todos los vampiros, sino que la hubiera mostrado. La mayoría de los maestros son unos mentirosos excelentes, hasta en sus expresiones faciales. Claro que quizá no pensó que mereciera la pena dar una falsa impresión.

Le lancé un beso y me fui a la parte de arriba a un paso deliberadamente lento. Encontré mi mochila debajo de la cama, con algunas sorpresas aún dentro desde mi última expedición. Hacía mucho tiempo que había decidido que si las opciones eran o meterme en líos por tener armas ilegales o morir por no tener una cuando la necesitaba, prefería la primera opción. Como resultado, nunca iba a una caza seria sin ir acompañada de mi mochila color caqui. Tiene aspecto de haber pasado por unas cuantas guerras, cosa que es cierta, pero guarda de modo seguro algunas cosas que no se consideran exactamente «magia ligera». Cuando la gente está intentando matarme, no me preocupo mucho de lo que les estoy lanzando.

Me cambié y me puse una camiseta blanca y una chaqueta de cuero negra (ya que la sustancia viscosa del demonio había reducido mi abrigo vaquero a unos cuantos jirones), vaqueros y unas botas negras. Luego empaqueté algunas cosas esenciales y vacié el contenido de una cajonera secreta en el espacio que quedaba libre en la mochila. Si iba a ir tras Drac, estaba claro que me iba a llevar mi arsenal completo conmigo.

Levanté una espada pequeña, pero lamentablemente, por el peso, decidí que tendría que irme sin ella. Ya no cabía nada más en la mochila. Apoyé la espada contra la pared, donde su superficie reflejaba los colores vívidos del mural que hacía poco había completado. Le habría sorprendido un montón a Claire, no tanto por su toque postmoderno, sino porque la casa lo había permitido.

Claire estaba siempre luchando por dominar su herencia, a la que su tío le había dado la personalidad de una mujer mayor extravagante. Las fundas amarillas de los sillones permanecían en los muebles, a pesar de que ella las odiaba, pero reaparecían siempre que ella las movía, y después de eso, en muy poco tiempo, algo suyo se perdía. Pero yo había dado una mano de pintura a todo el sitio y no había sufrido ningún efecto negativo. A lo mejor a la casa tampoco le gustaba el papel pintado rosa descolorido.

Justo acababa de terminar de empaquetar cuando escuché un aullido seguido de una serie de golpes. Desde el descansillo, vi a la Señorita Priss sentada enfrente de la puerta del sótano, con aire condescendiente. Fui a la cocina y cogí la llave y la linterna, ya que el tío de Claire nunca había puesto electricidad en esa parte de la casa. Luego me fui a rescatar al gran guerrero del Senado.

Estaba al final de las escaleras del sótano, tirado sobre un montón de cosas. La última persona que había exasperado a la casa había sido uno de mis clientes, que había intentado ir a la parte de arriba sin un escolta. No solo había sido transportado hasta el sótano, sino que acabó embutido en un pequeño baúl en la esquina. Desde aquella vez, el baúl ya se había movido (yo lo utilizaba como mesita de noche) así que al vampiro había tenido más suerte. El único daño obvio fue que su pelo se había soltado de su horquilla y se le había caído por encima de la cara.

—La casa es un poco… temperamental —le expliqué cuando encogía sus largas piernas.

—¿Qué es este sitio? —Miró a su alrededor, con los ojos brillantes por el interés.

Miré el antro oscuro, intentando ver el atractivo, pero me parecía tan horrible como siempre. El único encanto que lo salvaba era que la luz tenue ocultaba la pintura verde desconchada y biliosa que se había aplicado cuando Eisenhower era presidente, y ensombrecía el armatoste de metal oxidado que había en la esquina. No obstante, no ayudaba a esconder el montón de cajas de madera que estaban esparcidas por todos sitios. Claire había estado planeando vaciarlas, asumiendo que la casa la dejase, por miedo a que constituyeran un peligro de incendio.

—El sótano. Las escaleras envían automáticamente aquí a los intrusos.

—Es mucho más que eso —dijo, pasando por las cajas de madera hasta un viejo grupo de estanterías que contenía botellas de varios colores. El tío de Claire se las había dado de alquimista, pero nunca había descubierto el secreto para convertir el plomo en oro. Ni tampoco muchas otras cosas, según lo que ella me había dicho.

—¿Tu amiga hizo esto? —Louis-Cesare había cogido uno de los delicados frascos de cristal azul que siempre me habían recordado a botellas de perfume de gran tamaño.

—Ella es una neutralizadora. No puede hacer magia.

Louis-Cesare inspiró.

—Aquí no se necesitó magia. Esto es arte.

—Si yo fuera tú, no me acercaría mucho a eso —le avisé. La humedad había decorado la parte de fuera del cristal y sus dedos dejaron huellas en el polvo húmedo. No sabía lo que estaba transpirando, pero era mejor estar a salvo que en mil pedazos. Seguramente me sería muy difícil explicarle a Mircea por qué su chico pelirrojo ni siquiera había podido sobrevivir a su primer día—. Los experimentos de Pip pueden resultar un poco… volátiles. —Tal y como quedaba demostrado por las manchas de múltiples colores en las paredes del sótano, cortesía de años de explosiones.

—Sinceramente espero que sea así —dijo oscuramente. Para mi desconcierto, abrió el frasco y pasó la punta de los dedos sobre el final húmedo de la tapa. Antes de que pudiera detenerle, se lo llevó a los labios.

—Pip era alquimista —le informé, resistiéndome a la necesidad de echarme para atrás—. Podría haber cualquier cosa ahí dentro.

Levantó una ceja oscura.

—¿Alquimista? ¿Es así como los llaman ahora? La última vez que estuve en este país, había un término más pintoresco para esto. «Fabricante ilegal de bebidas alcohólicas». —Se dio la vuelta para ojear las estanterías, exactamente como un experto en una tienda de vinos. Entrecerré los ojos y miré la pila de metal en la esquina, el alambique, supuse, y de repente un montón de cosas empezaron a cobrar sentido.

—¿Me estás diciendo que estas cajas de madera contienen priva?

—Priva. —Articuló la palabra como si le gustara el sonido—. Sí, recuerdo ésa. Y «agua reconstituyente», «bebedizo» y mi palabra favorita, «matarratas».

Lo miré fijamente tanto por la rareza de escuchar aquellas palabras con su acento como por darme cuenta de que algunas de las palabras coloquiales que decía no eran lo que se dice actuales. Fruncí el ceño. Gracias Mírcea. Si el conocimiento de Louis-Cesare del resto del país era tan arcaico, iba a ser de gran ayuda.

Antes de que pudiera hacer un comentario, hubo un gemido sobrenatural que procedía de la parte de arriba. Después de un sobresalto, lo identifiqué como los dos gatos de Pip, que habían decidido de repente maullar a la vez. Le dije a Louis-Cesare que se sirviera él mismo, que Claire tenía cajas y cajas llenas y corrí a la parte de arriba, donde me encontré a los dos bribones sentados en la ventana mirador, chillando continuamente.

—¡Parad ya! —Me ignoraron como siempre—. No vais a tener atún ninguno de los dos en una semana —les avisé—. Comeréis pienso y os va a gustar. —La amenaza no tuvo ningún efecto perceptible y decidí que un poco de cariño estaría bien.

Me estiré para coger a Mequetrefe por el pescuezo cuando, de repente, una cara apareció en la ventana. Unos antiguos ojos como el peltre, claros y fríos como lanzas de hielo, coincidieron con los míos. Miré fijamente el hermoso rostro, pero no hice ningún movimiento para dejar entrar al visitante. A diferencia de los oscuros, que tienden a poblar las mismas esquinas del mundo donde frecuentemente yo paso el tiempo, los duendes de la luz apenas se ven. Y normalmente no es nada bueno cuando aparecen.

Cuando otra cara de alabastro se unió a la primera, mi inquietud se volvió incluso más tenebrosa. Sentí más que escuché a Louis-Cesare acercarse por detrás de mí.

—Tenemos compañía —le dije, aunque ya podía verlo él mismo.

Un tercer duende se unió a los otros en el patio de enfrente. La criatura llamaba la atención de la misma manera que lo hace una espada recién desenvainada, hermosa y mortífera. Su pelo era el mismo manto frío y brillante que la de los otros, y estaba vestido de forma similar en un gris que no se podía describir. Así que, ¿cómo sabía que él era el líder? Seguro que tenía algo que ver con la energía que me golpeaba, incluso a través de las barras, como una bofetada en la cara.

—Saca fuera a la híbrida, vampiro. —La voz del líder era melódica, con un acento cantarín extraño.

Louis-Cesare me cogió por la muñeca, evitando que yo sacara de la mochila un regalito para nuestros huéspedes.

—¿Qué queréis de ella? —preguntó. Intenté quitarme de encima su mano y vi que era incapaz de hacerlo. Me estaba empezando a hartar, y rápido.

Los duendes ignoraron la pregunta.

—No tenemos nada en contra tuyo. No nos des una razón para que lo tengamos. Saca fuera a la híbrida o entraremos y la cogeremos.

—Suéltame —le dije a Louis-Cesare tranquilamente. No tenía ni idea de por qué los duendes estaban tan interesados en mí, pero si querían lucha, estaría encantada de dársela.

En lugar de responder, Louis-Cesare aumentó la presión en mi muñeca hasta que yo solté el arma. Dobló la cabeza hasta que sus labios encontraron mi oído, e incluso entonces, sus palabras fueron tan suaves que las sentí más que las oí.

—Los duendes son neutrales en la guerra. Creo que lord Mircea preferiría que siguieran siéndolo.

—Ése es su problema —le dije con una voz normal. No me importaba una mierda si los duendes me habían escuchado o no. Sonreí al líder—. Siempre me he preguntado de qué color es nuestra sangre. ¿Qué me dices si lo averiguamos?

No obtuve una respuesta verbal, pero el puño que él levantó para romper mi ventana fue más que suficiente. Y la casa respondió al asalto; a la casa no le gustaban los extraños mucho más que a mí. El duende responsable acabó en las ramas de un arbusto de moras, a mitad de camino del patio; tenía una expresión de leve sorpresa en su cara. Sus compañeros no hicieron nada, pero su calma parecía una amenaza, especialmente cuando sus ojos se volvieron hacia nosotros, silenciosos e insondables. Los gatos siguieron maullando.

Louis-Cesare se giró precipitadamente y se dirigió al pasillo, arrastrándome con él. No me resistí porque pensé que estaba a punto de ayudarme a enseñarles a los duendes una lección sobre los insultos. Se detuvo justo dentro de la cocina y los dos nos quedamos mirando fijamente a la cara pálida que había aparecido en el cristal de la ventana de la puerta trasera.

—¿Hay otra salida?

—Suéltame y limpiaré ésta —le dije irritada. En otro momento me estaría quejando con todas mis fuerzas porque me estuvieran arrastrando como a una muñeca, pero en ese momento, prefería guardar todas mis fuerzas para luchar con los duendes.

—¡Responde a la pregunta!

—La parte delantera es infranqueable. —Hacía mucho tiempo que estaba cerrada por montones de muebles desmoronados que Claire quería fuera, pero que parecía que a la casa le gustaba, exactamente justo donde estaban. Después de una larga lucha, habían llegado a un acuerdo: los muebles se quedarían allí y ella mantendría la puerta de la entrada cerrada para que no tuviéramos que verlos.

—¿No hay ningún camino oculto?

—No. —Conseguí girar mi mochila hasta donde pude alcanzar lo que había dentro con mi mano izquierda. El sonido del vidrio haciéndose añicos me hizo saber que alguien había adivinado cómo sortear la protección que había en la ventana del salón.

—Excepto los portales —añadí.

—Como el que hay al pie de las escaleras.

—Sí. Hay otro en la despensa. Claire y yo lo utilizamos para sacar la basura de manera más fácil. Da a la parte de atrás. Y hay uno en el sótano. —Llené de armas los bolsillos interiores accesibles de mi chaqueta y cogí un cuchillo de la cocina de propina—. Si fuera tú, cogería el que hay en la despensa.

Me dirigí al pasillo, pero de repente el cuello de la camiseta se me incrustó en la garganta y me vi empujada contra un torso.

—No vas a atacar a los duendes —me informó Louis-Cesare con sequedad.

Me alejé de su lado dando tumbos, mirándolo con odio. Íbamos a tener que hablar sobre el espacio personal.

—Eso no es cosa tuya.

El sonido de la madera astillándose hizo que me girase de pronto y vi que el duende estaba entrando por la puerta de la cocina. Parecía un poco agotado, con el pelo plateado formando un halo chispeante alrededor de su rostro impasible, pero aún se mantenía en pie. Un segundo más tarde una espada apareció en su mano como por arte de magia; aunque seguramente fue así.

Louis-Cesare me arrancó el cuchillo de la mano y agarró la parte de atrás de mi chaqueta, poniéndome de rodillas como a un gatito desobediente. Me quedé allí colgando, indecisa entre la indignación y la incomodidad, incapaz de hacer algo con el intruso. Por suerte, la casa se ocupó del problema, le lanzó una granizada de cazuelas, sartenes y utensilios de cocina. Se fue hacia atrás tambaleándose y se cayó en el agujero del demonio, que se contrajo alrededor de una de sus piernas, atrapándolo. Otro duende, un recién llegado con el pelo largo y negro, apareció detrás de su hombro y comenzó a intentar tirar de él, mientras dos más se deslizaban pasando por su lado. La última cosa que vi antes de que la puerta se cerrara fue la antigua estufa de hierro avanzando hacia ellos de forma intimidatoria.

Louis-Cesare se dio la vuelta y se dirigió al salón remolcándome.

—¡No soy un miembro del puto Senado! —le dije, tirando hacia atrás con todas mis fuerzas—. No estoy comenzando una guerra. ¡Estoy defendiendo una propiedad privada!

—Eres un miembro de la familia de lord Mircea y tus acciones se reflejan en él.

Agarré el borde del dintel de la puerta del salón y me aferré a él desesperadamente. Uno de los duendes con pelo canoso estaba aún en la ventana mirando, murmurando algo para sí mismo. Podría haber sido un hechizo, o una serie de improperios. Los pedazos de vidrio roto de la ventana habían tomado la forma de una boca que parecía estar intentando comerse el brazo que él había metido a través de ella. Busqué al líder, pero ya no sobresalía del arbusto.

—Dorina —comenzó Louis-Cesare a modo de advertencia.

—¡No les voy a dejar que destrocen la casa de Claire! —le dije furiosa, dándole un golpe con el pie.

Me cogió las piernas y yo di un tirón. El dintel se me escapó de las manos, junto con un buen trozo de yeso, y me di un batacazo contra el suelo. Me agarró antes de que pudiera correr para irme y me arrastró hasta ponerme a unos centímetros de su cara.

—Lo harás como se te ha dicho. Informaremos al Senado de esto y pediremos una explicación a los duendes. ¡Pero no comenzaremos una guerra! —Inmediatamente después me puso sobre su hombro sin ningún miramiento.

Le golpeé la espalda, pero era como estar golpeando hormigón. Se dirigió a las escaleras del sótano, pero yo me sujeté firmemente con los pies a los laterales de la pared, impidiendo que bajara.

—Escucha, ¡loco hijo de puta! Claire y yo enviamos cosas a través del portal, intentando imaginarnos dónde iban, pero nunca volvimos a encontrar ninguna de esas cosas. ¿Y si su tío contrabandista de bebidas alcohólicas lo unió a un incinerador en algún sitio? ¿O a un pozo profundo en el mar? El sótano era su taller, ¡podría haber necesitado un modo rápido para deshacerse de mezclas inestables!

—¿Por qué no mencionaste eso antes? —preguntó Louis-Cesare.

—¡No sabía que planeabas huir antes!

No estoy segura si fue mi argumento el que detuvo al vampiro terco o el gruñido profundo como el de un tigre enfadado que de repente sustituyó al aullido de los gatos. Hizo eco por toda la habitación lo bastante alto como para agitar las estatuillas chinas que había sobre la repisa de la chimenea y para que mis pies vibraran a través de las suelas de mis zapatos. Sacudí con fuerza la cabeza y vi un gato blanco enorme aparecer de la nada para darle un golpe con una zarpa del tamaño de un cojín de un sofá a un duende que estaba gateando por la ventana. Miré fijamente a la criatura extrañamente cubierta de pelusa mientras me llevaban de nuevo hacia el vestíbulo. Tenía una cinta pequeña azul colgando de su gigante oreja. La Señorita Priss llevaba una igualita a ésa.

Otro felino de tamaño gigante, negro con unos ojos verdes que me eran familiares, sacudió una cola enorme y la puerta del pasillo se cerró de un portazo detrás de nosotros. Los sonidos de una gigantesca lucha felina se unieron al alboroto causado por el metal chirriante y los utensilios de cocina rebotando en alto. Sonaba como si hubiera una pequeña guerra a cada lado de nosotros, con muchos siseos, aullidos y golpes de objetos grandes.

—¿Dónde está la despensa? —La voz de Louis-Cesare era calmada, pero el músculo de su mandíbula se estaba moviendo.

—Bájame de aquí y te lo mostraré.

Él me ignoró. Con las dos puertas cerradas y una bombilla rota sobre la cabeza, el pasillo estaba casi tan oscuro como el sótano, pero él se movía fácilmente, apañándoselas para evitar las mesas cubiertas de tapetes y las sillas con esquinas duras que la casa insistía en mantener en el pasillo estrecho. Encontró la puerta de la despensa por sí mismo, probablemente por el olor.

—¿Dónde está el portal?

Cuando no le respondí, apretó la mano que tenía sobre mi culo y me hizo daño.

—Está camuflado en el tercer grupo de estanterías a la derecha —le dije con resentimiento—. Sentirás un cosquilleo en cuanto te acerques.

Los magos pasan rozando la superficie de las líneas ley todo el tiempo, usándolas como su superautopista personal para viajar rápido y sin obstáculos. Pero los portales son un poco más complicados. De hecho penetran la propia línea ley, formando un hundimiento de energía que propulsa al usuario hasta la tierra de nadie entre realidades, antes de escupirlos al otro lado. Algunas veces los lanza a unos metros; otras veces, a otro mundo. Puesto que absorben demasiada energía, los portales son bastante extraños y la mayoría de la gente se pone un poco nerviosa al entrar en uno. Dando por hecho que él necesitaría armarse de valor, yo había planeado escaparme en cuanto Louis-Cesare me pusiera en el suelo. Pero el puto vampiro se sumergió de cabeza.

Durante un segundo, estuve atrapada en un remolino de actividad: energía que tarareaba dentro de mis huesos, el sonido rugía en mis oídos y una espiral de colores brillaba intermitentemente delante de mis ojos demasiado rápido como para distinguirlos. Después, me encontré rebotando sobre algo suave, húmedo y oloroso, y pedacitos de ese apoyo se aferraron húmedamente a mis dedos. Cuando el mundo dejó de girar, lo identifiqué como la col fermentada que acababa de tirar del frigorífico. Mierda, me había olvidado de que Claire había hecho un montón de abono.

Antes incluso de que pudiera poner los pies en el suelo, un par de duendes estaban rodeando la casa como imágenes borrosas plateadas. Una mano fuerte me metió la cabeza en la col a la fuerza, así que sentí más que vi cómo el hechizo me pasaba por encima. Explotó contra el tronco de un roble que había unos metros detrás de nosotros y, como consecuencia, éste se prendió fuego y explotó. Uno de los pedazos de corteza en llamas prendió un trozo de abono justo delante de mí.

Louis-Cesare me liberó y yo di un brinco y un gruñido.

—Vale. Ya está. —Cogí un arma muy ilegal de mi chaqueta pero no tuve oportunidad de usarla. Un brazo rodeó mi cintura y de repente estábamos en el aire. Tardé un momento en darme cuenta de que él había saltado la valla de casi dos metros que separaba la casa de Claire de la otra casa vecina. Aterrizamos en el macizo de flores del señor Basso; Louis-Cesare golpeó primero el suelo y dio vueltas para suavizar el impacto.

—Tienes mi palabra de que el Senado le remunerará a tu amiga cualquier daño —siseó en mi oído mientras yo luchaba por ponerme de pie—. Y ahora, ¿tengo que llevarte a hombros desde aquí?

Un duende apareció en lo alto de la valla, y otro saltó sobre ella de una manera tan grácil como lo haría un ciervo. Ninguno de ellos era el líder ni tampoco hablaban nuestro idioma, o quizá no tenían muchas ganas de conversar. En silencio, abrí la palma de mi mano para enseñarles la pequeña esfera negra que llevaba.

Louis-Cesare había sacado su espada y había comenzado a ir hacia atrás dirigiéndose hacia el coche del Senado, un BMW de cuatro puertas. El conductor debió de imaginarse que algo no iba bien porque escuché como arrancaba el coche a toda prisa detrás de nosotros. El duende no hacía más que mirar al bonito y brillante espadín de Louis-Cesare; aunque sus ojos no se apartaban del dislocador que yo tenía en la mano.

Llegamos al coche y Louis-Cesare, me metió dentro antes de entrar él. Aún no había cerrado la puerta cuando el conductor ya estaba separándose del borde de la acera haciendo derrapar las ruedas. Me giré justo a tiempo para ver al líder uniéndose a los otros dos. Nuestros ojos coincidieron y parecía que los suyos se habían oscurecido. Ahora parecían casi manchados de tinta, negros como la parte más profunda del mar, y despiadados.

Su energía flotaba detrás de nosotros, llenando el aire como de una niebla pegajosa. Tomó la forma de una mano humana, iluminada como un manto brillante por los gases que la formaban. Tuve la impresión definitiva de que algo muy malo pasaría si nos cogía. Aún no estaba en el coche, pero podía sentir su gelidez, un escalofrío que se apoderó de todas las partes de mi cuerpo hasta llegar a los huesos. Podía sentir su propósito: buscar, encontrar y matar. Flotaba sobre un arbusto floreciente, la escarcha enrollaba las hojas como si el otoño hubiera llegado en un momento. Y cuando desapareció, no quedaba nada más que palos secos y pétalos caídos.

Un dedo incorpóreo apenas tocó el parachoques del coche y, de repente, sentí tanto frío que me hubiera tirado a un fuego si hubiera habido alguno por allí. En un abrir y cerrar de ojos, me hizo sentir con toda certeza que nunca volvería a sentir calor, que no haría otra cosa sino temblar y mirar el hielo avanzando lentamente por mis huesos. Unas manos fuertes me agarraron, sacudiéndome con fuerza en el asiento del coche y unos labios se juntaron con los míos. El calor cubrió mi boca y comenzó a extenderse, alejando el frío que hacía que todo mi cuerpo temblara. Volví a recuperar el sentido de un tirón, mirando la cara preocupada de Louis-Cesare, mientras el conductor pisaba con fuerza el acelerador. Salimos disparados del barrio normalmente tranquilo de Claire como si todos los demonios del infierno estuvieran detrás de nosotros, venciendo a la magia antigua con un montón de ingeniería moderna alemana. Me agarré fuertemente a los hombros de Louis-Cesare y me estremecí con sólo el recuerdo de aquel tacto mortal. ¿En qué demonios me había metido ahora?