Fesco no podía creerlo. Llevaba tres años siendo el mayor confidente de Scapa —no sólo era el más experimentado de los ladrones, sino que se tenía por su mejor amigo— y ahora Scapa se había marchado.
El Señor de los Zorros había abandonado La Zorrera.
Una sensación imprecisa le había revelado a Fesco, nada más levantarse, que algo no iba bien. Era como si por la noche se hubiera detenido el latido de la casa.
Fesco se vistió y corrió por la maraña de pasillos de aquella ruina. Subió por escaleras empinadas y se deslizó junto a paredes desmoronadas. Finalmente, llegó a la sala grande. Pero allí no estaba Scapa. La estancia parecía contener el aliento hasta que su señor regresase. Que no se hallase allí no significaba nada. Fesco estaba al tanto del lugar al que solía ir por las mañanas y se puso en camino.
En ocasiones normales no habría subido al torreón porque sabía que en aquel sitio Scapa quería estar a solas. Por la mañana temprano, a veces incluso al alba, el Señor de los Zorros salía a la azotea y observaba la ciudad. Era como si buscara algo con la vista: tal vez su futuro, tal vez algo ocurrido mucho tiempo atrás. Por eso no quería que nadie le molestase.
Pero ese día debía hacerlo. Fesco tenía un mal presentimiento que de algún modo estaba relacionado con los invitados extranjeros. ¡Si no hubiera acompañado a la chica hasta allí! Ahora sentía que la desgracia se había apoderado de La Zorrera; estaba en el ambiente y se abría paso por las grietas de las viejas piedras.
El joven llegó a la azotea. Ante él se extendía toda Kaldera. La lluvia había oscurecido las casas por lo común de color arena, la bóveda del cielo se divisaba blanca y desnuda. De Scapa no había ni rastro.
Fesco regresó. Bajó por la escalera de caracol con el corazón latiéndole a toda velocidad. Había algo que no funcionaba. Lo percibía muy claramente.
Apenas sin respiración, alcanzó el dormitorio del Señor de los Zorros. Llamó a la puerta; no, golpeó con el puño contra la madera.
—¿Scapa? —gritó—. ¡Scapa! ¡Maldita sea! ¿Desde cuándo duermes como una marmota?
¿Por qué no respondía? Cualquier otro día, Scapa le habría gritado que se fuera a dormir la mona y no le pegase aquellos berridos delante de la puerta. Pero todo siguió en silencio en la habitación.
Fesco esperó un rato, vacilante; luego agarró el picaporte y tiró de él hacia abajo. Entró en un cuarto oscuro. Las cortinas de las ventanas estaban corridas y sólo dejaban penetrar un tenue reflejo rojo. La cama se encontraba vacía. Había cosas tiradas en el suelo. Los arcones estaban volcados y casi vacíos. Con la respiración entrecortada, el joven examinó detenidamente aquel caos. Se sentía como en una pesadilla.
El cuchillo que solía colgar de un gancho sobre la almohada no estaba. Y echó en falta su capa.
Fesco salió corriendo de la habitación y lo llamó a voces. Jadeando, llegó a la despensa y descubrió enseguida que se habían llevado pan y que los estantes aparecían desordenados, como si alguien los hubiera registrado con prisa.
El chico tuvo que apoyarse en la pared.
Scapa se había ido. Sin explicaciones. ¡Porque sí! A causa de los extranjeros.
***
Se abrió la puerta.
—¿Qué habéis hecho?
Nill se despertó sobresaltada. Ante sus ojos brillaban puntos. En el marco de la puerta estaba el ladrón pelirrojo… Fesco se llamaba.
—¿Quiénes sois? —preguntó él con un titubeo—. ¿Y qué habéis hecho con Scapa?
—¿Qué? —un Mareju muy dormido se había levantado y ahora se volvía hacia sus compañeros con la cara oculta bajo una maraña de pelos—. Por todos los espíritus, ¿a qué vienen los desvaríos de este tipo?
Fesco resopló. Con tres pasos se plantó ante Mareju y le aproximó la hoja de un cuchillo a su cuello.
—¿Qué le habéis dicho? —preguntó amenazador—. ¿A dónde ha ido?
Durante unos segundos, Mareju se lo quedó mirando inmóvil. Luego se apartó como el rayo, saltó sobre sus pies y le quitó el cuchillo antes de que el otro se diera cuenta. Acto seguido el caballero dio un paso atrás y le puso también el cuchillo en la garganta.
—Cuidadito, ladrón. ¡No saques el arma ante ningún caballero de los elfos libres!
Fesco temblaba de pies a cabeza; pero no de miedo, sino de desesperación y coraje. De pronto, sonó un chillido estridente. Todas las miradas se concentraron en Nill.
—¡No! —gritaba ella—. No, no, no… ¡Ha desaparecido!
***
Kaveh se levantó y cerró la puerta. Estaba como petrificado. Sin apartar los ojos de Nill, que rebuscaba entre las almohadas y los edredones, cogió su jubón y su capa, y se vistió. Luego se acercó a Mareju y le indicó con una seña que bajara el cuchillo. Fesco seguía sin moverse. Miraba a Nill a través de las cortinas. La chica comenzó a sollozar.
—El punzón de piedra —hipó—. El punzón… ¡El punzón! No, no, no…
Kaveh la miró.
—¿Scapa estuvo la noche pasada en este cuarto? Nill, ¿estuvo aquí?
Nill se vino abajo. El punzón de piedra. El cuchillo mágico. Desaparecido. Robado por aquel maldito ladrón, aquel tunante y mentiroso… A Nill se le vinieron sus palabras a la cabeza y su propia estupidez le quemó las entrañas, como si fuera puro ácido… Estás guapa cuando duermes. Y ella… ella había caído de lleno en la trampa.
—¿Estuvo aquí, Nill? —repitió Kaveh con voz temblorosa.
—¡Condenado ladrón! ¡Basura inmunda! Ése… ¡Aaahhh! —Kaveh le pegó a la pared una fuerte patada—. Yen hykaed slenj whalchaéd RAH! Rah sorjanie srel… srel nôr!
Arjas y Erijel se taparon la cara con las manos. Mareju gimió. Fesco no entendió ni una palabra, y Nill, tampoco mucho. Saltó de la cama, consternada.
—¿Qué estás diciendo? —susurró—. Kaveh, ¿qué sabéis? —su mirada recorrió las caras de los elfos—. ¿Por qué sabéis…? ¿Quiénes sois? Por todos los cielos, ¿QUIÉNES SOIS VOSOTROS EN REALIDAD? —pegó una patada al suelo y sintió que el miedo atenazaba su garganta.
Kaveh apoyó las manos en la pared. Varios mechones de su cabello se le habían soltado de las rastas.
—¿Qué queréis de mí? —susurró ella.
El príncipe sacudió la cabeza, muy despacio.
—No sabes lo que significa, ¿me equivoco? —expulsó el aire con una sonrisa de amargura—. El cuchillo está en manos de un ladrón. Y por lo que parece ha desaparecido para llevárselo al rey de Korr.
—¿Qué…? —la voz de Nill se quebró. La chica no se atrevía a moverse—. Por favor —susurró—. Contadme lo que ocurre aquí. ¿Quiénes sois? —alrededor de la muchacha todo daba vueltas a un ritmo frenético. La habían mandado con el punzón hacia Korr sin explicarle una palabra, y ahora tenía unos compañeros que le ocultaban un montón de cosas… ¿Por qué? ¿Por qué la mandaban de mano en mano con una venda en los ojos? ¿Por qué peligros pretendían que pasara sin llegar a contárselos?
Kaveh se puso derecho. La miró y luego tragó saliva.
—Tienes razón. De todas formas, ahora ya es demasiado tarde. Tengo que contártelo —se acercó a ella con los hombros encorvados. Los caballeros le observaban y también Fesco parecía esperar una explicación—. ¿Por dónde empiezo? No soy ningún emisario. No me envía el rey. Me escapé de casa.
—¿Qué? —Nill le miró con perplejidad; luego su vista se posó en los caballeros—. ¿Todos vosotros…? —dijo.
—Mareju y Arjas nunca me dejarían en la estacada, y Erijel me seguiría hasta el reino de los muertos si se lo pidiera. No es la primera vez que los obligo a ponerse en contra de la voluntad del rey.
—¿Y por qué os escapasteis?
Kaveh la miró intensamente.
—Porque yo creo en los hechos, no en los deseos. Porque amo a mi pueblo y moriría antes que verlo desmoronarse. Porque el tiempo apremia. Porque… —sus ojos la taladraron—. Porque tú encontraste el cuchillo mágico.
Los dedos de Nill palparon automáticamente su bolsillo, pero estaba vacío.
—¿Cómo lo sabíais?
—Todos lo sabían. Todo el tiempo. Lo aullaron los vientos. Lo susurraron los árboles. El bosque tiene muchos ojos. Y muchas voces. Sabíamos que tenías el cuchillo mágico desde que lo encontraste en el tronco hueco.
Los dedos de Nill rozaron temblando su frente.
—¡Por todos… todos los dioses! —se lamentó.
Sí, lo había sabido. Desde que encontró el cuchillo mágico, había intuido que había ojos vueltos hacia ella, ojos que seguían todos sus pasos. Con el cuchillo en su mano, la muchacha se había convertido en el centro de una gran conspiración. Lo había sabido y casi había perdido la razón de miedo y felicidad.
—¿Por qué no me lo quitasteis enseguida? —preguntó sentándose en el suelo con la espalda apoyada en el borde de la cama. Permaneció ahí con las piernas dobladas mientras sollozaba—. ¿Teníais miedo de acercaros a mí? ¡¿Creíais que iba a defender el cuchillo como… como la loba que defiende su presa?!
—No —murmuró Kaveh y se arrodilló frente a ella—. ¡Nadie salvo tú está destinado a llevar el cuchillo! Tú… Nill…, tú lo encontraste. Tú lo sacaste del árbol. Así el propio cuchillo decidió a qué manos pertenecía. Ni más ni menos que a las tuyas —los dedos del príncipe rozaron su puño y se cerraron en torno a él con precaución.
—Entonces, ¿por qué me seguisteis? —susurró Nill—. ¿Por qué vinisteis a buscarme?
Kaveh sonrió.
—Somos tu escolta. Me juré a mí mismo que te protegería hasta que…
—Hasta ¿qué?
Kaveh la miró como si llevara tiempo perdido en el verde de sus ojos.
—¿Hasta que ocurriera qué, Kaveh? —repitió ella.
—Hasta que la Criatura Blanca hallara su torre. Y matara al rey.
***
Scapa andaba ligero. Habría corrido si no hubiera sabido que el camino que tenía por delante era largo y no podía gastar sus fuerzas ya al principio. A la salida del sol, había dejado Kaldera atrás. Atrás había quedado La Zorrera, el Señor de los Zorros, su vida entera. Ante él se dibujaban las montañas peladas y, tras ellas, le aguardaban las Tierras de Aluvión y su venganza. El cuchillo mágico, la antigua pérdida, el recuerdo… le habían despertado como un chorro de agua helada del sueño insondable en el que él, el Señor de los Zorros, llevaba años dormitando.
Ahora sentía el punzón directamente sobre su piel. Lo llevaba bajo la camisa y percibía el tacto de la piedra fría a cada paso. Iba a enfrentarse con su pasado, que de nuevo veía nítido frente a él como si en tres años sólo hubiera transcurrido una hora. Y también iba a enfrentarse con su final.
Moriría. Lo sabía con certeza. Pero le daba lo mismo, o, más aún: aquel pensamiento le provocaba una complacencia silenciosa y apacible. Ahora comprendía que sólo así podría acabar con el pasado. Y arrastraría consigo al que cargaba con la muerte de ella sobre su conciencia y también lo haría con la de Scapa.
Aquello era todo en lo que podía pensar. Era como si el punzón de piedra hubiera devuelto a su vida real la esperanza de venganza largo tiempo perdida. Y dijo su nombre, por fin lo pronunció en voz alta de nuevo, como no se había atrevido a hacerlo a lo largo de aquellos tres últimos años.
—Arane —remarcaba con cada paso—. Arane. ¡Arane!
Scapa se llevaría consigo a la muerte al rey que había matado a Arane. Sentía el punzón tan cercano como su propio recuerdo. ¿Cómo había podido apartarlo de su lado por tanto tiempo?
Arane…
Iba a vengarla, sí, iba a vengarla y regresar junto a ella. Estaría unido a Arane en la muerte. Iba a su encuentro.
Y, después de tres años, Scapa sintió al fin que estaba vivo.