El señor de los zorros

Después Nill no habría podido contar cómo llegó desde la puerta hasta el centro del salón. Tal vez la impresión que le produjo todo lo que había a su alrededor fue tan fuerte que le impidió recordar sus vacilantes pasos.

Una inmensa araña de cristal, con innumerables velas de sebo, colgaba sobre la mesa, que era el centro de aquel salón sin ventanas. Por lo menos treinta chicos y chicas estaban sentados alrededor de las exquisitas viandas: había fuentes de madera y bandejas de plata repletas de brochetas humeantes, pan, ciruelas glaseadas, manzanas, nueces, cantidades de vino, leche, bollos de miel y pescado ahumado.

Las carcajadas y la música de flauta terminaron súbitamente cuando los integrantes de la fiesta notaron la presencia de Nill y sus dos acompañantes. En la sala se hizo un silencio denso. Todos los ojos se volvieron hacia la chica.

Pero ella sólo veía un rostro.

Estaba justo enfrente de la muchacha, a la cabecera de la larga mesa. Tenía las piernas colgadas sobre el brazo del sillón y con la mano sujetaba una copa ornada de zafiros. Una capa negra con cuello alto colgaba de sus hombros y le hacía parecer más robusto de lo que realmente era. Miró a Nill. Y ella sintió que jamás olvidaría el instante en que vio al Señor de los Zorros por primera vez.

—Hola —dijo él y en sus labios se esbozó una sonrisa amable. Sus cejas se levantaron—. ¿A quién has traído a mi mesa, Fesco?

El pelirrojo recorrió unos cuantos pasos alrededor de Nill, se apoyó las manos en las caderas y la miró de arriba abajo, examinando cómo ella observaba petrificada a los reunidos.

—No me vas a creer. Dice que no te conoce, y tiene una petición que hacerte.

Nill se quitó la capucha de la cabeza y miró al Señor de los Zorros. Era más o menos de su edad, como mucho un año mayor. Sí, el Señor de los Zorros era un muchacho y su cara, con el pelo negro sujetado en tres coletas, era casi la de un niño. Y, sin embargo —o por eso, precisamente— tenía un aspecto inquietante.

Sus ojos oscuros estaban subrayados por grandes ojeras. Su mirada escrutadora sería capaz de engañar a Nill en un visto y no visto, como un lobo que condujera a su presa hasta la misma trampa.

—Quiero comprar un mapa —precisó la chica.

El joven moreno volvió sus misteriosos ojos primero a la izquierda, luego a la derecha, hacia sus seguidores. Luego volvió a dejarlos prendidos en Nill. Y de pronto comenzó a reír.

Tratando de controlar su nerviosismo, Nill preguntó:

—¿Quién eres? —y dio un paso inseguro hacia atrás.

El muchacho sentado a la cabecera de la mesa abrió los brazos como un rey que señala a sus súbditos.

—Soy el Señor de los Zorros —gritó e inclinó burlón la cabeza hacia la chica—. Y éstos —observó riendo a los presentes— son los zorros.

—Quiero comprar un mapa. ¿Lo tienes o no?

El chico bajó las piernas del sillón y se puso en pie. Se aproximó lentamente unos pasos hacia ella, cruzó los brazos y contempló a Nill con una sonrisa divertida.

—Oh, claro que tengo un mapa. Tengo todo lo que Kaldera me pueda pedir.

—Entonces quiero comprarte un mapa. Para encontrar el camino hacia las Tierras de Aluvión.

Su sonrisa de lobo se ensanchó.

—Por supuesto —respondió con calma—. Pero ¿has pagado ya tu tributo?

—¿El tributo…? Sí, a las puertas de la ciudad.

Estallaron carcajadas en la mesa. También el Señor de los Zorros se rió.

—No me refiero a ese tributo. Hablo del tributo que debes pagarme… a mí.

Un chico y una chica se levantaron y se acercaron a ella. Antes de que Nill se diera cuenta, los dos jóvenes que la habían acompañado hasta allí —el pelirrojo y el moreno— la tenían agarrada por los brazos.

—¡Eh! ¡Soltadme! ¡Soltadme he dicho! —la muchacha pataleó intentando liberarse, pero fue inútil. Unas garras de hierro la tenían verdaderamente acorralada. El chico y la chica que habían estado sentados a la mesa le cogieron las alforjas y cachearon su capa buscando algo de valor. Del susto, Nill soltó el cuchillo de caza. La chica lo cogió del suelo y lo llevó a su señor.

Éste abrió las manos y alcanzó las alforjas y el cuchillo. Entretanto, habían soltado a Nill, que, despeinada y jadeante, estaba en medio de la sala y se sentía tan desamparada que lo único que deseaba era llorar.

—¡Devolvedme eso! —gritó—. ¡Devolvedme mis cosas!

Nadie se dio por enterado.

—¿Qué hay dentro? —preguntaron ambos con curiosidad alargando el cuello mientras su patrón abría las alforjas. Con el índice y el pulgar el Señor de los Zorros levantó un pan medio mordido, de modo que todos pudieran verlo antes de que lo echase dentro de nuevo. También sacó la cantimplora, un anzuelo y una punta de la manta. Después dejó las alforjas sobre la mesa y tiró el cuchillo de caza despreocupadamente sobre su plato.

—¿Sabes…? ¿Cuál es tu nombre, por cierto…? Mucho no tienes, la verdad. Desde luego, no lo suficiente, me temo, para pagarte una noche en mi casa.

Los zorros se rieron.

El pelirrojo dio un paso al frente, diciendo:

—Creo que tengo una idea, se…

De improviso, las hojas dobles de la puerta se abrieron de par en par, provocando un ruido tan fuerte que Nill pegó un bote y unos cuantos zorros sacaron presurosos las armas.

—¡NILL!

La chica sintió un alivio infinito.

—¡Kaveh!

El príncipe irrumpió en la sala, seguido de cerca por Erijel, Mareju, Arjas y Bruno. Llevaban los arcos tensados y apuntaban a los jóvenes que, con las manos alzadas, iban delante de ellos. Se trataba de los vigilantes que habían estado sentados alrededor de una mesa junto a la entrada del edificio derruido. Se oyeron diversas exclamaciones de sobresalto.

—¡Dejadla libre! —ordenó Kaveh dirigiendo la flecha directamente hacia el chico que tenía al lado. La mirada del príncipe fue de rostro en rostro hasta descubrir al Señor de los Zorros. Sus ojos se quedaron fijos en él.

El Señor de los Zorros frunció el ceño. No se había movido ni un centímetro. Sólo cuando sonaron fuera voces y pasos veloces, dirigió la cabeza hacia la puerta. Un momento más tarde una horda con lanzas y ballestas entró en la sala.

—¡QUE NO SE MUEVA NADIE! ¡ABAJO LOS ARCOS!

En menos de un segundo, Nill y los elfos estaban cercados. No menos de cinco flechas señalaban a cada cabeza, también a la de Bruno.

Kaveh se vio obligado a bajar el arco. Sus caballeros siguieron el ejemplo tras una breve vacilación.

Se oyó una carcajada y el grupo de elfos clavó sus miradas en el Señor de los Zorros.

—¡Qué tiempos éstos! —gritó el joven—. ¡Qué vida: las presas se le presentan al ladrón en su propia casa! —siguió riendo mientras abría los brazos y amagaba una reverencia—. ¡Bienvenidos, bienvenidos! ¡Sed afectuosamente bienvenidos a La Zorrera! —y, con un descuidado gesto de la mano, el Señor de los Zorros ordenó a sus ladrones—: Dejadlos…, pero quitadles esas flechas afiladas. Alguien va a terminar tuerto… —y contempló con impaciencia cómo sus ladrones registraban a los elfos en busca de nuevas armas escondidas.

Entre otras, se llevaron el puñal del cinturón de Kaveh y le sacaron a Erijel un cuchillo que llevaba oculto dentro de la bota.

Mientras, el Señor de los Zorros se había sentado de nuevo. Sus manos se posaron majestuosas sobre los brazos del sillón.

—Verdaderamente, jamás me había topado con una banda tan cómica como ésta —dijo divertido—. Cuatro elfos, un jabalí y una chica… ¿Eres humana o eres de raza élfica también? —preguntó frunciendo los ojos.

Antes de que Nill se viera obligada a contestar, Kaveh se le adelantó.

—Es nuestra compañera. No tienes por qué saber nada más —lo dijo tan convencido que parecía ya el rey de los elfos libres, a años luz del Señor de los Zorros.

Éste levantó una ceja, muy animado, y apoyó la espalda en el respaldo.

—Bien, no hace falta que tengáis miedo por eso —aclaró con cierta altanería—. En cuanto a vuestros objetos personales, voy a desistir de quedármelos.

Sus ladrones se rieron por el comentario y él cogió las alforjas de Nill y se las alargó a algunos de los chicos, que fueron pasando la bolsa de provisiones de mano en mano hasta que ésta llegó finalmente a su dueña. Ella la atrapó con rapidez y apretó la tela mojada contra su pecho.

—¿Cómo demonios nos habéis encontrado? ¿Nos habéis seguido? —preguntó Fesco a los elfos con una mirada de envidia.

Kaveh arrugó desdeñoso la nariz.

Bruno encuentra siempre a todos los integrantes de nuestro grupo. El que crea que puede engañar a un jabalí es un loco.

Los ojos del Señor de los Zorros brillaron.

—Un puerco así es muy útil, ¿no es cierto? Yo también tendría que agenciarme uno —se levantó como un gato que se dispone a saltar y examinó a Bruno. El jabalí gruñó de tal manera que el chico se hizo atrás—. Tal vez, no —se dejó caer en su silla de nuevo y torció la boca levemente—. Bueno, si no tenéis nada más interesante que entregarme, ¡contribuid a nuestra tertulia con una historia! Vuestra historia, por ejemplo.

Los ojos de Kaveh se clavaron sombríos en los del chico.

—Sigo sin saber quién eres tú. Tus guardias nos han amenazado y han arrastrado a Nill hasta aquí. ¿Por qué vamos a contarte algo de nosotros?

—En lo que se refiere a las amenazas de mis guardias, tengo entendido que antes los atacasteis vosotros. Y la chica… ¿Nill te llamas, entonces? La chica ha elegido con toda libertad venir hasta aquí. Y quién soy yo… —de nuevo la sonrisa de un lobo se extendió por su cara—. A vuestra Nill ya se lo he dicho. Soy el Señor de los Zorros.

—¡Quiero saber tu nombre! —exigió Kaveh.

Fesco iba a intervenir, porque no estaba dispuesto a consentir que nadie tratara así a su patrón, pero éste le ordenó con un gesto que se mantuviera callado. Sus ojos taladraron a Kaveh y, con un tono de voz muy sereno, el Señor de los Zorros dijo:

—Mi nombre es Scapa.