La palabra sabia de Celdwyn

A última hora de la tarde, llamaron a la puerta. La propia Agwin dejó a un lado la labor de costura, se levantó y fue a ver quién era. Tal vez la vidente le trajera el dinero de los repollos. O quizá se tratara de alguien, pensó la mujer de malhumor, que tuviera quejas de Nill por algún motivo. La muchacha no era buena para nada, ni siquiera para vender unas cuantas coles.

Pero, en efecto, ante la puerta se hallaba Celdwyn. Llevaba un farol en la mano derecha, pues su cabaña estaba algo retirada de la aldea y ya estaba tan oscuro que no habría hallado el estrecho sendero sin ayuda de la luz.

—Los dioses estén contigo, Agwin —la saludó Celdwyn.

La mujer contempló con recelo a la vidente: una vieja corneja encorvada que incluso torcía la cabeza a la manera de esas aves. Luego esbozó una sonrisa adusta y se hizo a un lado.

—Se te saluda, honorable adivina —respondió, examinando la bolsa de lino que la anciana llevaba en la mano izquierda—. ¿Qué te trae por aquí? Entra, sé bienvenida.

—Oh, muchas gracias —Celdwyn dejó el farol y penetró en la casa. Por un momento se quedó quieta, con la cabeza alta, como si husmeara el aire; luego observó a Nill, que había aparecido en el marco de la cocina.

Cuando la chica vio a la vidente, se asustó tanto que dio de inmediato un paso atrás.

Ya estaba allí. Durante todo el día Nill había temido lo que iba a ocurrir a causa del punzón. Intuía que era un objeto importante, tal vez peligroso. Y justamente había tenido que descubrirlo la adivina, que seguro que sabría cuál era su cometido. ¡Y ahora había venido a hablar con ella!

Celdwyn entró en la cocina. Al ver la expresión amedrentada de Nill tuvo que sonreír y, al hacerlo, enseñó una hilera de dientes manchados de azul.

—Buenas tardes, Nill. Ése es tu nombre, ¿verdad?

Ella asintió. Agwin había seguido a la anciana y miraba interrogante a la chica.

—¿Qué haces apoyada en la pared? ¿Te has transformado en una escoba?

Celdwyn se rió y se volvió a Agwin, que no sabía muy bien cómo debía tomarse la euforia de la mujer. Sus ojos iban de Celdwyn a Nill una y otra vez. Todavía riendo, la anciana se sentó a la mesa y dejó la bolsa de tela frente a ella.

—Nill, siéntate aquí conmigo, por favor —dijo.

La chica titubeó. Sólo cuando la alcanzó la mirada expectante de Agwin, se separó de la pared y se aproximó a la anciana.

Antes de que Agwin pudiera hacer lo mismo, Celdwyn le pidió:

—¿Serías tan amable de hacernos un té, Agwin, por favor? Soy vieja, como ya sabéis, y el frío se apodera de mí. Mis articulaciones se ponen rígidas y tengo todavía mucho camino por delante hasta regresar a casa. Me gustaría mucho tomar algo caliente.

Sin decir una palabra Agwin se dispuso a cumplir el deseo de la vidente. Sin embargo, por el rabillo del ojo no perdía de vista cómo ésta se acercaba a Nill.

Durante un rato Celdwyn no dijo nada. Sus ojos cansados, consumidos, enfocaban a Nill y daban la impresión de escrutar cada uno de sus pensamientos cuidadosamente, con consideración, como si sus manos los rozaran con precaución. Celdwyn observaba los ojos de Nill, medio escondidos tras su pelo enmarañado; en ellos era fácil descubrir que la muchacha no era una humana convencional. Y, sin embargo, pensó la anciana, reflejaban el mismo temor que otros ojos humanos.

—¿Te imaginas por qué estoy aquí? —preguntó Celdwyn por fin.

Nill echó una mirada llena de miedo a Agwin, que no despegaba la vista de ella, y tragó saliva.

—Por el punzón —murmuró.

Celdwyn esbozó una sonrisa, pero su rostro estaba tan arrugado que apenas pudo percibirse.

—Tú dijiste que no sabías lo que era ese punzón. Pero veo en ti que comprendes algo de su significado. Ciertamente, mi niña: será importante para ti. Mucho.

De pronto la mirada de Celdwyn se tornó borrosa y lejana. Sólo cuando Agwin puso una taza humeante ante ella, la adivina pareció despertar ligeramente de su ensoñación. Agwin se sentó a su lado, cruzó las manos sobre el regazo y la miró con intensidad. Tan sólo durante un instante posó sus ojos en Nill, con un brillo torvo que presagiaba un castigo o, por lo menos, un rapapolvo de los fuertes.

—¿Sabes, Nill? —dijo Celdwyn una vez que hubo probado su té—. No quiero torturarte mucho tiempo con la incertidumbre. El punzón es un cuchillo mágico, elaborado por los elfos para matar al rey de Korr. En la asamblea de los pueblos hykados has sido elegida para proteger al rey y llevarle el cuchillo siniestro.

—¿Yo? —se asombró la chica.

—Sí. Tú.

El rostro de Nill adoptó un color blanco como la leche. Las palpitaciones de su corazón le impedían hilar sus pensamientos o dar una respuesta coherente. Tampoco Agwin, que la miraba como una gallina embobada, consiguió que entrara en razón.

Celdwyn bebió con parsimonia y frunció los labios.

—No tengas miedo, mi niña. Ahora ya no hay nada que cambiar. Tu futuro está marcado, Nill, y no queda nada que reescribir.

Unos segundos después, Nill logró por fin articular palabra.

—¿Por qué yo? —preguntó.

Celdwyn posó una mano sobre la suya. Las uñas largas, pintadas de azul, se cerraron en torno al dorso de su mano como garras.

—Ay, niña, ha sido una decisión de los dioses, créeme. Y, además, tú fuiste la que encontró el cuchillo. Así que el cuchillo decidió ya hace tiempo a qué manos pertenecer.

Celdwyn abrió la bolsa de lino y dejó con cuidado el cuchillo delante de Nill. Ahora parecía un hueso negro. La muchacha sintió que se mareaba de miedo e inquietud. Pero, por otro lado, no dejaba de ser curioso que se sintiera feliz de verlo otra vez.

—¿Cómo voy a ir a las Tierras de Aluvión de Korr? —preguntó con voz entrecortada.

—Viajarás sola… Es más seguro para el cuchillo y para ti. Sigue el curso del río hacia el Este, y llegarás a las ciénagas sin darte cuenta. Allí hay vías y senderos que están marcados.

Nill miró a la adivina.

—No sé leer.

—Bueno… Entonces tendrás que preguntar a los humanos por el camino que debes seguir. Tal vez te guíen los guerreros grises hasta el rey. Pero si ya te desanimas antes de que tu tarea haya comenzado, ¡es que no tienes la suficiente confianza en los dioses!

Nill contrajo las comisuras de los labios. En los dioses confiaba… ¡Era de ella misma de quién dudaba! Y de los humanos que la habían elegido para aquella locura de viaje.

—A lo largo del camino debes procurar que nadie descubra el sentido y la meta de tu viaje. ¡No le cuentes a nadie que llevas el cuchillo! Tu vida y la vida del rey dependen de que guardes el secreto.

Nill asintió aturdida. Casi ni se dio cuenta de que Celdwyn le palmeaba el hombro nuevamente para transmitirle confianza. Luego la vidente se volvió a Agwin, que estaba tan sorprendida como Nill.

—Espero que me perdones lo que te estoy haciendo, Agwin. La chica significa mucho para ti, tengo entendido. Tú la has sacado adelante como a una verdadera hija. Y ahora te la quito y la mando a un peligro al que ninguna muchacha de su edad debería tener que enfrentarse.

—¡Mi corazón entero depende de su presencia! —balbuceó Agwin. Tenía lágrimas en los ojos y observaba desolada a Nill y a Celdwyn—. ¿Qué voy a hacer sin ella? Quiero decir, ha sido una carga y su carácter obstinado me ha costado años de esfuerzo, he llegado a desesperarme y a menudo he tenido que bregar con la mala sangre de su procedencia élfica, para hacer de ella una humana de provecho…

—Lo sé —respondió Celdwyn con amabilidad—. Lo sé.

—¡Me he sacrificado por su educación! La traté como una madre, de pequeña le di el calor de mi propio seno, me he preocupado por que no enfermara y… y… que no huyera al bosque como un animal salvaje, la he ido abonando como una planta bien alimentada mientras yo misma iba perdiendo las fuerzas.

—Sólo tengo una pregunta que hacerte, Agwin —la interrumpió Celdwyn en voz baja, pero con firmeza—. Nill te pertenece, como un hijo pertenece a su madre. ¿La cedes libremente para cumplir la voluntad de los dioses?

Agwin cerró y abrió los puños.

—¿Qué puedo hacer, si no? Me siento impotente frente a los poderes de los que tú hablas. No puedo hacer otra cosa que soportar los embates que la vida me depara.

—Te lo agradezco, Agwin. Tienes toda mi comprensión.

Celdwyn se levantó y miró de nuevo a Nill: sin darse cuenta la chica había rodeado el cuchillo con su mano. Cuando notó la mirada de la adivina, retiró los dedos rápidamente y la observó muy asustada.

—Duerme bien, Nill. Mañana, antes de que amanezca, te recogeremos y te acompañaremos al río, donde acaba nuestro camino… y empieza el tuyo.

Nill se quedó sentada como petrificada por un rayo. La puerta pronto se cerró tras la adivina. Agwin regresó y se quedó un rato ante la puerta de la cocina mirando a Nill y al cuchillo. No paraba de alisarse la falda con las manos, sin decir una palabra, hasta que al final murmuró:

—Ya has oído a la anciana. Tienes que irte pronto a dormir.

De repente Nill percibió la desesperación en la voz de Agwin. En el rostro enjuto de la mujer pudo leer que tenía miedo. Pero no por Nill. Tenía miedo de quedarse sola, de una vida en la que tan sólo podría ya dirigir su desdén contra sí misma.

Nill se puso en pie y se metió el cuchillo en el bolsillo. Lo notó más pesado que antes. Se quedó un rato parada ante Agwin, la única madre que había tenido; luego la mujer se apartó a un lado y la dejó pasar.

Subió a su cuarto y se tumbó vestida sobre la cama. Allí se quedó largo tiempo, sin cerrar los ojos o hilar un pensamiento. Únicamente distintos sentimientos se apoderaban de ella una y otra vez: a veces miedo, a veces incredulidad, a veces una curiosa mezcla que no podía explicarse.

Oyó pasos en la casa. Voces apagadas salían de la cocina. Algo más tarde, oyó el ruido en la escalera de madera, señal de que alguien subía por ella.

A la tenue luz que entraba por la ventana pudo descubrir la figura de un hombre encorvado en el umbral. Él no podía vislumbrarla, eso lo sabía, porque su cama estaba en la penumbra. Sin embargo, Grenjo se quedó allí, sin moverse, durante largos minutos. Cuando las lágrimas resbalaron por las mejillas de Nill, se dio media vuelta despacio y desapareció.

***

En efecto, llegaron para buscar a Nill antes de que saliera el sol. Pero ella estaba preparada. Sólo había dormido dos horas durante toda la noche y se despertó antes de que piaran los primeros pájaros. Estaba sentada sobre su lecho y contemplaba la habitación de paredes torcidas.

Catorce años —casi quince ya— había pasado allí. En ese cuarto había llorado a menudo y a menudo se había perdido en mil ensoñaciones. Entre esas paredes había tenido esperanzas y se había aburrido, había rezado y maldecido; y ahora todo terminaba de cuajo. Por lo menos hasta la próxima vez… si es que alguna vez regresaba de su viaje. Por un momento esa idea le dio miedo.

¿Y si de verdad regresaba y todo volvía a ser como antes? No sabía si esa posibilidad la consolaba o la espantaba, y seguramente era demasiado temprano para tener claros sus sentimientos.

Abajo, golpearon la puerta. Nill se puso en pie de inmediato. Ya iba vestida y había metido sus efectos personales en una bolsa de piel: una muda, alimentos, una manta de lana fina, ropa y un canto rodado que había encontrado en el río y se había convertido en su amuleto de la suerte.

Bajó deprisa por la escalera.

Ante la puerta la esperaban Celdwyn, el príncipe y los cazadores más prestigiosos del pueblo. Los hombres mostraban un rictus serio. Sólo la anciana vidente parecía algo más alegre, pero no por ello animó a Nill.

El alto mandatario carraspeó, muy erguido se aproximó a Nill y le alargó unas alforjas.

—Se te saluda, Nill. Nos sentimos orgullosos de ti. Te hemos preparado unas provisiones para tu viaje. Aquí dentro hay suficientes tortas de pan y cecina para dos semanas, y también seis piezas de plata por si tuvieras que comprar algo; además llevas un cuchillo de caza y un anzuelo, por si los necesitases… —el príncipe terminó la frase entre murmullos apenas audibles.

—Gracias —Nill cogió las alforjas con manos temblorosas y se las colgó al hombro.

—Y esto… —siguió el mandatario mientras extendía la otra mano para entregarle una capa negra a la chica—. Por las noches puede hacer frío.

Luego se marcharon.

Salieron del patio y, con cada nuevo paso, Nill tenía la impresión de perder un trozo más de sí misma. Cuando dejaron atrás la casa con el tejado de paja, Nill se volvió de nuevo. En la ventana abierta de la cocina se veía la silueta de Agwin. Cuando la mujer se encontró con la mirada de la chica, desapareció en el acto.

Nill se volvió al frente. Respiró hondo y se concentró exclusivamente en poner un pie delante del otro. Bajo sus zapatos crujían los guijarros de la callejuela, que transcurría por delante de otras casas con sus patios y sus praderas. Cada día de su vida había recorrido esa calle, durante todos los veranos y todos los inviernos, los días de lluvia, de nieve y de sol; en ella había aguardado que Grenjo regresara de cortar leña, de cazar o de pescar. Él siempre aparecía entre los altos árboles que el viento mecía en un recodo del camino…

La chica se giró una vez más. Al lado de su casa, que ya casi había desaparecido en medio del bosque, había alguien que la miraba. Nill sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, pero se sobrepuso. No era tan difícil.

Grenjo estaba allí y ella sabía que iba a seguir cuando se hubiera marchado. Pero ya era muy tarde. No tendría ya la posibilidad de explicarle lo que llevaba toda la vida anhelando: que su sufrimiento era un secreto que quería compartir con ella, que la comprendía mejor que cualquier otro humano y, quizá, tal vez, que Nill había pasado toda la vida con su padre y que él había querido tanto a su madre como quería a su única hija.

La chica se volvió y los altos árboles se tragaron la casa y la calle y la lejana y encorvada figura.

Junto a un ancho río, que era la única vía segura a través de los Bosques Oscuros, Nill y sus acompañantes hicieron un alto. Una pequeña barca estaba amarrada a la orilla. Con ella, la chica iría corriente abajo, lejos de los Bosques Oscuros hacia las Tierras de Aluvión de Korr. Allí tendría que valérselas por sí sola. La chica se preguntaba si el alto mandatario o la misma vidente sabrían qué debía hacer después, porque tenía la sospecha de que estaban tan perdidos como ella. Pero a ellos podía darles lo mismo. Era Nill la que tendría que superar los peligros a los que se la enviaba sin explicaciones previas ni preparación alguna… ¡Era una absoluta locura! Jugaban con su vida sin ni siquiera pedirle opinión.

Con una consternación cada vez mayor, Nill montó en la barca. Pensó con amargura que, quizá, su único propósito era quitársela de encima. Durante toda su vida no había sido más que una carga para todo el pueblo. Agarró el remo con indiferencia y se lo puso sobre la falda mientras uno de los hombres de la aldea cortaba la soga con la que la barca estaba anudada a la orilla. La adivina, a su lado, observaba a Nill con una enigmática sonrisa.

—Espera —ordenó sin dejar de mirar a la muchacha—. Dame la soga.

El hombre le puso el cabo en su mano tendida y regresó junto al resto, que se encontraba algo más apartado, ya en el talud más allá de la orilla.

—¿Tienes alguna pregunta más? —interrogó la anciana sonriendo.

¿Estaba hablando en serio? Nill tenía montones de preguntas. ¡Tantas que no habrían podido contestárselas!

—Sí, por supuesto —respondió—. ¿Por qué he sido yo la elegida? ¿Porque ya… porque ya he dado reiteradas muestras de mi valentía? ¿O porque confían en mi… en mi sangre élfica?

Celdwyn seguía sonriendo. De pronto se acercó… ¿Había metido los pies en el agua? La mirada de sus ancianos ojos se quedó prendida en Nill.

—En ti dormitan grandes virtudes, Nill, Niña de Espinas. ¡El poder que reside en tu interior es profundo como un bosque y determinará el futuro según la voluntad de los dioses! Pero el bosque de tu corazón todavía está callado. ¿Cuándo comenzarán sus árboles a murmurar?

—¿Qué? —suspiró Nill.

La vidente se echó hacia atrás y tiró la soga dentro del bote. La corriente lo apresó en ese mismo instante y se llevó a Nill. La chica se aupó sobre el mismo borde de la barca y contempló a la vieja Celdwyn. Su rostro arrugado no dejaba relucir nada, salvo una sonrisa meditabunda.

—¿Qué…?

Pronto desaparecieron la adivina y los hombres del pueblo, y a Nill no la rodeó nada más que la corriente del río y los densos bosques.