Prólogo

—Espere —le dijo Jasmine al taxista—. ¿Puede, por favor, llevarme primero a la calle de las Vírgenes del Paraíso?

—Sí, señorita —contestó el taxista árabe, mirando a su pasajera a través del espejo retrovisor y clavando los ojos por un instante en su dorado cabello.

La propia Jasmine se sorprendió. Durante el trayecto desde el Aeropuerto Internacional de El Cairo y, antes, durante el largo vuelo sin escalas desde Los Ángeles, se había prometido a sí misma no acercarse para nada a la calle de las Vírgenes del Paraíso, ir directamente al Nile Hilton, averiguar quién y por qué la había mandado volver a El Cairo, resolver el asunto que hubiera que resolver y tomar a continuación el primer vuelo de regreso a California. Consternada por su irreflexión, hubiera querido decirle al taxista que la condujera directamente al hotel, que había cambiado de idea. Pero no pudo. Aunque temiera ir a la calle de las Vírgenes del Paraíso, más miedo le daba no ir.

—Bonita calle, señorita, calle preciosa —dijo el taxista, tocando el claxon para abrirse camino entre el intenso tráfico del centro de la ciudad vieja.

Jasmine vio en su rostro una expresión de curiosidad y una mirada de extrañeza, pues los turistas raras veces visitaban la calle de las Vírgenes del Paraíso. Permaneció sentada, escuchando los petardeos del pequeño vehículo adornado con vistosas borlas, flores de papel y un ejemplar del Corán colocado sobre el tablero de instrumentos tapizado en terciopelo, mientras clavaba ansiosamente las uñas en el tejido de sus vaqueros azules. Prefería los vaqueros a cualquier otra prenda e incluso los llevaba en la clínica pediátrica y cuando efectuaba la ronda de visitas a los enfermos en el hospital…

—Eso es absolutamente impropio de una médica, doctora Van Kerk —le había dicho en broma el jefe de cirugía en cierta ocasión.

Mientras el taxi rodeaba lentamente la plaza de la Liberación, Jasmine observó a los viandantes que abarrotaban las aceras. Vio muy pocos vaqueros azules entre los jóvenes vestidos con anticuados pantalones de pata de elefante y ajustadas camisas de nailon. Algunas mujeres lucían peinados ahuecados y modernas faldas y blusas, y muchos hombres llevaban las tradicionales galabeyas; también había muchas jóvenes con túnica larga y la cabeza cubierta con un velo, el «atuendo islámico» del nuevo integrismo, y campesinas con las nalgas envueltas en una ajustada y modesta capa negra que contribuía a realzar los encantos que pretendía ocultar. Entre aquella muchedumbre, Jasmine trató de distinguir a la niña que antaño fuera, una chiquilla de pálida piel y rubio cabello caminando feliz y despreocupada con sus compañeros de morena tez, ajena al turbulento futuro que se estaba acercando a ella a pasos agigantados. Se inclinó hacia la ventana en la certeza de que la niña estaba todavía allí. Si la viera, saltaría del taxi, la tomaría de la mano y le diría: «Ven conmigo. Te llevaré lejos de aquí, lejos del peligro y la traición que te aguardan».

Pero el taxi avanzó tosiendo y traqueteando por delante de los peatones y Jasmine no pudo encontrar entre ellos a su propio yo infantil. De pronto, el taxi enfiló una calle tan conocida que, por un instante, el asombro la dejó sin respiración.

El taxista aminoró la marcha mientras Jasmine contemplaba los árboles de los jardines largo tiempo olvidados, pero recordados de repente con una irresistible claridad, como si hubiera abandonado Egipto justo la víspera.

Súbitamente pensó que ojalá no se hubiera trasladado a El Cairo y hubiera arrojado a la papelera la inesperada carta que había recibido en su despacho de Los Ángeles unos días atrás con aquel críptico mensaje: «Doctora Jasmine Van Kerk, ¿puede usted venir a El Cairo inmediatamente? Es urgente. Hay un asunto de su herencia que debemos discutir». Se la había enviado un abogado de un prestigioso bufete situado en una de las mejores zonas de El Cairo. Le recordaba de su infancia, cuando vivía en aquella calle llamada de las Vírgenes del Paraíso. Era el abogado de la familia y, al parecer, lo seguía siendo.

—Debes ir —le había dicho su mejor amiga Rachel, médica como ella—. Nunca podrás vivir tranquila hasta que te reconcilies con tu pasado. Tú finges ser feliz, Jas, pero yo sé que por dentro siempre estás triste. Puede que ésta sea una buena señal, una ocasión para liberarte de tus demonios.

Jasmine telefoneó al abogado para pedirle más detalles, pero éste sólo le dio una vaga respuesta:

—Lo siento, doctora Van Kerk, pero esto es demasiado complicado para discutirlo por teléfono. Por favor, ¿puede trasladarse a El Cairo? Es de la máxima importancia.

Jasmine hubiera deseado preguntarle quién había muerto, pero se contuvo porque no quería que la tragedia enturbiara su nueva vida en California. Si fuera la temida noticia de la muerte de su padre o de Amira, prefería recibirla en El Cairo, asimilarla en aquella ciudad y dejarla allí para poder regresar a los Estados Unidos y a su futuro.

—Pare aquí, por favor —le dijo al taxista, y el vehículo se detuvo bajo un dosel de viejos álamos que asomaban por encima de un impresionante muro de piedra.

Detrás del muro, apenas visible, se levantaba una enorme casa rodeada por un tranquilo jardín, un espectáculo más bien insólito en la congestionada y superpoblada ciudad de El Cairo. Mientras contemplaba la mansión de color de rosa de tres pisos, con sus ornamentados balcones y sus ventanas con celosías de madera, Jasmine experimentó una repentina oleada de emoción y pensó: «Éste es el lugar donde yo nací. Aquí exhalé mi primer respiro, derramé mi primera lágrima, reí por primera vez».

«Y aquí fui maldecida, desterrada de la familia y sentenciada a muerte».

Contempló la casa, un monumento de piedra y argamasa al esplendoroso y decadente pasado de Egipto, y le pareció un ser viviente, momentáneamente dormido, pero peligroso cuando se despertara. Aquellas ventanas cerradas se abrirían cual si fueran ojos y en ellas aparecerían conocidos rostros que antaño ella había querido y apreciado o temido y odiado… unos rostros pertenecientes a varias generaciones de la poderosa y aristocrática familia de los Rashid, de riqueza incalculable, amiga de reyes y bajas, hermosa y mimada por la fortuna; pero, bajo la superficie, agobiada por secretos de locura, adulterio e incluso asesinato. Varias preguntas se agolparon en su mente: ¿vive la familia todavía aquí? ¿He sido llamada para asistir a un funeral? ¿De quién? ¿Mi padre? ¿Amira? «Que no sea Amira. Que ésta perdure eternamente, por lo menos en mi recuerdo».

Empezó a recordar palabras de otros tiempos. Amira diciéndole: «Una mujer puede tener más de un marido a lo largo de su vida, puede tener muchos hermanos y muchos hijos, pero sólo puede tener un padre».

—Chofer —dijo bruscamente, apartando de su mente el recuerdo de su padre y del último y terrible día que había pasado a su lado—, lléveme al Hilton, por favor.

Mientras el taxi circulaba por una bulliciosa calle, Jasmine se dio cuenta de que estaba contemplando las escenas callejeras a través de las lágrimas. En el aeropuerto, al descender del avión, se había preparado para resistir el sobresalto del regreso y había levantado unas defensas tan firmes que no experimentó la menor emoción ni el menor sentimiento; fue como si se encontrara en cualquier aeropuerto del mundo. Pero ahora, tras haber recorrido la ciudad de su infancia y haber vuelto a ver la casa, notaba que las barreras estaban empezando a desmoronarse.

El Cairo… ¡después de tantos años! A través de las lágrimas, Jasmine observó unos cambios que la sorprendieron. Muchas de las antiguas y aristocráticas mansiones, como la de la calle de las Vírgenes del Paraíso, habían sido vendidas a grandes empresas y ahora en sus elegantes fachadas campeaban unos chillones rótulos de neón; se estaban levantando rascacielos, se veían por todas partes edificios en construcción y se oía el constante rumor de los martillos neumáticos. Cual si una guerra hubiera asolado manzanas enteras de la ciudad, éstas aparecían ahora rodeadas por vallas metálicas, mientras las perforadoras reventaban la tierra.

Aun así, Jasmine sintió que aquélla seguía siendo su amada ciudad de El Cairo, la descarada, llamativa y audaz urbe que había resistido diez siglos de invasiones, ocupaciones extranjeras, guerras, plagas y excéntricos gobernantes. El taxi rodeó traqueteando la plaza Tahrir, semejante a la pista central de un circo y destripada ahora para la construcción de una nueva línea de metro, mientras los cairotas, acostumbrados desde siempre a adaptarse a los cambios, iban a lo suyo como si tal cosa, caminando imperturbablemente serenos con sus trajes de calle o sus velos islámicos o bien sentados en las terrazas de los cafés, preguntándose a qué venía tanto afán por el progreso. Cuando vio finalmente el Nile Hilton, ya no tan fabulosamente moderno como a ella le había parecido en otros tiempos, Jasmine recordó su propia boda celebrada allí y se preguntó si el busto de bronce de Gamal Abdel Nasser todavía seguiría dominando el vestíbulo. Allí mismo, justo al lado de las oficinas de la American Express, estaba el puesto de venta de helados al que ella y Camelia, Tahia y Zacarías solían acudir de niños, un minúsculo establecimiento donde podías elegir cualquier sabor que quisieras con tal de que fuera de vainilla. Y allí estaban también los vendedores de jazmines, tan cargados de guirnaldas que no se les podía ver ni la cara, y las fellahin sentadas en cuclillas en las aceras, asando mazorcas de maíz, el signo anual de la llegada del verano.

Jasmine se apartó de la ventanilla. No tenía que dejarse seducir por El Cairo. Tiempo atrás había jurado no regresar jamás y tenía intención de cumplir su juramento… Aunque ahora se encontrara allí en carne y hueso para ver al abogado señor Abdel Rahman y resolver los asuntos de su herencia, no permitiría que su alma y su corazón la acompañaran. Los había dejado a salvo en California.

Cuando el taxi se detuvo frente a la entrada del hotel y el portero corrió a abrir la portezuela diciendo: «Bienvenida a El Cairo», Jasmine observó que éste contemplaba su rubio cabello con la misma expresión con que antes lo hicieran el taxista, los agentes de la aduana y los mozos del aeropuerto. Tomó mentalmente nota de que debería comprarse un pañuelo para cubrirse la cabeza, de la misma manera que, antes de bajar del avión, había recordado ponerse un jersey para cubrirse los brazos desnudos en aquel país islámico.

Se acercó un botones para hacerse cargo de su equipaje, pero Jasmine sólo llevaba una pequeña maleta, pues no pensaba quedarse mucho tiempo. Sólo un día, si podía. Y, por supuesto, no pensaba regresar a la calle de las Vírgenes del Paraíso.

Al entrar en el vestíbulo oyó música y vítores. En seguida apareció un cortejo nupcial precedido por bailarines y músicos mientras los amigos y parientes seguían a la pareja de recién casados, arrojándoles monedas para desearles suerte. Jasmine se detuvo para ver pasar a la joven novia vestida con un blanco traje cuya larga cola sostenían dos niñas. Evocó los dulces recuerdos de la noche en que su propio cortejo nupcial cruzó aquel mismo vestíbulo del recién inaugurado hotel y ella se sentía inmensamente feliz. Abrió el bolso, sacó unas cuantas monedas de diez centavos y de cuarto de dólar y se las arrojó a la pareja, musitando:

—Buena suerte. Mabruk.

Deseaba sinceramente que los novios encontraran juntos la felicidad.

En el mostrador de recepción, fue saludada cordialmente con el habitual «Bienvenida a El Cairo».

—¿Hay algún mensaje para mí? —le preguntó al apuesto recepcionista, que inmediatamente le dedicó la halagadora mirada de ojos oscuros y la sonrisa en las cuales son expertos los hombres egipcios.

El recepcionista miró detrás del mostrador y contestó:

—Lo siento, doctora Van Kerk, no hay ningún mensaje.

—¿Está seguro?

Había comunicado al señor Abdel Rahman la fecha de su llegada y le había dicho que tenía reservada habitación en el Hilton. En realidad, esperaba que acudiera a recibirla al aeropuerto y, al ver que no estaba allí, pensó que le encontraría en el hotel. Pero ni siquiera le había dejado un recado.

Aunque sólo llevaba una pequeña maleta, el botones la acompañó a la habitación («que mire al Nilo», había pedido al hacer la reserva) y, al entregarle ella una libra de propina, vio por su sonrisa que le había dado demasiado.

Cuando finalmente se quedó sola en la habitación, Jasmine corrió las cortinas turquesa y oro que el joven había descorrido, para no ver el río. Quería que la habitación diera al río porque no deseaba contemplar la ciudad, pero ahora sentía la atracción del viejo río cuyas aguas centelleaban bajo el sol matinal. Amira llamaba al Nilo «la Madre de todos los Ríos, la madre de todos nosotros».

Aunque estaba hambrienta y cansada, pues apenas había comido y dormido durante el vuelo, Jasmine se acercó primero al teléfono de su mesita de noche. Llamaría a Los Ángeles para decirles a todos que había llegado sin novedad y después llamaría al señor Abdel Rahman y se reuniría con él lo antes posible. Sin embargo, justo en el momento en que su mano rozaba el aparato, oyó una suave llamada a la puerta.

Pensando que sería alguien con un recado del señor Abdel Rahman o tal vez el propio abogado en persona, Jasmine abrió y dio un paso atrás, presa de un repentino sobresalto.

Vio a una mujer vestida con las prendas tradicionales de una peregrina que ha ido a La Meca, una larga túnica blanca y un velo blanco en la cabeza, cubriéndole la mitad inferior del rostro. Llevaba una bolsa de cuero en una mano y se apoyaba en un bastón con la otra. Cuando vio aquellos ojos oscuros mirándola por encima del velo, Jasmine se sintió dominada por dos emociones contrarias. ¡Amira! ¡Viva, gracias a Dios! Y después, cólera al recordar la última vez que había visto a aquella mujer.

—La paz y la misericordia de Alá sean contigo —le dijo Amira en árabe.

Jasmine recordó súbitamente las fragancias de la madera de sándalo y de las lilas, la música y la vieja fuente del jardín de la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso y el sabor celestial de los albaricoques con azúcar en las calurosas tardes. Bellos y felices recuerdos que ella había reprimido junto con los dolorosos.

—Y contigo —contestó con incredulidad, como si estuviera hablando con una aparición—, la paz y la misericordia de Alá y todas sus bendiciones. Pasa, por favor.

Mientras Amira entraba en la estancia y sus blancos velos exhalaban una fragancia de almendras, Jasmine se sorprendió de que los años pudieran borrarse con tanta facilidad, cerrando la brecha creada por su ausencia. También se sorprendió de que pudiera recuperar con tanta lucidez el uso del árabe y de lo delicioso que le resultaba volver a hablarlo.

Amira esperó a que Jasmine la invitara a sentarse y, cuando se acomodó en un sillón, lo hizo con la gracia de una mujer acostumbrada a conceder audiencias. Sin embargo, Jasmine observó ahora que sus movimientos eran un poco rígidos. A fin de cuentas, Amira tenía ochenta y tantos años.

—¿Cómo estás? —preguntó Jasmine, sentándose en el borde de la cama mientras se le llenaban los ojos con aquella extraordinaria visión.

O sea que Amira había hecho finalmente su peregrinación a La Meca. Jasmine se alegró.

—Muy bien, gracias a Dios —contestó la mujer, quitándose el velo y dejando al descubierto la inmaculada blancura de su cabello.

—¿Cómo supiste que estaba aquí? ¿Te lo dijo el señor Abdel Rahman?

—He sido yo quien te ha mandado llamar, Yasmina.

—¿Cómo me localizaste?

—Escribí a Itzak Misrahi en California y él conocía tu dirección. Te veo muy bien, Yasmina —dijo Amira con un leve temblor en la voz—. Ahora eres médica, ¿verdad? Eso está muy bien. Es una gran responsabilidad —añadió extendiendo los brazos—. ¿No me vas a abrazar?

Pero Jasmine tenía miedo. Aquella mujer era la comadrona que la había traído al mundo; aquellas manos perfumadas con almendras habían sido su primer contacto humano. Sabía que Amira la había besado, como besaba a todos los niños que traía al mundo. Sin embargo, al contemplar aquellos oscuros ojos rasgados que parecían arder con el mismo fuego que ella había visto una vez en el corazón de un negro ópalo, Jasmine sintió que no podía arrojarse en sus brazos. Aquella mujer tenía los fuertes rasgos propios de los beduinos del desierto y la barbilla orgullosamente levantada, características ambas de todas las mujeres Rashid… unos rasgos que también poseía Jasmine Van Kerk, pues su verdadero nombre era Yasmina y aquella mujer era su abuela.

—No debemos ser enemigas, Yasmina —dijo Amira—. Tú eres la nieta de mi corazón y yo te quiero.

—Perdóname, abuela, pero estoy recordando la última vez que te vi.

—Sí, un día muy triste para todos nosotros. Yasmina, mi niña querida, algo me ocurrió cuando era pequeña y lloré tanto que pensé que me vaciaría de lágrimas como una botella se vacía de agua y entonces me moriría. Sobreviví, pero me quedó el recuerdo de aquella profunda angustia y juré que jamás permitiría que ninguno de mis hijos sufriera un dolor semejante. Sin embargo, aunque Ibrahim era mi hijo y tu padre, no pude intervenir. Según la ley, un hombre puede hacer lo que se le antoje con sus hijos porque es el amo de la familia. Pero sufrí mucho por ti, Yasmina. Y ahora has regresado.

—Dime, por favor, abuela, ¿por qué le has dicho al señor Abdel Rahman que me haga venir? ¿Es por mi padre? ¿Acaso ha muerto?

—No, Yasmina. Tu padre todavía vive. Pero es por él por quien he querido que volvieras a casa. Está muy enfermo, Yasmina. Se va a morir. Te necesita.

—Y ha pedido que me mandes llamar.

Amira sacudió la cabeza.

—Tu padre no sabe que estás aquí. Temía que, si le dijera que te había escrito y tú no vinieras, le destrozaría por completo.

Jasmine trató de reprimir las lágrimas.

—¿De qué se muere? ¿Qué enfermedad padece?

—No es una enfermedad del cuerpo, Yasmina, sino del espíritu. Su alma se muere, ha perdido la voluntad de vivir.

—¿Y cómo puedo yo salvarle?

—Porque se muere por tu causa. El día que te fuiste de Egipto, tu padre perdió la fe. Se convenció de que Alá lo había abandonado y, en su lecho de muerte, lo sigue creyendo. Escúchame, Yasmina, no puedes permitir que tu padre muera sin fe porque entonces Alá le abandonaría de verdad y mi hijo no podría morar en el Paraíso.

—Él tiene la culpa… —dijo Jasmine con la voz quebrada por la emoción.

—Oh, Yasmina, ¿acaso crees saberlo todo? ¿Crees saber por qué razón tu padre hizo lo que hizo? ¿Conoces todas las historias de nuestra familia? Por el Profeta, la paz sea con él, te aseguro que tú no conoces los secretos que configuran nuestra familia y te han configurado a ti. Pero ha llegado el momento de que conozcas esos secretos. —Amira se colocó la bolsa de cuero sobre el regazo y sacó un hermoso estuche de madera con incrustaciones de marfil en cuya tapa figuraba escrito en árabe Alá, el Misericordioso—. Recordarás a la familia Misrahi, la que vivía en la casa de al lado en la calle de las Vírgenes del Paraíso. Abandonaron Egipto porque eran judíos. Maryam Misrahi era mi mejor amiga y ambas nos contábamos secretos. Ahora te voy a contar nuestros secretos porque eres la nieta de mi corazón y porque quiero que sane la herida entre tú y tu padre. Te contaré incluso el gran secreto de Maryam; ella ha muerto y ya no importa. Después te revelaré mi terrible secreto personal, que ni siquiera tu padre conoce. Pero no sin que antes hayas escuchado todo lo que hay que escuchar.

Jasmine contempló el estuche fascinada. Las cortinas que había corrido sobre las vidrieras correderas del balcón se movían ahora agitadas por la brisa matinal que llevaba consigo los rumores del tráfico de la orilla del río. Un extraño pensamiento cruzó por la cabeza de Jasmine; recordó de repente que, en otros tiempos, la carretera que bordeaba el río no existía y tampoco aquel hotel, porque el lugar estaba ocupado por unos cuarteles del ejército británico. Mientras su abuela abría el estuche que contenía los recuerdos de varias generaciones de una orgullosa familia, Jasmine comprendió que ella y Amira estaban a punto de embarcarse en un viaje a través del túnel del tiempo.

—Ahora te voy a contar todos los secretos, Yasmina —dijo Amira en un susurro—. Y tú me contarás los tuyo. —Los sabios y almendrados ojos de ónice miraron a Jasmine—. Tú también tienes secretos —añadió Amira, lanzando un suspiro—. Sí, tienes secretos. Nos los intercambiaremos y, cuando Alá oiga tu historia, rezo para que en su misericordia te otorgue la sabiduría necesaria para saber lo que tienes que hacer. El primer secreto, Yasmina, corresponde al año anterior a tu nacimiento, cuando acababa de terminar la guerra en Europa y el mundo festejaba la paz. Ocurrió una cálida y perfumada noche llena de esperanzas y promesas. Fue la noche que marcó el comienzo de la decadencia de nuestra familia…