Jasmine separó los visillos de su habitación de hotel y vio una opalescente aurora rompiendo sobre el Nilo. La ciudad acababa de despertar a la llamada del almuédano; los pescadores estaban desplegando las velas triangulares de sus falúas; y, en la calle de abajo que bordeaba la orilla del río, los taxis blanquinegros estaban empezando a formar una cola delante del hotel. Cansada, hambrienta y abrumada por las emociones tras haberse pasado toda una noche reviviendo una existencia con Amira, Jasmine se volvió y contempló a la mujer sentada al otro lado de la estancia. El blanco velo de Amira había caído hacia atrás, dejando al descubierto el blanco cabello y el frágil cráneo.

—Oh, Umma —dijo Jasmine, acercándose a ella. Cayó de rodillas a sus pies y Amira la estrechó en un fuerte abrazo—. Cuánto lo siento, Umma —añadió—. Me he sentido muy sola. Quería volver, pero no sabía cómo.

—Años atrás yo solía soñar con una niña que había sido arrebatada de los brazos de su madre —dijo Amira sin dejar de abrazarla—. Durante mucho tiempo los sueños me turbaron porque pensé que eran un presagio de futuros acontecimientos. Al final comprendí que estaba viviendo unos hechos del pasado, cuando me secuestraron y me separaron de mi madre. El día en que tu padre te expulsó, Yasmina, nieta mía, pensé que ésta era la hora que vaticinaban mis sueños. Y entonces me fuiste arrebatada. Pero ¿por qué volviste a América tras haber regresado a Egipto? —preguntó, levantando hacia sí el rostro surcado por las lágrimas de Jasmine.

Jasmine se sentó en un sillón al lado del carrito del servicio de habitaciones donde quedaban las sobras de la comida que ella había pedido por la noche.

—Poco después de que Declan se fuera, caí enferma. Tenía malaria y sufrí un ataque muy fuerte. Me enviaron de nuevo a Londres, pero no me recuperé del todo. Entonces la Fundación me dejó en excedencia hasta que mejorara. Decidí irme a California y viví algún tiempo en casa de Rachel.

—Pero, después, ¿por qué no regresaste?

—Me fui con un grupo de médicos a América del Sur. Se había declarado una epidemia de cólera que no había forma de controlar. Volví a los Estados Unidos hace apenas unos meses.

—¿Y ahora estás bien, Yasmina?

—Sí, Umma. He contraído una nueva variedad resistente de malaria, pero estoy tomando unos nuevos medicamentos y ya me encuentro mejor.

Amira escudriñó su rostro.

—Y el doctor Connor, ¿dónde está?

—No lo sé. Una vez recuperada de mi enfermedad en Londres, le escribí a la Knight Pharmaceuticals en Escocia, pero me dijeron que nunca llegó a ocupar aquel puesto. La Fundación Treverton tampoco conocía su paradero. Y él nunca ha intentado ponerse nuevamente en contacto conmigo.

—¿Sigues amando a ese hombre?

—Sí.

—Pues entonces tienes que buscarle.

Pero eso Jasmine ya lo sabía. Tras abandonar Egipto sin haber podido encontrar a Declan, llegó a la conclusión de que él no quería que lo encontrara y deseaba que lo dejara en paz. Sin embargo, mientras hablaba aquella noche con su abuela y ambas se contaban historias y se revelaban secretos sobre el amor y la lealtad y los valores que realmente merecían la pena, Jasmine se sintió súbitamente abrumada por un nuevo sentimiento amoroso hacia Declan, como si hubiera estado dormida y despertara de golpe. Esta vez, pensó, lo buscaría hasta que lo encontrara.

Tomó la primera plana de un periódico fechado casi cinco años atrás que Amira había sacado de su caja de recuerdos. El titular decía: UN ARTEFACTO TERRORISTA DESTRUYE UNA SALA DE FIESTAS.

—Como estaba enferma, no leía la prensa y no escuchaba la radio. Por eso no me enteré de lo que había ocurrido.

—Aquello fue el comienzo del declive de tu padre —dijo Amira, levantándose rígidamente del sillón que había ocupado durante toda la noche.

El contenido de su estuche antiguo estaba ahora esparcido sobre la mesa: fotografías, recortes de periódico, recuerdos y joyas… y la postal de felicitación de cumpleaños que Jasmine le había enviado a Muhammad con el matasellos de al-Tafla y que había sido en último extremo la causa de la tragedia.

—Tu padre perdió por completo el interés por la vida, Yasmina. Los médicos dicen que no le pasa nada, pero se está marchitando y morirá muy pronto porque no quiere vivir.

Jasmine contempló cómo su abuela se acercaba a la ventana para mirar. Envuelta en la luz del amanecer, le pareció casi un ángel.

—Nadie de la familia sabe que estoy aquí, Yasmina, excepto Zeinab. Fue ella quien te envió el telegrama diciéndote que yo iba a venir. Me quería acompañar, pero hay ciertos caminos que una mujer tiene que recorrer sola.

—Zeinab —dijo Jasmine—. Mi niña no nació muerta. Tenía una hija y no lo sabía.

—Pensamos que la habías abandonado, Yasmina. Alice dijo que no la querías.

—Creo que mi madre deseaba que me fuera de Egipto y, a lo mejor, comprendió que no lo hubiera hecho de haber sabido que mi niña vivía. —Contemplando la fotografía de Zeinab, Jasmine añadió en un susurro—: Perdí a mi hijo, pero Alá me ha dado una hija.

—Muhammad murió como un mártir, Yasmina. Los que estaban presentes dijeron que había intentado salvar a los demás. Debió de ver la bomba o quizá vio que alguien la colocaba, pues corrió directamente hacia ella mientras les gritaba a todos que salieran. Tu hijo murió tratando de salvar a los demás, Yasmina, pudiendo salvarse él. Tuvo un entierro de auténtico héroe.

—Que Alá lo tenga siempre en el Paraíso. No fue Camelia la que reveló mi secreto —dijo Jasmine en tono de asombro—. Mi hermana no me traicionó.

—Por supuesto que no. Cuando más tarde le pregunté a Nefissa cómo se había enterado de lo tuyo con Hassan, me confesó que te había seguido hasta la casa de Hassan. Camelia guardó tu secreto, Yasmina.

Recordando al padre de Zeinab, Jasmine volvió a dejar la fotografía sobre la mesa y preguntó:

—¿Quién mató a Hassan?

—No lo sé.

Al ver que la mirada de Jasmine se posaba de nuevo en el terrible titular del periódico, Amira añadió:

—Por la misericordia de Alá, Zeinab y yo nos libramos de aquella bomba. Hubiéramos tenido que asistir a la fiesta en honor de Dahiba, pero nos retrasamos porque yo me puse enferma al salir de Medina. De no haber sido por eso, tu hija y yo hubiéramos podido perecer con ellos —dijo, apoyando una mano sobre las fotografías de los que habían resultado muertos por el estallido de la bomba. Amira contempló con aire pensativo a su nieta y después, recogiéndose los blancos ropajes, volvió a sentarse—. Y ahora, Yasmina, aún te tengo que revelar un último secreto. Te he dicho que no conocía a mi familia y que me habían secuestrado de la caravana de mi madre. Pero lo que ni tú ni nadie sabe, ni siquiera tu padre… de hecho, ni yo misma lo sabía hasta que me fue revelado en el monasterio de Santa Catalina… es lo que ocurrió después. Es algo muy difícil de contar.

Jasmine miró a su abuela con expresión expectante.

—Tras la incursión en la caravana de mi madre cerca del monasterio de Santa Catalina —dijo Amira al final—, fui conducida a la casa de un rico mercader de El Cairo, un hombre aficionado a las niñas de corta edad. Las mujeres de su harén me dieron de comer, me bañaron, me perfumaron el cabello y me condujeron desnuda a un fabuloso dormitorio donde vi a un hombre muy corpulento, sentado en un sillón que parecía un trono. Tuve mucho miedo cuando me acarició y me tocó y me dijo que no me haría daño. Después las mujeres me levantaron del suelo y me sentaron sobre sus rodillas. El dolor fue muy intenso y grité. Tenía seis años. —Amira se estudió las manos—. A partir de aquel momento, el rico mercader mandó que me condujeran a su habitación todas las noches. A veces, me prestaba a sus amigos o a sus distinguidos visitantes y se quedaba a mirar mientras yo los «atendía». Tenía yo trece años cuando Alí Rashid, un amigo del rico mercader, llegó un día y fue autorizado a visitar el harén. Se prendó de mí y me quiso comprar. El rico mercader se mostró de acuerdo porque ya se me estaban empezando a redondear las caderas y el busto y eso ya no le interesaba. Advirtió a Alí Rashid de que yo no era virgen y Alí dijo que no le importaba. Me compró y me condujo a su casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso. —Amira carraspeó—. Por aquel entonces, la esclavitud estaba prohibida y tanto Alí como el rico mercader hubieran podido ser detenidos si se hubiera descubierto la transacción, pues hubo un intercambio de dinero y, por consiguiente, yo era la esclava de Alí. Al llevarme a su casa, Alí me concedió la libertad, se casó conmigo y, un año después, nació Ibrahim.

Los rumores del tráfico de la calle de abajo se elevaron hasta la ventana abierta y penetraron en la estancia junto con la brisa matinal.

—Oh, Umma —exclamó Jasmine—, cuánto lo siento. Debió de ser terrible para ti.

—Tan terrible, Yasmina, que me lo borré de la mente. Pero, al enterrar aquel recuerdo insoportable, enterré también toda mi vida anterior. Sin embargo, soñaba cosas… y experimentaba extraños sentimientos. Yasmina, ¿recuerdas el día en que tomamos un taxi y fuimos a la calle de las Tres Perlas? Tu padre te había prometido en matrimonio a Hassan, pero, mientras tú y yo permanecíamos sentadas en el taxi delante de aquella escuela de la calle de las Tres Perlas, me hice el firme propósito de impedirlo.

—¿Por qué?

—Porque aquel rico mercader se llamaba al-Sabir y Hassan era su hijo.

En el pasillo del hotel, se oyó el tintineo de un carrito de servicio y una suave voz femenina diciendo:

—Y’Allah!

—Aunque no recordaba las cosas que me habían hecho en el harén —añadió Amira—, tenía la impresión de que la familia de Hassan no era honrada. Por eso no podía permitir que se casara contigo cuando supe que te había pedido en matrimonio. Por eso obligué a Ibrahim a romper el compromiso y te casé con Omar.

Ambas mujeres se miraron, recordando aquella tarde y aquel taxi en el que habían permanecido sentadas muchos años atrás.

—Ahora comprendo que lo que me ocurrió en mi infancia, el secuestro y mi vida en el harén de la calle de las Tres Perlas, me convirtió en lo que soy. Temía salir de la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso y temía quitarme el velo. Incluso me daba miedo que mis hijos y nietos salieran a la calle. Tal vez por eso no pude casarme con Andreas Skouras a pesar de que estaba enamorada de él. Intuía que mi pasado ocultaba algo vergonzoso.

—¿Y ahora lo has vuelto a recordar todo?

—Sí, por la gracia de Alá. Ahora te puedo decir cómo era mi madre y te puedo describir al hermoso joven con quien estaba comprometida en matrimonio, el príncipe Abdullah, el cual también me visitó en sueños años atrás. E incluso puedo oír la voz de mi madre diciéndome: «Recuerda siempre, hija de mi corazón, que eres una Sharif, una descendiente del Profeta».

—¿Buscarás ahora a tu verdadera familia, Umma? ¿A tus hermanos y hermanas?

Amira sacudió la cabeza.

—Ya tengo mi verdadera familia.

—Ahora quiero ir a ver a mi padre —dijo Jasmine con una sonrisa.

Al llegar a la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso, Jasmine tuvo que esperar un momento para serenarse. Su padre estaba enfermo, lo cual significaba que toda la familia estaría allí; vería rostros conocidos de antaño y una multitud de rostros nuevos. Pero no se le antojarían extraños. Todos eran Rashid y, por consiguiente, todos se sentirían unidos entre sí.

Cuando entró en la casa y cruzó el umbral, le pareció que regresaba al pasado, pues nada había cambiado. El jardín, la glorieta, las impresionantes puertas de madera labrada, todo estaba igual. Vio a Nefissa en el vestíbulo examinando con el ceño fruncido una bandeja que una de las criadas estaba a punto de subir al piso de arriba. Nefissa miró a Yasmina, esbozó una sonrisa y volvió a clavar los ojos en el estofado. Después, levantó la cabeza de golpe y exclamó:

Al hamdu lillah! ¿Acaso estoy viendo un fantasma?

—Hola, tía —dijo Jasmine sintiendo que el corazón le latía furiosamente en el pecho.

Aquélla era la culpable de su destierro, la culpable de que le hubieran quitado a Muhammad y la culpable en último extremo de la tragedia del Cage d’Or.

—¡Yasmina! —gritó Nefissa con lágrimas en los ojos, estrechando a su sobrina con tal fuerza que apenas la dejaba respirar—. ¡Loado sea el Eterno! ¡Él te ha devuelto a nosotros!

Cuando ambas se miraron, Yasmina vio en los ojos de su tía una súplica que le hizo recordar la mirada implorante de Greg la noche en que ella sufrió el aborto. Nefissa le estaba diciendo: «Perdóname».

—La paz y la bendición de Alá sean contigo, tía —le dijo Jasmine.

Al hamdu lillah! —repitió Nefissa, tomando el brazo de Jasmine y subiendo con ella la escalinata mientras gritaba casi sin resuello—: Y’Allah! Y’Allah!

Todo el mundo se congregó en lo alto de la escalinata para ver a qué venía aquel alboroto y, tras un instante de perplejidad, Jasmine empezó a ver sonrisas aquí y allá y a oír gritos de «¡Loado sea el Señor!». E inmediatamente se vio cercada por un mar de rostros conocidos y desconocidos, sonrisas y lágrimas y brazos que se alargaban para tocarla como si quisieran asegurarse de que era efectivamente ella.

Al ver a Tahia, Jasmine extendió las manos hacia ella y ambas se fundieron en un abrazo.

—Loado sea Alá —dijo Tahia—. El te ha devuelto a nosotros.

—En realidad, ha sido Umma la que me ha traído —dijo Jasmine.

Mientras los demás se reían, pensó que más tarde le tendría que hablar a Tahia de Zacarías y decirle que sus últimos pensamientos antes de morir habían sido para ella.

—¿Cómo está mi padre?

Tahia sacudió la cabeza.

—No quiere comer ni beber. Le ocurre cada vez que llega el aniversario de lo de la bomba… Sabes lo que ocurrió, ¿verdad?

Jasmine asintió con la cabeza. La bomba que había matado a su hijo, a un camarero y a dos músicos. Y también a Omar. La única otra baja que se produjo fue el hijo no nacido de Atiya, el hijo no nacido de Ibrahim.

—Pero esta vez está peor —añadió Tahia, acompañando a Jasmine a los aposentos de Ibrahim—. Normalmente, se le pasa la depresión en pocos días. Pero esta vez le ha durado dos semanas. Creo que se quiere morir, Alá no lo permita.

Jasmine entró en el dormitorio y se sorprendió de que le resultara tan familiar… Como el jardín, el vestíbulo y todo lo demás, los aposentos de su padre estaban exactamente igual que cuando ella los visitaba en su infancia. Sin embargo, ahora le parecían menos espaciosos y ya no la atemorizaban. Los hombres que acompañaban al enfermo experimentaron un sobresalto al verla entrar. Sus tíos y primos conocidos y desconocidos la abrazaron uno a uno y después se retiraron y cerraron la puerta para que no se oyeran los murmullos del pasillo. Jasmine se quedó sola con el anciano de la cama.

Experimentó una sacudida al ver lo mucho que había envejecido Ibrahim. Ya no quedaba casi la menor huella del hombre apuesto y viril que ella recordaba. De hecho, parecía más viejo que su propia madre Amira.

Se sentó en el borde de la cama y tomó su mano. En el momento del contacto, sintió que sus recelos, dudas y enojos se esfumaban como por ensalmo. Lo que había ocurrido en el pasado entre ella y aquel anciano ya estaba olvidado. Tuvo que suceder porque estaba escrito. Pero el futuro también lo estaba y eso era lo que ambos tenían que afrontar juntos.

—¿Papá? —dijo en un suave susurro.

Los apergaminados párpados se entreabrieron.

Ibrahim miró hacia el techo un instante y después miró a Jasmine y abrió enormemente los ojos.

Bismillah! ¿Estoy soñando? ¿O acaso estoy muerto? Alice, ¿eres tú?

—No, papá. No soy Alice, soy Jasmine, quiero decir, Yasmina.

—¿Yasmina? Oh… —Ibrahim tosió—. ¿Yasmina? Hija de mi corazón. ¿De veras eres tú? ¿Has vuelto a mí?

—Sí, papá. Y la familia me dice que no quieres comer y que te vas a poner enfermo.

—Soy un hombre maldito, Yasmina. Alá me ha abandonado.

—Con todo el debido respeto y honor, papá, eso es una estupidez. Mira a tú alrededor, esta casa tan preciosa y estos muebles tan bonitos y toda esta gente congregada delante de tu puerta. ¿Te parece que todas estas bendiciones son las propias de un hombre maldito?

—¡Empujé a Alice al suicidio y no me lo perdono!

—Mi madre padecía una enfermedad llamada depresión clínica. No sé si alguno de nosotros la hubiera podido ayudar.

—Ya no sirvo para nada, Yasmina.

—Si te quedas aquí en la cama compadeciéndote de tus penas, no vas a llegar a ninguna parte, papá. Está escrito que Alá ayuda a los que se ayudan. ¿Por qué se va a molestar Alá en preocuparse por un hombre que se queda en la cama y no quiere comer?

—Eso es una blasfemia y una falta de respeto —afirmó Ibrahim, esbozando una sonrisa con los ojos rebosantes de lágrimas—. Has vuelto, Yasmina —añadió acariciando el rostro de su hija con trémula mano—. ¿Eres médica ahora?

—Sí, papá, y muy buena, por cierto.

—Me alegro —dijo Ibrahim, apoyando la cabeza en la almohada con expresión más tranquila—. Me he pasado toda la vida mirando hacia atrás, ¿comprendes? ¿Sabías que Sahra me encontró junto a mi automóvil, entre las cañas de azúcar, la mañana en que nació Camelia? Yo estaba vomitando porque había bebido demasiado champán. Por Alá —dijo sacudiendo la cabeza—, ¡y por una Rashid! Me ofreció agua y yo le regalé una bufanda blanca. Un año después, la noche en que tú naciste, me dio a su hijo. Era Zacarías —añadió, mirando a Jasmine.

—Lo sé, Umma me lo ha contado.

—Yasmina, ¿recuerdas al rey Faruk?

—Recuerdo a un hombre muy grueso que nos regalaba caramelos.

—Aquéllos eran unos tiempos muy inocentes, Yasmina. O… puede que no lo fueran. Yo entonces no era muy buen médico, ¿me comprendes? Pero más tarde lo fui. ¿Sabes cuándo ocurrió eso, cuándo empecé a cambiar? Cuando tú empezaste a ayudarme en mi consultorio. Quería que te sintieras orgullosa de mí. Quería enseñarte a hacer bien las cosas.

—Y me enseñaste a hacerlas.

—Mira, yo me había pasado la vida tratando de complacer a mi padre, y lo seguí haciendo incluso cuando él murió. Muy pronto me reuniré con él. No sé cómo me va a recibir.

—Como un padre recibe siempre a un hijo —dijo Jasmine—. Papá, tienes que reconciliarte con Alá.

—Tengo miedo, Yasmina. ¿Te desagrada oírle decir eso a tu padre? Tengo miedo de que Alá no me perdone.

Jasmine le acarició el blanco cabello y le miró con una sonrisa en los labios.

—Todo lo que hacemos está escrito hace tiempo. Lo que ocurrió estaba predestinado a ocurrir antes de que naciéramos. Consuélate con esta certeza, sabiendo que Alá es clemente y misericordioso. Pídele con humildad que te conceda la paz.

—¿Y crees que Él me perdonará, Yasmina? ¿Me perdonas tú?

—El perdón le corresponde a Alá —contestó Jasmine, pero en seguida añadió con dulzura—: Sí, papá, te perdono.

Se inclinó para abrazarle y hundió el rostro en su cuello mientras ambos lloraban juntos. Después se incorporó y, enjugándose las lágrimas de las mejillas, le dijo a su padre:

—Me encargaré de que comas.

Ibrahim se echó de nuevo a llorar, pero inmediatamente esbozó una sonrisa y empezó a ponerse nervioso.

—¡He malgastado mis años! He utilizado el tiempo como si fuera una mercancía sin valor. Mira lo que soy, ¡un insensato! ¿Dónde está Nefissa con mi sopa? ¿Dónde está esta condenada mujer?

En el momento en que Jasmine se levantaba, se abrió la puerta del dormitorio y entraron tres personas. La primera de ellas era Dahiba, la cual miró a Jasmine con una sonrisa y le dijo:

—Madre nos ha dicho que habías vuelto. Loado sea Alá.

La seguía Camelia con expresión un tanto desconcertada. Jasmine vio en su rostro un sentimiento de alegría mezclada con un cierto recelo y se sorprendió de lo poco que había cambiado su hermana. Camelia seguía siendo la alta, llamativa y seductora estrella cinematográfica de siempre.

Después se acercó una muchacha renqueando a causa del aparato ortopédico que llevaba en la pierna.

Jasmine tuvo que agarrarse a uno de los pilares de la cama. Zeinab, su hija.

—Hola, Zeinab —le dijo. Miró a Camelia y sus ojos se cruzaron con los de su hermana. Después esbozó una sonrisa y añadió, dirigiéndose a la muchacha—: Soy tu tía Yasmina.

—¡Loado sea Alá! —exclamó Dahiba mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas—. ¡Volvemos a ser una familia! ¡Lo vamos a celebrar con una fiesta por todo lo alto!

Pero, antes, Jasmine tenía que hacer una cosa.

Le indicó al taxista una dirección y, minutos después, avanzó por un pasillo de uno de los edificios más viejos de El Cairo, leyendo las placas de las puertas hasta llegar a una muy modesta que decía FUNDACIÓN TREVERTON. La pequeña zona de recepción del interior estaba formada por un escritorio, unas sillas y varios pósters en las paredes de WHO, la Unicef y la fundación Salvemos a los Niños del Mundo. Una joven egipcia muy bien vestida levantó los ojos con una sonrisa.

—¿En qué puedo servirla? —preguntó en inglés.

—Quisiera localizar a un antiguo miembro de la Fundación —contestó Jasmine—. Trabajamos juntos en el Alto Egipto y he pensado que, a lo mejor, ustedes podrían ayudarme.

—¿Me puede decir su nombre, por favor?

—El doctor Declan Connor.

—Ah, sí —dijo la joven—. Se encuentra en el Alto Egipto.

—¡En el Alto Egipto! ¿Quiere decir que el doctor Connor está aquí?

—Está en al-Tafla, señora.

Jasmine apenas pudo contener su emoción.

—¿No tendrían ustedes que enviar mañana, por casualidad, algún avión con suministros?

—No, señora, lo siento.

Jasmine empezó a pensar. Podía tomar un vuelo hasta Luxor, pero después tendría que seguir por carretera hasta al-Tafla. A veces, los vuelos eran tan poco de fiar como las carreteras. Tenía que ir a ver a Declan cuanto antes.

Le quedaba el tren nocturno.

Jasmine bajó por las conocidas callejuelas, pasó por delante del pozo junto al cual las mujeres estaban chismorreando y por delante del café de Walid y, de pronto, retrocedió cinco años y le pareció que acababa de llegar allí por primera vez.

Se detuvo ante la clínica donde los pacientes esperaban en las calles sentados en unos bancos, las mujeres a un lado y los hombres al otro. La puerta estaba abierta y Jasmine asomó la cabeza para mirar.

Connor estaba dentro sosteniendo un estetoscopio sobre el pecho de un niño sentado sobre la mesa bajo la vigilante mirada de su madre. Observó con cuánta dulzura trataba Declan al niño, tranquilizándolo y diciéndole que tuviera cuidado con lo que comía. Después, Declan le explicó a la madre que el niño estaba bien, que sólo había sido una leve intoxicación alimentaria y que debería vigilar lo que el niño se ponía en la boca. Mientras le miraba, Jasmine se sorprendió de que hubiera cambiado tan poco. Y le entraron ganas de reír. Su acento árabe seguía dejando mucho que desear.

—Bueno pues, ya está, ya te puedes ir —dijo Declan. Al mirar hacia la puerta, se quedó petrificado.

—¡Jasmine!

—Hola, Declan. Estaba…

Declan la atrajo a sus brazos y le estampó un fuerte beso en la boca.

—¡Santo cielo, Jasmine! Me estaba preguntando cuándo volverías. Intenté localizarte.

—Te escribí a la Knight Pharmaceuticals…

—No fui a Escocia —le explicó Declan, mirándola con detenimiento y llenándose los ojos con su imagen—. Firmé un contrato por un año para trabajar en un barco hospital en Malasia. Cuando regresé a Egipto, me dijeron que habías vuelto a Inglaterra a causa de la malaria. Fui a Londres y allí me comunicaron que la Fundación te había dejado en excedencia y que tú te habías ido a California. No recordaba el apellido de tu amiga… Rachel. Intenté localizarte a través de la Asociación Californiana de Medicina y de la Asociación Americana de Medicina. Incluso indagué en la facultad de Medicina. Al final, acudí a la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso donde tú me habías dicho que vivía tu familia. Me facilitaron la dirección de Itzak Misrahi en California, le escribí y él me contestó diciendo que te habías incorporado a la Organización Lathrop.

—¡Oh, no! —exclamó Jasmine—. Me fui al Perú con un grupo independiente de médicos para ayudar a las víctimas del cólera. La Organización Lathrop aportaba fondos, pero yo no pertenecía a ella. Declan, yo también intenté localizarte, incluso escribí…

—No importa —dijo Declan, volviéndola a besar mientras los fellahin miraban desde la puerta y Um Tewfik, Jalid y el viejo Walid sonreían y comentaban entre sí que ya era hora.

La boda se celebró en la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso. Todos los Rashid participaron en los tradicionales festejos consistentes en una complicada procesión zeffa, seguida de un festín a base de queso, ensaladas, cordero asado, kebab a la parrilla, humeante arroz con alubias, postres y café mientras unos cómicos, acróbatas y danzarines agasajaban a Jasmine y Declan, sentados en sendos tronos, él con esmoquin y ella con un vestido de novia de encaje color albaricoque. Estaba también presente el hijo de Declan, que, a sus veinticinco años, era el vivo retrato de su padre y acababa de terminar sus estudios en Oxford, por cuyo motivo entabló inmediatamente una animada conversación con Ibrahim, el cual había sido alumno de la misma universidad cincuenta años atrás.

Rachel Misrahi se trasladó desde California para asistir a la boda, acompañada de su padre Itzak. Tras haberle mostrado a su hija la casa de al lado, donde él había nacido y en la cual se encontraba instalada en aquellos momentos la embajada de un país africano, Itzak se pasó varias horas rememorando con Ibrahim la época de su infancia juntos mientras Rachel, boquiabierta de asombro, escuchaba por primera vez a su padre hablando en árabe.

Camelia y Dahiba bailaron a dúo una danza que formaba parte de su espectáculo años atrás mientras Yacob las contemplaba con orgullo en compañía de su hijo Najib, un guapo y regordete niño de once años. Su hijastra Zeinab, por el contrario, apenas podía concentrarse en la actuación de su madre por culpa de un primo suyo llamado Samir, un atractivo joven que últimamente le quitaba el sueño y que, en aquellos momentos, la estaba mirando con una sonrisa desde el otro extremo del salón.

Qettah estaba también allí para leer la suerte de la pareja. No era la misma Qettah que había conocido la familia en tiempos de Faruk ni la que Amira había visitado en el barrio de Zeinab, sino una nieta o tal vez una biznieta de la anciana astróloga, acompañada de una joven igualmente llamada Qettah.

Dos hombres presidieron la ceremonia desde unos marcos dorados: Alí Rashid Bajá, con fez y chilaba, rodeado de mujeres y de niños y mirando con expresión adusta por encima de unos soberbios mostachos; y el rey Faruk, joven, apuesto y solo.

Sentado bajo aquellos retratos, Ibrahim batió palmas y gritó «Y’Allah!» mientras su hermana y su hija interpretaban una vibrante danza beledi. Su esposa Atiya estaba nuevamente embarazada y le había devuelto una vez más la esperanza de que Alá le daría muy pronto un hijo varón. Mientras pensaba que era el hombre más afortunado del mundo, Ibrahim observó cómo se reía Zeinab y, viendo los hoyuelos de sus mejillas, evocó a Hassan al-Sabir, el hombre que la había engendrado y que antaño fuera su amigo y hermano.

Ibrahim evocó finalmente la noche en que desterró a Yasmina y todo su mundo se vino abajo y, ciego de dolor, se dirigió a la casa de Hassan. El homicidio no fue involuntario. Ibrahim se dirigió allí con la intención de destruir al hombre que había traicionado una amistad y atentado contra el honor del apellido Rashid.

Ibrahim recordó cómo Hassan, incluso cuando yacía moribundo en el suelo, se había burlado de él. Ocurrió en el momento en que, sacando una navaja y utilizando sus conocimientos médicos, él cercenó el arma de ataque que su desleal amigo había utilizado contra Yasmina.

Amira también batía palmas al compás del beledi, sintiéndose más joven y dichosa de lo que jamás se hubiera sentido en mucho tiempo. Su familia estaba nuevamente reunida y el hecho de ver de nuevo a Itzak Misrahi, a quien ella había ayudado a venir al mundo, era casi como si hubiera recuperado a Maryam.

Recordando un reciente sueño en el cual un ángel le había dicho que moriría muy pronto, Amira se preguntó: «¿Qué significa “pronto” para un ángel?». Porque ella aún tenía muchas cosas que hacer. La hija de Nala, por ejemplo, ya estaba en edad de merecer y el nieto de Abdel Rahman, un hombre muy importante con doce personas trabajando a sus órdenes, sería un partido ideal. La hija de Hosneya, viuda y con dos hijos, necesitaba a un hombre que cuidara de ella y el viudo Gamal, que ocupaba un destacado puesto en la embajada de la casa de al lado, sería un candidato excelente. ¿Y acaso el joven Samir no estaba mirando a Zeinab con sonrisa insinuante? Amira recordó haberle visto a menudo en la casa pretextando cualquier excusa y poniéndose colorado como un tomate cada vez que aparecía Zeinab. Mañana hablaré con su madre, pensó Amira. Y después los ayudaré a comprar un apartamento si el chico todavía no puede permitirse el lujo de costearlo por su cuenta.

Finalmente, Amira pensó en los recuperados recuerdos de su infancia, la estrella de su nacimiento y su verdadero linaje. Y entonces se hizo la promesa de que, cuando hubiera cumplido su tarea, se reuniría con su madre en el Paraíso. Pero, mientras la familia la siguiera necesitando, no podría emprender aquel viaje. Al año siguiente, o tal vez al otro, se iría.