—No te preocupes, amigo mío —dijo Hussein, colocando el dispositivo de explosión en la bomba de tiempo—. Nadie va a sufrir el menor daño. Hoy es lunes y la sala de fiestas está cerrada esta noche. —Hizo una pausa para mirar al tembloroso Muhammad, acomodado en el asiento posterior del automóvil con el rostro más pálido que la cera—. La bomba es una cosa puramente simbólica para que se enteren de que estamos decididos a librar a Egipto de la impía decadencia. La he preparado para que estalle a las nueve en punto de esta noche.
Muhammad contempló la interminable riada de automóviles que estaba cruzando el puente bajo el cual discurría el Nilo con sus aguas verde oscuras siniestramente iluminadas por el sol de la tarde. El automóvil de Hussein estaba aparcado en la calle algo más abajo de la sala de fiestas Cage d’Or, y Muhammad podía ver el cartel de Mimí en la entrada. Contempló de nuevo la bomba que Hussein estaba preparando y tragó saliva, notándose la garganta seca.
¿Qué estaba haciendo él allí con aquellos hombres tan peligrosos? ¿Qué se le había perdido a él, Muhammad Rashid, un insignificante funcionario de la Administración, con aquella gente? Las últimas semanas habían transcurrido como un sueño desde el día en que descubriera que su madre estaba en Egipto. Cada mañana esperaba que ella fuera a verle y cada noche veía morir sus esperanzas y crecer su desazón y su inquietud espiritual. Y, en su desesperación, acudía todas las noches al apartamento de Hussein y escuchaba a aquellos jóvenes hablando apasionadamente de Alá y de la revolución. A Muhammad no le gustaban Hussein y sus amigos, más bien les tenía miedo, pero le servían de desahogo para sus penas y sus sentimientos reprimidos. Decían que las mujeres desvergonzadas e inmorales tenían que ser expulsadas de Egipto y él se mostraba de acuerdo. Y, cuando dijeron que, para demostrar sus intenciones, destruirían el local en el que actuaba Mimí, pensó: «Así aprenderá», aunque, en su confusión, no supiera a cuál de las dos mujeres quería castigar.
Ahora, sentado a cierta distancia de la sala de fiestas, mientras Hussein conectaba el dispositivo de tiempo con la batería de la bomba, se asustó y experimentó el impulso de echar a correr.
Se retorció las manos. ¿Cómo era posible que su madre estuviera en Egipto y no quisiera ver a su hijo? ¿Estaría todavía en al-Tafla o ya se habría marchado de Egipto sin ni ir a verle tan siquiera?
Había llegado el momento de colocar la bomba.
—Te concedemos este honor a ti, amigo mío —dijo Hussein, entregándole la caja a Muhammad—. De esta manera, demostrarás tu lealtad a la causa y a Alá. Aquí tienes la llave de entrada posterior de la sala de fiestas. Si te tropiezas con alguien, algún portero o vigilante, dale bakshish y dile que es un regalo para Mimí de parte de un alto funcionario del Estado y que tienes orden de entregarlo personalmente en su camerino. Colocarás la bomba en el escenario, en el lugar que yo te he indicado en el plano. Que Alá te acompañe, amigo.
Al otro lado de la sala de fiestas, en la entrada principal, Camelia acababa de salir y estaba estrechando la mano del propietario. Los preparativos para la fiesta sorpresa que aquella noche se iba a celebrar en honor de Dahiba ya estaban muy adelantados; toda la familia estaría presente y también los amigos de Dahiba, los antiguos miembros de su orquesta, gentes del cine y personajes famosos e incluso un representante del ministerio de Bienes Culturales, que haría entrega a Dahiba de una distinción. Habría reporteros y cámaras de televisión que filmarían la fiesta, la cual tendría lugar después de una fabulosa cena. Al final, convencerían a Dahiba de que volviera a danzar… en su primera actuación en público después de catorce años. Tras darle nuevamente las gracias al propietario, Camelia regresó corriendo a su limusina sin percatarse de que su sobrino acababa de pasar subrepticiamente por la parte de atrás de la sala de fiestas con una caja bajo el brazo.
Dahiba contempló cómo las azoteas, las cúpulas y los alminares de El Cairo adquirían una tonalidad dorada bajo el sol del atardecer y pensó que el mundo era un lugar maravilloso porque se le había concedido una segunda oportunidad de seguir viviendo. Los últimos resultados de los análisis habían sido negativos. El cáncer se encontraba en fase de remisión.
Hakim entró en el apartamento sosteniendo un paquete de gran tamaño y miró a su mujer con una expresión sospechosamente satisfecha.
—¿Qué es? —preguntó Dahiba cuando él se lo entregó sonriendo.
—Un regalo para ti, cariño. Ábrelo y lo verás.
Dahiba quitó cuidadosamente la cinta, levantó la tapa y, al separar el papel de seda, lanzó un grito de asombro.
—¿A que no te lo esperabas? —preguntó Hakim mientras su mofletudo rostro se iluminaba con una sonrisa.
—¡No sé qué decir! —Dahiba sacó cuidadosamente el traje de la caja y lo sostuvo en sus manos para contemplar con admiración cómo los hilos de oro y plata entretejidos en la tela de gasa negra brillaban bajo la luz del sol—. ¡Es una preciosidad, Hakim!
—Y además, es auténtico. ¡Me ha costado una fortuna!
Era un «traje de Asyut», un traje regional confeccionado con un bellísimo e insólito tejido ya casi imposible de encontrar.
—Tiene más de cien años —explicó Hakim, levantando el dobladillo y acariciando el suave tejido—. Es como el que luciste en tu debut en el Cage d’Or en 1944, ¿recuerdas?
—¡Pero aquél era una imitación, Hakim! ¡Y éste es de verdad!
—Vamos a celebrarlo. Ponte el vestido y dejarás deslumbrado a todo El Cairo.
—¿Qué vamos a celebrar? —preguntó Dahiba, abrazando y besando a su marido.
—Que Alá te ha curado del cáncer, loado sea su nombre.
—¿Y adónde iremos?
—Déjame darte una sorpresa.
Mientras contemplaba el azul del mar a la izquierda de la carretera por la cual estaban circulando, Amira pensó en su familia de El Cairo. Ya se estarían preparando para la fiesta en honor de Dahiba. Lamentaba que ella y Zeinab no pudieran estar presentes. Le había prometido a Camelia regresar a tiempo, pero se habían demorado a su regreso de la peregrinación a La Meca porque, al salir de Medina, empezó a sentir unos dolores torácicos y el médico de allí le recomendó que tomara un vuelo y regresara inmediatamente a El Cairo, pero ella estaba firmemente decidida a encontrar la ruta de la caravana de su infancia, pues sabía que no se le ofrecería otra oportunidad de hacerlo.
Contemplando ahora las centelleantes aguas azul cobalto del golfo de Áqaba, Amira se llenó de júbilo. Se sentía purificada y más cerca de Alá por el hecho de haber estado en La Meca, el lugar más sagrado de la tierra. Ella, Zeinab y las dos primas habían rezado en la Kaaba, la gran Piedra Negra de La Meca en la cual el profeta Abraham había preparado el sacrificio de su hijo Isaac; habían visitado el pozo de Agar y bebido el agua sagrada y después habían arrojado guijarros a las columnas de piedra que simbolizaban a Satanás, para alejar de sí al demonio. Posteriormente, se habían desplazado en transbordador hasta la costa de Áqaba, donde habían tomado un taxi para dirigirse a la península del Sinaí.
Y ahora Amira estaba siguiendo la ruta que, según la tradición, habían seguido los judíos para salir de Egipto. Sin embargo, como el verdadero camino jamás se había logrado establecer y algunos estudiosos habían sugerido otras rutas, Amira estaba un poco preocupada. Su madre le había dicho muchos años atrás que estaban siguiendo el camino del Éxodo. Pero ¿sería aquél o quizá hubieran tenido que tomar el del norte, tal como algunos decían?
Como si leyera sus pensamientos, el chófer jordano, tocado con una jaffiyeh a cuadros blancos y rojos, le dijo:
—Éste es el camino de la 9.ª Brigada, sayyida.
El enorme Buick cubierto de polvo circulaba velozmente por una carretera a cuya derecha se elevaban unas escarpadas rocas de granito y a cuya izquierda se extendían las palmeras, las doradas playas y las aguas intensamente azules del golfo. Al otro lado, se divisaba débilmente la costa color espliego de Arabia.
—Pero ¿estamos siguiendo el mismo camino que siguió el profeta Moisés cuando sacó a los judíos de Egipto?
—Éste es un camino muy conocido, sayyida —contestó el taxista—. Pero los monjes del monasterio de Santa Catalina te lo podrán decir. Si Alá quiere, nos quedaremos a pasar la noche allí.
Al final, el vehículo se apartó de la costa y empezó a bajar por un camino sin asfaltar entre pedregosos campos de margaritas habitados por las pardas alondras del desierto, los zorzales, las perdices, las liebres del desierto y los pequeños lagartos verdes. El camino era abrupto y difícil, por más que el taxista procuraba no zarandear demasiado a las pasajeras. Por el camino se cruzaron con unos beduinos que, de pie a la entrada de sus tiendas, saludaron con la mano el paso del vehículo. Mientras atravesaban aquel yermo territorio en el que apenas crecía vegetación, exceptuando algunas palmeras que luchaban por sobrevivir entre las piedras, Amira no cesaba de mirar a su alrededor. ¿Hubiera tenido que reconocer aquel paisaje?
Al final, llegaron al monasterio.
—Yébel Musa —dijo el taxista, señalando un alto y escarpado picacho—. El monte de Moisés.
Al contemplar los pardos, grises y rojos montes graníticos, el corazón de Amira se desbocó de emoción. ¿Tendría que recordar estas desnudas colinas? ¿Estaba yo cerca de aquí cuando atacaron nuestra caravana? ¿Fue aquí dónde me arrebataron de los brazos de mi madre? ¿Estará ella enterrada cerca de aquí y podré yo encontrar finalmente su sepulcro? De momento, Amira había contemplado el mar intensamente azul de sus sueños, había oído las esquilas de una caravana de camellos y había experimentado una profunda sensación de familiaridad en aquel territorio desconocido. ¿Qué otros recuerdos iba a despertar en ella aquel lugar?
Mientras enfilaban la carretera que conducía al monasterio de Santa Catalina, construido en la base del monte Sinaí, Amira y sus acompañantes se tropezaron con numerosos autocares de turistas, caravanas y estudiantes en bicicleta, todos ellos circulando en dirección contraria.
—Bismillah —dijo el taxista—. Eso no es buena señal. Creo que llegamos demasiado tarde. Los monjes habrán cerrado las puertas.
La carretera se fue convirtiendo poco a poco en un camino sin asfaltar. Al pasar por delante de una pequeña capilla blanca, el taxista explicó:
—Aquí es donde el profeta Moisés habló por primera vez con Alá.
Al final, llegaron a una especie de fortaleza agazapada entre los cipreses.
—Yo me encargo de todo —dijo el taxista, aparcando y subiendo por unos peldaños de piedra.
Regresó al poco rato, diciendo:
—Lo lamento, sayyida. Los monjes ya han tenido suficientes turistas por hoy. Dicen que volvamos mañana.
Amira experimentó una súbita sensación de apremio. Si los dolores torácicos que había sufrido en Medina habían sido efectivamente un aviso, puede que ya no tuviera un mañana.
—Zeinab —dijo—, ayúdame a subir estos peldaños, por favor. Yo misma hablaré con los padres. —Mirando al taxista con una extraña expresión, añadió—: Nosotros no somos turistas, señor Mustafá. Somos unas peregrinas que vienen en busca de la verdad.
Al llegar a la puerta de la antigua muralla, Amira tuvo que detenerse para recuperar el resuello. «Te lo ruego, Señor, no dejes que me muera antes de haber encontrado las respuestas que busco».
Zeinab tocó la campanilla y apareció un barbudo monje vestido con el hábito pardo oscuro de su orden greco-ortodoxa.
—Por favor, santo padre —le dijo Zeinab en árabe—, ¿tienes la bondad de permitir que mi abuela entre a descansar? Venimos desde muy lejos.
Al ver que el monje no parecía comprenderla, repitió las palabras en inglés y entonces el monje la comprendió y, asintiendo con la cabeza, dijo que reconocía las vestiduras de la peregrinación religiosa y abrió la puerta para acoger al grupo.
Entraron en el patio encalado del monasterio cristiano y, mientras seguía al monje pisando un antiguo pavimento de piedra, Amira pensó: «Yo he estado antes aquí».
Mientras las sombras del anochecer caían sobre al-Tafla en el Alto Egipto, Jasmine hizo su última visita domiciliaria antes de regresar a la clínica para atender a los pacientes del consultorio.
—¿Hoy se va el saíd, doctora? —le preguntó Um Jamal mientras Jasmine le tomaba la tensión en el pequeño patio de su casa.
—Sí, el doctor se tiene que ir a otro sitio.
—Me parece una equivocación, doctora. Tienes que conseguir que se quede aquí.
—O irte con él —terció la señora Rajat—. Una mujer tan joven como tú… ¡Ya tendrás tiempo de ser vieja y quedarte sola como yo!
Jasmine se apartó de las mujeres y volvió a guardar el manguito de medir la tensión en su maletín. No podía concentrarse en su trabajo. Cuando dos noches atrás, hizo el amor con Declan después del zaar, todo había sido una delicia. Se pasaron la noche hablando y, al llegar el amanecer, volvieron a hacer el amor y ella sintió que sus lealtades empezaban a dividirse. Tal como había dicho Um Jamal, ¿cómo podía permitir que él se fuera? Sin embargo, Declan no quería quedarse.
—Te quiero, Jasmine —le había dicho—, pero me moriré si me quedo. Le he dado tantas cosas a esta gente que ya no me queda nada más. Es como si me hubieran devorado el alma y sólo pudiera salvarme huyendo de aquí.
Mientras abandonaba la casa de Um Jamal y caminaba bajo los últimos rayos del sol de la tarde, Jasmine pensó que su destino era vivir sola, que Alá tenía otros planes para Declan y que la despedida de aquella mañana era lo que tenía que ser y ella jamás volvería a verle. Sin embargo, mientras regresaba a la clínica, descubrió que sus pasos la habían conducido a la casa de la Fundación junto al río, donde Declan estaba cargando sus cosas en el Toyota para poder salir hacia El Cairo aquella misma noche.
Le vio bajo la dorada luz del ocaso cargando con bruscos movimientos las bolsas de nailon en la parte de atrás del vehículo.
—¡Espera! —le gritó. Cuando él se volvió, se arrojó en sus brazos—. Te quiero, Declan. Te quiero tanto que no puedo perderte.
Él la besó con fuerza, hundiendo los dedos en su cabello.
—He perdido a todas las personas que he amado —añadió Jasmine, estrechándole con fuerza—, incluso a mi hijo. Pero a ti no te perderé. Quiero irme contigo, Declan. Quiero ser tu mujer.
Muhammad se moría de miedo. Todo le había salido a la perfección, tal como Hussein le había prometido: nadie le había preguntado nada al entrar en la sala de fiestas con la caja de regalo y nadie le había visto colocar la bomba al fondo del escenario, cerca de los camerinos. Antes de marcharse, había comprobado el dispositivo de explosión por última vez: estaba preparado para dispararse a las nueve en punto…; presa de un gélido temor, se dio cuenta, mientras se acercaba a la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso, de que faltaban apenas treinta minutos.
Por la tarde, en el café de Feyruz, había vivido una pesadilla tratando de disimular su inquietud en presencia de sus amigos funcionarios. Salah se había pasado el rato contando chistes como de costumbre y Habib le había tomado el pelo a propósito de su pasión por Mimí. Rezó para que sus amigos no se dieran cuenta de que estaba sudando a mares ni de que consultaba el reloj con excesiva frecuencia ni de que no había podido beberse el dulce té azucarado de Feyruz. Y ahora, cuando ya se acercaba la hora cero, comprendió que se iba a marear.
«Santo cielo, ¿qué es lo que he hecho?», pensó mientras entraba en la casa, extrañamente silenciosa y vacía. «¿Cómo podré vivir después con este remordimiento? ¿Y si alguien resultara herido o incluso muerto? ¡Algún inocente que pasara por allí, por ejemplo! ¡Santo cielo, ojalá pudiera deshacer lo que he hecho!».
El silencio de la casa le distrajo de sus pensamientos; se detuvo en el vestíbulo y prestó atención, esperando oír rumores de música, voces y risas. Pero, por primera vez en su vida, la casa de su tío estaba ahora más muda que una tumba. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba todo el mundo?
—¡Muhammad! —le llamó su prima Asmahan, bajando por la escalinata envuelta en una nube de perfume y luciendo un centelleante traje de noche—. ¿Por qué no estás vestido?
—¿Vestido para qué?
—Para la fiesta sorpresa en honor de tía Dahiba. Te lo dijimos hace varias semanas. Los otros ya se han ido. Si te das prisa, te llevo en mi coche.
¿Una fiesta?, pensó Muhammad. Entonces lo recordó: la sorpresa que le habían preparado a tía Dahiba. ¿Era aquella noche?
—Lo había olvidado, Asmahan. Sí, me daré prisa e iré contigo. ¿Dónde se celebrará la fiesta?
—En el Cage d’Or.
Amira se despertó con una opresión en el pecho y, por un aterrador instante, no supo dónde estaba. Después, recordando que ella y sus acompañantes se habían quedado a pasar la noche en el monasterio de Santa Catalina, miró a Zeinab y a sus primas dormidas en sus camas. Sin despertarlas se levantó, se envolvió en sus blancas vestiduras y salió a la fría noche del desierto.
Rezó para que aquellas molestias se debieran a la copiosa cena que les habían servido los monjes y no a algún trastorno del corazón. Tenía que vivir un poco más. No había recuperado ningún otro recuerdo. Ella y las chicas habían recorrido el monasterio, que era casi una aldea en miniatura, visitando la hermosa iglesia, los jardines y el osario donde se amontonaban los huesos de monjes muertos muchos siglos atrás. Pero su memoria no experimentó ninguna sacudida; si había visitado aquel lugar en su infancia, no se acordaba.
Salió al desierto patio bañado por la luz de la luna y contempló las humildes edificaciones que rodeaban su perímetro. Le parecía curioso haber encontrado una antigua mezquita en el interior de un monasterio cristiano; se había construido hacía muchos años como defensa contra los invasores árabes, pero ahora la usaban los beduinos de la zona durante el Ramadán y otras fiestas religiosas, le explicaron los monjes. Temblando de frío, decidió regresar al dormitorio, pero algo la indujo a detenerse.
Contempló el negro cielo y las rutilantes estrellas y, empujada por una voluntad que no parecía la suya, subió lentamente por los peldaños de piedra que conducían al muro del parapeto.
La limusina quedó atrapada en el denso tráfico de El Cairo. Dominada por una incontenible emoción, Dahiba contempló las brillantes luces y a los peatones que caminaban presurosos por las aceras.
—¡Me gustaría que me dijeras adónde vamos, Hakim! —dijo riéndose.
Él se limitó a comprimirle la mano y le contestó:
—Ya lo verás, cariño, es una sorpresa.
Muhammad consultó su reloj. Faltaban quince minutos para que estallara la bomba. Un sudor frío le empapó la frente mientras tocaba furiosamente el claxon y trataba de abrirse camino entre el intenso tráfico nocturno. Al decirle Asmahan que la fiesta se iba a celebrar en el Cage d’Or, trató de llamar al local, pero la línea estaba ocupada. Pensó en llamar a la policía. Pero no había tiempo. Entonces decidió ir él mismo a la sala de fiestas y desactivar el artefacto o arrojarlo al Nilo. Salió rápidamente de la casa y tomó el automóvil de Asmahan y ahora estaba contemplando a través de la ventanilla el irremediable embotellamiento de tráfico que tenía delante.
«Señor mío, Señor mío. ¡Ayúdame!».
Al final, presa del pánico, abandonó el automóvil con el motor todavía en marcha y se dirigió a pie hacia el río.
Declan se pasó la tarde dando instrucciones a Nasr y Jalid sobre lo que deberían hacer hasta que llegara el nuevo jefe y después decidió ir a ver qué tal estaba Jasmine. Tras haber hecho el amor con él, Jasmine había regresado a la clínica para hacer el equipaje. Ambos se irían juntos al día siguiente.
Al llegar a la clínica en medio de los deliciosos aromas de la comida que se estaba cociendo en las fogatas, Declan oyó la llamada del almuédano a través del altavoz de la mezquita de al lado. La puerta de la clínica no estaba cerrada con llave, por lo que entró sin llamar. Al ver que Jasmine no se encontraba en su dormitorio, salió al patio de la parte de atrás, donde dos noches antes había tenido lugar la danza del zaar, y allí la encontró arrodillada sobre una alfombra de oración bajo la luz de la luna.
Jamás la había visto rezar anteriormente: se quedó hechizado ante la visión de su caftán y su turbante blanco mientras ella se postraba repetidamente en el suelo con tanta agilidad como si estuviera interpretando la coreografía de una danza. Escuchó las plegarias en árabe que se escapaban de sus labios y, al ver la expresión de profunda devoción y tal vez también de tristeza o disculpa que reflejaban sus ojos, arrojó súbitamente el cigarrillo al suelo, lo pisó con la bota para apagarlo y se alejó.
Hakim cruzó la entrada del club dando el brazo a una asombrada Dahiba.
—¡Sorpresa! —gritaron todos mientras la antigua orquesta de Dahiba interpretaba en el escenario la melodía con la cual se iniciaba siempre su actuación.
Muhammad entró apresuradamente por la puerta posterior, empujando a su paso a los camareros y los cocineros, y salió al comedor donde se hallaba reunida toda su familia… el tío Ibrahim, la abuela Nefissa, su madrastra Nala, todos sus tíos, tías y primos, desde los mayores hasta los más pequeños, e incluso Atiya, la esposa embarazada de Ibrahim. En el momento en que Camelia subía con Dahiba al escenario, todo el mundo prorrumpió en vítores y aplausos y se apagaron las luces.
—Alá misericordioso —musitó Muhammad e inmediatamente gritó—: ¡Salid todos de aquí! ¡Que salga todo el mundo enseguida!
Amira avanzó por el muro del parapeto del monasterio sintiendo la luz de las estrellas sobre sus hombros y el frío viento del desierto a través de sus vestiduras blancas. Contempló el desolado paisaje y trató de evocar el campamento de sus sueños. Girando lentamente en círculo, contempló las oscuras y melladas montañas elevándose hacia las estrellas y los muros y tejados del monasterio hasta llegar a una curiosa silueta que se recortaba contra el cielo. Se dio cuenta entonces de que aquello era el alminar de la pequeña mezquita construida en el interior del monasterio.
Era un alminar cuadrado… el alminar de sus sueños.
«Aquí estuve yo».
Y, de repente, aspiró la dulce y celestial fragancia de sus sueños… el perfume de las gardenias… y oyó la clara y pura voz de su madre, diciéndole: «Mira allá arriba, hija de mi corazón. ¿Ves aquella preciosa estrella azul de Orión? Es Rigel, la estrella de tu nacimiento».
Todo se le reveló en un instante, como si acabara de recibir un tremendo golpe y el Sinaí hubiera sido súbitamente iluminado por un nuevo sol: las multicolores tiendas y los estandartes, los cantos y las danzas alrededor de la hoguera del campamento, la visita de los jeques beduinos con sus hermosos ropajes negros y sus sonoras risas. Amira tuvo que agarrarse al muro mientras los recuerdos la inundaban como un diluvio: «Tenemos una casa en Medina y acabamos de regresar de El Cairo, donde hemos visitado a tía Saana, que está a punto de dar a luz a otro niño. Umma dice que mi padre se alegrará de volver a vernos porque no puede soportar la separación de la familia. Mi padre pertenece a la nobleza, es un príncipe de la tribu más grande de Arabia. Y, al nacer yo, fui prometida en matrimonio al príncipe Abdullah, que algún día será el jefe de nuestra tribu».
—¡Alá! —exclamó, elevando los ojos a las estrellas.
Mientras Muhammad corría hacia el escenario, su padre Omar lo asió del brazo.
Los ojos de ambos se cruzaron.
Y, de pronto, se produjo un ruido ensordecedor y una bola de fuego los envolvió.
Mientras contemplaba en sobrecogido asombro el cuadrado alminar bajo la luz de la luna e iba asimilando todos los nuevos recuerdos —el patio y la fuente de Medina, los nombres de sus hermanos y hermanas—, experimentó un repentino y agudo dolor detrás del esternón y vio una cegadora luz…
Jasmine se despertó de repente, escuchó el silencio que la rodeaba e, intuyendo que algo había ocurrido, se levantó de la cama, se puso la bata y salió en medio de la oscuridad de la noche. Al llegar a la casa de Declan, encontró la puerta abierta de par en par. Declan no estaba y todas sus pertenencias habían desaparecido; el lugar donde previamente había permanecido aparcado el Land Cruiser no era más que un espacio vacío, más allá del cual discurrían las oscuras y silenciosas aguas del Nilo.