Jasmine escudriñó el cielo nocturno en busca de la estrella de su nacimiento, Mirach de Andrómeda, en la esperanza de que ésta le infundiera fuerza para lo que estaba a punto de hacer. Sin embargo, las estrellas eran tan brillantes como unos fuegos artificiales y resultaba imposible distinguir una sola entre tantas. Por consiguiente, contempló la redonda y plateada luna que iluminaba el Nilo con su benévolo resplandor y extendió los brazos hacia ella como si quisiera abrazar su poder.
Tras pronunciar una silenciosa plegaria, se apartó del río y regresó a la aldea dormida de al-Tafla a través de las oscuras callejuelas hasta llegar a la casa de la comadrona, que era al mismo tiempo adivina y vidente. Tenía que actuar con rapidez. Faltaban tres días para la partida de Declan Connor.
Declan paseaba sobre las crujientes tablas de la galería sin poder dormir. De vez en cuando, se detenía para examinar el cielo de medianoche y ver si estaba nublado. Durante todo el día los lugareños habían oído los distantes rugidos de los truenos, el aire había estado electrizado y se habían visto enormes bandadas de aves en el cielo. ¿Se estaría acercando una tormenta? Pero ¿cómo era posible si el cielo no estaba encapotado? Declan se sacó una cajetilla del bolsillo y, mientras encendía un cigarrillo, reflexionó acerca de su propia tormenta personal.
Faltaban tres días para que abandonara Egipto y no podía quitarse a Jasmine de la cabeza… la sensación de tenerla en sus brazos cuando la consoló cuatro semanas atrás, después de enterrar a su hermano. Le obsesionaba el recuerdo de su cuerpo contra el suyo, de su calor, de su busto apretado contra su pecho, de sus lágrimas empapándole la camisa y de la forma en que ella se había aferrado a él. Jamás había deseado a una mujer en la medida en que estaba deseando a Jasmine y se maldecía por ello. No tenía ningún derecho a sentir semejantes deseos, estando Sybil en el sepulcro.
Se acercó a la barandilla de la galería y contempló el oscuro río en cuya superficie, más negra que el pez, la luna trazaba una cinta de plata.
Cuando volvió a oír el rugido, Declan comprendió por vez primera que lo que había estado oyendo todo el día no eran truenos sino otra cosa… el redoble de unos lejanos tambores. Arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisó con el pie para apagarlo. Eran sin la menor duda unos tambores. Pero ¿dónde, a aquella hora?
Se alejó muy despacio de su casita de la orilla del Nilo y se encaminó hacia la aldea. Los tambores sonaban cada vez más próximos y seguían un ritmo especial. ¿Quién podía estar celebrando una fiesta a aquella hora de la noche?
Al-Tafla estaba cerrada a cal y canto, no brillaba ninguna luz, ni siquiera en el café de Walid. Ningún fellah salía de noche para no tropezarse con los yinns y los malos espíritus que poblaban la oscuridad. A pesar del calor, todas las puertas y ventanas estaban atrancadas para impedir la entrada de los demonios o de las maldiciones de los vecinos envidiosos.
Declan vio que la clínica también estaba a oscuras; la luz tampoco estaba encendida en la ventana de Jasmine en la parte de atrás. Sin embargo, vio para su asombro el parpadeo de una antorcha iluminando los muros del patio de la parte posterior de la clínica donde estaban el horno, los lavaderos y los corrales de las gallinas. Bajando por una callejuela tan estrecha que sus hombros rozaban los muros de adobe de las casas, vio en el patio un grupo de hombres con instrumentos musicales… flautas de madera, violines de dos cuerdas y unos grandes y planos tambores que tocaban rítmicamente sobre unas brasas de carbón encendidas. Había también algunas mujeres; Declan reconoció a la esposa de Jalid, la hermana de Walid y la anciana y respetada Bint Omar, moviéndose alrededor de unos recipientes en los que estaban quemando incienso mientras murmuraban conjuros. No podía entender las palabras porque no hablaban en árabe.
De pronto, comprendió lo que estaban preparando: un zaar, una danza ritual para exorcizar a los demonios, en cuyo transcurso los participantes eran presa de una especie de frenesí y perdían el dominio de sí mismos. Aunque no se permitía normalmente que los forasteros tomaran parte y ni siquiera presenciaran los zaars, Declan había sido testigo en secreto de una de aquellas danzas hipnóticas en Túnez, un llamado stambali, durante el cual el danzarín había muerto a causa de una parada cardiaca.
Declan se alarmó. ¿Dónde estaba Jasmine?
Quiso acercarse, pero una mujer le cerró el paso.
—Haram! —le dijo—. ¡Tabú!
Sin embargo, otra mujer, la comadrona de la aldea, se acercó a él y le miró con sus inquisitivos ojos oscuros. Era una mujer muy poderosa en al-Tafla, cuyos tatuajes en la barbilla proclamaban con orgullo sus orígenes beduinos. Declan se había enfrentado algunas veces con ella a propósito de la brutal y bárbara costumbre de circuncidar a las niñas. Estaba a punto de preguntar qué ocurría y dónde estaba la doctora cuando, para su asombro, la mujer se apartó a un lado y le dijo:
—Puedes entrar, saíd.
Algunos de los que estaban sentados en los bancos que rodeaban el patio le saludaron con una sonrisa o un movimiento de la cabeza. Otros paseaban por el reducido espacio como si se estuvieran precalentando para un ejercicio. Las mujeres describían lentos círculos, subiendo y bajando los brazos, golpeando el suelo con los pies y ladeando las cabezas sin mover el cuello mientras los tamborileros calentaban sus tambores sobre las brasas, el violinista templaba su instrumento y la comadrona, envuelta en sus negros ropajes, iba encendiendo velas e incienso hasta que el sofocante aire nocturno se llenó de humo y exóticos perfumes.
Declan miró a su alrededor, buscando a Jasmine. Se guardó muy bien de entrometerse en la danza hipnótica o de intentar interrumpirla, pero quería saber por qué razón la estaban llevando a cabo allí en la clínica y qué tenía Jasmine que ver con todo aquello. El hombre que había visto morir en Túnez era muy joven y su estado de frenesí acabó con su vida. Todo el mundo sabía que las danzas zaar podían ser peligrosas porque su propósito era el de expulsar a los malos espíritus, los cuales se mostraban generalmente reacios a marcharse. A juicio de Declan, lo más peligroso era la pérdida del control consciente.
¿Alguien se habría puesto enfermo?, se preguntó, acomodándose al lado de la señora Rajat, la cual, sentada junto a la pared, fumaba en pipa con los ojos cerrados. ¿Se trataría de un zaar curativo? ¿O acaso alguien se sentía desgraciado por algún motivo y quería librarse de las energías negativas? Tal vez los truenos que se habían oído durante todo el día habían puesto nerviosos a los aldeanos y éstos querían ahora ahuyentar a los yinns que sin duda llevaría consigo la tormenta. Declan apoyó la espalda con aire cansado en el muro de adobe que todavía conservaba el calor del día y, mientras los tambores sonaban rítmicamente sobre las brasas, sintió que su inquietud se intensificaba por momentos.
Una vez encendidas las velas, la comadrona hizo una señal y todos los tamborileros, excepto uno, hicieron callar sus instrumentos. El solitario tamborilero, vestido con una larga galabeya blanca y tocado con un turbante blanco, se movió alrededor del patio tocando el tambor con ritmo monótono. Las mujeres cerraron los ojos y permanecieron donde estaban, oscilando lentamente de uno a otro lado. Tras describir unos cuantos círculos, el tamborilero modificó el ritmo y siguió recorriendo el patio mientras golpeaba hipnóticamente el tambor con el pulgar y los demás dedos de las manos. Al poco rato, cambió de nuevo el compás y se le unió otro tamborilero que volvió a alterar levemente el ritmo.
Declan sabía lo que estaban haciendo. Los fellahin creían que los malos espíritus reaccionaban a ritmos determinados y que cada espíritu tenía su propia cadencia, por lo que los tamborileros estaban tendiendo trampas, por así decirlo, a los espíritus malignos que vagaban por el aire con el propósito de atraparlos. Al final, una de las mujeres inició una danza. Cobró vida como si de pronto la hubieran atrapado también a ella y empezó a moverse con precisión al ritmo del tambor. Declan se sorprendió de que la voluminosa mujer de Jalid pudiera moverse con tal gracia y donaire. Pero ésta no había entrado en trance. Todavía.
Los demás tamborileros se unieron a su compañero, creando inicialmente una cacofonía que, al final, se transformó e una orquestación de compases prodigiosamente ensamblados. Otras mujeres empezaron a danzar, cada una de ellas a su propio aire y con distintos movimientos, como si sus espíritus respondieran a unos personales ritmos internos. Al ver que la comadrona desaparecía súbitamente en la parte de atrás de la clínica donde estaba la vivienda de Jasmine, Declan se puso súbitamente en estado de alerta.
En cuanto vio aparecer a Jasmine, se levantó de un salto.
Sin embargo, Jasmine no caminaba por su propio pie sino que, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia un lado, era sostenida por dos mujeres. ¿La habrían drogado, se preguntó Declan, o acaso ella misma habría conseguido alcanzar por sí sola aquel estado de relajación? Vestía un caftán deslumbradoramente azul, el color simbólico que calmaba y serenaba los espíritus.
Declan contempló fascinado cómo los tamborileros se movían en círculo alrededor de Jasmine, rozando el suelo con los dobladillos de sus galabeyas mientras las mujeres la sostenían. Cuando la comadrona empezó a hablar con voz estridente, Declan se la quedó mirando asombrado. No tenía ni idea de lo que estaba diciendo ni en qué lengua se expresaba… Al parecer, estaba pronunciando nombres, como si llamara a alguien, tal vez a los espíritus. Levantó los brazos y su silueta se proyectó contra el muro del otro lado y, aunque ella permaneció inmóvil, su sombra pareció danzar en una ilusión creada por el parpadeo de las antorchas.
Cuando Jasmine se desplomó repentinamente al suelo, Declan hizo ademán de acercarse a ella, pero la fuerte mano de la señora Rajat le retuvo de inmediato. Las mujeres se alejaron, dejando a Jasmine arrodillada y con los ojos cerrados en el centro del círculo. Cuando ésta empezó a oscilar lentamente de uno a otro lado, los demás músicos tomaron finalmente sus instrumentos y se unieron a los tamborileros.
La música era obsesiva, melódica e hipnótica. Declan permaneció clavado donde estaba mientras Jasmine, todavía arrodillada, oscilaba hacia uno y otro lado con los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás. Cuando el turbante le resbaló por ello, la comadrona se apresuró a recogerlo y el dorado cabello se derramó a su espalda. Las mujeres seguían danzando a su alrededor, pero Declan observó que sus penetrantes ojos no se apartaban ni un solo momento de Jasmine; el círculo adquirió un aire protector mientras la señora Rajat y las demás murmuraban de vez en cuando palabras tranquilizadoras para que Jasmine supiera que estaba a salvo y entre amigos.
Los movimientos de Jasmine se hicieron más pronunciados hasta el extremo de que, al doblarse hacia atrás, su largo cabello rozó el suelo a su espalda. La luna asomó por encima de las azoteas circundantes, arrojando una luz espectral sobre el brillante caftán azul.
La música se intensificó y alguien empezó a entonar un canto. Jasmine se inclinó hacia delante, oscilando de un lado a otro y rozando el suelo con su cabello.
Declan sintió que se le aceleraba el pulso al ritmo de los tambores. Las luces de las antorchas parpadeaban como si soplara en el patio un fuerte viento a pesar de la absoluta inmovilidad del aire nocturno. La comadrona siguió pronunciando unas extrañas palabras como si estuviera llamando a alguien.
De pronto, Jasmine hizo una cosa muy rara. Con los brazos extendidos lateralmente como si estuviera suspendida de unos hilos invisibles por las muñecas, empezó a mover la cabeza en círculo. Su largo cabello rubio se agitaba a su alrededor a la luz de las antorchas, despidiendo destellos cual si fuera un fuego de artificio. Giró incesantemente, primero despacio y después cada vez más rápido mientras la música aceleraba su ritmo y la comadrona pronunciaba atropelladamente las incomprensibles palabras.
Con la música pulsándole en la cabeza, Declan notó que el sudor le bajaba por la espalda; no podía apartar los ojos de aquel cabello que daba incesantes vueltas hacia arriba, hacia abajo y alrededor de la cabeza de Jasmine mientras ésta movía el cuello en bruscos movimientos sincopados. Al ver su rostro, la palidez de su sudorosa piel, su boca entreabierta y sus ojos…
Sus ojos estaban abiertos, pero sólo se le veía el blanco. Los tenía vueltos hacia el interior de la cabeza porque ya había alcanzado el punto de la trascendencia y había perdido el conocimiento.
—¡Ya basta! —gritó Declan, adelantándose hacia el círculo—. ¡Deteneos!
Al extender el brazo hacia Jasmine, la comadrona le cerró el paso.
—Haram, saíd —le dijo.
Pero él la apartó a un lado, tomó rápidamente a Jasmine en sus brazos y la sacó del patio, lejos del sofocante humo y el incienso.
Jasmine yacía inmóvil en sus brazos cuando Declan bajó corriendo por la oscura callejuela. Sin embargo, en cuanto llegó al Nilo y la depositó suavemente sobre la herbosa orilla, Jasmine empezó a volver en sí.
—Declan… —dijo.
—¿Qué demonios estaba usted haciendo allí? —le preguntó Declan, apartándole el húmedo cabello del rostro—. ¿No sabe que las danzas hipnóticas son muy peligrosas? Maldita sea, me ha dado usted un susto de muerte.
—Lo he hecho por usted, Declan.
—¿Por mí? Pero ¿está usted loca? ¿Sabe el mal rato que he pasado?
—Pero es que yo quería…
De pronto, Declan la estrechó en sus brazos y juntó la boca con la suya.
—Jasmine —dijo en un susurro, besándole el rostro, el cabello y el cuello—. ¡Qué miedo he pasado! Temía que sufrieras algún daño.
Jasmine le devolvió ávidamente los besos, arrojándole los brazos al cuello y estrechándose con fuerza contra él.
—No hubiera tenido que quedarme cruzado de brazos —dijo Declan—. Hubiera tenido que impedirlo antes de que empezara.
—Declan, amor mío…
—Por Dios bendito, no puedo perderte, Jasmine. —Declan comprimió el rostro contra su cabello y la abrazó con tal fuerza que casi la dejó sin respiración. Después, la cubrió con su musculoso cuerpo y ella contempló los altos y verdes carrizos que los rodeaban, elevándose hacia las estrellas mientras aspiraba la almizcleña fragancia del Nilo y él le decía—: Te quiero, Jasmine.
Después ya no hubo más palabras.
Pasearon por la orilla del río tomados de la mano mientras la luna iniciaba su descenso hacia el horizonte. Jasmine pensó que el Nilo jamás había estado tan hermoso. Saboreaba la sensación de la mano de Declan alrededor de la suya y le parecía que él le sostenía todo el cuerpo en su mano y la abarcaba por todas partes. Eso habían sido sus efusiones amorosas… no tanto una unión cuanto un envolvimiento. A pesar de que la había penetrado físicamente, ella había tenido más bien la sensación de que la absorbía hacia su interior. Declan era el cuarto hombre con quien ella había mantenido contacto íntimo en su vida, pero el primero con quien se había sentido enteramente a gusto.
—Declan —le dijo—, esta noche te han permitido presenciar el zaar porque yo lo hacía por ti. No he corrido ningún peligro. Ellos saben lo que hay que hacer cuando la cosa llega demasiado lejos.
Declan contempló el cielo y se preguntó si siempre habría habido en él tantas estrellas y si éstas habrían sido siempre tan brillantes.
—He pasado mucho miedo —dijo en voz baja como si temiera turbar la paz del río—. ¿Por qué demonios has hecho eso por mí?
—Quería ofrecerte un regalo a cambio de lo que tú has hecho por mí.
—¿Y qué es lo que he hecho por ti?
—De no haber sido por ti, puede que jamás hubiera regresado a Egipto y no hubiera podido estar al lado de Zakki en su hora final. Pero, porque yo estuve con él, mi hermano no murió solo en medio del dolor. Y eso te lo tengo que agradecer a ti.
—Pero yo no te traje a Egipto, Jasmine. No tuve nada que ver con eso.
Jasmine se detuvo y contempló su bello rostro iluminado con un nítido claroscuro por el resplandor de la luna. Jamás se había sentido tan completamente enamorada.
—Desde que enterramos a Zacarías, sólo he estado pensando en lo que podría hacer por ti. Recordaba incesantemente lo que él te había dicho, que estabas sufriendo. Y entonces pensé que, si pudiera librarte de tu dolor, ése sería mi regalo.
—¿Y querías librarme de los malos espíritus?
Jasmine esbozó una sonrisa.
—En cierto modo. Las personas que han participado en el zaar de esta noche te honran y respetan. Por eso se han juntado para generar energías positivas y enviártelas a ti.
—Pues me temo que no ha dado resultado. —Declan lanzó un suspiro—. No me siento demasiado positivo en este momento. —Se volvió y se acercó a la orilla del río. Al oír de nuevo el distante rugido de los truenos, comprendió que la tormenta del desierto se estaba acercando—. Un día me preguntaste cuál había sido la razón de mi cambio. Es algo relacionado con la muerte de mi mujer. Sybil no murió sin más, Jasmine. Murió asesinada.
Jasmine se le acercó.
—¿Y tú te sientes culpable? ¿A eso se refería mi hermano al decirte que tú no habías tenido la culpa?
—No. —Declan extrajo una cajetilla de cigarrillos de su bolsillo—. No es eso.
—Entonces, ¿qué?
Declan estudió un instante el cigarrillo y la cerilla que sostenía en la mano y arrojó ambas cosas al suelo.
—Yo maté a alguien —dijo—. En realidad, lo ejecuté.
Jasmine sintió que la antigua y sabia noche se movía a su alrededor y aspiró la fragancia de las flores de azahar y el fértil perfume del Nilo mientras esperaba la explicación de Declan.
—Sybil y yo estábamos trabajando cerca de Arusha, en Tanzania —añadió Declan tras una pausa—. Yo sabía quién la había matado. Era el hijo del cacique: Sybil tenía una pequeña cámara que él ambicionaba poseer. De hecho, nos la había robado hacía un mes. Yo hice correr la voz de que le había pedido al hechicero que lanzara una maldición sobre quienquiera que hubiera robado la cámara y que, si la devolvían, no habría castigo ni se harían preguntas. Al día siguiente, la encontramos en nuestro Land Rover. Sin embargo, al cabo de un mes, Sybil fue hallada asesinada en el camino que conducía a nuestra misión. Le habían cortado el cuello con una panga nativa. Lo único que faltaba en el vehículo era aquella pequeña cámara. —Declan contempló un mechón de rubio cabello pegado al húmedo cuello de Jasmine y se lo apartó con delicadeza—. Como el ladrón era el hijo del cacique —añadió—, pensé que no lo harían comparecer en juicio. Entonces reuní inmediatamente a los ancianos del poblado. Éstos tomaron la decisión de resolver el asunto por medio de la expeditiva justicia local, sobre todo tras haberles yo explicado lo que me proponía hacer. Lo que yo quería hacer era justo, dijeron.
»Cuatro corpulentos hombres sujetaron al ladronzuelo mientras yo le administraba una inyección. Le dije al chico que era un suero especial que serviría para establecer su inocencia o su culpabilidad. Si era inocente de la muerte de mi mujer, nada malo le ocurriría, pero, si era culpable, yo mismo le mataría antes de que se pusiera el sol. —Tras una pausa, Declan añadió—: Murió en el preciso momento en que se puso el sol.
—¿Qué le inyectaste?
—Agua esterilizada. Algo absolutamente inocuo. Yo no creí que muriera. Pensé que se asustaría y confesaría. —Declan contempló las oscuras aguas del río—. Tenía sólo dieciséis años.
Jasmine apoyó una mano en su brazo diciendo:
—Estaba escrito hace tiempo el momento en que Sybil moriría, tal como está escrita mi hora y también la tuya. El Profeta dijo: «Hasta que llegue mi hora, nada me podrá causar daño; cuando llegue mi hora, nada me podrá salvar». Zakki tenía razón. Tú no tuviste la culpa. Quiero ayudarte, Declan. Llevas una carga muy pesada y yo también. Me preguntaste una vez por qué no quería regresar junto a mi familia en El Cairo. Te voy a decir por qué —añadió Jasmine, contemplando las estrellas primaverales—. Mi padre me expulsó de mi familia. Me arrebató a mi hijo y me sacó de casa. Lo hizo porque mantuve relaciones sexuales con un hombre que no era mi marido y quedé embarazada de él.
Se volvió a mirar a Declan, tratando de adivinar en sus ojos su reacción. Pero sólo vio el reflejo de la luz de la luna.
—No le amaba —añadió—. Fui su víctima. Hassan al-Sabir había amenazado con arruinar a mi familia y yo fui a verle para suplicarle que no lo hiciera, pero acabé deshonrando a mi familia. Sé que hubiera tenido que acudir a mi padre… puede que eso fuera lo que más enfureció a mi padre, el hecho de pensar que yo no le creía capaz de luchar contra Hassan y de que yo no confiaba en su fuerza. No lo sé. La noche en que me desterró, mi padre me dijo que, al nacer yo, había atraído una maldición sobre nuestra familia. Por eso no puedo regresar.
—Jasmine —dijo Connor, acercándose un poco más a ella—, recuerdo cuando viniste a mi despacho aquel día, preguntándome si podría ayudarte en caso de que recibieras una notificación del Servicio de Inmigración. Jamás olvidaré el temor en tus ojos. Tres de mis alumnos ya habían sido deportados; me habían pedido ayuda, pero no tenían miedo. Para ellos, volver a casa era una molestia, algo que los irritaba y los indignaba. Tú, en cambio, estabas asustada, Jasmine. Y siempre me he preguntado por qué, pues me parece que lo sigues estando. ¿Por qué temes regresar? ¿Por culpa de este Hassan?
—No. Hassan al-Sabir ya no puede hacerme daño. Ni siquiera sé dónde está, si sigue en El Cairo o si todavía vive. Mi familia me repudió, ya no soy una Rashid.
Jasmine se volvió de espaldas, pero Declan la asió por los hombros y la obligó a mirarle.
—Jasmine, has dicho que querías ayudarme. Olvídate de mí. Ayúdate a ti misma. Exorciza tus propios demonios.
Por un instante, Jasmine se perdió en la intensidad de su mirada.
—No lo entiendes —dijo después.
—Yo sólo entiendo una cosa… Dices que me estás agradecida por haberte devuelto a Egipto. Yo no te he devuelto, tú misma lo has hecho. Yo he sido simplemente el pretexto que necesitabas.
—No es verdad…
—Pero aún no has vuelto del todo, ¿no es cierto? Has trabajado en el Líbano, en Gaza y en el Alto Nilo. Es como si estuvieras dando vueltas alrededor de un gigante dormido al que temes despertar.
—Es cierto, Declan, tengo miedo. Quiero ver a mi familia, los echo a todos de menos… a mi hermana Camelia y a mi abuela Amira. ¡Pero no sé cómo regresar!
Declan esbozó una sonrisa.
—Pasito a paso y sin darte por vencida.
—Pero tú, en cambio, te has dado por vencido.
—Sí. He aprendido que la ciencia es inútil en lugares como éste. He aprendido que, por mucho que intentes vacunar a los niños, ellos siguen pensando que un abalorio de color azul colgado alrededor del cuello es más eficaz. He intentado enseñarles que los parásitos del río son causa de enfermedades y de muerte y les he enseñado a adoptar unas sencillas precauciones, pero ellos prefieren confiar en un amuleto mágico y caminar en medio del agua contaminada. Vienen a mí durante el día con sus enfermedades y su desnutrición, pero por la noche visitan a escondidas la casa del hechicero para que les dé polvo de serpiente y talismanes. Aquellas ruinas donde encontramos a tu hermano poseen más poder curativo que mi jeringa hipodérmica. Incluso tú, Jasmine, creíste que la danza zaar podría ayudarme. ¿Acaso no te das cuenta de lo vanos que han sido mis esfuerzos? Sí, me he dado por vencido. Y por eso tengo que irme antes de que la absoluta inutilidad de todo esto me destruya como destruyó a Sybil.
—Pero a tu mujer no la mataron ni la superstición ni la magia.
—No, pero yo maté al chico que la asesinó para apoderarse de una cámara que no valía una gorda. Mira, Jasmine, Sybil y yo estábamos en aquel poblado tratando de convencer a los ancianos de que instaran a la gente a vacunar a sus niños. Ya casi lo habíamos conseguido gracias a los denodados esfuerzos de Sybil por vencer la resistencia del hechicero local. ¡Y entonces voy yo y echo mano precisamente de la brujería que habíamos condenado! Después de lo mucho que había trabajado Sybil, hice retroceder aquel poblado por lo menos cien años. La decepcioné, Jasmine. Escarnecí su muerte.
—No, no es verdad —dijo Jasmine, acariciándole la mejilla—. Oh, Declan, quisiera librarte de tu dolor, pero no sé cómo. Dime qué debo hacer. ¿Quieres que me vaya contigo?
—No —contestó él, atrayéndola de nuevo hacia sí—. Tú tienes que quedarte aquí, Jasmine. Es el lugar que te corresponde.
—No sé cuál es el lugar que me corresponde —dijo Jasmine, apoyando la cabeza en el hombro de Declan y descansando el cuerpo contra el suyo—. Yo sólo sé que te quiero, Declan. Es lo único que sé.
—Por ahora —dijo Declan, inclinando la cabeza para volver a besarla—, nos basta con eso.