42

Cuando Amira descendió del automóvil, todo el mundo enmudeció de golpe.

El ruidoso clan de los Rashid acababa de llegar en una caravana de vehículos y sus miembros se congregaron alegremente en el muelle, aspirando la vigorizante brisa marina y empapándose los huesos de sol. Allá en El Cairo, los jamsins habían envuelto la ciudad en un sudario de cálida arena, pero allí, en el puerto Suez, adonde la familia se había desplazado para despedir a Amira en su ansiada peregrinación a La Meca, el sol derramaba sus doradas bendiciones desde un purísimo cielo azul y las aguas del golfo de Suez eran de un color turquesa tan profundo que dolían los ojos de sólo mirarlo.

Sin embargo, el centro de la atención de todos era en aquellos momentos Amira, la cual acababa de emerger desde el Cadillac a la brillante luz del sol, vestida con sus ropajes de peregrina. Y la blancura de su atuendo era tan cegadora que todos se la quedaron mirando boquiabiertos de asombro.

Nadie recordaba haberla visto jamás vestida de otro color que no fuera el negro. Y ahora la blancura de las holgadas prendas y del velo de gasa, guardados en un cajón durante incontables años de esperanza, había obrado en ella una curiosa transformación. Amira aparecía extrañamente joven y virginal, como si el color blanco hubiera purificado sus años y borrado los achaques. Incluso parecía caminar con paso más ligero, como si las articulaciones se hubieran librado del dolor y la rigidez y las vestiduras tuvieran poderes mágicos y le hubieran devuelto la juventud.

Sin embargo, no eran aquellas tradicionales prendas las que habían transformado a Amira, sino el hecho de saber que, al final, podría peregrinar a la santa ciudad de La Meca. Se había pasado las últimas semanas rezando y ayunando para poder entrar en el Ihram, el estado de pureza, prescindiendo del maquillaje y las joyas, símbolos de su vida secular y terrenal, y apartando de su mente todos los pensamientos mundanos para concentrarse exclusivamente en Alá. Ahora ya estaba preparada para entrar en la ciudad santa de La Meca, lugar natal del Profeta en el que, desde hacía cuatrocientos años, sólo estaban autorizados a entrar los creyentes.

Mientras Ibrahim acompañaba a su madre a la terminal de los hadj donde los transbordadores aguardaban para trasladar a los peregrinos al sur del mar Rojo hacia la costa occidental de Arabia Saudí, los Rashid se mezclaron con la muchedumbre de pasajeros y familiares para acompañar alegremente a Umma hasta el barco.

Estaban todos menos Nefissa, la cual se había torcido un tobillo y había tenido que permanecer en El Cairo, y su nieto Muhammad, que se había quedado para cuidar de ella y hacerle compañía. Sin embargo, sí estaba su hija Tahia, llevando de la mano a sus dos nietecitas.

Tahia, que acababa de cumplir los cuarenta y tres años, contempló con orgullo a su hija Asmahan, cuyo cumpleaños se celebraría al día siguiente: la joven iba a cumplir veintiún años y ya estaba embarazada de su segundo hijo. Después miró a Zeinab, que pronto cumpliría también veintiún años, pero para quien no había ninguna perspectiva de matrimonio ni de hijos. No obstante, Alá podía obrar prodigiosos milagros. ¿Acaso a la familia no le habían dicho una vez que la propia Camelia jamás podría tener hijos a causa de la infección que había sufrido en su adolescencia? Y, sin embargo, allí estaba su hijo Najib, un precioso chiquillo moreno y de ojos claros como el ámbar. Por consiguiente, ¿quién podía afirmar que el destino de Zeinab ya estaba escrito en el libro de Alá? Lo que verdaderamente hacía soportable la vida era la confianza en la misericordia y la clemencia de Alá; de otro modo, ¿cómo hubiera podido la gente seguir viviendo? ¿Cuántas veces ella misma había estado tentada de abandonar a su familia e ir en busca de Zacarías? Pero la confianza en Alá la había sostenido. Cuando Zakki cumpliera la misión que le había encomendado Alá, regresaría. Y entonces ambos podrían casarse sin ningún impedimento.

Huda, la esposa de Ibrahim, caminaba detrás de Tahia con sus cinco hijas, unas encantadoras niñas con los característicos ojos almendrados de los Rashid y cuyas edades oscilaban entre los siete y los catorce años. Ellas eran el centro de todo su universo. Desde que Ibrahim la rescatara de su vida de estrecheces, trabajando todo el día como enfermera en su consultorio y atendiendo después a su padre, el vendedor de bocadillos, y a los holgazanes de sus hermanos, su existencia había estado enteramente dedicada a la crianza y el cuidado de aquellos ángeles. No le importó que Ibrahim llevara a casa a una segunda esposa, la dulce y sumisa Atiya, que ya la había librado de los aburridos deberes conyugales. Si alguien se lo hubiera preguntado, Huda hubiera dicho que disfrutaba haciendo el amor con Ibrahim, aunque en el fondo de su corazón detestaba aquel acto y sólo se había sometido a él para poder tener hijos. Muchas veces le había insinuado a Ibrahim la conveniencia de hacer una saludable pausa, pero él seguía entregándose a ello con prodigiosa determinación. Estaba a punto de cumplir setenta años y aún no había conseguido tener un hijo varón como prueba de su virilidad. Bueno, ahora el peso de aquella carga lo soportaría Atiya y ella se alegraría de que así fuera. Mientras acompañaba a su madre avanzando por el ruidoso muelle, Ibrahim miró a Atiya. El viento le pegaba el veraniego vestido al cuerpo, revelando la generosa prominencia de su vientre. Tenía que darle un varón. Siete hijas… nueve, contando la pequeña que había muerto en el verano de 1952 y la que Alice había perdido en 1963. Sin embargo, se consolaba pensando en la clemencia de Alá. El hecho de no tener un hijo varón era el mayor castigo que pudiera sufrir un hombre. ¿Estaría su padre Alí mirándole todavía desde el Paraíso y esperando que le diera un nieto? ¿Qué significaban los años para un alma en el Cielo? Puede que toda una vida no fuera más que un instante y que la impaciencia y los reproches de Alí no hubieran disminuido ni un ápice. Pero ahora la prominencia que se observaba bajo el vestido de Atiya lo llenaba de esperanza.

Mientras seguía a los demás miembros de su familia hacia la terminal, Dahiba se apoyó en Hakim. A pesar de que Ibrahim había dicho que en la operación quirúrgica le habían quitado todo el cáncer, la estaban sometiendo a un tratamiento de quimioterapia y radiaciones que la dejaba muy debilitada. Sin embargo, aunque la fuerza física le fallara, su espíritu se mantenía tan vigoroso como siempre. Las últimas cuatro semanas habían infundido un nuevo significado y una nueva determinación en su vida y también en la de su marido. Hakim y Dahiba seguirían viviendo con el mismo entusiasmo de siempre aunque el futuro permaneciera oculto tras un velo. Habían aceptado la voluntad de Alá y se someterían a sus designios; y, entre tanto, tras haber saboreado su propia mortalidad y sabiendo que todas las horas de las personas estaban contadas, dedicarían el resto de sus días a trabajar en sus respectivos proyectos para poder dejar un legado significativo a la posteridad. Hakim rodaría finalmente la película más importante de su carrera, una producción que, antes incluso de haberla terminado, ya había armado un gran revuelo en El Cairo, pues estaba basada en la historia real de una mujer tan terriblemente maltratada por su marido y por un sistema jurídico extremadamente benévolo con los monstruosos comportamientos de los hombres; que, al final, se había visto empujada al asesinato. Hakim estaba seguro de que la película se prohibiría en Egipto, pero ya se imaginaba a los espectadores de todo el mundo vitoreando a su heroína en el momento en que ésta disparaba primero contra la ingle y después contra el corazón de su marido. El proyecto de Dahiba era el manuscrito de una novela que los editores le habían rechazado años atrás. Bahithat al-Badiyya, «El buscador del desierto», había sido rechazada por los editores por considerarla una obra autobiográfica, calificación habitualmente utilizada para menospreciar la producción literaria de una mujer, dando a entender con ello que ésta sólo tenía una historia que contar, la suya propia. Pero ahora le habían comprado el manuscrito y, gracias al clima más liberal instaurado por el presidente Mubarak, la obra se publicaría en Egipto y, por consiguiente, en todo el mundo árabe. Así pues, a pesar de sus dolores y su debilidad, Dahiba había acudido a despedir a Umma muy animada.

Pero la familia no le quitaba los ojos de encima. Aunque fingiera disfrutar de la fresca brisa marina, de la fabulosa extensión del mar y del espectáculo de los buques cisterna y los demás barcos surcando las aguas sobre el impresionante telón de fondo color malva del Sinaí, Camelia estaba muy preocupada por su tía. Sabía lo mucho que la debilitaba la quimioterapia y también sabía que Dahiba se había cubierto la cabeza con un pañuelo color melocotón para disimular la pérdida de cabello provocada por las radiaciones. Por eso se le había ocurrido la idea de darle a su tía una sorpresa; en la conspiración participaba toda la familia menos Dahiba y Hakim, y ella confiaba en que todo el mundo supiera guardar el secreto. Si de algo podía estar segura, era de la habilidad de la familia para guardar secretos.

Llegó el momento de la despedida. Mientras otros peregrinos subían al transbordador y saludaban a su familia y amigos, Zeinab y dos primas suyas de veintitantos años ocuparon sus puestos al lado de Amira. Ellas también vestían enteramente de blanco porque iban a hacer la peregrinación a Arabia.

—Voy a La Meca para rezar por la recuperación de mi hija —dijo Amira, abrazando a Dahiba y Hakim—. Alá es clemente. —Después abrazó a Camelia y le guiñó el ojo, musitando—: No te preocupes, regresaremos a tiempo, inshallah.

Ibrahim estrechó largo rato a su madre en sus brazos. Hubiera querido enviar a uno de los chicos con ella, tal vez a Muhammad, para que la protegiera. Omar había secundado la decisión, señalando que no quería que su abuela recorriera sola Arabia Saudí. Sin embargo, Amira había trastocado sus planes, decidiendo que la acompañaran las tres chicas, con lo cual la presencia de Muhammad se había hecho innecesaria. Sin embargo, el origen de la inquietud de Ibrahim no era sólo la peregrinación a La Meca… al fin y al cabo, su madre viajaría en compañía de un montón de gente que también se dirigía a la ciudad santa. Era también lo que Amira tenía previsto para la vuelta.

—Quiero tratar de encontrar el camino que seguimos mi madre y yo cuando yo era pequeña y emprendimos un viaje.

Ibrahim no veía la importancia que pudiera tener aquel largo viaje de su madre y experimentaba la premonición de que jamás volvería a verla.

—Alégrate por mí, hijo de mi corazón —le dijo Amira—. Emprendo un viaje que me llena de júbilo.

Después, volviéndose a mirar el transbordador, se preguntó si aquel deslumbrante mar azul sería el mismo que había visto en sus más recientes sueños.

Mimí lucía el último grito en trajes de danza oriental: un modelo de noche de raso escarlata y lentejuelas carmesí, estilo años cincuenta; calzaba zapatos de tacón con correas alrededor de los tobillos y un largo guante de noche en un solo brazo, con el otro al aire. La hábil iluminación de la fotografía realzaba su rubia melena, confiriéndole una apariencia un tanto salvaje. Como si fuera una devoradora de hombres… capaz de comerse vivo a un hombre y conseguir que éste le suplicara tormentos todavía mayores.

De pie frente al Cage d’Or con las manos metidas en los bolsillos, Muhammad permanecía ajeno a la gente que estaba entrando en la sala de fiestas, los autobuses de turistas y los vociferantes hombres de negocios que se disponían a pasar un buen rato. Ardía por Mimí. Pero no se atrevía a entrar.

Ojalá tía Dahiba no se hubiera puesto enferma. Tras haber visto a Mimí en el estudio de ella, Muhammad se había quedado dormido por la noche con la imagen de Mimí grabada en la mente, tratando, con la ingenuidad propia de la adolescencia, aunque movido por el deseo de un hombre adulto, de inventarse algún medio de conocerla. Pero, de pronto, tía Dahiba tuvo que ingresar en el hospital, cerrando su estudio y dando al traste con su sueño de conocer a Mimí. En las cuatro semanas transcurridas desde entonces, el joven había acudido casi todas las noches a aquel lugar colgado sobre el Nilo para contemplar la sala de fiestas que años atrás había sido una de las casas de juego preferidas del rey Faruk. Y allí se quedaba, contemplando la imagen de Mimí en la marquesina sin atreverse a entrar.

¿Por qué no lo hacía? Tenía dinero y edad suficiente, pues acababa de cumplir veinticinco años dos días antes. La familia había organizado una gran fiesta en su honor y le habían hecho muchos regalos. Pero no le habían dado mucho dinero y eso era lo que más falta le hacía. Mimí no mostraría el menor interés por un funcionario del Estado sin un céntimo en el bolsillo.

Mientras contemplaba absorto la cascada de rubios bucles, pensando que aún no había recibido la postal de felicitación que su madre le enviaba cada año por su cumpleaños desde cualquier lugar del mundo donde estuviera, no se dio cuenta de que un hombre se había situado a su lado. De pronto, oyó una voz que le decía en un susurro:

—Decadencia imperialista occidental.

Volvió la cabeza para ver a quién se dirigía el comentario.

Experimentó un sobresalto al ver a Hussein, el que le había vigilado en el café de Feyruz, su antiguo y temible compañero de los Hermanos Musulmanes. Al darse cuenta de que era la segunda vez en cuatro semanas que tropezaba con Hussein, pues casi había chocado con él en la acera la semana anterior al salir del edificio oficial donde trabajaba, se preguntó si tales encuentros habrían sido pura coincidencia.

—¿Cómo dices? —preguntó, simultáneamente consciente de dos sensaciones: del cálido y arenoso aliento del jamsin y de los oscuros y siniestros ojos de Hussein.

—Estuviste una vez con nosotros, hermano —dijo Hussein—. Te recuerdo de nuestras reuniones. Pero después desapareciste.

—Mi padre…

Muhammad tuvo miedo de repente y se preguntó por qué. Hussein sonrió sin la menor cordialidad.

—¿Sigues creyendo, amigo mío?

—¿Creyendo?

Hussein le señaló la imagen de Mimí.

—Esta basura está socavando los valores de Egipto y destruyendo nuestra fe islámica fundamental.

Muhammad contempló el cartel y después miró a Hussein.

Desde el interior de la sala de fiestas se escapaban los acordes de la orquesta. Su amada Mimí estaba a punto de salir al escenario para bailar ante todos aquellos desconocidos. La deseaba y detestaba a la vez. Empezó a sudar.

Hussein se le acercó un poco más y le dijo casi con un gruñido:

—¿Cómo puede un hombre concentrar sus pensamientos en Alá, cómo puede mantenerse fiel a su esposa y a su familia cuando Satanás arroja tales tentaciones en su camino? Estas salas de fiestas están subvencionadas con los dólares occidentales y forman parte de una conspiración para privar a Egipto de su orgullo, su honor y su honradez.

Muhammad contempló la imagen de Mimí, clavó los ojos en la turgencia de su busto y en sus caderas y se percató de pronto de que su sonrisa era en cierto modo burlona.

El cálido jamsin pareció traspasarle la piel con miles de alfileres. El sudor le bajaba por las mejillas, por el interior del cuello de la camisa y entre los omoplatos. Un fuego le ardía en las entrañas.

—Tenemos que limpiar Egipto de esta pestilencia —murmuró Hussein—. Y regresar a los caminos de Alá y a la rectitud. Tenemos que usar todos los medios a nuestro alcance.

Muhammad le miró atemorizado. Después, dio media vuelta y huyó corriendo.

Nefissa se alegraba de haberse torcido el tobillo y de no haber podido acompañar a la familia a Suez, pues su accidente había obligado a Muhammad a quedarse con ella y a renunciar a su viaje a La Meca con Amira. Estaba furiosa con su hermano y su hijo por el hecho de que éstos hubieran sugerido aquella posibilidad que sólo hubiera servido para que Amira tuviera una nueva ocasión de reforzar su dominio sobre Muhammad, tal como dominaba a todos los demás miembros de la familia. Pero ella lo tenía muy claro: el chico era suyo.

Y había forjado para él unos planes en los que nadie, ni siquiera Omar o Ibrahim, y tanto menos Amira, iban a meter las narices. Puede que la felicidad se le hubiera escapado en los últimos años, pero aún podría recuperarla cuando su nieto se casara con la chica que ella ya le había elegido y se fueran a vivir los tres al nuevo apartamento que ella había adquirido en secreto.

Precisamente estaba mirando el reloj y preguntándose dónde estaría Muhammad y adónde iría todas las noches, cuando oyó que se abría y cerraba la puerta de entrada. Muhammad entró en el salón donde ella se encontraba recostada en un sofá, con el pie lastimado sobre un almohadón. El joven la besó rápidamente y apartó el rostro, pero no sin que antes ella observara su intensa palidez y la trastornada expresión de sus ojos.

—¿Cómo estás esta noche, nieto de mi corazón? —le preguntó, súbitamente preocupada.

Muhammad permaneció de espaldas a ella mientras examinaba la correspondencia que había recogido en el buzón del vestíbulo de abajo.

—Estoy bien, abuela…

De pronto, el joven interrumpió la frase y Nefissa vio que contraía los hombros.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—Mi postal de felicitación de cumpleaños —contestó Muhammad con la voz entrecortada por la emoción—. Ha llegado.

Muhammad se sentó en el diván y contempló largo rato el sobre antes de abrirlo. En otros tiempos, Nefissa había conseguido ocultarle a Camelia las cartas de Yasmina, pero ni siquiera había intentado ocultarle las postales a su nieto. Muhammad las esperaba con ansia cada año y ella sabía incluso en qué cajón las guardaba. Sabía que, si le hubiera prohibido guardarlas, él hubiera convertido a su madre en una mártir y la hubiera colocado en un pedestal. La fruta que está al alcance de la mano, pensó Nefissa, es menos tentadora que la prohibida.

Al ver que Muhammad fruncía súbitamente el ceño, le preguntó:

—¿Qué ocurre, cariño?

Muhammad se acercó a ella.

—No lo entiendo, abuela. Fíjate, el sobre lleva franqueo egipcio.

—Entonces no lo envía ella.

—¡Pero la caligrafía es la suya! —Muhammad rasgó el sobre y leyó la consabida frase: «Siempre en mi corazón, Tu madre». Después, examinó más detenidamente el sobre y, al ver el matasellos, exclamó—: Bismillah! ¡Está en Egipto!

—¡Cómo! —Nefissa le quitó el sobre de las manos y lo examinó bajo la luz de la lámpara. Al ver el matasellos, de al-Tafla, RAE, se quedó súbitamente helada—. En el nombre de Alá —musitó—. ¿Yasmina en Egipto? ¿Dónde está al-Tafla?

Muhammad sacó rápidamente el pequeño atlas que había en la librería entre un diccionario y una colección de obras de poesía de lbn Hamdis, y pasó rápidamente las páginas con trémulas manos. Era importante encontrar el lugar exacto, tenía que saber con toda precisión dónde estaba al-Tafla. El libro se le cayó de las manos, se agachó para recogerlo y, al final, llegó a la página en la que el verde valle del Nilo dividía dos amarillos desiertos. Deslizó el dedo hacia abajo siguiendo el curso del río, volvió ha deslizado hacia arriba y otra vez hacia abajo y, al final, exclamó:

Y’Allah! ¡Aquí está! Al sur de Luxor y antes de…

Después arrojó el atlas al otro lado de la estancia y éste fue a dar contra el televisor, cayendo al suelo mientras las páginas sueltas se escapaban volando.

Nefissa trató de incorporarse, se agarró al respaldo de una silla y se levantó, haciendo una mueca de dolor.

—Nieto de mi corazón —dijo—. Por favor…

—¿Cómo es posible que esté aquí y no haya venido a verme? —dijo Muhammad—. ¿Qué clase de madre es ésa? ¡Oh, abuela, estoy desolado!

Al ver cómo lloraba Muhammad y cómo su delgado cuerpo se estremecía al ritmo de los convulsos sollozos, Nefissa se alarmó y experimentó un repentino temor. ¡Yasmina en Egipto! ¿Y si reclamara a su hijo? Legalmente, Yasmina no podía hacerlo. Pero Muhammad ya era un hombre y una dulce palabra de su madre hubiera podido ser suficiente para que ella lo perdiera para siempre.

—Escúchame, cariño —dijo, alargando la mano hacia su brazo—. Ayúdame a sentarme. Verás, tengo que decirte una cosa. Ha llegado el momento de que sepas la verdad sobre tu madre.

Muhammad se pasó una mano bajo la nariz mientras ayudaba a su abuela a sentarse en el costoso sillón de brocado especialmente reservado para ella. Desde aquel trono, Nefissa daba órdenes a Nala y las criadas y mimaba a Omar, Muhammad y las niñas. Lanzando un profundo suspiro para serenarse, Nefissa añadió:

—No va a ser fácil para mí, nieto de mi corazón. La familia lleva muchos años sin mencionar a tu madre, desde que ella se fue. Siéntate, por favor.

Pero Muhammad no podía sentarse. El jamsin azotaba las ventanas cual si unos perversos yinns estuvieran haciendo travesuras y en el apartamento hacía un calor insoportable. El joven permaneció de pie en el centro de la estancia, sobre la alfombra que su abuela había adquirido tiempo atrás en una subasta por haber pertenecido a su amiga la princesa Faiza.

—Dime, abuela, ¿qué le ocurrió a mi madre? —preguntó sin poder disimular la tensión de su voz.

Nefissa enderezó la espalda.

—Pobre muchacho mío, tu madre fue sorprendida en adulterio con el mejor amigo de tu tío Ibrahim. —Mientras pronunciaba aquellas palabras, Nefissa se avergonzó del placer que sentía—. Ella estaba casada por aquel entonces con tu padre.

—No… no te creo —dijo Muhammad con lágrimas en los ojos.

—Pregúntaselo a tu tío cuando regrese de Suez. Ibrahim te dirá la verdad. Aunque fuera su hija, su desvergüenza nos deshonró.

—¡No! —gritó Muhammad—. ¡No puedes decir eso de mi madre!

—Me duele decírtelo porque deshonró a nuestra familia. Por eso nadie habla de ella. Ibrahim expulsó a tu madre la víspera de la guerra de los Seis Días, un día negro para Egipto y para todos nosotros.

Nefissa apretó fuertemente los labios. No quería contarle a Muhammad todo lo demás, cómo Yasmina había suplicado clemencia y había pedido que le permitieran quedarse con su hijo y cómo Omar se lo había llevado aquella misma noche sin que jamás su madre hubiera podido volver a verlo.

De pie sobre la alfombra de la princesa Faiza, Muhammad se estremeció violentamente mientras el sudor le bajaba profusamente por las mejillas. De pronto, abandonó la estancia y Nefissa le oyó vomitar en el cuarto de baño.

Salió tambaleándose y con el rostro intensamente pálido. Nefissa extendió los brazos como para retenerle, pero él salió del apartamento y bajó a la calle, empujando a la gente a su paso. Se dirigió al café de Feyruz confiando en encontrar a sus amigos… confiando en que Salah y Habib le hicieran reír y disiparan su pesadilla con sus chistes y sus bromas. Pero no estaban. Encontró en su lugar a Hussein, con sus siniestros ojos y sus siniestras ideas. Se sentó a su lado, sosteniéndose la cabeza con las manos mientras Hussein le hablaba de la necesidad de librar a Egipto de los impíos. Mientras escuchaba, el joven Muhammad vio unas negras nubes acercándose a él cual si fueran una malsana niebla o las fauces de un perverso yinn dispuesto a devorarle.

—Sí —dijo, asintiendo a las palabras de Hussein mientras se juraba a sí mismo en silencio: «Iré a al-Tafla y la castigaré tal como la hubieran tenido que castigar hace veinte años».