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—Por las barbas del Profeta, un hombre necesita una mujer —dijo Hadj Tayeb mientras Declan Connor lo examinaba. Tayeb, un anciano fellah tocado con un casquete blanco adornado con abalorios y vestido con un blanco caftán que le cubría el huesudo cuerpo, se había ganado el título honorífico de hadj, peregrino, tras haber ido a La Meca—. No es bueno guardarse dentro la esencia —añadió con su vieja voz cascada—. Un hombre tiene que desahogarse cada noche.

—¡Cada noche! —exclamó Jalid, el cual, en su calidad de miembro del equipo móvil sanitario, tenía el privilegio de sentarse en una silla al lado del doctor. Los demás hombres ocupaban unas sillas y unos bancos delante del café de la plaza de la aldea—. Por mis tres dioses —añadió el corpulento fellah de al-Tafla—. ¿Cómo puede un hombre hacerlo cada noche?

—Yo lo hacía —contestó devotamente Hadj Tayeb.

—¡Claro, y por eso te cargaste a tus cuatro esposas! —le gritó Abu Hosni desde el interior del café mientras los demás se reían a carcajadas.

—De veras, saíd —añadió Hadj Tayeb—, se tendría usted que casar con la doctora.

Mientras todos los hombres se mostraban de acuerdo y hacían picantes comentarios sobre la noche de bodas, Declan Connor miró a Jasmine, a quien, al otro lado de la plaza de la aldea, las jóvenes madres fellahin estaban entregando sus hijos cual si fueran ofrendas. Y pensó que últimamente había estado soñando mucho… con hacerle el amor a la doctora.

En aquel dorado y azul mediodía lleno de moscas y calor, las fellahin estaban preparando la plaza para los festejos que aquella noche se iban a celebrar en conmemoración de la natividad del Profeta y en cuyo transcurso se contarían chistes, se bailaría el beledi y la danza de los bastones, habría espectáculos de marionetas y más cantidad de comida de la que todos los aldeanos hubieran comido en un mes. Los festejos comenzarían tras la plegaria del ocaso. Las jóvenes subirían a las azoteas para ver sin ser vistas, en tanto que los hombres, los niños y las ancianas ocuparían la plaza para compartir un opíparo festín con sus invitados de honor de la unidad móvil sanitaria de la Fundación Treverton.

La plaza era el corazón de aquella pequeña aldea sin nombre del Alto Nilo y de ella irradiaban las angostas y tortuosas callejuelas cual si fueran los radios de una rueda. Allí, en el centro de la vida de los campesinos, se encontraban los pilares de todas las aldeas egipcias: el pozo, dominio exclusivo de las mujeres; el café, que pertenecía a los hombres; la pequeña mezquita encalada; la carnicería, donde los corderos se seguían degollando de conformidad con las disposiciones del Corán; y la panadería, a la cual los aldeanos llevaban cada mañana sus masas de harina con unas marcas de identificación grabadas para que las cocieran en los hornos, acudiendo a recogerlas al término de la jornada. Los granjeros permanecían sentados junto a los muros vigilando las naranjas y los tomates, pepinos y lechugas que tenían a la venta mientras que los vendedores ambulantes ofrecían sandalias de plástico, libros de humor, casquetes adornados con abalorios y pulcros montones de especias… azafrán, cilantro, albahaca y pimienta, que vendían a un penique en cucuruchos de papel. La ruidosa plaza estaba constantemente animada por la presencia de cabras, borricos y perros, de niños que correteaban incesantemente y de aldeanos que se apiñaban con curiosidad alrededor de las dos clínicas al aire libre en las que los dos médicos extranjeros Declan Connor y Jasmine atendían por separado a sus pacientes.

—Tienes tracoma, Hadj Tayeb —le dijo Declan al anciano peregrino, que permanecía sentado en una desvencijada silla delante de un muro de adobe que ostentaba un anuncio de Pepsi Cola y unas complicadas caligrafías de «Alá»—. Se puede curar, pero tendrás que usar la medicina tal como yo te diga.

Abu Hosni, el propietario del café, un cuchitril encajado entre la panadería de la aldea y el zapatero remendón, gritó jovialmente:

—Por el Profeta, señoría, Hadj Tayeb tiene razón. ¿Por qué no se casa con la doctora?

—No tengo tiempo para una esposa —contestó Declan abriendo su maletín—. Estoy aquí para trabajar, lo mismo que la doctora Van Kerk.

—Con el debido respeto y honor, saíd —dijo Hadj Tayeb—, ¿cuántos hijos tiene?

Declan aplicó unas gotas de tetraciclina a los ojos del anciano y, después, tras haberle entregado el frasco diciéndole que se echara gotas durante tres semanas, contestó:

—Tengo un hijo que estudia en la universidad.

—¿Sólo uno? ¡Por mis tres dioses, saíd! ¡Un hombre necesita tener muchos hijos!

Declan le hizo señas al siguiente paciente, un joven fellah que, al levantarse la galabeya, dejó al descubierto una herida espectacularmente infectada. Mientras Declan la examinaba, Abu Hosni le preguntó a gritos desde el interior del café:

—Dígame, saíd, ¿por qué se habla tanto del control de la natalidad? No lo entiendo.

—En el mundo cada vez hay más gente, Abu Hosni —le contestó Declan al dueño del café, el cual salió a la puerta con un sucio delantal por encima de su galabeya—. Es necesario que la gente empiece a reducir el tamaño de sus familias. —Al ver que el hombre le miraba perplejo, añadió—: Tú y tu mujer tenéis cinco hijos, ¿no es cierto?

—Así es, loado sea Alá.

—Y cinco nietos, ¿verdad?

—Hemos sido favorecidos con esta gracia.

—Eso son doce personas donde inicialmente había sólo dos. Si cada dos personas produjeran diez nuevas personas, ¿te imaginas lo abarrotado que estaría el mundo?

El dueño del café extendió el brazo en dirección al desierto.

—¡Hay espacio de sobra, saíd!

—Pero tu país no puede alimentar tan siquiera a las personas que ahora viven en él. ¿Qué ocurrirá con tus nietos? ¿Cómo vivirán en un mundo lleno de gente?

Ma’alesh, saíd. No hay que preocuparse. Alá proveerá.

Hadj Tayeb, dando una chupada a su narguile, comentó en tono despectivo:

—La enfermera del distrito viene a dar clase a nuestras niñas. Darles instrucción a las niñas es muy peligroso.

—Si educas a un hombre, Hadj Tayeb —dijo Declan Connor—, educas a una persona. En cambio, si educas a una mujer, educas a una familia.

Tras decir esto, siguió examinando la herida del fellah, trató de contener su impaciencia mientras pensaba que faltaban sólo cinco semanas para su partida y procuró ignorar las risas femeninas que habían estallado súbitamente junto al pozo alrededor del cual se habían congregado las mujeres.

No podía quitarse a Jasmine de la cabeza.

Ambos se habían pasado las seis semanas anteriores recorriendo las aldeas en un intento de vacunar a los niños. La tarea no era nada fácil: el equipo, formado por Connor y Jasmine, Nasr y Jalid, llegaba a una aldea, se instalaba en la plaza y, con la ayuda de una enfermera o un médico del distrito, administraba vacunas antituberculosas e inyecciones de DPT-polio a los niños de entre tres y ocho meses e inyecciones de refuerzo de DPT-polio en combinación con vacunas contra la fiebre amarilla y el sarampión a los niños de entre nueve y catorce meses de edad. A las mujeres embarazadas se les administraba la vacuna antitetánica debido al alto riesgo de infección que entrañaba el corte del cordón umbilical.

Era un trabajo que exigía mucho esfuerzo, pues había que convencer a los maridos de que permitieran a las mujeres salir de sus casas, resultaba muy difícil mantener las fichas al día y había que convencer a las madres de que las niñas también merecían ser vacunadas. Al terminar, el nubio Nasr y la enfermera del distrito guardaban las jeringas y cargaban los Toyota mientras Declan y Jasmine montaban sus consultorios separados en la plaza, uno para las mujeres junto al pozo y otro para los hombres en el café.

—Esta herida es muy grave —le dijo Declan con la cara muy seria al campesino, procurando concentrarse en la tarea que tenía entre manos y no en Jasmine—. Tienes que ir al hospital del distrito para que te la limpien. De lo contrario, podrías morir.

—La muerte nos llega a todos —afirmó Hadj Tayeb—. Está escrito: «Dondequiera que te encuentres, la muerte se te llevará, aunque te halles en un castillo fortificado. Nada de lo que hagas prolongará tu vida tan siquiera un minuto».

—Muy cierto, Hadj Tayeb —dijo Declan—. Pero, aun así, un hombre que un día estaba interrogando al Profeta acerca del destino, le preguntó a éste si debería atar su camello antes de entrar a orar en la mezquita o si debería simplemente confiar en que Alá se lo guardara. Y entonces el Profeta le contestó: «Ata tu camello y confía en Alá».

Los otros se rieron mientras Hadj Tayeb murmuraba por lo bajo y daba una chupada a su narguile.

—Te lo digo en serio, Mohssein —añadió Declan, dirigiéndose al joven fellah—. Tienes que ir al hospital.

El joven le aseguró que le había pagado tres piastras al jeque de la aldea para que le escribiera un conjuro mágico en un trozo de papel que llevaba pegado al pecho.

—Te han tomado el pelo, Mohssein —le dijo Declan—. Este trozo de papel no te va a curar la herida. Esta forma de pensar está muy atrasada, ¿no lo comprendes? Ahora estamos en el siglo XX y tienes que ir al hospital para que te limpien debidamente esta herida; de lo contrario, el veneno se extenderá por todo el cuerpo.

Mientras Declan aplicaba un antibiótico y vendaba la herida, Jalid empezó a contar un chiste sobre tres fellahin que fueron a visitar a una prostituta. Pero Declan ya llevaba seis semanas oyendo el mismo chiste y, por consiguiente, se concentró en el examen del siguiente paciente mientras miraba por el rabillo del ojo a Jasmine de pie junto al pozo en compañía de las mujeres. Éstas le estaban enseñando a atarse el pañuelo a la cabeza según el nuevo estilo de turbante que se había puesto de moda.

Sin embargo, Declan sabía que, por más que las jóvenes, esposas y las ancianas suegras se rieran y bromearan y halagaran a la doctora, aquello era algo más que un simple ejercicio de moda.

La experiencia que Connor había adquirido en el Alto Nilo le había enseñado que las mujeres eran las únicas que sufrían y se preocupaban por las cosas. Mientras los hombres se pasaban horas y horas en el café, disfrutando de los dos dones más preciados que Alá había otorgado a Egipto, es decir, el ocio y la infinita luz del sol, y asegurando que lo único que necesitaba un hombre para gozar del Paraíso aquí en la tierra eran una esposa con un buen trasero y multitud de hijos que pudieran trabajar en los campos, las mujeres habían asumido la tarea de preparar el futuro.

Y eso era lo que precisamente estaban haciendo mientras Declan las observaba alrededor de Jasmine vestidas con sus holgadas faldas de volantes al estilo campesino, cumpliendo un ritual tan antiguo como el tiempo. Con un caftán de color pastel, Jasmine, cuya estatura rebasaba la de todas las fellahin que la rodeaban, parecía casi una sacerdotisa a quien las mujeres se acercaban tímidamente por pura curiosidad, mostrándose extremadamente corteses y deferentes con ella, murmurando y conspirando cual si fueran unas siervas, guardianas de arcanos misterios. ¿Qué secretas peticiones le estarían formulando en voz baja?, se preguntó Declan. Quizá le estaban haciendo preguntas sobre la fecundidad, la concepción, los anticonceptivos, los métodos para abortar, los brebajes de vida o muerte. Cualquier cosa que fuera, allí, junto al humilde pozo de la aldea, se estaba fraguando el futuro de la raza mientras los hombres calentaban las sillas del café, contaban chistes y decían:

—¿Por qué te preocupas? Si ves que te falla la cosecha, ma’alesh, no importa. Siempre hay un bokra, un mañana. Si Alá quiere, inshallah.

Declan miró de nuevo a Jasmine mientras, con la ayuda de sus sonrientes compañeras, intentaba envolverse una vez más el turbante alrededor de su rubio cabello, extendiendo un triángulo de seda de color albaricoque sobre su cabeza, tomando los dos extremos, atándolos arriba y remetiéndolos después en la nuca. Cuando levantó los brazos, Declan distinguió el perfil de su cuerpo bajo el caftán, las finas caderas y el firme busto. Un estremecimiento de deseo sexual le recorrió de arriba abajo como una flecha y le hizo recordar las muchas noches que ambos habían pasado juntos en su despacho trabajando en la traducción. Habían transcurrido quince años y entonces Jasmine era todavía una joven muy ingenua, a pesar de sus conocimientos y de haber recorrido medio mundo, mientras que él era todavía un idealista y aún creía en la posibilidad de salvar el mundo.

Recordó ahora la primera vez que la había visto, cuando ella entró en su despacho un lluvioso día de marzo. Su apariencia física le llamó inmediatamente la atención y le pareció exótica antes incluso de que ella le dijera que era egipcia. Había en ella una cierta timidez no exenta de firmeza. Bajo la tímida fachada propia de casi todas las mujeres árabes en la flor de la edad, Connor había descubierto una insólita determinación. En los días sucesivos, mientras ambos revisaban el manual sanitario y lo adaptaban al mundo árabe, trabajando codo con codo en el despacho, riéndose o compartiendo momentos de seriedad, ya entonces Connor había intuido en Jasmine una fractura, como si dos almas pugnaran por habitar en un mismo cuerpo. Hablaba libremente de Egipto e incluso a veces de su propio pasado, pero, cuando él intentaba plantear el tema de la familia, Jasmine guardaba silencio. En sus ojos brillaba el amor hacia Egipto y su cultura, lo cual se puso especialmente de manifiesto cuando escribió el capítulo especial dedicado a las tradiciones locales, y, sin embargo, parecía renegar de sus propias relaciones con aquel país y sus gentes. Era casi como si no supiera qué lugar le correspondía, lo cual le hacía recordar a veces a Declan el libro que algunos estudiantes de la universidad estaban leyendo en aquellos momentos, Forastero en tierra extraña. Eso es ella, se decía.

De este modo, cuando finalizó el proyecto y el manuscrito se envió a Londres, Declan se dio cuenta de que no sabía gran cosa acerca de aquella joven de la cual, para su gran asombro, se había enamorado. En los años siguientes y a través de la esporádica correspondencia que ambos habían mantenido, apenas había averiguado nada más. Las cartas de Jasmine estaban llenas de noticias sobre la facultad de Medicina, su trabajo como interna y, finalmente, su empleo en una clínica; de ahí que, al llegar a al-Tafla, Jasmine siguiera siendo todavía un gran misterio para él.

Sin embargo, en las seis semanas que llevaban trabajando juntos, había ocurrido algo muy curioso.

El equipo se había desplazado con la unidad móvil sanitaria a las aldeas situadas entre Luxor y Asuán donde las fellahin, que eran iguales en todas partes, inmediatamente le preguntaron a Jasmine, tal como le preguntaban a cualquier mujer desconocida que llegara a la aldea: ¿Estás casada, tienes hijos, tienes varones?, detalles todos ellos necesarios para poder establecer la jerarquía y el protocolo; en cuanto la persona sabía qué lugar ocupaba, se tranquilizaba. Al principio, Jasmine no había sido muy pródiga en informaciones y se había mostrado casi reacia a enseñar las fotografías de su hijo y hablar de sus dos maridos…, el que le pegaba y el que la había abandonado tras sufrir ella un aborto. Sólo se había referido de pasada a la gran casa de El Cairo donde se había criado, a las escuelas a las que había asistido y a los personajes famosos que su padre conocía.

Pero eso fue sólo al principio. Pasadas dos semanas, Connor observó una curiosa y sutil apertura, algo así como una casa en la que alguien desde dentro empezara a abrir las ventanas una a una hasta lograr que el aire y la luz del sol penetraran en ella a raudales. Ahora Jasmine mencionaba nombres, hablaba voluntariamente de su abuela Amira, de su tía Dahiba y de su prima Doreya. Su risa era también más fácil y espontánea a medida que pasaban los días. Declan se dio cuenta incluso de que había empezado a coquetear… con el viejo Jalid, con las hurañas mujeres y con los niños.

Se está volviendo nuevamente egipcia, pensó Declan, sacando una jeringa ante la horrorizada expresión de su paciente. Es como una mujer que hubiera regresado a casa. Que él supiera, Jasmine no había telefoneado ni escrito a su familia de El Cairo y no tenía previsto visitarla. Teniendo en cuenta la determinación que había observado en ella quince años atrás y su desesperación ante la posibilidad de que la devolvieran a Egipto y viendo ahora la nueva vitalidad de que estaba haciendo gala en aquellas aldeas, Declan se preguntó qué razón la impulsaba a entregarse tan a fondo a ayudar a aquellas gentes y a volver la espalda a las personas con las cuales estaba emparentada.

Mientras se remetía los extremos del pañuelo color albaricoque bajo el turbante, Jasmine miró al doctor Connor sentado frente al café en compañía de los hombres y le vio apartar rápidamente la vista.

Connor la desconcertaba. A pesar de seguir pareciendo el mismo hombre que había tomado el micrófono y se había encaramado a la capota de la furgoneta para exigir casi a gritos el establecimiento de una nueva conciencia social y a pesar de que su sonrisa era la misma que le había llegado hasta lo más hondo del corazón quince años atrás, ella sabía que por dentro había cambiado. Casi parecía un desconocido. ¿Qué ha ocurrido para que haya cambiado tanto?, hubiera querido preguntarle Jasmine. ¿Por qué se empeña en decir que ya todo le da igual? ¿Por qué dice que sus esfuerzos aquí en Egipto son inútiles? Cuando a veces le veía sentado solo al anochecer, fumando un cigarrillo tras otro y escudriñando el humo con los ojos entornados como si buscara alguna respuesta, hubiera querido decirle: «Por favor, no se vaya. Quédese aquí». Faltaban apenas cinco semanas para que lo perdiera.

No era sólo el amor que sentía por él lo que la inducía a querer ayudarle…, aquel amor nacido una lluviosa tarde en que ella tomó el fatídico atajo a través de Lathrop Hall para dirigirse al despacho del decano. Declan Connor era la razón de su regreso a Egipto. Y sólo por eso le estaría eternamente agradecida.

Porque, paulatinamente, se había obrado un milagro.

—Dime, sayyida doctora —le dijo Um Tewfik, la «Madre de Tewfik», dando el pecho a su hijo—. ¿De veras da resultado la medicina moderna?

Mientras aplicaba el estetoscopio al tórax de una anciana que se quejaba de fiebre y debilidad, Jasmine contestó:

—La medicina moderna da resultado, Um Tewfik, pero depende del paciente. Por ejemplo, un día me vino a ver un fellah llamado Ahmed que tosía de mala manera. Le di un frasco de medicina y le dije que tomara una cucharada sopera al día. Él me contestó:

»—Sí, sayyida.

»Y se fue. Cuando volvió a la semana siguiente, la tos había empeorado.

»—¿Tomaste la medicina, Ahmed? —le pregunté.

»—No, sayyida —me replicó.

»—¿Y por qué no? —pregunté.

»—Pues porque no pude introducir la cuchara en el frasco.

Las mujeres se echaron a reír, comentando que todos los hombres eran unos inútiles y Jasmine se rió con ellas de su propio chiste. No recordaba haberse sentido jamás tan feliz y tan rebosante de vida. Ése era el milagro.

Mientras examinaba el extraño salpullido que tenía la paciente en el brazo, Jasmine recordó sus primeros tiempos en Inglaterra más de veinte años atrás, cuando acudió a reclamar su herencia y conoció a su única parienta Westfall, la anciana hermana del conde, lady Penélope. Jasmine había sido recibida cordialmente por la mujer en su casa y, mientras ambas tomaban el té, la anciana lady Penélope le dijo:

—Tu madre heredó la afición por todo lo del Oriente Próximo de su propia madre y abuela tuya, lady Frances. Frances y yo éramos inmejorables amigas y creo recordar que me llevó a ver la película El caíd por lo menos cien veces. ¡Pobrecita, casada con mi aburrido hermano, eminentemente práctico y sin la menor tendencia al romanticismo! Frances se suicidó, ¿sabes?

Jasmine no lo sabía y la noticia constituyó un duro golpe para ella. Su madre jamás le había comentado cómo había muerto la abuela Westfall ni que ésta, en palabras de tía Penélope, «había introducido un día la cabeza en el horno y había abierto la espita del gas». Aquel nuevo conocimiento la indujo a pensar en cosas que antes no había tomado en consideración: en la presunta muerte accidental de su tío Edward mientras limpiaba un arma de fuego y en la muerte de Alice en un accidente de tráfico. ¿Serían ciertas las historias o acaso le habían ocultado la verdad? ¿Existía efectivamente en la familia una tendencia a la depresión y el suicidio?

Aunque ella jamás había mostrado la menor inclinación a quitarse la vida, durante los primeros meses que siguieron a su salida de Egipto, se sumió en una oscura y profunda depresión que la llenó de espanto. En cambio, cuando tomó la decisión de regresar a Egipto para trabajar con el doctor Connor y se preparó para afrontar la rabia, el dolor y todas las emociones que había reprimido desde que Ibrahim la declarara muerta, resultó que, para su gran sorpresa, no ocurrió nada. En su lugar, experimentó un milagroso resurgimiento y, junto con éste, recuperó la felicidad y la alegría de antaño, como si aquellas emociones también hubieran estado reprimidas, aunque no borradas. El sólo hecho de volver a hablar el árabe de Egipto, tan dulce para ella como la miel, y de saborear una vez más las especialidades culinarias de su infancia, de oír las características carcajadas de los egipcios que sabían burlarse de sí mismos y nunca se tomaban la vida en serio, de sentarse a la orilla del Nilo y contemplar sus pintorescos cambios desde el amanecer hasta el ocaso y de tocar con sus manos la fértil tierra, de sentir sobre sus hombros el calor del sol y volver a vivir el antiguo ritmo del valle del Nilo… todo aquello la había despertado y hecho revivir, no sólo desde el punto de vista físico sino también espiritual.

Pero, por una curiosa ironía, su resurrección había coincidido con la muerte de algo en el interior de Declan Connor.

—¿Haces sangre con la orina, Umma? —le preguntó respetuosamente a la anciana enteramente cubierta por un velo negro—. ¿Te duele el vientre?

Al ver que la anciana asentía a ambas preguntas, Jasmine dijo:

—Tienes una enfermedad de la sangre provocada por el agua estancada. —Le hubiera querido administrar inmediatamente una inyección, pero el equipo sanitario había tropezado en los últimos días con un número tan elevado de casos de bilharziasis que se le habían agotado todas las existencias de praziquantel—. Tendrás que ir a ver al médico del distrito, Umma —añadió, escribiendo una nota de instrucciones en un trozo de papel—. Esta medicina te eliminará la enfermedad de la sangre, pero tienes que evitar caminar sobre el agua estancada a partir de ahora porque, en tal caso, te volverías a infectar.

La anciana contempló un instante el trozo de papel y después se retiró en silencio. Jasmine sospechaba que no visitaría al médico y que herviría el papel con el té a modo de brebaje mágico.

—¡Por el corazón de la bienaventurada Ayesha, sayyida! —exclamó Um Tewfik, apartándose el niño del pecho y volviendo a cubrirse—. ¿No podrías darme algún elixir para tener hijos? Mi hermana lleva tres meses casada y, hasta ahora, no ha quedado embarazada. Tiene miedo de que su marido se canse de ella y se busque otra esposa.

Las demás sacudieron comprensivamente la cabeza. Con un poco de suerte, una mujer quedaba embarazada al primer mes.

—Tu hermana tendrá que ir a ver a un médico para que la examine y descubra la causa del problema —contestó Jasmine.

Um Tewfik sacudió la cabeza.

—Mi hermana ya sabe cuál es el problema. Me contó que, tres días después de su boda, dos cuervos volaron por encima de su cabeza mientras atravesaba un campo. Después, los cuervos se posaron en una acacia y la miraron fijamente. En aquel momento, ella sintió que un yinn le penetraba en el cuerpo. Está claro, sayyida, que ésa es la causa de su esterilidad.

Al ver la firmeza con la cual la mujer apretaba las mandíbulas, Jasmine le dijo a Um Tewfik:

—Puede que tu hermana tenga razón. Dile que tome dos plumas negras y se las ponga aquí debajo del vestido —añadió, señalándose el propio vientre—. Tendrá que llevar las plumas siete días y recitar siete veces cada día la primera sura del Corán. Después, deberá guardar las plumas durante siete días y, transcurrido este periodo, volver a ponérselas. Si lo hace durante varias semanas, el yinn será expulsado.

No era la primera vez que Jasmine utilizaba la magia en sus recetas. Cada dorado amanecer y cada ocaso escarlata sentía que Egipto la llamaba… el antiguo y místico Egipto que Amira le había enseñado muchos años atrás. Por consiguiente, cuando ahora escuchaba el rumor del viento, oía en él los aullidos de los yinns y cuando ayudaba a algún niño a venir al mundo, recitaba antiguas fórmulas mágicas para alejar el mal de ojo. Conocía el poder de los milenarios misterios, había visto cómo la magia curaba lo que no podían curar los antibióticos y había comprobado que el poder de la superstición triunfaba allí donde la medicina fracasaba.

—¡Fíjate en cómo te mira el saíd, doctora! —exclamó Um Jamal. Las mujeres miraron tímidamente por el rabillo del ojo a Declan, de pie al otro lado de la plaza—. ¡Por Alá, que me repudie mi marido si este hombre no está enamorado de ti!

Las risas de las mujeres se escaparon flotando desde la plaza cual alas de pájaros en pleno vuelo. Las jóvenes esposas disfrutaban de aquella insólita ocasión de conversar y alternar con sus congéneres, sabiendo que pronto tendrían que regresar a sus casas de adobe y permanecer encerradas en ellas como prisioneras.

—Esta noche, en la fiesta del Profeta —dijo Um Jamal—, haré un conjuro amoroso para el saíd y para ti, doctora.

—No servirá de nada —dijo Jasmine—. El doctor Connor se irá muy pronto de aquí.

—Pues, entonces, tienes que conseguir que se quede, sayyida. Es tu deber. Los hombres creen que pueden ir y venir a su antojo, pero lo hacen porque nosotras queremos, aunque ellos no lo sepan.

Las mujeres más jóvenes, que estaban empezando a comprender cuál era su verdadero poder oculto, se rieron por lo bajo.

—La doctora tiene que casarse con el saíd y darle hijos —dijo Um Tewfik.

Las más ancianas se mostraron de acuerdo, asintiendo con las cabezas cubiertas por los negros velos.

—Oh, ya soy demasiado mayor para tener hijos, Umma —contestó Jasmine, recogiendo el estetoscopio y guardándolo en su maletín—. Estoy a punto de cumplir cuarenta y dos años.

Um Jamal, una mujer de impresionante presencia que tenía nada menos que veintidós nietos, le dijo a Jasmine, mirándola con picardía:

—Pues claro que puedes tener hijos, sayyida. Yo tuve uno a los cincuenta. ¡Que me repudie mi marido si no le he dado diecinueve hijos vivos! —exclamó, lanzando un suspiro de satisfacción—. ¡Jamás ha mirado a ninguna otra mujer!

Jasmine se rió, pero recordó que a veces, cuando depositaban a un niño en sus brazos o cuando veía la estrecha unión que reinaba entre madres e hijas, experimentaba el dolor de la pérdida de sus dos hijos. Aunque lo aceptaba como voluntad de Alá, a veces se preguntaba qué tal sería tener una hijita propia. Pensó en el pobre ángel nacido en vísperas de la guerra de los Seis Días. Ahora hubiera tenido veintidós años. A ella no le hubiera importado que su padre fuera Hassan al-Sabir. Su amor hubiera sido tan profundo como el que aquellas campesinas sentían por los frutos de sus entrañas.

Y cada día pensaba en su hijo: ¿pensaría Muhammad en ella, la mencionaría alguna vez o preguntaría por ella? ¿La imaginaría viva o acaso sería para él como la tía Fátima, la mujer cuyas fotografías habían sido eliminadas del álbum familiar y a la que todo el mundo consideraba muerta? Le hubiera gustado poder contemplar a Muhammad sin que él la viera. No se acercaría a él ni trastornaría su vida ni suscitaría en él ningún dolor o sentimiento de vergüenza, simplemente le contemplaría con amorosos ojos de madre para ver cómo se reía y caminaba, para oír su voz y grabársela en la memoria. Muhammad ya era un hombre. Ella le había llevado en su corazón durante todos aquellos años, pero no acertaba a imaginar cómo debía de ser ahora. ¿Se parecería a Omar? ¿Lo habrían mimado y sería un egoísta? No, pensó. Muhammad formaba parte de ella y también de Alice; sin duda sería amable y cariñoso.

Um Jamal le dijo, poniéndose súbitamente muy seria:

—Con todo el debido respeto y honor, sayyida, tendrías que casarte con el saíd. Vais juntos a todas partes. No está bien que una mujer soltera vaya con un hombre.

—Por eso no te preocupes —contestó Jasmine.

Lo cierto era que ella y Declan raras veces permanecían a solas en ningún sitio y ni siquiera estaban juntos, pues, cada vez que llegaban a una aldea y les ofrecían hospitalidad, Jasmine y Declan siempre iban por separado, ella con las mujeres y él con los hombres. Y normalmente, a la hora de dormir, Jasmine era acompañada a una casa y Declan a otra. En las únicas ocasiones en que estaban realmente juntos, tanto que incluso se rozaban, era cuando viajaban en los Land Cruisers, brincando sobre los baches de las carreteras y circulando por caminos sin asfaltar entre campos de algodón y caña de azúcar.

Al final, Jasmine les deseó a las mujeres mulid mubarak aleikum, feliz natividad del Profeta, y las jóvenes esposas se dispersaron con la misma eficiencia con que antes se habían congregado, perdiéndose por las angostas callejuelas con los niños de pecho en brazos o sujetos con correas a la espalda y los niños más crecidos agarrados a sus amplias faldas multicolores. Las ancianas, envueltas en sus negros velos y chales, se desperdigaron hacia los pocos lugares umbríos que había en la plaza para comer nueces, chismorrear y ver pasar la tarde hasta que empezaran los festejos del anochecer. Una vez sola, Jasmine recogió su equipo médico y sus recuerdos.

Al mirar hacia el otro lado de la plaza, la mirada de Declan se cruzó con la suya.

Al darse cuenta de que ella lo había estado observando, Declan apartó rápidamente la mirada. Cerrando el maletín, les dijo a los hombres reunidos delante del café de Abu Hosni:

—Nos veremos en la fiesta de esta noche, inshallah. Cuando ya estaba a punto de marcharse, un fellah vestido con una raída galabeya se apartó del grupo de mirones que había en la plaza y mostró un enorme escarabajo egipcio labrado en un fragmento de piedra caliza.

—Te lo vendo, saíd —le dijo alegremente a Declan—. Es muy antiguo. Cuatro mil años tiene. Sé personalmente de qué tumba procede. A ti te lo dejo en cincuenta libras.

—Lo siento, amigo. No me interesan las cosas viejas.

—¡Es totalmente nuevo! —gritó el fellah, lanzándole el escarabajo—. ¡Conozco personalmente al hombre que lo ha hecho! El mejor artesano de todo Egipto. Treinta libras, saíd.

Declan cruzó la plaza riéndose y, a medio camino, se tropezó con Jasmine.

—Le he prometido a Hadj Tayeb que lo llevaría en el Toyota al cementerio —dijo—. Desea hacer una ofrenda ante la tumba de su padre. ¿Quiere que la deje en el convento?

En el convento, Jasmine disfrutaba de la hospitalidad de unas monjas católicas mientras que Declan se alojaba en la casa del imán, al otro lado de la aldea. Pronto empezarían los festejos y ella y Declan volverían a separarse para unirse respectivamente a los grupos de las mujeres y de los hombres.

—Me gustaría ir con ustedes —contestó Jasmine—, si es correcto. Me han dicho que hay unas ruinas muy interesantes cerca del cementerio.

El Land Cruiser brincó sobre los baches del camino hasta que dejó atrás los campos de cultivo y las casas de adobe y se adentró en el inmenso desierto. Hadj Tayeb permanecía sentado entre Jasmine y Declan, sujetándose al salpicadero con una mano e indicando el camino con la otra. El sol poniente era como una bola de fuego que, desde un pálido cielo sin mancha, arrojaba sobre el desierto unas intensas tonalidades amarillas y anaranjadas, surcadas por las alargadas sombras negras de las rocas y los peñascos. Al final, les pareció ver una pequeña aldea en la lejanía, pero, al acercarse un poco más, no oyeron la menor señal de vida, tan sólo el silencio del desierto y el solitario silbido del viento.

Los tres descendieron del vehículo y el anciano fellah acompañó a Jasmine y Connor por unas estrechas callejuelas que hubieran podido pertenecer a cualquier aldea, pasando por delante de puertas y ventanas y bajo arcos de piedra medio derruidos. Todas las «casas» ostentaban una cúpula. Mientras las contemplaba, a Jasmine se le antojaron unas grandes colmenas de adobe cubiertas con una capa de tierra y arena.

Cuando llegaron a la tumba de la familia de Tayeb, el anciano hadj señaló con un trémulo dedo, diciendo:

—Las ruinas están por allí, saíd, junto a la antigua ruta de las caravanas.

Mientras le dejaban solo para que rezara bajo los últimos rayos del ocaso, Jasmine le dijo a Connor:

—Las mujeres de la aldea me han comentado que las ruinas tienen poderes curativos. Los aldeanos vienen aquí algunas veces para arrancar fragmentos de piedra de las columnas y elaborar medicinas con ellos.

Apenas quedaba nada del santuario de la diosa, muy frecuentado por los viajeros del desierto miles de años atrás…, sólo permanecían en pie dos de las columnas originarias; las demás aparecían rotas entre los cascotes y los escombros. Se podían ver todavía algunas piedras de pavimentación entre la arena, vestigios de un camino que conducía a lo que parecía ser un pequeño santuario. Por detrás de éste, se elevaba una escarpada formación rocosa, surgida muchos milenios atrás cual un inmenso y desnudo costurón que separaba el valle del Nilo del Sahara.

—Ésta era antiguamente una ruta de caravanas muy transitada —explicó Declan mientras ambos se abrían camino entre los cascotes. El silencio era sobrecogedor y el sol poniente había conferido una sorprendente coloración rojiza a las columnas que se recortaban contra el cielo—. Supongo que los viajeros se debían de detener aquí para orar por un feliz viaje. Y seguramente acampaban en aquellas cavernas de allí.

—Parece como si alguien hubiera acampado aquí —dijo Jasmine, rozando con la puntera de su zapato un círculo de ennegrecidas piedras.

—Los santos varones del desierto se sienten atraídos por estos solitarios lugares. Sobre todo, los místicos sufíes. Y los ermitaños cristianos.

Jasmine tropezó con la estatua de un carnero. Le faltaba la cabeza y la plana superficie correspondiente al cuello se había convertido en un asiento ideal.

—¿Por qué no se hacen excavaciones aquí? —preguntó, sentándose—. ¿Por qué no han vallado este lugar los arqueólogos?

Connor contempló la yerma llanura que se extendía hasta el horizonte. En la distancia, distinguió las achaparradas tiendas negras de los beduinos.

—Probablemente por falta de subvenciones —contestó—. Éste debe de ser un santuario pequeño e insignificante. No debe de merecer la pena, supongo. Puede que, en el siglo pasado, los egiptólogos se acercaran por aquí cuando los arqueólogos europeos empezaron a saquear Egipto. Hadj Tayeb me ha dicho que él y Abu Hosni convencieron una vez a los capitanes de los barcos que hacen cruceros por el Nilo de que se detuvieran aquí para que bajaran los turistas. Sin embargo, después de una larga marcha desde el río, los turistas se decepcionaban. Y, al final, los barcos ya no se detuvieron.

Jasmine contempló su silueta recortada contra el cielo color lavanda. Mientras el viento le agitaba el cabello, algo más largo que antaño, observó que en sus sienes ya habían asomado las primeras hebras de plata.

—Declan —dijo—, ¿por qué se va usted?

Connor se apartó un poco, pisando ruidosamente con sus botas el agrietado pavimento antiguo.

—Tengo que irme. Por mi propia supervivencia.

—Pero aquí es usted muy necesario. Escúcheme, se lo ruego.

Cuando llegué a los campos de refugiados de Gaza, me quedé tan pasmada ante las condiciones que allí imperaban y la forma en que eran tratados los palestinos, que estuve casi a punto de marcharme. Después visité la clínica de la Fundación Treverton y, al ver el bien que allí estaban haciendo…

—Jasmine —dijo Connor, de pie a la sombra de una alta columna—, lo sé todo sobre los campos. Lo sé todo sobre las condiciones en que vive la gente en todo el mundo. Pero ni usted ni yo podremos cambiar ni un ápice la situación. Mire ahí —añadió, volviéndose hacia la columna adornada por unos grabados tan consumidos por el viento y la arena que apenas se distinguían, a pesar de que, en el momento en que los últimos rayos del sol asomaron por encima de la formación rocosa, acentuando todas las sombras, los grabados destacaron en relieve—. ¿Ve usted esto? —preguntó, señalando las escenas de hombres trabajando en los campos, búfalos haciendo girar unas norias y mujeres moliendo maíz—. Estas escenas fueron labradas probablemente hace tres mil años y, sin embargo, podrían haberlo sido ayer, pues los fellahin viven hoy en día exactamente igual que sus antepasados. Nada ha cambiado. Ésta es la lección que he aprendido al cabo de veinticinco años de ejercer la medicina en el Tercer Mundo. Por mucho que hagamos usted y yo, la gente se quedará igual. Nada cambia.

—Menos usted —dijo Jasmine—. Usted ha cambiado.

—Digamos que he despertado.

—¿A qué?

—Al hecho de que lo que estamos haciendo aquí… en Egipto, en los campos de refugiados… no es más que un ejercicio inútil.

—Antes no pensaba usted así. Antes pensaba que podía salvar a los niños del mundo.

—Eso fue durante mi fase de arrogancia, en que aún pensaba que sería capaz de modificar las cosas.

—Todavía sigue siendo capaz de modificarlas —dijo Jasmine, mirándole con expresión de desafío.

El rumor de unas pisadas sobre la grava turbó de repente el silencio del desierto. Hadj Tayeb se estaba acercando a ellos entre jadeos.

—Por mis tres dioses —exclamó el anciano—. Será mejor que Alá me llame pronto a su lado, ¡de lo contrario, no le serviré de nada en el Paraíso! Ah, estas ruinas. Mi aldea podría ganar mucho dinero con ellas si vinieran los turistas. Pero, después de haber visto lo que hay en Karnak y Kom Obo, ven esto y dicen: «¿Sólo dos columnas? ¿Y por qué vamos a pagar dinero para ver sólo dos columnas?». Abu Hosni y yo hemos pensado construir otras columnas aquí y darles apariencia de antiguas. Pero, por Alá, me siento muy cansado.

—Voy por el vehículo —dijo Connor—. Ustedes dos esperen aquí.

Mientras esperaban, Jasmine le ofreció al anciano peregrino su asiento sobre la estatua del carnero y Tayeb lo aceptó de buen grado, extendiendo a su alrededor la blanca galabeya. Tayeb escudriñó el cielo cada vez más oscuro.

—No me gusta estar aquí después de la puesta del sol —dijo, acercándose una mano al pecho.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó Jasmine.

—Soy un pobre viejo, Alá me guarde.

Al regresar y oír que Tayeb se quejaba de sus achaques, Connor sacó su botiquín médico del vehículo y, en el momento en que estaba a punto de abrirlo, el anciano irguió la cabeza y preguntó:

—¿Qué ha sido ese ruido?

—Es el viento, Hadj Tayeb —contestó Connor.

—Pues a mí me ha parecido un yinn. Por Alá que será mejor que nos vayamos cuanto antes de aquí, saíd. Los fantasmas salen por la noche y, mira, el sol ya se ha ocultado.

—Un momento —dijo Jasmine—. Yo también he oído algo.

Los tres permanecieron inmóviles, escuchando el silbido lastimero del viento entre las ruinas. De repente, otro sonido se juntó con el del viento…, un prolongado y débil lamento.

—¡Aquí hay alguien! —dijo Jasmine.

Se volvieron en la dirección de donde procedía el sonido y prestaron nuevamente atención. Esta vez, el sonido fue más claro.

—Tienes razón —dijo Declan—. Aquí hay alguien. El sonido procede de aquella pequeña edificación.

El santuario de la antigua diosa tenía la altura de un hombre y unos tres metros cuadrados de superficie. Tuvieron que trepar por las rocas y los escombros para alcanzarlo; como, de vez en cuando, resbalaban sobre la grava y la pizarra suelta, Declan tomó a Jasmine de la mano. La puerta miraba al este, donde el cielo estaba más oscuro, por lo que no se podía ver nada de lo que había dentro. Se inclinaron para escuchar.

Se oyó otro gemido.

Allah! —exclamó Hadj Tayeb, haciendo un signo para alejar el mal de ojo.

Connor entró y descubrió a un hombre reclinado contra un antiguo altar; respiraba afanosamente y mantenía los ojos cerrados, llevaba la túnica y el turbante propios de un místico sufí y ostentaba una larga barba gris que le llegaba hasta el pecho. Se veían manchas de sangre en la túnica.

Declan se arrodilló a su lado y le dijo en voz baja:

—Tranquilo, abuelo, hemos venido para ayudarte.

Después, abrió su maletín médico y sacó un estetoscopio y un manguito para medir la presión arterial.

Mientras Connor controlaba las constantes vitales del hombre, Jasmine levantó el dobladillo de su áspera túnica de lana y descubrió un hueso de la pierna asomando a través de la carne gangrenada.

—Se debió de caer y debió de arrastrarse hasta aquí para estar más protegido —dijo Jasmine, abriendo su maletín. Bajo la débil luz del interior del santuario, llenó rápidamente su jeringa con una ampolla de morfina—. Esto te aliviará el dolor —le dijo al hombre sin estar muy segura de que éste se hubiera percatado de su presencia.

Declan auscultó al herido con el estetoscopio y después se incorporó diciendo:

—El pulso es débil e irregular. Está gravemente deshidratado y seguramente sufre intensos dolores. Le pondré un suero y después lo trasladaremos al hospital del distrito.

Se sorprendieron cuando el hombre dijo de pronto en un áspero susurro:

—¡No! No me saquéis de aquí.

—Vamos a cuidarte, Abu —dijo Jasmine, utilizando el respetuoso término de «padre»—. Somos médicos.

El hombre la miró y Jasmine contempló con asombro sus claros ojos verdes. Cuando el herido hizo una mueca de dolor dejando al descubierto una fuerte dentadura, Jasmine le dijo a Declan:

—Este hombre no es viejo.

—No, pero está muy grave —dijo Connor, haciéndole una seña a Tayeb, que aguardaba junto a la entrada—. ¿Puedes ir por la caja metálica que hay en la parte de atrás del vehículo, Hadj?

El anciano se retiró a toda prisa. Declan envolvió cuidadosamente el manguito de la presión arterial alrededor de la parte superior de un brazo tremendamente escuálido y esquelético.

—Tiene la tensión muy baja —dijo, tras hacer la lectura—. Tendremos que rehidratarle inmediatamente.

Mientras esperaban a que Tayeb regresara con el equipo del suero intravenoso, Jasmine apoyó la mano en la frente del ermitaño. Tenía la piel tan reseca y cuarteada como si fuera un viejo de cien años y, sin embargo, Jasmine calculaba que no debía de ser mucho mayor que ella. Después, examinó la herida con Declan y ambos llegaron tácitamente a la misma conclusión: amputación por encima de la rodilla.

Hadj Tayeb regresó portando con gran esfuerzo la caja de aluminio. Declan buscó rápidamente una vena para iniciar un gota a gota, colocando la botella de solución de dextrosa sobre el altar de piedra.

—Escúchame, Abu —dijo después—, vamos a entablillarte la pierna y a llevarte a…

—No —repitió el ermitaño, esta vez con más energía—, no me saquéis de aquí.

—¿Qué te ocurrió?

—Estaba fuera, rezando en la cuesta de la roca. Soplaba el viento y perdí el equilibrio. Logré arrastrarme hasta aquí.

—¿Cuánto tiempo llevas así? —le preguntó Jasmine.

—Horas, días…

Gracias a la tierra sobre la cual se había arrastrado, la sangre se le había coagulado, evitando que muriera desangrado. Pero las moscas habían tenido tiempo de darse un festín con la desgarrada carne. Jasmine se preguntó cuándo se le habrían terminado el agua y la comida mientras yacía en medio de terribles dolores, esperando ayuda.

Por suerte, llevaban consigo una cantimplora. Jasmine desenroscó el tapón y, deslizando un brazo bajo los escuálidos hombros, acercó el agua a sus labios. El herido consiguió tomar unos cuantos sorbos.

Al final, la morfina empezó a hacerle efecto y, tras tomar un poco más de agua, el ermitaño recuperó poco a poco la coherencia.

—Pasaron por aquí unas buenas gentes… unos beduinos que se dirigían a El Cairo. Me dieron de comer y de beber. Loado sea Alá en su misericordia.

—Te vas a poner bien —dijo Declan—. En cuanto te llevemos al hospital.

Pero el ermitaño pareció no haberle oído, pues, de repente, clavó los ojos en Jasmine.

La miró un buen rato con el ceño fruncido. Después, levantó una esquelética mano y le echó el turbante hacia atrás, dejando al descubierto su rubio cabello. Una expresión de asombro se dibujó en su descarnado rostro.

—¿Mishmish? —dijo en un susurro.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

—¿Eres tú, Mishmish?

—¿Zacarías?

—Pensé que estaba soñando. Eres tú, Mishmish.

—¡Zacarías! ¡Oh, Zakki! —Jasmine miró a Declan—. ¡Es mi hermano! ¡Este hombre es mi hermano!

—¿Cómo?

—La busqué, ¿sabes? —añadió Zacarías—. Busqué a Sahra, pero jamás la encontré.

—¿De qué está hablando?

—Fui de aldea en aldea, Mishmish —dijo Zacarías con un hilillo de voz—. Pregunté por ella… pero había desaparecido. No era mi destino encontrarla.

—No hables, Zakki —dijo Jasmine con lágrimas en los ojos—. Te vamos a curar.

Zacarías esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza.

Mishmish… —dijo, respirando afanosamente—. Después de tantos años, estás aquí. Loado sea su nombre, el Todopoderoso ha escuchado mi última plegaria y me ha concedido poder verte antes de reunirme con Él.

—Sí —dijo Jasmine—, loado sea su nombre. Pero, Zakki, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Cómo llegaste hasta aquí, tan lejos de casa?

Zacarías la miró con los ojos desenfocados.

—¿Recuerdas, Mishmish… la fuente del jardín?

—La recuerdo, pero, por favor, ahorra las fuerzas.

—No necesito fuerzas allí adonde voy. Mishmish… ¿has visto a la familia desde entonces…? —Zacarías hizo súbitamente una mueca—. ¿Desde que nuestro padre te echó de casa? Me sumí en la desesperación cuando te fuiste, Mishmish.

Las lágrimas de Jasmine cayeron sobre las manos de su hermano.

—No hables, Zakki. Vamos a cuidar de ti.

—Alá está contigo, Yasmina. Veo su mano sobre tu hombro. Casi no te roza, pero está ahí.

—Oh, Zakki —dijo Jasmine, rompiendo en sollozos—, me parece imposible haberte encontrado. Qué horrible debió de ser para ti vivir tan solo.

—Alá estaba conmigo… —contestó Zacarías, emitiendo un chirriante suspiro.

—Tenemos que sacarlo inmediatamente de aquí, de lo contrario será demasiado tarde —dijo Declan.

Mishmish… ya casi no siento el dolor.

—Te he dado una cosa para aliviarlo.

—Bendita seas, hermana de mi corazón. —Mirando a Declan, Zacarías añadió—: Pero tú estás sufriendo, amigo mío. Lo veo en el halo que te rodea.

—No hables ahora, Abu, no gastes energía.

Zacarías alargó la mano y, tomando la de Declan, añadió:

—Sí, tú estás sufriendo. —Contempló el rostro de Declan y pareció leer algo en él—. No tienes que reprocharte nada. No tuviste la culpa.

—¿Cómo?

—Ella dice que está en paz y quiere que tú también lo estés. Declan le miró un instante y después se puso en pie de un salto. Zacarías se volvió hacia Jasmine.

—Deja que me vaya junto a Alá. Es mi hora. —Levantó una mano y acarició el dorado cabello que, libre del turbante, se derramaba sobre los hombros de Jasmine—. Alá te ha devuelto a casa, Mishmish. Tus días errantes en tierras extrañas han tocado a su fin. —Esbozando una sonrisa, añadió—: Dile a Tahia que la amo y la esperaré en el Paraíso.

Dicho lo cual, cerró los ojos y expiró.

Jasmine le sostuvo en sus brazos y, acunando el cuerpo sin vida, murmuró:

—«En el nombre de Alá, el Clemente y Misericordioso. No hay más dios que Alá y Mahoma es su Profeta».

Lo sostuvo largo rato en medio del silencio del desierto mientras las sombras de la noche iban penetrando poco a poco en el santuario y un solitario chacal aullaba en las colinas circundantes sobre el trasfondo de los sollozos de Hadj Tayeb. Al final. Declan dijo:

—Lo tenemos que enterrar, Jasmine.

—Mi madre me escribió hace tiempo contándome que Zacarías había vivido una experiencia mística en el Sinaí durante la guerra de los Seis Días. Dijo que había muerto en el campo de batalla y que regresó a la vida. A partir de entonces, mi hermano cambió. Aseguró que había visto el Paraíso. Se volvió muy religioso y Umma dijo que había sido elegido por Alá. Después, se fue en busca de Sahra, nuestra cocinera, no sé por qué.

—Jasmine —dijo Declan—, está anocheciendo. Tenemos que enterrarle. Vaya a sentarse en el Land Cruiser con Tayeb. Yo cavaré la tumba.

—No. Tengo el deber de enterrar a mi hermano. Quiero ser yo quien le deposite en la tierra.

La noche ya había caído cuando amontonaron unas piedras sobre la tumba para evitar que los animales carroñeros se apoderaran del cuerpo. Al terminar, Jasmine grabó el nombre de Alá sobre la roca que cubría la cabeza de Zacarías.

Hadj Tayeb se pasó la manga bajo la nariz, diciendo:

—Loado sea Alá, sayyida, tu hermano descansará en dos paraísos, pues este lugar también está consagrado a los antiguos dioses.

Jasmine se echó a llorar y Declan la estrechó largamente en sus brazos.